Es necesario revisar la construcción de las instituciones supranacionales. Así se explican las alianzas económicas continentales como el TLC o la APEC, que permiten acuerdos mayores obligatorios y con bajas sanciones entre los gobiernos. Las ganancias de la cooperación son más grandes que los proyectos más ambiciosos como la Unión Europea. Porque con los regímenes continentales surgen no sólo territorios donde la moneda se unifica y se reducen los riesgos del tipo de cambio, sino uniones políticas más considerables y con funciones jerárquicas muy definidas.
Por su estructura geográfica y económica más extensa, un régimen así llegará a obtener en el mejor de los casos ventajas en la competencia económica global y fortalecerá su posición ante los otros regímenes. La creación de uniones políticas más extensas lleva a alianzas defensivas ante el resto del mundo; pero no cambia el modo de la competencia económica local, ni significa tampoco un cambio en el curso de la adaptación al sistema transnacional de la economía, ni mucho menos al intento de modificar su influencia política.
Por otra parte, [/B]estas uniones políticas cumplen con la condición necesaria para recuperar el terreno perdido de la política ante las fuerzas de la globalización de la economía. Con cada nuevo régimen supranacional se reduce el club de los actores políticos muy selectos, los que tienen una capacidad de acción global, es decir: los que son capaces todavía de pactar cooperaciones.
¿Cuánto más difícil que la unión política de los Estados europeos es el proyecto de un orden económico mundial? En todo caso, cuando este orden no sólo sea el mercado que reglamentan el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, sino el espacio de la formación de una voluntad política mundial que asegure la obligación de las decisiones políticas. [B]Ante la presión exagerada que ejerce la globalización de la economía sobre el Estado nacional se impone en abstracto una alternativa: la transferencia a instancias supranacionales de las funciones que los Estados sociales tienen en el marco nacional. Pero en esta dimensión falta un modo de coordinación política que pueda dirigir el tráfico internacional de los mercados ante consecuencias indeseables de tipo ecológico y social. En efecto, los 180 Estados soberanos están unidos por una red de instituciones más allá de las organizaciones de las Naciones Unidas. Aproximadamente 350 organizaciones gubernamentales —de las cuales más de la mitad fueron fundadas después de 1960— tienen funciones económicas, sociales y sirven para asegurar la paz. Pero todavía son demasiado débiles para tomar decisiones políticas obligatorias y, por lo tanto, hacerse cargo de funciones normativas determinantes en los territorios de la economía, la seguridad social y la ecología.Nadie persigue por su gusto una utopía. Mucho menos ahora cuando todas las energías utópicas, al parecer, se han desgastado. No creo que mi diagnóstico de 1985 en torno a la crisis del Estado de bienestar social y el agotamiento de las energías utópicas haya perdido actualidad por la impredecible desaparición de la Unión Soviética. La idea de una política que rebase y deje atrás a los mercados ni siquiera se ha articulado como un proyecto; en este sentido, no existe en las ciencias sociales un esfuerzo conceptual digno de mención. Habría que diseñar ejemplos de un imaginable equilibrio de intereses de todos los participantes, para contar por lo menos con el perfil de las instituciones que se harían cargo del problema. La abstinencia de las ciencias sociales se entiende si partimos del hecho de que este proyecto debería legitimarse desde los intereses reales de los Estados y sus habitantes, y llevarse a cabo por fuerzas políticas independientes. Desde la interdependencia asimétrica entre los países desarrollados, neo-industriales y subdesarrollados, en una sociedad global estratificada aparecen intereses y contradicciones irreconciliables. Pero esta perspectiva seguirá existiendo mientras no logremos institucionalizar un procedimiento de formación de la voluntad política transnacional, que apremie a los actores -capaces de una acción global a la ampliación de un global governance según sus preferencias y sus puntos de vista.Los procesos de globalización no económicos nos han acostumbrado poco a poco a otra perspectiva: la limitación de los escenarios sociales, el mancomún de los riesgos y el encadenamiento de los destinos colectivos son cada vez más claros. Mientras el aceleramiento y la condensación del tránsito y la comunicación encoge y reduce las distancias espaciotemporales, la expansión de los mercados hasta las fronteras del planeta y la explotación de los recursos se topan con los límites de la naturaleza. El horizonte se ha contraído y no nos permite externar a mediano plazo las consecuencias de las acciones: podemos cada vez menos cargar a los otros los costos y los riesgos sin temer sanciones a los otros sectores de la sociedad, a las otras regiones lejanas, a otras culturas o a las generaciones futuras. Todo esto es evidente tanto en los riesgos ilimitados de la gran técnica como en la producción de los deshechos nocivos de las sociedades del bienestar, que amenazan todas las regiones del planeta. ¿Cuánto tiempo más podremos cargar a los sectores superfluos de la población trabajadora los costos sociales?En efecto, nadie puede esperar de los gobiernos acuerdos internacionales y reglamentaciones que luchen contra esos peligros, como en las arenas nacionales se lucha por conseguir el apoyo y la reelección de sus candidatos, menos aún si se trata de actores políticos independientes. Cada uno de los Estados debe hacer todo esto perceptible en la política interior, sobre todo en los procedimientos de cooperación de una comunidad de Estados cosmopolita. La cuestión principal es la siguiente: si en las sociedades civiles y en los espacios públicos de gobiernos más extensos puede surgir la conciencia de una solidaridad cosmopolita. Sólo bajo la presión de un cambio efectivo de la conciencia de los ciudadanos en la política interior, podrán transformarse los actores capaces de una acción global, para que se entiendan a sí mismos como miembros de una comunidad que sólo tiene una alternativa: la cooperación con los otros y la conciliación de sus intereses por contradictorios que sean. Antes de que la población misma no privilegie este cambio de conciencia por sus propios intereses, nadie puede esperar de las élites gobernantes este cambio de perspectiva: de las relaciones internacionales a una política interior universal.Un ejemplo alentador es la conciencia pacifista que, después de dos salvajes guerras mundiales, se ha articulado y, partiendo de las naciones que participaron en ellas, se ha extendido en muchas naciones del planeta. Sabemos que este cambio de conciencia no ha impedido las guerras locales, ni muchas guerras civiles en otras regiones del planeta. Pero como una consecuencia del cambio de mentalidad se han transformado tanto los parámetros de las relaciones entre los Estados, que la Declaración de los Derechos del Hombre de las Naciones Unidas condenó las guerras de agresión y los crímenes contra la humanidad y, de este modo, pudo superar el débil efecto normativo de reconocidas convenciones públicas. Es cierto: este cambio no es suficiente para lograr la institucionalización de procedimientos económicos internacionales de carácter relevante, prácticas y reglamentaciones que permitan la solución de problemas globales. Lo que falta es la urgente formación de una solidaridad civil universal (Weltbürgerliche Solidarität ) que tendría ciertamente una calidad menor a la solidaridad civil estatal dentro de los Estados nacionales. La población mundial se ha convertido, desde hace muchos años, en una comunidad de constantes riesgos involuntarios. Por esto no es imposible que, bajo la presión de ese avance histórico e inconmensurable de la abstracción, continuemos con el proceso que lleva de las dinastías locales a la conciencia nacional y democrática.La institucionalización de procedimientos para conciliar intereses, su generalización y la construcción de intereses comunes no tendrá lugar bajo la forma (de ningún modo deseable) de un Estado universal. Deberá contar con la propia independencia, la propia voluntad y la cohesión de los antiguos Estados nacionales. ¿Pero cuál es el camino que nos lleva hacia allá? Thomas Hobbes se preguntaba: ¿cómo se pueden equilibrar las expectativas de la conducta social? En el proceso de globalización, la capacidad de cooperación de los egoístas racionales se encuentra rebasada. Las innovaciones institucionales no tienen lugar en sociedades cuyas élites gubernamentales son capaces de tales iniciativas si no encuentran antes la resonancia y el apoyo en las orientaciones valorativas reformadas de sus poblaciones. Por esta razón los primeros destinatarios de este proyecto no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos de una sociedad civil que trasciende las fronteras nacionales. Sea como fuere, la idea nos lleva a pensar que la globalización de los mercados debe ser reglamentada por instancias políticas: las arduas relaciones entre la capacidad de cooperación de los regímenes políticos y la solidaridad civil universal (Weltbürgerliche Solidarität).