viernes, 25 de mayo de 2012

"MONTONEROS, LA SOBERBIA ARMADA" por Pablo Giussani. SEXTA ENTREGA.

Con el debido respeto y la latente actualidad que tienen las reflexiones de Pablo Giussani, intentaré embarcarme en la entrega de este soberbio libro, que aunque ya tiene casi treinta años, devela porque la Argentina es la Argentina de hoy.

Retóricas, discursos, juegos dialecticos de "rebeldes" a quienes el traje de "revolucionarios" les quedó inmenso.
Los manejos de Perón, Mussolini y un grupo de aburridos burgueses jugando a ser desafiantes con "los padres" y luego llorando por el reto recibido.

Reconstruyamos nuestros pensamientos con la valentía de ponernos en duda y de dialogar con nuestras miserias humanas.

Darío Yancán.

 
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La revolución cubana, ya deformada, estilizada y descontextualizada de su historia real por obra de la soberbia revolucionaria, fue proyectada luego como modelo sobre el resto de Latinoamética.

Con lo que el castrismo cometió dos pecados en uno: el de querer exportar la revolución cubana, y el de querer exportar, a título de “revolución cubana” una cosa que nunca había ocurrido en Cuba.

                               “ la Revolución Cubana ha demostrado que la guerrilla puede destruir un poderoso ejército                                        profesional. Si lo pudimos hacer nosotros, también ustedes pueden hacerlo”!

¿ Quién no recuerda ese cliché argumental, mil veces reiterado en discursos y declaraciones castristas a lo largo de los años '60?. Tal fue el mensaje específico del castrismo a la América Latina, la fórmula del llamamiento cubano a la insurrección continental. Toda una generación fue convocada a luchar y morir en la instrumentación de un modelo operativo que era una lisa y llana falsedad.

Si el llamamiento hubiera sido una exhortación a hacer lo que la revolución cubana realmente demostró que podía hacerse, habría encerrado una serie de recomendaciones bastante más complejas, de alcances bastante más restringidos y de tono bastante más modesto. Habría sido, por lo pronto, un mensaje menos universal, con el elenco de sus destinatarios limitado a quienes estuvieran padeciendo dictaduras similares a la de Batista.

Habría incluido, además, entre otras recomendaciones, la de limitar el objetivo perseguido a la restauración del pluralismo democrático, la de promover una alianza entre todos los sectores susceptibles de coincidir en una acción conjunta para alcanzar esa meta, la de convencer a Washington de que esta acción no apuntaba a lesionar intereses norteamericanos básicos, la de conseguir- bajo la así asegurada benevolencia estadounidense- el respaldo activo de los más poderosos gobiernos del hemisferio, la de combatir siempre con el escapulario en la mano y la de persignarse con horror toda vez que se recibía una acusación de complicidad con el comunismo.

Pero la lógica de la soberbia revolucionaria no podía incluir semejantes recomendaciones en la promoción latinoamericana del modelo castrista, sin reconocer el papel de poderosos factores ajenos a la guerrilla en la historia real de la revolución cubana. Una admisión de este tipo restaría grandiosidad a la guerrilla, cuestionaría la omnipotencia de la voluntad guerrillera, dejaría en descubierto el hecho de que solo una parcela secundaria de la revolución cubana había pasado por la Sierra Maestra, mientras el resto del proceso que acabaría con Batista pasaba por manejos de cancillería, disponibilidades empresarias y avales de moderadas fuerzas políticas tradicionales.

La promoción de la revolución cubana como modelo universal tuvo que sujetarse entonces a la necesidad de preservar su imagen contra todas estas impurezas-iconográficamente irreproducibles- de la vida real. Y en esta tarea de autopreservación mitológica, el modelo que se lanzó sobre el continente fue el de la violencia omnipotente, el de los “diez, cien, mil Vietnam”, el de una guerra mesiánica e imposible, en la que fueron asumidos como enemigos aquellos a quienes el castrismo de la Sierra había tenido a su lado como condescendientes aliados y proveedores de municiones.

Millares, digo millares, de jóvenes latinoamericanos fueron arrojados a la muerte durante los últimos veinte años al servicio de esta monumental distorsión, como un tributo pagado en sangre al narcisismo revolucionario de La Habana.

Con este rito sacrificial empalma la religión montonera del heroísmo, de la violencia sacramentalizada, de la muerte purificadora, ingredientes de un elitismo militar convertido en fuente de una conducción política estratificante30

Se está ingresando aquí en un campo de interrogantes terribles para una cultura de izquierda como la que me llevó a mí a engrosar en los años '60 las falanges latinoamericanas de adoradores y divulgadores de la Cuba revolucionaria. ¿ es posible que las inclinaciones, predisposiciones y prácticas identificadas aquí como fascistoides en su variante montonera sean rastreables hasta la propia revolución cubana?.

La pregunta, de cualquier manera, abre quizás caminos inesperados hacia una explicación del para muchos enigmático ensamblamiento que se operó en la ascendencia cultural de Montoneros entre el cubanismo y el otro gran componente del humus histórico en el que germinaron los escuadrones de Mario Firmenich: el peronismo.





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En una etapa más avanzada de mi niñez, superada y olvidada ya la obsesión por la botelladuende, viví un período de apasionamiento casi igualmente obsesivo por las adivinanzas. Mis mayores simpatías quedaban reservadas para quienes pudieran contarme alguna; mi primera meta ante cualquier revista que caía en mis manos era la página de las charadas.

Creo que las adivinanzas constituyen, para cualquier niño que caiga como caí yo bajo su encanto, una amable vía de acceso a la edad de la razón, al reconocimiento de que existe, fuera de nosotros, un mundo sólido , resistente a nuestros caprichos, sujeto a leyes extrañas a nuestro arbitrio.

En la arbitrariedad reside quizás la fascinación del ludismo mágico propio de la primera infancia, una edad en la que el mundo se nos ofrece sin identidad propia, sumiso a las identidades que, jugando con él, nos dignamos dispensarle.

La escoba que en el mundo de los adultos es irreductiblemente una escoba, adquiere en el mundo de los niños una suerte de ductilidad ontológica que le permite sobrellevar sucesiva e impredictiblemente la naturaleza de un sable, de un proyectil o de un caballito.

Ese mundo maleable y complaciente carece de un ser que se nos imponga. Nos sobreviene desprovisto de durezas y de lógicas independientes de nosotros que conviertan en algo previsible el futuro de cada cosa. De adultos, en cambio, quedamos a merced de un mundo que nos dicta casi coactivamente nuestro comportamiento con las cosas, creando a nuestro alrededor un monótono sistema de destinos y previsibilidades. La escoba nos destina, sin alternativas , a barrer con ella, como la silla nos destina a sentarnos y el lápiz a escribir. Cada cosa nos impone una lógica propia a partir de la cual todo es previsible.

¿Pero puede alguien prever lo que va a hacer un niño con una escoba? El ser de la escoba – su ser lanza, proyectil, caballito o hasta escoba- no es algo que el niño recibe ya hecho de ella como una pauta de conductas predeterminadas, sino algo que el niño comete en ella. La conducta del adulto es una consecuencia del ser; la del niño es su condición.

Pasar de esta vida libre y arbitraria que retoza en la imprevisibilidad a una vida de conductas previstas y predeterminadas por lógicas externas es siempre un tránsito difícil y penoso. Pero si en este pasaje tropezamos con una adivinanza, estamos salvados, trasponemos el umbral entre la magia y la razón casi sin darnos cuenta.

Porque el encanto de la adivinanza radica en que su desenlace es a la vez imprevisible y racional, sorprendente y lógico. Por su intermedio, la razón ingresa en nuestras vidas como un momento inesperado de la magia.

Casi todas las adivinanzas, con todo, nos introducen en lógicas ramplonas, en la mera racionalidad de lo cotidiano. La razón que nos descubren sus desenlaces nos fascina por el trámite sorpresivo de su exordio y no por su contenido.

“Hay una cosa que es a la vez dos cosas. ¿ Sabes cuál es'”, me preguntó en cierta ocasión mi tío. El problema me dio vueltas un rato por la cabeza sin embocar con una solución. “ ¡Un par de zapatos!” reveló mi tío. ¡ Ah, claro! Todo el encanto reside en este descubrimiento, en lo que Koehler llamaba la “An experience”, pero no en la cosa descubierta, la sencilla logicidad ya sabida del uno y el dos fundidos en el par.

Pero hay adivinanzas excepcionales, que nos abisman sobre una racionalidad más profunda, fascinante ella misma más allá de la fascinación de descubrirla. Una racionalidad cargada de mensajes y claves de otras racionalidades que la razón de todos los días ignora.

Hay una adivinanza de este segundo género que me cautivó cuando la escuché por primera vez – a los 10 ó 12 años de edad- y que me sigue cautivando aun hoy al ofrecerme en su desenlace la sensación de haber descubierto una clave la historia humana.

La adivinanza tiene por protagonista a un explorador inglés que se pierde en una jungla. El hombre pasa días y días deambulando sin rumbo entre árboles y bejucos, hasta que de pronto, cuando ya está perdiendo la esperanza de encontrar una salida, se ve rodeado por una docena de belicosos nativos, armados de lanzas y escudos.

Capturado por estos guerreros de aspecto temible e intenciones indescifrables, el explorador es conducido hasta una aldea en cuyo centro se yergue lo que la adivinanza describe, con la cándida incongruencia de estas historias, como un fabuloso palacio. El cautivo y sus captores entran en el edificio, recorren largos y alfombrados corredores y transponen macizas puertas flanqueadas por otros guerreros de custodia, hasta que los recibe, finalmente, sentado en su trono, el anciano rey de la tribu.

El monarca saluda afablemente al prisionero en sorpresivo inglés y le comunica apesadumbrado que las severas leyes de su reino prevén lamentablemente la pena de muerte por decapitación para todo extranjero que pise el territorio del país. Pero se trata también de una legislación prudente y generosa, que concede al intruso la posibilidad de salvar su vida si acierta con la solución de una adivinanza.

“ Tengo cinco esclavas, tres de ellas con ojos azules y dos con ojos negros”, dice el rey. “ Estas mujeres tienen una particularidad: las de ojos azules dicen siempre la verdad; las de ojos negros siempre mienten. Dentro de unos instantes, las cinco comparecerán en fila ante nosotros, todas ellas encapuchadas, y usted podrá formularles sólo tres preguntas. No tres a cada una sino tres en total. Si con ellas logra descubrir el color de los ojos de las cinco, quedará en libertad y convertido en huésped de mi reino”.

El rey golpea las manos y las cinco esclavas encapuchadas ingresan en la sala del trono guiadas por un guardián. El explorador, tras unos momentos de reflexión, pregunta a la primera: “

¿ Qué color de ojos tienes'”.

La mujer contesta en el dialecto de su tribu, ininteligible para el prisionero. El inglés protesta, se declara lesionado en su derecho al fair play y exige que le traduzcan la respuesta.

El anciano rey le explica que las severas leyes de su reino no consienten agregar aclaraciones a una respuesta ya formulada. “ Usted ya gastó una pregunta”, dice. “ La única concesión que le puedo hacer ahora es la de ordenar a las esclavas que contesten en inglés a las otras dos”.

El explorador pregunta entonces a la segunda esclava: “¿ Qué color de ojos dijo tener tu compañera?” . Y la mujer contesta “ Negros”.

El cautivo dirige luego la única pregunta que le queda a la tercera encapuchada de la fila: “¿ De qué color son los ojos de la esclava que acaba de contestarme?” La respuesta: “ Azules”.

El explorador medita unos instantes y dice finalmente al rey: “ Tengo la solución: la primera esclava tiene ojos azules, la segunda y la tercera negros y las otras dos azules”.

Removidas las capuchas, se comprueba que el explorador ha acertado. Y mientras comienzan los festejos para agasajar al flamante huésped del reino, el viejo monarca pregunta al inglés: “ ¿ Adivinó usted por azar o siguió algún razonamiento lógico para dar con la solución?”.

“ Fue una deducción lógica”, explica el inglés. “ Aunque no entendí a la primera esclava, yo sabía de antemano lo que iba a contestarme. Forzosamente debía decirme que tenía ojos azules, sea porque los tenía efectivamente de ese color, en cuyo caso me diría la verdad, sea porque los tenía negros, en cuyo caso no podía menos de mentirme diciendo que los tenía azules. Esto me permitió saber que ella segunda esclava era de ojos negros, pues era obvio que mentía al afirmar que la primera había dicho tener ojos de ese color. Del mismo modo deduje que también la tercera tenía ojos negros porque había atribuido falsamente a la segunda ojos azules. Localizadas así las dos esclavas de ojos negros, estaba claro que las otras tres los tenían azules”.

El viejo rey felicitó a su huésped , y comenzó la fiesta.

Lo apasionante de esta adivinanza es la nueva luz que arroja su desenlace sobre la verdad en lo que esta tiene, no ya de acto cognositivo, sino de momento de la comunicación entre los hombres.

De alguna manera, el relato deja descifrada una clave de la historia humana en la medida en que ésta es, casi íntegramente, historia de aquella intercomunicación.

Todo el razonamiento del explorador inglés brota de la sencilla pero a la vez sorprendente evidencia de que los dos grupos de esclavas, siendo representativas de principios antagónicos- la Verdad y la Mentira, el bien y el Mal-, y precisamente por serlo, tienen que decir siempre y necesariamente las mismas cosas. El antagonismo de los valores conduce, con incontenible fuerza lógica, a una identidad de lenguaje. ¿ No es apasionante esta comprobación? .

Cuando leí por primera vez “ El Aleph”, de Borges, cuyo protagonista logra tener acceso al único punto del Universo en el que todo el Universo de refleja, asocié este prodigio con la adivinanza de las esclavas en una divagación quizás un poco delirante, pero no tanto, que me llevaba a ver en la hazaña lógica del explorador inglés un punto de la historia humana que encerraba la verdad de toda ella.

Retomando ahora ese vuelo de asociaciones divagatorias, advierto que la adivinanza de las esclavas me remite a Gramsci y al lema que Gramsci eligió para la revista Ordine Nuovo. “ La Verdad es Revolucionaria”. De Marx en adelante, la creencia en este supuesto ha sido siempre consustancial con la izquierda, así como lo ha sido la inferencia lógica que lleva a postular, junto a ese nexo de consanguinidad entre la Revolución y la Verdad, un simétrico nexo de consangunidad entre la Reacción y la Mentira.

¿ Pero qué ocurre si, a la luz del lema gramsciano, las esclavas de ojos azules resultan asimiladas a la izquierda y las de ojos negros a la derecha? Ocurre que la misma lógica empleada por el explorador inglés para resolver la adivinanza aparece embarcando a estas dos grandes opciones políticas en una peculiarísima dialéctica que tiende a fundar sobre el antagonismo existente entre ambas un universo común de palabras compartidas.

A partir de las implicaciones que extrae de la adivinanza de las esclavas el lema de Gramsci, me veo remitido ahora, en una tercera escala de este vuelo divagatorio, a “ La historia de la guita”, un divertido show musical de Enrique Silberstein, que alternando actuaciones escénicas con proyecciones de dibujos humorísticos pretendía mostrar la historia humana en una teatralización del materialismo dialéctico marxista.

Varios dibujos de Oski proyectados en rápida sucesión sobre el fondo del escenario marcaban el punto de partida de esta historia, explicada en off por una característica voz de comentarista deportivo que parecía relatar un partido de fútbol.

El primer dibujo mostraba a un sonriente hombre de las cavernas que se encaminaba de regreso a su cueva con un gran jabalí al hombro, satisfecho de lo que parecía haber sido una fructífera jornada de caza.

El dibujo siguiente presentaba a un segundo hombre de las cavernas, mucho más alto y fornido que el primero. Llevaba en la mano un par de escuálidas aves que explicaban su rostro malhumorado. Como cazador, había tenido bastante menos suerte que su pequeño congénere.

Continuando la secuencia de dibujos, los dos hombres se encuentran. El más pequeño y afortunado mira con una sombra de aprensión al grandote, mientras éste observa con ojos codiciosos la apetitosa presa de su prójimo. De pronto, el rostro del grandote se ilumina: se le ha ocurrido una idea. El pequeño lo advierte, y su aprensión se convierte en horror. El grandote se le acerca enarbolando una maza, mientras la voz en off, con el dramatismo de los momentos previos al gol, advierte a gritos: “ ¡¡ Están por cambiar las estructuras¡¡ !Están por cambiar las estructuras¡”

La maza se estrella contra la cabeza del pequeño, y el grandote se apodera del jabalí, sobre un fondo sonoro de pitos, petardos y campanas echadas a vuelo. “ ¡ Han cambiado las estructuras! ¡ Han cambiado las estructuras!”, exclama la voz en off, anunciando la Nueva Era.

Lo que comenzaba, en rigor, no era una Era entre tantas, sino el continente de todas ellas, la Historia.



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La inaugural agresión del grandote se produjo, sin duda, en algún momento imprecisable de la trayectoria humana sobre la Tierra. Y con ella irrumpió la “derecha” en las hasta entonces inocentes relaciones entre los hombres.

La “ derecha” es, más allá de sus variadas expresiones históricas, todo comportamiento que apunta a establecer una relación de uso entre un hombre y otro. Soy un hombre de derecha si encaro mi relación con otros hombres como una relación de sujeto a objeto, relativizando sus existencias en función de la mía, imponiéndoles conductas orientadas en dirección a fines que no son los suyos sino los míos.

El mazado del grandote, naturalmente, se repite. El hombre advierte que su privilegiada musculatura le permite regularizar una relación de uso con otro hombres y concluir sus jornadas con un mismo botín de bienes arrancados a la naturaleza, ahorrándose la fatiga de salir a buscarlos.

Pero tras la rapiña total que sigue al primer mazazo, el grandote advierte también que la continuidad del sistema le exige limitar el despojo. No puede regularizar la relación más que a precio de asegurar la supervivencia de su esclavo, dejándole una parte de la presa.

Esta autolimitación implica, a cambio de más tiempo libre, un irritante sacrificio. El grandote se ve constreñido a extraer de su relación utilitaria con otro hombre un volumen de bienes inferior al que le aseguraba su anterior papel de cazador solitario. El ocio, por otra parte, ha incrementado sus necesidades de consumo en medio de un sistema de aprovisionamiento que lo obliga a reducirlo.

El grandote quiebra esta contradicción consiguiendo un segundo esclavo. Dada su excepcional fuerza física, es concebible además que lo logre sin otro recurso que el de reiterar la metodología inicial del mazazo.

Ya con dos esclavos a su servicio, el grandote y su familia desarrollan una incipiente conciencia de status. El hombre quiere ahorrarles también a sus hijos las ya subalternas fatigas de la caza, y esto amplía ulteriormente las necesidades de consumo que los cazadores sojuzgados deben satisfacer. Pronto se advierte que dos esclavos son insuficientes, y el grandote se arma de su maza para salir en busca de un tercero.

El proceso naturalmente continúa, pero tiene su límite. No es imposible que un gigante como nuestro grandote consiga sojuzgar, mediante el solo imperio de su fuerza física a tres y hasta cuatro hombres. Pero cuando el grandote advierta la necesidad de un quinto esclavo, advertirá también las limitaciones de su propia musculatura como factor de dominación.

La necesidad del quinto esclavo, en verdad, ha de precipitar otro sensacional salto cualitativo en la lógica de las relaciones entre los hombres.

Rendido ante a evidencia de que la fuerza desnuda no le basta para ampliar a cinco su plantel de esclavos, el grandote se ve precisado a dar ante ellos un rodeo discursivo. Tiene que apelar a la palabra. Hasta entonces, el grandote pudo ser una “ derecha” muda. El proceso de sojuzgamiento podía desarrollarse en silencio, o incluyendo en todo caso el uso de palabras como simples prolongaciones sonoras de la musculatura, como meros expositores verbales de la fuerza en término de amenazas, de advertencias y de órdenes.

Con la incorporación del quinto esclavo, la palabra se desprende de la musculatura y cobra especificidad. El sojuzgamiento de cinco hombres, no pudiendo originarse sólo en un acto de fuerza física, tiene que materializarse ahora en un consenso de los sometidos. La progresiva complicación de la relación amo-esclavo, con la creciente avidez de consumo en un extremo y la consiguiente necesidad de multiplicar los brazos abastecedores en el otro, llega a un nivel en el que la musculatura debe ceder el paso a la persuasión, a un esfuerzo verbal por promover consenso. El esclavo debe ser no ya sometido a golpes, sino convencido. ¿ Pero exactamente de qué debe ser convencido?



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Cuando Kant dijo: “ Obra de tal manera que el principio al que se sujete tu conducta pueda valer como principio universal” - que es, en realidad, otra manera de formular la vieja norma cristiana: “ No hagas a tu prójimo lo que no querrías que éste te hiciera a tí”- estaba enunciando algo más que una norma ética. Si bien se mira, esa exigencia de universalidad enuncia no sólo el “ deber ser” sino también el “ser” de toda relación entre los hombres. O, por lo menos, de todo sistema de relaciones que trascienda aquel primitivo nivel de convivencia en el que la musculatura podía ser el factor determinante.

En un mundo de interacciones humanas en el que la pura fuerza física está inhibida de actuar, yo sólo puedo entablar con mi prójimo una relación que él consienta. Y para que mi prójimo la consienta, tiene que ser una relación asumible por él como algo que no lo lesiona, que aporta valores a su vida y enriquece su existencia. Una relación en la que ambos seamos sujetos y ninguno de nosotros objetos del otro.

Sólo una relación de este tipo es universalizable. Sin este principio de la universalidad, la relación no se establece, no existe. Yo sólo puedo establecer, por ejemplo, una relación comercial con mi prójimo si de ella hemos de sacar provecho ambos, si sirve fines de ambos y no los de uno solo con exclusión de los del otro. De lo contrario, no hay relación. El “ deber ser” de la relación condiciona así, en cierto modo, el “ ser” de la relación.

Este apocamiento del “ deber ser” con el “ser” en el campo de las relaciones humanas es la incómoda novedad con que tropieza el grandote del cuento cuando intenta incorporar un quinto esclavo a su servidumbre, tras agotar con los otros cuatro la validez de su propia musculatura como factor de dominio. Para el sojuzgamiento de los primeros cuatro le había bastado reiterar una misa operación física. El sojuzgamiento del quinto tiene que trascender el mundo de la física en un salto inevitable al de la universalidad.

Este paso grandioso trae sus complicaciones. Porque el grandote, ingresando en el firmamento de la universalidad, no renuncia a establece con aquel quinto individuo una relación de dominio, violatoria de la universalidad. Este paso grandioso trae sus complicaciones. Porque el grandote ingresando en el firmamento de la universalidad, no renuncia a establecer con aquel quinto individuo una relación de dominio, violatoria de la universalidad. Su problema es el de lograr que aquel hombre acuerde a una relación lesiva de la universalidad un consenso que por naturaleza sólo puede acordarse a una relación de contenidos universales.

¿ Qué hace, entonces, el grandote? ¿ Renuncia a la universalidad? No puede hacerlo, porque en tal caso se vería limitado a los recursos de una musculatura cuya efectividad ha llegado a su límite con el sometimiento de los primeros cuatro esclavos. ¿ Acepta, entonces, la universalidad? Tampoco

puede hacerlo, por cuanto implicaría renunciar al anhelado quinto sojuzgamiento.

La única opción que le queda es la de inventar una universalidad aparente, una falsa universalidad. Y es éste el momento en que la palabra se desprende de los bíceps. El grandote tiene que verbalizar un vínculo intrínsecamente violatorio de la universalidad en términos que lo presenten como respetuoso de ella. Es decir, tiene que disfrazarlo de universalidad, tiene que mentir.

Por ejemplo, tiene que presentarse a sí mismo como un enviado de los dioses y convencer al quinto hombre de que servir a este delegado de la divinidad constituye una obligación religiosa cuyo cumplimiento ha de asegurarle un destino venturoso más allá de la muerte. De este modo, una relación que sólo sirve a los fines del grandote parece servir a los fines de ambos. Con esta falsa universalidad, el grandote logra construir por consenso un tipo de relación que ya no puede establecerse sólo por la fuerza.

La “ derecha”, superada su prehistoria musculosa, empieza a definirse ahora en indisoluble asociación con la mentira. Ingresando en el mundo declarativo de la palabra, la “ derecha” no puede declarar su naturaleza más que a precio de extinguirse. No puede revelar el sistema real de relaciones que la constituyen como “ derecha” más que a precio de imposibilitar el sistema.



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Mientras la falsa universalidad se genere en el reducido ámbito del grandote y sus cinco, seis o siete esclavos, es concebible que la “derecha” ejercite su propia naturaleza embustera en términos puramente maquiavélicos, si se asigna a este término su acepción vulgar, que implica la idea de una relación de uso, de sujeto a objeto, en la que el sujeto es consciente del tipo de relación que pretende instaurar con su prójimo.

En la etapa previa a las complicaciones provocadas por la inserción de la universalidad en las relaciones humanas, el sometimiento por la fuerza física dejaba en libertad a la conciencia -tanto la del amo como la del esclavo- para aprehender la realidad como tal, sin que la existencia, ausencia o modalidad alguna de esta aprehensión gravitara en la materialización del sometimiento. La conciencia no desempeñaba papel alguno entre los factores de sometimiento, limitados aquí a la soberana y autosuficiente musculatura del grandote. El amo sabía de qué se trataba y también lo sabía el esclavo, sin que este saber posibilitara, imposibilitara, facilitara o dificultara la relación.

Producida la irrupción de la universalidad en esta relación, el grandote puede retener concebiblemente aquel estado de conciencia pero el esclavo no. La naturaleza de la relación tiene que llegar disfrazada a la conciencia del esclavo, a partir del momento en que el sometimiento de éste ha de definirse no ya como una mera claudicación física, sino como un acto de consenso.

Este tipo de relación sujeto-objeto, con conciencia clara de un lado y conciencia obnubilada del otro, es precisamente el que define al sujeto como maquiavélico. Pero si aquella primigenia “derecha” de naturaleza muscular tenía sus limitaciones, esta nueva variante de naturaleza maquiavélica también las tiene. En ambas ocasiones se trata de una limitación numérica referida en el primer caso al objeto ( el número de esclavos) y en e segundo, al sujeto ( el número de amos).

Una relación maquiavélica sólo es posible a precio de que su sujeto sea un solo individuo o un grupo muy reducido de individuos. No hay límite para el número de las personas que pueden decir una misma verdad, pero sí hay un límite para el número de las personas que pueden decir una misma mentira. Si a tres individuos desvinculados entre sí se los coloca sucesivamente frente a una mesa verde y se los invita a expresar con veracidad el color del objeto que tienen delante, cada uno dirá “ verde”. Si se les pide que mientan sobre el color d ella mesa, el primero dirá, quizás, “azul”; el segundo, “ rojo”, y el tercero, “ amarillo”.

Para que los tres coincidieran en una misma mentira como habían coincidido en una misma verdad, sería necesario que se pusieran de acuerdo previamente acerca de lo que van a decir. En el primer caso, la formulación de una misma verdad emana en los tres individuos del objeto que tienen delante, sin necesidad de una previa interrelación conspirativa entre ellos. En el segundo caso, la formulación de una misma mentira sólo puede emanar de esta interrelación.

Tal interrelación, a su vez, sólo es posible si quienes participan de ella se conocen, se comunican, se consultan, se coordinan, se tienen a mano entre sí. Es decir, si son pocos. Las posibilidades de un testimonio falso, pero de contenido unívoco, decrecen a medida que se amplía el círculo de sus sujetos, y se extingue tan pronto como el número de éstos excede las posibilidades de la interrelación conspirativa.

Todo esto, naturalmente, delimita un margen muy estrecho para los movimientos de una derecha maquiavélica. Siendo obvio que la falsa universalidad surgida ahora como factor de dominio sólo podrá motivar el consenso buscado con ella en la medida en que sea unívoca, la “ derecha” no podrá ser maquiavélica más que a condición de ser escasa.

Distinta es la situación cuando el sujeto de la “ derecha” es toda una clase social, una indefinida muchedumbre en la que resulta imposible derivar la falsa universalidad de aquella interrelación personal propia de la derecha maquiavélica.

La aparición de la clase en la subjetividad de la derecha marca el momento de un nuevo salto cualitativo en la lógica de las relaciones humanas. ¿ Cómo puede constituirse, en este contexto, una “clase dominante”? Si la clase, por ser tal, no parece estar en condiciones de generar una falsa universalidad de contenido unívoco, ¿ Qué posibilidades tiene de instaurar un dominio del que la existencia de una falsa universalidad se ha venido evidenciando hasta ahora como un componenete crucial ?.

En rigor, no se trata de que la clase no pueda generar una falsa universalidad; lo que no puede hacer es generarla en términos que le permitan asumirla maquiavélicamente. La falsa universalidad, a esta altura, deberá ser de naturaleza tal que resulte posible rendir testimonio de ella como se rinde testimonio de la verdad; es decir, sin necesidad de pasar por la interrelación conspirativa. Y esto sólo es posible si la falsa universalidad, destinada a funcionar como “verdad” para la clase dominada, funciona también como “ verdad” para la dominante.

Una clase, en suma, sólo puede dominar a condición de mentirse a sí misma, de educarse y criarse a sí misma en la mentira. Su esfuerzo por alienar mediante la falsa universalidad a la clase sometida tiene que ser a la vez autoalienante. La derecha maquiavélica tiene que ceder el campo a una derecha alucinada.

Quizás sea necesario aclarar ahora que la secuencia señalada entre la derecha muscular, la derecha maquiavélica y la derecha alucinada no pretende describir el desarrollo de un proceso cronológico sino el desarrollo de un concepto. Aquellos tres momentos de la derecha no son momentos históricos sino momentos lógicos.

Y es hora de preguntar si una operación de desentrañamiento lógico como el intentado hasta aquí a propósito de la “derecha” es también factible a propósito de la “izquierda”. ¿ Dónde está la “izquierda” en los sistemas de relación descritos hasta ahora?



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Identificada la “derecha” en el grandote, en el grupo maquiavélico o en la clase dominante, parecería lógico identificar a la “izquierda” en el esclavo o en la clase dominada. Pero esto no sería correcto. “

Derecha” e “izquierda” son términos que denominan políticas, y toda política encierra una voluntad activa, una individualización de objetivos y de medios para alcanzarlos. Pero en todas las situaciones descritas hasta ahora, sólo la “derecha” aparece presentada como sujeto de una política, de una acción. En el otro extremo de la relación, sólo se ha descrito un estado de pasividad, de claudicación física en los primeros cuatro esclavos del grandote, de alienación en la clase dominada. Ni aquellos primeros cuatro esclavos ni la clase dominada son, a esta altura de la descripción, sujetos de una política propia sino objetos pasivos de una política ajena.

En esta prehistoria de la dominación que es el mundo del grandote y sus primeros cuatro esclavos, la izquierda entraría en escena si estos últimos se concertaran para maquinar algún recurso que les permitiera contrarrestar o superar la fuerza física del amo. Una conspiración que los llevara a unir sus cuatro estructuras musculares para doblegar la musculatura del amo sería ya, embrionariamente, una política de izquierda.

La esclavitud y la libertad son aquí puros estados de fuerza. Ser esclavo significa ser menos fuerte que el amo; liberarse significa llegar a tener más fuerza que el amo. Se trata de una relación entre musculaturas.

En el mundo ya más complejo de la falsa universalidad, la objetiva relación de fuerza en términos puramente musculares es favorable al sometido. Es precisamente este desequilibrio lo que obliga a la “ derecha” a genera la falsa universalidad, cuyo destino es el de suplir la validez perdida de los bíceps como factor de dominio. Y este salto de calidad entre los dos niveles del sojuzgamiento origina un correlativo salto de calidad en los contenidos de la liberación. El sometido deberá liberarse ahora, no ya de una mera supremacía física ajena, sino de un estado de alienación, de una mentira.

Desarrollada la falsa universalidad, la “ izquierda” entra en escena cuando alguien advierte, desde el seno de la clase dominada, la naturaleza real de la relación establecida con ella por la clase dominante.

La “ izquierda” es, en este sentido, descubrimiento de la realidad, tom ade conciencia, lucidez.

El contenido de su acción, su política, es siempre y por definición lago que se hace con la verdad, a partir de la verdad, y en función de ella: conocerla, profundizarla, difundirla, abrirle los ojos a la gente.

La verdad es, efectivamente, revolucionaria.

En su esfuerzo por dejar a realidad a la vista removiendo las capas de falsa universalidad que la recubren en toda relación de dominio, la “izquierda” va planteando a la “derecha” sucesivas necesidades de readecuación. Acosada por la verdad en brotadura, la “derecha” se ve precisada a renovar constantemente sus formulas de autodefinición para cerrar las brechas que van quedando abiertas a la visión de su propia realidad.

La falsa universalidad tiene que cumplir siempre y necesariamente con el requisito clave del que extrae de la mentira todo su sentido y su utilidad: de de poder llegar como una “verdad” a a conciencia de su destinatario. La mentira, para ser efectiva como tal, tiene que ser creíble, verosímil, parecida a la verdad. Es decir, parecida a la izquierda. Y cuando la verdad de la “ izquierda” cobra cierto grado de vigencia y de asentamiento en una comunidad, la falsa universalidad de la “derecha” se ve en la necesidad de absorberla, asimilarla, incorporarla de alguna manera a sus propias fórmulas de autodefinición para asegurarse la credibilidad de la que depende su valor instrumental como factor de dominio.

Asentada socialmente una verdad de la “izquierda”, la “derecha” cumple a su respecto un acto de apropiación, que forzosamente tiene que ser, al mismo tiempo, un acto de vaciamiento. Lo que la “derecha” asimila de la verdad es su formulación, su lenguaje, sus palabras. Así como la naturaleza de la distinción entre las esclavas de ojos azules y las de ojos negros impone a los dos grupos una comunidad de lenguaje, la “derecha” se ve forzada por su propia naturaleza a decir “ azul” toda vez que la izquierda dice “ azul”.

La falsa universalidad de la “derecha” se va enriqueciendo de esta manera con un lenguaje progresivamente expropiado a la “izquierda”, y ésta se ve forzada, en consecuencia, a preservar el contenido diferenciado de su mensaje profundizando cada vez más su enunciación, añadiéndole sucesivas precisiones, aclaraciones y explicaciones que también son deglutidas a la larga por la falsa universalidad en una operación que impone a la “ izquierda” esfuerzos ulteriores de profundización. Esta dialéctica del lenguaje es, en verdad una de las dimensiones esenciales de la lucha de clases 31 Rolando García32, en un discurso que pronunció el 24 de junio de 1963 en la Universidad del

Litoral para conmemorar el 45º aniversario de la Reforma Universitaria, aludió de alguna manera a esta dialéctica, aunque incurriendo en una caracterización de la “derecha” que preludiaba ya el maniqueísmo extremista de sus opciones políticas posteriores.

“Tiempos difíciles éstos para no perder el rumbo”, dijo. “ Tiempos en que Washington habla de reforma agraria, y el Vaticano de tolerancia ideológica; en que la Democracia Cristina de Venezuela escribe en las paredes. “ los obreros al poder”... Nos han dejado sin slogans, sin lemas, sin gritos de guerra. Nos han corrompido el lenguaje, nos han mezclado las palabras... Ya no podemos reclamar a voz en cuello “reforma agraria”, sin entrar en largas explicaciones y diferenciarnos cuidadosamente de Betancourt. Ya no podemos proclamar que luchamos por un mundo “libre”, sin antes limpiar el vocablo de las connotaciones espurias que adquirió asociado a “empresa”, o a “prensa”, o a “enseñanza”. Ya no podemos hablar de “desarrollo” sin deslindar posiciones con Frondizi y con Kennedy”.

Quizás valga la pena anotar aquí que García, en su búsqueda de ejemplos aptos para ilustrar el despojo de lenguaje izquierdista por parte de la derecha, se inclinó por localizar a ésta en el área política liberal, dejando traslucir el trasfondo ideológico que años después habría de llevarlo a encontrar un liderazgo revolucionario en el antiliberalismo de Perón y a tomar ubicación en el escaparate de la intelectualidad montonera.

Su esfuerzo por localizar en el “progresismo” liberar el enmascaramiento izquierdista de la derecha lo induce a omitir los casos más palmarios y escandalosos de esta apropiación lexicográfica que se localizan en el fascismo.

El concepto mussoliniano de “ Nación proletaria”, la jerigonza antiplutocrática y anticapitalista de los camisas negras y la asunción hitlerista del fascismo en términos de un socialismo nacional, no figuran entre los casos que García consideraba dignos de mención.

Sobre estos casos, en cambio, focalizó su atención Elio Vittorini, al trazar en 1946 una distinción entre fascismo-sustantivo y fascismo-adjetivo, dos expresiones con las que intentaba diferencias la naturaleza implícita del fascismo y el testimonio exterior que éste daba de sí en un envoltorio de palabras, lemas y conceptos de extracción izquierdista.

Dirigiéndose en la inmediata posguerra a los millares de jóvenes que habían sido fascista y que ahora se avergonzaban de haberlo sido a la luz del horror desentrañado por la guerra como la naturaleza real del fascismo. Vittorini recordó haber sido en los años '30, él también, un militante de la juventud fascista.

Aquellos jóvenes, decía Vittorini, “ eran generosos; no eran reaccionarios: no estaban a favor de Donegani, Agnelli, etc., sino contra Donegani, Agnelli, etc.; abogaban por un progreso, por una mejor justicia social, por la eliminación del latifundio y la socialización de las grandes empresas. El fascismo les dijo ser precisamente esto: progreso, justicia social, eliminación del latifundio... Se presentó ante ellos como anti-donegani, y nadie les dijo que era, en cambio, el expediente extremo de los Donegani”33

Recuerdo que un intelectual montonero me dijo cierta vez: “ Los alemanes , en el fondo, no se equivocaron cuando votaron por Hitler, ya que Hitler agitaba verdaderas banderas populares”. Claro que las agitaba. Las esclavas de ojos negros dicen siempre que los tienen azules. Si no equivocarse en política significara atender a las banderas, nadie se equivocaría jamás.

La credibilidad de un apolítica no radica en su formulación, sino en el colo que tienen los ojos de quien la formula. De ahí que cuanto estoy diciendo aquí acerca de los montoneros sea más una oftalmología que una polémica con sus dichos. Un intento de saldar cuentas no con sus palabras, sino con los ojos que parpadeban detrás de ellas. Que no siempre eran ojos montoneros.

Dos de estos ojos fueron los de Peron.



32

Durante los años de mi adolescencia, que coincidieron con los de la segunda guerra mundial y la inmediata posguerra, me convertí en un simpatizante del entonces coronel Perón algún tiempo antes de que la mayoría de los argentinos se enterara de su existencia.

Esta simpatía pionera, sin embargo, no me acredita para reivindicar títulos de primacía entre los hombres de izquierda que más tarde habrían de atribuir contenidos revolucionarios al peronismo y disputarse el mérito de haber sido los primeros en descubrirlos. Todo lo contrario. Mi interés acolescente en Perón se debió simplemente a un complejo de circunstancias familiares, sociales y ambientales que habían hecho de mi un empedernido, obsesivo y fanático fascista.

A la edad e 15 años, mientras se sucedía la batalla de Stalingrado, el colapso de las fuerzas ítalo-germanas en Africa y el golpe del 4 de junio de 1943 en la Argentina, Yo tenía a la cabecera de mi cama, en lugar del Cristo que presidía las de mis amigos, un retrato de Mussolini: aquel perfil clásico e imponente de la mandíbula tensa, el mentón agresivo y la mirada centelleante a la sombra del casco negro.

Mis últimas palabras antes de acostarme por las noches y las primeras al levantarme por las mañanas eran las del ritual “saluto al Duce” pronunciadas con la diestra en alto y en posición de firme. Mis horas de estudio transcurrían envueltas en un vértigo de frases, consignas, pensamientos y lemas mussolinianos- Credere, obbedire, combattere, Nudi a la meta, Se avanzo, seguitemi; se mi fermo, spingetemi, se indietreggio, uccidetemi- esparcidas por las paredes de mi cuarto y bajo el vidrio

que cubría mi escritorio. Armado de un credo que condenaba la comodidad y la “vida en pantuflas” de la burguesía, me flagelaba todas las noches con un cinturón de cuero y eludía la molicie del ascensor para llegar a mi departamento del sexto piso. Me esmeraba en caminar marcialmente, en lucir camisas oscuras y en librar cada mañana, asistido por la gomina Brancato, una larga batalla por domesticar mis remolinos en un peinado que se pareciera al de Galeazzo Ciano. Como residuo de todo ese delirio, sólo sobrevive hoy mi firma, ampulosa y delatora de lejanos esfuerzos por imitar la de Mussolini.

Criado por uno tíos que se hicieron cargo de mí al divorciarse mis padres en 1939 -se trataba de una tía paterna y de su esposo, el ya conocido tío Virginio de las aventuras amazónicas-, yo vivía además en lo que bien podía considerarse el riñón del entonces numeroso sector fascista de la colonia italiana en Buenos Aires, acaudillado por Adriano Masi.

Delgado, alto, elegantísimo en sus trajes invariablemente azules y cruzados, con sus cabellos totalmente blancos echados hacia atrás en un peinado también similar al de Ciano, pero seguramente anterior a la moda de imitarlo, Mase me provocaba sentimientos encontrados, oscilantes entre la admiración por su refinamiento y cierta decepción por su contraste con la acerada dureza que yo imaginaba como obligatoria en un jefe fascista. Me divertí a ademas su distraídisima esposa, Angelina, condenada a insertar siempre en las conversaciones del prohombre comentarios que jamás atinaban a tener algo que ver con ellas.

Buenos amigos de mis tíos, los Masi solían invitarnos a cenar en ceremoniosas veladas, a veces íntimas y a veces más concurridas, que tenían por escenario su señorial residencia de la avenida Callao, frente a la plaza Rodríguez Peña. Se trataba, si no me equivoco, del petit hotel que años más tarde habría de convertirse en sede de la embajada siria.

Había algo de siniestro en aquellas cenas, que perduran en mi memoria asociadas con las imágenes más estereotipadas de las películas de espionaje. Al evocarlas, recuerdo un vasto y mal iluminado comedor, con indecisos parches de luz sobre un trasfondo rojizo de cortinados y gobelinos inmersos en la penumbra. Y me veo sentado al lado de mi tía, a un costado de la gran mesa de roble, con mi tío ubicado solitariamente en frente, Masi en un extremo y Angelina en el otro, atendidos por tres gigantescos y silenciosos mozos alemanes.

En rigor, sólo uno de estos colosos teutones servía la mesa, mientras los otros dos permanecían en pie como estatuarios guardaespaldas, uno de ellos tras la silla Luis XI de Angelina, el otro detrás de Masi.

Más tarde se me dijo que Masi había fijado, como requisito para acceder al privilegio de servirle la mesa, que los aspirantes al cargo fueran alemanes y de una estatura no inferior al metro con noventa centímetros, ejemplares decididamente escasos en el mercado laboral argentino y cuyo origen me resultaba francamente misterioso.

Este ambiente, estas circunstancias y este contorno humano componían el singularísimo ángulo de visión desde el cual presencié en Buenos Aires el surgimiento del peronismo.

Recurso que ese contorno humano vivió con alarma el golpe militar del 4 de junio, cuyas primeras apariencias sugerían la posibilidad de que su objetivo hubiera sido el de poner fin a la neutralidad mantenida por el gobierno conservador de Ramón Castillo y alinear a la Argentina junto con las potencias aliadas en guerra con el Eje.

A los pocos días del alzamiento militar, sin embargo, aquellos temores se disiparon. Como explicación de este cambio, uno de los personajes que rondaban por el mundo de los Masi me dijo: “ Detrás de todo esto está el coronel Perón, un militar inteligentísimo y, además, uno dei nostri”.

Perón ingresó así en mi vida como un ingrediente más de aquella rutina que incluía el “saludo al Duce”, el noticiero nocturno de radio Roma, los seis pisos de escalera recorridos a paso de bersagliere y los gigantes alemanes de Masi.



33

En el mundillo de los Masi, sin embargo, los entusiasmos iniciales por Perón no tardaron en enfriarse.

Los grandes exponentes de la colectividad fascista en Buenos Aires eran también empresarios, estancieros, frecuentadores de la bolsa de comercio y pobladores del Barrio Norte, hombres cuyas actitudes ante el desconcertante coronel tendían a seguir por natural afinidad los humores de la Unión Industrial34.

Dos años después del golpe, sin embargo, mientras el antagonismo entre Perón y la Unión Industrial llegaba a su punto más explosivo, me sorprendió advertir un inesperado rebrote de las viejas simpatías por el naciente líder argentino en por lo menos algunos sectores de la colonia fascista italiana.

A los humores de la Unión Industrial se había sumado ahora otra fuente de influencia, con enfoques nuevos sobre lo que estaba ocurriendo en la Argentina. Corría el segundo semestre de 1945 y comenzaban a desembarcar en el puerto de Buenos Aires los primeros jerarcas fugitivos de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista que convergían sobre la Argentina en busca de refugio.

Muchos de ellos inauguraban su vida de exiliados en el país con visitas de agradecimiento, curiosidad o camaradería a Perón. Las conversaciones que mantenían con él circulaban luego por la colectividad, determinando en no pocos de los fascistas italianos ya residentes en la Argentina una revisión del rumbo peyorativo que venían siguiendo sus apreciaciones sobre el régimen militar de Buenos Aires.

Los jerarcas, o por lo menos los pocos que yo tuve la oportunidad de conocer y escuchar, llegaron a la Argentina como exponentes de un fascismo algo distinto del que recordaban los residentes de sus contactos de preguerra con la Italia de Mussolini. Como encarnaciones del “espíritu

de Saló”, eran hombres cuyo fascismo, en contraste con el de 1939 o 1940, incluía un feroz rencor por la traición de los Saboya, de la aristocracia nobiliaria y económica de Italia, que abrazaba ahora a los invasores anglosajones con el mismo fervor con que, un cuarto de siglo antes, habían encontrado en los camisas negras una tabla de salvación.

Estos hombres, contrariando las inclinaciones antiperonistas que habían comenzado a prevalecer entre los líderes fascistas de la colectividad, tendían a valuar con ánimo aprobatorio el enfrentamiento de Perón con la Unión Industrial entidad en la que veían una suerte de réplica argentina de aquella Italia “bien” y traicionera que había dado la espalda al Duce.

Un Perón que quebraba lanzas con la oligarquía, sin descuidar la tarea de barrer a balazos las conducciones sindicales comunistas, configuraba para ellos una receta bien aplicada de lo que

Mussolini debió haber hecho desde el comienzo. Y seguramente fue ésa la interpretación dada por los jerarcas exiliados a una frase que Perón solía repetir en sus conversaciones con ellos y que alguna vez formuló también en público: “ Yo me propongo imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores”.



34

Pero los jerarcas se equivocaban. Tal, por lo menos, la conclusión que parece inevitable si se analizan los pasos dados por Perón entre 1943 y 1946, el período de su accidentada marcha hacia el poder. Su choque con la Unión Industrial, en rigor, fue menos un efecto buscado que la frustración de una línea política orientada en otra dirección.

Producido el golpe de 1943, Perón eligió para sí la oscuridad del entonces irrelevante Departamento de Trabajo, en lo que la posterior mitología peronista habría de rescatar como una prueba de su identificación con la causa obrera. Se trataba, en efecto, del área mas indicada del aparato estatal para entrar en contacto con los trabajadores.

Pero era también el organismo estatal más apropiado para tomar contacto con todas las expresiones corporativas de la sociedad argentina, includida, desde luego, la clase obrera organizada, y la historia de ese período presenta fuertes indicaciones de que fue ése precisamente el motivo que guió a Perón en su elección de tal puesto.

Su actuación al frente del Departamento de Trabajo, y de la posterior Secretaría de Trabajo y Previsión, se desarrolló de hecho en dos vertientes, con Perón como interlocutor de los sindicatos obreros en una de ellas y de las asociaciones empresarias en la otra.

Vale la pena releer los discursos pronunciados por Perón en esa etapa de su carrera política.

Son piezas oratorias que lo muestran claramente desdoblado en dos personajes distintos, por momentos hasta contradictorios, según actuara en una u otra vertiente. En su contacto con los trabajadores recurría a un lenguaje retórico, demagógico, manipulatorio. En su relación con el empresariado, Perón se abría, se exteriorizaba, exponia su plan político.

Este es quizás el primer dato significativo para reconstruir el papel histórico de Perón más allá de la mitología: su primera enunciación de un proyecto político claramente articulado tiene por marco la vertiente número dos, la de su diálogo con los empresarios.

O, por lo menos, se trata del primer ámbito en el que enuncia un proyecto político desde aquella base de apertura hacia la Argentina corporativa que es el Departamento de Trabajo, ya que antes de junio de 1943 lo había hecho privadamente ante oficiales del ejército y un grupo muy seleccionado de civiles, a su retorno de Italia.

Un proyecto que he venido rumiando y postergando desde que me establecí en Roma es el de rastrear todos los pasos dados por Perón en la etapa italiana de su vida. Querría excavar cuantas referencias a Perón pudiera haber en documentos políticos y militares de la época, así como localizar e interrogar a los pocos testigos que quedaran aún convida acerca de lo que fue e hizo en este país aquel oficial argentino incorporado durante dos años al cuerpo alpino del ejército italiano.

Los datos disponibles de aquel período tan oscuro como crucial en la existencia de Perón son terriblemente confusos y plagados de contradicciones, pero de cualquier manera parece seguro que partió con destino a Europa en febrero de 1939. Menos seguras son, en cambio, las versiones existentes sobre las finalidades de este viaje.

En declaraciones formuladas tres décadas más tarde al historiador Félix Luna, Perón explicaría su traslado a Italia como una misión que le confió el Ministerio de Guerra para estudiar sobre el terreno lo que parecía ser una situación prebélica en el Viejo Mundo.

“En enero de 1937”, recuerda Perón a principios de 1969 en su diálogo grabado con Luna, “ yo regreso de Chile, donde había sido agregado militar. Estaba en la División Operaciones del Estado Mayor General y era a la vez profesor de Historia Militar en la Escuela Superior de Guerra- Historia Militar es estrategia, en realidad de verdad-. Bien. Me llamaron entonces del Ministerio de Guerra y me dijeron que la impresión que tenían era de que se venía la guerra; la información que mandaban en ese sentido los agregados militares era reducida, limitada a aspectos técnicos, y no daba al ministerio la sensación real de lo que estaba sucediendo en Europa; el ministerio necesitaba tener una información cabal de ese proceso sangriento y apasionado que sería la guerra. Me mandaron, pues, en misión de estudios y me dijeron que eligiera el país adonde iría. Yo elegí Italia por una cuestión personal: porque hablo el italiano tanto como el castellano... ¡a veces mejor...!35

Igual explicación de aquel viaje puede encontrarse en un relato autobiográfico de Perón, grabado en Madrid a principios de los años '70 por los periodistas Torcuato Luca de Tena, Luis Calvo y Esteban Peicovich. Publicado bajo el título de Yo, Juan Domingo Perón, este trabajo incluye, en adición a la historia que cuenta el entrevistado de su propia vida, intercalaciones aclaratorias de sus autores presumiblemente recogidas también de Perón, o, por lo menos, insertadas con su aprobación.

En una de tales inserciones se relata que, ante los crecientes indicios de que una nueva guerra mundial no tardaría en producirse, Perón fue llamado un día al despacho del entonces ministro de Guerra, general Carlos Márquez.

“ Le considero uno de los oficiales más capacitados”, le expresó Márquez, de acuerdo con este relato. “ Quiero que se vaya usted inmediatamente a Europa. Le daremos credenciales como agregado militar, pero su trabajo verdadero será estudiar la situación, Queremos saber quién va a ganar la guerra y cuál cree usted deberá ser la actitud de la Argentina. Estudio usted el ejército italiano, especialmente sus escuelas de alpinismo. Visite Alemania, hable con sus amigos en las fuerzas armadas – sus antiguos profesores alemanes-, y cuando haya formado una opinión, regrese para hacerme un informe exhaustivo” 36.

Tales explicaciones del viaje llevan a la lógica presunción de que en el Ministerio de Guerra se aguardaba el regreso de Perón con su informe para antes del estallido bélico. Se justifica por ello alguna perplejidad ante el hecho de que el coronel sólo retornara cuando la guerra llevaba ya más de un año de duración,aunque también a este respecto la información disponible encierra algún grado de confusión.

La foja militar de Perón, citada por su biógrafo Enrique Pavón Pereyra 37, señala como fecha de su retorno el 8 de enero de 1941. También Luca de Tena, Calvo y Peicovich dan cuenta de su regreso a la Argentina en ese año, aunque sin precisar la fecha exacta. Parece razonable, en consecuencia, atribuir a una falla en la memoria de Perón el hecho de que éste, en su diálogo de 1969 con Luna, dijera haber pasado “ la mayor parte de 1940 en Mendoza”.

En realidad, el pase de Perón al Centro de Instrucción de Montaña en Mendoza aparece anunciado en el Boletín Militar del 8 de enero de 1941, el mismo día consignado en la foja militar del futuro presidente como fecha de su retorno a la Argentina.

También abundan la controversias y las contradicciones sobre los motivos de este pase a Mendoza, medida explicada por Perón en su diálogo con Luna como una suerte de castigo aplicado en reacción a los puntos de vista que había expuesto acerca de su experiencia italiana en una serie de conferencias dictadas ante oficiales del ejército a su regreso de Europa.

“Cuando terminé esas conferencias, resultó que para el sector cavernícola que siempre tienen

los ejércitos, yo era una especia de nihilista, ¡un socialista que llevaba una bomba en cada mano!”, explicó Perón a Luna38.

También Luca de Tena, Calvo y Peicovich, citando al financista argentino Jorge Antonio, atribuyen un carácter punitivo al pase de Perón a Mendoza, aunque fundamentan de otro modo la sanción. La medida, según estos autores, habría reflejado la irritación de la oficialidad germanófila del ejército ante el hecho de que Perón vaticinara en aquellas conferencias la derrota del Eje39.

La hipótesis del castigo, con todo, no parece resistir la evidencia de que el anuncio oficial de la nueva misión asignada a Perón coincidió con la fecha de su retorno de Italia, reflejando así una decisión tomada antes de que el coronel dictara sus conferencias.

Algunos autores dudan incluso de que estas charlas hubieran existido, en vista del escaso tiempo que se supone debió haber transcurrido entre la asignación del nuevo destino militar de Perón y su efectivo traslado a la provincia cuyana. Pero tales duda no tienen mayor asidero. Al margen de los múltiples testimonios – incluido uno del propio Perón- que citan aquellas disertaciones como un elemento clave para comprender la actuación posterior de Perón, recuerdo que las razones aducidas en 1943 por los fascistas italianos para explicar su inicial confianza en el coronel se cifraban básicamente en noticias que tenían ya entonces – sospecho que a través de la embajada- sobre el contenido de conferencias ofrecidas por el futuro presidente en círculos cerrados del ejército argentino.

Por lo que se sabe de aquellas charlas a la luz de los datos disponibles – incluidos los suministrados por su propio autor-, Perón explicó con franco entusiasmo a sus camaradas de armas lo que era a su entender la formula ideal encontrada por Mussolini para combatir al comunismo mediante un sistema político que asumía desde el poder la representación uniforme de toda la sociedad, superando los gobiernos de clase inaugurados por la burguesía.

A juicio de Perón, se extinguía de esta manera la lucha de clases, que respondía a la presencia exclusiva de una sola de ellas en el poder y al estímulo que recibían de esta situación las clases marginadas para buscar el desplazamiento del sector social dominante.

En esas charlas de Perón aparecen por primera vez dos expresiones que habrán de hacer historia en la Argentina, tercera posición y socialismo nacional, cuyo sentido, en aquella formulación originaria, era del todo ajeno a lo que años más tarde se conocería como la no alineación, aún cuando Perón reivindicara para sí la paternidad de esta corriente.

Se trataba, en verdad, de conceptos lisa y llanamente descriptivos del fascismo italiano, de aquel experimento político que Perón había estudiado en la Italia de Mussolini y que lo tenía ostensiblemente facinado cuando regresó a la Argentina.

Aquella fascinación perduraba aún cuando Perón, en su diálogo de 1969 con Luna, explicó las conclusiones que había extraído de su experiencia italiana y expuesto ante sus camaradas del ejétcito argentino. “...Allí ( en Italia) está sucediendo una cosa: se estaba haciendo un experimento”, dijo. “Era el primer socialismo nacional que aparecía en el mundo. No entro a juzgar los medios de ejecución, que podían ser defectuosos. Pero lo importante era eso: un mundo ya dividido en imperialismos y (…) y un tercero en discordia que dice: “ No, ni con unos ni con otros, nosotros somos socialistas, pero socialistas nacionales”. Era una tercera posición entre el socialismo soviético y el capitalismo yanqui.

Para mí ese experimento tenía un gran valor histórico. De alguna manera, uno ya estaba intuitivamente metido en el futuro”40



35

El proyecto político que fue delineando Perón a partir del ideario expuesto en aquellas charlas descansaba sobre dos premisas aparentemente contrapuestas: por un lado, la convicción de que sólo un ordenamiento político-social que recatara los componentes esenciales del fascismo podía oponer defensas eficaces al avance comunista; por el otro, la certeza de que el fascismo sería derrotado en la segunda guerra mundial.

Yo no apostaría a que ya en 1941, el año de aquellas charlas, Perón hubiera alcanzado la certeza del triunfo aliado. Me parece indudable, en cambio, que esta certidumbre figuraba ya entre los fundamentos de su actuación política en los casi dos años que mediaron entre su designación como titular del Departamento de Trabajo y el efectivo colapso del Eje.

Las referencias de Perón al desarrollo de la guerra en sus declaraciones, conferencias y discursos de este período ya encierran claramente el supuesto de la victoria aliada y expresas una visión apocalíptica de o que ocurriría en el mundo después de ella.

Ideológicamente condicionado a no ver otra disyuntiva que la de “ Roma o Moscú”- fascismo o comunismo-, según el conocido lema mussoliniano, Perón consideraba inevitable que la caída de Roma sólo abriría caminos a la expansión soviética.

Las democracias occidentales que habrían de compartir el triunfo con la Unión Soviética no podían constituir una alternativo válida al comunismo para una línea de pensamiento como la de Perón, que en su desprecio por los sistema demoliberales no les asignaba otro papel histórico que el de alfombrar kerenskianamente el camino de la expansión bolchevique.

De ahí que las fórmulas de acción delineadas por Perón para contener la amenaza comunista en la etapa abierta por la derrota del Eje no se orientaran por lo menos en los rimeros años de la posguerra, a buscar la protección de las grandes potencias capitalistas occidentales que también formaba parte del victorioso bando aliado. Bajo un esquema ideológico como el suyo, sería absurdo defenderse de Moscú por vías de una asociación con ese demoliberalismo que él visualizaba como la antesala histórica del bolcheviquismo.

Perón, hombre de Occidente, entendía que la contienda entre la cultura occidental y la nueva cultura política emanada de la Revolución Rusa tendría un desenlace mortal para la primera si ésta se limitara a encararla como mera defensa de sus propias estructuras capitalistas prerrevolucionarias.

Occidente tenía que generar en sí mismo una evolución que lo colocara a la altura del desafío.

La Revolución Rusa era, para Perón, un acontecimiento histórico irreversible, como la Revolución Francesa. Y, como ésta, sólo podía ser neutralizada a partir de una estrategia que apuntara no a destruirla sino a absorberla. Occidente debía destilar frente a ella una doctrina y una práctica de absorción similares a las que destiló la Iglesia Católica con la Rerum Novarum de León XIII, frente al cataclismo de 1789.

“Si no tienes la fuerza suficiente para matar a tu enemigo de un golpe, mátalo de un abrazo”, solía decir Perón. Esa era, en síntesis, la fórmula de su estrategia anticomunista. Frente a un enemigo que no puede ser destruido, Occidente debe encontrar cursos de acción que le permitan asimilarlo, incorporarlo y digerirlo en términos compatibles con una consigna de autopreservación.

Hay un notable discurso de Perón, pronunciado el 7 de agosto de 1945 ante oficiales del ejército en el Colegio Militar, que urge precisamente a encarar una absorción “evolutiva” de la Revolución Rusa como la única estrategia de supervivencia posible para el mundo occidental41. Occidente, según el enfoque de Perón, había generado ya, con el fascismo, los mecanismos de absorción adecuados para hacer frente al peligro rojo, pero se había embarcado en una guerra suicida que lo llevaría a destruir este anticuerpo en su propio organismo y que lo dejaría convertido, después de la victoria, en inerme pasto del Kremlin. La única esperanza de Perón era la de ver algún día a las victoriosas potencias occidentales, apremiadas por las consecuencias de su triunfo, regenerar en sí mismas aquellos mecanismos de absorción que habían matado en los vencidos. Hasta que tal cosa ocurriera, sólo cabía convertir a la Argentina, y de ser posible a Latinoamérica, en un bunker geopolítico, un bastión enroscado defensivamente sobre sí mismo y apto para aguantar el previsto embate comunista de posguerra a la espera de la gran transfiguración de occidente.

Para ese dramático interludio histórico, en suma, Perón consideraba urgente construir, frente al avance comunista, mecanismos de defensa que no fueran dependientes de la claudicante estrategia demoliberal. Esta consigna lo llevó a desarrollar frente a los Estados Unidos de Truman una política “objetivamente” antiimperialista, pero cuyo contenido subjetivo era básicamente antikerenskista. Es decir, en última instancia, anticomunista. Bajo el lema de “ Braden o Perón” aleteaba todavía, mediatizada y retorcidamente, el viejo dilema de “ Roma o Moscú”.





NOTAS

29  En 1967, Castro describió su propia revolución como “ la revolución nacida de la nada” en lo que puede considerarse una buena definición del inmanentismo revolucionario. La cita completa es la siguiente: “ La Revolución que ha nacido de la nada, la Revolución que ha nacido de un minúsculo grupo de hombres, que ha vivido durante años en la sierra, es una Revolución que tiene un derecho propio a la existencia” ( Es posibles que la cita no reproduzca con exactitud los términos de la declaración original, pues se trata de una retraducción al español de una versión italiana ( N.d. A) ( Fidel Castro, Per i comunisti dell'America latina, o la Rivoluziones o la fine, Feltrinelli, Milánn, 1976, p. 72).

30 Sería injusto, una vez localizadas las matrices e inspiraciones guevaristas del montonerismo, no subrayar también las grandes diferencias que, sobre todo en el campo ético, mediaban entre la guerrilla del “Che” y el terrorismo deFirmenich.

La figura moral de Guevara, al margen de cuanto pueda haber de censurable en sus concepciones estratégicas y ensu reducción militarista de las luchas políticas, se define a través de episodios como el del ataque ordenado en Bolivia por el “Che” contra un par de camiones del ejército y suspendido a último momento al descubrirse que dormían algunos militares dentro de los vehículos.

Hay un abismo moral entre esta actitud y el canallesco debate desarrollado en el seno de la conducción montonera al proyectarse el atentado de 1979 contra el entonces secretario de Planeamiento, Guillermo W. Klein, quien habría de sobrevivir por milagro junto con su familia a las cargas de dinamita que prácticamente demolieron su residencia.

Un documento interno montonero elaborado por el grupo semidisidente conocido como el de “ los tenientes” menciona este debate como uno de los fundamentos de la propia disidencia, señalando que entre los puntos en discusión figuraba el dilema entre limitar el atentado al funcionario o matar también a sus hijos, todos ellos niños muy pequeños. El documento atribuye a Firmenich la posición infanticida, mientras dejan constancia de la posición disidente fundada en la argumentación igualmente abominable de que la matanza de los niños “ nos puede aislar de las masas”.

Había en los primeros años del guerrillerismo latinoamericano que siguió a la revolución cubana un “ estilo Guevara” que excluía el crimen político, el secuestro extorsivo, el asalto de bancos , el bandolerismo revestido de fines revolucionarios. Muerto el “ Che”, en 1967, también murió con él esta guerrilla impoluta y romántica. La lucha armada ultraizquierdista se desplazó rápidamente hacia las metodologías mafiosas y el terrorismo de la guerrilla urbana teorizada por Marighela. Los montoneros fueron quizás la variante más arquetípica y sangrienta de este nuevo estilo.

Entre las grandes responsabilidades de Cuba en el drama latinoamericano de las últimas décadas figura la de haber asistido impasible y sin el menor pestañeo crítico a este tránsito entre ambas modalidades de la lucha armada, asegurando a los killers de Firmenich el mismo respaldo que dio antes a las aventuras salgarianas de Guevara.

31 Debo aclarar a esta altura que el nexo esencial señalado aquí entre izquierda y verdad en el plano lógico ofrece no pocos motivos de perplejidad tan pronto como uno desciende a examinar las relaciones entre ambos términos en el plano histórico. Si la cultura política de “ izquierda” encierra en su propia definición lógica una irrenunciable necesidad de verdad, de alcanzar, ampliar, profundizar y difundir el conocimiento de la verdad, ¿ Cómo se explica, por ejemplo, la censura de prensa bajo un gobierno de izquierda? Si en el orden lógico la verdad es revolucionaria y la revolución encuentra en la verdad su propia naturaleza, ¿ por qué en el acontecer histórico concreto las revoluciones se han materializado siempre cerrando los accesos a la verdad?

Si se tratara de un caso aislado, una peculiaridad de tal o cual revolución concreta no justificaría un sobresalto teórico como el que aquí estos exteriorizando. Pero se trata, en cambio de un fenómeno general, sin siquiera un simulacro de excepción, que se ha venido reiterando sin variaciones en todos los procesos revolucionarios.

Todas las políticas revolucionarias en el campo de la formación- que es el mecanismo a través del cual se pone la verdad al alcance de la gente- han coincidido monótonamente y sin fisuras en una invariable necesidad de desnaturalizarla. La información, bajo regímenes revolucionarios, no es una vía de acceso a la verdad sino un instrumento de motivación. Tanto en la Unión Soviética, como en Cuba, en China como en Albania, informar significa no ya servir al inalienable derecho de la gente a conocer la verdad, sino condicionar a la gente a desarrollar determinados compartimientos. Los hechos son mostrados, ocultados, dosificados, tergiversados, afeados o embellecidos de acuerdo con el tipo de conducta que se desea generar en la gente mediante la información acerca de ellos.

Informar revolucionariamente, en suma , termina por ser una operación manipulatoria que establece entre el proveedor y el receptor de la información una relación de sujeto a objeto que es propia de las políticas de derecha. ¿ Qué significa todo esto? ¿ Significa que son érroneas en el plano teórico-lógico las definiciones ofrecidas aquí de la izquierda y la derecha ? ¿ O significa que en el plano histórico la discriminación real entre derechas e izquierdas no pasa por donde viene pasando convencionalmente desde hace generaciones?

Responder a estas preguntas requerirá otras cien páginas de reflexiones, que dejo para otra oportunidad. Pero no podía explayarme honestamente en idílicas consideraciones sobre la izquierda-verdad sin siquiera dejar planteado este problema.

32 Rolando García, decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de Buenos Aires durante el período de autonomía universitaria que se extendió entre 1956 y 1966, fue uno de los principales orientadores de la izquierda reformista en la vida académica argentina de esa década. Tras el golpe militar de 1966 se acercó al peronismo, encabezó por encargo de Perón un equipo técnico de planificación, y, por último, ingresó en el Movimiento Peronista Montonero.

33 Elio Vittorini, Il Politecnico, Nº 15, 5 de enero de 1946 (Donegani, Agnelli , representaban a los grupos concentrados de la economía. Hoy podríamos hablar de Barrick Gold, Ezkenazi, Electroingeniería, Bulgheroni, para que se entienda el sentido de la frase de Vittorini... ( nota del copista)

34 La Unión Industrial Argentina (UIA) es, formalmente, la entidad que agrupa al empresariado industrial del país. De hecho representa mayoritariamente a sectores industriales dependientes de casas matrices extranjeras.

35 Félix Luna, El 45, Editorial Jorge Alvarez, Buenos Aires,1969.p.74

36 Luca de Tena, Calvo y Peicovich, Yo, Juan Domingo Perón, Editorial Planeta, Barcelona, 1976, p. 26

37 Enrique Pavón Pereyra, Vida de Perón, Ed. Justicialista, Buenos Aires, 1965, citado por Enrique Díaz Araujo, El GOU en la Revolución de 1943, Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Cuyo, 1970, p.26.

38 Félix Luna, ibíd. p.77

39 Luca de Tena, Calvo y Peicovich, ibíd. pp. 29 y 30.

40 Félix Luna, ibíd. p.75. El trabajo de Luca de Tesa , Calvo y Peicovich también recoge pocos años después declaraciones de Perón que rinden un testimonio similar de su continuada admiración por la figura y la obra de Mussolini. “ No me hubiera perdonado nunca”,expresa Perón en ese relato autobiográfico, “ el llegar a viejo, el haber estado en Italia, y el no haber conocido a un hombre tan grande como Mussolini. Me hizo la impresión de un coloso cuando me recibió en el Palacio Venecia. No puede decirse que fuera yo en aquella época un bisoño y que sintiera timidez ante los grandes hombres. Yo había conocido a muchos. Además, mi italiano era tan perfecto como mi castellano. Entré directamente a su despacho donde estaba el escribiendo; levantó la vista hacia mí con atención vino a saludarme . Yo le dije que, conocedor de su gigantesca obra, no me hubiera ido contento a mi país sin haber estrechado su mano”. ( Luca de Tena, Calvo, y Peicovich, ibíd. p.27)