El tema de la modernidad ha sido tratado desde hace ya varias décadas. En México por ejemplo, Octavio Paz habló del asunto allá por los años de 1959 y 1961. En «Corriente alterna», el poeta lamenta que la modernidad no pueda volver a sus principios para, así, recobrar sus poderes de renovación. Sostiene que debemos volver al pasado del capitalismo para recobrar nuestras raíces modernas, con el fin de aliviar el trauma de una modernización que todo lo destruye. Pensó en la necesidad de recuperar los mundos perdidos, en la importancia de una reconciliación con nosotros mismos e incluso, con nuestros enemigos. Como el proceso de desarrollo implica inevitablemente una autodestrucción inovadora, la mirada hacia atrás puede obligarnos a poner el desarrollo en manos de hombres nuevos y a rescatar nuestras vidas, sobre todo los vínculos humanos de la vida moderna. Paz explica la modernidad con base en la idea del progreso: "el presente es insustancial e imperfecto frente al pasado y el mañana será el fin del tiempo. Esta concepción postula, por una parte, la virtud regeneradora del pasado; por la otra, contiene la idea del regreso a un tiempo original -para recomenzar el ciclo de la decadencia, la extinción y el nuevo comienzo".(1)
Marshall Berman indica que ser moderno es "formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, 'todo lo sólido se desvanece en el aire'".(2) Menciona que vivimos en un mundo inquietante, en un mundo paradójico, a la vez promisorio y desalentador, porque todo lo que se ha creado hasta ahora debe ser destruido. Ésta es la tragedia del desarrollo, del desarrollo fáustico sin límites: la ruina es inherente al proceso del desarrollo humano.
A partir de la década de los ochenta, el fantasma de una nueva época empezó a recorrer las páginas del modernismo: la posmodernidad.
Adquirió cuerpo la conciencia de un mundo sin salida ni esperanza al haberse perdido la fe en los grandes ideales humanos. Si bien la modernidad fue definida, por Engels, como, "el Gran Discurso de la Razón Histórica", ahora la posmodernidad quiere apoyarse en una razón sin sentido finalista. Nada hay que hacer, y el mundo es imposible de cambiar. Comparativamente, en los sesenta exigíamos la realidad de lo imposible, vivíamos de la utopía, teníamos esperanza y nos hartábamos de idealismo. Ahora estamos en un mundo sin ilusión, de indiferencia política, de pasividad. El nihilismo ocupó el sitio del idealismo. La modernidad económica y política hizo que el modernismo de las ideas y de la cultura disolvieran los gigantescos discursos de la Razón Absoluta de Hegel y Marx. Al entrar en crisis las grandes nociones de lo Absoluto, de la Historia como realización de la idea, el proyecto histórico del hombre entró igualmente en crisis. La homogeneidad del modernismo es sustituida por una pluralidad de concepciones diferentes en busca de la individualidad. El hombre se preocupará por él y no por la sociedad. Y no es para menos, de nada sirvió el sacrificio del destino personal en aras de un ideal absoluto hecho trizas por el paradójico progreso de la humanidad. Ahora se dice que el hombre posmoderno busca en la vida privada el estímulo que ha perdido ante la realidad de una vida política y económica que se volvió en su contra. Y, por si fuera poco, el fracaso de la modernidad nunca alcanzada en los países del Este, borró para siempre en la mente del hombre la quimera de una sociedad feliz, de bienestar, realmente humana.
El concepto de posmodernidad es amplísimo. Sobre todo en el campo del arte y la literatura. Podríamos hacer un listado interminable. Valgan como ejemplo los siguientes: es una corriente emocional que ha introducido en el medio cultural los términos de posmodernidad, poshistorias y posilustración. Si atendemos a la epistemología de Foucault, podemos pensar en la sustitución de las unidades de pensamiento humanista histórico tales como tradición, influencia, desarrollo, evolución, fuente y origen por conceptos como discontinuidad, ruptura, umbral, límite y trasformación. También se habla de ella como una manifestación de la crisis de la autoridad cultural. Y en este mismo sentido, como la coexistencia de culturas diferentes en contra del etnocentrismo; como una reacción específica contra las formas establecidas del modernismo superior dominante que conquistó la universidad, el museo, las galerías de arte y las fundaciones. En la lingüística, como la nueva tiranía del significante, o sea, su liberación de la tiranía del significado. O bien, como un proceso en el que se difuminan los límites de la vieja distinción entre cultura superior y la llamada cultura popular, de masas o industrial.(3)
El concepto de posmodernidad en el ámbito social y político es, quizá, más sencillo de aprehender. Líneas más arriba intentamos cierto acercamiento. Sentimos que los exámenes de Habermas y de Lyotard -según él, la sociedad posmoderna demuestra el sentir de una clase media afanosa de seguridad y bienestar, una sociedad que sólo confía en un progreso pacífico y paulatino- son demasiado intelectuales. Digamos que a veces difíciles de comprender por su gran densidad. Nosotros preferimos recurrir a la literatura. Y en este caso concreto a una novela: «La hoguera de las vanidades», de Tom Wolfe. En este relato, la ciudad de Nueva York, como personaje literario y no como simple telón de fondo, nos ofrece una anatomía realista de la vida posmoderna: la vida cotidiana, el estado emocional de las clases sociales, la lucha por el poder, la paradoja del desarrollo y algo que nos importa mucho: el desenvolvimiento de las instituciones jurídicas. Lo que teóricamente nos explica Marshall Berman en «Todo lo sólido se desvanece en el aire», lo hallamos descrito en una historia magnífica, en un discurso literario que convierte el tema de la posmodernidad en algo muy cercano a nuestros sentimientos y a nuestra comprensión. A partir de esta obra, ubicamos a la posmodernidad como la etapa de decadencia que abre el ciclo del progreso hacia un nuevo comienzo del que nos habla Octavio Paz en «Corriente alterna».
Nueva York en los ochenta aparece como un caso ejemplar o paradigmático, como centro moderno del universo, condensa el desarrollo ilimitado e insatisfecho y la extinción del ayer, de lo obsoleto, de lo pasado de moda. Parafraseando a Berman, en Nueva York se desenmascara el nihilismo demoníaco que habita el corazón de nuestra sociedad establecida y se revela lo que hace un siglo Dostoievski llamaba "el desorden que es en realidad el grado más alto del orden burgués". En «La hoguera de las vanidades», Tom Wolfe abre la caja de Pandora valiéndose de una anécdota, de la grandeza de un hecho nimio, de un suceso fortuito, de la insignificancia de la vida personal que abre el conocimiento del mundo: un accidente de tránsito. (Por eso dice Octavio Paz que "la historia es una caja de sorpresas", que "la historia es el campo de juego de la fortuna, como llamaban los antiguos al accidente y a la contingencia").(4) La microhistoria de la novela levanta el telón de la ciudad posmoderna: la convivencia de Wall Street y del Bronx, de Park Avenue y del sector devastado de la gran ciudad.
El dinamismo propio de la ciudad aniquiló todo lo que había creado, desde los ambientes físicos hasta las instituciones sociales y los valores humanos. La recreación capitalista del mundo al infinito dejó a su paso, como símbolo inequívoco del progreso, la destrucción, el abandono, la marginación. Así, la dialéctica del desarrollo se resume en la confrontación de elementos distintos y aun opuestos. Las prácticas jurídicas, por lo mismo, se escindirán en dos planos de aplicación diferentes, con base en el ámbito social para el que están dispuestas. Aquí nos referiremos al mundo normativo del Bronx. Una normatividad que sólo adquiere trascendencia histórica y literaria a través de un personaje que, paradójicamente, no forma parte activa de ese mundo de marginación. De otro modo, dichas prácticas jurídicas seguirían en la sombra, en las crónicas de los sótanos de Nueva York, en la vida anónima e intrascendente de las gentes que las padecen. En esta sociedad, la realidad de la injusticia es un proceso natural, ordinario y sin tintes morales hasta que se afectan los intereses de uno de sus más nobles protagonistas.
En «La hoguera», Wolfe teje magistralmente la ironía de una ciudad como Nueva York: la vida de un "yuppie" que trabaja en una importante firma "brokers" como asesor financiero y el submundo de la policía y los tribunales del Bronx, así como el mafioso mundo de Harlem; o sea, el esplendor y la miseria. La justicia se desenvuelve en una red de sucesos inusitados e imprevistos para cualquier teoría sobre la lógica del desenvolvimiento normativo. Lo jurídico, aquí no posee límites operativos. Y no los tiene en razón de la interdependencia de aquellos dos órdenes (de esplendor y de miseria), que nos revelan al mundo como un caos, como un estado de confusión en el que se hallan las cosas desde su creación hasta su extinción; una dialéctica que relativiza la visión foucaultiana de la sociedad, sustentada en el análisis unívoco de la función negativa de lo normalizante. En efecto, Foucault analizó las modernas instituciones de confinamiento -el asilo, la clínica y la prisión- y sus respectivas formaciones discursivas: la locura, la enfermedad y la criminalidad. Para la década de los setenta, este descubrimiento permitió el examen de la otra cara de la moneda pero, sin exagerar, nos llevó a considerar a todas las prácticas e instituciones sociales como dispositivos esencialmente opresores. Todo era vigilar y castigar. Y nos obsesionamos por las llamadas "instituciones totales". Como señala Berman, "Foucault desarrolla estos temas con una inflexibilidad obsesiva y, de hecho, con rasgos sádicos, imponiendo sus ideas a sus lectores como barrotes de hierro, haciendo que cada dialéctica penetre en nuestra carne como una nueva vuelta de tornillo".(5)
O quizá nuestra lectura fue parcial o tendenciosa. Acaso era, por qué no, la interpretación más cercana a nuestras emociones, a nuestras necesidades. Para Berman era una coartada histórica (ofrecida a los refugiados de los sesenta) para explicar el sentimiento de pasividad e impotencia que se apoderó de tantos en los setenta.(6) No obstante que Foucault dijo que ningún Estado podría permanecer en el poder con el solo uso de la fuerza -dado que ahí residiría su debilidad- y que el Estado ejercía una economía del poder de índole estratégico, nos quedamos con la percepción trágica de lo normativo. Para nosotros todo cambio o intento de trasformación implicaba una "regresión de lo jurídico", y toda ley o código eran "formas que tornan aceptable un poder esencialmente normalizador".(7)
La imagen literaria del derecho que nos ofrece Wolfe en «La hoguera» es más versátil. Aparece como un mecanismo dilógico, ambiguo, paradójico o polisémico. Resulta ser un orden permeado por las relaciones humanas, mismas que lo convierten en una institución menos determinable de lo que pretende la cerrada estructura de Foucault.
Wolfe lo describe como un proceso lleno de fisuras y susceptible de ser trasgredido en sí mismo, ya que puede moldearse según las circunstancias. Este sistema, por lo tanto, no puede examinarse bajo los parámetros de abstracción que tanto critica Bachelard y que él denomina peyorativamente como "quintaesencia". Por ello la teoría del derecho debe ser más sensible a los procesos inductivos del conocimiento, con el fin de acercarnos a lo que Bachelard pide en la investigación científica: "el arte de la inteligencia".
"Me doy cuenta que no he escrito más que ficciones", decía Foucault, pero la ficción no es necesariamente mentira ni tampoco necesariamente irreal. Ficción de ficciones puede ser «La hoguera», pero permite una lectura diferente en donde se entrecruzan el discurso ficcional de la literatura y la realidad. Veamos, pues, sin un orden riguroso, las apreciaciones de Wolfe sobre lo jurídico criminal.(8)
Las relaciones humanas nos enseñan a eludir posturas extremas con respecto a su interpretación. Nada en este mundo puede decirnos verdades absolutas. Ningún esquema teórico puede ambicionar la certeza, a menos que desee mitificar el conocimiento de la realidad a la manera de la magia y la religión. Y menos la ciencia jurídica. El derecho no es absolutamente represor ni totalmente positivo o justiciero. Es ambas cosas: todo depende del momento, de la geografía y de las gentes que viven de las instituciones legales. También cuenta el azar, la fortuna. De igual modo la posición social de cada persona: el ambiente físico, el carácter y el comportamiento, los sitios que frecuentamos. Hasta la pasión y la melancolía. Y todavía más el alcohol y la droga. Incluso nuestras necesidades económicas diarias. Todo ello influye determinantemente en la certidumbre judicial. Rompe esquemas, hace atravesar el derecho por una red interminable de sucesos y de comportamientos, que ninguna teoría de lo universal es capaz de prever. Esto es la ficción de lo real. Todo es simulacro, simulación. Estamos metidos en un juego de ajedrez interminable en el que nunca habrá un ganador. Sobre todo el ganador definitivo que, como triunfo, imponga las reglas del terror o de la justicia para siempre. Ello es imposible. El sino que el hombre se impuso transita del orden al caos y de la certidumbre a la incertidumbre. De otro modo, como dice Cioran acerca de alguna certeza, en estos momentos la tierra ya no tendría habitantes. Curiosamente, caos es sinónimo de "mundo", y apocalipsis significa "revelación".
En el Bronx, los acusados llegan por toneladas. Cada uno de ello tiene una historia especial. El derecho criminal es incompetente para otorgarles el mismo tratamiento procesal. Incluso es incapaz de enjuiciarles, de incluirlos en las cifras punitivas. "El número de causas pendientes era tan abrumador que nadie perdía el tiempo tratando de hacer que avanzaran los casos menos seguros, a no ser que la prensa estuviese al acoso". La creación de chivos expiatorios no obedece a criterios de cantidad sino a razones ejemplares, de calidad. Hasta el terror se dosifica. Sobre todo porque los pobres encerrados detrás de la malla metálica no son delincuentes en el sentido romántico del término, como podrían catalogarlos autores como Revueltas, De Quincey o Genet. No son tipos que traten de conseguir cierto objetivo, cierta finalidad política que pueda enmarcarse dentro de la teoría estética del crimen. Hasta ni siquiera son seres tan desamparados o desesperados que no les importe emplear métodos ilegales. En absoluto, no son personajes que hayan hecho uso del "acto profundo" (Revueltas), de esa posibilidad única para los privilegiados que, haciendo uso de su fuerza, se enfrentan al Estado. No, en el Bronx "la mayoría de los acusados sólo eran subnormales incompetentes que hacían cosas increíblemente estúpidas y espantosas": "Arthur Rivera y otro traficante se pusieron a discutir por culpa de una pizza, y sacaron la navaja, y Arthur dijo: 'Dejemos la navaja y peleemos cuerpo a cuerpo'. Y así lo hicieron, y Arthur aprovechó la ocasión para sacar otra navaja, clavársela al otro en el pecho, y matarle..."
Sin embargo, aun para estos casos de tanta intrascendencia, los edificios de los juzgados tienen que ostentar monumentalidad. Toda sala de justicia requiere "expresar la seriedad y omnipotencia del imperio de la ley", aunque su majestuosidad no vaya de acuerdo con su efectividad. "Cada año habría en el Bronx siete mil procesamientos por delitos mayores, pero sólo se podían juzgar seiscientas cincuenta causas anuales. De modo que los jueces tenían que sacudirse de encima las otras seis mil trescientas cincuenta causas por uno de estos dos procedimientos: o bien absolviendo al acusado, o bien permitiendo que éste se declarase culpable de una acusación más leve, a cambio de que librase al tribunal de juzgarle".
Por lo mismo, la justicia habría que ponderarla con base en una estadística de rebajas, absoluciones y juicios propiamente dichos. La saturación administrativa, la capacidad financiera de los tribunales, los recursos humanos disponibles, en efecto, tienen mayor injerencia en la procuración de justicia que los principios generales del derecho, tales como la comprobación de la culpabilidad, la reparación del daño, el debido procedimiento o la garantía de legalidad.
Esta laxitud de la ley, excesivamente acomodaticia, tiene sus razones sociales y, quizás, también refleja aspectos relacionados con el inconsciente. Los que pisan los tribunales no son los únicos que han cometido actos delictivos. Como nada en este mundo es totalmente criminal ni nada totalmente virtuoso, según el marqués de Sade, los que imparten justicia inconscientemente se ven a través de la mirada del procesado. Por ejemplo, es de todos conocido que los guardias de seguridad en Nueva York (y de cualesquier otra ciudad) tienen antecedentes penales. La única limitante para ejercer como tales es que no hayan sido condenados, al menos una vez, por algún delito con agravante de violencia. Entonces, si los miembros de los aparatos legales han estado en la acera de la criminalidad, ¿por qué no pueden los propios criminales aducir alguna vinculación con las instituciones que dicen justicia para exculparse?
"Una de las formas de buscar una rebaja de la categoría delictiva, y por lo tanto del grado de sentencia, consiste en declarar que el acusado tiene un empleo. Si lo tiene, se supone que eso demuestra que está arraigado en la comunidad y esas cosas. De modo que el juez suele preguntarles a esos chicos si trabajan en algún sitio. Bueno, y estoy hablando de chicos a los que se acusa de atraco a mano armada, robo con escándalo, homicidio, intento de homicidio, de todo. Y no hay ninguno que, en caso de tener trabajo, no nos salga con lo de que 'Soy guardia de seguridad'".
La maleabilidad del derecho se pone a prueba en las maquinaciones de los abogados, aunque sus recursos no sean estrictamente legales. Y aun en los casos de homicidio todo puede funcionar de una manera especial. No obstante que está en juego la vida humana, los litigantes son capaces de triscar las pasiones humanas más disparatadas. Pueden ser genios a la hora de confundir a la gente, a la hora de manipular a un jurado. En el momento del juicio, el abogado puede parecer "un ser desconsolado, y eso forma parte del espectáculo, y sabe muy bien lo que tiene que hacer para fomentar la compasión por sus clientes".
El abogado penalista no sólo recurre a la elusión legal, sino a todo tipo de acciones extralegales. La piedra monolítica que parece ser el derecho penal filtra sus poderes de represión a través de los intermediarios del mundo legal. Por ejemplo, "todo lo que ocurre en el sistema legal de Nueva York, funciona a base de favores. Todos hacemos favores a todos los demás. En cuanto alguien tiene la más mínima oportunidad, corre a hacer algún depósito en el Banco de Favores". El código penal tiene muchas zonas borrosas, y es precisamente en esas zonas donde puede actuar. Todo, si quieres, lo puedes conseguir: hasta violar la intimidad de las personas, ya que en el estado de Nueva York "tienes todo el derecho a grabar tus propias conversaciones, tanto telefónicas como cara a cara", para tratar de exculpar a tus clientes.
Veamos otro ejemplo: un médico de pueblo se metió en la ambulancia con un paciente que padecía una enfermedad tropical con dirección a un hospital de Westchester. El enfermo se murió en cuanto lo ingresaron a urgencias. Pues la demanda la presentaron en el Bronx: "el abogado de la familia tuvo la genial idea de asegurar que la negligencia se produjo en el Bronx, y exigió, por tanto, que el juicio se celebrase en el Bronx. Les han dado ocho millones de dólares". Ahora sabemos que, en cualquier demanda civil, los jurados del Bronx actúan como auténticos redistribuidores de la riqueza.
En fin, el jurado y los testigos tienen un importantísimo papel. De su libre actuación o de su manipulación psicológica pende todo el entramado de la certeza judicial. "Darle brillo a un testigo era una técnica psicológica utilizada corrientemente por los fiscales. En un caso de delito mayor, lo más probable era que el testigo estelar de la acusación procediera del mismo mundillo que el acusado, y que fuera alguien con historial delictivo". Sin embargo, el fiscal trataba de iluminarlo con los focos de la verdad y la credibilidad. "Y no solamente para mejorar su imagen a los ojos del juez y del jurado, sino porque el propio fiscal acababa sintiendo necesidad de mejorar la imagen del testigo ante sus propios ojos". Llega a veces a ocurrir que el fiscal termina trabajando en estrecha colaboración con alguno de sus testigos.
La institución del Gran Jurado se remonta a la Inglaterra de 1681 y consistía en que aquélla debía proteger a los ciudadanos frente a fiscales poco escrupulosos. Los hechos demuestran que, desgraciadamente, los grandes jurados sólo servían para respaldar la acusación. "Las sesiones de gran jurado habían terminado convirtiéndose en grandes espectáculos cuyo director de escena era el fiscal. Con muy raras excepciones, todo gran jurado hacía siempre lo que el fiscal le decía que hiciera. Y en el noventa y nueve por ciento de los casos los fiscales querían que el acusado fuese llevado a juicio, y los grandes jurados acostumbraban doblegarse a los deseos de los fiscales".
Por último, quisiéramos señalar lo siguiente. "Los abogados criminalistas no son precisamente el 'bout en train', pero en determinados casos hay que usar sus servicios." En la selva del Bronx, la gente se pasa el día cruzando la frontera que separa la legalidad de la ilegalidad. Y para los "brokers" de Park Avenue las leyes no constituyen ningún tipo de amenaza. "Porque eran tus leyes, las leyes hechas para ti y para tu familia y la gente como vosotros". Pues bien, los que crecen en el Bronx están siempre dando saltos a uno y otro lado de esa frontera, "como un montón de borrachos incapaces de andar rectos". Entre los chicos y chicas de buena familia, en cambio, "la culpa y el instinto que impulsan a obedecer la ley se convierten en actos reflejos, en fantasmas inerradicables de la máquina".
México es un país con apenas cincuenta años de modernidad. El Bronx es su realidad generalizada, triste, al lado del edificio de la Bolsa de Valores, como símbolo apabullante de una modernización incipiente. Su sistema jurídico, sin más, merece el calificativo simple de corrupto, lo mismo que el del Bronx de Nueva York. Vivimos un abismo entre modernismo y modernidad. No obstante, hablamos de posmodernidad, recurrimos a los autores más vigentes y yuxtaponemos patrones de interpretación a un mundo atrasado y miserable. Como dice Berman, "en los países relativamente atrasados, donde el proceso de modernización todavía no se ha impuesto, el modernismo, allí donde se desarrolla, adquiere un carácter fantástico, porque está obligado a nutrirse no de la realidad social, sino de fantasías, espejismos, sueños".(9) Y concluye, los seudo-Faustos del Tercer Mundo, en apenas una generación, se han hecho notoriamente expertos en la manipulación de las imágenes y los símbolos del progreso, pero visiblemente incapaces de generar un auténtico progreso que compense la miseria y la devastación reales que trae consigo.(10)
Notas
1. Octavio Paz, «Corriente alterna», México: Siglo XXI, 1970, p. 22. (La creación literaria; ensayo.)
2. Marshall Berman, «Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad», México: Siglo XXI, 1988, p. 1.
3. Cfr. Hal Foster et al., «La posmodernidad», Barcelona: Kairós, 1986, 238 p.
4. Octavio Paz, «Pequeña crónica de grandes días», México: FCE, 1990, p. 8 y 37.
5. Marshall Berman, op. cit., p. 24.
6. Ibíd., p. 25.
7. Michel Foucault, «Historia de la sexualidad», vol. I, "La voluntad de saber", Madrid: Siglo XXI, 1978.
8. Cfr. Tom Wolfe, «La hoguera de las vanidades», Barcelona: Anagrama, 1990, 635 p. Por ser muy abundantes, nos ahorraremos las citas de este libro, sólo las entrecomillaremos cuando sean literales.
9. Marshall Berman, op. cit., p. 244.
10. Ibíd., p. 70-71.
sábado, 8 de septiembre de 2007
"EL DERECHO Y LA MODERNIDAD" por Eduardo Larrañaga Salazar
Publicado por DARÍO YANCÁN en 3:57 1 comentarios
viernes, 7 de septiembre de 2007
"LA HUELLA DE LA HUELLA" por Gianni Vattimo
Se suele decir que la experiencia religiosa es la experiencia de un éxodo; pero si es un éxodo, se trata probablemente de un viaje de regreso. Sin duda, esto no se debe a alguna característica esencial, pero el hecho es que en nuestras condiciones de existencia (Occidente cristiano, modernidad secularizada, estados de ánimo de fin de siglo preocupados por la amenaza de riesgos apocalípticos inéditos) la religión se vive como un retorno. Es volver a hacer presente algo que pensábamos haber olvidado definitivamente, la reactivación de una huella latente, la reapertura de una herida, la reaparición de lo inhibido, la revelación de que lo que pensábamos haber sido, Überwindung (en el sentido de sobrepasar, volverse verdadero y hacer a un lado lo que resulta), no es sino una Verwindung, una larga convalecencia que de nuevo debe ajustar cuentas con la huella indeleble de su enfermedad. Si se trata de un retorno, ¿no es accidental este resurgimiento de la religión con respecto a su propia esencia? ¿No es como si –por una razón histórica, individual o social cualquiera– sucediera simplemente que olvidáramos, que nos alejáramos (tal vez con cierto sentimiento de culpa) y que, por una razón igual de fortuita, ahora el olvido de pronto se volviera menor? Pero este mecanismo (en ese caso, habría una verdad esencial de la religión que existiría en alguna parte, inmóvil, mientras que los individuos y las generaciones sólo van y vienen en torno a ella en un movimiento perfectamente externo e insignificante) ya se ha hecho impracticable en filosofía: si decimos que una tesis es verdadera, ¿deberemos tachar de estúpidos o de absurdos a todos los grandes o no tan grandes pensadores del pasado que no la reconocieron como tal? Esto significaría, en otros términos, que se trata de una historia de la verdad (una historia del ser) que no es tan esencial para su "contenido"... A la luz de estas consideraciones, parece entonces preferible la hipótesis según la cual la reaparición de la religión, su retorno, en nuestra experiencia no es un dato puramente accidental que debería hacerse a un lado para que nos concentráramos sólo en los contenidos que, por ello, regresan. Al contrario, podemos sospechar legítimamente que el retorno es un aspecto (o el aspecto) esencial de la experiencia religiosa.
Por lo tanto, ésta es la huella que queremos seguir, asumiendo como constitutivo, para una reflexión renovada sobre la religión, el hecho mismo de su retorno, de su reaparición, su llamado con una voz que estamos seguros de haber escuchado antes. Si aceptamos que el retorno no es un aspecto externo ni accidental de la experiencia religiosa, entonces incluso las modalidades concretas de ese retorno, como las experimentamos en nuestras condiciones históricas fuertemente determinadas, deberán considerarse también esenciales. Pero ¿hacia dónde debemos mirar para tomar en consideración las modalidades concretas actuales del retorno de lo religioso? Parece que estas modalidades son en principio de dos tipos que, por lo menos a primera vista, no se pueden vincular de inmediato. Por una parte, el retorno de lo religioso (como exigencia, nueva vitalidad de las iglesias y de las sectas, búsqueda de doctrinas y prácticas paralelas: la "moda" de las religiones orientales, etc.), más claramente representativo de la cultura común, está motivado principalmente por la amenaza de ciertos riesgos generales que nos parecen inéditos y sin precedentes en la historia de la humanidad. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial apareció el temor ante una posible guerra atómica y hoy, que ese riesgo parece menor debido a la nueva configuración de las relaciones internacionales, vemos que, al contrario, se difunde el temor de una proliferación descontrolada de ese mismo tipo de armas y, más generalmente, la angustia frente a las amenazas que pesan sobre la ecología planetaria y ante las nuevas posibilidades de manipulaciones genéticas. Otro temor igualmente difundido, por lo menos en las sociedades desarrolladas, es el de la pérdida del sentido de la existencia, el profundo fastidio que inevitablemente parece acompañar al consumo desenfrenado. La "hipótesis demasiado extrema" que era Dios para Nietzsche evoca y reactualiza sobre todo el carácter radical de los riesgos que parecen amenazar la existencia de la especie y su propia "esencia" (el código genético puede ser modificado...). Esta forma de retorno de lo religioso, que se expresa en la búsqueda y la afirmación, con frecuencia violenta, de las identidades locales, étnicas y tribales, suele unirse también a un rechazo a la modernización como causa de la destrucción de las raíces auténticas de la existencia.
Por el lado de la filosofía y la reflexión explícita, el retorno de lo religioso parece producirse según modalidades totalmente diferentes, ligadas a experiencias teóricas que aparecen más bien lejanas y opuestas a la inspiración "fundamentalista" de la nueva religiosidad, inspirada en los temores apocalípticos difundidos en nuestra sociedad. El derrumbe de los interdictos filosóficos en contra de la religión, puesto que se trata precisamente de eso, coincide con la disolución de los grandes sistemas que han acompañado el desarrollo de la ciencia, la técnica y la organización social modernas; y por lo tanto, también con la desaparición de todo fundamentalismo, en otras palabras, con la desaparición de aquello que la conciencia común parece buscar en su retorno a lo religioso. En realidad –y también ésta es una idea muy difundida–, es posible que la nueva vitalidad de la religión dependa en rigor del hecho de que la filosofía y el pensamiento crítico en general –al haber abandonado la noción misma de fundamento– (ya) no son capaces de dar un sentido a la existencia, que se busca entonces en la religión. Pero esta lectura de la situación –que incluye a muchos adeptos, incluso donde no parecería que los hubiera– considera ipso facto resuelto el problema mismo del retorno que fue nuestro punto de partida. En otras palabras, la historicidad de la condición actual está pensada en términos de una simple desviación que nos habría alejado del fundamento siempre presente y disponible, produciendo, por la misma razón, una ciencia y una técnica "inhumanas"; desde este punto de vista, el retorno que habría que emprender no es sino un abandono de la historicidad y la recuperación de una condición auténtica concebible tan sólo como "la permanencia en lo esencial". Así, el problema que se nos plantea es saber si la religión es inseparable de la metafísica en el sentido heideggeriano del término; en otras palabras, si es posible pensar a Dios únicamente como el fundamento inmóvil de la historia, del cual todo parte y hacia el cual todo debe volver, con la dificultad de asignar algún sentido al vaivén que de allí resulta. Cabe señalar que acaso este tipo de dificultad decidió a Heidegger a invitarnos a repensar el sentido del ser fuera de los esquemas objetivistas y esencialistas de la metafísica. Como se sabe, durante los años cruciales en que preparaba El ser y el tiempo, Heidegger se interesó en parti-cular por una reflexión sobre la religión relacionada con los problemas de la historicidad, la temporalidad y, en última instancia, la libertad y la predestinación.
Frente a esta contradicción, que no es sólo aparente, entre la necesidad de fundamentos que se expresa en el retorno de la religión en la conciencia común y su propio redescubrimiento (del carácter plausible) de la religión después de la disolución de las metanarraciones metafísicas, parece que la filosofía debe tratar de reconocer y sacar a la luz las raíces comunes de esas dos formas de "retorno", sin renunciar a sus propias motivaciones teóricas y aprovechando esas motivaciones como la base de una radicalización crítica de una misma conciencia común. (Inútil decir que aquí se expresa también una concepción general de la relación entre filosofía y conciencia común de la época, que nos es imposible desarrollar más, pero que se vincula menos a un historicismo de trazo hegeliano que a una reflexión heideggeriana sobre la relación entre el final de la metafísica y el despliegue cabal de la ciencia y la técnica como estructura sustentadora de la sociedad moderna tardía: en otras palabras, el mismo Heidegger, o más bien sobre todo Heidegger, piensa y practica la filosofía como su propio tiempo comprendido por el pensamiento, como una expresión reflexionada de temáticas que, aun antes de pertenecer oscuramente a la conciencia común, constituyen historias del ser, momentos constitutivos de la época.)
La raíz común entre la necesidad religiosa que se expresa en nuestra sociedad y el retorno de la religión (y de su carácter plausible) a la filosofía está constituida en la actualidad por la referencia a la modernidad como la época de la ciencia y la técnica o, según la expresión heideggeriana, como la época de las "concepciones del mundo". Si la reflexión crítica quiere presentarse como una interpretación auténtica de la necesidad religiosa en la conciencia común, conviene demostrar que esa necesidad no se conforma con una pura y simple reanudación de la religiosidad "metafísica", es decir, huir de la confusión de la modernidad y la Babel de la sociedad secularizada mediante un fundamentalismo renovado. ¿Es posible tal demostración? Esta pregunta traduce simplemente el problema fundamental de la filosofía heideggeriana, pero también puede leerse como una variación del proyecto nietzscheano del superhombre, descrito como el hombre capaz de elevarse hasta posibilidades insólitas de dominación del mundo. Reaccionar ante el problemático y caótico carácter del mundo moderno tardío mediante un retorno a Dios como fundamento metafísico significa, en términos nietzscheanos, rechazar el desafío de lo sobrehumano o, más aún, condenarse a esa condición de esclavitud que Nietzsche considera inevitable para todos aquellos que, en realidad, no asuman ese desafío. (Si se piensa en las transformaciones que la existencia individual y social sufre en la sociedad de comunicación de masas, esta alternativa entre sobrehumanidad y esclavitud no parece de hecho retórica ni tan inverosímil.) Además, desde el punto de vista heideggeriano, es evidente que reaccionar a la Babel de la posmodernidad con un retorno a Dios como fundamento sólo significa tratar de salir de la metafísica, oponiendo a su disolución final la reanudación de una de sus representaciones "precedentes", que sólo parece deseable precisamente porque está más apar-tada –aunque sólo en apariencia– de las condiciones actuales de las que se quiere salir. La insistencia de Heidegger en la necesidad de esperar que el ser nos vuelva a hablar y en el carácter prioritario de su oferta en relación con toda iniciativa del hombre (pienso, desde luego, en ¿Qué significa pensar? y en el texto sobre el humanismo) sólo significa que sobrepasar la metafísica no podría consistir en oponer una condición de autenticidad ideal a la degeneración de la ciencia y la técnica modernas, porque el ser sólo se da en su circunstancia y, precisamente, "allí donde está el peligro, allí también crece lo que salva"; sobrepasar la metafísica y su fase de extrema disolución –la Babel de la modernidad tardía y, por lo tanto, sus temores apocalípticos– debe buscarse en una respuesta que no sea tan sólo "reactiva" (utilizamos otra vez un término que se debe a Nietzsche) al llamado del ser, que se da por principio en su circunstancia, es decir, en el mundo de la ciencia y la técnica y la organización total, en el Gestell. Considerar la técnica sabiendo que su esencia no es algo técnico –como Heidegger no deja de recordar–, es decir, ver la técnica como el punto de llegada extremo de la metafísica y del olvido del ser en la idea de fun-damento significa en rigor prepararse para sobrepasar la metafísica mediante una recepción no reactiva del destino técnico del ser en sí.
En su retorno a la religión, la conciencia común tiende a adoptar una actitud reactiva. En otras palabras, tiende a desplegarse como una búsqueda nostálgica de un fundamento último e inquebrantable. En los términos de El ser y el tiempo, esta tendencia no sería sino la propensión (estructural) a la inautenticidad, que se funda, en último análisis, en lo finito mismo de la existencia y a lo cual la filosofía sólo opone, en esa obra misma, la posibilidad de la autenticidad (también estructural), descubierta por lo analítico existencial y accesible en la decidida proyección existencial hacia su propia muerte. Pero en los términos del proyecto de sobrepasar la metafísica como rememoración y recepción de la historia del ser, no parece concebible la oposición –en el fondo platónica– de la filosofía respecto de la conciencia común. Quizá deba pensarse a la filosofía como recepción crítica –es decir, como rememoración del Geschick del ser, de las vicisitudes de sus Schickungen– del llamado, que sólo puede oírse en la condición misma de la inautenticidad, concebida ya no como estructural sino ligada a la circunstancia del ser y, en ese caso, a la oferta del ser en la fase final de la metafísica. Esto puede decirse con mayor sencillez si se insiste en el carácter no accidental de la oferta, para nosotros, de la experiencia religiosa como retorno.
La filosofía ha redescubierto el carácter plausible de la religión (sólo) porque las metanarraciones metafísicas se disolvieron y, por ello, puede considerar la necesidad religiosa de la conciencia común fuera de los esquemas de la crítica de la Ilustración. La tarea crítica del pensamiento frente a la conciencia común consiste, aquí y ahora, en poner en evidencia el hecho de que el retorno de la religión también está definido positivamente para esa conciencia, puesto que se presenta en el mundo de la ciencia y la técnica de la modernidad tardía, es decir que su relación con este mundo no puede concebirse únicamente en los términos de una huida y una alternativa polémica; o bien, lo cual sería lo mismo, por lo menos desde el punto de vista de la diferencia entre metafísica y ontología, en términos de reducción de sus nuevas posibilidades a supuestas leyes naturales, a normas esenciales.
El hecho de que la figura del retorno (y, por lo tanto, de la historicidad) es esencial y no accidental para la experiencia religiosa no significa al principio, o exclusivamente, que la religión a la que queremos volver deba representarse como defi-nida por pertenecer a la época del final de la metafísica; en primer lugar, lo que la filosofía deriva de la experiencia de la esencialidad de la figura del retorno es una identificación general de la religión con la positividad, en el sentido de lo fáctico, lo circunstancial, etc. Tal vez aquí sólo estamos traduciendo lo que la filosofía de la religión ha indicado por lo general como la creaturalidad que constituiría el contenido esencial de la experiencia religiosa (pero no hay ninguna razón para rechazar esta proximidad o dependencia respecto de la reflexión filosófica religiosa tradicional: es otro aspecto de la positividad que aquí tratamos).
En general, parece que la posibilidad de repensar filosóficamente la religión depende en esencia del vínculo entre los dos sentidos de la positividad que acabamos de indicar: en primer lugar, el hecho de que es determinante, para el contenido mismo de la experiencia religiosa reencontrada, que su retorno se produzca en las condiciones históricas precisas de nuestra existencia en esta modernidad tardía y que no se defina, entonces, en relación con esta existencia, exclusivamente como un salto fuera de ella; en segundo lugar, que el retorno en sí indique como un carácter constitutivo de la religión su positividad en cuanto dependencia en relación con una facultad original, eventualmente legible como dimensión creatural, una dependencia tal vez en el sentido de Schleiermacher.
Hacer justicia al significado de la experiencia del retorno significará, en primer lugar, permanecer en el horizonte de este doble sentido de la positividad. La creaturalidad, como historicidad concreta y determinada, pero recíprocamente la historicidad como procedencia de un origen que, dado que no es metafísicamente estructural, esencial, también tiene todos los rasgos de la circunstancialidad y la libertad. Permanecer en la luz de esta relación, pues, no es sencillo: la historia de la religiosidad "metafísica" parece mostrar en rigor la dificultad según la cual la positividad se resuelve por completo en una pura y simple creaturalidad, cuyo resultado es el hecho de que la historicidad concreta de la existencia se considera sólo como lo finito, más allá de lo cual la experiencia religiosa nos haría dar "un salto" (a Dios, a la trascendencia) o debería considerarse, cuando mucho, como el lugar para una prueba. He intentado mostrar en otra parte cómo ese riesgo, que tal vez sea más que un riesgo, está presente en el pensamiento filosófico de Levinas y, en cierto sentido, caracteriza la posición tradicional de Derrida (por lo menos, de manera explícita, en el ensayo sobre Levinas en La escritura y la diferencia). Desde luego –como, por otra parte, aparece con claridad si consideramos los orígenes judeocristianos del historicismo moderno, magistralmente presentados por Löwith–, el riesgo simétrico de esta posición está en la identificación de la positividad con la historicidad intramundana, que llevaría lo divino al determinismo histórico: la historia del mundo como tribunal del mundo, según la frase hegeliana. Mediante esta insistencia sobre la positividad, el autor en que nos basamos, desde luego, no es Hegel sino Schelling, aun cuando no pretendemos ninguna fidelidad literal a su última filosofía. La concepción de la religión que se esboza aquí retiene de la filosofía positiva de Schelling sobre todo el interés por la mitología; no tanto –y esto marca probablemente una diferencia– como el modo de conocimiento más adecuado de verdades que trascienden la razón, sino como el lenguaje más apropiado para la narración de sucesos que, positivos en el doble sentido al que hemos aludido, sólo pueden transmitirse en forma de mitos. La reflexión de Pareyson sobre la experiencia religiosa y su vínculo con el mito (véase la antología Filosofia della liberta) –en referencia constante a Schelling– tiene aquí una importancia capital, aun cuando deba completarse debidamente para impedir que se reduzca la positividad de la experiencia religiosa a una pura creaturalidad (con la tendencia resultante de asumir el pensamiento mítico dentro de una especie de abstracción ahistórica e incluso la dificultad de distinguir el mito cristiano del mito griego). (En mi ensayo publicado en Etica dell’interpretazione desarrollo el tema.) La palabra mito, por su parte, funciona aquí como el emblema de todo lo que es positivo en el doble sentido que damos a esa palabra. Es el lugar donde se da la historicidad que al mismo tiempo es radical y (por lo mismo) irreductible a la inmanencia de la historicidad intramundana. Encontramos así otro aspecto importante de la reflexión filosófica religiosa, sea o no contemporánea: el que insiste en lo "religioso" (no disponemos de otros términos por el momento) como irrupción del Otro y como discontinuidad en el curso horizontal de la historia. En nuestra opinión, sin embargo, ese carácter de discontinuidad y de irrupción se concibe con demasiada frecuencia –una vez más– como una mera negación "apocalíptica" de la historicidad, como un nuevo comienzo absoluto que niega todo vínculo con el pasado y establece una relación puramente vertical con la trascen-dencia, considerada a su vez como una plenitud metafísica pura del fundamento eterno.
Al mito como término general de la positividad se unen todos los contenidos típicamente positivos de la experiencia religiosa que regresa en nuestra condición presente, contenidos que, al igual que los mitos, no pueden traducirse totalmente en los términos de la racionalidad argumentativa. Así, por ejemplo, más aún que el sentimiento de culpa y de pecado, está la necesidad del perdón. No debe sorprender que indiquemos como un contenido característico de la experiencia religiosa la necesidad del perdón más que el sentido de la culpa y la percepción del mal y de su carácter inexplicable. Es probable que toquemos aquí uno de los rasgos de la especificidad histórica con que se nos presenta hoy la experiencia religiosa: de hecho, tanto la intensidad del sentimiento de culpa como la dimensión radical de la experiencia del mal parecen inseparables de una concepción que no dudamos en llamar una metafísica de la subjetividad, una especie de visión enfática de la libertad que parece chocar con muchos aspectos de esa misma espiritualidad con la que hoy se encuentra la religión. En otras palabras: si es cierto que ahora la religión se nos presenta de nuevo como una exigencia profunda y filosóficamente plausible, esto se debe también y sobre todo a una disolución general de las certezas racionalistas que ha experimentado el sujeto moderno; por esta misma razón, el sentimiento de culpa y el carácter "inexplicable" del mal son elementos tan cruciales y tan decisivos. El mal y la culpa son menos "escandalosos" desde el momento en que el sujeto no se toma tan en serio como lo implica el estado de ánimo metafísico, explícita o implícitamente racionalista. No obstante, esto no impide que la experiencia de lo finito, sobre todo como inadecuación de nuestras respuestas a las "preguntas" que provienen de los otros (o incluso del Otro, en el sentido de Levinas), se represente como necesidad de ese "suplemento" que sólo logramos representar como trascendente. Es probable que no sea difícil unir a esta necesidad –que es al mismo tiempo un deseo de responder a la pregunta del otro y el llamado a una trascendencia capaz de compensar la insuficiencia de nuestras respuestas– el significado de las tres virtudes teologales de la tradición cristiana, tanto como los postulados de la razón práctica kantiana (por lo menos los que tienen que ver con la existencia de Dios y la inmortalidad del alma).
El horizonte del mito, que incluye la positividad tal como nos hemos propuesto definirla aquí, incluye, junto con la necesidad del perdón, otros aspectos constitutivos de la experiencia religiosa: el modo en que uno encara el enigma de la muerte (su propia muerte pero, sobre todo, la muerte de los demás) y el del dolor, y la experiencia de la plegaria, tal vez una de las más difíciles de traducir en términos filosóficamente sensatos. Tanto la necesidad del perdón como la experiencia de la mortalidad, el dolor y la plegaria pueden definirse como "posi-tivos", en el sentido de que son maneras de encontrarse con la circunstancialidad radical de la existencia, maneras de afianzar una "pertenencia" que también sea procedencia y, en un sentido que es difícil de precisar pero que vivimos en la experiencia misma del retorno, del ser devuelto (verfallen); por lo menos, en tanto que el retorno aparece siempre como la recuperación de una condición de la que hemos "caído" (en la regio dissimilitudinis de la que hablan los místicos medievales).
Pero, una vez más: estos "contenidos" positivos, y positivos de una manera tan característica, de la experiencia del retorno en los que se presenta lo religioso también son positivos, sobre todo en el sentido de que no resultan de una reflexión abstracta sobre sí mismos, no provienen de la profundización de una autoconciencia humana en general, sino que más bien constituyen datos en un lenguaje ya determinado, que es más o menos literalmente el lenguaje de la tradición judeocristiana, el lenguaje de la Biblia. ¿No sería entonces más preciso hablar de un retorno a la letra de los textos sagrados del Antiguo y Nuevo Testamentos? ¿Por qué, por ejemplo, insistir en la necesidad del perdón y no sólo en el pecado original, en la promesa de Redención, en el relato de la Encarnación, la Pasión, la muerte y la resurrección de Jesús? Pero el retorno que experimentamos, ¿no es un retorno a la verdad de las Escrituras? ¿Podemos hacer justicia a la experiencia del retorno al concebirlo como un movimiento que sólo tiene que ver con nosotros, como si encontráramos un objeto olvidado, las Escrituras sagradas, que han permanecido intactas en alguna parte, esperando, por alguna razón, que nosotros (nuestra cultura, el mundo contemporáneo, etcétera) las volvamos a descubrir? Si, como creemos, la hermenéutica en cuanto filosofía de la interpretación no podía nacer más que de la tradición judeocristiana (remito a las hipótesis desarrolladas en el ensayo "Storia della salvezza, storia dell’interpretazione", Micromega, 3, mayo 1992), también es cierto que esta tradición aún está profundamente marcada por ella. Hay otro aspecto de la positividad del que no podemos hacer abstracción: experimentamos el retorno de lo religioso en un mundo en que se ha hecho inevitable la conciencia de la Wirkungsgeschichte (me refiero a las nociones de "historia de los efectos" y de "historia de la eficiencia", elaboradas por Gadamer en Warheit und Metode) de todo texto, sobre todo del texto bíblico; en otras palabras, experimentamos el hecho de que los textos sagrados que marcan nuestra experiencia religiosa se dan dentro de una tradición que los transpone en el sentido en que su mediación no les permite subsistir como objetos inmodificables; tal vez la insistencia de las ortodoxias en la letra de los textos sagrados registra en realidad este irremediable estado de mediación, más que prevenirlo. De manera un poco "vertiginosa", pero sólo un poco, los rasgos de la experiencia del retorno pertenecen ya al texto sagrado en sí –Antiguo y Nuevo Testamentos– al que estamos regresando. El hecho de que la experiencia religiosa se nos presente como un retorno es ya un signo y es consecuencia de que vivimos la experiencia en los términos de las Santas Escrituras judeocristianas. A partir de San Agustín y de su reflexión sobre la Trinidad, la teología cristiana, en sus raíces más profundas, es una teología hermenéutica: la estructura interpretativa, la transposición, la mediación y, sin duda, el ser devuelto no tienen que ver sólo con la anunciación y la comunicación de Dios con el hombre; definen la vida íntima de Dios que, por esta misma razón, no podría pensarse en los términos de una plenitud metafísica inmutable (en relación con la cual, precisamente, la Revelación sólo sería un episodio "ulterior" y un accidente, un quoad nos).
¿Lo único que hacemos entonces es traducir en términos bíblicos y teológicos una temática filosófica bastante reconocible, la de la circunstancialidad del ser? Probablemente también sea así. Pero sería contradictorio, desde el punto de vista de la circunstancialidad del ser, asumir ese hecho como marginal, como si la filosofía, llegada por sí sola al problema de sobrepasar la metafísica, descubriera "por consiguiente" su propia analogía con los contenidos de la tradición judeocristiana. La circunstancialidad del ser, pues, se afirmaría como un dato encontrado objetivamente por dos modos de pensamiento, formas de experiencias diferentes que habrían llegado a ello cada una por sus propios medios: una vez más, como modos accidentales de encontrarse con un dato independiente, ubicado por algún origen cualquiera en el ser en sí. Pero la filosofía que se descubre como "análoga" a la teología trinitaria no proviene de otro mundo: la filosofía que responde al llamado de sobrepasar la metafísica proviene de la tradición judeocristiana, y el contenido de sobrepasar la metafísica no es sino la maduración de la conciencia de esta procedencia.
Como se puede ver, no se trata de articular el discurso filosófico de manera que haga sitio para el carácter plausible de la religión, como en el fondo siempre lo ha pensado la filosofía que se concibió como "abierta" y amigable frente a la experiencia religiosa, comenzando por la que cultivó la idea de ilustrar los preambula fidei, ya sea como teología natural de tipo metafísico, o bien sólo como una teoría antropológica de lo finito y del carácter problemático de la existencia que exigiría un salto hacia la trascendencia (incluso el paso de la filosofía negativa a la filosofía positiva de Schelling sin duda no es más que eso). La experiencia religiosa como experiencia de la positividad, en el sentido que hemos indicado, más bien lleva a poner en duda radicalmente toda figura tradicional de la relación entre filosofía y religión. El retorno de lo religioso que vivimos en la conciencia común y, en términos diferentes, en el discurso filosófico (en el que caen los interdictos metafísicos, científicos o historicistas en contra de la religión) se presenta como un descubrimiento de la positividad que parece ser idéntica, en su significación, a la idea de la circunstancialidad del ser a la que llega la filosofía a partir de Heidegger. La comprobación de esta identidad, si quiere corresponder radicalmente a su propio contenido, no puede ser simplemente una comprobación. De hecho, la idea de la circunstancialidad del ser excluye que se pueda hablar de una misma estructura metafísica experimentada por dos modos de pensamiento diferentes. La positividad, o la circunstancialidad, atrae la atención sobre el origen. La filosofía que plantea el problema de sobrepasar la metafísica es la misma que descubre la positividad en la experiencia religiosa, pero este descubrimiento significa precisamente la conciencia de la procedencia. ¿Puede y debe resolverse esta conciencia en un retorno a su propio origen? En otros términos, al descubrir que proviene de la teología judeocristiana, ¿debe la filosofía, por ello, apartar su propia figura "derivada" para recuperar su figura original? Así sería si el contenido mismo de la teología que se descubre aquí como origen no excluyera toda superioridad metafísica del origen; si, en otras palabras, esta teología no fuese una teología trinitaria. El hecho de que la procedencia como tal sea tan esencial para nuestra experiencia religiosa, por otra parte, es un rasgo distintivo del retorno de lo religioso, y constituye igualmente el resultado de una filosofía que no es más metafísica que el "contenido" de la tradición religiosa que ahora se redescubre: el Dios trinitario no es alguien que nos invita a regresar al fundamento en el sentido metafísico del término sino que, según la expresión evangélica, Dios más bien llama a que se lean los signos de los tiempos. En suma, la sentencia "radical" de Nietzsche, según la cual el conocimiento progresivo del origen aumenta lo insignificante del origen, se aplica tanto a la filosofía como a la religión que redescubre, aunque en términos diferentes; esta expresión, de manera apenas paradójica, puede considerarse como el último eco de la teología trinitaria cristiana.
Así, para la filosofía, el conocimiento redescubierto de la procedencia de la religión no se resuelve con un salto hacia atrás para recuperar su lenguaje auténtico; y esto es así precisamente para no contradecir el sentido de lo que se ha encontrado. ¿Significa esto, entonces, permanecer en el proceso al que uno descubre que pertenece, sin que la conciencia de esta procedencia implique más que un refuerzo de esa misma pertenencia? Pero –como lo muestra el carácter contradictorio de todo historicismo radical– tal actitud sólo atribuiría a este proceso el mismo valor perentorio y coercitivo del ontos on, del fundamento metafísico. Encontramos aquí las mismas aporías que la idea de sobrepasar la metafísica no deja de descubrir de nuevo en su propio camino (a partir de la imposibilidad de concluir El ser y el tiempo): ¿cómo hablar de la circunstancia del ser con la ayuda de un lenguaje siempre prestado de la estabilidad de las esencias? O bien, en la temática de la posmodernidad, ¿cómo decretar el final de los metarrelatos sino contando la historia de su disolución?
Cuando reconoce precisa y únicamente su propia procedencia de la teología trinitaria, la filosofía se prepara para sobre-pasar estas aporías o, por lo menos, para descubrir en ellas un sentido no sólo contradictorio. El hecho de que se trata en rigor de la teología trinitaria, y no de cualquier "teología natural", de una apertura genérica hacia lo trascendente, etc., se confirma con lo que (por lo menos, según la hipótesis que he desarrollado con mayor detalle en otra parte) constituye una recaída metafísica de ciertas filosofías que, aunque profundamente marcadas por un sentimiento religioso, no se sitúan, sin embargo, en el nivel de la circunstancialidad del ser, sino que tienden a repensar la circunstancialidad en sí en términos sólo "esencialistas" y estructurales. Tal es el caso de Emmanuel Levinas, para quien la filosofía se abre más bien sobre la experiencia religiosa como irrupción del Otro, pero esta irrupción termina por resolverse en una disolución de la circunstancialidad misma, que pierde todo significado específico. Es difícil encontrar en Levinas alguna atención a los "signos de los tiempos"; el tiempo, la temporalidad existencial característica del hombre tan sólo podría formar un signo con la eternidad de Dios, que se revela como alteridad radical y apela a la llegada de una responsabilidad que sólo de manera fortuita puede considerarse históricamente definida (nuestro prójimo siempre es alguien concreto, pero, precisamente: siempre).
Desde luego, la referencia a Levinas no es sólo un ejemplo entre otros de la recaída a la metafísica. Levinas es, sin duda, el filósofo contemporáneo que más lejos ha llevado el esfuerzo por sobrepasar la metafísica (que él llama "ontología"), redescubriendo las raíces bíblicas del pensamiento occidental junto a sus raíces griegas. La herencia bíblica remite a la filosofía a lo que, según los términos de Heidegger y no de Levinas, llamamos la "circunstancialidad del ser", y la lleva a reconocer el carácter violento del esencialismo metafísico de origen griego. Pero, mientras siga limitado al Antiguo Testamento, este retorno a la Biblia no sobrepasa el reconocimiento de la creaturalidad. Si el Dios que encuentra la filosofía es sólo Dios Padre, el alejamiento de la idea metafísica del fundamento es débil y, en realidad, así damos unos pasos hacia atrás.
Esta circunstancialidad radical del ser con que se encuentra el pensamiento posmetafísico, en su esfuerzo por liberarse de la coerción de lo que está presente, no se puede comprender sólo a la luz de la creaturalidad, que queda en el horizonte de una religiosidad "natural", estructural y pensada en términos esencialistas. Parece que sólo a la luz de la doctrina cristiana de la Encarnación del hijo de Dios puede concebirse la filosofía como una lectura de los signos de los tiempos, sin reducirse a un registro pasivo del curso del tiempo. "A la luz de la Encarnación" constituye otra vez una expresión que intenta captar una relación cuya dimensión problemática irresuelta forma el núcleo mismo de la experiencia de la circunstancialidad: la Encarnación de Dios que aquí se menciona no sólo es una manera de expresar en forma mítica lo que la filosofía descubre como resultado de una búsqueda racional. La Encarnación tampoco es la verdad última de los enunciados filosóficos, desmitificada y llevada a su sentido propio. Como ya lo hemos comprobado de distintas maneras en los análisis anteriores, esta relación problemática entre filosofía y Revelación religiosa es el sentido mismo de la Encarnación. En otras palabras, Dios encarna, se revela primero en la anunciación bíblica que, al final, "da lugar" a la idea posmetafísica de la circunstancialidad del ser. Sólo cuando encuentra su propia procedencia neotestamentaria puede representarse este pensamiento posmetafísico como una idea de la circunstancialidad del ser que no se reduce a la mera aceptación de lo existente, al mero relativismo histórico y cultural. En otros términos, la Encarnación confiere a la historia el sentido de una revelación redentora y no sólo de una acumulación confusa de circunstancias que perturban el carácter estructural del verdadero ser. Sólo a la luz de la doctrina de la Encarnación puede concebirse que la historia también tenga un sentido redentor (o en lenguaje filosófico, emancipador), siendo la historia de anunciaciones y de respuestas, de interpretaciones y no de "descubrimientos" o de presencias "verdaderas" que se imponen.
En su esfuerzo por sobrepasar la metafísica, la filosofía responde al llamado de la época en que aquélla parece en prin-cipio imposible de continuar (es la historia del nihilismo relatada por Nietzsche y que Heidegger hace emblemática en la voluntad de poder nietzscheana). Así, la filosofía se vuelve hermenéutica, recepción e interpretación de anunciaciones transpuestas (del Geschick) y se encuentra ante la necesidad de una renuncia: renunciar a la tranquilizadora dimensión perentoria de la presencia. El que no haya hechos sino sólo interpretaciones, como enseña Nietzsche, no constituye, por su parte, un hecho tranquilizador, sino "sólo" una interpretación. Esta renuncia a la presencia confiere a la filosofía posmetafísica, y sobre todo a la hermenéutica, un carácter de término inevitable. En otras palabras, sobrepasar la metafísica no puede darse como nihilismo. No obstante, si bien el sentido del nihilismo tampoco debe resolverse en una metafísica de la nada –como sería el caso si se imaginara un proceso en que el ser, al final, no estaría y el no ser, la nada, estaría–, no puede pensarse más que como un proceso de reducción indefinido, un desvanecimiento. ¿Es posible tal pensamiento fuera del horizonte de la Encarnación? Tal es sin duda la pregunta decisiva a la que debe intentar responder la hermenéutica de hoy, si realmente quiere avanzar en el camino abierto por el llamado a la rememoración del ser (es decir, el Ereigniss) formulado por Heidegger.
Texto aparecido en La religion, Editions du Seuil, 1996. ©Gianni Vattimo. Traducido del italiano al francés por Marilene Raiola; del francés al español por Mónica Mansour.
Gianni Vattimo, "La huella de la huella", Fractal n° 4, enero-marzo, 1997,año 1,volumen II, pp. 87-108.
Publicado por DARÍO YANCÁN en 5:56 0 comentarios
SOBREMODERNIDAD. Del mundo de hoy al mundo de mañana" por Marc Augé
Partiremos, si les parece bien, de la constatación de dos paradojas.
La primera nos concierne a todos. Continuamente escuchamos hablar de globalización, de uniformización, hasta de homogeneización; y de hecho la interdependencia de los mercados, la rapidez, cada día más acelerada, de los medios de transporte, la inmediatez de las comunicaciones por teléfono, fax, correo electrónico, la velocidad de la información y también en el ámbito cultural, la omnipresencia de las mismas imágenes, o, en el ámbito ecológico, la llamada de atención sobre el alza de la temperatura de la tierra o la capa de ozono, nos pueden dar la impresión de que el planeta se ha vuelto nuestro punto de referencia en común.
Esta planetarización puede, según los ámbitos que afecte y la opinión de los observadores, parecer como algo bueno, un mal menor o un horror, pero es, de to-dos modos, un hecho. Por un lado, sin embargo, vemos multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con formas y a escalas muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de nuestros pueblos ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades (Thiers, capital de la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de granja); o bien los idiomas regionales recobran su importancia. En Europa y en otras partes del mundo los nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los resurgimientos religiosos se fundan en un pasado recuperado o reconstruido (la religión maya, el movimiento de la mexicanidad en América Central, el neochamanismo en Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor vigor, en el seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas reivindicaciones de singularidad a menudo están en relación (en relación antagonista) con la mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en día, en Rusia, en América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos exclusivos de lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra vez, las opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede constatar felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que genera la locura identitaria.
La segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o especialistas en los sectores más arcaicos de las sociedades modernas. Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si están mejor situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su terreno de investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo; creo incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación paradójica que podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos concierne a todos, la paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido, uniformizado y diverso, a la vez (ya volveré a estos términos) desencantado y reencantado.
Mi argumento principal será que los cambios acelerados del mundo actual (pero también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso, por razones que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema principal del debate. El método etnológico no tiene como objetivo final el individuo (como el de los psicólogos), ni de la colectividad (como el de los sociólogos), pero sí la relación que permite pasar del uno al otro. Las relaciones (relaciones de parentesco, relaciones económicas, relaciones de poder) deben ser, en un conjunto cultural dado, concebibles y gestionables. Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a los ojos de los que se reconocen en una misma colectividad; en este sentido son simbólicas (se dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si un cierto nú-mero de individuos se reconocen en ella o a través de ella, si reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico). Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan (la familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).
La observación antropológica siempre está contextualizada. La observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido en un contexto dado y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal contexto: jefatura, reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos, etcétera. Ahora bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el contexto, a fin de cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente en la conciencia de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera sensible con las configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de observación.
Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo podemos localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:
· El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.
· El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.
· El paso de lo real a lo virtual.
Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de los otros. Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire, al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira
"...el taller que canta y que charla;
Los tubos, los campanarios, estos mástiles de la ciudad,
Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."
Los tubos son las chimeneas de las fábricas.
Jean Starobinski hizo notar que es esta acumulación, la adición de las distintas temporalidades lo que configura a la modernidad del lugar. Este ideal de acu-mulación corresponde a un cierto deseo de escribir o de leer el tiempo en el espacio: el tiempo pasado que no borra del todo el tiempo presente, y el tiempo futuro que ya se perfila. Benjamín, lo sabemos, veía en la arquitectura de los pasajes parisinos, una prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por acumulación, esa imagen del espacio corresponde a una progresión, a una imagen del tiempo como progreso.
Max Weber, para evocar la modernidad, hablará del desencanto del mundo. La modernidad en términos de desencanto puede definirse por tres características: la desaparición de los mitos de origen, de los mitos de fundación, de todos los sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su pasado; la desaparición de todas las representaciones y creencias que, vinculadas a esta presencia [prégnance] del pasado, hacían depender la existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; el hombre del Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a quien la Razón corta sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño, con su familia, es el individuo que afronta el porvenir y se niega a interpretar el presente en términos de magia y de brujería. Pero la modernidad es también la aparición de nuevos mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del futuro, escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase, un futuro prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de substitución de los mitos del pasado por los del futuro está analizado minuciosa-mente por Vincent Descombes en su libro Philosophie par gros temps (1984).
He aquí el progreso tal y como se concebía, digamos, hasta los años cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las conquistas de la ciencia y de la técnica y, en el mundo accidental, por la certeza que con el final de la segunda guerra mundial las fuerzas del bien habían vencido definitivamente a las fuerzas del mal.
Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar un se-gundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias.
En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos".
La segunda versión es más triunfalista. Corresponde al primer término de la paradoja que evocaba al principio. Es el tema de la "aldea global", según el término de Macluhan, una aldea global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente gracias al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema consiguió una traducción política con la noción de "fin de la historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene, evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado y la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que tradicionalmente se denomina la historia de las ideas.
Sin discutir la filosofía que sostiene esta teoría, podemos no obstante cons-tatar que desde su primera formulación, condenaba a pensar la historia actual de una gran parte del planeta como signos de excepción o de retraso. En el plano cultural, los antropólogos americanos de la corriente postmodernista hicieron observar a contrario que hoy en día asistimos a una multiplicidad de reivindicaciones culturales singulares, al despliegue de un verdadero patchwork mundial en el que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo específico. Y de hecho, en el continente americano, para hacer solamente referencia a éste, las reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo en un gran estado de pobreza, pasan por la afir-mación de su propia cultura y de su propia historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones de América Central y del Sur, cuando recurren, episódi-camente o de manera continuada, a la violencia armada.
La antropología llamada postmodernista propone una ideología de la frag-mentación (el mundo es diverso y no hay más que decir). Sin duda infravalora los estereotipos que relativizan la originalidad de las reivindicaciones culturales particulares y su integración en el sistema de la comunidad mundial (Chiapas es conoci-da hoy en día por la opinión pública mundial ya que su animador, el subcoman-dante Marcos, domina la utilización de los medios de comunicación y del cyberespacio). La antropología postmoderna tiene por lo menos el mérito de mostrar, en el ámbito cultural, los límites de las teorías de la uniformización. Pero al quedarse sólo en el plano cultural, tal vez indebidamente separada del resto, descuida todas las manipulaciones políticas, todas las violencias integristas u otras que constituyen a su manera un rechazo a la aldea global liberal, y, además, también proclama un cierto final de la historia: el fin, por la fragmentación dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba un sentido, una dirección, a esta historia.
Los teóricos de la uniformización, como los de la polifonía postmoderna, toman nota de hechos reales pero hacen mal, me parece, en inscribir sus análisis bajo el signo del fin o de la muerte, fin de la historia, para unos, fin de la modernidad, para otros, fin de las ideologías para todos.
Tal vez sea al revés, y hoy en día suframos de un exceso de modernidad; más exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio de valor, quizá podamos ser inducidos a pensar que la paradoja del mundo contemporáneo es signo no de un fin o de una difuminación, pero sí de una multiplicación y de una aceleración de los factores constitutivos de la modernidad, de una sobredeterminación en el sentido de Freud, y después de él de Althusser, término que utilizaron para designar los efectos imprevisibles y difíciles de analizar de una superabundancia de causas.
La noción de sobremodernidad
Neologismo por neologismo, les propondré por mi parte el término de sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los dos términos de nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes de uniformización y de los particularismos. La situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y, por mi parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo, por lo demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.
El exceso de información nos da la sensación de que la historia se acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en los cuatro rincones del mundo. Naturalmente esta información siempre es parcial y quizá tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un acontecimiento lejano puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada día el sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana.
El corolario a esta superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado un ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado nuestra atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras pantallas, luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por razones que se nos escapan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un cierto número de acontecimientos tiene así una existencia eclíptica, olvidados, familiares y sorprendentes a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis irlandesa, los atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No sabemos muy bien por donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido.
La velocidad de los medios de transporte y el desarrollo de las tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el planeta se encoge. La aparición del cyberespacio marca la prioridad del tiempo sobre el espacio. Estamos en la edad de la inmediatez y de lo instantáneo. La comunicación se produce a la velocidad de la luz. Así, pues, nuestro dominio del tiempo reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño mundo" basta apenas para la expansión de las grandes empresas económicas, y el planeta se convierte de forma relativamente natural en un desafío de todos los intentos "imperiales".
El urbanista y filósofo Paul Virilio, en muchos de sus libros, se preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la democracia, en razón de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se caracteriza el cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades internacionales, algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán decidir el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo, podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los episodios locales son presentados cada vez más como asuntos "internos", que eventualmente competen al "derecho de injerencia". Queda claro que el estrecha-miento del planeta (consecuencia del desarrollo de los medios de transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la universidad de San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por David Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:
"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el vigilar que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o de calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se unen a través de la televisión, la radio y la música, sean con programas americanos; y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en los cuales los americanos se reconozcan".
En realidad, no hay aquí nada de extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es planetario y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.
Ahora bien, el tercer término por el cual podríamos definir la sobremodernidad consiste en la individualización pasiva, muy distinta del individualismo conquistador del ideal moderno: una individualización de consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna duda con el desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios de este siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los "cuerpos intermediarios": englobaba bajo este término las instituciones mediadoras y creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el "nexo social", tales como la escuela, los sindicatos, la familia, etcétera. Una observación del mismo tipo podría ser formulada con más insistencia hoy, pero sin duda podríamos precisar que son los medios de comunicación los que sustituyen a las mediaciones institucionales.
La relación con los medios de comunicación puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro, sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara; en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero percibidas como personales.
Por supuesto, no estoy describiendo aquí una fatalidad, una regla ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de tentaciones e incluso de tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre una parte de la juventud japonesa, la cual, a través de los medios de comunicación, llegaba hasta el aislamiento absoluto. Despolitizados, poco informados sobre la historia del Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica y tentados a huir en el mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se quedan en su casa entre su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose a una pasión monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe americano muy fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad que invade a la mayoría de los internautas.
En cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a la ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las ideologías y las obligaciones intelectuales con las que están vinculadas: el mercado ideológico se equi-para entonces a un selfservice, en el cual cada individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.
Pasividad, soledad e individualización se vuelven a encontrar también en la expansión que conocen ciertos movimientos religiosos que supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso en ciertos movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas pueden definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la sociedad dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de otros movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión de algunos individuos ¾o más bien la agregación que toma la apariencia de reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta perspectiva, es una salida pre-visible: el individuo que rechaza el nexo social, la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.
Los no-lugares
Paso ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares.
Para la antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde pasábamos las vaca-ciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una minuciosa observación de los espa-cios prácticamente asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación.
Los antropólogos estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre hu-manos no pueden depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la identidad, las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio.
En África, como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias ancestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas.
Así, al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios, cada día más numerosos, son:
· Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...
· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras
· Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.
Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo.
Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la so-ledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan recomponerse.
Los no-lugares, entonces, tienen una existencia empírica y algunos geógra-fos, demógrafos, urbanistas o arquitectos describen la extensión urbana actual como suscitando espacios que, si se retiene la definición que propuse, son verdaderos no-lugares. Hervé Le Bras, en su libro La planète au village [El planeta en la aldea], destaca que vivimos una era de extensión urbana tan desarrollada que hace estallar los límites de la antigua ciudad: un tejido más o menos desorganizado se despliega a lo largo de las vías de comunicación, de los ríos y de las costas. Habla en este contexto de "filamentos urbanos" y toma como ejemplo a la red urbana que se extiende sin interrupción de Manchester a la llanura del Pô, y a la cual los geógrafos dieron el nombre de "banana azul" para describir la dispersión tan peculiar que se ve en las fotografías tomadas de noche por los satélites. Augustin Berque, en su libro Du geste à la cité [Del gesto a la ciudad], demostró como la ciudad de Tokio perdió su inscripción en el paisaje mientras desaparecían también sus lugares de sociabilidad interna. Hasta hace poco, uno de los elementos del gran paisaje (el Monte Fuji o el mar) se percibía siempre desde cualquier calle. Pero la construcción de grandes edificios suprimió estos puntos de vista. Por otro lado, las últimas callejuelas o callejones sin salida que creaban lugares de encuentro, de intercambio y de charlas, alrededor de los talleres y de los colmados, desaparecían bajo el efecto de la misma transformación.
El arquitecto Rem Koolhass propuso la expresión de "ciudad genérica" para designar el modelo uniforme de las ciudades que se encuentran hoy en día por doquier en el planeta. La ciudad genérica, escribe él, "es lo que queda una vez que unos vastos lienzos de vida urbana hayan pasado por el cyberespacio. Un lugar donde las sensaciones fuertes están embotadas y difusas, las emociones enrarecidas, un lugar discreto y misterioso como un vasto espacio iluminado por una lámpara de cabecera". Y añade: "...el aeropuerto es hoy día uno de los elementos que caracteriza más distintivamente a la Ciudad Genérica [...] Es, por otra parte, un imperativo, ya que el aeropuerto es más o menos todo lo que un individuo medio tienen la oportunidad de conocer de la mayoría de las ciudades [...] el aeropuerto es un condensado a la vez de lo hiperlocal y de lo hipermundial: hipermundial porque propone mercancías que ni se encuentran en la ciudad, hiperlocal porque en él se proporcionan productos que no existen en ninguna otra parte".
Es necesario aclarar que la oposición entre lugares y no-lugares es relativa. Varía según los momentos, las funciones y los usos. Según los momentos: un esta-dio, un monumento histórico, un parque, ciertos barrios de París no tienen ni el mismo cariz, ni el mismo significado de día o de noche, en las horas de apertura y cuando están casi desiertos. Es obvio. Pero observamos también que los espacios construidos con una finalidad concreta pueden ver sus funciones cambiadas o adaptadas. Algunos grandes centros comerciales de las periferias urbanas, por ejemplo, se han convertido en puntos de encuentro para los jóvenes que han sido atraídos, sin duda, por los tipos de productos que se pueden ver (televisión, ordenadores, etcétera, que son el medio de acceso actual al vasto mundo); pero, más aún, empujados por la fuerza de la costumbre y la necesidad de volver a encontrase en un lugar en donde se reconocen. Finalmente, está claro que es también el uso lo que hace el lugar o el no-lugar: el viajero de paso no tiene la misma relación con el espacio del aeropuerto que el empleado que trabaja allí cada día, que encuentra a sus colegas y pasa en él una parte importante de su vida.
La definición del espacio está, en consecuencia, en función de los que viven en él. En una tesis que dio lugar a un libro, Coeur de Banlieue [Corazón de suburbio], uno de mis antiguos estudiantes describió cómo en Courneuve, en la ciudad de los 4000, los más jóvenes (entre 10 y 16 años) constituían bandas que se apropia-ban del territorio de su ciudad, lo defendían eventualmente contra otras bandas y hacían cumplir a los nuevos miembros unos ritos iniciáticos que siempre estaban relacionados con el dominio lúdico y simbólico del lugar. En este caso deberíamos hablar, más bien, de superlocalización. En la televisión, en directo, hasta vimos a adultos llorar delante del espectáculo del derrumbamiento de las "barras" (grandes edificios de los suburbios), en las cuales habían vivido. Si bien estos grandes grupos de vivienda podían parecer deplorables a los observadores foráneos, para otros habían sido, mal que bien, un lugar de vida.
La superlocalización puede ser vinculada a fenómenos de exclusión o de marginación. Sabemos que los jóvenes de los suburbios "se precipitan" sobre París el sábado por la noche, y más precisamente a ciertos barrios ¾la Bastille, le Forum des Halles, Les Champs Elysées, que, sin duda, les parecen condensar la quintaesencia del "espectáculo" urbano y donde tienen la oportunidad de ver, y eventualmente, de experimentar los aparatos que dan acceso al mundo de la información y de la imagen. Tal vez vamos hoy en día a ver de los escaparates de las tiendas de televisores y de ordenadores como íbamos antes, en mi pueblo bretón, a la orilla del mar para soñar con partidas y viajes. El "fuera del lugar" de una ciudad, la capital, de la cual sólo son captados por definición sus reflejos, sería la contrapartida del "super-lugar" de la metrópoli.
Al hablar del espacio estamos naturalmente inducidos a hablar de la mirada, no sin identificar, a este respecto, un peligro, un riesgo. Toda superlocalización conlleva el peligro de ignorar a los otros, los del exterior inmediato, de desimbolizar, en este sentido, la relación social, y, más aún, de obviarla por tener sólo acceso, a través de las imágenes, aun mundo soñado o fantaseado. Lejos de reservar este riesgo sólo a nuestros suburbios, pienso que es el riesgo de todos en distintos grados. Pero la aparición en algunos continentes de barrios privados, hasta ciudades privadas, y en todas las grandes ciudades del mundo de edificios superprotegidos con sus puentes levadizos electrónicos, demuestra que para muchos, lo que llama-mos la planetarización, corresponde a un intento contradictorio, y en ciertos aspec-tos un poco irrisorio, de conciliar el repliegue del cuerpo al abrigo de fronteras estrechas y el vagabundeo de la mirada a través de las imágenes del mundo o el mundo de las imágenes: ¿no es, después de todo, la actitud del que se duerme en el hue-co de su cama para soñar con lo vivido el día anterior?
De lo real a lo virtual
Alcanzamos aquí, me parece, el punto central de nuestro tema. Más allá de nuestros interrogantes en cuanto a las mutaciones del tiempo y del espacio, se trata de la relación que mantenemos con lo real, concebido él mismo como problemático, ya que nos atrevemos a hablar del paso de lo real a lo virtual.
En primer lugar dos precisiones:
El término "virtual" se utiliza hoy en día de manera poco clara. Las imágenes llamadas virtuales no lo son en calidad de imágenes. Por esta razón, son eminentemente actuales, y algunas realidades que representan son, además, también actuales. Al contrario, todas las ficciones a las cuales dan forma, todos los "mundos" que representan (como en los video-juegos) no son forzosamente "virtuales" si no tienen ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de hacerse "actuales" o de realizarse, mientras no sean realidades "en potencia" (pensamos aquí en la definición del Littré. Virtual: "Que resulta sólo en potencia y sin efecto actual"). En cambio, lo que es virtual, y podría ser una amenaza, es el efecto de la fascinación absoluta, de devolución reciproca de la imagen a la mirada y de la mirada a la imagen que el desarrollo de las tecnologías de la imagen puede generar.
En este punto, una segunda precisión tal vez sea necesaria. No tengo ninguna intención de disertar contra la imagen y las tecnologías de la comunicación (esto no tendría sentido). Subrayar los peligros que comportan la alienación progresiva a una tecnología, las confusiones inducidas por el peso de la pereza y de la costumbre, intentar reconocer la fuerza y los efectos de la ilusión, es más bien recordar que la imagen, por más sofisticada que pueda ser, sólo es una imagen, es decir, un medio de ilustración, a veces de exploración, a menudo de comunicación o también de distracción. Marx decía que las relaciones con la naturaleza correspondían en última instancia a relaciones entre los hombres; podríamos más evidentemente, y con más razón, decir lo mismo de las relaciones con las imágenes.
Quisiera entonces enumerar rápidamente todas las ambigüedades de nuestra relación con la imagen antes de sugerir en qué condiciones puede no ser un obstá-culo a la libre construcción de nuestras identidades individuales y colectivas. Porque es aquí, creo yo, donde radica el desafío esencial de nuestro futuro.
La imagen recibida o percibida, sobretodo la que difunden nuestros televiso-res, tiene varias características.
·Iguala acontecimientos: millones de muertos en Afganistán; nuevo fracaso del París Saint-Germain.
·Iguala personas: las figuras de la política, las estrellas del espectáculo, del deporte y de la televisión misma, pero también las muñecas y otros títeres que se pegan a la piel de los que caricaturizan, o incluso los personajes ficticios de algunos culebrones que nos parecen más reales que los actores. Esta igualación no es inocente en la medida que dibuja los contornos de un nuevo Olimpo, cercano pero inaccesible como un espejismo del que reconocemos los héroes y los dioses sin realmente conocerlos.
·Hace incierta la distinción entre lo real y la ficción. Los acontecimientos están concebidos y escenificados para ser vistos en la televisión. Lo que veíamos de la guerra del Golfo tenía la apariencia de un video juego. El desembarco a Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante de centenares de periodistas. Si la vida política internacional, hoy día, a menudo tiene aspectos de "culebrón" es sin duda, ante todo, porque debe ser llevada a la pantalla, por múltiples razones, en las cuales intervienen tanto los cálculos tácticos de los actores co-mo las expectativas o costumbres de los espectadores.
Las mediaciones políticas están sometidas así al ejercicio mediático. Algunos ven en la televisión de hoy el equivalente del ágora griega, pero quizá infravaloran la pasividad que conlleva la definición del ciudadano como espectador.
Otro efecto deletéreo de la poderosa presencia [prégnance] de la imagen, bien podría ser equiparado con lo que, a propósito de otras drogas livianas, llama-mos adicción. La adicción a la imagen aísla al individuo y le propone simulacros del prójimo. Más estoy en la imagen, menos invierto en la actividad de negociación con el prójimo que es en la reciprocidad, constitutiva de mi identidad. La relación simbólica de la que hablaba al principio, y que en todas las sociedades es a la vez objeto y desafío de la actividad ritual, implica esta doble actividad de reconocimiento del prójimo y de la reconstrucción de sí mismo.
Las imágenes, en esta actividad eminentemente social, pueden tener un papel decisivo, un papel mediador, por eso se utilizaron en las empresas de conquista y de colonización cuya historia nos proporciona muchos ejemplos. Así las órdenes mendicantes, y luego los jesuitas, para convertir a los indios de México empezaron a sustituir sus imágenes, las de una tradición azteca muy rica en este ámbito, por las del barroco cristiano y castellano. Esta "guerra de imágenes", para tomar el titulo del libro del especialista en historia de México Serge Gruzinski, duró siglos, y aún hoy en día no está del todo acabada cuando desde hace algunos años el evangelismo protestante de origen norteamericano empieza, no sin éxito, a erradicar toda referencia a las imágenes católicas o paganas, y conduce, con menos ruido, a una nueva guerra de religión que se extiende a todos los continentes, sobretodo con pantallas superpuestas, porque, si bien denuncian la imaginería católica o los fetiches paganos, los evangelistas no odian ni el espectáculo, ni la pantalla.
El hecho nuevo hoy en día, y aquí radica el problema, es que a menudo la imagen ya no representa un papel de mediación con el otro, pero sí se identifica con él. La pantalla no es un mediador entre yo y los que me presenta. No crea reciprocidad entre ellos y yo. Los veo pero ellos no me ven. Esta mediación naturalmente puede existir en otra parte; puedo tener un nexo familiar, político, amistoso o intelectual con los que veo en la pantalla. La molestia empieza cuando el simulacro se instala, cuando la ficción hace las veces de real, cuando todo pasa como si no hubiera otra realidad que la de la imagen.
Ahora bien, este fenómeno de sustitución de la realidad por la imagen, que inicialmente suponía representar o ilustrarla, es muy generalizado hoy en día, y to-maré, para acabar, un ejemplo de ello que no es directamente o estrictamente ni político ni mediático. El mundo es recorrido hoy en día por flujos de población que esencialmente van en sentidos contrarios: los inmigrantes a los que sus dificultades económicas precipitan hacía un mundo occidental, que tienden a mitificar; los turistas, con el ojo pegado a sus cámaras y encandilados, recorren los países que a menudo son aquellos de donde parten los inmigrantes. No es cierto que, recorriendo el mundo, fotografiándolo y filmándolo, no encontremos esencialmente en nuestros viajes, como en el famoso albergue español, lo que nosotros mismos ha-bíamos llevado allí: imágenes y sueños.
Poco tiempo atrás, Disney Corporation ganó un concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado de Nueva York para la edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio en Times Square, así como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en el proyecto de los arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman, con su arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el corazón de la ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya instalados en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el sentido de la obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en autoreferencia para el futuro. Se riza así el rizo: de un estado en el cual la ficción se nutría de la transformación imaginaria de lo real, hemos pasado a un estado en el cual lo real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo este diluvio de imágenes, ¿queda aún sitio para la imaginación?
Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera convencerlos formulando dos observaciones y contándoles una anécdota.
La primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la sociedad real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella.
Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la historia, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá incluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su horizonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que comienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.
Si la realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la historia condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo, podemos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la experiencia antropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia imposible. Salvo algunas excepciones, los humanos no se perderán en el centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento de déficit simbólico, de debilidad social que nos invade a veces (pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.
Sin duda la historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranquilizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo infinitamente grande.
No estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organización de los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto", como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo infinito: no reelaborar lo social.
La historia de ahora en adelante (y es un hecho sin precedentes) será conscientemente la del planeta percibido como planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros sistemas. Pero por esta misma razón, la aventura, mañana, seguirá siendo una aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.
Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de indios ya-ruro-pumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin recursos, estos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el país de los dioses.
Este país es una ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas, donde estos pumé nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.
Así, nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjuntamente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demuestra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.
Publicado por DARÍO YANCÁN en 4:59 0 comentarios