viernes, 14 de septiembre de 2007

"LA ODISEA DE LOS INCRÉDULOS" - Capitulo 1 - Libro TRATADO DE ATEOLOGÍA por Michel Onfray




1- DIOS AÚN VIVE


¿Dios ha muerto? Está por verse... Tan buena noticia habría
producido efectos solares de los que esperamos siempre, aunque en
vano, la menor prueba. En lugar de que dicha desaparición haya
dejado al descubierto un campo fecundo, más bien percibimos el
nihilismo, el culto a lo fútil, la pasión por la nada, el gusto malsano
por lo sombrío propio del fin de las civilizaciones, la fascinación por
los abismos y los agujeros sin fondo donde perdemos el alma, el
cuerpo, la identidad, el ser y el interés por todo. Cuadro siniestro,
apocalipsis depr imente...

La muerte de Dios fue un dispositivo ontológico, la falsa
grandilocuencia propia del siglo XX que veía la muerte por todas
partes: muerte del arte, muerte de la filosofía, muerte de la metafísica,
muerte de la novela, muerte de la tonalidad, muerte de la política...
¡Decretemos hoy la muerte de esas muertes ficticias! Esas falsas
noticias servían en otras épocas para montar la escenografía de las
paradojas antes del cambio de chaqueta metafísica. La muerte de la
filosofía autorizaba libros de filosofía; la muerte de la novela generaba
novelas; la muerte del arte, obras de arte, etc. La muerte de Dios
produjo lo sagrado, lo divino, lo religioso a cual mejor. Hoy en día,
nadamos en esa agua lustral.
Sin duda, la proclama de la muerte de Dios fue tan estrepitosa
como falsa... Con trompetas, anuncios teatrales y redoble de tambores,
nos alegramos demasiado pronto. La época se hunde bajo un cúmulo
de información tomado como la palabra válida de los nuevos oráculos,
y triunfa la abundancia en perjuic io de la calidad y la veracidad; nunca
tantas informaciones falsas fueron celebradas como otras tantas
verdades reveladas. Para poder comprobar la muerte de Dios, serían
necesarios indicios, certidumbres y pruebas. Pues bien, todo ello
falta...

¿Quién vio el cadáver? Además de Nietzsche, y aun así... A la
manera del cuerpo del delito en lonesco, habríamos padecido su
presencia y su ley, nos habría invadido, contagiado e infestado, se
habría descompuesto poco a poco, días tras día, y no habríamos
dejado de asistir a una verdadera descomposición real, también en el
sentido filosófico de la palabra. En lugar de eso, el Dios invisible
mientras vivía, seguía siendo invisible después de muerto.
Consecuencias del anuncio... Todavía esperamos las pruebas. ¿Pero
quién nos las podrá dar? ¿Quién será el nuevo insensato para tarea tan
imposible?
Porque Dios no está muerto ni agonizante, al contrario de lo que
pensaban Nietzsche y Heine. Ni muerto ni agonizante, porque no es
mortal. Las ficciones no mueren, las ilusiones tampoco; un cuento
para niños no se puede refutar. Ni el hipogrifo ni el centauro están
sometidos a la ley de los mamíferos. Un pavo real, un caballo, sí; un
animal del bestiario mitológico, no. Ahora bien, Dios proviene del
bestiario mitológico como miles de otras criaturas que aparecen en los
diccionarios en innumerables entradas, entre Deméter y Discordia. El
suspiro de la criatura oprimida durará tanto como la criatura oprimida,
tanto como decir siempre...

Por otra parte, ¿dónde moriría? ¿En La gaya ciencia? ¿Asesinado
en Sils-Maria por un filósofo inspirado, trágico y sublime,
atormentado, despavorido, en la segunda mitad del siglo XDC? ¿Con
qué arma? ¿Un libro, varios libros, una obra? ¿Imprecaciones, análisis, demostraciones y refutaciones? ¿Por medio de ataques
ideológicos bruscos y violentos? El arma blanca de los escritores... El
asesino, ¿solo? ¿Emboscado? ¿En banda, con el abate Meslier y Sade
como abuelos tutelares? Si Dios existiera, ¿no sería su asesino un Dios
superior? Y ese falso crimen, ¿no ocultaría deseos edípicos, ganas
imposibles, irreprimibles aspiraciones vanas por llevar a cabo una
tarea necesaria para generar libertad, identidad y sentido?
No se mata un soplo, un viento, un olor, no se matan los sueños ni
las aspiraciones. Dios, forjado por los mortales a su imagen
hipostasiada, sólo existe para facilitar la vida cotidiana a pesar del
camino que cada cual ha de recorrer hacia la nada. Puesto que los
hombres han de morir, pane de ellos no podrá soportar esa idea e
inventará todo tipo de subterfugios. No se puede asesinar un
subterfugio, no es posible matarlo. Más bien, será él quien nos mate;
pues Dios elimina todo lo que se le resiste. En primer lugar, la Razón,
la Inteligencia, el Espíritu Crítico. El resto sigue por reacción en
cadena...

El último de los dioses desaparecerá con el último de los hombres.
Y con él, el miedo, el temor, la angustia, esas máquinas de crear
divinidades. El terror ante la nada, la incapacidad para integrar la
muerte como un proceso natural e inevitable con el que hay que
transigir, ante el cual sólo la inteligencia puede producir efectos, y del
mismo modo la negación, la ausencia de sentido fuera del que
otorgamos, el absurdo a priori, éstos son los conjuntos genealógicos
de lo divino. Dios muerto supondría la nada domesticada. Estamos a
años luz de un progreso ontológico como ése.


2. EL NOMBRE DE LOS INCRÉDULOS


Así pues, Dios durará tanto como las razones que lo hacen existir;
sus negadores también... Todas las genealogías parecen ficticias; no
hay fecha de nacimiento de Dios. Tampoco del ateísmo práctico -el discurso es otra cosa-. Hagamos conjeturas: el primer hombre -otra ficción...- que afirma a Dios debe, al mismo tiempo o en forma sucesiva y alternativa, no creer en él. Dudar
coexiste con creer. El sentimiento religioso habita probablemente en el
mismo individuo atormentado por la incertidumbre u obsesionado por
el rechazo. Afirmar y negar, saber e ignorar: un tiempo para la
reverencia, otro para rebelarse, en función de las ocasiones en que se
crea una divinidad o se la quema...

Dios parece, pues, inmortal. Aquí ganan sus adulones. Pero no por
las razones que ellos imaginan, porque la neurosis que forja dioses
surge del movimiento habitual de los psiquismos e inconscientes. La
generación de lo divino coexiste con el sentimiento de angustia ante el
vacío de una vida que termina. Dios nace de la inflexibilidad, la
rigidez y la inmovilidad cadavérica de los miembros de la tribu. Ante
el espectáculo del cadáver, los sueños y los humos con los que se
alimentan los dioses adquieren cada vez más consistencia. Cuando se
derrumba un alma ante el cuerpo inerte de un ser amado, la negación
toma el relevo y transforma ese fin en principio y aquel desenlace en
el comienzo de una aventura. Dios, el cielo y los espíritus llevan la
voz cantante para evitar el dolor y la violencia de lo peor.
¿Y el ateo? La negación de Dios y de los mundos subyacentes
surgió probablemente del alma del primer hombre creyente. Revuelta,
rebelión, rechazo de la evidencia, resistencia ante los decretos del
destino y la necesidad, la genealogía del ateísmo parece tan simple
como la de la creencia. Satanás, Lucifer, el portador de la luz -el
filósofo emblemático de las Luces...-, aquel que se niega y no quiere
someterse a la ley de Dios, evoluciona como contemporáneo de ese
período de partos. El Diablo y Dios funcionan como el anverso y
reverso de la medalla, como teísmo y ateísmo.
Sin embargo, la palabra no es antigua históricamente y su acepción
precisa -postura del que niega la existencia de Dios,
excepto como ficción fabricada por los hombres para intentar
sobrevivir a pesar de lo ineluctable de la muerte- es tardía en
Occidente. Por cierto, el ateo aparece en la Biblia -Salmos (10, 4, y
14, 1) y Jeremías (5, 12)-, pero en la Antigüedad se refería a veces,
incluso a menudo, no al que no creía en Dios, sino al que se negaba a
aceptar a los dioses dominantes del momento, sus formas decretadas
por la sociedad. Durante mucho tiempo, el ateo caracterizaba a la
persona que creía en un dios vecino, extranjero y heterodoxo. No era
el individuo que desocupaba el cielo, sino el que lo poblaba con sus
propias criaturas...

Desde lo político, el ateísmo servía para apartar, señalar u hostigar
al individuo que creía en un dios que no era del que se valía la
autoridad del momento y del lugar con el fin de afianzar su poder.
Pues el Dios invisible, inaccesible, por lo tanto silencioso acerca de lo
que se le puede hacer decir o adjudicarle, no se rebela cuando algunos
se pretenden elegidos por él a fin de hablar, decretar y actuar en su
nombre para bien o para mal. El silencio de Dios permite el palabrerío
de sus ministros que usan y abusan del epíteto: aquel que no crea en su
Dios, por lo tanto en ellos, se convierte en ateo de inmediato. De ahí
surge el peor de los hombres: el inmoral, el detestable, el inmundo, la
encarnación del mal. Hay que encarcelarlo en el acto, torturarlo o
matarlo.
Difícil, por lo tanto, reconocerse como ateo... Nos llaman así, y
siempre ante la perspectiva insultante de una autoridad dispuesta a
condenar. La construcción de la palabra lo precisa, por lo demás: ateo.
Como prefijo privativo, la palabra supone una negación, una falta,
un agujero y una forma de oposición. No existe ningún término para
calificar de modo positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras
fuera de esta construcción lingüística que exacerba la amputación: ateo,
pues, pero también in-fiel, a-gnóstico, des-creído, ir-religioso, incrédulo,
a-religioso, im-pío (¡el a-dios está ausente!) y todas las
palabras que derivan de éstas: ir-religión, in-credulidad, im-piedad,
etc.

No hay ninguna para significar el aspecto solar, afirmativo,
positivo, libre y fuerte del individuo ubicado más allá del pensamiento
mágico y de las fábulas.
El ateísmo provie ne de una creación verbal de deícolas. La palabra
no se desprende de una decisión voluntaria y soberana de una persona
que se define con ese término en la historia. La palabra ateo califica al
otro que rechaza al dios local cuando todo el mundo o la mayoría
creen en él. Y tiene interés en creer... Porque el ejercicio teológico en
el poder se apoya siempre en las fuerzas armadas, las policías
existenciales y los soldados ontológicos que eximen de reflexionar e
invitan a creer y a menudo a convertirse lo más pronto posible.
Baal y Yahvé, Zeus y Alá, Ra y Wotan, pero también Manitú
deben sus patronímicos a la geografía y a la historia: con respecto a la
metafísica que los hace posibles representan con diferentes nombres la
misma realidad fantasmagórica. Ahora bien, ninguno es más
verdadero que el otro, puesto que todos evolucionan en un panteón de
alegres compañeros inventados donde banquetean Ulises y Zaratustra,
Dionisio y Don Quijote, Tristán y Lanzarote del Lago, entre otras
figuras mágicas como el Zorro de los dogon o los loas vudú.

3. LOS EFECTOS DE LA ANTIFILOSOFÍA

A falta de palabra para calificar lo incalificable, para nombrar lo
innombrable -el loco que tiene la audacia de no creer...-, recurramos,
pues, a ateo... Existen perífrasis o palabras, pero los cristícolas las
pergeñaron y lanzaron al mercado intelectual con la misma intención
despectiva. Así los incrédulos que Pascal censuraba con frecuencia a
lo largo de papelotes cosidos en el forro de su abrigo, o los libertinos,
incluso los librepensadores o, entre nuestros amigos belgas de hoy,
los partidarios del libre examen.

La antifilosofía -corriente del siglo XVIII, cara sombría de las
Luces que sin razón olvidamos y que deberíamos, no obstante, volver
a analizar bajo la luz del presente a fin de mostrar cómo lacomunidad
cristiana recurre a cualquier medio, incluso a los más indefendibles
desde el punto de vista moral, para desacreditar el pensamiento de los
temperamentos independientes que no se entregan a sus fábulas-, la
antifilosofía, pues, combate con violencia inaudita la libertad de
pensamiento y la reflexión ajena a los dogmas cristianos.
De ahí nace, por ejemplo, la obra del padre Garasse, un jesuíta que
no teme ni a Dios ni al Diablo e inventa la propaganda moderna en
pleno Gran Siglo en La curiosa doctrina de los incrédulos de nuestros
tiempos, o que se dicen tales (1623), un grueso volumen de más de
mil páginas en el que calumnia a los filósofos libres al presentarlos
como disolutos, sodomitas, ebrios, lujuriosos, glotones, pedófilos -
pobre Fierre Charron, el amigo de Montaigne...- y otras cualidades
diabólicas, con el fin de impedir la lectura de las obras progresistas. Al
año siguiente, el mismo ministro de Propaganda jesuíta emprende la
Apología de su libro contra los ateos y libertinos de nuestro siglo .
Garasse se supera a sí mismo, sin evitar, en modo alguno, la mentira,
la calumnia, la bajeza y el ataque ad hominem. El amor al prójimo no
tiene límites...

Desde Epicuro, calumniado en vida por los fanáticos y poderosos
de su tiempo, hasta los filósofos libres —a veces, incluso, sin renegar
del cristianismo- que no creen que la Biblia constituya el límite
infranqueable de la inteligencia, el método sigue produciendo efectos
hasta el día de hoy. A pesar de que algunos filósofos atacados y
fulminados por Garasse no siempre pudieron recuperarse y
permanecieron en el más deplorable de los olvidos, a pesar de que
algunos adquirieron la reputación de inmorales y de personas
intratables, y que las calumnias afectaron del mismo modo a sus
obras, el devenir negativo de los ateos fue encubierto durante siglos.
En filosofía, libertino es, ahora y siempre, una calificación despectiva y polémica que impide el pensamiento sereno y digno de aquel nombre.
A causa del poder dominante de la antifilosofía en la historia
oficial del pensamiento, aspectos enteros de una reflexión vigorosa,
viva, fuerte, pero anticristiana e irreverente, o incluso ajena a la
religión dominante, permanecen ignorados, incluidos a menudo
profesionales de la filosofía, con la excepción de un puñado de
especialistas. ¿Quién, para nombrar sólo al Gran Siglo, ha leído a
Gassendi, por ejemplo? ¿O a La Mothe Le Vayer? ¿O a Cyrano de
Bergerac, el filósofo, no la ficción...? Muy pocos... Y, sin embargo,
Pasca!, Descartes, Malebranche y otros representantes de la filosofía
oficial son impensables sin el conocimiento de que estas figuras se
esforzaron por lograr la autonomía de la filosofía dentro de la teología,
en este caso, la religión judeocristiana...

4. LA TEOLOGÍA Y SUS FETICHES

La escasez de palabras positivas para calificar el ateísmo y la falta
de consideración de epítetos posibles de sustitución contrasta con la
abundancia de vocabulario para caracterizar a los creyentes. No hay
una sola variación sobre el tema que no disponga de palabra para
calificarla: teísta, deísta, panteísta, monoteísta, politeísta, a los que
puede agregárseles animista, totémico, fetichista o incluso, frente a las
cristalizaciones históricas: católicos y protestantes, evangelistas y
luteranos, calvinistas y budistas, sintoístas y musulmanes, chiítas y
sunitas, desde luego, judíos y testigos de Jehová, ortodoxos y
anglicanos, metodistas y presbiterianos; el catálogo es infinito...

Unos adoran las piedras -las tribus más primitivas entre los
musulmanes de hoy que giran alrededor del betilo de la Kaaba-; otros,
la Luna o el Sol; algunos, a un Dios invisible, imposible de representar
so pena de idolatría, o incluso una figura antropomorfa -blanca, masculina, aria, obviamente...-; éste ve a Dios en todas partes, panteísta consumado; ése, seguidor de la teología negativa, en ninguna parte; una vez lo adoraron cubierto de sangre,
coronado de espinas, cadáver; en otra ocasión, en una brizna de hierba
a la manera sintoísta oriental: no hay ninguna mistificación inventada
por los hombres que no contribuya a ampliar el campo de las posibles
divinidades...

Para los que dudan todavía de las posibles extravagancias de las
religiones en cuanto a ciertos soportes, remitámonos a la danza de la
orina entre los zuni de Nuevo México, a la confección de amuletos
con excrementos del gran lama del Tíbet, a la bosta y orina de vaca
para las abluciones purificaderas de los hinduistas, al culto de
Stercorius, Crepitus y Cloacina entre los romanos -divinidades de la
basura, del pedo y de las cloacas, respectivamente-, a las ofrendas de
estiércol a Siva, la Venus asiría, al consumo de sus excrementos por
Suchiquecal, la diosa mexicana madre de los dioses, a la prescripción
divina, en el libro de Ezequiel, de utilizar la materia fecal humana para
cocinar los alimentos, y otras vías impenetrables o manera singulares
de mantener una relación con lo divino y lo sagrado...

Ante los nombres múltiples, las prácticas sin fin, los detalles
infinitos en las maneras de concebir a Dios y pensar la unión con él,
frente a ese torrente de variaciones sobre el tema religioso, en
presencia de tantas palabras para nombrar la increíble pasión del
creyente, el ateo cuenta con ese único y sencillo epíteto para
desacreditarlo. Los adoradores de todo y de cualquier cosa, los
mismos que, en nombre de sus fetiches, justifican la violencia y la
intolerancia y las guerras del pasado y presente contra los sin dios,
reducen a los incrédulos a ser, desde lo etimológico, no más que
individuos incompletos, amputados, fragmentados, mutilados,
entidades a la que les falta Dios para ser de verdad...

Los seguidores de Dios disponen incluso de una disciplina
consagrada por completo a estudiar los nombres de Dios, su
vida y milagros, sus dichos memorables, sus pensamientos, sus
palabras -¡porque habla!- y sus actos, sus pensadores de confianza,
que están a su servicio, sus profesionales, sus leyes, sus adulones, sus
defensores, sus sicarios, sus dialécticos, sus retóricos, sus filósofos -y,
sí...-, sus secuaces, sus servidores, sus representantes en la tierra, sus
instituciones inducidas, sus ideas, sus imposiciones y otras tonterías;
la teología. La disciplina del discurso sobre Dios...

Los pocos momentos en la historia occidental en que el
cristianismo cayó en desgracia -1793, por ejemplo- produjeron
algunas actividades filosóficas nuevas que generaron algunas palabras
inéditas rápidamente dejadas de lado. Es cierto que aún se habla de
descristianización, pero como historiadores, para señalar ese período
de la Revolución Francesa durante el cual los ciudadanos convirtieron
las iglesias en hospitales, en escuelas, en hogares para los jóvenes,
cuando los revolucionarios reemplazaron las cruces de los techos con
banderas tricolores y los crucifijos de madera muerta con árboles
vivos. El ateísta de los Ensayos de Montaigne, los ateístas de las
Cartas (CXXXVII) de Monluc y la ateística de Voltaire
desaparecieron rápidamente. El ateísta de la Revolución Francesa
también...

5. LOS NOMBRES DE LA INFAMIA

La pobreza del vocabulario ateísta se explica por la indefectible
dominación histórica de los seguidores de Dios: disponen de plenos
poderes políticos desde hace más de quince siglos, la tolerancia no es
su virtud principal y emplean todos los medios para imposibilitar la
cosa y, por lo tanto, la palabra que la designa. Ateísmo data de 1532,
ateo ya existía en el siglo II de nuestra era entre los cristianos que
denunciaban y estigmatizaban a los a-teos, los que no creían en el dios
resucitado al tercer día. De ahí a concluir que esos individuos que no
creían encuentos para niños no creían en ningún dios, había sólo un paso. De
manera que los paganos es decir, los que rinden culto a los dioses del
campo, como lo confirma la etimología del término- eran identificados
como negadores de los dioses, por lo tanto de Dios. El jesuíta Garasse
convirtió a Lutero en un ateo (!); Ronsard hizo lo mismo con los
hugonotes...

La palabra «ateo» adquiere el valor de insulto categórico. El ateo
es el personaje inmoral, amoral e inmundo, culpable de querer saber
más o de estudiar los libros de todo aquel que ha adquirido el epíteto.
La palabra basta para impedir el acceso a la obra. Funciona como el
engranaje de una máquina de guerra lanzada contra todo lo que no se
desarrolla dentro del registro de la más pura ortodoxia católica,
apostólica y romana. Ya sea ateo o hereje, al final es lo mismo. Lo
cual termina por abarcar a medio mundo.
Desde sus inicios Epicuro se vio obligado a enfrentar acusaciones
de ateísmo. Pero ni él ni los epicúreos negaban la existencia de los
dioses. Compuestos de materia sutil, numerosos, instalados en los
intermundos, impasibles, indiferentes al destino de los hombres y al
devenir del mundo, verdaderas encarnaciones de la ataraxia, ideas de
la razón filosófica, modelos capaces de engendrar sabiduría en la
imitación, los dioses del filósofo y sus discípulos existían, aunque
pareciera imposible, y además, en gran cantidad. Pero no como los de
la ciudad griega, que exhortaban, a través de sus sacerdotes, a plegarse
a las exigencias comunitarias y sociales. Ése era su único error: su
naturaleza antisocial.
La historiografía del ateísmo -escasa, frugal y más bien mala -
comete un error al ubicarlo en los primeros tiempos de la humanidad.
Las cristalizaciones sociales exigen trascendencia; orden, jerarquía -
etimológicamente, el poder de lo sagrado...-. La política y la ciudad
pueden funcionar con mayor facilidad cuando recurren al poder
vengativo de los dioses, representados en la tierra, al parecer, por los
dominantes que, de modo muy oportuno, llevan las riendas.
Los dioses -o Dios-, embarcados en una empresa de justificación
del poder, se instituyeron como los interlocutores privilegiados de los
jefes de la tribu, de los reyes y príncipes. Esas figuras terrestres
pretendían detentar el poder de los dioses, poder que éstos
confirmarían con la ayuda de señales decodificadas por la casta de
sacerdotes, interesada, también ella, en los beneficios del ejercicio
legal de la fuerza. El ateísmo se convirtió, por lo tanto, en un arma útil
para lanzar a éste o a aquél, con tal de que se resistiera o al menos se
opusiera, a las cárceles y calabozos, o incluso a la hoguera.
El ateísmo no comenzó con los personajes que la historiografía
oficial condena e identifica como tales. El nombre de Sócrates no
puede figurar, decentemente, en la historia del ateísmo. Ni el de
Epicuro y sus seguidores. Tampoco el de Protágoras, quien se
contentaba con afirmar, en De los dioses, que no podía concluir nada
en cuanto a ellos, ni su existencia, ni su inexistencia. Lo cual, al
menos, define cierto agnosticismo, indeterminación, incluso, si se
quiere, escepticismo, pero sin duda no el ateísmo, que exige una
franca afirmación de la inexistencia de los dioses.
El Dios de los filósofos entra a menudo en conflicto con el de
Abraham, el de Jesús y el de Mahoma. En primer lugar porque el
primero proviene de la inteligencia, la razón, la deducción, el
razonamiento, y luego porque el segundo presupone más bien el
dogma, la revelación y la obediencia, por la colisión entre los poderes
espiritual y temporal. El Dios de Abraham designa más bien al de
Constantino, después al de los papas o al de los príncipes guerreros
muy poco cristianos. Poco que ver con las construcciones
extravagantes erigidas en forma tosca con causas sin causa, los
primeros motores inmóviles, ideas innatas, armonías preestablecidas y
otras pruebas cosmológicas, ontológicas o físico-teológicas.
Con frecuencia cualquier veleidad filosófica de pensar a Dios fuera
del modelo político dominante se convierte en ateísmo. Así, cuando la Iglesia le cortó la lengua al padre Julio César Vanini, lo colgó y después lo quemó en la hoguera en Toulouse el 19 de febrero de 1619, asesinó al autor de una obra cuyo título era:
Anfiteatro de la eterna Providencia divino-mágica, cristiano-física, y
no menos astrológico-católica, contra los filósofos, los ateos, los
epicúreos, los peripatéticos y los estoicos (1615).
Salvo que no se tome en cuenta ese título -un error, considerando
por lo menos, su longitud explícita...-, es necesario comprender que
ese pensamiento oximorónico no niega la providencia, el cristianismo
o el catolicismo, sino que rechaza claramente, más bien, el ateísmo, el
epicurismo y otras escuelas filosóficas paganas. Ahora bien, nada de
eso constituye un ateo -motivo por el cual se lo mata-, sino una
especie de panteísta ecléctico. De todos modos, herético por ser
heterodoxo...

Spinoza, panteísta también él -y poseedor de una inteligencia sin
par-, fue condenado igualmente por ateísmo, o, lo que es lo mismo,
por falta de ortodoxia judía. El 27 de julio de 1656, los parnassim se
reunieron en el mahamad-las autoridades judías de Amsterdam-, y
leyeron en hebreo ante el arca de la sinagoga, en el Houtgracht, un
texto de extrema violencia: lo acusaron de horribles herejías, mala
conducta, y en consecuencia le dictaron un herem que nunca fue
anulado.
La comunidad profirió palabras de extrema brutalidad: fue
excluido, perseguido, execrado, maldito durante el día y la noche,
durante el sueño y la vigilia, al entrar y salir de su casa... Los hombres
de Dios recurrieron a la cólera de su ficción y a la maldición
desencadenada sin límite en el tiempo y en el espacio. Para completar
el gesto, los parnassim ordenaron que se borrara de la faz de la tierra
para siempre el nombre de Spinoza. Por poco...

Los rabinos, poseedores teóricos del amor al prójimo, añadieron a
la excomunión la prohibición dirigida a todos de mantener relaciones
escritas o verbales con el filósofo. Nadie tenía el derecho de prestarle
ningún servicio, de acercársele a menos de dos metros o de encontrarse bajo el mismo techo que él. Prohibido,por supuesto, leer sus escritos: en esa época Spinoza tenía veintitrés años, y aún no había publicado nada. La Etica aparecerá como obra
postuma veintiún años después, en 1677. Hoy se lee en todo el
mundo...

¿Dónde está el ateísmo de Spinoza? En ninguna parte. Es inútil
buscar en su obra completa una sola frase que afirme la inexistencia
de Dios. Es cierto que Spinoza niega la inmortalidad del alma y
sostiene la imposibilidad de un castigo o de una recompensa post
mortem; plantea la idea de que la Biblia es una obra escrita por
diversos autores y constituye una composición histórica, por lo tanto,
no revelada; no acepta de ningún modo la noción de pueblo elegido y
lo establece claramente en el Tratado teológico-político; enseña una
moral hedonista de la alegría más allá del bien y del mal; no acepta el
odio judeocristiano a sí mismo, al mundo y al cuerpo; pese a ser judío,
encuentra cualidades filosóficas en Jesús. Pero nada de eso lo
convierte en un negador de Dios o en un ateo...

La lista de los desdichados muertos por ateísmo en la historia de la
humanidad, que incluye sacerdotes, creyentes y practicantes,
sinceramente convencidos de la existencia de un Dios único, católicos,
apostólicos y romanos; la de los seguidores del Dios de Abraham o de
Alá, también pasados por las armas en cantidades increíbles por no
haber practicado una fe dentro de las normas y las reglas establecidas;
la de los seres anónimos, que no fueron rebeldes u opositores de los
poderes monoteístas, ni refractarios ni reacios; todas esas
compatibilidades macabras ponen de manifiesto lo siguiente: el ateo,
antes de ser calificado como negador de Dios, sirve para perseguir y
condenar el pensamiento del individuo libre, aun de la manera más
ínfima, de la autoridad y de la tutela social con respecto al
pensamiento y a la reflexión. ¿El ateo? Un hombre libre ante Dios -
incluso para negar de inmediato su existen

LA MUERTE DEL HÉROE por Ricardo Forster





1.
El héroe1 ha muerto, la historia se descompone en millones de fragmentos que lejos de armar un rompecabezas lo único que evidencian es el caos de una realidad estallada, de una temporalidad que gira alocadamente sin ningún horizonte de sentido ni ninguna posibilidad de orientación. La época de los grandes relatos se dibuja desde una lejanía inalcanzable, apenas como un trazo descompuesto de una travesía humana cargada de quimeras monstruosas, de escrituras cristalizadas como barbarie e irracionalidad. Des-orientados, fuera de los relatos cobijadores, des-cubiertos de trascendentalismos sagrados o seculares, los seres humanos se corren de una historia sin centro que creyó estar en el centro, escapan a los reclamos de un destino inexorable fijado en la interioridad de sus corazones por el mandato descomunal del deber ser. Sin ejemplos absolutos, sin vidas ejemplares, aliviados de padres omnipotentes, la pequeña humanidad de nuestros días sin historia regresa sobre su cotidianidad, se afinca en sus acciones in-trascendentes, en los filigranas insustanciales de una vida desprovista de intensidades trágicas pero aliviada de dolores insoportables, de reclamos morales inalcanzables para mortales que sólo desean el sosiego de la repetición, la paz insulsa de lo esperado, de aquello que alejado de todo sacrificio sirve para transitar por la senda cuyo trazo escapa a toda interrupción nacida de voluntades sin voluntad. Aliviados del peso de una historia hinchada de sufrimientos e injusticias, los humanos de un tiempo en el que ya no parece interesar la interrogación por las consecuencias de nuestras acciones, simplemente exigen de los historiadores que les relaten las peripecias de una historia sumergida para siempre en el pasado remoto, o, mejor aún, exigen de ellos una nueva escritura de esa historia que eleve al sitial del honor máximo ya no a héroes e ideales, sino a las insignificantes aventuras de los sin rostro, de los fantasmales habitantes de una cotidianidad olvidada por las grandes gestas de la travesía histórica.2 Cansados de las mayúsculas, desinteresados de gestas cuyo sentido se les escapan o que ocupan un lugar más esplendoroso en la industria del espectáculo, los habitantes de este siglo que se inicia no desean otra cosa que vivir sus vidas sin inquietudes, sin corrosiones espirituales ni reclamos morales que vayan más allá de la indignación altruista que encuentra su compensación en la caridad.
Hasta aquí los discursos de una posmodernidad cuya impronta ha sido la de identificarse con los vientos de la época, con las líneas maestras de un dispositivo montado sobre el gran renunciamiento, festejo impúdico del fin de una historia arribada al puerto de la vida muerta, del tiempo clausurado, de las promesas reventadas en medio de la banalidad y la insignificancia de una sociedad abrumadoramente agolpada en la cárcel de un presente eterno, de un tiempo anclado en sí mismo y desprovisto de cualquier referencia que no remita a su propia realidad. Y los relatos de los pensadores profesionales, de los historiadores académicos, de los estetas de lo fugaz, de los periodistas destripadores de cadáveres, no han hecho otra cosa que amoldarse a las exigencias de un sistema que, más allá de estallidos y descomposiciones, de fracturas del sentido y de errancias planetarias, siguió y sigue su curso dejando, tras de sí y alrededor suyo, el polvo de los sin nombre, el olvido de toda memoria que sólo puede emerger allí donde alguien la reclama desde algún sentido perdido, postergado, añorado, soñado, quebrado o derrotado. Escribo “sentido” sabiendo la prohibición que pesa sobre esta palabra, reconociendo que los últimos veinte años trabajaron infatigablemente contra su persistencia. Vuelvo a una escritura que desconfía del texto sin texto, del margen del margen, de la glosa de la glosa, de la interpretación sin finalidad alguna, que solo ve el vacío de una pluma fantasmal que se desliza por una página en blanco sin que el blanco de la página remita a nada, sólo al vacío de sí misma, a la carencia de todo fundamento. Salvar un pensamiento de los márgenes significa, entre otras cosas, impedir que el margen se vuelva ausencia y que la memoria sea apenas una estética cuya historicidad no radica en ninguna parte. Como si el reencuentro con la saga quebrada de los vencidos no fuera otra cosa que el gesto literario, individual y arbitrario del escritor, del artesano de palabras que, en última instancia, no remiten sino a sí mismas esperando, apenas, la voz cómplice del crítico, el momento del reclamo académico a partir del cual adquiere su legitimidad y será minuciosamente indagado como el lugar único y último de una escritura apropiadora de una voz cuya presencia se vuelve ausencia en el preciso instante en que es procesada por el dispositivo de la des-significación.
Despojados de ideales, abrumados por un desplazamiento anárquico del tiempo histórico que ya no responde a ninguna orientación prefijada, bloqueados en el interior de una existencia privada desprovista de vínculos sólidos con el afuera, los individuos de la época se resisten a comprender el decurso de las cosas desde otra sensibilidad que no sea la que ha tomado posesión de sus vidas y que literalmente deshilacha el tejido de la memoria volviéndolo claustrofóbica experiencia del presente. Al ausentarse el relato de una historia que nos devolvía las complejas peripecias de seres humanos atravesados por el deseo de la transformación, activos agentes del cruce entre escrituras, ideales y acciones, lo que ocupa la escena contemporánea es la minuciosa reconstrucción de los infinitos actos individuales, de todas aquellas formas, que olvidadas o silenciadas por la historia de las voluntades transformadoras, se toman revancha e invaden las últimas teorías festejantes del fin de las grandes narraciones. Quiero decir lo siguiente: la tragedia de la historia ha sido reemplazada por la enumeración extenuante de las pequeñas cosas de la vida, aquellas que difícilmente hayan tenido o puedan tener alguna relación con los gestos de la voluntad transformadora o simplemente con las quimeras de una subjetividad en contradicción con el orden de la dominación. Auyentada toda rebeldía, copada la plaza del discurso crítico por los medios de comunicación de masas, lo que emerge es un ejercicio que retrospectivamente coloniza el pasado con aquello que hoy constituye nuestra devastada experiencia. Leemos lo que ha acontecido, nos aproximamos a la tragedia de la historia, desprovistos de sensibilidad y exclusivamente alimentados por las percepciones de una época sin intensidades. Todavía más: el viaje estetizante hacia los rincones insospechados de las invisibles historias de lo cotidiano, ese periplo de turismo por el tiempo que nos devuelve, multiplicada mil veces, las imágenes de seres casi idénticos a nosotros mismos y que, como si nada ocurriera a su alrededor, viven vidas comunes, desprovistas de cualquier otra heroicidad que no sea la de reiterarse en lo que día tras día constituye su horizonte de normalidad. El efecto es de lo más interesante y, con disculpas de la palabra, ideológico. Contrastando con las pavorosas escenas de una historia taladrada a fuerza de grandes acciones y grandes discursos que, en última instancia, no han llevado, pese a sus intencionalidades utópicas, a otro sitio que a la destrucción; las escenas de la cotidianidad, los innumerables relatos de la vida familiar, del amor, de los detalles de existencias banales, comunes, humanas por insignificantes desde la dogmática visión de los grandes ideales, desplazan aquellas historias que se han vuelto inexplicables e ininteligibles para los actuales hombres y mujeres.3 Abroquelados en su privacidad, encapsulados en su intimidad que, aunque no lo sospechen, es igual a la de otros millones de seres que pueblan el planeta, los actuales habitantes de este tiempo sin historia prefieren la acogedora presencia de lo semejante, de aquello que no cuestiona su inercia, su pesadez de sujetos de la repetición.
Concluida la historia, retirado el héroe de escena por anacrónico e inútil, lo que queda, cuando los ideales se han mudado hacia el país de nunca jamás, es la visita guiada al museo del pasado perdido o la contemplación catártica de imágenes producidas en la industria del espectáculo que remiten a una época acontecida de una vez y para siempre. Una lógica de la representación que se vuelve cómplice de la deriva por el páramo de la insignificancia convertida en consumación no sólo de la travesía de una generación extraviada, sino punto culminante de aquello que viniendo de la historia concluye con la historia para catapultarse al tiempo de lo post. Fuera del sentido, si alguna vez lo hubo, lo que queda es representarse el pasado desde una diversidad de miradas que cruzan lo estético, lo académico y lo museológico sin otra intencionalidad que la de una construcción despojada de cualquier otra aspiración que la cita erudita, el gesto nostálgico del cine o la exposición momificada.
Este fuera de la historia, esta fuga de un tiempo de urgencias y quimeras transformadoras, ha producido una extraña paradoja: los héroes de esa antigüedad acaban volviéndose figuras míticas reconstruidas en el interior de la industria del espectáculo en el mismo momento en que su presencia real queda radicalmente obturada. Ausencia de una memoria que sostenga el hilo, aunque delgado, de la continuidad en el tiempo de aquellas experiencias que literalmente sólo vuelven a cobrar presencia en el viaje estetizante del cine o la literatura, pero que ya nada le dicen a nuestras existencias concretas. El héroe ha quedado del otro lado de la historia, o, sería mejor decir, el héroe, al desaparecer de escena y al volverse mera representación espectacular, viene a expresar el fin de la historia entendida como potencialidad y acción.
Cuando algunas décadas atrás se iniciaba la ofensiva contra los grandes relatos y se decretaba, a poco de recorrer el camino de las nuevas concepciones, su adiós definitivo, lo que en realidad se estaba desmoronando a un ritmo que no imaginábamos tan veloz, era la propia trama de la historia, la posibilidad misma de seguir identificando nuestras vidas como deudoras de una temporalidad trascendente, como integradas a un escenario atravesado por la lógica del sentido. La demolición de aquellas venerables escrituras que articularon la correspondencia entre lo individual y lo social, entre lo particular y lo universal, entre lo privado y lo público, nos dejó ausentes de nosotros mismos, solos frente a nuestros vacíos y a nuestras insignificancias, preguntándonos cómo se constituye una vida cuando se ha clausurado toda trascendencia, cuando ningún dios queda como depositiario de alguna esperanza por más débil y flaca que pueda ser.4 O tal vez el dios contemporáneo, dios del mercado y el dinero, no represente otra cosa que la quimera de una instantaneidad eternizada, una inmanencia absoluta deudora sólo de si misma. Quien vive instalado en el puro presente, quien hace del instante la referencia última de lo verdadero, está incapacitado para representarse otra perspectiva de la vida que no sea la que instituye su propia y asfixiante cotidianidad. El triunfo póstumo de Narciso caracteriza el autismo de los habitantes de la posmodernidad.
No se trata de esculpir un monumento a aquella figura del héroe moderno como si efectivamente su paso por la historia hubiera sido el máximo ejemplo de una humanidad entrañable cuya ausencia pesa como el plomo sobre todos nosotros, los huérfanos, que vagamos sin rumbo ni destino. El héroe fue el producto también de una historia impiadosa, sus acciones estuvieron saturadas de resultados arrasadores, sus sueños redencionales acabaron en horribles pesadillas que, lejos de permanecer en el registro de lo imaginario o de lo fantasmagórico, tomaron posesión de la escena histórica y contribuyeron a destituir la esperanza nacida de los grandes ideales, postergándola para otra lejana época del mundo. El héroe, y ésta quizás sea la nota de su propia tragedia, al consumar su destino no hizo más que acelerar el tiempo de su enmudecimiento, acelerando su salida de la historia. Al reaccionar contra esa imagen forjada en los talleres de una modernidad henchida de propuestas transformadoras lo que resuena es, precisamente, la revancha ante el abandono de escena, el repudio encubierto del huérfano ante un padre ausente que lo dejó desamparado. El héroe, su crepúsculo, representa la otra cara de su terrible triunfo, la realización perversa de aquellos ideales que febrilmente abrazaron la conciencia de una humanidad que, abandonada de sus antiguos dioses, salió a la búsqueda de quienes pudieran reemplazarlos. Los dioses ya no regresaron pero el tiempo del mundo se convirtió, como producto de esa búsqueda frenética, en la entrada a una nueva civilización caracterizada por el arrasamiento de todo aquello que no remitiese a sí misma, deudora únicamente de la ferocidad transformadora del hombre de la técnica.5
El héroe de la modernidad intentó una tarea imposible: sustituir a Dios llenando con su acción transformadora el vacío dejado por su ausencia. No supo o no quiso saber que ese reemplazo estaba, desde un comienzo, envenenado, es decir, que desamarrados los hombres de los lazos divinos, liberadas sus conciencias de las restricciones religiosas y sometido el límite del tiempo a la ilimitada aventura secular, lo que se abría delante suyo no era solamente la promesa de la realización plena de los ideales sino, más grave y oscuro, su terrible perversión en el acto mismo de su colonización de la historia de los hombres y de la tierra. El héroe pagó el precio de su responsabilidad como figura arquetípica de los sueños prometeicos de una humanidad lanzada a la conquista de aquello que, hasta entonces, había permanecido vedado. Dos siglos de travesía profana por el mundo dejaron a los hombres solos ante una angustia de nuevo tipo, ante una inquietante carencia de una gramática desde la cual escribir el sentido de su acción sobre la vida. El héroe era portador de una escritura poderosa nacida de un giro ontológico cuyo punto de partida puede ser buscado en el relato cartesiano del sujeto racional que, solo, inicia el viaje hacia su propia interioridad para rescatar, en el secreto de su cogito, la legitimidad de su señorío sobre cuerpo y mundo. Pero el héroe moderno también, aunque no lo dijera, llevaría, desde el comienzo, esa otra marca donada por la figura de Hamlet; la marca de la pesadilla y el fantasma, del sueño transmutado en realidad y la realidad transmutada en sueño y, sobre todas las cosas, el destino de una voluntad que no puede sustraerse a la violencia y la irracionalidad allí donde más conscientemente cree poder intervenir en la marcha de los acontecimientos. Fragilidad del héroe que es desbordado por sus propias acciones, que es sacudido por la violencia de una historia que se sustrae a los designios de una razón que se quizo todopoderosa, heredera genuina de la omnipotencia del Dios ausente. Al final de la época del héroe nos enfrentamos a una constatación alucinante: el crepúsculo de los dioses que hizo posible la irrupción de esta nueva figura culminaría en su propio opacamiento, en su humillante retirada de la escena de la historia para pasar a ocupar su sitio en el pedestal de los mitos desactivados e inoperantes, referente último de una época en la que la trama de las aventura humana estaba signada por la presencia de un lenguaje poderoso y trascendente y concluyó en hipostasiada nostalgia cinematográfica.6
Casi sin darnos cuenta el giro que nuestra civilización le ha dado a la figura del héroe nos devuelve a las arcaicas estrategias del mito. Mientras que el héroe moderno representaba el nacimiento del individuo autónomo, de aquel que se había convertido en el artífice de su propio destino al vencer a las fuerzas conjuntas de dioses y naturaleza, el héroe de la actualidad nos devuelve al registro de lo inconmensurable e incomprensible, expresa la distancia infinita entre nuestras pequeñas e insustanciales acciones y esa enigmática presencia de fuerzas intraducibles que, sin embargo, son metaforizadas como el sustrato último de toda verdadera acción. Nunca como ahora la civilización humana ha logrado enseñorearse del mundo a través de los dispositivos del arsenal científico-técnico, pero nunca como ahora se ha sentido tan confundida ante sus propias acciones. Los héroes creados por los medios de comunicación, héroes fugaces, apenas si representan el ideal narcisístico de individuos autorreferenciales, figuras fabricadas por la industria del espectáculo que necesita, día tras día, crear los arquetipos que vengan a satisfacer la orfandad de ideales sustantivos de una humanidad anestesiada y sin rumbo. Giro copernicano del héroe atravesado por la convicción del creador de lo nuevo al héroe mediático que dura apenas lo que la temporalidad del instante le permite durar. El héroe moderno intentaba en su fracaso desafiar el destino mítico, deseaba derrotar aquellas fuerzas arcaicas y atávicas que sujetaban a los hombres a un dominio trascendente e indescifrable; el héroe contemporáneo no desafía a nadie ni experimenta un destino trágico que alcance a cristalizar más allá de la fugacidad y el instante porque su esencia, si es que la tiene, le viene dada por el lenguaje del mercado y los medios de comunicación que necesitan elevarlo y destronarlo en continua y perversa perpetuidad.
Entre el héroe moderno y el resto de los sujetos sociales existía una esencial identificación cuyo punto neurálgico se relacionaba con la posibilidad misma de entrar en la historia desatada por la acción del héroe. El lenguaje de las ideas se correspondía, o al memos así se lo veía, con el proceso de mutación de la historia, y el héroe era aquel que se ponía delante en el camino hacia la construcción de lo nuevo. En este sentido, no se trataba sólo y exclusivamente de una vida indescifrable y alejada de la sociedad, inescrutable grafía de un destino cuya consumación ya nada tenía que ver con la historia humana. El héroe, pese a su endiosamiento, era efectivo como figura representativa de una época, de su época, porque llevaba, aunque de un modo ejemplar y único, las marcas y los sueños del conjunto de los hombres y mujeres de su tiempo; era el que abría las posibilidades del futuro, el combatiente de la esperanza, aquel que venía a llenar el vacío dejado por la muerte de Dios.7 El héroe mediático, la estrella deportiva o televisiva, representa el puro presente, el sueño imposible de una humanidad sin futuro y demandante del éxito de lo inmediato y actual; de una humanidad que no acepta postergaciones pero que sabe que su destino quedará eternamente postergado, convirtiendo al héroe en su único y exclusivo abanderado a la hora de redimir lo irredimible. El triunfo del héroe moderno prometía el triunfo del conjunto; el triunfo del héroe contemporáneo sólo expresa su aventura individual en contraste dramático con la realidad terrible de la inmensa mayoría de la humanidad. En la época de la presencia de lo sagrado, los seres humanos esperaban el cobijo en un fin de los tiempos por venir, sabían, creían mejor dicho, en que su propio itinerario era parte de un itinerario mayúsculo; en la época del héroe moderno se trataba de una confluencia entre aquel y las fuerzas profundas del cambio histórico; en la actualidad ya no se trata de la creencia en la salvación prometida desde las antiguas y sagradas escrituras ni en la promesa secular revolucionaria. El desmoronamiento del sentido se ha llevado consigo a la salvación y la revolución para dejarnos solos ante nuestra propia desesperación que, paradójicamente, no deja de impulsarnos hacia una transformación incomprensible del mundo y de la sociedad en la que vivimos. Por eso al héroe actual no se le pide otra cosa que espectacularidad, representación majestuosa de nuestras propias imposibilidades.
Abandonados por dioses e ideales, los habitantes de este tiempo de la técnica, dispuestos a lanzarse hacia el colosal emprendimiento de un nuevo Génesis, carecen de aquellas figuras, reales o imaginarias, sagradas o seculares, que pudieran ofrecerse como foco iluminante de una marcha cuyo destino final nadie puede prever pero que, a la distancia, nos devuelve las imágenes de un futuro más próximo a lo siniestro que a lo maravilloso, no sólo por la posibilidad cierta de un mundo de mutantes genéticos, sino, también, por su radical incógnita respecto al para qué de lo que estamos haciendo y gestando.8 El siglo XIX, tiempo de expectativas y narrativas del progreso indefinido, catapultó al hombre de ciencia al pedestal del héroe de una época rabiosamente optimista respecto a este nuevo sujeto instalado en la historia para orientarla hacia el norte del conocimiento y hacia el milagro, ahora sostenido por la razón, de la felicidad aquí en la tierra. Julio Verne, su anticipadora imaginación literaria, expresó esa utopía arropada en el traje del científico, atrincherada en las certezas exultantes del conocimiento y de la técnica. Héroe capaz de utilizar la astucia del entendimiento y el jeroglífico de la lengua matemática para desencantar los últimos enigmas de una naturaleza convertida, gracias al ímpetu iluminante de este personaje, en sirvienta sumisa de una humanidad avasallante y dominadora. Inclusive, hasta no hace mucho tiempo, la figura del científico (pienso en Albert Einstein como el último arquetipo de esta especie forjada en los talleres de la modernidad ilustrada) siguió representando la extraordinaria conjunción de genio revelador y seguro orientador del camino a seguir en la conquista del futuro. El científico como referente del conocimiento, pero también, y fundamentalmente, como vanguardia moral, como verdadero exponente de una nueva humanidad aliada, ahora sí, con la potencia civilizadora de la razón científico-técnica. Ese héroe también ha sufrido el agusanamiento de la época, su otrora figura referencial carece, hoy, de ese gigantismo orientador para ser, simplemente, un trabajador a destajo de las nuevas usinas de riqueza dominadas, hoy como ayer, por aquellos que se sitúan en el andarivel opuesto al de una sociedad más justa, solidaria e igualitaria.
El científico, obrero sofisticado en el tiempo del post-capitalismo salvaje, ha perdido toda ancladura ética, su práctica carece de cualquier referencia a valores exacerbando aquella tendencia que habitó desde los inicios a la sociedad burguesa.9 Originalidad de un tiempo, el nuestro, que por primera vez libera a sus fuerzas productivas y a los actores de esta marcha forzada hacia las tierras infinitamente fértiles del futuro, de toda responsabilidad ética, de cualquier función orientadora, alejándolos de las anacrónicas inquietudes morales y políticas que todavía asaltaban, de vez en cuando, a sus precursores. Esto es nuevo y no deja de sorprendernos. Ver de qué modo a nuestro alrededor se profundiza el proceso imparable de transformación del mundo (aunque no en el viejo sentido de los utopistas sociales) asociado a la pérdida de toda interrogación por el o los sentidos de este proceso, nos retrotrae a la figura del héroe moderno allí donde éste se lanzaba a la acción precedido por una profunda y esencial inquietud respecto al por qué de esa búsqueda. Las preguntas parecen haberse convertido en una fórmula vacía y de circunstancias que esconden el plegamiento de la comunidad científica a las exigencias desmesuradas del mercado (inclusive los supuestos tribunales de ética que hoy pululan por doquier no suelen hacer otra cosa que legitimar las prácticas hegemónicas, aunque algunas voces aisladas se levantan para denunciar el actual estado de cosas). El olvido de la pregunta (antiguo tema heideggeriano) corre parejo a la destitución de todo sentido, representa el dominio universal del saber técnico, el triunfo final de la lógica económica que ha reducido a sus propios presupuestos el conjunto de la vida social y natural.10 A partir de esta reducción lo que se volatiliza del escenario histórico es la figura de aquel sujeto dispuesto a indagar en profundidad por las condiciones de existencia y sus posibilidades de transformación haciéndose cargo de las enormes dificultades de toda empresa, sabiendo que su combate podía estar más cerca de la derrota que de la victoria, pero insistiendo allí, precisamente, donde su aventura interrogadora lo había lanzado desprovisto de seguridades y garantías. Atravesar las oscuras comarcas de la historia sin renunciar al uso crítico de la inteligencia y apelando a la voluntad emancipatoria fue una de los rasgos principales del héroe moderno que alcanzó a irradiar casi hasta nuestros días.


2.
En estos días posthistóricos (no porque la historia haya concluido como lo quería Fukuyama en los años ochenta, sino porque se ha desactivado su esencial carácter trágico al reducirla a mera narración de fuerzas incomprensibles o al relato de lo minúsculo) lo que se privilegia ya no es el arduo ejercicio de la interrogación crítica ni tampoco se acepta la presencia de aquellas voces que insisten en reclamar la necesidad de reinstalarse en la huella de los nombres propios y de las biografías sustantivas. Giro hacia el pasado para convertirlo en estética de la nostalgia, en visita guiada al museo en el que las figuras de cera constituyen el recordatorio de lo que yace definitivamente muerto (principalmente el gran ausente de nuestra actualidad es el héroe moderno, aquel que creía poder tomar el pulso de su época con sus propias manos11) o gesto de anacronismo retrospectivo en el que se escribe la trama de la historia a partir de lo que hoy se acepta como legitimo y verdadero en términos de conductas sociales e individuales. De este modo, el peregrinaje del héroe, su esencial carácter trágico, es reducido a ceguera e irracionalidad, prisionero de acciones incomprensibles en las que la absurda violencia desgarra todo aquello que se le enfrenta. El héroe ya no es el portador de ideales y valores irradiables por los que ordena el decurso de su vida, sino apenas una especie de superhombre que se despliega por la historia desatando furias y tormentas destructivas, promotor de brutalidades sin nombre en el nombre de valores e ideales altruistas. La violencia, experiencia fundante de lo humano en sus más amplias diversidades culturales, quedará dogmáticamente representada por la figura del mal radical, lo puramente salvaje y bárbaro, lo que sólo conduce al dolor y el sufrimiento entendidos como aniquiladores de toda vida social. O, en el mejor de los casos, se buscará reducir el sentido de la praxis histórica, las motivaciones de su elección, a su biografía más íntima, al cotilleo minúsculo de sus circunstancias personales e intransferibles para destacar que en última instancia lo que ha motivado a los seres humanos a seguir el camino de la intervención pública no ha sido otra cosa que alguna circunstancia puramente privada. Extraño giro en el que la sensibilidad de nuestro presente acaba colonizando la totalidad del tiempo pasado, trasladando hacia atrás aquello que constituye nuestra actual visión del mundo. Simplemente resulta casi imposible reconocer la enorme distancia que nos separa de aquella otra manera de concebir la existencia, no alcanzamos a comprender que el individualismo contemporáneo no puede ser la llave que abra todas las puertas de la interpretación de las acciones humanas. El intimismo artificial de nuestra época se ha convertido en un verdadero obstáculo que nos impide comprender la diferencia, aceptar la experiencia del otro como autónoma de la nuestra y atravesada por otra lógica.
Con Benjamin sabemos que la relación con el pasado está siempre determinada por las fuerzas que desde el presente intentan convocarlo o rechazarlo, pero también sabemos que el pasado se cuela en nuestra actualidad modificando, aunque no lo percibamos, sensibilidad y comprensión. El pasado, al regresar, instituye nuevas relaciones, funda otras perspectivas que van cuajando con lo contemporáneo. El pasado puede regresar sin pedir permiso o puede ser el producto de una operación político-cultural. El primero de esos regresos suele conmover nuestros cimientos quebrando las negaciones social e individualmente construidas (esos regresos suelen ser profundamente movilizadores y disparadores de nuevas y potentes fuerzas históricas); cuando el pasado regresa como política-cultural, como parte de la artificialidad de la memoria y del gesto grandilocuente de la efeméride, lo que produce es saturación por exceso y reduplicación de la distancia entre el presente y aquello que es convocado desde la lejanía de los tiempos. La memoria histórica se desfonda cuando el vínculo con el pasado es mistificado o desplazado a una trascendencia por completo extraña a lo que se vive y experimenta en el tiempo actual. Allí donde es convertido en monumento desaparece todo intercambio, toda posibilidad de identificación o de interpelación crítica. Literalmente se vuelve incomprensible.12
Una de las consecuencias del pasaje de la historia del héroe a las historias de lo privado y cotidiano es que lo que acaba volviéndose borroso es la posibilidad misma de interpretar los acontecimientos históricos por fuera del paradigma minimalista. Políticamente este efecto ha acompañado el proceso de ruptura del espacio público y de la confianza, moderna, en la correspondencia entre ideas y praxis, devolviéndonos la imagen de una sociedad atrincherada en una privatización generalizada de todas las esferas de la vida, incluyendo en esa privatización a la propia memoria histórica que pasa a identificarse con nuestro imaginario de época. Por eso el lugar del héroe no puede ser otro que el de la industria del espectáculo o el de la efeméride desactivada.
Pero decía también que esta construcción de la historia depurándola o adaptándola a nuestra sensibilidad proyecta sobre nosotros la sombra de lo indiscernible asociada con la reducción de la acción heroica a circunstancia individual y a aventura personal, perpetuando, de ese modo, la percepción actual que hace del hacer social un filigrana incomprensible en el interior de fuerzas históricas indescifrables. Los jóvenes, particularmente, o hacen el pasaje a la mitificación o juzgan lo acontecido desde su propia experiencia personal que, a todas luces, está capturada por el intimismo y la autorreferencialidad. Una de las paradojas sorprendentes de la actualidad es que siendo este un tiempo en el que se reivindica lo privado, lo personal, lo cotidiano, lo individual, nunca haya sido mayor la distancia entre esas esferas de la existencia y el poder en sus múltiples facetas. En verdad, la dimensión de lo íntimo también está sujeta por modelos exteriores cuya lógica es ofrecerse como únicos y personales. De ahí que al toparse con la figura del héroe, el sujeto contemporáneo no pueda hacer otra cosa que reducirlo a su propia percepción, incapacitado para reconocer que las peripecias de la historia y de las sociedades no se dejan replicar por un presente colonizador del tiempo y el espacio. Recogidos sobre nosotros mismos permanecemos ciegos ante la diferencia.13

3.
En los comienzos de los años ochenta, José Nun escribió un ensayo cuyo título era: “La rebelión del coro”. En aquel momento resultó un texto iluminador que venía a corregir un profundo déficit de la izquierda: su incapacidad y hasta su negación para dar cuenta de la historia menuda, de las biografías de aquellas voces anónimas integrantes del coro que, en el último siglo y medio de prácticas y teorías revolucionarias, habían sido sistemáticamente olvidadas privilegiando la Gran Historia del sujeto de la revolución. Nun inauguraba, de ese modo, una tendencia que se volvería aluvional hasta invertir el polo de los privilegios y desplazar hacia la insignificancia la venerable saga del héroe catapultando hacia el nuevo escenario a las voces del coro. Lo que en aquellos años de revisión crítica del legado marxista significó una entusiasta reformulación de oscuras formas dogmáticas, una liberación de la teoría para adentrarse en las tierras desconocidas de lo cotidiano, acabó siendo, con los posteriores recorridos que de crisis inicial terminó siendo sepultura, una elegante manera de sortear los grandes dramas de la historia en beneficio de las nuevas liturgias de la privacidad y la interioridad. Al final de los noventa poco queda de esa rebelión del coro que presagiaba supuestamente el advenimiento de una era democrática y participativa al calor de la superación de los antiguos conflictos de una historia de violencias y sustantividades fagocitadoras. El coro encontró otros dispositivos a los cuales cantar, dispositivos rutilantes del mercado y el consumo.
Mientras que veinte años atrás la “rebelión del coro” venía a expresar una colisión con el paradigma dominante, una suerte de liberación teórica del dominio discursivo del vetusto corpus marxiano, grito de batalla contra la construcción de un concepto único y cerrado de historia; ahora, cuando con el fin de siglo poco queda en pie de las antiguas creencias e ideales, ese descubrimiento extasiado de las menudencias de la existencia cotidiana y anónima, esa espera ingenua de una democracia purificadora, se ha vuelto expresión resignada, coro que viene a acompañar el vaciamiento de la escena pública y a coronar la definitiva desdramatización de la historia en el tiempo final del reinado de la mercancía. El coro parece que sólo se rebela allí donde se le cierran las puertas del consumo; las masas, liberadas de esas ideologías arcaicas y utópicas, sólo vuelven a pedir, como en aquellos días de la antigua Roma, pan y circo. Quizás José Nun no imaginaba el cierre de esa rebelión proclamada como giro iluminante de época, probablemente su escritura no iba ni podía ir más allá de la puesta en evidencia de lo que acabaría volviéndose realidad asfixiante y clausura de cualquier intento, por parte de ese mismo coro, de interceptar el curso de los acontecimientos históricos. Paradojas de una actualidad que gira en el vacío de sí misma: liberarse de los dogmatismos ideológicos (que al menos suponían una adscripción a valores, una lógica de la identidad y de la pertenencia) acabó por abrir las compuertas a la más aniquiladora de las alienaciones que el tiempo del capitalismo supo construir. Ausentado el héroe y sus relatos de un tiempo de promesas por venir, lo que quedó es el puro instante, el dominio arrasador de la metafísica de la mercancía y el consumo (parafraseando a George Steiner y su metafísica del periodismo). Casi veinte años después de ese ensayo de Nun podríamos preguntarnos qué hemos ganado con la rebelión del coro y los funerales festivos del héroe moderno.14
Del héroe moderno al coro democrático, del sujeto constructor de un tiempo nuevo a la fragmentación posmoderna, de la escena revolucionaria a la escenografía artificial de la industria del espectáculo, de la alienación como deshumanización al festejo del consumo, mutaciones en el seno de una historia impiadosa que parece haber condenado al pasado más remoto aquello que constituyó su punto de partida. Desde esta perspectiva de una historia acontecida y sepultada en lo más profundo de una memoria adormecida es que destaco ese hiato entre aquel tiempo de inauguración y este tiempo de incertidumbres y desasosiegos, un hiato que vuelve, para la sensibilidad reinante en el presente, incomprensible e ininteligible esa saga de una modernidad convertida en lejanía radical. Una época del mundo y sus actores ha quedado transformada, gracias a este distanciamiento, en espectáculo artificial, en claroscuro de la memoria que apenas si se intuye en aquellas escenas olvidadas de su propia biografía. La rebelión del coro festejada en el comienzo de los ochenta, que para nosotros significó el regreso a la democracia, el aparente final de los años del terror y la impiedad, significó también la tachadura de esa otra historia ligada a las intervenciones poderosas y violentas, a pasiones e ideas que habitaron la historia desde la convicción de las herencias revolucionarias. Quiero decir: la nueva historiografía de lo privado y cotidiano, el giro teórico de los sujetos ejemplares a la rebelión del coro, inauguró no sólo el tiempo democrático sino que habilitó, a su vez, una nueva lectura e interpretación retrospectiva de aquella historia rechazada y negada. En este sentido, lo que en un comienzo surgió como una profunda renovación de los saldos teóricos y de las matrices ideológicas, genuino intento de comprender lo sucedido, se metamorfoseó en lógica del prejuicio y la obturación de un tiempo histórico que literalmente quedaba ubicado fuera de todo registro y como mera expresión de un pasado atormentado por la barbarie y el dogmatismo.15
Lo que no alcanzamos a imaginar fue que esa desactivación de la memoria histórica travestida en exaltación del aquí y ahora, en el patético plegamiento de las conciencias críticas a la resignada aceptación de lo dado, prepararía el terreno para el surgimiento de una nueva forma de la subjetividad alejada de pasiones y convicciones, ajena, por completo, a identidades refugiadas en escrituras de la nostalgia o convertidas en esperpentos mediáticos. Despedida del pasado que vuelve incomprensible la marcha hacia el futuro, regreso a un tiempo mítico en el que los actos humanos quedan oscurecidos por la presencia de fuerzas primordiales cuyas intencionalidades van más allá de todo posible desciframiento. Al perder el pasado, como diría Steiner, también perdemos el futuro. El héroe de la modernidad al menos confiaba en el gesto supremo de la voluntad para intervenir en el decurso del tiempo, su fracaso no invalidaba ese arrojarse al ojo de la tormenta; los humanos de este principio de siglo van por el mundo sin preguntar por el sentido de su caminar, simplemente son llevados por fuerzas extrañas y extraordinarias, como si las antiguas criaturas que poblaban la imaginación mítica hubieran retornado de la noche oscura del comienzo para enseñorearse de los hombres en la época del fin de los ideales. ¿Se avecina, acaso, otro combate contra el mito pero sin poder ya apelar a las certezas de la razón? ¿Constituye el ostracismo del héroe la culminación del derrotero histórico de una humanidad soñadora o es la señal de acontecimientos por venir que aún somos incapaces de intuir y comprender? En la bruma de una época extraña queda, sin embargo, el arduo trabajo de la memoria como brújula orientadora hacia un tiempo incierto. La apagada saga del héroe de la modernidad seguirá siendo, hoy más que nunca, indispensable presencia en la travesía por el desierto.

4.
El discurso de la derecha siempre ha sabido qué hacer con el mito. La izquierda, en cambio, intentó erigirse en su contrincante más feroz para terminar aceptando su derrota en toda la línea pero sin saber cómo resolver, de cara a su propia crisis que parece terminal, su desgraciada relación con el mito. Ha sido un lugar común del pensamiento político del siglo que se cerró homologar mito a irracionalismo entregándole su custodia a cuanto discurso fascista se enhebró en las escrituras y las prácticas políticas de todas aquellas sociedades que intentaron fundar un ‘nuevo orden’, una ‘comunidad organizada’ o un ‘destino ejemplar’ alrededor, fundamentalmente, de las figuras, también míticas, del pueblo, la nación y la raza. Desmontar esta visión, desarticular un prejuicio que hunde sus raíces en el legado emancipatorio de la Ilustración, no ha sido ni es cosa sencilla. Leer e interpretar desde otro lugar la relación entre mito y razón exige ir contra un modo hegemónico de construir aquello que intentando liberarse del fondo mítico no ha hecho otra cosa que profundizar y potencializar su continuidad. En el tiempo de su supuesto ocaso el mito, y ésto lo han mostrado ejemplarmente Adorno y Horkheimer16, renace con una vitalidad inusitada ocultando, de ahí su extraordinaria astucia, su permanencia. Pero, y ésta es quizás la principal falla del discurso antimítico, al otorgarle su custodia al fascismo o a las diversas formas de totalitarismo que se desplegaron en el último siglo, lo que se logró fue restarle al mito toda pregnacia liberadora, amputándole su importancia decisiva en la configuración de cualquier política emancipatoria (aunque esa política haya sido construida en nombre del racionalismo ilustrado); simplemente se lo arrojó al fondo oscuro del irracionalismo totalitario, otorgándole a éste el señorío sobre una de las dimensiones más esenciales y vitales de lo humano.
Tal vez una de las paradojas del nihilismo contemporáneo, un nihilismo que ha consumado la invisibilidad del sentido, su estallido en la conciencia individual y social, sea el resultado de la consumación, mítica, de la radical deshumanización de lo humano que ha contribuido, como ninguna otra ‘verdad incuestionable y misteriosa’, a la efectiva destrucción de cualquier horizonte emancipatorio en la travesía hacia un futuro colonizado por la potencia desestructuradora del nihilismo científico-técnico. Como una fuerza prodigiosa nacida en las regiones oscuras de una historia incomprensible, el despliegue actual del sistema arrastra en su paso avasallante cualquier intento, humano, por interpretar su sentido o, más ilusorio, por apostar a su transformación. El mito de lo inexorable funciona a pleno en las conciencias desamparadas de los integrantes de una sociedad que ven de qué modo el cambio de la vida es inversamente proporcional a su posibilidad de comprenderlo y de incidir en él. Como en los tiempos arcaicos en los que los más esenciales terrores de una humanidad incipiente sólo podían ser frágilmente domesticados por el mito, la humanidad de nuestros días regresa, sin saberlo, hacia esas prácticas pero despojándolas de su fabuloso fondo sagrado.17
El intento de Manfred Frank, plasmado en sus conferencias sobre “El Dios venidero. Lecciones para una nueva mitología”, busca reinstalar en el debate actual la importancia decisiva del mito en el horizonte de cualquier renacimiento político. Y para ello no duda en regresar a la fuente primaria, el ámbito de gestación de lo que en la modernidad se ha denominado una ‘Nueva Mitología’, es decir, al romanticismo. Frank es claro y terminante en su formulación: no es posible eludir el desencanto propio del nihilismo despojándonos, también, de la figura del mito como momento esencial de la construcción de una nueva ‘comunidad’ que sea, a su vez, deudora de un ‘Dios venidero’. Roberto Esposito señala que con Frank “la inversión del clásico esquema contrastativo mito nihilista/razón humanista es llevada a su total cumplimiento: no sólo el mito es reconducido a la razón de la cual constituye, por decirlo de algún modo, el necesario ‘suplemento de alma’; sino que está indicado como la más sólida defensa para el hombre contra el nihilismo encarnado en la ratio tecno-analítica y por sus derivados políticos (el Estado-máquina hobbesiano-weberiano).”18 Todo el esfuerzo de M. Frank está dirigido a ‘rescatar’ al romanticismo del prejuicio racionalista, que al decir de Ernst Bloch (en quien se inspira en gran parte Frank), le entregó al nazifascismo la extraordinaria fecundidad mítico-narrativa generada en el mundo alemán de principios del siglo XIX, reduciendo la política de izquierda (tanto socialdemócrata como comunista) a un mero lenguaje sin vida y sin alma, exclusivamente articulado desde la razón analítica. En los años treinta esa ceguera del discurso progresista termino siendo suicida, en nuestro comienzo de siglo representa la nulidad de la tradición emancipatoria ante el triunfo, en toda la línea, de los dispositivos de la dominación. La desilusión, el conformismo, la apatía, el nihilismo moral, constituyen, según Frank, la prueba evidente de lo que significa el abandono, por parte de la sociedad, de todo relato mítico o, lo que es peor, el predominio de un discurso, míticamente fundado, que afinca su poderío en la multiplicación del desencanto y la inexorabilidad de la ratio técnico-analítica aliada al Estado-máquina. Volver al romanticismo significa, entre otras cosas, apuntar hacia una ‘nueva mitología’ que sea paridora no de una nostalgia por un pasado perdido sino de una apuesta por el ‘Dios venidero’ (en el ‘Principio-esperanza’ blochiano encontramos una clara teorización de esa espera utópica que se contrapone a la hegemonía del nihilismo). Salir de la trampa sutilmente montada por los dominadores de ayer y de hoy supone reencontrarse con aquellas tradiciones que buscaron, con diversas suertes, proyectar una narrativa liberadora por fuera de la oposición razón iluminista/romanticismo nihilista. Al recuperar la figura del ‘héroe’ moderno intento inscribirme en esa misma perspectiva, entendiendo que una construcción crítica del pasado exige reinstalar, en nuestro oscuro presente, la dimensión original de ese personaje que definió en gran medida el itinerario de la modernidad. Pero, y siguiendo en esto la hermenéutica frankeana del romanticismo como territorio de emergencia de una nueva mitología y como fundamento indispensable para una reinvención de la política, considero que salirse del paradigma minimalista, sustraerse al asfixiante dominio del cotilleo historiográfico, representa un momento vital a la hora de imaginar otros posibles derroteros civilizatorios, sabiendo, sin embargo, que nada está garantizado, salvo la continuidad de lo mismo, es decir, de la opresión y la barbarie.
Sabiendo también que a lo largo del siglo veinte fueron las derechas, y sobre todo los fascismos, quienes desplegaron con especial virulencia el lenguaje del mito, es que aparece como indispensable asumir el riesgo de compartir un mismo caudal de tradiciones sin por eso decir y hacer lo mismo. Consumado el tiempo del nihilismo cuya figura contemporánea es la fragmentación y la apatía, la pérdida del sentido y la incomprensión del acontecer, no queda otra alternativa, si es que intentamos seguir apostando a una ‘política emancipatoria’, que salirnos del prejuicio iluminista respecto al mito. En este sentido, el héroe moderno, su fallida búsqueda de un nuevo horizonte humano ligado a la libertad, su profunda convicción en la posibilidad cierta de la conjunción entre ideas y acción, vuelve a presentarse como una imperiosa necesidad, quizás en una perspectiva más intensa aún de lo que fue en el tiempo de su advenimiento. Junto a la muerte del héroe lo que también desaparece es la idea misma de transformación y, con ella, se quiebra toda esperanza de marchar hacia un futuro distinto al presente. La mitologización del héroe moderno implica una apuesta, de riesgo, contra el definitivo reinado del Gran Mito. El festejo posmoderno de una retirada en toda la línea de los ideales emancipatorios que estuvieron ligados a la figura del héroe, no representa otra cosa que la eterna repetición de lo mismo: la continuidad de la dominación.
Así como el héroe moderno constituyó el punto de encuentro entre el ideal transformador y la historia concreta, la ‘Nueva Mitología’ de la que habla Frank recogiendo su material de la tradición romántica del ‘Dios venidero’ (que está sobre todo en Hölderlin y Schlegel) supone un desafío de primer orden contra un discurso que atrincherado en los dispositivos de la razón instrumental se planta en nuestro presente como el verdadero heraldo de la lucha contra el mito. Detrás de ese conflicto, de esa persecusión racionalista de los estratos narrativos que han venido fundando el resto de esperanza de la humanidad desde los más lejanos tiempos, lo que se despliega con particular virulencia es la consumación del nihilismo allí donde se abandona cualquier referencia a un sentido fuerte y decisivo, para insistir en la fragmentación y la relatividad de valores, ideales y prácticas. Al erradicarse la dimensión mítica lo que se pierde es aquello que garantizaba la permanencia y constitución de una sociedad a partir de un valor supremo, reemplazándolo por la más radical precariedad disfrazada de progreso científico-técnico.19
Nuestra orfandad lejos de paralizar la recurrencia del mito como terapéutica de una humanidad desorientada, no hace otra cosa que exacerbar el dominio de aquellas fuerzas arcaicas que desde siempre han emergido como paliativos ante la oscuridad de la existencia. Pero, y hacia eso apunta Manfred Frank siguiendo la huella trazada por los autores de Dialéctica del Iluminismo, el regreso triunfal del mito se entrelaza con la proliferación de un orden malsano fundado en la ‘minoría de edad’ de individuos despojados de cualquier alternativa crítica a la eterna repetición de lo mismo. Se trata, por eso, de sustraer al mito de su función reaccionaria, de impedir que siga representando ese caudal de barbarie cuya nomenclatura contemporánea ya no es la que diseñaba el fascismo, sino que, ahora, asume los rasgos blandos y seductores de la sociedad de consumo. En todo caso, al mito de la inexorabilidad y de la repetición, hay que oponerle el mito de la redención cuya cristalización moderna encontró en el héroe trágico su particular exponente. Resulta inimaginable impedir que la travesía del presente hacia el futuro se vuelva mera duplicación de lo actual, sin echar mano de una sensibilidad que sólo puede encontrar su vitalidad en el antiguo lenguaje de los mitos. No hay posibilidad alguna de proyectar, tanto hacia el futuro como hacia el pasado, una luz liberadora, abandonando, por inservible y reaccionaria, la narración mítica.
Benjamin desconfiaba del mito, aunque como atento lector de George Sorel sabía que era indispensable, en el interior del movimiento revolucionario, proteger de la embestida del fascismo los restos redencionales que habitaban el lenguaje del mito. Adorno y Horkheimer mostraron que el principal adversario de las fuerzas arcaicas no hizo otra cosa que reproducir las potencias reaccionarias del mito pero negando de cuajo su persistencia en la época del reinado de la razón analítica. Ernst Bloch supo muy pronto que la tragedia de la izquierda alemana era el resultado de su ceguera ante la imbatible utilización que el nacionalsocialismo hizo de aquellas narraciones tan indispensables para proyectar la esperanza en medio de la desolación. No hay utopía libertaria que pueda escindirse, como sueño redencional, del caudal tumultuoso que se arrastra por el antiguo manantial del mito. Olvidar ésto significó, en los años treinta, abandonar a las fuerzas del fascismo aquellos sueños que desde la lejanía de los tiempos vienen persiguiendo los dolores de una humanidad empobrecida y sufriente. Perder de vista en nuestro presente lo qué significó ese abandono es reiterar los errores del pasado, dejando que los nuevos fascismos se hagan cargo de una herencia dolorosamente dilapidada por una izquierda desvanecida en el interior del discurso hegemónico, aquel que se funda en la dicotomía insalvable entre razón analítica y narración mítica, poniendo todas sus fichas en la adoración del progreso científico-técnico como verdadera fuerza liberadora. Por eso en su tesis 11, Benjamin confrontó el discurso positivista de la socialdemocracia, que había abandonado la tradición soñadora de la utopía, con las teorías de Fourier: “Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier. Según éste, un trabajo social bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas iluminasen la noche de la tierra, que los hielos se retirasen de los polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno.”20 Sospechando de una izquierda ciegamente adherida a los ideales del progreso indefinido, cuyo lenguaje reproducía la frialdad del lenguaje de las ciencias, Benjamin regresó sobre una tradición, la utópica, que enhebrada con las imágenes aportadas desde tiempos inmemoriales por la narración mítica, podía constituir el único muro de contención ante el avance del fascismo. Distanciándose de Sorel que opuso el mito a la utopía, destacando que la segunda era cosa de intelectuales diletantes incapacitados para comprender las verdaderas fuerzas que habitan en el seno de las masas, Benjamin, como Bloch, volvió sobre la carga emancipatoria de la utopía pero reconociendo que sin el mito quedaba desactivada y girando en el vacío.
Hacer del héroe moderno una figura fantasmal y lastimosa, o, peor aún, convertirlo en el responsable de cuanta barbarie asoló a la humanidad en los últimos dos siglos, para proclamar que la muerte de los ideales abre un genuino espacio de libertad, lo único que hace es reduplicar el discurso dominante. Proyectar retrospectivamente hacia ese tiempo de formidables potencialidades e infinitas contradicciones el caudal de nuestros prejuicios, no genera otra cosa que la eternización de un presente que sabiéndose miserable se quiere destinado a la grandeza de lo que no concibe ningún final ni ninguna muerte anunciada, pero que ha sabido descargar hacia atrás todas las ruindades de una historia que sólo se vuelve maldita en ese pasado felizmente abandonado. Quizás uno de los mitos más formidables de esta época sea aquel que surge de la absoluta convicción de haber abandonado de una vez y para siempre los fantasmas persecutorios de un pasado que apenas si vuelve a ser representado en las salas de los museos o en las imágenes producidas en el seno de la industria del espectáculo. Apenas si queda como restos de una pesadilla que sólo nos asalta por las noches y cuando nuestras defensas están bajas.





1 Utilizo aquí el concepto de héroe desde una perspectiva abarcativa que incluye tanto a la personalidad única como al colectivo social, tratando, precisamente, de expandir su significación por fuera de los límites del dominio individual o del gran personaje, destacando la posibilidad de referirme en esos términos también cuando hacemos alusión a un movimiento social. El héroe, en todo caso, será aquel que intente hacer corresponder ideas, valores y acción.
2 Lo que en un principio significó un saldo de cuentas crítico respecto a una interpretación del pasado determinada por el monumentalismo, un agudo rechazo de un relato histórico hegemonizado por la mitificación del gran héroe o exclusivamente centrado en los avatares de los poderosos, terminó siendo un desplazamiento ya no hacia el rescate de los vencidos sino a una profunda y esencial desactivación de la historia como escenario de potencialidades transformadoras. Lo que finalmente acabó por imponerse fue una historia del cotilleo, una prolífica escritura más atenta a las menudencias de las biografías privadas que a los acontecimientos de un pasado vuelto insignificante y ausente.
3 Leída retrospectivamente, la historia abierta por la Revolución francesa puede ser reducida a un montón de escombros que, como diría Benjamin, se elevan hasta el cielo sin que el ángel pueda regresar al pasado para redimir a las víctimas. Pero, y creo que es de suma importancia hacer esta diferenciación, la historia que ha concluido en catástrofe no puede vaciar, de un sólo golpe, los sueños, los sufrimientos y las gestas, de generaciones de explotados convirtiendo sus luchas en meros apéndices de la barbarie política que asoló el siglo veinte. El fracaso del socialismo, su caída en el horror concentracionario o en la estupidez burocrática, constituye una tragedia en el itinerario de las masas oprimidas, una postergación, quizás por varias generaciones, de los ideales igualitarios, pero no debe consumar otra derrota quizás más grave y definitiva: la de la memoria histórica de los vencidos que no puede ser arrastrada por la caída de aquellos sistemas político sociales que habían nacido para liberar a los seres humanos de las cadenas de la opresión y no hicieron otra cosa que construir otras más duras y dolorosas.
4 No resulta ocioso recordar que el desbarrancamiento de los grandes relatos no debe ocultar las tragedias de sus diversas consumaciones en el pasado reciente. No se trata de nostalgia por esas cristalizaciones que precipitaron el estallido de los ideales revolucionarios; se trata, por el contrario, de impedir que el naufragio se lleve de una vez y para siempre la memoria histórica. Aquellas voces que sólo se alzan para recordar, una y otra vez, de qué modo esos relatos culminaron en horrorosos sistemas políticos de opresión, dejando a un lado, por insignificantes, los incontables combates de los explotados contra la injusticia, confluyen, aunque no lo digan, en la narración histórica de los vencedores de ayer y de hoy.
5 Más allá de la caracterización nietzscheana de nuestro tiempo como una época nihilista, se impone destacar la distancia entre el hombre de la técnica, ciego en su marcha transformadora de sociedad y naturaleza, y la fracasada intención del héroe moderno que intentaba llenar de contenidos su acción sobre el mundo. Si bien la época del nihilismo abarca a uno y a otro es necesario profundizar en lo que significa la ruptura de esa relación, la nueva época del mundo como determinada, ahora sí, por una escisión que parece insuperable.
6 El saldo de la saga del héroe moderno se vende en el mercado del espectáculo a un precio irrisorio. Una historia dramática ha sido desactivada en el interior de la industria cultural favoreciendo los mecanismos de catarsis y la percepción, por parte de los actuales espectadores, de la insalvable distancia que los separan de aquellos acontecimientos fabulosos de una época perimida. Es fundamental no confundir memoria histórica con recreación cinematográfica que no hace más que profundizar la extrañeza que hoy sentimos ante aquel pasado.
7 Uno de los síntomas de la posmodernidad es precisamente el que nos confronta con la insustancialidad de nuestras acciones; sencillamente descubrimos que entre los oscuros acontecimientos planetarios y nuestras pequeñas existencias no parecen existir ninguna posibilidad de intercambio en términos de actividad consciente. El marasmo de sucesos que hoy pueblan nuestra cotidianidad pasan entre nosotros dejando una estela de misterio y de indescifrable comprensión. Es alrededor de este viraje que podemos localizar la mayor distancia entre las peripecias del héroe moderno, arrojado a su propio destino confiando en su capacidad transformadora, y la actualidad de una humanidad que se deja llevar por los vientos de la época hacia parajes desconocidos evitando, en la mayoría de los casos, interrogar por el sentido de esa marcha.
8 Quizás más grave que las consecuencias imprevisibles de la revolución biotecnológica sea la falta de interés por escrutar críticamente el destino de nuestro hacer. Una de las características del dominio planetario de la técnica, ya señalado por Weber, Simmel y Heidegger entre otros, radica en la escisión cada vez más profunda entre desarrollo técnico y cuestionamiento moral. Si bien este rasgo es propio de la modernidad, lo cierto es que todavía en las inquietudes de los pensadores centrales de ese tiempo histórico esto constituía un problema central y adquiría, a sus ojos, dimensiones trágicas. Para el hombre contemporáneo, sumergido en una cotidianidad asfixiante y crédula, esa escisión ya no es motivadora de su inquietud interrogadora.
9 El siglo XIX proyectó la imagen del científico no sólo como portador de un saber prodigioso sino, más importante aún, como exponente de una nueva humanidad capaz de fusionar conocimiento y transformación del mundo. El paradigma del hombre de ciencia ocupó gran parte del imaginario de un siglo en el que se confiaba ciegamente en el progreso indefinido que acabaría entramando los ideales emancipatorios con las consecuencias extraordinarias de la revolución científico-técnica. Desde esta perspectiva dominada todavía por los ideales de la razón ilustrada se trataba no de un desplazamiento mítico fecundado por un lenguaje incomprensible para la mayoría de los seres humanos, sino de un crecimiento civilizatorio que se proyectaba hacia un futuro emancipado de supersticiones y horrores arcaicos. La ciencia aparecía como exponente de fuerzas antimíticas. En nuestro fin de siglo, cuando los dispositivos científico-técnicos se han convertido en dominantes, cuando ningún acto ni experiencia social puede escaparse de su prodigiosa presencia, cuando los últimos secretos de la naturaleza están al caer y las posibilidades parecen volverse infinitas e inimaginables, regresa sobre la conciencia de los habitantes de esta época el peso de lo mágico, la absoluta distancia entre los portadores del conocimiento superior y las masas de usuarios incapacitados para comprender por qué y cómo funcionan la mayoría de las cosas sin las cuales sus vidas se volverían imposibles. Una nueva forma de mitificación, como ya lo habían señalado Adorno y Horkheimer, se despliega con toda intensidad en el escenario de la sociedad contemporánea.
10 Siguen siendo ejemplares las reflexiones del último Weber: “Tratemos de ver claramente por de pronto, qué es lo que significa desde el punto de vista práctico esta racionalización intelectualista operada a través de la ciencia y de la técnica científicamente orientada. ¿Significa quizás, que hoy cada uno de los que estamos en esta sala tiene un conocimiento de sus propias condiciones de vida más claro que el que de las suyas tenía un indio o un hotentote? Difícilmente será eso verdad. A no ser que se trate de un físico, quien viaja en un tranvía no tendrá seguramente ni idea de cómo y por qué aquello se mueve. Además, tampoco necesita saberlo. Le basta con poder ‘contar’ con el comportamiento del tranvía y orientar así su propia conducta, pero no sabe cómo hacer tranvías que funcionen. El salvaje sabe muchísimo más acerca de sus propios instrumentos. Si se trata de gastar dinero, podría apostar a que, aunque se encuentren en esta sala algunos economistas, obtendríamos tantas respuestas distintas como sujetos interrogados si se nos ocurriera preguntar por qué con una misma cantidad de dinero podemos comprar, según las ocasiones, cantidades muy distintas de la misma cosa. El salvaje, por el contrario, sabe muy bien cómo conseguir su alimento cotidiano y cuáles son las instituciones que le ayudan para eso. La intelectualización y racionalización creciente no significan pues, un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto; significan que se sabe o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede llegar a saber que no existe en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo. A diferencia del salvaje, para quien tales poderes existen, nosotros no tenemos que recurrir ya a medios mágicos para controlar los espíritus o moverlos a piedad. Esto es cosa que se logra merced a los medios técnicos y a la previsión. Tal es esencialmente el significado de la intelectualización.” Max Weber, “La ciencia como vocación”, en El político y el científico, Madrid, Alianza ed., 1972, pp. 199-200. Lejos de haber superado este diagnóstico que Weber hizo en 1919, no hemos sino profundizado sus consecuencias.
11 Se me disculpará que insista, pero conociendo la sensibilidad de la época no es exagerado volver a remarcar lo que ya se dijo: no se trata de un rescate acrítico de la figura del héroe moderno, de un giro nostálgico hacia un pasado ejemplar perdido, la intención es pensar nuestro propio tiempo apropiándonos de una experiencia cuya significación ha sido oscurecida, destacando los rasgos de esa travesía trágica por la historia como un modo de ejercer la crítica del presente.
12 Remito a mi ensayo “Los usos de la memoria” (Confines, n.º 3, 1996) en el que analizo más a fondo este problema crucial.
13 La crisis del espacio público representa el proceso de vaciamiento de los ideales políticos gestados en la modernidad; la privatización de la vida constituye una extraña paradoja: por un lado los individuos se vuelven sobre sí mismos alejándose del espacio público con el que establecen una relación puramente arbitrada por los medios masivos de comunicación, y, por el otro lado, los controles que desde el poder se ejercen sobre las existencias privadas son hoy más generalizados y de un alcance mayor que el de cualquier otro período anterior de la historia de Occidente. El repliegue hacia el ámbito privado, la reivindicación de la libertad individual, aparecen como la contracara de un orden mayúsculo que es capaz de extender su dominio hacia los rincones más recónditos de la sociedad. No se trata, por lo tanto, de una nueva forma de libertad fundada en el individualismo posmoderno, sino de una sutil y eficaz variante de la dominación.
14 Aquel ensayo renovador de Nun se sostenía, principalmente, en una concepción democrática radical, emergía como una crítica del vanguardismo de la izquierda y consideraba a las masas como los actores privilegiados del drama de la historia. Y sin embargo, con el abrupto giro iniciado en la segunda mitad de los años ochenta y profundizado en los noventa, esa idea de democracia radical fue rápidamente suplantada, en el propio Nun y en muchos otros, por el apegamiento acrítico a la formalidad burguesa. La propia idea de democracia fue adquiriendo todos los rasgos de la tradición liberal que, como se sabe, poco y nada tiene que ver con la presencia de las masas populares (el coro según la terminología de Nun) en el centro de la escena política. Lo que en el comienzo apareció como una rebelión acabó siendo un abandono de las tradiciones revolucionarias para adscribir al discurso de la democracia liberal.
15 Se ha vuelto un lugar común denostar ese pasado a partir de la buena conciencia de época; se rechaza la violencia convirtiéndola en un mero instrumento de una barbarie abstracta, perdiendo de vista la vasta y profunda significación que la violencia ha tenido desde los comienzos mismos de la experiencia humana. Pero lo más grave es la actitud de juzgamiento fundada en un presente que se quiere mejor que aquel pasado que se ha vuelto, para esta conciencia bienpensante, intolerable; como si en nuestro giro de milenio, sobrecargados de deudas de todo tipo y habiendo liquidado gran parte del sueño emancipatorio nacido a partir de la Revolución francesa y prolongado durante dos siglos, hubieramos dejado atrás, bien atrás, la barbarie de la dominación.
16 Véase Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1970, caps. 1 y 2.
17 Véase de Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre una Nueva Mitología, Barcelona, Ediciones del Serbal, segunda lección. Siguiendo en esto a Adorno y Horkheimer, Frank señala la recaída en una segunda minoría de edad producto de la “transformación de las ansias humanas de emancipación en una minoría de edad de otro tipo. Si la primera minoría de edad tenía lugar respecto a la naturaleza y las fuerzas míticas, esta nueva inmadurez, mucho más peligrosa, se da frente al totalitarismo de la racionalidad que, en tanto que técnica ajena a los fines del hombre, ha emprendido desde hace tiempo nuestra instrumentalización, nos está convirtiendo en sus siervos e incluso, y cada vez en mayor medida, en sus sangrientas víctimas. Una racionalidad que simplemente se limita a reprimir y a esconder su dependencia respecto a lo que antes se llamaba Dios y en el siglo XIX se llamó Naturaleza, sigue conservando la marca de su origen, aunque sea inconscientemente, y el peligro está precisamente en el hecho de negarlo, de relegar el sentimiento de dependencia al inconsciente y compensar su impotencia con la esperanza de poder llegar un día tan lejos en el dominio de la naturaleza -gracias a una cadena de irresistibles saltos del progreso- que, finalmente, la hipótesis angustiosa llamada ‘Dios’ sea superflua, al haber sido absorbida por el poder soberano del género humano (suponiendo que consiga sobrevivir, hasta ese día).” M. Frank, op. cit., p. 54.
18 Roberto Esposito, Confines de lo político, Madrid, Trotta, 1996, pp. 96-97.
19 Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre una Nueva Mitología, p. 17.
20 Walter Benjamin, “Tesis de Filosofía de la Historia”, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973, p. 185.

RESISTIR por Susan Sontag






Discurso con motivo de la entrega del Premio Oscar Romero, patrocinado por la Capilla Rothko, a Ishai Menuchin, presidente de Yesh Gvul, movimiento de rechazo selectivo de los soldados israelíes.


Permítanme evocar no a uno, sino a dos héroes, sólo a dos, entre millones de héroes. A dos víctimas entre millones de víctimas.

El primero: Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en su investidura mientras oficiaba misa en la catedral el 24 de marzo de 1980 -hace 23 años-, pues se había convertido en ''un manifiesto defensor de una paz justa y se opuso públicamente a las fuerzas de la violencia y la opresión''. (Cito la descripción del Premio Oscar Romero, que hoy se entrega a Ishai Menuchin.)

La segunda: Rachel Corrie, estudiante universitaria de 23 años procedente de Olympia, Washington, muerta con su brillante chaleco anaranjado fluorescente con tiras de Day-Glo, que los escudos humanos llevan con el propósito de ser del todo visibles -y tal vez para estar más seguros-, mientras intentaba detener una de las casi diarias demoliciones de casas de las fuerzas israelíes en Rafah, una población en el sur de la franja de Gaza (donde Gaza linda con la frontera egipcia), el 17 de marzo de 2003 -hace dos semanas-. De pie, frente a la casa de un médico palestino elegida para demolición, Corrie, una de los ocho jóvenes voluntarios estadunidenses y británicos, escudos humanos en Rafah, había estado agitando los brazos y gritando por megáfono al conductor de un bulldozer D-9 blindado que se acercaba; entonces se hincó de rodillas en el camino del gigantesco bulldozer, el cual no aminoró su marcha.

Dos figuras, emblemas del sacrificio, muertas por las fuerzas de la violencia y la opresión, a las cuales ofrecían una oposición por principio, no violenta, y peligrosa.

Comencemos por el riesgo. El riesgo del castigo. El riesgo del aislamiento. El riesgo de ser herido o muerto. El riesgo del desprecio.

Todos somos reclutas en uno u otro sentido. Para todos nosotros es difícil romper filas; incurrir en la desaprobación, en la censura, en la violencia de una mayoría ofendida y con un concepto distinto de la lealtad. Nos amparamos con palabras estandarte, como justicia, paz y reconciliación, que nos alistan en comunidades nuevas, si bien más pequeñas y relativamente ineficaces, con otros de igual parecer, los cuales nos movilizan para la manifestación, la protesta, la ejecución pública de acciones de desobediencia civil, y no para la plaza de armas o el campo de batalla.

Perder el paso de la propia tribu; dar un paso fuera de la tribu a un mundo más amplio en sentido mental, pero más reducido en el numérico: si el aislamiento o la disidencia no es tu posición habitual o satisfactoria, este es un proceso complejo y difícil.

Es difícil contravenir la sabiduría de la tribu: la sabiduría que valora las vidas de sus miembros por encima de todas las demás. Siempre será impopular -siempre será considerado antipatriótico- afirmar que las vidas de los miembros de la otra tribu son tan valiosas como las de la propia.

Es más fácil entregar nuestra fidelidad a las personas que conocemos, a las que vemos, entre las que estamos incrustados, con las que compartimos -como bien puede ser el caso- la comunidad del miedo.

No subestimemos la fuerza de aquello a lo que nos oponemos. No subestimemos la represalia con la cual acaso se castigue a quienes se atreven a disentir de las brutalidades y represiones que se creen justificadas por los miedos de la mayoría.

Somos carne. Se nos puede perforar con una bayoneta, despedazar con un bombardero suicida. Se nos puede aplastar con un bulldozer, o abatir a tiros en una catedral.

El miedo vincula a la gente. Y el miedo la dispersa. El valor es inspiración de las comunidades; el valor de un ejemplo, pues el valor es tan contagioso como el miedo. Pero el valor, algunas de sus modalidades, puede también aislar a los valerosos.

El destino perenne de los principios: si bien todos afirman profesarlos es probable que se sacrifiquen cuando se vuelven incómodos. Por lo general un principio moral es algo que nos pone en desacuerdo con la práctica aceptada. Y ese desacuerdo acarrea sus consecuencias, a veces desagradables, pues la comunidad se venga de aquellos que ponen en entredicho sus contradicciones: quienes desean una sociedad que en verdad mantenga los principios que dice defender.

El criterio según el cual una sociedad debería en efecto encarnar los principios que profesa es utópico, en el sentido de que los principios morales contradicen las cosas como son y como serán siempre. Las cosas como son -y como serán siempre- no son del todo perversas ni del todo buenas, sino deficientes, inconsistentes e inferiores. Los principios nos incitan a que hagamos algo respecto del mar de contradicciones en el que funcionamos moralmente. Los principios nos incitan a que nos reformemos, a que seamos intolerantes con el relajamiento moral, la componenda, la cobardía y con volver la cara a lo que resulta pertubador: esa corrosión oculta del corazón, la cual nos dice que lo que estamos haciendo no está bien, y entonces nos aconseja que estaremos mejor si no pensamos en ello.

El lema del que es contrario a los principios: ''Estoy haciendo lo que puedo''. Lo mejor posible dadas las circunstancias, desde luego.

Digamos que el principio es: está mal oprimir y humillar a todo un pueblo; despojarlo sistemáticamente de su justo techo y alimento; destruir sus habitaciones, sus medios de vida, su acceso a la instrucción y a la atención médica, y su capacidad para reunirse.

Que estas prácticas están mal, a pesar de las provocaciones.

Y hay provocaciones. Eso, tampoco, debería negarse.

En el núcleo de nuestra vida moral y de nuestra imaginación moral se encuentran los grandes modelos de resistencia: las grandes historias de quienes han dicho ''no''. ''No'' te serviré.

¿Qué modelos, qué historias? Un mormón puede resistirse a la ilegalización de la poligamia. Un opositor militante al aborto puede resistirse a la ley que vuelve legal el aborto. Ellos, también, invocarán las pretensiones de la religión (o de la fe) y la moralidad, contra los edictos de la sociedad civil. Se puede usar la apelación a una ley superior existente que nos autoriza a desafiar las leyes del Estado para justificar la trasgresión criminal, así como la más noble lucha en favor de la justicia.

El valor no tiene calidad moral en sí mismo, pues el valor no es, en sí mismo, una virtud moral. Los canallas, perversos, asesinos y terroristas acaso sean valerosos. Para calificar el valor como virtud nos hace falta un adjetivo: hablamos de ''valor moral'' porque, también, hay algo llamado valor amoral.

Y la resistencia no es valiosa en sí misma. El contenido de la resistencia es lo que determina su mérito, su necesidad moral.

Digamos: resistencia a una guerra criminal. Digamos: resistencia a la ocupación y anexión de las tierras de otro pueblo.

Reitero: no hay superioridad inherente en la resistencia. Todos nuestros llamamientos en favor de la rectitud de la resistencia se apoyan en la rectitud del llamamiento según el cual los resistentes actúan en nombre de la justicia. Y la justicia de la causa no depende de, y no se ve acrecentada por, la virtud de los que pronuncian la afirmación. Depende, en primera y última instancia, de la verdad de una descripción de circunstancias que son, en verdad, injustas e innecesarias.

Lo que sigue me parece una descripción veraz de las circunstancias que me he tardado años de incertidumbre, ignorancia y angustia en reconocer.

Un país herido y temeroso, Israel, atraviesa la mayor crisis de su turbulenta historia, ocasionada por una política de constante incremento y refuerzo de las colonias en los territorios ganados tras su victoria en la guerra árabe contra el Israel de 1967. La decisión de sucesivos gobiernos israelíes de conservar su control en la Franja Occidental y en Gaza, negando con ello a sus vecinos palestinos un Estado propio, es una catástrofe -moral, humana y política- para ambos pueblos. Los palestinos necesitan un Estado soberano. Israel necesita un Estado palestino soberano. Los que en el extranjero queremos la supervivencia de Israel no podemos, no debemos, desear que sobreviva no importa qué, no importa cómo. Tenemos una singular deuda de gratitud con los valerosos testigos, periodistas, arquitectos, poetas, novelistas y profesores judíos israelíes, entre otros, que han descrito, documentado, protestado y militado contra los sufrimientos de los palestinos que viven bajo las condiciones israelíes cada vez más crueles de sometimiento militar y anexión de las colonias. Nuestra admiración más profunda ha de estar dirigida a los valerosos soldados israelíes, aquí representados por Ishai Menuchin, que se niegan a servir más allá de las fronteras de 1967. Estos soldados saben que todas las colonias están finalmente destinadas a la evacuación. Estos soldados, que son judíos, se toman en serio el principio expuesto en los juicios de Nuremberg de 1946. A saber: que un soldado no está obligado a cumplir órdenes injustas, órdenes que contravienen las leyes de la guerra; en efecto, se tiene la obligación de desobedecerlas.

Los soldados israelíes que se resisten a servir en los territorios ocupados no están rechazando una orden en particular. Se niegan a entrar a un espacio en el cual, con toda seguridad, se darán órdenes ilegítimas, es decir, donde es muy probable que se les ordenará el cumplimiento de acciones que seguirán oprimiendo y humillando a los civiles palestinos. Las casas son demolidas, se desarraigan los huertos, se arrasa con bulldozers los puestos en los mercados de los pueblos, se saquea un centro cultural, y ahora, casi todos los días, se dispara y mata a civiles de todas las edades. No puede cuestionarse la inmensa crueldad de la ocupación israelí de 22 por ciento del otrora territorio de la Palestina británica sobre el que se erigirá un Estado palestino. Estos soldados sostienen, como yo, que debería efectuarse una retirada incondicional de los territorios ocupados. Han declarado colectivamente que no continuarán luchando más allá de las fronteras de 1967 ''a fin de dominar, expulsar, privar de alimento y humillar a todo un pueblo''.

Lo que estos soldados han hecho -son ya unos 2 mil, de los cuales más de 250 han ido a prisión- no contribuye a indicarnos el modo en que los israelíes y los palestinos puedan lograr la paz, además de la irrevocable exigencia de que las colonias han de ser desmanteladas. Las acciones de esta heroica minoría no pueden contribuir a la muy necesaria reforma y democratización de la Autoridad Nacional Palestina. Su posición no reducirá el dominio del fanatismo religioso y el racismo en la sociedad israelí o reducirá la difusión de la virulenta propaganda antisemita en el agraviado mundo árabe. No detendrá a los bombarderos suicidas.

Su declaración es simple: basta. O: hay un límite. Yesh gvul.

Es un modelo de resistencia. De desobediencia. Para la cual siempre habrá sanciones.

Ninguno de nosotros ha tenido que tolerar lo que están soportando estos valerosos conscriptos, muchos de los cuales han ido a la cárcel.

Manifestarse en favor de la paz en la actualidad, en Estados Unidos, sólo sirve para ser abucheado (como en la reciente ceremonia de los Oscar), hostigado, incluido en la lista negra (la exclusión en la cadena más poderosa de estaciones de radio de las Dixie Chicks); en suma, vilipendiado por no ser patriota.

Nuestro ethos de "Unidos estamos" o "El ganador se lleva todo"... Estados Unidos es un país que ha convertido el patriotismo en un equivalente del consenso. Tocqueville, que sigue siendo el más grande observador de Estados Unidos, comentó el grado de conformidad sin precedentes en aquel flamante país, y otros 175 años sólo han confirmado su observación.

A veces, dado el nuevo giro radical en la política exterior estadunidense, parecería inevitable que el consenso nacional sobre la grandeza de Estados Unidos, el cual puede ser activado hasta las cotas más altas de un triunfalista amor propio nacional, estuviera destinado finalmente a encontrar expresión en guerras como la presente, la cual cuenta con la aprobación de la mayoría de la población, persuadida de que Estados Unidos tiene el derecho -incluso la obligación- de dominar el mundo.

El modo usual de proclamar a la gente que actúa por principio es diciendo que son la vanguardia de una revuelta que a la larga triunfará contra la injusticia.

Pero, ¿y si no lo son?

¿Y si el mal es en verdad incontenible? Al menos en el corto plazo. Y ese corto plazo puede ser, va a ser, ciertamente muy largo.

Mi admiración a los soldados que se están resistiendo a servir en los territorios ocupados es tan feroz como mi convicción de que transcurrirá mucho tiempo antes de que su criterio prevalezca.

Pero lo que me inquieta en este momento -por razones obvias- es obrar por principio cuando no se va a alterar la evidente distribución de fuerzas, la manifiesta injusticia y el carácter homicida de la política del gobierno que asegura estar obrando no en nombre de la paz, sino de la seguridad.

La fuerza de las armas sigue su propia lógica. Si cometes una agresión y otros se resisten, es fácil convencer al frente interno de que la lucha debe continuar. Una vez que las tropas se encuentran allí, han de ser respaldadas. Resulta irrelevante cuestionar por qué las tropas se encuentran allí en primer lugar.

Los soldados se encuentran allí porque "nos" están atacando, o amenazando. Olvidemos si acaso que los atacamos primero. Ahora en represalia nos atacan, y causan víctimas mortales. Se comportan de modos que contravienen la conducta "apropiada" en la guerra. Se comportan como "salvajes", como le gusta a la gente en nuestra parte del mundo llamar a la gente de aquella parte del mundo. Y sus acciones "salvajes" e "ilícitas" dan nueva justificación a nuevas agresiones. Y un nuevo ímpetu para la represión, la censura o la persecución a los ciudadanos que se oponen a la agresión acometida por el gobierno.

No subestimemos la fuerza de aquello a lo que nos oponemos.

El mundo, casi para todos, es aquello sobre lo que virtualmente no ejercemos control alguno. El sentido común y el propio sentido de protección señalan que nos ajustemos a lo que no podemos cambiar.

No es difícil advertir cómo algunos de nosotros podríamos ser persuadidos de la justicia, de la necesidad de una guerra. Sobre todo de una guerra definida como reducidas y restringidas acciones militares que de hecho contribuirán a la paz y a una seguridad mejorada; de una agresión que se anuncia como una campaña de desarme: reconocidamente de desarme al enemigo y que, lamentablemente, requiere la aplicación de una fuerza abrumadora. Una invasión que se caracteriza a sí misma, oficialmente, como una liberación.

Toda violencia bélica ha sido justificada como una represalia. Se nos amenaza. Nos estamos defendiendo. Los otros quieren matarnos. Debemos detenerlos.

Y entonces: debemos detenerlos antes de que tengan ocasión de cumplir sus planes. Y puesto que los que quieren atacarnos se ocultan tras no combatientes, no hay aspecto de la vida civil que esté exento de nuestras depredaciones.

Omitamos la disparidad de fuerzas, de riqueza, de potencia de fuego, o simplemente de población. ¿Cuántos estadunidenses saben que la población de Irak es de 24 millones, la mitad de los cuales son niños? (La población de Estados Unidos, como recordarán, es de 286 millones.) No respaldar a los que están bajo el fuego enemigo parece una traición.

Puede ser que, en algunos casos, la amenaza sea real.

En tales circunstancias, el portador del principio moral se parece a alguien que corre junto a un tren gritando: "¡alto!, ¡alto!"

¿Se puede detener el tren? No, no se puede. Al menos no ahora.

¿Acaso otras personas a bordo del tren serán movidos a saltar y unirse a los que están en tierra? Tal vez algunos salten, pero la mayoría no. (Al menos no hasta que cuenten con toda una nueva panoplia de miedos.)

La dramaturgia de ''actuar por principio'' nos indica que no debemos pensar si resulta conveniente o si podemos contar con los éxitos postreros de las acciones que hemos emprendido.

Actuar por principio es, se nos dice, bueno en sí mismo.

Pero sigue siendo una acción política, en el sentido de que no lo estás haciendo en tu beneficio. No lo haces sólo para tener razón o para apaciguar tu conciencia; mucho menos porque confías en que tus acciones alcanzarán sus objetivos. Resistes porque es una acción solidaria. Con las comunidades de quienes tienen principios y con los desobedientes: aquí y por doquier. Del presente. Del futuro.

La prisión de Thoreau a causa de su protesta contra la guerra estadunidense con México en 1849 difícilmente detuvo el conflicto. Pero la resonancia de aquella temporada breve y del todo impune de detención (un célebre y único día en la cárcel) no ha cesado de inspirar la resistencia por principio frente a la injusticia a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestra época. El movimiento para clausurar el campo de pruebas de Nevada, un sitio clave de la carrera de armamentos nucleares, fracasó en lograr su objetivo a finales de los 80: las protestas no afectaron las operaciones del campo de pruebas. Pero inspiró directamente la formación de un movimiento de protesta en la lejana Alma Ata en la primavera de 1989, que finalmente consiguió cerrar el campo de pruebas soviético en Kazajistán. El movimiento citaba a los activistas antinucleares de Nevada como fuente de inspiración y expresaba su solidaridad con los nativos norteamericanos en cuyas tierras se localizaba el campo de pruebas.

La probabilidad de que tus acciones de resistencia no puedan evitar la injusticia no te exime de actuar en favor de los intereses de tu comunidad que profesas sincera y reflexivamente.

Así: no conviene a los intereses de Israel ser un opresor.

Así: no conviene a los intereses de Estados Unidos ser una superpotencia, capaz de imponer su voluntad en cualquier país del mundo, a su capricho.

Lo que conviene a los intereses de una comunidad moderna es la justicia.

No puede estar bien oprimir y confinar sistemáticamente a un pueblo vecino. Sin duda es falso sostener que el asesinato, la expulsión, las anexiones, la construcción de muros -el conjunto de lo que ha contribuido a reducir a todo un pueblo a la dependencia, la penuria y la desesperanza- traerá la seguridad y la paz a los opresores.

No puede estar bien que un presidente de Estados Unidos al parecer suponga que tiene el mandato de ser presidente del planeta, y que anuncie que aquellos que no están con Estados Unidos están con "los terroristas".

Aquellos valerosos judíos israelíes, en ferviente y activa oposición a las políticas del actual gobierno de su país y que se han manifestado en nombre del apremio y los derechos de los palestinos, están defendiendo los verdaderos intereses de Israel. Los que se oponen a los planes hegemónicos mundiales del actual gobierno de Estados Unidos son patriotas que hablan en nombre de los intereses superiores de Estados Unidos.

Más allá de estas luchas, merecedoras de nuestra apasionada adhesión, es importante recordar que en los programas de resistencia política la relación de causa y efecto es serpentina y a menudo indirecta. Toda lucha, toda resistencia, es -debe ser- concreta. Y toda lucha tiene una resonancia mundial.

Si no aquí, entonces allá. Si no ahora, entonces pronto: por doquier y aquí.

Al arzobispo Oscar Arnulfo Romero.

A Rachel Corrie.

Y a Ishai Menuchin y sus camaradas.


Houston, Texas, 30 de marzo de 2003.

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* Susan Sontag es escritora, ensayista, directora cinematográfica y crítica estadunidense que ha cuestionado el sistema de valores y la cultura del mundo occidental. Autora de El benefactor, Contra la interpretación, El sida y sus metáforas y En América, entre otras obras.