martes, 18 de octubre de 2011

"EL CONCEPTO DE FICCIÓN" por Juan José Saer



Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmi te con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuen tes del primero como las del segundo óentrevistas y cartasó son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hombre que vio al oso", con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografias, la de Gorman, el informante princi pal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóri cas y metodológicas.
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanza mos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entran do en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos ólo que no siempre es asíó sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la ìverdadî, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado ófuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcéteraó, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: ìNo basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a caboî.
Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (ì¿Quién cuenta una novela?î): ìLa Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadiduraî. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.
Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad- Por- Fin- Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.
Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de ìlo verdaderoî, las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de ìlo falsoî. Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: ìRien ne déforme plus l'histoire que d'y chercher un plan concertéî.) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambiguedad.
La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges ónumerosos textos suyos lo pruebanó, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.
Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola ìa su maneraî. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás óno me atrevo a afirmarloó esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.

"MONTONEROS, LA SOBERBIA ARMADA" por Pablo Giussani. CUARTA ENTREGA.

Con el debido respeto y la latente actualidad que tienen las reflexiones de Pablo Giussani, intentaré embarcarme en la entrega de este soberbio libro, que aunque ya tiene una casi treinta años, devela porque la Argentina es Argentina de hoy.
Retóricas, discursos, juegos dialecticos de "rebeldes" a quienes el traje de "revolucionarios" les quedó inmenso.
Los manejos de Perón, Mussolini y un grupo de aburridos burgueses jugando a ser desafiantes con "los padres" y luego llorando por el reto recibido.

Reconstruyamos nuestros pensamientos con la valentía de ponernos en duda y de dialogar con nuestras miserias humanas.

Darío Yancán.





11
No es necesario precisar que la descripción de este narcisismo revolucionario es también, en gran medida, una descripción de Montoneros, con su sanguinolento folklore, sus redobles guerreros, su gesticulación militar.
El narcisismo revolucionario necesita, en adición a su imagen, situaciones exteriores que la justifiquen. Su obsesiva visualización de la realidad como fascismo responde también a la urgencia por disponer de un contorno de estímulos a los que sólo pueda responderse con conductas iconográficamente satisfactorias, con movimientos fijables en un poster de tema heroico.
En otros términos, el narcisismo revolucionario necesita, de un modo visceral y como componente de su propia identidad, situaciones de violencia. Violencia practicada y violencia padecida.
Heroísmo y martirio.
Esta imaginería heroica, cuando se traduce a término teóricos, construye fabulosas teologías de la violencia, concepciones que asumen la violencia, no como respuesta circunstancial a determinadas condiciones exteriores, sino como una irrenunciable manera de ser.
La violencia no es ocasionalmente aceptada como una imposición externa, sino interiorizada, entrañabilizada, vivida como la expresión de la propia naturaleza y del propio destino.
Nada ilustra mejor esta interiorización de la violencia que el abismal contraste observable entre las imágenes con que construye su iconografía el narcisismo revolucionario y las que acompañan en Italia toda recordación -plástica, literaria o cinematográfica- de la resistencia contra el fascismo y la ocupación nazi.
El partigiano rescatado por la iconografía de la resistencia es, básicamente, un civil. El fusil o la ametralladora se agregan extrínsecamente a gastados pantalones campesino, sacos de oficinistas, raídos sombreros de fieltro y a veces hasta corbatas.
En el partigiano presentado por estas imágenes, la violencia aparece asumida como una anormalidad, como un momento extraño al propio programa de vida. Fue necesario tomar las armas y se las tomó, fue necesario matar y se mató, pero no como un acto de autorrealización sino como un doloroso paréntesis.
En la iconografía del narcisismo revolucionario, el arma es intrínseca al personaje. Entronca sin solución de continuidad con el uniforme verde oliva, el birrete con la estrellita, la mirada épica.
Pasajera y puramente adjetiva es la personalidad del partigiano, la ametralladora es, en cambio, sustantiva y constitutiva de la personalidad de ese revolucionario autocontemplativo del que Montoneros mostró una de las tantas variantes latinoamericanas, quizás la más arquetípica.
Se explica así que, con el triunfo peronista en las elecciones de marzo de 1973 y el ascenso de Cámpora a la presidencia13, comenzará para los montoneros un período de raro desasosiego, inadvertido al principio, pero palpable a las pocas semanas.
Legalizados, instalados de pronto en bancas parlamentarias, oficinas ministeriales y aA los pocos meses resultaba evidente, para cualquiera que los frecuentara en ese período, que no se soportaban ya a sí mismos. Su identidad se les estaba escurriendo melancólicamente por entre los expedientes de las subsecretarías. Se los notaba cada vez más urgidos a pedir disculpas, a dar explicaciones, a deslizar en oídos extraños confidencias revolucionariamente imperdonables sobre su parque de armas, su subsistente infraestructura militar. La perspectiva de que sus primos hermanos del ERP los calificaran de “ reformistas” los aterraba.

12
En un día de agosto de 1973, se produjo un episodios menor y aparentemente policial que no atrajo demasiado la atención de la prensa. Un joven fue sorprendido por la policía en momentos en que intentaba “levantar” un automóvil. Hubo un tiroteo y el frustrado ladrón, herido de bala, fue internado bajo custodia en un hospital.
Horas más tarde, un grupo armado irrumpió en el hospital, inmovilizó a la guardia y rescató al preso.
Esa noche, Paco Urondo14 estaba invitado a cenar en mi casa, y llegó exultante. “ No sabes lo contento que estoy”, me dijo. “ esa operación fue nuestra, y salió perfecta. Yo tenía tanto miedo de que nos estuviéramos achanchando en la legalidad. Pero lo de hoy demuestra que no es así”
Los montoneros venían cumpliendo en aquellos momentos una acción política que presentaba todas las apariencias de una creciente madurez, desarrollando organizaciones de masas, abriéndose hacia los cuatro costados en busca de aliados, promoviendo inclusive un principio de diálogo con el ejército. Pero aquella evaluación de Paco me produjo por primera vez la sensación de que todo esto iba a termina mal. La inserción montonera en la legalidad iba a terminar sofocada por aquella cola de paja que la acompañaba, por la creciente angustia del heroísmo en receso.
Un mes después de ese episodio, como vikingos rescatados por fin del tedio de la tierra firme para nuevas aventuras guerreras en el mar, los montoneros fueron convocados a perpetrar y asumir, el 25 de setiembre de 1973, el asesinato de Rucci15.
“Era algo que necesitábamos”, me dijo algún tiempo después un montonero: “Nuestra gente se estaba aburguesando en las oficinas. De tanto en tanto había que salvarla de eses peligro con un retorno a la acción militar”,
Una vez más, los montoneros rescataban su identidad y se reencontraban consigo mismos por fuera de la política, con una acción no apuntada a buscar efectos en el mundo exterior sino revertida sobre ellos mismos, como una auto terapia revolucionaria.

13
Años más tarde, ya ahogada en sangre la aventura guerrillera, la temática y el lenguaje de los montoneros en el exilio sufrió algunos cambios. La exaltación de la propia aptitud para matar a Aramburu o a Mor Roig16 cedió paso a la condena de la matanza inversa practicada contra la guerrilla por el régimen militar del general Videla.
La obsesión por este tema se comprende en un proceso horrendo como el que ha vivido la Argentina, y es legítima además su utilización para denunciar los sangrientos métodos del régimen militar. Pero siempre creí percibir algo más que un afán de denuncia en esta especie de delectación macabra con que los montoneros describían en detalle los horrores de la tortura, las espantosas muertes en los campos de concentración.
También la izquierda chilena padeció sufrimientos similares bajo el régimen militar del general Pinochet y los utilizó en el exilio como tema de denuncia. Pero la actitud era distinta, indefinible pero perceptiblemente distinta. Había en la denuncia montonera un “plus” de morbosidad cuya naturaleza era difícil de aferrar, pero que me producía, por lo pronto, una sensación de rechazo.
Me parecía que se estaba desarrollando aquí una nueva y horrible variante del mismo sensacionalismo autocontemplativo que, en otro contexto, se expresó a través del asesinato de Aramburu y de la posterior celebración folclórica de la propia aptitud para cometerlo.
De uno u otro modo, en términos de morbosidad activa al principio y de morbosidad pasiva al final, se estaba subrayando la excepcionalidad montonera. No era ya el viejo canto de “ Duro, duro, duro aquí están los montoneros que mataron a Aramburu”. Pero era el mismo “aquí están” autoexaltatorio, con el acento de excepcionalidad desplazado de la violencia perpetrada a la violencia sufrida.
No pudiendo ya producir asesinatos sensacionales, los montoneros pasaban a padecer asesinatos sensacionales, preservando aquel nivel de espectacularidad que los definía e identificaba como grupo. Era necesario dejar constancia de que los montoneros, para matar y para morir, eran grandiosas personalidades fuori serie.
Se trataba en realidad de una horrorosa utilización del propio martirio- real y terrible- para asegurar la continuidad de un mismo personaje excelso, sobresaliente como sujeto de violencia y sobresaliente como objeto de violencia.

14
A principios de 1976, la conducción montonera anunció la condena a muerte de Roberto Quieto, hasta entonces uno de los líderes máximos de la organización junto con Firmenich. Su secuestro por un grupo paramilitar a fines del año anterior fue seguido por algunos procedimientos represivos que llevaron a presumir una delación bajo efectos de la tortura.
Fundada en este supuesto, la condena fue anunciada a través de un documento que constituía toda una asunción teórica del heroísmo como virtud básica del revolucionario. Quieto fue sentenciado a muerte, en efecto, por no ser un héroe.
Lamentablemente no tengo a mano la declaración y debo omitir, en consecuencia, las citas textuales. Pero la tesis de fondo era la siguiente: El heroísmo es consustancial con la vida revolucionaria. Sólo el heroísmo, en el combate o en el martirio, preserva la naturaleza del revolucionario, inmunizándolo contra las tentaciones del aburguesamiento, del liberalismo, del individualismo.
Implícita en esta tesis yacía naturalmente la concepción del heroísmo como una virtud en ejercicio permanente. No se trataba del heroísmo potencial que en cualquier individuo -liberales y burgueses incluidos- puede exteriorizarse excepcionalmente en alguna situación dramática, como el coraje de arriesgar la propia vida para salvar a los ocupantes de una casa en llamas. Se trataba, por el contrario, de un heroísmo militante y metódico, puesto a prueba cada día y necesitado de circunstancias que le aseguraran cotidianamente oportunidades de exteriorización.
Esta necesidad presidió de algún modo en setiembre de 1973 el asesinato de Rucci, asumido como un retorno redentor a la militarización . La misma necesidad habría de llevar a la autoproscripción17, anunciada en setiembre de 1974 junto con una declaración de guerra contra el gobierno de Isabel Perón, y, un año después , a la decisión de entrar en operaciones contra las fuerzas armadas a los pocos meses de poner en marcha al Partido Auténtico18.
Ciertos disidentes del grupo denuncian hoy estas decisiones montoneras como reiteraciones de una misma maniobra política destinada a consolidar a Firmenich y su equipo en la cúpula de la organización. Pero aun así, sólo una conciencia colectiva hechizada por la guerra y enajenada a la violencia como fórmula irrenunciable de autoidentificación explica que haya sido posible adoptar resoluciones de semejante gravedad, y tan indefendibles racionalmente, sin precipitar una desgarradora crisis en el seno de la organización.

15
Una pretendida línea revolucionaria fundada en esta cotidiana necesidad de heroísmo, y de un contexto violento que posibilite su ejercicio, lleva a trazar el camino de la revolución en términos de una metodología para titanes. La revolución se convierte en una proeza de personajes homéricos a la que el hombre común, la masa, no puede tener acceso.
Los montoneros, aprisionados por estas formas wagnerianas de autoidentificación, acababan fatalmente por asumirse como una élite nibelunga cuya relación con la masa no podía menos de oscilar entre el paternalismo y la instrumentación.
En 1975, una huelga declarada por los trabajadores de Propulsora Siderúrgica tuvo inicialmente un desarrollo muy combativo, pero fue debilitándose gradualmente ante la intransigencia de la empresa. En determinado momento, el retorno espontáneo a las puestos de trabajo fue cobrando caracteres masivos, y todo indicaba que era inminente el levantamiento del paro en un implícito reconocimiento del fracaso.
Pero intervinieron entonces los montoneros, que en una enésima muestra de su eficacia operativa secuestraron al gerente de la firma y reclamaron a cambio de su vida la satisfacción de las demandas obreras. La empresa cedió.
De pronto, una huelga que parecía condenada al fracaso culminó con un sorpresivo triunfo.
Pero un triunfo no de los huelguistas, sino de aquellos seres prodigiosos descendidos del Olimpo que arrebataron a los obreros el papel protagónico de la lucha. La claudicación de la empresa no fue una conquista obrera sino una gracia paternalista de los semidioses.
¿ Podía esperarse de este desenlace otro resultado que el de una menor disponibilidad obrera para futuras batallas sindicales? ¿ Valía la pena abandonar el trabajo, corriendo los riesgos del despido, la represión y el hambre en una lucha podría ser librada y ganada por otros ? Además, la posibilidad de que una huelga acabe por caer bajo la sospecha de haber sido organizada en articulación con planes operativos guerrilleros constituye un riesgo que excede las posibilidades de un obrero medio y que pesa como un factor inhibitorio sobre su disposición a participar en un paro.
Poco después del golpe militar que derrocó en marzo de 1976 al gobierno de Isabel Perón, la guerrilla se insertó con un secuestro similar en una huelga automotriz. Al día siguiente, todos los obreros entraron a trabajar.
Una genuina conducción revolucionaria jamás plantea fórmulas de lucha que excedan la combatividad posible del hombre común ,de la masa. Si la lucha emprendida a nivel de masa fracasa, se asume la derrota, se medita sobre ella y se utilizan las enseñanzas extraídas de esta meditación para encarar con mayor acierto las acciones siguientes. En esta paciente tarea de recoger y aplicar experiencias sin rebasar el nivel de la combatividad popular se resume toda la historia del movimiento obrero mundial.
Pero los montoneros, cultores de una revolución hecha a medida para superhombres, estaban constitutivamente impedidos de actuar en este cuadro de protagonismo multitudinario. Sus vías de inserción den la masas eran, a la vez, maneras de distinguirse de ella. De alguna forma había allí una clase media vergonzante, pero aún apegada a sí misma, que utilizaba como inconfesable subterfugio para preservar su diferenciación social aquella heroicidad selecta de las operaciones de comando, en las que el papel reservado a la masa era el de trasfondo o de acompañamiento coral.



NOTAS
13 Héctor J. Cámpora, presidente de la Cámara de Diputados durante una parte del régimen peronista de 1946-1955, fue el hombre elegido por Perón para encabezar la fórmula presidencial del movimiento en las elecciones del 11 de marzo de 1973. triunfante en las urnas tras una campaña electoral que se había radicalizado considerablemente bajo la influencia de los montoneros, Cámpora sólo logró ejercer la residencia durante 40 días. En reacción a sus vínculos con esa organización, la derecha peronista forzó su renuncia al cargo con el ostensible respaldo del general Perón.
14 Francisco Urondo, poeta, cuentista y dramaturgo, ingresó en los últimos años '60 en las Fuerzas Armadas revolucionarias (FAR), organización que pocos años después confluiría con Montoneros. Como poeta, que era su condición de mayor relieve en el campo literario, publicó numerosos libros desde mediados de los años '50, incluidos Historia Antigua, Breves, Lugares, Del otro lado y otros. Como cuentista se distinguió con Todo eso, y Al taco, y como autor teatral, con Muchas Felicidades y Sainete con variaciones. Su única novela, Los pasos previos, fue publicada en 1973, mientras alcanzaba también su máxima intensidad la militancia política de Urondo. Arrestado bajo el gobierno militar del general Alejandro A. Lanusse, a fines de 1972, fue excarcelado en mayo del año siguiente gracias a la ley de amnistía con la que inauguró su gestión el presidente Héctor J. Cámpora. Poco después pasó a desempeñarse durante un breve período como director del Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Con el retorno de los montoneros a la clandestinidad, en setiembre de 1974, la vida de Urondo retomó un carácter predominantemente militar. En 1976, murió en una emboscada policial en la provincia de Mendoza. Sorprendido por los agentes de seguridad mientras viajaba en un automóvil junto con otras personas, ordenó a sus acompañantes que huyeran mientras él los protegía abriendo fuego contra los policías. Consumidas todas sus municiones, se mató ingiriendo la pastilla de cianuro que todo miembro de la organización guerrillera llevaba consigo para no caer vivo en manos de la policía.
15 José Rucci, dirigente metalúrgico y secretario general de la Confederación general del Trabajo (CGT), era un fiel exponente del peronismo sindical más ortodoxo. Los montoneros lo asesinaron dos días después del clamoroso triunfo electoral que por tercera vez convirtió a Perón en presidente de la República. La conducción montonera nunca reivindicó públicamente esta operación, pero la asumió en comunicaciones internas ante su militancia.
16 Arturo Mor Roig, dirigente de la Unión Cívica Radical (UCR) -la mayor fuerza política argentina después del peronismo-, se desempeñó como ministro del Interior durante el gobierno militar del general Alejandro A. Lanusse. Desde ese puesto le tocó conducir el difícil proceso de apertura política iniciado por Lanusse en el cuadro del régimen militar implantado en 1966, y que culminó con las elecciones generales del 11 de marzo de 1973, ganadas por una coalición cuyo eje era el peronismo. Durante la gestión ministerial de Mor Roig se produjo en la base naval de Trelew, el 22 de agosto de 1972, la matanza de dieciséis guerrilleros presos por obra de oficiales de la armada. En una aparente represalia por este episodio, un comando montonero asesinó a Mor Roig el 15 de julio de 1974. 17 Aun que Firmenich y su grupo nunca emplearon el término “autoproscripción” su uso se hizo habitual en la prensa argentina para mencionar la decisión montonera de retornar a la clandestinidad y reanudar la lucha armada dos meses después que la señora de Perón asumió la jefatura del Estado.
18 El Partido Auténtico fue fundado por iniciativa montonera a fines de 1974, como una suerte de brazo político legal de la organización guerrillera. El gobierno de María Estela Martínez de Perón dispuso su proscripción en noviembre del año siguiente, luego de un sangriento ataque armado llevado a efecto contra una dependencia militar en los suburbios de Buenos Aires (Monte Chingolo). Esta operación, en la que perdieron la vida más de cincuenta jóvenes guerrilleros, no fue reivindicada por los montoneros sino por el Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP), un grupo armado de extracción trotskista. Las autoridades, sin embargo, insistieron en considerarla como una acción armada conjunta de las dos organización, con lo que se daba fundamento a la decisión de declara fuera de la ley al Partido Auténtico en su condición de colateral montonera.

domingo, 16 de octubre de 2011

"LA PERVERSION TEXTUAL" por Luis Diego Fernandez



Los colores rojizos abren El matadero (1871) de Esteban Echeverría. La sangre y la lucha, la violencia, el físico, el cuerpo a cuerpo están en las primeras páginas de la tradición literaria argentina. Pero también el comienzo da cuenta de la abstinencia de carne –la cuaresma–. La escasez de carne es el disparador para buscarla. La “guerra intestina entre estómagos” pone en escena una forma de la gastronomía local: el placer de comer va la de mano con la lucha. Los huevos del toro y los pedos del pueblo, alimentado a porotos y pescado, sin carne. Necesitamos la carne de vaca con desesperación y abuso: somos carnívoros. Y la declaración de Matasiete: “A nalga pelada denle verga”, para asistir a la violación (no consumada) del unitario por parte de los federales. La sodomía está en el comienzo. Verga y puñal marcan el despertar, por lo tanto, el placer –del comer y sexual– es inescindible de la violencia, como también se pone en evidencia en La refalosa, de Hilario Ascasubi.
¿Por qué es complejo y hasta impropio pensar el placer en la literatura argentina? La tradición caudillesca opera de modo vital: el hedonismo requiere, como condición, la autonomía, el autogobierno. Como señala Juan Bautista Alberdi en la conferencia Peregrinación de luz del día en América (1871): “Los argentinos tenemos libertad exterior –independencia– pero no libertad interior –moral, autonomía”. Al no ser moralmente libres y precisar de libertadores –San Martín o Bolívar– y luego caudillos, jefes o duces, nos resulta por lo menos difícil gozar el placer al ser percibido como insultante con respecto al pater familias. Domingo Faustino Sarmiento triunfó conceptualmente porque comprendió esa lógica que definió a través de las categorías de “civilización y barbarie”. Ahora bien: nunca fue “cilivización O barbarie”. No hay disyunción, hay conjunción; lógicamente, el pensamiento sarmientino da cuenta de que la llamada barbarie es inextirpable, es consustancial de nuestra realidad. En Sudamérica se ve como “ofensivo” o provocador al hedonismo porque desafía esa matriz fundadora caudillesca: el tutor que “nos da la autonomía” de la propia forma moral: el ethos.

Transgresión y plebeyez. En el siglo XX, podemos capturar la representación del placer de las orillas, a través de cuatro autores: Roberto Arlt, Osvaldo Lamborghini, Copi y Néstor Perlongher. En todos ellos, el acto placentero o sexual es vivido como transgresión, como una relación jerárquica, de clase, siempre desigual. Un placer abyecto, escatológico y nocturno. Lo transgresivo se ve en Arlt a través del prisma de Oscar Masotta que lee en clave de lumpenproletariado sexual. En Los siete locos (1929), el relato arltiano muestra que la sexualidad de las clases bajas/medias es siempre hedionda, diferente del placer vivido por las clases altas y conservadoras, donde la ausencia de estos atributos remite directo al matrimonio. El hedonismo de la multitud adquiere esa vivencia transgresora. Pero también “lo placentero” es una voz “degenerada”, un fluir de la conciencia, o bien un diálogo continuado –como en Puig y Copi. Osvaldo Lamborghini en Las hijas de Hegel: “El cuerpo penetrable deber ser un cuerpo continuo. Un trozo de verdad, calienta”. En Sebregondi retrocede (1973): “El cuerpo es un mapa”.
El emblema de este hedonismo lascivo y cruel es el marqués de Sebregondi, desembarcado del norte de Italia; homosexual activo, cocainómano, con mano ortopédica, flor y guante, es, quizá, como diría Gilles Deleuze, el personaje conceptual del hedonismo local. “Paciencia, culo y terror” nunca le faltaron. El linaje de Bataille, Blanchot, Klossowski en la literatura de Lamborghini parecería dar cuenta del abuso o el exceso como la consecuencia de esa inversión idealista. En Tadeys (1983), Lamborghini edifica un mundo entero. ¿Qué es un tadey? Un animal de carne exquisita y hábitos sexuales peculiares (sodomitas): Lamborghini funda a través de Sebregondi y el tadey las dos trazas del hedonismo argentino del siglo XX –desmontando el linaje oligárquico del XIX, con figuras de nota como Lucio V. Mansilla, o bien en el siglo XX con los casos “malditos” del Vizconde de Lascano Tegui y Raúl Barón Biza. En efecto: Lamborghini peroniza el hedonismo.
Lamborghini, Copi y Néstor Perlongher podrían ser los tres hijos bastardos de la literatura argentina. Su antiborgismo es, en rigor, un borgismo plebeyo. Por un lado, la transgresión como categoría estética; es decir, el placer unido siempre al exceso y la violencia; por el otro, la pulsión como única ley, contra lo institucional y contra el arte representativo, realista y populista. Las “fiestongas de garchar” de Lamborghini son la expresión vernácula: entidades que ven el placer como algo criminal; es decir, “extrajurídico”, fuera de ley. Allí donde la norma se retira, aparece el placer, un pliegue más. Dice Michel Foucault en el Prefacio a la transgresión: “El derecho a la monstruosidad del hombre del pueblo conlleva a la desviación y el abuso de poder”.
El marqués de Sade, para Foucault, es quien ha implementado una erótica disciplinaria. Es el “sargento del sexo”. Algo de ello podemos ver aquí vía Lamborghini: no hay sexo sin violencia y abuso de poder. Son relaciones inescindibles. Transgredir, en este sentido, es profanar o pervertir, esto es: desactivar un viejo uso para generar nuevos, accesibles a todos. La transgresión es una categoría estética en Lamborghini. Esa matriz ya está en El Fiord (1969). Una revolución política y pornográfica. Todos los personajes de Lamborghini son pedazos de carne movidos por la única dirección posible: la pulsión. Por fuera de valores o instituciones. El decir mismo parece estar desestabilizado por lo sexual: subversión del lenguaje y perversión textual.
El hedonismo libertino de Lamborghini demarca los herederos de esa línea: Néstor Perlongher y Copi. La transgresión y el exceso lamborghiano se reflejan en el neobarroso lumpen perlongheriano y en el goce escatológico de Copi que borra identidades nacionales, sexuales y lingüísticas para devenir un travestismo total. En la obra de Néstor Perlongher, el chorreo estético implica una posición política: “A medias entre Florida y Boedo, nos situaremos”, dice. Una escritura pensada como trance político y sexual: violencia y transformación que se apropian del mito de Eva Perón para constituir una estética de la crueldad: “Pues es del cuerpo que, al final, se trata. Se trata en el plano de la escritura de hacer un cuerpo”. Ese barroco de trinchera no será luego sino la fuga o la fisura del erotismo hacia la mística y el éxtasis.
En Copi, el placer siempre está trastocado de modo surreal y paródico: travestido. Recordar las descripciones gastronómicas y etílicas de La Internacional Argentina (1988), así como el placer camp en La vida es un tango (1979), o Las viejas travestis (1978). Algo de este linaje aún se puede leer en el pensamiento del ensayista uruguayo Roberto Echavarren (El cuerpo andrógino, 1998), así como en dos textos recientes: la novela Los topos de Félix Bruzzone y Continuadísimo, los relatos de Naty Menstrual, ambos de 2008: el goce travesti va de la mano de la escatología lumpen. Este vitalismo desaforado y convulsivo también ha sido reconvertido en el campo del arte en las obras de Federico Peralta Ramos y de Alberto Greco –a quien Ernesto Schoo retrata en su novela El placer desbocado, de 1988.

Barbarie en la civilización. Lo social y político en lo simbólico del placer, y en especial, de la sexualidad: sodomía. El hedonismo argentino está inserto en el marco político. La penetración anal de unos sobre otros, es, a la vez, invasión de lo bajo en lo alto o viceversa. El esquema placer/poder determina el dispositivo de lectura, tal como marca Foucault: “Las relaciones estratégicas de poder como fuentes de placer”. De El matadero de Echeverría a El niño proletario de Lamborghini asistimos a violaciones: de los federales al unitario, o de los burgueses al infante obrero. La sodomización es inextirpable de las relaciones de clase. Reconocer un hedonismo argentino implica legitimar la “barbarie” y no todos están dispuestos a hacerlo. La única posibilidad de expresión de placer en el plano local viene de la legitimidad de lo bárbaro en lo civilizatorio: de la fascinación. El erotismo es sadomasoquismo. La gastronomía es carnívora y etílica. El matadero como espacio de placer se representa como geografía de exceso y transgresión a la ley; por ende, nuestra forma de representar el placer interioriza la violencia y el caudillismo en vivencia del placer/dolor. El matadero de Echeverría es nuestro castillo sádico, y ello tiene reversiones en la clave del realismo delirante del Manual sadomasoporno (2007) de Alberto Laiseca.
El sociólogo Matías Bruera en su ensayo La Argentina fermentada. Vino, alimentación y cultura (2006) marca lo impúdico y sugerente de la eclosión de lo gourmet en la Argentina post crisis de 2001. El hambre es el disparador y el gusto; es la idea en la que se basa la libre elección que anula la necesidad. El mito gourmet surge en 2001/2002, y es algo propio de la desmesura rioplatense, que viene de larga data: los guaraníes se comieron a Solís. Somos carnívoros y antropófagos. Sarmiento mismo cita la frase del gran gastrónomo Brillat Savarin –“dime lo que comes y te diré quién eres”– en un discurso que da en Chivilcoy. La pluma enológica de Miguel Brascó de alguna manera evidencia esto en su novela Quejido huacho (1999), que prenuncia el tema a través de un goce chúcaro y deconstructivo, tal como reza en el introito del texto.
Si existe un hedonismo argentino sólo puede ser plebeyo. Por fuera, sólo hay matrimonio y oligarquía. Subsiguientemente, el placer se representa de un modo sadomasoquista y excesivo porque se vive de una manera clandestina, culposa y transgresora. El placer es lo que quebranta la ley. Una ley implícita que marca que sólo una clase es la que tiene el derecho al gozo, por lo tanto, la irrupción de “lo otro” –barbarie, inmigrantes, cabezas, gronchaje, lumpenaje– hace de la vivencia del placer un acto subversivo con respecto a la clase que tenía el patrimonio. Esa subversión del hedonismo va contra esa confiscación del placer por parte de las clases acomodadas, a la vez que contra lo productivo y reproductor, y se ve como “invasión” –recordar el primer libro de Ricardo Piglia, cuyo título marca esta señal.
Desde Echeverría, el placer está articulado con un programa o un uso político. El placer y el sexo son “problemas” a desentrañar. Y la sodomía es su matriz. Metáfora literaria de la intrusión de los bárbaros en lo civilizatorio: de los federales a los peronistas. En Echeverría, el sadomasoquismo y el deseo sexual se montan en la verga federal. Es también la erotización de la barbarie que hace Sarmiento en el Facundo. En este caso –y en todos– el sexo violento y promiscuo proviene de los sectores populares. En Una excursión a los indios ranqueles (1870), los nativos se dan sus “fiestas del vino y orgías nocturnas”. Sólo un dandi decadentista como Mansilla pudo captarlas con esa fineza. Como señala David Viñas: violación de las masas sobre el cuerpo civilizatorio. La transgresión es la única forma de goce en el Río de la Plata. Luego, el peronismo permite que el cabecita negra sea interpelado y erotizado: del chongo al trava. De la porno/política pasaremos a la trans/política. Una expresión vital, espontánea, baja y pansexual. Pero sólo una zona erógena privilegiada: el ano.
Lo “civilizado” desea lo “bárbaro”. La violencia política es producto del encubrimiento del deseo por la barbarie. Lo instintivo y pulsional es lo que violenta la civilización y la transfigura en una curiosa forma de hedonismo que erotiza la tensión invasor/invadido, activo/pasivo. El placer, entonces, es un problema a controlar. La ausencia de literatura erótica argentina no es tal, su radical presencia resuena en esa forma de pensar lo que se problematiza. La celebración del cuerpo es, a la vez, una batalla política.