jueves, 17 de julio de 2008

"El fin de la hegemonía cultural K" por Pablo Díaz de Brito











El actual resquebrajamiento del poder K anticipa otra derrota, aún por verse pero ya en gestación: la derrota cultural del kirchnerismo. Todavía no llegó pero es ineludible, una vez perdida la hegemonía política. ¿Que conllevaría la derrota K en el plano político-cultural? Mucho. El kirchenirsmo significó el establecimiento desde 2003 de un nuevo standard de moral social alrededor de dos ejes vinculados: el discurso épico-trágico de la Dictadura y de los treinta mil compañeros desaparecidos, todos ellos héroes a los que no se puede formular ninguna crítica póstuma, protagonistas de la "Resistencia" contra aquella dictadura y, sobre todo, contra la imposición, desde el 76, del modelo económico neoliberal, que es el segundo eje de este dispositivo retórico.
Así reza, en resumen, este viejo pero reciclado y repotenciado relato, convertido en eficaz Vulgata ("cassette") por decisión de los Kirchner, y que hoy se pone en las cabezas de los adolescentes y jóvenes en las escuelas medias, o mediante el oportuno regalo de un libro de Felipe Pigna para que "los chicos sepan la verdad". En los 80 y los 90 esta retórica maniquea era propia de sectores minoritarios, pero siempre presentes: el limitado mundo de la CTA, Página 12, etc. Hoy es el discurso del poder más crudo. El mismo que "argentiniza" Aerolíneas y que arma el oscuro negocio del tren bala. La santificación de los desaparecidos desde el poder K tuvo su muestra más cabal con la reescritura del prólogo del Nunca Más alfonsinista, que se había "quedado" en la "teoría de los dos demonios", con aquello de qué bien que había combatido Italia al terrorismo de las Brigadas Rojas.


El librito de Jauretche

Un indicio de las primeras grietas en la hegemonía cultural K lo podemos detectar, tal vez, en la intervención del Chacho Alvarez en la Feria del Libro junto a Laclau, cuando ironiza acertadamente sobre Luis D'Elía y dice aquello de que cada vez que le damos lección a la clase media con el librito de Jauretche logramos que se incline por una opción conservadora. D'Elía le constestó a través del servicio de propaganda oficial llamado Télam, firmando una extensa carta abierta al profesor Chacho Alvarez. De profesor a profesor fue la cosa. Ahí nuestro pensador matancero habla con sorna sobre el progresismo que encarna Chacho, un sucedáneo castrado y domesticado del pensamiento nacional, popular y revolucionario. D'Elía atribuye la total indiferencia de los sectores medios hacia su retórica simplota y exaltada al "quiebre cultural" de la clase media, que deriva, en los 90, en la opción por el progresismo chachista y frentegrandista. En psicología clínica el rechazado racionaliza el rechazo como una debilidad o, mejor, una deserción moral del Otro que lo rechaza: así hace D'Elía. Chacho, en cambio, con una dosis no menor de oportunismo, acierta. El, además, sí conoce a la clase media, porque a ella pertenece. D'Elía es un ejemplar de lumpen del Conurbano que se dio a sí mismo cierta formación política dentro, claro, del corsé alienante de la militancia pura y dura. No puede, entonces, como pretende, polemizar de profesor a profesor con Chacho. Aunque Télam le dé pie para intentar hacerlo, pero sin resultado ni contestación alguna a su ambiciosa carta abierta.
El "quiebre cultural" no es entonces de las clases medias, sino de esta precaria cultura política nacional, popular y antiliberal que intentó implantar el kirchnerismo. Y que alcanzó, como se dijo, a inyectar en cierto grado a los más jóvenes. Pero el deterioro rapidísimo de Cristina hace que el horizonte se achique, que la mitología o Vulgata de la Resistencia no tenga perspectivas de instaurarse de manera permanente en el imaginario argentino. Porque, dentro de poco, posiblemente algún juez ya no temerá tanto al poder K y citará a declarar a un Montonero, dejando de lado así la absurda doctrina de la Corte según la cual los delitos de lesa humanidad son sólo cosa del Estado. Doctrina que únicamente existe en Argentina, como ha dicho repetidamente Moreno Ocampo, el fiscal de la CPI de La Haya; como además puede comprobarse fácilmente leyendo las innumerables denuncias de juristas en la ONU contra las guerrillas colombianas por delitos contra la humanidad. Tal vez otro juez se anime con el caso Larraburre y cite a algún erpio. Entonces se abrirá un verdadero debate en la sociedad argentina sobre los años 70, debate que hoy no existe: hoy tenemos una repetición estandarizada y reverencial de la retórica mencionada y un enorme temor a objetarla públicamente. Temor eficazmente instalado por ese dispositivo discursivo a quedar automática e inapelablemente rotulado como "facho", golpista, procesista, etc. Así como hoy se rompe el miedo al poder K en un terreno estrictamente político (ahí están Schiaretti, Busti, Solá, los diputados K de Córdoba, etc.), lo mismo ocurrirá en el futuro en el campo del debate sobre la historia reciente y los valores políticos a ella vinculados.
El ocaso político del kirchenirsmo significa así el principio del fin del predominio absoluto del discurso único sobre la Epica de la Resistencia y los treinta mil compañeros desaparecidos. Cuando esta mitología deje de ser hegemónica podrá volverse a hablar libremente de los 70, como hacen desde siempre los italianos sobre sus "años de plomo", que también fueron los 70. Se volverá entonces a reponer el prólogo original al Nunca Más. Laclau ya no será el intelectual favorito y la intelectualidad retornará, pongamos, a Habermas. Le Monde Diplomatique virará hacia posiciones más cercanas a las que sostenía hasta 2002, no ya digamos en los 90. El librito de Jauretche volverá a ser parte de un repertorio indicativo de una cierta indigencia cultural, la de los D'Elía y los Pérsico. Un mal sueño, una pesadilla, que quería presentarse como una epifanía nacional, habrá quedado atrás. Entonces, que gane Macri o que gane Lilita o un peronista ya-no-K, nos parecerá un asunto menor ante esta liberación de la era rabiosa, autoritaria y neurótica de los Kirchner

"EL FIN DE LA HEGEMONÍA POPULISTA". Entrevista a Ricardo Forster





Otra vez los paréntesis son de mi autoría y están colocados con el fin de quitarle rasgos de oralidad al entrevistado y de agregar información adicional a lo dicho por él.

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Un poco retomando la pregunta en torno a lo que suscita el debate en torno al populismo hoy en la Argentina y en América Latina. Hay una serie de confusiones. Primero históricas, gravísimas, (populismo) es una palabra fetiche, comodín, que hoy permite decir mucho y no decir nada. Hay una historia dentro de la experiencia política que se abre desde el siglo XIX en adelante en torno al populismo y a la diversidad en el interior de esa experiencia populista. Ha habido populismos de derecha, populismos de izquierda. El origen del nombre proviene de las tradiciones de los Narodnikis rusos, los populistas rusos que se insurreccionaron contra el zarismo y buscaron en el pueblo campesino ruso la esencia de una nacionalidad recuperada, etcétera, etcétera. Pero para ser más próximo a la conversación, me parece que caída la perspectiva de una izquierda revolucionaria, desmantelado el modelo soviético con el derrumbe del Muro en el `89, (produciéndose) una profunda crisis de los ideales socialistas, emancipatorios, lo que se desplegó fue una lectura unidireccional, absolutamente cerrada y unívoca de la historia en nombre de un capitalismo neoliberal que ya no tenía un enemigo con quien confrontar. Es decir, El enemigo comunista, el enemigo soviético, el enemigo revolucionario habían quedado absolutamente en desuso como un resto de una historia ya perimida. Y de repente y con ciertas sorpresas reaparecen, sobre todo a comienzos de esta última década en América Latina, una serie de fenómenos político-sociales diversos, complejos, no homologables, pero que tienen sin embargo algo en común, que van a ser caracterizados rápidamente como populistas. Entendiendo que acá hay un deslizamiento interesante, no sólo semántico, sino ideológico-político.

En los años `60-70 el debate en torno al populismo fue un debate en el interior de las izquierdas, en el interior de los movimientos populares. Se debatía en torno al bonapartismo. Se lo discutía -como dice mi amigo Casullo- desde la izquierda. Es decir, se lo pensaba como parte de un proceso histórico asociado a veces a los movimientos populares, pero también como una avanzada de lo burgués en el interior de las experiencias revolucionarias.

En los noventa la palabra populismo (es) una palabra absolutamente colocada como el nuevo bestiario de época, lugar de demonización que tiene que ver más bien con la pura demagogia, tiene que ver con el clientelismo, con reducir a la política a un negocio puramente mediático o desprovisto completamente y vaciado de cualquier otra connotación que implique discusión de modelos, de proyectos, de rol del Estado, de relación Sociedad Civil-Gobierno, pueblo-partidos-movimiento. La discusión sobre el populismo (se convirtió en) una discusión que yo definiría como brutalizada, casi analfabeta y absolutamente intencionada, ligada a este fenómeno –insisto- de demonización y de desplazamiento. Desplazado el comunismo como enemigo, lo que aparece ahora como enemigo es esta suerte de anomalía o de retorno de lo impensado que lleva el nombre de populismo. Sobre todo en América Latina, en este sentido estos últimos años en América Latina han quebrado cierta homogeneidad internacional, cierta lógica globalizada que había clausurado experiencias sociales, políticas, debates ideológicos, y que había naturalizado el despliegue de una razón neoliberal que, en última instancia, había devorado cualquier otra posibilidad de alternativa a su propio gesto hegemónico y se había convertido en el fin y la clausura de la historia.

El “populismo” o estos movimientos anómalos, extraños que resurgen en América Latina vienen a poner en cuestión ese bloque homogéneo, ese discurso único, y desde ese punto de vista me parece que es extraordinariamente importante y significativo, haciendo por supuesto las diferencias entre procesos políticos o sociales muy diversos. Como puede ser el de Chávez en Venezuela o el de Evo Morales en Bolivia, o el de los Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador o Lula en Brasil. Me parece que se trata de hilar fino, de pensar las diferencias, pero también de interrogar por aquello que hoy hace de América Latina un espacio políticamente fascinante y de nuevo interesante.

Yo creo que hay un rasgo o quizás un par de rasgos significativos (en el populismo), que es volver a hacer visible como sujeto de la política a aquellos que han sido arrojados a la invisibilidad: los pobres, los marginados, los humillados, los que de alguna manera fueron derrotados en su representación política y en su construcción de sujetos activos por el discurso hegemónico del neoliberalismo. Me parece que hay un punto clave, Laclau habla de pueblo, (la cual) me parece que es una categoría compleja como el la define en el interior de esta lógica del significante vacío disponible para ser llenado con diversos contenidos. Pero creo que, efectivamente lo que el populismo vuelve a traer en escena es a ciertos lenguajes, ciertas tradiciones, cierta estructura simbólico-mítica incluso propias de la política, que habían quedado devastadas o puestas a un costado o invisibilizadas.

Entonces me parece que por ese lado hay que prestarle atención a la interpelación que el populismo hace de ese mundo popular. Aunque la equivalencia (populismo/popular) parece exacta no lo es de ninguna manera. El populismo es un dispositivo complejo, político, que tiene formas ligadas a cuestiones estatales, y lo popular responde a perspectivas que no siempre quedan enmarcadas dentro de la lógica del populismo. Por ejemplo: en el proceso boliviano actual los mundos populares de ninguna manera pueden ser reducidos a lo que podríamos llamar la tradición populista. Primero por lo que en Bolivia supone las antiquísimas tradiciones indígeno-campesinas, mineras, las tradiciones de una izquierda muy poderosa e históricamente decisiva en Bolivia. La propia biografía intelectual, sindical y social de Evo Morales, que es muy diferente al caso de Venezuela donde si podemos ver una relación Gobierno-Estado-Pueblo más típicamente populista por la propia biografía incluso de Chávez, que es una biografía más típicamente latinoamericana en términos de un militar que viene de tradición golpista y termina afirmando una posición populista “democrática”. Son instancias distintas.

Otro rasgo significativo importante es que el populismo reinstala al menos la cuestión del Estado, la cuestión de que debe ser un Estado, de quién debe ocuparse un Estado, y sobre todo también, y este quizá sería un tercer rasgo. El segundo es (resurgir) en una época en que un discurso hegemónico como el del liberalismo devenido en absoluto reclama este desguace del Estado como núcleo de atención político-social. Un tercer rasgo y no menor es que de alguna manera el populismo vuelve a hacer visible el conflicto en la política, es decir, la política no es leída como pura gestión, como una lógica neutralizadora, como un ejercicio ingenieril y como un proceso consensualista empresarial. Que ha sido de alguna manera el núcleo del discurso, la ideología y la práctica de lo político-económico al menos en los últimos veinte años. Con claridad, caída la disputa entre el mundo liberal occidental y el mundo socialista, lo que caía es también la idea de la política como confrontación en algún punto.

Me parece que lo que el populismo de alguna manera reinstala o pone en escena es la visibilidad del conflicto en el interior de la dinámica política, que lejos de ser algo problemático o algo negativo, es uno de los puntos más interesantes y más significativos de lo que está aconteciendo hoy en América Latina, que justamente es uno de los puntos contra el que arremete esta naturalización liberal que supone que conflicto y confrontación son algo pecaminoso, y que tiende a producir universales abstractos, categorías vaciadas de contenido (como) “la gente”, “la sociedad”, “el campo”, cómo si fueran lugares neutrales, homogéneos, sin diferencias, sin contradicciones. Y la idea del conflicto en lo político supone que la sociedad se vuelve a hacer visible en el plano de sus discrepancias, sus contradicciones, sus proyectos antagónicos. Incluso discutiéndola y por supuesto opinando la idea porque es muy problemática, reinstala de algún modo la categoría amigo-enemigo. Es una vieja categoría del debate político, que si bien está dentro del patrocinio de Carl Schmitt y de lo que su tradición significa, no es solamente del orden del patrocinio de una tradición de derecha en la Europa, sobre todo en la primera mitad del siglo XX a la que hay que ir a buscar esta categoría. Creo que en las tradiciones también “progresistas”, esta palabra entrecomillada porque hay que redefinirla, de izquierda, populares, populistas, etcétera, etcétera, también es una categoría importante.

Sobre todo también, encontrarle la diferencia a un antagonismo de la pura violencia exterminadora, a un conflicto que opere en el interior de una dinámica democrática en la que no se trata de eliminar al otro sino (que) se trata de debatir y contraponer proyectos de Sociedad, de Nación, de Estado diferentes.

Retomando un poco la pregunta sobre la delgada línea que separa a la confrontación de la enemistad radical: ¿Hasta dónde una confrontación de proyectos diversos no producen antagonismos irreparables que terminan en una suerte de guerra de unos contra otros o de guerra civil o de lo que fuere? ¿Hasta dónde esta idea del conflicto en el interior de la política, de los antagonismos, de la dialéctica amigo-enemigo, puede todavía ampararse en una disputa que por comodidad podríamos llamar democrática en el sentido de que no sea eliminatoria del otro?

Por supuesto las líneas siempre –insisto- son delgadas, tenues y se van corriendo. Nada está garantizado. Hemos naturalizado un tipo de construcción democrática que olvidó que la democracia es cotidianamente una reinvención permanente de si misma, es decir, que muchas veces va transgrediendo sus propios límites, va refundándose, va incorporando nuevos elementos. Por ejemplo, para mirar desde otro lugar: los otros días en el acto de Plaza de Mayo, yo veía algo que me pareció interesante. Nos acostumbramos durante mucho tiempo a despojar de la dimensión política su núcleo mítico-simbólico, en nombre de una extrema racionalización de lo político. Por supuesto que, después de la existencia de los fascismos, de la existencia del nacionalsocialismo, hay que tener mucho cuidado en el debate y la introducción de lo mítico-simbólico en el universo de las prácticas políticas. Pero a su vez también es fundamental comprender que la reducción de la política a pura racionalidad, con arreglo a fines, casi weberiana, a pura neutralización, a homologación respecto a las lógicas empresariales, económicas, a los discursos de la técnica, terminan por devastar lo emancipatorio, lo conflictivo, lo interesante de la propia dimensión política como búsqueda del bien común, como construcción de proyectos alternativos, como profundización democrática.

Hay una dimensión, otra, impronunciable en lo pronunciable, lo no dicho del lenguaje, lo que es del orden también de lo apasionado, de lo inconsciente, de lo que está en el interior de la máquina deseante que es fecundadora de la política. Sin la cual –sin esa dimensión- la política se convierte en calculabilidad pura. Entonces creo que la reemergencia de lo mítico-simbólico es interesante en el interior de un debate refundacional de la política.

Hay un excelente libro de un filósofo alemán que se llama Manfred Frank, que se llama El Dios venidero, es una nueva mitología donde él analiza a partir de la tradición del romanticismo alemán, pero no sólo, mezclando la Escuela de Frankfurt, Weber y otras cosas, analiza justamente el peligro que significa el abandono radical por parte de lo político contemporáneo de esas dimensiones de lo mítico-emancipatorio. Una paradoja, casi un oxímoron, mítico-emancipatorio. Es un viejo debate que está ligado a cierta dimensión peligrosa del mito Pero también la dimensión del mito como estructura de pensamiento político, como algo que mueve a una voluntad de acción.

En este punto, la gran carencia de las últimas décadas es justamente la de la relación compleja, impredecible entre las dos dimensiones de lo político. Hay que volver a desplegar esas dos dimensiones para pensar la política. La urticaria que produce el populismo entre otras cosas como proceso social concreto, sobre todo en aquellos que lo ven desde una tradición liberal, es –justamente- esta reintroducción en el escenario político de la mano del “populismo”, de esto que denominamos mítico-simbólico, es decir, lo irracional, etcétera, etcétera . Allí surgen cuestiones bien interesantes.

En el caso de Eduardo Grüner (el suyo) es un artículo extremadamente inteligente y sutil(se refiere a un artículo titulado “¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del “campo”? publicada por el citado autor en el matutino Página/12 el día 16 de Abril. Enlace: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-102489-2008-04-16.html), porque se coloca en una tradición de una izquierda y de un marxismo crítico. La obra de Eduardo en ese sentido es una obra interesante, que vale la pena retomar en el interior de un debate refundacional de una tradición emancipatoria que había quedado anquilosada. Hay muchas cosas que comparto con él, de alguna manera los dos leemos con gusto sobre todo cierta tradición frankfurteana, Benjamin, etcétera, etcétera. Después podrá haber diferencias. Creo que el (Grüner) sigue viendo la escena contemporánea desde una matriz que, para mi gusto, habría que revisar o pensar críticamente.

El artículo es oportuno de todos modos, porque reinstala un debate que también había sido clausurado y había sido olvidado que es el debate en torno a la clase social. Después de la crisis del marxismo y de su defunción de los años ´80, hoy me parece que hay una saludable vuelta a una relectura crítica de Marx. Lo expresó muy sutilmente en su momento Jacques Derrida con un libro fenomenal que se llama Los espectros de Marx, donde justamente se presenta por lo espectral de Marx en Marx y en nosotros. Creo que no hay tradición emancipatoria actual que pueda refundarse sin un regreso crítico a la tradición de Marx, que no es la tradición del marxismo anquilosado, dogmatizado, perimido. Sino que es una tradición que interrumpió un discurso dominante desde una perspectiva extraordinariamente reveladora de las fuerzas ideológico-político-económicas y de los modelos de construcción de sociedad que se desplegaron en el interior del mundo capitalista.

Desde esa tradición la lectura de Eduardo (Grüner) es una lectura interesante. Hay un diálogo clave entre esa lectura y, por ejemplo, la que puede pensar Laclau en su interpretación del populismo, o la que podemos hacer algunos de nosotros desde la revista Confines (se refiere a la revista semestral Pensamiento de los confines editada por Alejandro Kaufman, Matías Bruera, Ricardo Forster y Nicolás Casullo, entre otros. Enlace virtual: http://www.rayandolosconfines.com.ar/seleccion.html). Incluso Eduardo participa de la revista. Son parte de una discusión reabierta o reinaugurada en los últimos tiempos, que yo celebro, y que nos permiten precisamente iluminar zonas que habían estado oscurecidas. Debatir no solamente la cuestión de las clases sociales, sino también de esas otras categorías también olvidadas como la igualdad.

Hoy apareció sorprendentemente una palabra en desuso: redistribución. El arte de la retórica siempre va junto con el poder decir lo que no se va a hacer, pero hacer de cuenta que se hace. De todas maneras, el retorno de ciertos lenguajes o de ciertas palabras es fundamental para tratar –efectivamente- de ejercer un acto de transformación de la escena de la realidad. No hay transformación de la escena del mundo si no hay lenguajes que vuelven a reaparecer en esa escena. Es una ganancia notable en todo este conflicto que haya vuelto a la escena una palabra como redistribución de la renta - a la que habría que ponerle clarificación: renta y riqueza no son cosas equiparables en si mismas, uno puede redistribuir la renta y no mejorar la desigualdad en la distribución en la distribución de la riqueza-. Por lo tanto, lo que estamos debatiendo es si hay un pasaje a un debate sobre la redistribución de la renta que se corresponda con un debate en términos de la cuestión de la desigualdad.

Todo esto, en parte se debe a un regreso de la política de la mano de una experiencia que no imaginábamos que iba a acontecer en la Argentina en el 2001, en el 2002, e incluso en el 2003. Eso hay que celebrarlo y está ligado a un tipo de gestión de Gobierno que ha puesto sobre la escena algo distinto, lo que nos retrotrae de vuelta a la pregunta anterior respecto del conflicto, los límites. Hay momentos en los que, incluso defendiendo a ultranza el derecho democrático de todas las expresiones, en que el nivel de diferencia o de conflictividad de proyectos alternativos exigen romper la falacia del puro consensualismo. Esa perspectiva no significa que se trate de retornar a la lógica de la guerra sino que se trata de ser muy claros(con respecto a) las contradicciones que siguen existiendo en el mapa socio-político-económico, y también de la inexorable presencia de niveles de confrontatividad nacidos de proyectos que no se corresponden los unos con los otros. No es posible imaginar transformaciones sociales, no es posible revertir el proceso de desigualdad brutal por el que atravesó América Latina en las últimas décadas, sin salir a discutir a fondo contra aquellos que han sido los gestores del empobrecimiento brutal de nuestra sociedad.

Si bien hay que cuidar extraordinariamente el Estado de Derecho y sus límites. Los límites siempre tienen esa dimensión de lo que se borra y se vuelve a trazar. Es cuestión de ver como los actores sociales, las clases, los grupos políticos vayan a desplegarse en la escena actual.

Si uno ve lo que sucedió en las últimas semanas con la confrontación desatada por el lockout empresarial del campo, de ciertos sectores del campo, ve claramente que el punto de la confrontación no estaba necesariamente inscripto en lo que se define como el “gesto kirchnerista de la confrontación”, como modelo del kirchnerismo, sino que claramente desde aquellos que reclaman una tradición liberal, democrática, consensualista y dialoguista, eso aparecía como un velo que cubría su modelo de confrontación, su intención de imponer una idea de Sociedad, de Estado, de país. Por lo tanto, yo creo que no hay que tenerle demasiado miedo (a la confrontación). Sobre todo porque muchos años de vivir en democracia, con todas las cuestiones de vaciamiento de la propia democracia, al menos garantizan, todavía en nuestra sociedad, que no se pasen los límites que no deben pasarse. Frente a eso, es importante no esconder el cuerpo, no temerle a las movilizaciones, no temerle a la reaparición del espacio público como un espacio de representaciones diversas, etcétera, etcétera.

¿Qué ha sucedido con el campo intelectual? Algo ha pasado, una especie de excitación polémica desde distintas perspectivas, y también como asociar esto al debate sobre el populismo, que también es un debate que tiene una prohibición. Sólo podemos discutir teóricamente populismo en el campo de las ideas, pero pareciera ser que nadie en el campo de lo político quiere tomar el traje de “populista”. (A este término) se lo tiene siempre como una especie de tachadura, etcétera, etcétera.

Si algo celebro de todo lo que está sucediendo es que hay una nueva potencialidad de debate en el campo intelectual. Me parece notable lo que está sucediendo en un medio periodístico como Página/12, que es un radar, que es una especie de anomalía. No solamente en la Argentina sino en el mundo, que sea una caja de resonancia de debates políticos, ideológicos, filosóficos, culturales, comunicacionales. Que se escriban largos textos y que la gente los lea y los debata, que haya nombres propios que intervienen, que una facultad como Ciencias Sociales haya quedado en el ojo de la tormenta porque ha querido intervenir de una manera importante y significativa en el conflicto actual, sobre todo denunciando ciertas lógicas de la corporación mediática, y que hayan suscitado también, en estos últimos tiempos, debates que habían quedado encapsulados o disminuidos, que incluso hoy vuelva a aparecer una figura también un tanto desaliñada o menos visible como la figura del intelectual. No es menor y es interesante que desde el Poder Ejecutivo se citen una y otra vez algunos momentos de estas discusiones que antes hubieran pasado desapercibidas para el mundo político. Algunas (menciones) exageran, algunas hacen que nos pongamos un poco colorados, que nos preguntemos: “¿No será demasiado que la Presidenta cite a fulano o mengano?.”

Ayer iba manejando y escuchando Radio Nacional, y de repente apareció un micro de Cristina Fernández hablando en Santa Fe citando un reportaje al director de la carrera de Comunicación con ese título que me causó mucho agrado: “Todos los días nos invaden los marcianos en la Argentina”, y al mismo tiempo diciendo que ella lee atentamente todos estos debates. Me parece notable por un lado, y al mismo tiempo me interrogo respecto a qué está sucediendo, si es que efectivamente hay un verdadero interés de lo político hacia el mundo intelectual-académico o si lo que está mostrando también es una sequía muy profunda en el mundo dirigencial-político, que no tiene producción interna o que a lo largo de la historia argentina, ha producido una sospecha muy grande hacia el mundo intelectual.

De todas maneras recuerdo un momento que me pareció muy notable, el año pasado- ¿cómo todas las cosas que sucedieron hace poco parecen muy lejanas?- que fue la clausura del Congreso de Filosofía que se hizo en San Juan. Hubo dos intervenciones: una fuera de programa, que la movilizamos un pequeño grupo, que fue la intervención de Marilena Chaui, que es una notable filósofa brasileña que reúne dos condiciones: ser una de las máximas autoridades en la tradición de la filosofía spinoziana y la filosofía del siglo XVII, y al mismo tiempo fundadora del PT (se refiere al Partido de los Trabajadores de Brasil) y compañera de ruta de Lula. Por un lado, Marilena Chaui dio un discurso extraordinario sobre los orígenes de la tradición liberal y los medios de comunicación, y por otro lado, cerró el Congreso (Cristina Fernández de Kirchner) -en el mismo momento prácticamente terminó el discurso de Marilena, de casi una hora, (y le) siguió el discurso de Cristina Fernández de Kirchner- cuando todavía era candidata. En el que al comienzo de ese discurso ella celebró la posibilidad de volver a restablecer los vínculos entre filosofía y política. Eso era notable como escena, por supuesto, los medios de comunicación no le dieron importancia, o leyeron el Congreso de San Juan como una manipulación kirchnerista cuando hubo cuatro mil personas, estudiantes de todas las universidades de Argentina y de países limítrofes, un mundo plural, mesas plurales. Un encuentro notable en muchos aspectos, con un cierre notable, primero por la absoluta independencia de una pensadora como Marilena, y la actitud abierta en su momento de Cristina Fernández de Kirchner, que podría haber dicho: “No ¿cómo voy a hablar después de una persona qué va a dar un discurso sin ninguna duda para mil gentes vinculadas a la filosofía, qué va a ser consistente, brillante”. Y sin embargo fue muy interesante cómo fue (su actitud) en cuánto a eso.

Fin de la entrevista

domingo, 13 de julio de 2008

"Las primeras destrucciones de libros en China" ror Fernando Báez

Tschao Tscheng, en el año 246 a.C., a la edad de 13 años, se convirtió en el líder de una región llamada Ts´in, uno de los tantos feudos en los que estaba dividida la China Antigua. Durante varios siglos, Ts´in fue un centro militar y cultural, donde predominaba un prurito por la conquista de todos los demás territorios. La llegada del muchacho, entusiasmó a los enemigos, pero es obvio que fue subestimado. Narigudo, de ojos grandes, voz recia y hábitos de guerra temibles, hijo de la concubina de un comerciante adinerado, Tscheng no pudo ejercer el mando hasta el año 238 a.C, pero apenas supo que era efectivamente rey, mató al amante de su madre y mandó al exilio al tutor regente. De inmediato, comenzó una campaña contra el resto de los feudos que dominaban entonces y, uno por uno, los sometió. Intentaron asesinarlo, pero como siempre sucede en estos casos, sólo lograron aumentar su coraje. Ya para el 215 a.C., era dueño de un verdadero Imperio, y en un arranque de emoción ordenó colocar una inscripción donde decía: Ha reunido todo el mundo por primera vez.

No vaciló en matar, sobornar y destruir a todos sus opositores, y eso tuvo su efecto: se convirtió en un monarca rico. Además de rico, ansioso, y ególatra y jamás benevolente. Un día convocó a sus ministros y tomó la decisión de adoptar un título universal que declarara su majestad. Se proclamó entonces huang-ti (Augusto Soberano), y, seguro de su inmortalidad, anticipó a este nombre el de Shi (Primero) y así fue nada menos que Schi Huang-ti. Siguiendo una tradición, consideró oportuno que su dinastía se basara en tres principios: en el número 6, en el agua, y en el color negro.1

Su reinado fue preciso y uniforme. Asesorado por su leal ministro Li Sse, uno de los discípulos más inteligentes de Sün Tse, partidario de las tesis de la Escuela de los Legistas2, impuso la doctrina de la ley y acabó con la bondad como criterio de juicio. Las medidas, las pesas, el tamaño de los caminos, las vestimentas, las conversaciones, las opiniones, los modos de lucha, e incluso el idioma, fueron unificados. El ejército fue centralizado, y numerosas actividades económicas fueron sometidas a controles que implicaban, casi siempre, la conversión de los comerciantes en agricultores. Creó 36 distritos con administradores celosamente vigilados. Misterioso, Schi Huang-Ti nunca se dejaba ver por nadie, y era imposible saber si se encontraba en uno u otro de sus 260 palacios. En el fondo, no sólo quería impresionar sino restar posibilidades a sus enemigos naturales, que los tenía, y no en poca medida. Viajaba, sin avisar, a lugares remotos, en busca del elíxir de la inmortalidad. Con fines militares, y con esta misma visión unitaria, hizo en el 214 a.C. que el General Men T´ieng, junto con 300.000 soldados, enlazara las antiguas murallas que estaban en la frontera, para así consolidar una sola Gran Muralla, que vino a llamarse Wa-li Ch´ang-Ch´eng. En la construcción de ese bastión militar, murieron miles de miles de hombres, aunque no resultó terminada, pues fue reparada en el siglo IV d.C. y complementada en los siglos XV y XVI. También ordenó construir una Tumba monumental, muy cerca de Hienyang, en la que trabajaron 700.000 hombres durante 36 años.

El año 213 a.C., fecha en la cual un grupo de hombres intentaba reunir todos los libros existentes en la ciudad de Alejandría, en Egipto, Schi Huang-Ti, ordenó quemar todos los libros cuya temática no fuese la agricultura, la medicina o la profecía, es decir, casi todos los libros del mundo. Entusiasmado por sus acciones, creó una biblioteca imperial dedicada a vindicar los escritos de los Legalistas, defensores de su régimen, y ordenó confiscar el resto de los textos chinos. De hogar en hogar, los funcionarios tomaron entonces los libros y los llevaron a una pira, donde los hicieron arder para sorpresa y alegría de quienes no los habían leído. El peor delito era ocultar un libro y la pena consistía en ser enviado a trabajar en la construcción de la Gran Muralla. Ssema Ts’ien (h. 145-85 a.C), el gran cronista de China, reseña el acontecimiento:

[...] Las historias oficiales, con excepción de las Memorias de Ts’in, deben ser todas quemadas. excepto las personas que ostentan el cargo de letrados en el vasto saber, aquellos que en el imperio osen esconder el Schi King y el Schu King o los discursos de las Cien Escuelas deberán ir a las autoridades locales, civiles y militares para que aquéllos los quemen. Aquéllos que osen dialogar entre sí acerca del Schi King y del Schu King serán aniquilados y sus cadáveres expuestos en la plaza pública. Los que se sirvan de la Antigüedad para denigrar los tiempos presentes serán ejecutados junto con sus parientes [...] Treinta días después de que el edicto sea promulgado aquéllos que no hayan quemado sus libros serán marcados y enviados a trabajos forzados [...]3

Centenares de letrados, reacios a aceptar la medida, murieron a manos de los verdugos y sus familias sufrieron humillaciones inefables. Se sabe que esta medida, además, acabó con cientos de escritos que estaban almacenados en huesos, en conchas de tortuga y tablillas de madera.

Shi Huang-ti, que se consideraba inmortal, veneraba el Tao-Te-king de Lao-Tse y la doctrina del taoísmo; odiaba, en cambio, los escritos de K’ong fu-tse o Confucio y, por supuesto, los hizo quemar. Algunos años más tarde, cuando los sirvientes limpiaban la Biblioteca Central, se descubrió una copia oculta de los escritos de Confucio. No es imposible que un bibliotecario se burlara de este modo de toda la autoridad constituida. El año 206 a.C., sin embargo, ocurrió un hecho ajeno a los planes del Emperador: la guerra civil no respetó la condición venerable de la biblioteca y fue arrasada. Sólo en el año 191 a.C., durante la dinastía Han, pudo restituirse la memoria de China, pues numerosos eruditos habían conservado obras enteras de memoria y, salvo por algunos deslices que aturden aún a los sinólogos norteamericanos, pudieron componer nuevamente la literatura de su tiempo.

Notas:
[1] Derk Bodde, China´First Unifier, 1938.
[2] La Escuela legalista, precursora de algunos de los puntos de vista de Maquiavelo, estuvo representada por Shen-Tao, Shen Pu-hai y Shang Yang. Las tesis de estos tres entusiastas del absolutismo fueron sintetizadas por Han Fei-tse. Cfr. W.K. Liao (The complete Works of Han Fei Tsu, a Classic of Chinese Legalism, 1939)
[3] Historia de la China Antigua (1974, p. 298) de A.

"EL BIBLIOCAUSTO NAZI" por Fernando Báez, Universidad de Los Andes

"Cada libro quemado ilumina el mundo" - R.W. Emerson

I. Todos han oído hablar del Holocausto Judío, nombre dado a la aniquilación sistemática de millones de judíos a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Pero es oportuno señalar que este genocidio tuvo su equivalente. También hubo un Bibliocausto, donde millares de libros fueron destruidos por el mismo régimen. Entender cómo se gestó puede permitirnos comprender que Heinrich Heine tenía razón cuando escribió proféticamente: [...]donde los libros son quemados, al final también son quemados los hombres[...]. La destrucción de libros de 1933 fue, a mi juicio, apenas un prólogo a la matanza que vendría después. Las hogueras de libros fueron las que inspiraron los hornos crematorios. Y esto merece una reflexión detenida, porque se trata de un acontecimiento que ha marcado para siempre la vida de millones de hombres y que va seguir siendo uno de los hitos más siniestros de la historia.

El comienzo de esta barbarie tiene fecha: el 30 de enero de 1933, cuando el presidente de la llamada República de Weimar, en Alemania, Paul Ludwig Hans Anton Von Beneckendorff Und Von Hindenburg (1847-1934), designó a Adolfo Hitler como canciller. Trataba de reconocer la inestable mayoría de este iracundo político; viejo y cortés, Hindenburg ignoró lo que sobrevino casi de inmediato: un período político y militar que sería conocido posteriormente como El Tercer Reich (´reich´ es ´imperio´). Hitler, que había sido cabo en el ejército, que había querido ser un pintor de fama mundial y fracasó, que había intentado dar un golpe de Estado en 1923, utilizó una estrategia de intimidación contra los judíos, los sindicatos y el resto de los partidos políticos. No era, como puede pensarse ligeramente, un loco, sino la voz más visible de una idiosincracia germana totalitaria.

El 4 de febrero, la Ley para la Protección del Pueblo Alemán restringió la libertad de prensa y definió los nuevos esquemas de confiscación de cualquier material que fuera considerado peligroso. Al día siguiente, las sedes de los partidos comunistas fueron atacadas salvajemente y sus bibliotecas destruidas. El 27, el Parlamento Alemán, el famoso Reichstag, fue incendiado, junto con todos sus archivos. El 28, la reforma de la Ley para la Protección del Pueblo Alemán y el Estado, legitimó medidas excepcionales en todo el país. La libertad de reunión, la libertad de prensa y la de opinión, quedaron restringidas. En unas elecciones controladas, el Partido de Hitler, conocido como Partido Nazi, obtuvo la mayoría del nuevo Parlamento y se decretó oficialmente el nacimiento del Tercer Reich.

Alemania, obviamente, estaba transformando sus instituciones después de la terrible derrota sufrida durante la I Guerra Mundial. Hitler, que no era alemán, fue considerado como un estadista idóneo para rescatar la autoestima colectiva, y sus purgas contra la oposición lo convirtieron en un líder temido. Su eficacia, no obstante, estaba sustentada en varios hombres. Uno de ellos era Hermann Göring; el otro era Joseph Goebbels. Ambos eran fanáticos, pero el segundo fue quien convenció a Hitler de la necesidad de extremar las medidas que ya venían ejecutando, y logró ser designado al frente de un nuevo órgano del Estado que vendría a ser conocido como Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración de Pueblo y para la Propaganda).

Goebbels sabía lo que hacía, y Hitler le dio carta blanca. Tenía una fe absoluta en su amigo, y tenía muy buenas razones para creer ciegamente en sus aciertos. Goebbels, quien no había ingresado al Ejército por ser patituerto, se había doctorado como Filólogo, en 1922, en la Universidad de Heidelberg, donde fue profesor Friedrich Hegel en el siglo XIX. Era un lector apasionado de los clásicos griegos y, en cuanto a pensamiento político, prefería el estudio de los textos marxistas y de todo lo escrito que existiera contra la burguesía. Admiraba a Friedrich Nietzsche, recitaba poemas de memoria, y, por lo que se sabe, escribía textos dramáticos y ensayos. Cuando se unió a Hitler, reconoció su verdadera vocación, como lo dijo muchas veces, y ya con el cargo de Ministro, en 1933, reunió un equipo de trabajo para redactar la Ley Relativa al Gobierno del Estado, que fue sancionada el 7 de abril de ese año. Indudablemente, ahora tenía un control absoluto sobre la educación y fomentó un cambio total en las escuelas y universidades.

El 8 de abril, fue enviado un memorandun a las Organizaciones Estudiantiles Nazis, donde se proponía la destrucción de todos aquellos libros peligrosos que estuvieran en las bibliotecas de Alemania. De cualquier forma, ya el mes anterior, exactamente el día 26 de marzo, fueron quemados libros en Schillerplatz, en un lugar desconocido y tranquilo llamado Kaiserslautern. El primero de abril, Wuppertal sufrió saqueos y quemas de libros en Brausenwerth y en Rathausvorplatz.

Algo terrible se gestó entonces. Una especie de fervor inusitado que estaba limitado por la presión internacional europea, despertó entre los estudiantes e intelectuales alemanes. Un odio manejado por osadas ráfagas de propaganda se extendió en las aulas, y el resultado no se hizo esperar. El 11 de abril, en Düsseldorf, fueron destruidos libros de contenido comunista y judío. Algunos de los más importantes filósofos alemanes, sin ser obligados a ello, como Martin Heidegger , adhirieron las ideas de Goebbels. En abril, Heidegger fue designado Rector de la Universidad de Friburgo y el 1 de mayo, se hizo miembro del NSDAP .

II. El 2 de mayo, en Leipzig en Gewerkschaftshaus, se destruyeron textos, pero fue realmente el 5 de mayo de 1933 cuando empezó todo. Los estudiantes de la Universidad de Colonia fueron a la biblioteca, y en medio de lágrimas y risas, recogieron todos los libros de autores judíos o de procedencia judía. Horas más tarde, los quemaron. Estaba bastante claro que esa era la vía elegida para mandar un mensaje al mundo entero. Y los actos que siguieron así lo probaron.

Los estudiantes estaban frenéticos. El día 6, del mismo mes, la juventud del Partido Nazi y miembros de otras organizaciones, sacaron media tonelada de libros y folletos del Instituto de Investigación Sexual de Berlín. Goebbels, indetenible, preparaba reuniones todas las noches porque se había decidido iniciar un gran acto de desagravio a la cultura alemana. Como fecha tentativa, se propuso el 10 de mayo. El 8 de mayo hubo algunos desórdenes en Friburgo, y destrucciones de libros.

El 10 de mayo fue un día agitado desde muy temprano. La Asociación de Estudiantes Alemanes se agolpó en la biblioteca de la Universidad Wilhelm Von Humboldt y comenzaron a recoger todos los libros prohibidos por el régimen. Había una euforia inesperada. Finalmente, los libros, junto con los que se habían obtenido en otros centros, como el Instituto de Investigaciones Sexuales o en las bibliotecas de judíos capturados, fueron transportados a Opernplatz. En total, el número de libros sobrepasaba los 25.000. Muy pronto se concentró una multitud alrededor de los estudiantes. Éstos comenzaron a cantar un himno que causó gran impresión entre los espectadores. La primera consigna fue fulminante:

Contra la clase materialista y utilitaria. Por una comunidad de Pueblo y una forma ideal de vida. Marx, Kautsky .

La hoguera ya estaba encendida. Tal vez nadie podía creer lo que pasaba, pero no dejó de sorprender a cualquier observador que una de las capitales más cultas del mundo, donde se encontraban algunas de las más importantes universidades europeas, era el centro de una de las quemas de libros más impresionante de la época. Joseph Goebbels, quien dirigía todas las acciones, levantó la voz y después de saludar a todos con un estruendoso Heil, explicó los motivos de la quema:

"La época extremista del intelectualismo judío ha llegado a su fin y la revolución de Alemania ha abierto las puertas nuevamente para un modo de vida que permita llegar a la verdadera esencia del ser alemán. Esta revolución no comienza desde arriba, sino desde abajo, y va en ascenso. Y es, por esa razón, en el mejor sentido de la palabra, la expresión genuina de la voluntad del Pueblo[...]
"Durante los pasados catorce años Uds., estudiantes, sufrieron en silencio vergonzoso la humillación de la República de Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura y la corrupción del asfalto literario de los judíos. Mientras las ciencias de la cultura estaban aisladas de la vida real, la juventud alemana ha reestablecido ahora nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la normalidad a nuestra vida[...]
"Las revoluciones que son genuinas no se paran en nada. Ningún área debe permanecer intocable[...]
Por tanto, Uds. están haciendo lo correcto cuando Uds., a esta hora de medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado[...]
"El anterior pasado perece en las llamas; los nuevos tiempos renacen de esas llamas que se queman en nuestros corazones[...]"

Los cantos prosiguieron y al final de cada estrofa se arrojaban algunos libros cuyos autores se mencionaban:

Contra la decadencia misma y la decadencia moral. Por la disciplina, por la decencia en la familia y en la propiedad.

Heinrich Mann, Ernst Glaeser, E. Kaestner

Contra el pensamiento sin principios y la política desleal. Por la dedicación al Pueblo y al Estado.

F.W. Foerster.

Contra el desmenuzamiento del alma y el exceso de énfasis en los instintos sexuales. Por la nobleza del alma humana.

Escuela de Freud.

Contra la distorsión de nuestra historia y la disminución de las grandes figuras históricas. Por el respeto a nuestro pasado.

Emil Ludwig, Werner Hegemann.

Contra los periodistas judíos demócratas, enemigos del Pueblo. Por una cooperación responsable para reconstruir la nación.

Theodor Wolff, Georg Bernhard.

Contra la deslealtad literaria perpetrada contra los soldados de la Guerra Mundial. Por la educación de la nación en el espíritu del poder militar.

E.M. Remarque

Contra la arrogancia que arruina el idioma alemán. Por la conservación de la más preciosa pertenencia del Pueblo.

Alfred Kerr

Contra la impudicia y la presunción. Por el respeto y la reverencia debida a la eterna mentalidad alemana.

Tucholsky, Ossietzky

La operación, cuyas características se habían mantenido hasta ese instante en secreto, se reveló pronto en su verdadera dimensión porque el mismo 10 de mayo, hubo una quema de libros en numerosas ciudades alemanas. La lista de quemas incluyó varias ciudades y fue casi simultánea para causar pánico: Bonn, Braunschweig, Bremen, Breslau, Dortmund, Dresden, Frankfurt/Main, Göttingen, Greifswald, Hannover, Hannoversch-Münden, Kiel, Königsberg, Marburg, München, Münster, Nürenberg, Rostock y Worms. Finalmente hay que mencionar Würzburg, en cuya Residenzplatz se incineraron cientos de escritos.

Y, como si se tratara de una avalancha, Goebbels insistió en continuar con estas quemas de libros prohibidos. No hubo un rincón en el que los estudiantes y los miembros de las juventudes hitlerianas no destruyeran obras. El 12 de mayo, fueron eliminados libros en Erlangen Schloßplatz, en la Universitätsplatz de Halle-Wittenberg. Al parecer, el 15 de mayo, algunos miembros apilaron textos en Kaiser-Friedrich-Ufer, en Hamburgo, y a las once de la noche, después de un discurso ante una escasa multitud, los quemaron. La apatía preocupó a los integrantes de los incipientes servicios de inteligencia del partido y se decidió repetir el acto. El 17, la Universitätsplatz, de Heidelberg se conmovió cuando hasta los niños participaron en las quemas de libros. El 17 de junio, la Jubiläumsplatz, en Heidelberg, volvió a ser utilizada para las quemas. Hubo otras destrucciones adicionales el 17 de mayo: en la Universidad de Colonia, en la ciudad de Karlsruhe.

El 19 de mayo, Hitler estaba totalmente emocionado. Y Goebbels, seguro de los efectos de este éxito, pidió a los jóvenes que no se detuvieran. El mismo 19, el horror se mantuvo en el Museo Fridericanum, en Kassel, y en la Meßplatz, de Mannheim. El 21 de junio, tres regiones quemaron libros. Por una parte, estaba Darmstadt, en cuya Mercksplatz se llevaron a cabo los hechos; por otra, estaba Essen y la mítica ciudad de Weimar. Varios años más tarde, específicamente el 30 de abril de 1938, la Residenzplatz, de la famosa Salzburgo, fue utilizada por estudiantes y militares para una destrucción masiva de ejemplares condenados.

El impacto que produjeron las quemas de mayo 1933 fue enorme. Sigmund Freud, cuyos libros fueron seleccionados para ser destruidos, dijo irónicamente a un periodista que, a pesar de lo que pudiera comentarse, semejante hoguera era un avance en la historia humana:

En la Edad Media ellos me habrían quemado. Ahora se contentan con quemar mis libros [...]

Lo que olvidó Freud en su broma es que hubiera sido quemado si hubiera permanecido en Alemania.
Varios grupos intelectuales marcharon en Nueva York contra estas medidas . La revista Newsweek no vaciló en hablar de un "holocausto de libros" y la revista Time utilizó por primera vez el término de "bibliocausto" . Los japoneses, impresionados, condenaron los ataques contra los libros. El repudio, en suma, fue total.

No obstante, según W. Jütte , el rechazo no evitó que los libros de más de 5.500 autores fueran aniquilados. Los principales textos de los más destacados representantes de inicios del siglo XX alemán recibieron vetos continuos y ardieron sin piedad. Entre otros muchos, los autores que fueron censurados, vetados o eliminados, conforman una larga lista que puede muy bien reducirse como sigue. No es completa, pero intenta una aproximación bastante exhaustiva:

Nathan Asch
Schalom Asch (1880 - 1957)
Henri Barbusse (1873 - 1935)
Richard Beer-Hofmann (1866 - 1945)
Georg Bernhard
Günther Birkenfeld
Bertolt Brecht (1898 – 1956)
Hermann Broch (1886-1951)
Max Brod (1884 - 1968)
Martin Buber (1878-1965)
Robert Carr
Hermann Cohen (1842-1918)
Otto Dix (1891-1969)
Alfred Döblin (1878 - 1957)
Kasimir Edschmid (1890 - 1966)
Ilja Ehrenburg (1891 - 1967)
Albert Ehrenstein (1886 - 1950)
Albert Einstein (1879-1955)
Lion Feuchtwanger (1884 - 1958)
Georg Fink
Friedrich W. Foerster (1869-1966)
Bruno Frank (1887-1945)
Sigmund Freud (1856 - 1939)
Rudolf Geist
Fjodor Gladkow


Ernst Glaeser (1902 - 1963)
Iwan Goll (1891 - 1950)
Oskar Maria Graf (1894-1967)
George Grosz (1893-1959)
Karl Grünberg
Jaroslav Hasek (1883 - 1923)
Walter Hasenclever (1890 - 1940)
Werner Hegemann
He (1797-1856)
Ernst Hemingway (1899-1961)
Georg Hermann (1871-1943)
Arthur Holitscher (1869 - 1941)
Albert Hotopp Heinrich
Eduard Jacob
Franz Kafka (1883-1924)
Georg Kaiser (1878-1945)
Josef Kallinikow Gina Kaus (1894-?)
Rudolf Kayser (1889-1964)
Alfred Kerr (1867 - 1948)
Egon Erwin Kisch (1885 - 1948)
Kurt Kläber
Alexandra Kollantay
Karl Kraus (1874-1936)
Michael A. Kusmin (1875 - 1936)
Peter Lampel (1894 - 1965)
Else Lasker-Schuler (1869-1945)
Vladimir Ilich Lenin (1870-1924)
Wladimir Lidin
Sinclair Lewis (1885-1951)
Mechtilde Lichnowsky (1879-1958)
Heinz Liepmann
Jack London (1876 - 1916)
Emil Ludwig
Heinrich Mann (1871 - 1950)
Klaus Mann (1906 - 1949)
Thomas Mann (1875-1955)
Karl Marx (1818 - 1883)
Erich Mendelsohn (1887-1953)
Robert Musil (1880-1942)
Robert Neumann (1897 - 1975)
Alfred Neumann (1895-1952)
Iwan Olbracht (1882 - 1952)
Carl von Ossietzky (1889 - 1938)
Ernst Ottwald
Leo Perutz (1882-1957)
Kurt Pinthus (1886 - 1975)
Alfred Polgar (1873-1955)
Plivier (1892 - 1955)
Marcel Proust (1871-1922)
Hans Reimann (1889-1969)
Erich Maria Remarque (1898 - 1970)
Ludwig Renn (1889 - 1979)
Joachim Ringelnatz (1883-1934)
Iwan A. Rodionow
Joseph Roth (1894-1939)
Ludwig Rubiner (1881 - 1920)
Rahel Sanzara
Alfred Schirokauer Schlump
Arthur Schnitzler (1862 - 1931)
Karl Schroeder
Anna Seghers (1900 - 1983)
Upton Sinclair (1878 - 1968)
Hans Sochaczewer
Michael Sostschenko
Fjodor Ssologub
Adrienne Thomas
Ernst Toller (1893 - 1939)
Bernard Traven (1890-?)
Kurt Tucholsky (1890 - 1935)
Werner Türk
Fritz von Unruh (1885-1970)
Karel Vanek
Jakob Wassermann (1873 - 1934)
Arnim T. Wegner (1886 - 1978)
H. G. Wells (1866-1946)
Franz Werfel (1890 - 1945)
Ernst Emil Wiechert (1887-1950)
Theodor Wolff (1868 - 1943)
Karl Wolfskehl (1869-1948)
Émile Zola (1840-1902)
Stefan Zweig (1881 - 1942)
Arnold Zweig (1887 - 1968)

Hitler no olvidó nunca a Goebbels y le perdonó todo, hasta sus reiterados deslices con prostitutas. El día de su suicidio, en 1945, lo nombró Canciller del Reich. Y Goebbels, aceptó este honor, pero por unas horas. Casi como si se tratara de una simetría perversa, el 1 de mayo, el mes de la gran quema de libros, acabó con todos sus hijos, mató a su esposa, y luego, no sin esbozar una sonrisa de triunfo y alzar la mano celebrando al Führer, se dio muerte.


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"LA JUDENFRAGE (*)" por Karl Kraus

Traducción Natalia Vidal


La Judenfrage es siempre actual en el Imperio austríaco y reseñarla no requirió de ninguna predisposición especial para nosotros. Cada día traería el pequeño resultado de la desproporción que por un lado, es explotado con un pathos espantoso, por el otro, con una furia inarticulable. Así es la pregunta aquí y en otros sitios, y a través del confuso y revuelto abuso espiritual ha adquirido tres interpretaciones: religiosa, política y social. Si sus voceros quieren tratar lo religioso, entonces corren la totalidad hacia el campo de lo político, si quieren expresarse someramente sobre realidades sociales, empujan el catecismo y el Talmud a un primer plano… y así en todas las combinaciones posibles. De comienzo nos resulta inequívoco reseñar el lado de la creencia. Antes que nada lo confesional, tratado con cautela por los filosemitas débiles. Si bien es cierto que en el transcurso de 2000 años y según la necesidad la Judenfrage fue instalada por los gobiernos occidentales como tema candente, también que según el momento fue tratada de modo impulsivo por los pueblos. El odio judío jamás ha inventado detalles, sólo los ha explotado. Su comienzo es explicado de sobra a través de la autoafirmación religiosa de los judíos en un Estado: luego, tanto en creencia como en odio, la ley de la pereza se torna obsoleta.
Es cierto que para el juicio moderno cada autoafirmación es la más importante en términos de relación económica – más aún que aquella mediante el empeño mercantil, más inescrupulosa que el ya aclarado punto de vista comercial de los judíos en cuanto a los bienes de venta- pero la religión es la primera fuerza motriz de este poderoso desarrollo basado en la excepción. No directamente a través de sus reglamentos, como quisieran demostrar tanto el intérprete y como el falsificador del Talmud, sino a través de la fuerza de la condición de aislamiento que se les ha deparado a los judíos. Así sigue causando efecto una creencia que todavía hoy prueba seriamente la fortaleza y el raciocinio de los ortodoxos orientales – y así trae un prejuicio social relativo para quienes le reconocen, y también para sí misma, aunque no siempre de manera material -. A través de ella parece causada la historia universal del rollo (1) de este pueblo. Pero duda de ello quien se defienda en el conocimiento de doctrinas unilaterales de las ciencias naturales. Nosotros consideramos el cráneo humano, con un cerebro que aún piensa y acciona, como un argumento más fuerte que el de 60.000 cráneos con una fuerza reflexiva ascendente en ataúdes medidos en centímetros.*) Es sabido que las diferencias raciales han intervenido en el aislamiento de los judíos; pero principalmente han conducido un particular desarrollo religioso en lo social. Cada uno por sí sólo jamás habría fundamentado la necesidad de una mezcla racial de modo relevante. El romano, en la decadencia del Imperio, se mezcló con bárbaros, quienes debieron haberle parecido de calidad inferior a los judíos, y por encima del asco hacia esos limitados de los que se burlaban sus satíricos, del sabido rechazo hacia alimentos y formas de vestir, nada contribuyó a que el romano reconozca la capacidad judía. Más tarde, durante la transformación cristiana, el judío – que hoy, gracias a eminentes investigaciones, es hitita – superó raza, romanos y bárbaros. Hoy (2) se los odia aún más que los romanos de entonces - pese a la repugnancia pagana y sensual hacia la religión sobria -. En cuanto a que los cráneos de los primeros mártires tienen valor como reliquias, deberían dejarse confirmar las características antropológicas en las que hoy cada señal es apreciada como un hallazgo, según el veredicto estético de los señores Scheicher y Gregorig. Al excluir el adormilamiento (3) clerical de la teoría de estos y de políticos similares, la estupidez social y lo meritoriamente espantoso, sorprendentemente, todavía permanece un pequeño resto con el que podemos explicar que estamos de acuerdo: la polémica contra los conocidos atributos de los judíos no asimilados. Y sólo la vemos como algo accidental, aclaratorio en cuanto al bloqueo de los guetos, mientras que todo tipo de hombres basados en su corazón quieren comprender las deficiencias de sus opositores como constitutivas de los intereses de la empresa.
Por supuesto que las maravillas de la asimilación no se prueban con una transformación mágica y sólo son rápidamente efectivas cuando el Budget no supera las peores apariencias y el aislamiento respecto de los cristianos normales no es demasiado grande. Lo judío y lo cristiano aún permanecen a un paso del mismo camino compartido hacia la benevolencia espiritual, tal como se lo imaginan los formadores públicos del latigazo, los señores Vergani y Schneider. Existen semejantes tramos sobrenaturales, y con esto tendrán que darse por conformes el bajo Parlamento austriaco y el resto de las demás instancias sobre la tierra. Aquí no es necesario desesperarse por los derechos del hombre. Más bien parecen construidos con nuestra mirada cerca del lugar sobre lo judío religioso, tal como es factible sin herir los sentimientos de culto ajenos.
Con las reformas del luteranismo, del calvinismo y de la alta Iglesia católica, la comunidad judía religiosa – y aún se quiere golpear duramente su excepcional idea de unidad y su moderado tratamiento racionalista de cosas metafísicas –ha llevado a cabo su ilustrado mandato, llevar a cabo en el sentido de que la amplia fuerza reformista del protestantismo se disipa. Los “servidores de la palabra” son seguidos por pastores que hablan la palabra de una religión razonable y transigente. Que el magnífico nuevo despertar de la cultura alemana se deja intranquilizar por algunos dogmas de la creencia católica no significa lo más importante, aumenta los mejores elementos de la vieja creencia a través de la ética cristiana y, liberada de los orientales como en el culto romano, lucha por el pueblo alemán y por todos los pueblos avanzados de Europa, en esto consiste su gran acción. Como reformador, el hijo del granjero de Sajonia ha liberado a la vieja creencia de su excomunión oriental, de su claroscuro romano. Con esto, todo lo que el mosaico de religiones pudo realizar en grande para Europa, ya ha acontecido. Schopenhauer registra este hecho con una sola expresión: racionalismo protestante-judío.
En la conciencia popular no vive ningún agradecimiento por esto, lo que el mosaico de creencias le ha obsequiado, sino que permanece como algo ajeno y repugnante entre los pueblos de Europa. Por sí mismo, su estrecho parentesco con las Iglesias reformistas no ha sido sentido en modo alguno; la antipatía hacia un pueblo que en el ocaso del resto tiene la intención de recordar, sigue siendo la más antigua. El conservadurismo interno de los judíos, su especial Familienpietät y el modo de comprensión de cada uno, que por la atracción de la sangre clausura matrimonios mixtos nada ventajosos, poco considerados, hace posible la continuidad de la Sinagoga, a pesar del indiferentismo religioso de las nuevas generaciones de judíos de Europa del centro y del oeste. A esto se suma un esfuerzo que proviene de muchos lados diferentes, colocar el bautismo a los judíos como quien bautiza una humillación, como si el mismo les valiese como el más antiguo. Pero no lo es, aún cuando se someten por libre decisión, no lo es en interés del alivio personal y la beneficencia pública, sino en interés del amor por las generaciones venideras bajo la mano del párroco. ¿Para quién sino carece de valor asegurar la libertad de las futuras generaciones sin presionar la inteligencia a un nivel profundo? ¿Cuál es la diferencia entre una religión que no se conserva y una creencia en la que no se cree? ¿Acaso no hay buenos cristianos que si bien se someten inconscientemente dos veces a las expresiones de su Iglesia – en el bautismo y en el féretro -, lo hacen conscientemente bajo coacción escolar, o frente al altar?
Debería ser bien sabido para todo el que tenga corazón sincero y espíritu libre, el alcanzar la loada tierra de la libre creencia y pensamiento por calles rectas, y sin desvíos. Para la gran fuerza expansiva de sus espíritus – el cristianismo lo ha corroborado- no deberían dirigir todo su pensamiento hacia el presente y el futuro lejano, sino también empeñarlo a la totalidad de las fuerzas más próximas, como es deber del buen habitante terrenal. El futuro cercano exige derribar las consecuencias de la liberación de los muros del gueto y de las leyes de excepción. Junto a todo lo estimado espiritualmente posible, los seres humanos – los mismos que a través de generaciones van unos junto a otros como ciudadanos- se enfrentarán sintiéndose extraños y enemigos sin que acontezca un intento de unión. Para los judíos el único intento serio de tal cosa es el matrimonio mixto, que no es llevado a cabo en base a la sola ley civil según prueban los países en los que vale la forma obligatoria del matrimonio civil. Solamente permanece aquella elección de la conversión libre y madura. Pues para toda la atención puesta sobre la igualdad de derechos de cada creencia, los enclaves orientales son un absurdo en la cultura europea.
A la luz de estas declaraciones, queda claro el maldecir todos los momentos que han demorado la asimilación. El sionismo es un empeño pequeño y ridículo cuando se propaga entre los judíos orientales, o cuando sus víctimas son enviadas del estiércol de la cultura de Galizia directo a colonias palestinas. En Europa central, el sionismo ofrece un espectáculo lamentable, como manos torpes que rascan sobre la tumba de 2000 años de un pueblo dormido. Y presta servicio – pese a, o a cusa de, su significado apenas más que fraseológico – en un país donde la frase es un gran poder, con valentía para las ambiciones de los enemigos de la asimilación. Pues no a todos les agrada su propia mezcla, necesaria para suprimir lo que queda de lo poco seguro, igualmente forzada a caer en el otro extremo de los atributos correspondientes a los idóneos seres del gueto, y para el cambio repentino. Este tipo de educación de sí mismo es necesaria: pues el agua del bautismo carece de violencia pedagógica para hombres que están acabados.
En la medida que hay judíos que se han deshecho de los conocidos y accidentales atributos de su círculo, a los que han señalado como elementos anómalos de la cultura, fáciles de reconocer y desaprobar, cada tanto se puede oír de antisemitas judíos y de judíos antisemitas.


(*)En: Die Fackel. Número 11.1899, Viena: pp.1-6. [La “Judenfrage” es la pregunta por la asimilación de los judíos en Europa].


Notas de la traductora
*) Llamada en el original: “El antropólogo alemán Luschan ha tomado medidas de 60.000 cráneos judíos y comprobado su característica racial hitita”.
(1) Para “Wirrwar”- follón, caos, rollo- sería igualmente correcto traducir “problemática”. Kraus, sin embargo, elige “Wirrwar” en vez de “Problematik”.
(2) En el original: „Römlinge hassen sie heute mehr als es die Römer …“. La oración pierde calidad al traducir literalmente la ironía del juego de palabras, definitivamente confusa en castellano y dentro del contexto global: “Los romanizados/ los occidentales/ los neo-latinizados// La cultura latinizada/ latina/occidental… de hoy en día…”
(3) “Benebelnde” significa aquí “adormilamiento”, “estado de trance”, “ceguera por fervor religioso o estado espiritual”, remite a la idea de una visión que se nubla bajo el efecto de los incensarios y las velas de la Iglesia.

"EL FASCISMO COMO CONSIGNA" por Horacio Gonzalez

Sabemos bien lo que es una consigna política. Si lo decimos con un galicismo, una “palabra de orden”. Nada más preciso lograríamos para definir la realidad política o cualquier otra. La palabra que ordena, encuadra, alberga, da sentido. Pero a condición de que entendamos orden como razón, posición o simetría, y no tanto como mandato, advertencia o acto. Sin embargo, es posible sospechar que toda la vida política –la que así llamamos sin necesidad de manuales o definiciones previas–, consiste en un pensamiento del orden que de inmediato se desliza al sujeto que lo debe moldear con su palabra o acción. Ese sujeto activo es lo que sostiene un pensamiento, un pensamiento sobre el orden. Por eso es esencialmente interrogable. El sujeto ¿lo sostiene verdaderamente? Si es activo, ¿puede sustentar siempre un orden?
De ahí el valor del desacuerdo interno que contiene la expresión “palabra de orden”. Por un lado, el mundo transitorio de palabras que actúa como confianza. Confianza transitoria, pues. Momentánea razón de certidumbre ante nosotros, de que no iremos más allá cuando pronunciamos esas palabras. Pero de inmediato, por otro lado, comprobamos que somos nosotros los operadores de esos artilugios magníficos, los actores de ese tolerar la incertidumbre, quienes nos permitimos pasar a la idea del sujeto que sería –propiamente– superior a las palabras que lo asedian. Tal irresolución sobrellevada nos instaura como sujetos. Ahí somos más que las palabras que sitúan la armazón política. Entonces, podemos decir que ciertas palabras de orden –las nuestras, las de este momento–, son superiores a la Palabra de Orden, las del saber encarnado en el estado.
La orden como intento particularista, arrebatado o efusivo que invita actuar, se convierte en un pensamiento que adviene real, que se transforma en acto, en visión crispada de cómo lo particular se torna generalización, multitud. No importa que esas órdenes sean de alcance reducido, que pongan en actividad a un número pequeño de cuerpos (entre ellos el mío) y que permitan imaginar, si las palabras están escritas, que no serán muchos (esos indiferentes otros, que tolero, sin pensar mucho en ellos) los que acaten la convocatoria. Lo cierto es que habré atravesado el manto estructurado de palabras preexistentes con una conducta nueva, una señal imperativa que se puso ante la realidad para condicionarla, lastimarla, ser ella misma la cara de la realidad.
Una realidad de calle, de deseo hecho arquetipo, el pensamiento crispado sucintamente en blasfemia, en estocada hacia los otros, que “la miran por tevé”. ¿Quién no se deleitó con palabras de orden alguna vez? Llamémoslas ahora consignas, lo que tiene la facilidad de abreviar la expresión y sugerir quizás de una manera más dramática que estamos ante signos, esto es, palabras que materializan un destino, develan un secreto, abren una puerta, aglutinan las conciencias dándoles un ritmo, un tempo.
De esas consignas, ¿quién no las habrá pronunciado en alguna manifestación callejera? La simultaneidad de la voz colectiva, el cántico sincrónico de muchas personas, es favorecida por la frase breve, sincopada y ocurrente. La consigna permite el aglutinamiento rápido de los significados dispersos, la búsqueda de un centro móvil que como imán atrape enunciados vaporosos. Ellos podrán imponerse por su capacidad persuasiva antes que por su verdad. ¿Pero no es siempre así la política, con su verdad que no se coloca nunca por encima de los hechos, sino siguiéndolos a la rastra, siendo ella misma esos hechos, remolcada por el adoquinado y los panfletos ya pisados sobre el asfalto?
Quizás las consignas sean la aplicación súbita de un concepto único y cadencioso a un mundo de palabras extensas, ramificadas, exploratorias, quizás errátiles. Esas palabras son las de orden, las de la política entendida como normas que actúan desde su gozoso olvido, pero que siempre alguien se encarga de aplicar. Justamente, cuando decimos consignas, más claramente surge el hecho de que no son aplicables, sino potencialidades tentativas, exploratorias, imaginarias. La consigna es lo contrario a la aplicación de una norma, sea conocida o latente. Sin duda, tanto la norma establecida como la consigna operan sobre el deseo inconsciente del ser político –y quizás del propio lenguaje–, de detener en alguna frontera conceptual la infinita proliferación de hechos, voces e interjecciones que significan y a-significan el vivir real. Pero la consigna no aplica nada es la libre flotación de los hechos en torno a su verdad fugitiva.
La consigna política, podría decirse, es uno de los grandes avatares que fundan la política en la calle (la norma es lo propio del Estado), desde el momento en que lo político puede definirse como lo que no soporta la dispersión de los actos, los hechos y las palabras. Es así que es hija del conocimiento, o por lo menos, de una teoría un tanto sumaria del conocimiento que nos haría ver que en algún momento hay que cerrar el desglose infinito de descripciones, unas desprendidas de otras, que impiden elevarse jamás a la síntesis o a la noción que unge de sentido, con algún concepto práctico superior a tantos elementos mundanos desperdigados. En verdad, el concepto político (¿todo concepto?) es una forma de cerrar (¿a último momento?) la infinita proliferación de voluntades y fastos del acontecer real, pero una vez que se instala el concepto (¿la norma más el peso de una abstracción fructífera?) surge la necesidad contraria o por lo menos alternativa. Volver a abrir el universo político conceptual.
Volver a disipar, a desparramar, a lo que célebres filósofos, quizás con el mismo sentido, llamaron diseminar, aunque no con intención ontológica (como tal vez nosotros le damos) sino al contrario, de poner toda la lengua conceptual en estado de búsqueda real de la acción que es improbable por nacer múltiple o surtida, pero que nos da una realidad que se esparce cada vez que se la capta. Un kantismo reventado, donde permanece el problema del juicio pero deshecho, triturado.
Cuando aparece el concepto –en nuestra terminología, la norma más una abstracción que permita derivaciones, inferencias, deducciones, etc.–, se abre una pausa de calma, y aunque mucho queda fuera, y aunque otros lo maldigan, un campo de signos aglutinados deja fija una materia, un terreno del habla. ¡Es el concepto, rey de los aglutinamientos cortesanos, oficial del estado mayor de la reunión en campo de batalla de todas las órdenes proferidas! En adelante, todos podrán decir, por ejemplo, “legitimidad”, “secularización”, “racionalismo”, y sentirán que un conjunto de fenómenos antes heterogéneos y abandonados sin precepto en una planicie, podrán ser mentados o sumidos en la noción que los agrupa, y que de alguna manera los fusiona, haciéndolos desaparecer como suma de particularidades. Y convocando, pues, a la lucha de estas partículas derrotadas que querrán volver por lo suyo.
De alguna manera, la definición de obra de arte de Adorno, a las que ve como un imán que colecta “enigmáticamente” todas las limaduras y astillas de hierro que sean posibles, nos lleva a indicar, primero, que la colecta era posible (e introduce el principio de reunión) pero que la dispersión también era necesaria (e introduce la importancia de lo que “queda afuera”). La obra de Laclau, del mismo modo –y véase la diferencia que toleramos para poder hablar en el mismo párrafo de Adorno y de él–, trata de la ampliación de los equivalentes hasta hacer inútil la atadura conceptual que los mantiene bajo sentido, un significante que se explaya en razón de su misma función lingüística, quedando como única realidad dialéctica: dialéctica entre lo vacío con sentido y lo explayado sin determinaciones.
Quizás pensar o hablar dependan de estos recursos categoriales, y que la filosofía haya buscado lo precategorial, lo antepredicativo, como recordamos de las lecturas de Merleau-Ponty, no es sino una pequeña venganza frente a la realidad del concepto, que sólo permitiría llegar al límite de la tensión para dar paso a otro concepto “superior”, pero no al pensamiento inmediatamente anterior al concepto, el de la experiencia hablada esencial.
Las consignas, volvamos a decir, son elementos frágiles del concepto, que, gracias a hacerlo activo en un determinado momento, le quitan permanencia y capacidad de abstracción. En el uso de las consignas, si precisamos de un ejemplo, busquemos ahí donde refulgía, bien sabemos, el talento de un Lenin (justo en los años de un Saussure o de un Wittgenstein, donde el lenguaje se estudiaba desde la otra punta de las consignas, esto es, desde el intercourse, la “comunicación” o los “juegos de lenguaje”), y obtendremos la idea de que la consigna es un pedazo parcialmente fundador de un nervio de realidad. No la realidad, sino su nervio, es decir, lo que el aludido jefe político también llamó “correlación de fuerzas”, es decir, lo que define la realidad en medio de la tensión originada en los cálculos sobre el desacuerdo.
Sin embargo, el elemento jusvalorativo implícito en las consignas alude a elementos de imputación o reprensión, también asociados a lo comprobadamente terrible o escalofriante que emanan de las experiencias del sujeto actuante. Desde luego, las consignas se prestan a un uso muy plástico aunque impreciso del lenguaje político. Se suelen aferrar al comparativismo fácil, a la extrapolación ingeniosa y a las hipótesis deductivas planas e inmediatistas. Así, debido a la impregnación de la consigna con dimensiones injuriantes o reprobatorias tomadas del acervo inmediato de inquinas que todo vocablo político sugiere (como si hubieran surgido nomás de una apreciación práctica de la divisoria amigo/enemigo), toda forma de identificación política puede emplearse según sus interpretaciones más asentadas, sin importar la diferencia real que anularía su uso diseminante, alegremente impropio.
Ocurre habitualmente esa abolición de la diferencia cuando se imputa de fascismo a algún adversario o forma política al que se le adjudican algunos elementos blandos de la serie a la que ese vocablo correspondería: autoritarismo, manodura, carácter agrio, intolerancia, hegemonismo (aunque este último concepto, en nombre de la crítica a un poder expansivo, se arriesga a negar la esencia misma de la política y el modo necesariamente conflictivo de la esencia de lo hegemónico, si se insiste en emplear esta palabra). El fascismo es concepto absolutamente adecuado para este tipo de retórica que comienza esgrimiendo un actitud argumental pero enseguida la resuelve en el campo de las consignas, cuya propiedad es fuertemente aglutinante y llama a la acción o la conjugación inmediatista del pathos político. Divino es su reduccionismo, lo practica con la irresponsabildiad mental de los monarcas, que no tienen diccionario usual ni recomendaciones hipotéticas deductivas para refinar y precisar su lenguaje.
La expresión, el concepto fascista surgió del complejo caso italiano, y el nombre acompañó como descripción al estilo speech act la idea de poner el lenguaje ante un aglutinamiento y al mismo tiempo aglutinar personas en acto, como lo sugiere la vieja idea romana de fascio, también usada por los socialismos en un momento anterior, hacia el final del siglo XIX. Se trataba de una imagen arreglada a los propios sentimientos de los protagonistas, los que cargarán con el nombre en el sentido de una reunión, y de la reunión como principio de la política. La palabra peticionaba al origen del sentido político fincado en actos en común. Hubo marchas que se cantaron, libros escritos o manifiestos –en algún momento, las poesías de Marinetti se confundieron con la argamasa fascista–, hubo teóricos como Corradini, al que Gramsci respetaba, y no dejaron de ser un oscuro modo de disputar con el sentido revolucionario del siglo XX, ofreciendo un activismo antiburgués y al mismo tiempo contrarrevolucionario, cuyo enredo le interesó al propio Mariátegui.
Por cierto, un nombre es la quintaesencia de la reversibilidad. Puede ser tomado como identidad jactanciosa por quienes lo reciben como insulto. “Descamisados”, “sansculottes”, son nombres plebeyos que surgen para despreciar a los innominados, que por mero giro reversal, por orgullosa indagación de las antípodas, marchan con ese nombre anómalo para designar al mismo tiempo su honra y el inocuo agravio al que fueron sometidos. Ocurre con palabras del vilipendio moral, pero no ocurre con palabras como fascista, frente a las cuales media una guerra, una derrota militar y la caída de una idea que pretendía innovación histórica y fundó un Estado represivo, asfixiante y de vacua heroicidad operística. De alguna manera, el fascismo fracasa también en el juego del lenguaje: quería devolverle a la política el grado inicial de la palabra fundadora, pero sin contrato social. El fascio, tan solo, como norma partidaria y alusión al origen de la sociedad.
El naufragio del fascismo es también el fracaso de su reversibilidad, de su intento de disputar el sentido de la revolución del siglo XX. Aunque al fracasar la razón reversible –que es la misma palabra definiendo el activismo moral de un lado a otro del espectro de ideas convencionalmente pensadas de izquierdas a derechas–, no fracasa simultáneamente como imputación facilitada por su contundente refutación en tanto un ejercicio del poder que se pretendía fundador y no pudo impedir que por su intermedio se verificara la crueldad y la sangre. De este modo, cualquier nombre del carnet de las ideologías políticas puede ser la consigna de una acusación. Por eso, hasta los liberales pueden decir que toman su nombre de un acto original de desprecio, quizás cuando un “fascista” les gritó “liberales”, reproduciéndose la escena en la que la honra del injuriado y la fuerza de su nombre es la expropiación tornadiza de los grandes insultos que les dirigen.
De este modo, el que le dice fascista a un autoritario (palabra, ésta, del vademécum binario del liberalismo; autoritario es lo que se opone a liberal) utiliza a su favor las libertades que todo nombre permite por su propia naturaleza. Pero sabe que el nombre fascista está imantado por su claudicación en el terreno del honor (el honor de los nombres). El fascismo es el nombre de una caída vergonzosa, más aún porque dijeron que iban a utilizar el poder como justicia, y lo convirtieron en suplicio y sevicia. No debe de haber quién, localizado en el archivo de nombres del siglo XX como fascista, responda “a mucha honra”. Ese es el mecanismo plebeyo que reconoce con finura que aún no tiene nombre y espera que el atolondrado que lo despreció, se lo ponga en el sabido ejercicio de una injuria. Lo político real surge como devolución invertida de la injuria (de profundis, valía más decirse descamisado que peronista), pero en el tribunal de los nombres, el fascismo ya está juzgado. El juicio, todo juicio, es el fin de la reversibilidad. He ahí el bochorno del nombre, su fracaso como permuta habilitada para adjudicarlo sin temor al reino de la ambigüedad.
La reversibilidad del fascismo ha cesado. Es lo malo hecho lengua política. A partir de ahí se juega un ejercicio fundamental de lo político (entendido como sutileza en la donación de los nombres). Se trata de inhibir el uso del concepto cesado en tanto consigna política, es decir, como aglutinamiento arrellanado y el oportunismo de condena sin examen de la cosa ni aseguramiento de su singularidad. La consigna es lo singular momentáneo, es decir, lo falso singular. Lo que antes afirmamos, en el sentido de que lo político puede definirse como lo que no soporta la dispersión de los hechos –y de ahí la necesidad de consignas–, se revierte en el uso consignístico de palabras que describen procesos históricos ya juzgados mal por todos (nadie podrá tomar con orgullo retórico que le digan ese nombre, carente ya de plasticidad reversible).
La dispersión fáctica primeramente es necesaria para hablar de lo político. Luego la consigna aglutina al fundir palabra y acción, fusión realmente utópica, pues aunque la realidad no cambie, ya la consigna está en estado de resumen de lo real, de síncopa utopista. El orgullo al comienzo es dispersivo; nadie puede sentirlo si no es víctima del arte de injuriar. Hay escasos nombres y muchos no lo tienen. El nombre tiene su oscuro origen en una injuria que se rechaza. Aquel hombre que la televisión tomó insaciablemente disparando en San Vicente, no veíamos bien a quién disparaba, con lo cual lo hacía a todos. Disparos espectrales, balas de television act. La gravedad del evento lo era de muchas maneras, además de la posibilidad de inferir que había hombres reales fuera de foco. El lente del camarógrafo no eximía ver in situ la prolongación moral de esos actos. Era posible una visualización que angustiada veía los hombres invisibles para la filmación, a quienes se dirigían los disparos. Más allá, la escena era un agravio contra la condición política en su conjunto, aunque faltara la alusión veritativa al blanco.
Al autor de los disparos le decían Madonna. ¿Por qué? Porque le gustaba la cantante del mismo nombre. Pero no fue ella ni alguna remota Virgen la que emitió esos disparos. El hombre era llamado así porque hablaba de Madonna, gustaba de ella. Hablar y gustar son grandes imágenes centrípetas, pegajosas, identifican al que habla con lo que habla. Imágenes que operan por viscosa continuidad, segregada por nuestro léxico iterativo o reversible. Lo insistido por nosotros casi somos nosotros, lo atraemos como fuerza oscura como a nuestros otros nombres. Hay un hechizo en mostrar nuestras recurrencias, que vuelven sobre nosotros como si nos atravesara nuestro vocabulario más persistente en sustitución de nuestro propio nombre público. Reversibilidad de otro tipo, no estamos ante una injuria sino ante una reiteración. Ella inunda nuestro propio nombre, lo tapa pero con nuestra propia voz.
Al igual, la palabra fascismo se usa así como indicación de un lugar que ya nace cancelado para el debate: nace vituperado, lanzando sangre por los poros, en total decibilidad adjetivada y archivada. Como violencia divina, destructora de la posibilidad historizada del nombre, para pasar a ser ignominioso en esencia. Vedada la reversibilidad, sin la libertad de Madonna con sus disparos al vacío, o sea, secuencialmente a todos, con su nombre civil buscando un arquetipo único que ahora la televisión le otorgó, el fascismo es palabra que en su necesario uso cuidadoso mostraría al político sutil, al que funda su ser político en el empleo efectivo y crucial de las palabras. No que no puede decírsele fascista a nadie. Hay un modo descriptivo por el cual puede decirse tal cosa a quién se dice de sí mismo de ese mismo modo. ¿Pero si a pesar de que alguien se dice fascista, no lo fuese con los tonos originarios? Allí sería cuestión de que el descriptivismo pidiese una aureola adicional de libertad, para ampliar las notaciones del nombre y anunciarlo porque lo reclama un dicente.
Pero en el debate argentino, el estado de consigna que tenía la expresión fascista motivó uno de los grandes debates contemporáneos sobre si el peronismo era o no era fascismo, era o no una de sus versiones, o su prolongación oficiosa, su secreto revelado a voces. Los ensayistas que establecieron la diferencia históric-osocial luchaban contra ciertos aspectos simbólicos que establecían semejanzas. ¿Pero éstas eran lejanas o superponían con un golpe malamente lapidario, una experiencia histórica europea con una experiencia histórica argentina? Si alguien decidiera por la posibilidad de que las experiencias guardan semejanza, aún la obligación de su debate con los diferencialistas (Hernández Arregui, Ramos, Cooke, Puiggrós, todas las corrientes setentistas de opinión), impone la sutileza. La sutileza, a mi entender, es una característica de la retórica. Los enunciados cobran vida a partir de su uso con tonos y alturas, como en la lengua japonesa. Implica esto sentirse fuera del arte de la consigna, que abusa (comprensiblemente) del arquetipo, sabiéndose momentánea, la forma menos conceptual del concepto. Si no hubiera semejanza, entonces el diferencialista debe mostrar también –por el mismo imperativo de sutileza–, que aunque no es éste el caso, podrían darse en la historia condiciones semejantes a las del fascismo en esferas no sostenidas en el mismo bastidor histórico.
La sutileza retórica –la retórica es la sutileza ligüística a la enésima potencia, por eso fastidia de tan tenue y obvia– consiste en que hablar con esos nombres a partir de su carga ya cerrada de imputación, introduce ciertos problemas. Son problemas con distintos grados de gravedad. Lo grave es que falle la seriedad en la expresión política. Lo serio es poner los nombres adecuados, aun apelando a préstamos o metáforas, o si se emplease una extrapolación, aclarando con otros
tonos del lenguaje que lo es o puede serlo. Seriedad es relativización fundada, o lo que es lo mismo, la risa irónica del mundo animando sabiamente el plano de circunspección que conviene cuando hablamos de la historia heterogénea para volverla siquiera algo comprensible.
Por ejemplo, a una persona de carácter autoritario –después deberá verse también esta expresión– puede decírsele nazi. En el idioma juvenil puede resultar una proclama de libertad, de libre examen y de repudio al mundo de la orden, dejando claro que no está por medio el verdadero envolvimiento cultural del nazismo. No está el embalaje, o la pulpa existencial nazi (ver el cuento de Borges “Deutsches Requiem”), no están los cañones, la blitzkrieg, los libros de Rosemberg, la alucinación lúgubre de Hitler, que según el mismo Borges, “ansiaba su caída”. Nada hay de eso, pero aún así la desliteralización es importante. Desliteralizar es un acuerdo benévolo sobre el idioma. Por ese acuerdo, podemos decirle nazi a nuestro padre, a un lustrabotas irritante o a un colectivero que nos gritó en la calle, sin que el andamiaje literalizador –en el cual reposa la creencia de que hablar es un acto realista–, se sienta menoscabado. Hay no sólo un derecho sino una necesidad de invocar conceptos a los que liberamos de sus referentes históricos. Esa libertad permite retomar el lenguaje, luego, de una manera más cauta, menos diseminatoria, para emplear de nuevo esta palabra.
En suma, es lo que permite seguir hablando. Por eso, el ser hablante común, y sobre todo si su espíritu se halla impregnado de una necesidad de injuria rápida o fácil, apremiante, retira de la faltriquera (objeto que guarda todo lo dicho sin literalidad ni prudencia a lo largo de la historia) un sinfín de vocablos ya impregnados de las categorías del bien o del mal, y que ya pasaron por esas homéricas batallas. Ese vocablo prestado, desliteralizado, sería el punto más alto de lo que pudo decirse en una serie de actitudes, que, consideradas momentáneamente arbitrarias, merecerán una recriminación (podemos decir fascista), y que si son solo antojadizas o humillantes, podemos aplicar nazi pues juzgamos que tal o cual apreciación o conducta parece intolerante, discriminativa. La política, sin duda, se hace en género aumentativo.
Sobre todo cuando decimos terrorista, es difícil mantener el tono neutro. Al decirlo, estamos arrastrando, como con cualquier epíteto, el aura real que ahora tiene. ¿Cómo usarla? Sin duda, el acontecimiento de las Torres Gemelas se basó en lo desmesurado, o mejor, en lo desmesurado de lo desmesurado, es decir, en lo catastrófico como categoría mental. Lo catastrófico es la agravada potencia de cualquier fenómeno destructivo, es su añadido espectacular. Era terrorismo, pero en estos momentos, esta palabra –voy a decirlo con otra palabra incierta– es polisémica. Basta pronunciarla para invocar el fenómeno como fracción, como parcialidad. Surge no neutra, si esto en verdad fuera posible, sino como condena de época, comunicacional, basada en una ética vulgar no injustificada pero de magnitud escasa para el tejido problemáticamente denso que busca situar. Ciertamente, se habla condenando. Hablar es ya condena. Invisible, como sea, peropronunciar palabra es pronunciar condena, en lo profundo del oleaje lingüístico que nos anima.
De algún modo, la condena al terrorismo tiene que aclarar que tampoco acepta los modos en que se lo combate (con lo que se lo reproduce) y en ese espiral que tantos notaron se juega la moral del habla política, esa seriedad a la que aludimos, por la cual emplear palabras-epíteto debe estar reservado a los momentos más resguardados de la reflexión política. Se piensa sobre esa espiral o en espiral, lo que en la Argentina es la teoría de los dos demonios, que siempre encontramos en algún recodo no experimentado de nuestro espíritu; no experimentado como autorreflexión. ¿Cómo hablar entonces? Esta pregunta inicia la política y la carrera del político. Si se reparten remoquetes o sentencias por doquier, viendo fascismo en todos los recovecos de la expresión de un poder que no puede dejar de ser un poder y por el mero hecho de serlo, en vez de vida política tenemos una carga injuriante mal resuelta. Si no se advierte que ya hablar, ya manifestar nuestra presencia mundana, es una clase de hegemonismo –si esta palabra equívoca vale usarla–, el juego habitual de lo adversativo en política se presta a presentar la acusación de fascista como un juego adolescente que goza en la libre disponibilidad de las máximas aberturas de un vocablo.
Pero esa máxima porosidad no significa nada, y deshistoriza sin otros resultados que inferiorizar el lenguaje común. De ese modo, se introduce el miedo contra el cual se dice combatir. La impregnación reversible de todo léxico político o comunitario, no advertida, devuelve a quien denuncia el mismo efecto problemático que desea denunciar. Condenamos al terrorismo. Pero para condenar hay que comprender. Si comprendemos –lujo profundo de una condena–, ya el nombre de lo condenado debe cambiar, pues si no, habría nacido ya en el lugar de la condena y no de una reflexión, aunque sea reprobatoria.
Por eso, al condenar con una palabra ya juzgada en el tribunal lexical de la humanidad, consideramos que podemos reposar buenamente en la confianza de no tener que explicar nada nuevo a lo previamente condenado. Es posible pensar que buena parte del centimetraje, del volumen de nuestras conversaciones está hecha de espasmos interrumpidos, frases entrecortadas, viscosidades inevitables o voluntarias, rasguidos monosilábicos recubiertos de implícitos a los que llamamos “indirectas”, un saber de sentina que parecemos dedicar a otros pero que son “de te fabula narratur”, endiabladas ingenuidades en las que gozamos de la sórdida ambigüedad de las palabras, a las que manejamos a “volantazos” encubridores. Toda esa galaxia compone el modo conversacional de la política, el arte que más lejos llevó la ceremonia, aquellos célebres ataúdes saludados por cañonazos o la oratoria frente al rescoldo de los muertos, mientras en un plano apenas abajo no se apaga demasiado el murmullo ensordecedor del lenguaje descriptivo de la operación política tumular, el arabesco que complica las cosas o la crudeza despectiva con la que se habla de conjuras y preparativos frente a los cadáveres que aun así pretendemos ilustres.
Por eso, los grandes conversadores de la política son los que han llegado a cincelar con cierto arte de salón, con algunas vestiduras galantes y cortesanas, ese rumor codicioso y viscoso, untado de hiel y que permanece abajo, en el submundo de nuestras contenibles pasiones, ya nada catárticas. Es este el gesto del origen de la diplomacia, y ciertos políticos en número muy escaso cultivaron un lenguaje que mostraba entre delicadas cortinas el origen sanguinoliento, confabulado y agonístico de la política. Lo ineluctable, lo irresoluble, suele colarse en la charla intervincular, y al mismo tiempo se puede seguir hilvanado un argumento que sostiene la rara reunión entre los seres humanos: he allí la pobre promesa de la política, que de todos modos, como divino mendrugo, festejamos.
Termino juntando algunos hilos de esta exposición: las consignas son necesarias en la idea del lenguaje político. Reúnen significados dispersos, dejando un exterior de habladurías que reclamarán luego su derecho a entrar como limadura de hierro capturada por el imán del concepto. Todo concepto pasa por el estadio de consigna, hasta que revela su cualidad verdadera, distanciándose de lo que en la consigna es la mutabilidad constante, al precio de su momentánea eficacia en la reunión de voces y acciones con cierta fisicalidad. Es decir, formar acciones visibles en cierto presente o actualidad. Esa physis, esa eficacia consignística es seductora aunque propia de un arte de compresión del lenguaje que hay que saber expresar como pacto secreto de la política con la retórica. A veces el cántico falaz de una hinchada la representa mejor que una agencia de publicidad entrenada por semiólogos à la carte.
Cuando le decimos fascista a aspectos que lejanamente nos recuerdan ciertas notas que se abrigaron en ese concepto, no solo rompemos el acuerdo implícito que tenemos con las consignas (usarlas cautelosamente para no arruinar el idioma, para no arruinarnos nosotros mismos en la destitución de la singularidad ética del hablante), sino que dañamos gravemente la facultad de juzgar los nombres. Estos son reversibles y fundan por el reverso lo que somos, si nos animamos a dar vuelta un anatema. Paralizar esas vueltas y revueltas del lenguaje es la grave consecuencia del uso vacío de una imputación –sea fascista u otra. Los injuriados deben sufrir menos por verse englobados en un concepto que congela la conversación con un sello lacrado, extraído del feudo de los estereotipos que flotan en la vaga memoria de la época, que el sufrimiento que surge de la anulación del lenguaje político por parte del propio lenguaje político. Así ocurren las cosas ahora en la Argentina. Liberar al lenguaje de esa carga abusiva y devastadora será también hacer buena política, imaginativa en sí misma y novedosa por no prometer otra cosa que la emancipación de ella misma, pues en ella misma es donde están los demás, los sobrantes otros todos, y es en ella misma que ocurren los quebrantos que cometen quienes pretenden salvarla.

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