viernes, 5 de noviembre de 2010

"Reificación, Un estudio en la teoría del reconocimiento" por Axel Honneth





"Toda reificación es un olvido."
Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctide la Ilustración

"El saber se basa al fin en el reconocimiento."
Ludwig Wittgenstein, Sobre la certeza


En los países de habla alemana, durante las décadas de 1920 y 1930 el concepto de "reificación" fue un leitmotiv de la crítica social y cultural. En esta expresión y en otros conceptos vecinos parecían concentrarse, como en un espejo ustorio, las experiencias históricas que marcaron a la República de Weimar bajo la presión del creciente desempleo y de las crisis económicas: las relaciones sociales daban la impresión de una instrumentalidad fría y calculadora, el amor artesano por las cosas había cedido evidentemente frente a una actitud de disposición puramente instrumental, y aun las experiencias interiores de los sujetos permitían entrever el hálito helado de una docilidad interesada. Sin embargo, era necesaria la presencia de ánimo de un filósofo comprometido intelectualmente para que estas difusas tendencias pudieran ser comprendidas bajo el denominador único de "reificación"; y fue Georg Lukács quien, en la colección de ensayos Historia y conciencia de clase, publicada en 1925, logró forjar este concepto clave mediante una audaz recopilación de motivos provenientes de la obra de Karl Marx, Max Weber y Georg Simmel. En el centro de ese volumen, impulsado por la esperanza de una revolución inminente, se encuentra el largo ensayo en tres partes titulado "La reificación y la conciencia del proletariado", que alentó a filósofos y a sociólogos de toda una generación a analizar las formas de vida imperantes en ese entonces como consecuencias de la reificación social.
No obstante, en la época posterior a la finalización de la Segunda Guerra Mundial la categoría de "reificación" perdió la posición central que tenía como diagnóstico de la época. Como si la ruptura de la civilización que significó el Holocausto hubiese paralizado toda afición especulativa de diagnóstico social de largo alcance, la mayoría de los teóricos sociales y de los filósofos se conformaban con analizar las insuficiencias de la democracia y de la justicia, sin hacer uso de conceptos patológicos como "reificación" o "comercialización". Aunque estas perspectivas pervivían naturalmente en los escritos de la Escuela de Frankfurt, especialmente en los trabajos de Adorno, y aunque durante la movilización estudiantil volvió a flamear brevemente el recuerdo del estudio de Lukács, el proyecto de analizar la reificación parecía finalmente ser parte de un pasado muy lejano. Incluso el hablar de "reificación" podía parecer el síntoma de querer empecinadamente ser parte de una época cultural que había perdido su legitimación por la posguerra, las reformas culturales y las innovaciones en la teoría.
Sólo en el presente más reciente se multiplican los indicios de que esta situación podría volver a cambiar una vez más. Como un fragmento no elaborado por la filosofía, retorna la categoría de la "reificación" desde el abismo insondable de la República de Weimar y se incorpora nuevamente a la escena del discurso intelectual. Son tres, si no cuatro, los indicios que permiten sustentar la conjetura de que hay un cambio de tendencia en el diagnóstico de la época. En primer lugar -y de forma aún no muy llamativa- puede señalarse la existencia de una cantidad de novelas y relatos recientes que diseminan un aura estética de la economización furtiva de nuestra vida cotidiana: a través del tipo de medios estilísticos utilizados o de la elección del vocabulario empleado, estos testimonios literarios insinúan que observan el mundo como si sus habitantes, esencialmente, se trataran a sí mismos y trataran a los demás como objetos inanimados, es decir, sin un vestigio de sensibilidad o del intento de una toma de perspectiva. La lista de los autores que podrían mencionarse en este contexto comprende a los escritores norteamericanos Raymond Carver y Harold Brodkey, pasando por el enfant terrible de la literatura francesa, Michel Houellebecq, hasta las escritoras de habla alemana Elfriede Jelinek y Silke Scheuermann. Aunque en estas obras narrativas la reificación está presente sólo como un estado de ánimo que crea un clima, en análisis sociológicos recientes se la estudia como una forma modificada del comportamiento humano. En el área de la sociología cultural o de la psicología social, hay en la actualidad innumerables estudios que detectan en los sujetos una tendencia creciente a simular deseos o sentimientos, por oportunismo, hasta que los experimentan como componentes de la propia personalidad: una forma de la automanipulación emocional, que Lukács tenía en mente cuando se refería al periodismo como una "prostitución" de "vivencias y convicciones" y veía en él un último grado de reificación social.
Por cierto, en tales diagnósticos acerca de una tendencia a gerenciar los sentimientos el concepto de "reificación" aparece tan poco explicitado como en la mayoría de los testimonios literarios que propagan una atmósfera de fría objetividad y manipulación. Esto sólo varía en la tercera clase de textos que permiten suponer un regreso de la temática de la reificación en la actualidad. También, en los últimos tiempos, dentro de la ética o de la filosofía de la moral se encuentran esfuerzos de asir teóricamente tales fenómenos sociales como se le podrían haber presentado a Lukács en su análisis. En ellos se usa con frecuencia y expresamente el concepto de "reificación" sin por ello establecer una conexión con el texto fuente: es así como Martha Nussbaum, en estudios recientes, se refiere específicamente a la "reificación" para designar formas especialmente extremas de la utilización instrumental de otras personas, mientras que Elisabeth Anderson prescinde del concepto, pero analiza fenómenos claramente comparables del distanciamiento que produce lo económico en nuestras condiciones de vida. En tales contextos éticos, se habla de "reificación" o de procesos relacionados en un sentido decididamente normativo: esto significa un comportamiento humano que quebranta nuestros principios morales o éticos en tanto otros sujetos no son tratados de acuerdo con sus cualidades humanas, sino como objetos insensibles, inertes, es decir, como "cosas" o "mercancías"; y los fenómenos empíricos a los que esos análisis hacen referencia abarcan tendencias tan disímiles como el creciente alquiler de vientres, el surgimiento de un mercado de relaciones amorosas o la expansión explosiva de la industria del sexo.
Finalmente, es posible delinear un cuarto contexto en el que en la actualidad vuelve a usarse la categoría de "reificación" para caracterizar conceptualmente procesos llamativos de nuestro presente. En el campo de las discusiones que se entablan en los últimos tiempos acerca de los resultados y las repercusiones sociales de las investigaciones del cerebro, no es infrecuente escuchar que el abordaje estrictamente científico delata en este caso una actitud reificante: el propósito -así reza el argumento- de explicar el sentir y el actuar humanos mediante el mero análisis de las conexiones neuronales en el cerebro es abstraído de todo saber del mundo de la vida y con ello se está tratando al ser humano como a un autómata sin experiencia, en último término, como una cosa. Como en los planteos éticos antes mencionados, también aquí se adopta esencialmente este concepto para caracterizar un quebrantamiento de principios morales: el hecho de que en la observación neurofisiológica del ser humano aparentemente no se toman en cuenta sus cualidades personales es considerado como un caso de "reificación". Por ende, en ambos contextos, las connotaciones ontológicas que sin duda tiene el concepto con su alusión a las meras cosas ocupa un rol subordinado, marginal: un comportamiento determinado, "reificante", es considerado dudoso o falso no porque atente contra presuposiciones ontológicas de nuestro actuar cotidiano, sino porque atenta contra principios morales. Por el contrario, Lukács creía poder prescindir de toda relación con principios éticos. En su ensayo, tomó el concepto de reificación en sentido literal porque creía poder caracterizar con él una praxis de comportamiento social que ya por el desacierto en los hechos ontológicos debería entenderse como falsa.
Por supuesto que el análisis de la reificación de Lukács posee un contenido normativo, aunque prescinda totalmente de un vocabulario moral. A fin de cuentas, el uso del concepto de "reificación" delata ya la suposición de que en los fenómenos descritos se trata de un desacierto en la forma "propia" o "correcta" de posicionarse frente al mundo; y, finalmente, Lukács, sin duda, parte de la base de que sus lectores concuerdan con él cuando presenta la necesidad histórica de revolucionar las condiciones dadas. Pero el lugar de aplicación de estos juicios implícitos se encuentra en un nivel teórico, por debajo de la esfera argumentativa en la que en los contextos mencionados se formulan y sustentan las valoraciones pertinentes, porque, justamente, Lukács ve en la reificación no un quebrantamiento de principios morales, sino un desacierto en una praxis o en una forma de actitud humana que define la racionalidad de nuestra forma de vida. Los argumentos que aporta contra la reificación capitalista de nuestras condiciones de vida poseen un carácter normativo sólo de manera indirecta, porque surgen de los elementos descriptivos de una ontología social o de una antropología filosófica que intenta aprehender las bases racionales de nuestra existencia. En este sentido, es posible afirmar que el análisis de la reificación hecho por Lukács aporta la explicación socio-ontológica de una patología de nuestra praxis de vida. Si en la actualidad es posible seguir afirmando esto, si podemos justificar las objeciones elevadas contra una determinada forma de vida remitiendo a discernimientos socio-ontológicos, se trata de algo no definido en absoluto. Es más, en vista de los arduos requerimientos del accionar estratégico en las sociedades contemporáneas, ni siquiera está claro si con el concepto de "reificación" aún se puede expresar una idea coherente.

"Intimidades congeladas: Las emociones en el capitalismo" por Eva Illouz



El surgimiento del Homo Sentimentalis

Tradicionalmente, los sociólogos entendieron la modernidad en términos del advenimiento del capitalismo, de la aparición de instituciones políticas democráticas o de la fuerza moral de la idea de individualismo, pero prestaron escasa atención al hecho de que, junto con los conceptos familiares de plusvalía, explotación, racionalización, desencantamiento o división del trabajo, la mayor parte de los grandes relatos sociológicos de la modernidad contenían otra historia colateral en clave menor, a saber, las descripciones o los relatos del advenimiento de la modernidad en términos de emociones. Para tomar algunos ejemplos vívidos pero en apariencia triviales, la ética protestante de Weber contiene, en su núcleo, una tesis sobre el papel de las emociones en la acción económica, dado que es la angustia que provoca una divinidad inescrutable lo que subyace en la actividad vertiginosa del empresario capitalista. El concepto de alienación en Marx -que resultaba central para explicar la relación del trabajador con el proceso y el producto del trabajo- tenía fuertes visos emocionales, como cuando Marx, en los Manuscritos económico-filosóficos, analiza el trabajo alienado como una pérdida de realidad, en sus palabras, una pérdida en lo relativo al vínculo con el objeto. Cuando la cultura popular se apropió de la "alienación" de Marx -y la distorsionó- fue sobre todo por sus implicaciones emocionales: la modernidad y el capitalismo eran alienantes en el sentido de que creaban un tipo de entumecimiento emocional que separaba a las personas entre sí, de su comunidad y de su propio yo profundo. También podemos recordar la famosa descripción que hace Simmel de la metrópolis, que comprende un relato de la vida emocional. Para Simmel, la vida urbana genera un incesante flujo de estímulos nerviosos y se diferencia de la vida en un pueblo pequeño, que se caracteriza por las relaciones emocionales. La típica actitud moderna, para Simmel, es la del "blasé", una mezcla de reserva, frialdad, indiferencia y, agrega, siempre en riesgo de convertirse en odio. Por último, fue la sociología de Durkheim -de manera algo sorprendente dada su condición de neokantiano- la que de manera más evidente se ocupó de las emociones. De hecho, la "solidaridad", la figura clave de la sociología de Durkheim, no es más que una serie de emociones que vincula a los actores sociales con los símbolos centrales de la sociedad (lo que Durkheim llamaba "effervescence" en Las formas elementales de la vida religiosa). (En la conclusión de Clasificaciones primitivas, Durkheim y Mauss sostienen que las clasificaciones simbólicas -entidades cognitivas par excellence- tienen una base emocional.) El punto de vista de Durkheim sobre la modernidad tenía una relación más directa con las emociones cuando procuraba entender cómo, dado que la diferenciación de las sociedades modernas carecía de intensidad emocional, la sociedad moderna "se mantenía unida".
Mi punto de vista es lo suficientemente claro y no es necesario que insista en su explicación. Por más que no sean conscientes de ello, los relatos sociológicos canónicos de la modernidad contienen, si no una teoría desarrollada de las emociones, por lo menos numerosas referencias a éstas: angustia, amor, competitividad, indiferencia, culpa; si nos tomamos el trabajo de profundizar en las descripciones históricas y sociológicas de las rupturas que llevaron a la era moderna, podremos advertir que todos esos elementos están presentes en la mayor parte de ellas. Lo que quiero destacar en este libro es que cuando recuperamos esa dimensión no tan oculta de la modernidad, los análisis de lo que constituye la identidad y la personalidad modernas, de la división entre lo privado y lo público y su articulación en las divisiones de género, experimentan un gran cambio.
Podría preguntarse, sin embargo, por qué hacerlo. ¿La concentración en una experiencia tan subjetiva, invisible y personal como la "emoción" no socavaría la vocación de la sociología, que, al fin de cuentas, se ocupa de regularidades objetivas, actos comparables y grandes instituciones? ¿Por qué, en otras palabras, complicar las cosas con una categoría sin la cual la sociología se las arregló muy bien hasta ahora? Creo que hay suficientes razones para ello.
La emoción no es acción per se, sino que es la energía interna que nos impulsa a un acto, lo que da cierto "carácter" o "colorido" a un acto. La emoción, entonces, puede definirse como el aspecto "cargado de energía" de la acción, en el que se entiende que implica al mismo tiempo cognición, afecto, evaluación, motivación y el cuerpo. Lejos de ser presociales o preculturales, las emociones son significados culturales y relaciones sociales fusionados de manera inseparable, y es esa fusión lo que les confiere la capacidad de impartir energía a la acción. Lo que hace que la emoción tenga esa "energía" es el hecho de que siempre concierne al yo y a la relación del yo con otros situados culturalmente. Cuando se me dice "otra vez llega tarde", el hecho de que sienta vergüenza, enojo o culpa dependerá casi exclusivamente de la relación que tenga con quien me lo dice. Es probable que un comentario de mi jefe sobre mi llegada tarde me produzca vergüenza; si se trata de un colega, es probable que me enoje, pero si el que lo dice es mi hijo que me espera en la escuela, lo más probable es que me sienta culpable. Sin duda la emoción es un elemento psicológico, pero es en mayor medida un elemento cultural y social: por medio de la emoción representamos las definiciones culturales de persona tal como se las expresa en relaciones concretas e inmediatas, pero siempre definidas en términos culturales y sociales. Diría, entonces, que las emociones son significados culturales y relaciones sociales que están muy fusionados, y que es esa estrecha fusión lo que les confiere su carácter enérgico y, por lo tanto, prerreflexivo y a menudo semiconsciente. Las emociones son aspectos profundamente internalizados e irreflexivos de la acción, pero no porque no conlleven suficiente cultura y sociedad, sino porque tienen demasiado de ambas.
Por ese motivo, una sociología hermenéutica que quiera entender la acción social desde "adentro", no puede hacerlo de forma adecuada si no presta atención al color emocional de la acción y a lo que la impulsa.
Las emociones tienen otra importancia cardinal para la sociología: buena parte de las disposiciones sociales son también disposiciones emocionales. Resulta trivial decir que la distinción y la división más fundamentales que organizan la mayor parte de las sociedades del mundo -es decir, entre hombres y mujeres- se basan en (y se reproducen a través de) las culturas emocionales. Para ser un hombre de carácter hay que dar muestras de valor, fría racionalidad y agresividad disciplinada. La feminidad, por su parte, exige amabilidad, compasión y alegría. La jerarquía social que producen las divisiones de género contiene divisiones emocionales implícitas, sin las cuales hombres y mujeres no reproducirían sus roles e identidades. Esas divisiones, a su vez, producen jerarquías emocionales, según las cuales la racionalidad fría por lo general se considera más confiable, objetiva y profesional que la compasión. Por ejemplo, el ideal de objetividad que domina nuestra concepción de la información periodística o de la Justicia (ciega) presupone la práctica y el modelo masculinos del control emocional de sí. De esa manera, las emociones se organizan de modo jerárquico y, a su vez, ese tipo de jerarquía emocional organiza implícitamente las disposiciones sociales y morales.
Lo que quiero afirmar aquí es que la construcción del capitalismo se hizo de la mano de la construcción de una cultura emocional muy especializada y que cuando nos concentramos en esa dimensión -en sus emociones, por así decirlo- podemos descubrir otro orden en la organización social del capitalismo. En esta primera conferencia, mi intención es mostrar que cuando consideramos las emociones como personajes principales de la historia del capitalismo y la modernidad, la división convencional entre una esfera pública no emocional y una esfera privada saturada de emociones comienza a disolverse; asimismo, se torna evidente que durante el siglo XX se llevó a los hombres y a las mujeres de clase media a concentrarse fuertemente en su vida emocional, tanto en el trabajo como en la familia, mediante el uso de técnicas similares para llevar a un primer plano el yo y sus relaciones con los demás. Esa nueva cultura de la emotividad no significa, como temen los críticos tocquevilleanos, que nos hayamos retirado al interior de la vida privada. Al contrario, el yo interior privado nunca tuvo una representación tan pública ni estuvo tan ligado a los discursos y valores de las esferas económica y política. La segunda conferencia explora con mayor minuciosidad las formas en que la identidad moderna se encarna de manera cada vez más pública en una serie de lugares sociales a través de una narrativa que combina la aspiración a la autorrealización y la afirmación del sufrimiento emocional. La frecuencia y la persistencia de esa narrativa, que podemos llamar una narrativa de reconocimiento, se relaciona con los intereses ideales y materiales de una variedad de grupos sociales que operan en el mercado, en la sociedad civil y dentro de los límites institucionales del Estado. En la tercera conferencia muestro cómo el proceso de establecimiento del yo como asunto público y emocional encuentra su expresión más fuerte en la tecnología de Internet, una tecnología que presupone y pone en acto un yo emocional público y, de hecho, incluso logra que el yo emocional público preceda a las interacciones privadas y las constituya.
Si bien cada conferencia puede leerse por separado, éstas tienen una vinculación orgánica y suponen una progresión acumulativa hacia el principal objetivo de las tres, que es trazar los contornos de lo que llamo capitalismo emocional.