Discurso de aceptación del premio Jerusalén
A nosotros los escritores nos inquietan las palabras. Las palabras significan. Las palabras apuntan. Son flechas. Flechas clavadas en la piel áspera de la realidad. Y cuanto más solemnes, más generales son las palabras, más se parecen a salones o a túneles. Pueden ampliarse, o hundirse. Pueden llegar a saturarse de mal olor. A menudo nos recordarán otros salones, donde nos gustaría morar o donde creemos ya estar viviendo. Acaso hayamos perdido el arte o la sabiduría de cómo habitar esos espacios. Y a la postre esos espacios de intención mental que ya no sabemos cómo habitar serán abandonados, tapiados, clausurados.
¿Qué queremos decir, por ejemplo, con la palabra «paz»? ¿Queremos decir ausencia de conflicto? ¿Queremos decir un olvido? ¿Queremos decir perdón? ¿O queremos decir un profundo hastío, un agotamiento, un vaciamiento del rencor?
Me parece que la mayoría de las personas quieren decir «victoria» con paz. La victoria de su bando. Eso es lo que «paz» significa para ellas, mientras que para los otros significa derrota.
Si se consolida la idea de que la paz, aunque es en principio deseable, implica una renuncia inaceptable a reivindicaciones legítimas, entonces la opción más verosímil será el ejercicio de la guerra por algo menos que todos los medios. Los llamamientos a la paz serán tenidos, sino por fraudulentos, sin duda por prematuros. La paz se convierte en un espacio que la gente ya no sabe cómo habitar. La paz debe re-establecerse. Re-colonizarse...
¿Y qué queremos decir con «honor»? El honor como un criterio riguroso de conducta privada parece corresponder a una época remota. Pero la costumbre de conferir honores -para halagarnos a nosotros mismos y a los demás- sigue incólume.
Conferir un honor es declarar un criterio que se cree compartido. Aceptar un honor es creer, por un momento, que es merecido. (Lo más que puede decirse, por consideración, es que no se es indigno del mismo.) Rechazar un honor ofrecido parece zafio, antipático, pretencioso.
Un premio acumula honor-y una capacidad de conferirlo- al elegir a quienes ha honrado en años anteriores.
Siguiendo esta norma, considérese el polémicamente denominado Premio Jerusalén que, en su historia de relativa brevedad, ha sido concedido a algunos de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo xx. Aunque según todo criterio evidente es un premio literario, no se denomina Premio Jerusalén de Literatura, sino Premio Jerusalén por la Libertad del Individuo en la Sociedad.
¿Todos los escritores que han ganado este premio en realidad defendieron la Libertad del Individuo en la Sociedad? ¿Es eso lo que ellos -ahora debo decir «nosotros»- tenemos en común?
Me parece que no.
No solo representan un amplio espectro de la opinión política. Algunos de ellos apenas han tocado las Grandes Palabras: libertad, individuo, sociedad...
Pero lo que importa no es lo que un escritor dice, sino lo que un escritor es.
Los escritores -con lo cual quiero decir los integrantes de la comunidad de la literatura- son emblemas de la persistencia (y de la necesidad) de una visión individual.
Prefiero emplear el adjetivo «individual» que el sustantivo.
La incesante propaganda actual en favor del «individuo» me parece profundamente sospechosa, pues la «individualidad» misma ha devenido cada vez más sinónimo de egoísmo. Una sociedad capitalista tiene un interés creado en elogiar la «individualidad» y la «libertad», lo que podría significar poco más que el derecho al engrandecimiento perpetuo del yo, y a la libertad de comprar, adquirir, gastar, consumir y convertir en obsoleto.
No creo que en el cultivo del yo haya valor inherente alguno. Y me parece que no hay cultura (usando el término normativamente) sin un criterio altruista, de consideración a los demás. Sí creo que hay un valor inherente en la extensión de nuestro sentido de lo que puede ser una vida humana. Si la literatura me atrae como proyecto, primero como lectora y luego escritora, es en cuanto extensión de mis simpatías hacia otros, otros ámbitos, otros sueños, otras palabras, otras zonas de interés.
Como escritora, como creadora de literatura, soy una narradora y una caviladora. Las ideas me agitan. Pero las novelas no están hechas de ideas sino de formas. Formas de lenguaje. Formas de expresividad. No tengo en mente una historia hasta que tengo la forma. (Como afirmó Vladimir Nabokov; «La forma de la cosa precede a la cosa».) Y, tácita o implícitamente, las novelas están hechas del sentido de lo que es o puede ser la literatura para el escritor.
La obra de todo escritor, toda interpretación literaria es, o equivale a, una descripción de la literatura misma. La defensa de la literatura se ha convertido en uno de los temas principales del escritor. Pero, como observó Osear Wilde: «En el arte, una verdad es aquello cuya contradicción también es cierta». Parafraseando a Wilde, yo diría una verdad sobre la literatura es aquello cuyo opuesto también es cierto.
Así, la literatura -y hablo en sentido preceptivo y no solo descriptivo- es conciencia, duda, escrúpulo, exigencia. Es asimismo —de nuevo, en sentido preceptivo y descriptivo— canto, espontaneidad, celebración, dicha.
Las ideas sobre la literatura —a diferencia de las ideas, digamos, sobre el amor— no surgen casi nunca sino como respuesta a las ideas de otras personas. Son ideas reactivas.
Digo esto porque tengo la impresión de que ustedes —o la mayoría de la gente— están diciendo aquello.
De ese modo quiero dar cabida a una pasión más amplia o a una práctica diferente. Las ideas conceden permiso, y quiero permitirme un sentimiento o una práctica diferentes.
Digo esto cuando ustedes dicen aquello, y no solo porque los escritores sean, a veces, antagonistas profesionales. No solo para compensar el inevitable desequilibrio o parcialidad de toda práctica que tenga el carácter de una institución —y la literatura es una institución- sino porque la literatura es una práctica arraigada en aspiraciones intrínsecamente contradictorias.
Me parece que toda explicación única de la literatura no es cierta, es decir, es reductora; meramente polémica. Para hablar con veracidad de la literatura es necesario expresarse con paradojas.
Por ende: cada obra literaria que importa, que merece el nombre de literatura, encarna un ideal de singularidad, de la voz singular. Pero la literatura, que es acumulación, encarna un ideal de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad.
Toda noción de literatura en que podamos pensar -la literatura como compromiso social, la literatura como búsqueda de intensidades espirituales privadas; la literatura nacional, la literatura mundial— es, o puede convertirse en, un modo de complacencia espiritual, o de vanidad, o de congratulación propia.
La literatura es un sistema—un sistema plural- de criterios, ambiciones, lealtades. Parte de su función ética es la lección de que la diversidad es un valor.
Por supuesto, la literatura debe operar dentro de unos límites. (Como todas las actividades humanas. La única actividad ilimitada es estar muerto.) El problema reside en que los límites que la mayoría de la gente quiere trazar coartarían la libertad de la literatura para ser lo que puede llegar a ser, con toda su inventiva y su capacidad de agitación.
Vivimos en una cultura entregada a avaricias unificadoras, y una entre la vasta y gloriosa multiplicidad de lenguas del mundo, aquella en la que hablo y escribo, es ya la lengua dominante. El inglés está desempeñando, en una escala mundial y para poblaciones mucho más numerosas en los países del orbe, un papel semejante al que desempeñaba el latín en la Europa medieval.
Pero como vivimos en una cultura cada vez más global, transnacional, estamos asimismo envueltos en reivindicadones crecientemente fraccionadas de tribus reales o de reciente constitución propia. Las viejas ideas humanistas —de la república de las letras, de la literatura mundial- son amenazadas por doquier. Parecen, para algunos, ingenuas o mancilladas por su origen en el gran ideal europeo —algunos dirían ideal euro-céntrico— de los valores universales.
Las nociones de «libertad» y de «derechos» han sufrido una asombrosa degradación en los años recientes. En muchas comunidades, se le ha otorgado más peso a los derechos colectivos que a los derechos individuales.
A ese respecto, lo que los creadores de literatura hacen puede, implícitamente, fortalecer la credibilidad de la libertad de expresión y de los derechos individuales. Aun cuando los creadores de literatura han dedicado su obra al servicio de las tribus o de las comunidades a que pertenecen, su realización como escritores depende de que trasciendan ese propósito.
Todas las cualidades que hacen de un escritor determinado valioso o admirable pueden situarse en la singularidad de su voz.
Pero esta singularidad, que se cultiva en privado y es el resultado de un largo aprendizaje en la reflexión y la soledad, es puesta a prueba sin cesar por el papel social que los escritores sienten que están llamados a desempeñar.
No pongo en duda el derecho del escritor a participar en el debate sobre asuntos públicos, a hacer causa común y ejercer la solidaridad con otros que le sean afines.
Tampoco arguyo que tal actividad arranque al escritor de ese espacio interior recluido, excéntrico donde la literatura se produce. Así ocurre con casi todas las otras actividades que constituyen la vida.
Pero una cosa es ofrecerse, movido por los imperativos de la conciencia o el interés, a participar, incitado, en el debate y en la acción públicas. Otra es producir opiniones —citas moralizantes—por encargo.
No: He estado allí, he hecho aquello. Sino: Por esto, contra aquello.
Pero un escritor no debe ser una máquina de opiniones. Como lo formuló un poeta negro de mi país, cuando algunos compatriotas afroamericanos le reprocharon que no escribiera poemas sobre las humillaciones del racismo: «Un escritor no es una máquina de discos».
La primera tarea de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad... y negarse a ser cómplice de mentiras e información errónea. La literatura es la casa del matiz y de la indocilidad a las voces de la simplificación. La tarea del escritor es que sea más difícil creer a los saqueadores mentales. La tarea del escritor es hacernos ver el mundo tal cual, lleno de muchas reivindicaciones diferentes y papeles y vivencias.
Es la tarea del escritor representar las realidades: las realidades abyectas y las realidades del éxtasis. La esencia de la sabiduría que suministra la literatura (la pluralidad de la realización literaria) es ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, algo más siempre está sucediendo.
Estoy obsesionada con ese «algo más».
Estoy obsesionada con el conflicto de los derechos y de los valores que aprecio. Por ejemplo, que —a veces— decir la verdad no promueve la justicia. Que —a veces— la promoción de la justicia puede suponer la supresión de una buena parte de la verdad.
Muchos de los escritores más notables del siglo xx, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en muchos casos) causas justas.
Me parece que si tengo que elegir entre la verdad y la justicia —por supuesto, no quiero elegir- elijo la verdad.
Por supuesto, creo en la acción justa. Pero ¿es el escritor el que actúa?
Son tres cosas distintas: hablar, lo que estoy haciendo ahora; escribir, lo que me da el derecho que fuere a este premio incomparable, y ser, ser una persona que cree en una solidaridad activa con los demás.
Como señaló una vez Roland Barthes: «Quien habla no es quien escribe, y quien escribe no es quien es».
Y, por supuesto, sostengo opiniones, opiniones políticas, algunas de ellas formadas con base en la lectura y la discusión, y la reflexión, pero no en la experiencia directa. Permítanme compartir con ustedes dos opiniones propias, opiniones muy predecibles, a la luz de posiciones públicas que he adoptado en asuntos sobre los cuales tengo algún conocimiento directo.
Me parece que la doctrina de la responsabilidad colectiva, como motivo para el castigo colectivo, no está justificada jamás, ni militar ni éticamente. Me refiero al uso de una desproporcionada potencia de fuego contra civiles, a la demolición de sus casas, a la destrucción de sus huertos y arboledas, a la privación de sus medios de vida y del derecho al trabajo, a la educación y a los servicios médicos, y al libre tránsito a ciudades y comunidades vecinas... todo ello como castigo por actividades militares hostiles que podrían o no ubicarse siquiera en las inmediaciones de esos ciudadanos.
También me parece que no puede haber paz aquí hasta que no se detenga el asentamiento de comunidades israelíes en los Territorios, y que esto sea seguido —más temprano que tarde— por el desmantelamiento de estos asentamientos y la retirada de las unidades militares concentradas allí para custodiarlos.
Apuesto que estas dos opiniones son compartidas por muchas personas aquí en este salón. Sospecho que —para emplear una vieja expresión estadounidense— estoy predicando al coro.
Pero ¿sostengo estas opiniones como escritora? ¿O acaso no las sostengo como una persona de conciencia y entonces utilizo mi condición de escritora para sumar mi voz a otras que dicen lo mismo? La influencia que un escritor puede ejercer es meramente adventicia. Es, en la actualidad, un aspecto de la cultura de la celebridad.
Algo hay de vulgar en la difusión pública de opiniones sobre asuntos acerca de los que no se tiene un amplio conocimiento directo. Si hablo de lo que no conozco, o conozco apresuradamente, se trata de mero tráfico de opiniones.
Afirmo esto, para volver al comienzo, por una cuestión de honor. El honor de la literatura. El proyecto de tener una voz individual. Los escritores serios, los creadores de literatura, no solo deberían expresarse de modo distinto al discurso hegemónico de los medios de difusión. Deberían oponerse a la monótona cantinela de los noticiarios y de los programas de entrevistas.
El problema con las opiniones es que nos quedamos con ellas. Y cuando los escritores se desempeñan como escritores siempre ven... más.
Haya lo que haya, siempre hay algo más. Ocurra lo que ocurra, algo más siempre está ocurriendo, también.
Si la literatura misma, esta gran empresa que se ha mantenido (en nuestro ámbito) durante casi tres milenios, plasma algún saber -y me parece que sí y yace en el corazón de la importancia que damos a la literatura—, es por la demostración de la naturaleza múltiple de nuestros destinos privados y comunitarios. Nos recordará que puede haber contradicciones, a veces conflictos irreductibles, entre los valores que más apreciamos. (Eso es lo que se entiende por «tragedia».) Nos recordará el «también» y el «algo más».
La sabiduría de la literatura es la antítesis absoluta a sostener opiniones. «No tengo la última palabra acerca de nada», dijo Henry James. Suministrar opiniones, incluso opiniones correctas —cuando se piden—, degrada lo mejor que hacen los novelistas y poetas: respaldar la reflexión, buscar la complejidad.
La información nunca reemplazará el esclarecimiento. Pero algo que se parece a, si bien es mejor que, la información —me reñero a la condición de estar informado; me refiero al conocimiento directo, concreto, específico, detallado, de densidad histórica— es la condición indispensable para que un escritor exprese sus opiniones en público.
Dejemos que otros, las celebridades y los políticos, sean condescendientes con nosotros; mientan. Si ser a la vez un escritor y una voz pública puede representar algo superior, es que los escritores consideren la formulación de opiniones y juicios una responsabilidad difícil.
Otro problema con las opiniones. Son agentes de inmovilización propia. Lo que los escritores hacen debería liberarnos, sacudirnos. Abrir vías de compasión y nuevos intereses.
Recordarnos que podríamos aspirar, siquiera, a ser diferentes, y mejores, de lo que somos. Recordarnos que podemos cambiar.
Como expresó el cardenal Newman: «En un mundo más elevado será de otro modo, pero aquí abajo vivir es cambiar, ser perfecto es haber cambiado a menudo».
Y qué entiendo por la palabra «perfección». No intentaré explicarlo, sino que más bien diré que la Perfección me hace reír. No de modo cínico, me apresuro a añadir. Con alegría.
Estoy agradecida por haber recibido el Premio Jerusalén. Lo acepto como un honor conferido a todos aquellos dedicados a la empresa de la literatura. Lo acepto en homenaje a todos los escritores y lectores de Israel y de Palestina que luchan por crear una literatura dotada de voces singulares y de una multiplicidad de verdades. Acepto el premio en nombre de la paz y la reconciliación de las comunidades heridas y temerosas. Una paz necesaria. Concesiones necesarias y nuevos acuerdos. La necesaria supresión de los estereotipos. La necesaria persistencia del diálogo. Acepto el premio —este premio internacional, patrocinado por una feria del libro internacional— como un hecho que honra, sobre todo, a la república internacional de las letras.
domingo, 15 de febrero de 2009
"LA CONCIENCIA DE LAS PALABRAS" por Susan Sontag
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Publicado por DARÍO YANCÁN en 2:21 0 comentarios
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