Obviamente, antes del establecimiento de las instituciones debe haber algunas ideas. Las instituciones políticas se crean siempre en un acto deliberado, cuyo último punto es la redacción de una Constitución. Por lo tanto, siempre son materializaciones de ideas. Sin embargo, a pesar de Hegel, las ideas son demasiado confusas para que la historia sea impulsada por una sola. Un peligro que debemos evitar es el de suponer que las acciones de los protagonistas históricos fueron la aplicación de proyectos ya hechos y lógicamente coherentes. Es verdad que al leer a Sieyès, a Madison o a Bolívar encontramos numerosas referencias a grandes pensadores como Locke, Montesquieu, Hume o Rousseau. Además, muchos eslóganes que vienen repitiéndose desde hace doscientos años remiten a esos pensadores. Pero ¿significa eso que los fundadores de las instituciones representativas intentaban implementar sistemas filosóficos? Podríamos pensar que la causalidad va en sentido contrario, que los protagonistas querían hacer algo por otras razones y utilizaron a los filósofos para justificar sus posiciones. Los textos filosóficos pueden ser, como dice Palmer sobre Kant, sólo “una revolución de la mente”, pero no de la práctica. Si los protagonistas parecen confusos en su pensamiento e inconstantes en su acción, ¿se debe eso a que no entendían lo que pensaban los filósofos? ¿Es porque no comprenden que, como afirma un eminente historiador francés de Rousseau (Derathé), “toda la argumentación del Contrato Social –esta es la parte del libro más difícil de entender– tiende a mostrar que el ciudadano conserva su libertad al someterse a la voluntad general”? ¿O es que lo que dice Rousseau no tiene sentido? Palmer señala que John Adams leyó el Contrato Social ya en 1765 y llegó a tener cuatro ejemplares en su biblioteca. Sin embargo, continúa Palmer, “sospecho que, al igual que otros, encontraba buena parte del libro ininteligible o fantástica, y otra parte, una expresión brillante de sus propias creencias”. Pero aun cuando las ideas precedan a las instituciones, no deberíamos leer la historia de las acciones a partir de la historia del pensamiento. Como quedará claro más adelante, los fundadores de las instituciones representativas con frecuencia andaban a tientas, buscando inspiración en experiencias remotas, inventando argumentos retorcidos, enmascarando ambiciones personales bajo la apariencia de ideas abstractas, a veces impulsados por la pura pasión. A menudo estaban en desacuerdo, de manera que las instituciones que establecían reflejaban resultados negociados. En muchos casos se mostraron sorprendidos ante sus propias creaciones y cambiaron de idea, casi siempre demasiado tarde para remediar sus errores. Para comprender la relación entre las ideas y las acciones, es útil preguntarnos qué es lo que podemos observar y lo que no. Observamos lo que algunos de los protagonistas dijeron y lo que hicieron, pero no podemos observar lo que querían ni lo que pensaban. Y con frecuencia decían diferentes cosas, o decían una cosa y hacían otra, o al menos gritaban lo que no hacían y susurraban lo que hacían. Consideremos las dos primeras frases de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en Francia en 1789: la primera grita que todos son iguales, la segunda susurra la necesidad de tratarlos como desiguales. Siempre que las palabras y las acciones divergen, podemos sospechar que hay intereses en juego. En realidad, el científico social escéptico cree que las acciones revelan las intenciones mejor que los pronunciamientos. Las palabras no son creíbles cuando están en conflicto con intereses. Piénsese en un político que dice que todos tenemos intereses comunes: sabemos que se refiere a los suyos, pero no necesariamente a los nuestros. Esta introducción sirve para identificar una dificultad central en los argumentos que se presentan más abajo. Yo sostengo dos tesis: (1) El ideal que, de modo más manifiesto, justificó la fundación de las instituciones representativas y su gradual evolución hacia la democracia era lógicamente incoherente y prácticamente irrealizable. (2) Las acciones de los fundadores pueden ser vistas como una racionalización de sus intereses; específicamente, las instituciones que crearon protegían sus privilegios. Pero no sabemos si han utilizado las palabras para racionalizar sus intereses. Morgan, siempre escéptico con respecto a los motivos, pensaba, por ejemplo, que “Quizás no sería excesivo decir que los representantes inventaron la soberanía del pueblo para poder afirmar la propia”. Sin embargo, realmente no creo que los que establecieron las instituciones representativas hayan conspirado de manera consciente para presentar sus propios intereses como motor de la expansión universal, por usar el lenguaje de Gramsci. De hecho, todo parece indicar que verdaderamente creían lo que decían. Más aún: incluso aquellos en contra de los cuales se dirigían esas instituciones compartían los ideales de sus fundadores y justificaban sus propias luchas en términos de esos ideales. Los dirigentes de la clase trabajadora justificaban el socialismo en términos de igualdad y autogobierno: Jean Jaurès pensaba que “el triunfo del socialismo no será una ruptura con la Revolución Francesa, sino la realización de la Revolución Francesa en condiciones económicas nuevas”, y Eduard Bernstein veía en el socialismo simplemente “la democracia llevada a su conclusión lógica”. La Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita en 1791 por Olympe de Gouges (alias Marie Gouze), sólo cambiaba el género de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 para aplicar los mismos principios a las mujeres. Líderes de distintos movimientos de independencia nacional han apelado a los valores de los colonizadores: la “Declaración de Independencia de la República Democrática de Vietnam”, escrita por Ho Chi Minh, empieza con citas de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y de la Declaración francesa de 1789. Y el sueño de Martin Luther King tenía “raíces profundas en el sueño americano”. “Ahora es el momento”, decía, “de hacer realidad las promesas de la democracia”.
Trampas del autogobierno. El enigma no es fácil de resolver. Sabemos que los fundadores de los gobiernos representativos hablaban de autogobierno, igualdad de todos y libertad para todos, pero establecieron instituciones que excluían a grandes segmentos de la población y protegían el statu quo contra la voluntad popular. Sabemos que temían a los excluidos y que querían que las instituciones que creaban protegieran la propiedad. Esto podría ser suficiente para concluir que actuaban en interés propio. Pero también sabemos que esos ideales –de nuevo, igualdad, libertad y autogobierno– han guiado la vida política de muchos pueblos por más de doscientos años. Tal vez la salida más plausible de este enigma la ofrece el concepto de “ideología hegemónica” de Gramsci: el desarrollo y la expansión del grupo particular son concebidos y presentados como fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías nacionales; en otras palabras, se coordina concretamente al grupo dominante con el interés general de los grupos subordinados, y se concibe la vida del Estado como un proceso continuo de formación y superación de equilibrios inestables (en el plano jurídico) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados, equilibrios en los que los intereses del grupo dominante prevalecen, pero sólo hasta cierto punto, es decir, sin llegar a los intereses económicos estrechamente corporativos. Aunque nunca cita a Gramsci, y dudo que lo haya leído, así es como Morgan interpretaba los orígenes del autogobierno en Inglaterra y los Estados Unidos en un ensayo magistral irónicamente titulado “Inventing the people” (“Inventando al pueblo”). “El gobierno requiere hacer creer”, observa Morgan. “Hacer creer que el rey es divino, hacer creer que no se puede equivocar o hacer creer que la voz del pueblo es la voz de Dios. Hacer creer que el pueblo tiene voz o hacer creer que los representantes del pueblo son el pueblo.” Sin embargo, una ideología es plausible sólo si corresponde a algo en la experiencia real de la vida: “Para ser efectiva […] una ficción tiene que tener cierto parecido con la realidad”. La mayoría de las veces ajustamos las ficciones a la realidad. Pero a veces tenemos que ajustar la realidad a la ficción. Las ficciones pueden causar hechos reales: “Porque las ficciones son necesarias, porque no podemos vivir sin ellas, a veces nos esforzamos para impedir que se desplomen moviendo la realidad más cerca de la ficción, haciendo que nuestro mundo se parezca más estrechamente a lo que queremos que sea. […] La ficción toma el mando y reorganiza la realidad”. Y esto implica, para completar las citas, que “En la extraña combinación de ficción política y realidad, tanto los pocos que gobiernan como los muchos gobernados pueden verse limitados –podríamos decir incluso reconformados– por las ficciones de las que depende su autoridad”. Si nos han hecho creer que la democracia es la implementación de ese trío de ideales –autogobiernos basados en la igualdad y defensores de la libertad–, debe haber algunos hechos que apoyen esa creencia. Y si pensamos eso, tenemos que investigar cuáles son los hechos que hacen creíbles esos ideales, y también, cómo esos ideales inspiran los hechos.
Igualdad, participación, representación y libertad.
En el ideal original de autogobierno, elaborado por Rousseau (cuya influencia fue enorme) y por Kant (cuyo impacto fue mínimo), las personas son libres porque cuando el pueblo gobierna nadie obedece más que a sí mismo. Desde el primer momento este ideal enfrentó problemas lógicos, prácticos y políticos. Sólo es lógicamente coherente si todos están de acuerdo sobre el orden legal en el que todos quieren vivir. El principio de que el pueblo, en singular, se gobierna a sí mismo no se traduce fácilmente en un sistema institucional en el que las personas –en plural– se gobiernan a sí mismas. Por lo tanto, pasó a ser un tema de discusión el hecho de si era posible implementar este principio mediante instituciones representativas: en un momento determinado sólo gobiernan algunas personas. Cuando la realidad de las divisiones sociales, económicas y políticas se hizo evidente, la idea de que todo el pueblo pudiera ser representado simultáneamente por alguien se hizo insostenible. Entonces, ser gobernado por equipos de políticos seleccionados en elecciones periódicas se transformó en la segunda mejor posibilidad. El poder colectivo del pueblo de elegir gobernantes a través del procedimiento electoral resultó capaz de dar suficiente plausibilidad a la creencia de que el árbitro final del gobierno es la voluntad del pueblo. Como observaba Dunn, a nadie le gusta ser gobernado, pero si hemos de ser gobernados, por lo menos podemos mostrar periódicamente nuestro disgusto expulsando del gobierno a los tramposos. Puesto que en una sociedad grande no pueden gobernar todos, ni siquiera por períodos muy cortos, de modo que la mayoría de nosotros pasa toda la vida siendo gobernado por otros, y como las personas tienen valores, pasiones e intereses heterogéneos, la segunda mejor posibilidad –después de que cada uno obedezca solamente a sí mismo– es un sistema de toma de decisiones colectiva que refleje del mejor modo las preferencias individuales y haga lo más libre posible a la mayor cantidad de personas. Es la segunda mejor opción porque está limitada por el hecho de que, habiendo preferencias heterogéneas, algunos tendrán que vivir parte del tiempo bajo leyes que no son de su agrado. Por su parte, un sistema de toma de decisiones colectiva que refleje del mejor modo las preferencias individuales y haga lo más libre posible a la mayor cantidad de personas tiene que satisfacer cuatro condiciones: cada uno de los participantes debe poder ejercer la misma influencia en la toma de decisiones colectiva, cada uno de los participantes debe tener alguna influencia efectiva en las decisiones colectivas, las decisiones colectivas deben ser implementadas por los elegidos para implementarlas y, finalmente, el orden legal debe permitir la cooperación segura sin interferencias indebidas. Para identificar los límites de la democracia, hay que investigar si es posible satisfacer estas condiciones, en forma individual y en conjunto, a través de algún sistema de instituciones. Veamos a grandes rasgos los argumentos centrales.
Dichos vs. hechos. Aun cuando los fundadores de las instituciones representativas hablaban el lenguaje de la igualdad, en realidad lo que querían decir era otra cosa, se referían más bien al anonimato, a la negación política de las diferencias sociales. A pesar de todos los discursos grandilocuentes sobre ser todos iguales, la igualdad en que pensaban era una igualdad política formal, imaginaban procedimientos que dieran a todos iguales oportunidades de influir en los resultados colectivos y también en la igualdad ante la ley. No era igualdad social ni económica. Pero la desigualdad económica, en efecto, mina la igualdad política. Y al mismo tiempo la igualdad política es una amenaza para la propiedad. Esa tensión es congénita en la democracia, está tan viva hoy como en el pasado. El misterio, entonces, es por qué la democracia no genera más igualdad económica. Según algunas opiniones, por diversas razones los pobres no se interesan por la igualdad. En otras explicaciones, o bien las instituciones representativas están dominadas por los ricos, cuya influencia política desproporcionada impide adoptar políticas igualitarias, o bien las características supermayoritarias de esas instituciones favorecen el statu quo más allá de quién las domine. Pero es posible que existan barreras exclusivamente económicas o incluso tecnológicas para alcanzar la igualdad. Igualar los activos productivos resulta difícil en las sociedades modernas, donde la tierra ya no es la fuente de ingreso más importante. E incluso si se igualara la capacidad de obtener ingresos, en las economías de mercado la de-sigualdad resurgiría. Es muy probable que la igualdad sencillamente no sea un equilibrio económico factible. No podemos esperar que la democracia haga lo que quizás ningún sistema de instituciones políticas podría hacer. Por supuesto que esto no implica que no sea posible reducir las desigualdades en muchas democracias en las que son flagrantes e intolerables. Además, puesto que las desigualdades económicas pérfidamente vuelven a infiltrarse en la política, la igualdad política sólo es factible en la medida en que el acceso del dinero a la política esté limitado por regulaciones o por la organización política de los segmentos más pobres de la población. La desconfianza de muchos hacia la voluntad cruda del pueblo condujo a restricciones en relación con sus derechos políticos y a controles institucionales contra la voluntad del pueblo. Lo que queda por ver es si es posible hacer que la participación política sea más efectiva en cualquier sistema de instituciones representativas en el que el autogobierno se ejerza a través de elecciones. Aun cuando los competidores electorales presenten propuestas políticas claras, los votantes sólo pueden elegir lo que alguien ha propuesto. En consecuencia, no eligen entre todas las posibilidades concebibles. Y como la competencia electoral inexorablemente empuja a los partidos políticos a ofrecer plataformas similares, las opciones que se presentan en las elecciones son escasas. Además, si bien los votantes tienen varias opciones, nadie puede, en forma individual, hacer que una alternativa en particular sea la elegida. Y, por otro lado, aunque los individuos no llegan a elegir cuándo votan y tampoco sus votos individuales tienen un efecto causal sobre el resultado, las decisiones colectivas que surgen de ese proceso reflejan distribuciones de las preferencias individuales. Por lo tanto, es un misterio que tantas personas desaprueben que las decisiones colectivas se tomen de esa manera. Parecería que valoran la elección activa más que los resultados de la elección colectiva. Es posible que esa reacción derive simplemente de una comprensión incorrecta del mecanismo electoral, pero no por eso es menos intensa en tanto privación. La nostalgia de la participación efectiva continúa atormentando a las democracias modernas. De todos modos, no hay ninguna forma de toma de decisiones colectiva, salvo la unanimidad, capaz de dar eficacia causal a la participación individual. El autogobierno colectivo se alcanza no cuando cada votante tiene influencia causal en el resultado final, sino cuando la elección colectiva es resultado de la suma de voluntades individuales. Nuestras instituciones son representativas.
Educando al soberano. Los ciudadanos no gobiernan; son gobernados por otros, quizás otros que cambian en forma regular, pero siempre otros. Para indagar si podemos gobernarnos a nosotros mismos colectivamente cuando somos gobernados por otros, debemos considerar dos relaciones: por un lado, entre las diferentes partes del gobierno y, por otro, entre los ciudadanos y los gobiernos. La estructura del gobierno es lógicamente anterior a su conexión con los ciudadanos, porque lo que estos pueden exigir o esperar de los gobiernos depende de lo que esos gobiernos pueden o no hacer, y lo que pueden hacer depende de la forma en la que están organizados. Los gobiernos divididos en poderes a veces no pueden responder a la voluntad de la mayoría expresada en elecciones, en especial si se refiere a un mandato de cambio. Hay ordenamientos institucionales supermayoritarios, o incluso directamente antimayoritarios, que de manera ostensible protegen a las “minorías”. En nuestros días es políticamente correcto utilizar este término para designar a grupos que, por diversas razones, son menos privilegiados –en realidad, empleamos esa etiqueta incluso para una mayoría, las mujeres–, pero olvidamos que esos ordenamientos fueron creados para proteger en primer lugar a una minoría, a la que continúan protegiendo, la de los propietarios. Y, sin embargo, aun en el caso de que los gobiernos puedan hacer todo lo que se les autoriza a hacer en las elecciones, algunos costos de representación son inevitables. Los gobernados deben dar a los gobiernos cierto margen para su acción. Además, las elecciones son periódicas y tienden a amontonar los asuntos. El autogobierno no se implementa en una serie de referendos sino en elecciones periódicas con mandatos amplios y a menudo vagos. Por lo tanto, con frecuencia, minorías intensas se alzan en protestas contra el gobierno. Pero como no es posible comparar la intensidad de distintas personas, lo único que podemos hacer es contar cuántas son. Por último, el silogismo según el cual el pueblo es libre cuando se gobierna a sí mismo resulta ser problemático. El concepto de libertad ha sido y sigue siendo objeto de elaboradas construcciones filosóficas. Para los protagonistas, quería decir que el gobierno debía permitir a los ciudadanos cooperar manteniendo el orden, aunque sin violar arbitraria o innecesariamente la libertad individual. Sin embargo, lograr un equilibrio entre el orden y la no interferencia ha resultado difícil, en particular frente a determinadas amenazas. Lo que hay es más bien una serie de equilibrios inestables que ningún diseño institucional podrá resolver de una vez por todas. Por lo tanto, la democracia tiene límites en relación con la extensión de la igualdad económica, la participación efectiva, la agentividad perfecta y la libertad. No obstante, creo que no hay ningún sistema político que pueda funcionar mejor, ni que sea capaz de generar y mantener en las sociedades modernas el grado de igualdad económica que muchos miembros de esas sociedades desearían ver. No hay sistema político capaz de hacer individualmente efectiva la participación política de cada uno, ni de hacer de los gobiernos los perfectos agentes de los ciudadanos. Y si bien en la democracia el orden y la no interferencia no se combinan fácilmente, no hay ningún otro sistema político que se aproxime siquiera a hacerlo. La política, en cualquier forma o estilo, tiene límites en la conformación y transformación de las sociedades. Esto es simplemente un hecho de la vida. Considero importante conocer esos límites para no criticar a la democracia por ser incapaz de lograr lo que ningún otro ordenamiento político puede lograr. Pero esto no es un llamado a la complacencia. Reconocer límites sirve para dirigir los esfuerzos hacia ellos y, también, para mostrar las direcciones de reformas factibles. Estoy lejos de la certeza de haberlos identificado correctamente y me doy cuenta de que muchas reformas no se hacen porque amenazan intereses; sin embargo, creo que conocer tanto los límites como las posibilidades es una guía útil para la acción política. Porque, por último, la democracia no es sino un marco dentro del cual un grupo de personas más o menos iguales, más o menos eficientes y más o menos libres puede luchar en forma pacífica por mejorar el mundo de acuerdo con sus diferentes visiones, valores e intereses.
viernes, 29 de julio de 2011
"LOS DILEMAS DE LA DEMOCRACIA FUTURA" por Adam Przeworski
Publicado por DARÍO YANCÁN en 9:06 0 comentarios
"EL RETORNO DE LA RETÓRICA" por Marc Angenot
La historia de la retórica y de su enseñanza, desde la Época Clásica hasta mediados del siglo XX, es la de una interminable decadencia, una extensa supervivencia escolar esclerosada en medio de una desconsideración general. A principios del siglo XIX, el obispo escocés Richard Whately publica “Elements of Rhetoric” (1828), el gran manual sobre este arte que fuera reeditado más de veinte veces en Inglaterra. Al comienzo del libro, el autor confiesa que ha dudado mucho en emplear la palabra retórica en el título, palabra “capaz de sugerir a muchos la asociación con la idea de declamación vacua o de artificio deshonesto”.
Ni el romanticismo (en nombre de la sinceridad) ni el espíritu científico (en nombre de la positividad) han consentido en dar lugar a la retórica, que sólo sobrevivía de manera anodina como una enseñanza caduca, herencia de la educación liberal de los griegos y los romanos, enseñanza que, por otra parte, se volvió clerical: los espíritus modernos y laicos, ligados al razonamiento científico, se habían alejado decididamente de esas técnicas “oratorias” imprecisas, falaces y pertenecientes al campo de la locuacidad. En 1902, la misma palabra “retórica” dejó de designar en Francia (no así en Bélgica) una de las etapas de la escuela secundaria.
Sin embargo, hay algo que justificaría este descrédito, “buenas razones” que nosotros, analistas de los discursos e historiadores de las ideas, debemos aceptar. En la actualidad, “retórica”, en el discurso habitual, es una palabra peyorativa, siempre cercana a una locuacidad vana, a la propaganda, la demagogia y la manipulación. Los periódicos utilizan siempre “retórica” de manera peyorativa. Esto se constata cada día en la prensa escrita en inglés. Leo en el New York Times: “El discurso del presidente Bush fue pródigo en retórica pero pobre en sustancia” (Booth, 2004: ix). “Rhetoric”, para la prensa, no quiere decir otra cosa que bla bla bla, declamación, engaño, mentira. Se afirma “esto es retórica” y está todo dicho. Del mismo modo, decir “dialéctica sutil” no es precisamente un elogio. Y muchas otras palabras relacionadas, todas provenientes de Aristóteles, han cobrado también un sentido negativo. Pathos, desborde emocional falto de sinceridad. Topos, lugar común, banalidad y cosa sin importancia.
El descrédito moderno parecería total si no existiera la evidencia de que, no obstante, la reflexión sobre la argumentación pública y sobre el discurso persuasivo no desaparece por completo, y que los grandes libros que hablan de ello en el siglo XIX no son asunto de retóricos y autores de manuales, sino de hombres políticos como Jeremy Bentham, cuya obra “Handbook of Fallacies”, de 1824, es penetrante, muy divertida y siempre interesante. Podemos mencionar también la obra de un filósofo como John Stuart Mill, cuyo “System of Logic”, de 1843, es muy pertinente (en particular el apartado sobre los sofismas). Se dice que la filosofía moderna se ha alejado de la retórica. Esto también sería cierto si la retórica no fuera concebida como la esencia misma de la filosofía por Nietzsche, quien comienza su curso de retórica en Basilea con la banal constatación de que “en los tiempos modernos este arte es objeto de un desprecio general” y no obstante la coloca en el centro de su reflexión filosófica. Su “Darstellung der antiken Rhetorik”, que se anticipa a nuestra época, formula en una proposición clave la fecunda transposición de la reflexión sobre el lenguaje: “No existe la naturalidad no retórica del lenguaje” (Nietzsche, 1971). De cualquier modo, tras este prolongado desmerecimiento (que como hemos visto presenta excepciones), después de un eclipse de casi dos siglos, la retórica retornó con fuerza renovada en la filosofía, las ciencias sociales y las ciencias del lenguaje a mediados del siglo XX. Mientras tanto, el estudio del razonamiento se había vuelto entre los filósofos una actividad estrictamente formal y casi algebraica. En cuanto a las ciencias sociales e históricas, atravesaban “el archivo” y la materialidad del discurso sin verlo. Estas disciplinas sólo identificaban cosas desencarnadas, a las que llamaban, según el caso, “ideas”, “pensamientos” y, para el pueblo y las masas, “mentalidades”, “representaciones”, “actitudes” (ustedes conocen los conceptos irremediablemente imprecisos de los historiadores del pasado), sin ver ni descifrar palabras, frases, encadenamientos de ideas, ni maneras de sostener una proposición y de comunicar, o más bien pasando a través de ellos como si, en efecto, fueran transparentes y unívocos y no presentaran problemas.
Chaïm Perelman. En 1958, con dos obras pioneras, “Tratado de la argumentación. Nueva retórica”, de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, y “Los usos de la argumentación”, de Stephen Toulmin, y un poco más tarde con el tratado de Charles Hamblin sobre las falacias (“Fallacies”, 1970), que se proponía sustituir la vieja taxonomía de los sofismas por una teoría moderna de los errores de razonamiento y que ejercerá gran influencia en el mundo anglosajón, la retórica recobró fuerzas. El papel de Perelman fue decisivo en ese cambio de situación.
Sería complejo comparar las perspectivas y las concepciones de Perelman con las de Stephen Toulmin, puesto que sus recorridos intelectuales son diferentes. Sin embargo, ambos tenían un punto de partida común, que era una gran insatisfacción frente a la lógica formal: querían liberar la lógica, sacarla de la “pura” lógica, acercarla a la argumentación corriente: querían hacer de la lógica ligada a la retórica una ciencia práctica cercana a la realidad social. Así, Perelman rompe con el positivismo lógico que le habían enseñado en su juventud y se inclina hacia otra forma de racionalidad que le parece más merecedora de la atención filosófica, la del discurso corriente, la del jurista, el político, el ensayista, etc., que él llamaba, según señala Michel Meyer, “el campo de lo razonable”, en oposición al campo de lo racional (Meyer, 2004: 10).
Con este renacimiento a mediados de siglo, la retórica, junto con las ciencias del lenguaje y de la comunicación que se encuentran en plena expansión, deja de ser lo que había sido tradicionalmente, un aprendizaje del arte de debatir y de discurrir con elocuencia, para convertirse en lo que es hoy: el estudio del discurso en la sociedad desde el ángulo de la argumentación.
En ese contexto, la importancia de la obra de Perelman no ha dejado de aumentar. Es mucho más citado, estudiado y discutido hoy que en los tiempos en que yo era su alumno. Testimonio de esto son los libros de Michel Meyer, Alain Lempereur, Bosco (1983), Koren y Amossy (2002), Maneli (1994), Vannier ( 2001) y las numerosas y constantes referencias a su pensamiento en inglés y alemán. Todo lo que se hace en retórica en el mundo francófono desde hace medio siglo parte de Perelman y saca provecho tanto de sus avances como de la crítica de algunos de sus procedimientos.
En el campo francés, los encomiables trabajos de Georges Vignaux (1976 y 1988), Ruth Amossy (2000) y Christian Plantin (1990, 1993 y 1996), diferentes en sus modalidades y problemáticas, pero portadores de sugerentes reflexiones, despiertan el más vivo interés. Tal vez sean todavía poco conocidos por el público académico, en la medida en que la retórica de la argumentación viene a sacudir las barreras disciplinarias que, especialmente en Francia, tienen una notable capacidad de resistencia pasiva.
Por otro lado, es evidente que, al menos por su cantidad, los trabajos publicados en francés están muy lejos de la enorme bibliografía que se ha publicado desde hace cuarenta años en alemán y en inglés norteamericano.
Con toda objetividad, sin adulación, debemos decir aquí lo que ustedes no ignoran, pero que su modestia les impide proclamar, a saber, una fuerte evidencia de geopolítica intelectual: en el ámbito francófono, Bruselas se encuentra en el centro del renacimiento del pensamiento y de la investigación sobre la retórica. Como dije antes, todo parte de Perelman. La obra poderosa, original y fundamental de Michel Meyer, y los libros de Alain Lempereur, Emmanuelle Danblon y otros autores dan testimonio de ello. La israelita Ruth Amossy es originaria de Bruselas, como yo mismo: dejo para los aficionados a las hipótesis el trabajo de explicar ese “no sé qué” que impregna retóricamente la atmósfera de esa ciudad.
El retorno triunfal de la retórica. Cabe detenerse un instante para conjeturar las causas de ese “retorno a la retórica”. Es evidente que este resurgimiento se relaciona con el hecho de que el pensamiento moderno se ha dejado erosionar, y finalmente ha rechazado las ideas de fundación absoluta del conocimiento, del saber como correspondencia unívoca entre los discursos y las cosas, de verdad irrefutable y adquirida en forma irreversible (científica, positiva), de razón trascendental, todas aquellas concepciones que habían contribuido al declive de la retórica. La concepción central de la racionalidad se desplaza de la ciencia (paradigma del siglo XIX) a la vida pública y a la cultura cognitiva y discursiva del mundo corriente. Al mismo tiempo, los Grandes Relatos de la historia y las certidumbres historicistas han sufrido una pérdida de credibilidad irreversible, al igual que los dogmas y los grandes principios de otros tiempos: todo es (de nuevo) argumentable. “La retórica renace cuando los sistemas ideológicos se derrumban”, señala Michel Meyer (1986: 7). “La voluntad de someter los asuntos humanos a una escatología científica ha fracasado”, queda para los posmodernos la tarea de búsqueda negociada de coexistencia y de consenso (Buffon, 2002: 73). Los discursos y la discusión son los fundamentos siempre inestables de la Ciudad, y esto explica la fuerza del retorno de la retórica. Dado que por todas partes las certezas absolutas se han desvanecido con las Grandes Esperanzas históricas, la cuestión de lo probable ha vuelto a instalarse en el centro de los debates contemporáneos sobre el riesgo y el manejo de lo incierto. Así, la nueva retórica es contemporánea del Segundo Desencanto, el de las religiones seculares o políticas; se aleja de lo unívoco, de lo apodíctico, de las verdades definitivas, científicas o dogmáticas.
La nueva retórica representa una tercera vía filosófica entre el relativismo absoluto –en boga en algunos campus– y el racionalismo dogmático y el logicismo. Ni siquiera hay en Perelman o en Meyer el esbozo de una filosofía consensual de la verdad o una moral democrática postkantiana de la discusión, y algunos –como yo mismo– reticentes en lo que respecta a Habermas, están de acuerdo. Para Manuel Carrilho, la retórica ha vuelto al ámbito de la filosofía para instalarse allí y poner fin a la crisis del sujeto y de la razón que ha atormentado al siglo XX, crisis que se empeñó en tratar de establecer como fundamentos del proceder filosófico la necesidad y la universalidad, o bien en arruinar ese fundamento al “caer” (como decían los manuales de filosofía) en un escepticismo sin fondo.
Contraproposiciones. Me limitaré a esbozar algunas proposiciones que creo fundamentales para poder abordar los debates de ideas en la vida pública.
En el tratado de retórica que he intitulado “Dialogues de sourds” (2008) me he opuesto –en la problemática, los conceptos y los métodos– a lo que se ha escrito desde siempre en materia de discurso argumentativo. Considero, a título de observador del discurso social e historiador de las ideas, y examinando con atención en la vida y en la historia moderna el intercambio caótico de “buenas razones”, convicciones y opiniones, debates y disputas, que las categorías y el marco general de lo que durante siglos se llamó “retórica” son bastante inadecuados. También considero que para analizar el discurso social es conveniente, en la mayoría de los casos, hacer lo contrario de lo que suele hacerse, e introducir nociones y procedimientos que los manuales ignoran.
Mi libro elabora, en contra de la tradición, una retórica de los malentendidos alrededor de la hipótesis –que profundizo– de las rupturas cognitivas y argumentativas identificables en la doxa (como decía Aristóteles), en los discursos de la esfera pública.
Los manuales definen clásicamente la retórica como “el arte de persuadir”, y esta definición se acepta porque nadie se ha detenido a analizarla. “Dialogues de sourds” parte –creo que con acierto– del asombro que produce esta definición en general aceptada, aunque sea a todas luces insostenible.
Haré algunas objeciones elementales: es cierto que los seres humanos argumentan todo el tiempo y en toda circunstancia, pero resulta claro que se persuaden muy poco (o casi nunca) entre sí. Esa es la impresión constante que causan desde el debate político hasta la disputa doméstica, y de esta a la polémica filosófica, y supongo que ustedes coincidirán conmigo. Esta constatación instala una cuestión a dirimir dentro de la ciencia secular de la retórica: no puede construirse una ciencia partiendo de una eficacia ideal –la persuasión– que sólo se presenta de manera excepcional.
Una vez formulada esta objeción, surgen varias preguntas: ¿por qué, a pesar de lograr persuadirse mutuamente en tan pocas ocasiones, los seres humanos no se desaniman y persisten en argumentar? ¿A qué se deben estos fracasos reiterados? ¿Qué es aquello que no funciona en el razonamiento organizado en discurso, en el intercambio de “buenas razones”? ¿Qué debemos aprender de una práctica que todo el tiempo fracasa y que, sin embargo, se repite sin cesar?
Cuando los sujetos hablantes están comprometidos en una situación de comunicación, tratan de alcanzar su objetivo, que es comunicar. Pero cuando la gente, más específicamente, se pone a argumentar –lo cual es una de las principales subcategorías de la comunicación–, la transmisión del “mensaje” rara vez se realiza bien: en seguida se piensa que la parte contraria no coincide en las conclusiones y permanece extrañamente inaccesible a las pruebas que se le presentan, y también que razona equivocadamente o no respeta ciertas reglas fundamentales que hacen posible el debate.
Por lo tanto, existe la impresión –y esta es la gran cuestión que abordo en mi libro– de que cuando la persuasión fracasa, cuando el debate se convierte en un diálogo de sordos, no puede hablarse sólo del contenido de los argumentos, sino de la manera de exponerlos, la manera de proceder y seguir las reglas de la “lógica”.
Mi objeto no es el simple desacuerdo. No me detengo en los casos en que los interlocutores, a pesar de todo, persisten en su desacuerdo sobre una proposición determinada, sino en aquellos en los que no puede aceptarse una manera adversa de sostener una tesis, no puede seguirse el hilo del razonamiento. Los argumentos del interlocutor no son desdeñados porque se los juzgue “débiles” o “interesados” (lo que supondría que se los comprende), sino que se los descarta por encontrarlos engañosos e inválidos, es decir, “ilógicos”, “absurdos”, “irracionales”, “locos” (considerando que en general la validez argumentativa está refrendada por la “lógica” y la “razón”).
Ahora bien, bajo el peso de la situación jurídica, la retórica de la argumentación persiste en considerar como su norma el debate entre personas que comparten una misma racionalidad y –si uno es racionalmente optimista y, sobre todo, paciente– cuyas divergencias más ásperas no surgen de una “sordera” cognitiva, sino del “malentendido”.
En suma, si la retórica quiere observar el mundo social y dar razón de él, en vez de ser esa “ciencia” idealizada, irénica, contrafáctica y, sobre todo, vanamente normativa de debates bien regulados y elocuencia eficaz, debe abandonar el estudio de los desacuerdos nacidos del incesante intercambio de “buenas razones” para abocarse al análisis de los malentendidos de la comunicación argumentada y al estudio de las divergencias y contradicciones de las estrategias argumentativas y de las rupturas cognitivas.
Divergencia de lógicas. En el centro de mi reflexión sobre los intercambios de “razones”, las tomas de posición, los debates y las polémicas en la vida pública, sobre las dificultades de la comunicación argumentativa, la diversidad de maneras de encararla, y los fracasos de la persuasión, sobre sus tipos y causas, y sobre el sentimiento, manifestado con frecuencia, de que el adversario delira, desarrollo una hipótesis radical: la de la existencia, en toda sociedad, de cortes de lógicas argumentativas.
Si la incomprensión argumentativa se relacionara simplemente con el malentendido –mal entendido–, bastaría con destaparse los oídos, ser paciente y benévolo, y prestar atención. ¿Pero no es verdad que en ciertos casos, que Jean-François Lyotard llama “diferendos”, los seres humanos no comprenden sus razonamientos recíprocos porque no emplean (o casi no emplean) el mismo código o el mismo repertorio de medios argumentativos? Esos términos (“repertorio” y “código”) suponen que, para hacerse comprender por medio de argumentos (y para comprender a un interlocutor), hay que disponer, entre las competencias que se movilizan, de reglas comunes de lo argumentable, de lo conocible, de lo debatible y de lo persuasible. Y que surge un problema si esas reglas no están reguladas por una razón universal, trascendental y ahistórica, si esas reglas no son las mismas en todas partes y no se imponen a todos.
Las normas argumentativas que se encuentran en los tratados y los manuales están (y siempre han estado) sometidas a discusión; son válidas para unos pero no para otros, lo cual no impide a los seres humanos discutir sin estar siempre en todo de acuerdo con ellas, pero vuelve vana la voluntad de fijar normativamente o sólo revela una especie de angustia pedagógica frente a la confusión irreductible de la dialéctica.
Ningún argumento dialéctico, ni siquiera los que Chaïm Perelman clasificaba como “cuasi lógicos”, es lógicamente riguroso, ni necesario en sus conclusiones, ni aplicable en cualquier circunstancia. Nos conformamos con discutir y debatir la articulación de lo probable con lo probable, no porque nos guste permanecer en la duda sino porque pensamos que los razonamientos imperfectos y la duda parcial valen más que la ignorancia total.
Mi proposición fundamental es invertir el procedimiento heurístico habitual de los estudios retóricos, estudios sobre las creencias y las opiniones públicas. Sugiero no tomar como punto de partida, para contradecirlos después durante los análisis, los paradigmas de la racionalidad unificada, del debate bien regulado, de los litigios que pueden ser racionalmente superados. Propongo como tarea primordial de la retórica el estudio de las divergencias en las maneras de razonar y de los cortes argumentativos en toda su diversidad. No se trata de una cuestión especulativa, sino de un problema empírico que reclama una gran cantidad de estudios de campo y evaluaciones concretas de las desviaciones y los grados de malentendido. En la retórica, a mi entender, es necesario objetivar e interpretar las heterogeneidades “mentalitarias” y los diálogos de sordos constatados, y caracterizar y clasificar las lógicas divergentes que sostienen las así llamadas ideologías.
Fin de las retóricas intemporales. Estos cortes argumentativos y cognitivos deben observarse y comprenderse antes de pretender dar la última palabra. Frente a una determinada polémica (actual o pasada), el retórico no puede aspirar a ser una especie de dios descendido de los cielos para zanjar la cuestión, al estilo de: tú te equivocabas; en cambio, tu adversario razonaba en forma correcta y tenía razón.
Los cortes a los que me refiero son aún más patentes cuando abordamos una argumentación con la distancia que da el tiempo, aunque esta distancia sea corta. Los tratados intemporales de retórica ya no tienen vigencia. El objeto de investigación que me impuse a lo largo de los años –y no soy el único– es el estudio de los discursos que se cruzan en un momento dado de la sociedad, de los discursos como hechos históricos, variables por la naturaleza de las cosas. Evidentemente, la retórica es una parte esencial de esto.
De hecho, nada es más específico de ciertos estados de una sociedad y de los grupos sociales en conflicto que lo argumentable que allí predomina. Es en particular revelador para el estudio de las sociedades, de sus contradicciones y de su evolución, la investigación sobre las formas de lo decible y de lo susceptible de ser persuasivo, los géneros y los topoi que allí se legitiman, circulan, compiten, emergen, se marginan y desaparecen. El retórico y el analista del discurso deben convertirse, en este aspecto, en historiadores y sociólogos, desde luego con sus objetos y procedimientos particulares, pero cercanos a los del historiador de las ideas y a los del sociólogo de la opinión, de las creencias, a los del crítico de las ideologías políticas y los del politólogo. Lo que se dice y se escribe nunca es aleatorio ni “inocente”. Una disputa doméstica tiene sus reglas y sus roles, su tópica, su retórica, su pragmática, y esas reglas, con seguridad, no son las mismas que las de un mandamiento episcopal, un editorial de prensa financiera o el programa de un candidato a diputado. Estas reglas no derivan del código lingüístico. No son intemporales. Forman un objeto particular, autónomo, esencial para el estudio del hombre en sociedad. Este objeto es la manera en que las sociedades se conocen hablando y escribiendo, la manera en la que, en una coyuntura determinada, el hombre en sociedad se narra y se argumenta.
Aún está pendiente elaborar una historia retórica; ella se abocaría a estudiar la variación histórica y cultural, la historicidad de los tipos de argumentación, de los medios de prueba, de los métodos de persuasión. Esta historia ni siquiera ha sido esbozada, pero se encuentra en germen aquí y allá.
Cito en este punto un pequeño libro sobre la variación histórica de lo razonable y de aquello que el autor, discípulo y amigo de Michel Foucault, llama “programas de verdad”: hablo del ensayo de Paul Veyne “¿Creyeron los griegos en sus mitos?” (1983). Extraigo de él un ejemplo sumario. Cicerón, por cierto, no creía, como la plebe romana, que Júpiter se hubiera transformado en cisne para seducir a Leda, pero no es verdad que su falta de creencia en ese hecho sea exactamente idéntica a la nuestra. Cicerón es un evhemerista: racionaliza en parte a los dioses, considerándolos héroes divinizados. Sin embargo, esta distancia respecto de las creencias populares queda encerrada en un “programa de verdad” imposible de comparar con aquellos que se proponen en nuestro tiempo. Se podría hablar de límite de “conciencia posible” de parte de Cicerón (tomado como ejemplo de doxa culta romana y no como individuo singular): que los dioses son héroes divinizados es argumentable, incluso, y sobre todo, si no es la opinión del vulgo; que los dioses y los mitos son puras ficciones, en cambio, está más allá de lo históricamente determinado como concebible.
La cuestión de la creencia no es arqueológica y no es necesario remontarse en el tiempo. En cuanto el historiador de lo contemporáneo se pregunta (en la línea de Paul Veyne) si Jean Jaurès, Karl Kausky o Émile Vandervelde antes de 1914 han “creído en su mito”, el mito que ellos mismos sostuvieron con argumentos a lo largo de cientos de páginas (es decir, la socialización de los medios de producción, remedio para todos los males de la sociedad, que es producto de la revolución proletaria inminente y concluye en una feliz Democracia del Trabajo), nos encontramos frente a una serie de dificultades que hay que mencionar. En todo caso, es imposible dar una respuesta unívoca y simple.
El gran historiador estadounidense Carl L. Becker ha desarrollado hace tiempo el concepto de “climas de opiniones” sucesivos, que deben situarse en la historia de las ideas y entre los cuales la incomprensión es radical (Becker, 2004). Él analiza un pasaje de Tomás de Aquino sobre el derecho natural y desarrolla el significado de la monarquía en Dante. Una evidencia se impone: el lector moderno no está en desacuerdo con ellos, no piensa de manera diferente sobre esos temas, suponiendo que piense algo; lo que sucede, según Becker, es que este lector moderno se encuentra ante una manera de razonar radicalmente diferente, una manera que él sólo puede percibir, de principio a fin, como aberrante: “Lo que me llama la atención –escribe Becker– es que no se considera a Dante o a Santo Tomás como gente poco inteligente. No podemos atribuir el hecho de que sus argumentaciones son ininteligibles para nosotros a una probable falta de inteligencia de su parte. Que una argumentación nos invite o no a apoyarla no depende entonces tanto de la lógica que la sostiene, sino del clima de opiniones en el que está inmersa” (2004: 5).
Que las razones persuasivas del pasado ya no nos parezcan racionales no permite descartarlas, puesto que no es razonable pensar que el presente sea el juez inapelable del pasado. Y es interesante ver que, en el pasado, ciertas ideas y tesis fueron producto de un esfuerzo sostenido de racionalidad y demostración, mientras que esos mismos razonamientos se volvieron para nosotros más aberrantes que poco convincentes.
¿Relativismo? ¡En absoluto! Al hacer esto, ¿estoy cuestionando, como lo haría cualquier relativista, la racionalidad humana, indisociable de la dignidad del hombre? De ningún modo. Quiero considerar a los hombres iguales en espíritu, y a la razón humana como su bien común y el único vínculo que puede unirlos. Admito que el hecho de considerar al cuerpo político como dotado de razón es también un valor democrático o, en todo caso, una ficción razonable. Admito que la razón “comunicacional” merece ser defendida en tanto única alternativa conocida a la violencia en las relaciones sociales y al autismo “identitario” (Popper, cit. en Adorno y otros, 1976: 292). Todo esto no disminuye la pertinencia de la constatación que desarrollo: existen diversas maneras de administrar el potencial de la razón y de orientar los razonamientos, y la capacidad práctica de razonar en voz alta y de argumentar sólo tiene una relación lejana con la idea de la razón como instrumento del verdadero conocimiento.
Todos los trabajos –a menudo normativos y en cierto modo “idealizados”– que, desde Toulmin y Perelman, se ocupan de la razón retórica y de la lógica informal, muestran que invocar una razón trascendente o postular la lógica como un ideal y un absoluto (del que la “razón corriente” no sería más que un mero avatar degradado) carece de interés y conduce a pistas falsas. Al menos sé lo que esta razón corriente no es. No es una “sorite”, una cadena de proposiciones deducidas con rigor y recíprocamente verificadas; no tiene la forma de un manual de geometría, con axiomas, teoremas y correlatos; no está orientada hacia un “juicio” que zanje considerandos desprovistos de las “pasiones” y del hartazgo de las partes enfrentadas y de un público delimitado, aprobatorio o reticente, y que debe demostrar que los argumentos que propone son universalmente válidos para un auditorio universal, que pueden y deben provocar la adhesión de cualquier hombre esclarecido por la razón del derecho.
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"PARA QUE SIRVEN LOS MITOS" por Luc Ferry
Comencemos por lo más importante: ¿cuál es el sentido profundo de los mitos griegos y por qué habría, aún hoy día, tal vez más que nunca, que interesarse por ellos? La respuesta, en mi opinión, se encuentra en un pasaje de una de las obras más conocidas y más antiguas en lengua griega, la Odisea de Homero. De entrada se valora hasta qué punto la mitología no es lo que tan a menudo se cree en nuestros días, una colección de “cuentos y leyendas”, una serie de historietas más o menos fantasmagóricas cuyo único objetivo sería distraer. Lejos de ser un simple divertimento literario, en realidad constituye el corazón de la sabiduría antigua, el origen primero de lo que pronto la gran tradición de la filosofía griega desarrollará bajo una forma conceptual con vistas a definir los límites de una vida próspera para nosotros los mortales.
Dejémonos llevar un instante por el hilo de esta historia que menciono aquí a grandes rasgos, pero sobre la que, desde luego, tendremos ocasión de volver más adelante.
Tras diez largos años transcurridos fuera de su casa combatiendo a los troyanos, Ulises, el héroe griego por antonomasia, acaba de lograr la victoria mediante una artimaña –en este caso gracias al famoso caballo de madera que ha abandonado en la playa cerca de las murallas de la urbe–. Son los propios troyanos los que lo introducen en su ciudad, de otro modo inexpugnable para los griegos. Imaginan que se trata de una ofrenda a los dioses, cuando en realidad es una máquina de guerra cuyos flancos están llenos de soldados. Al caer la noche, los guerreros griegos salen del vientre de la imponente estatua y matan hasta al último troyano dormido, o casi. Es una carnicería atroz, y un pillaje sin piedad, tan espantoso que hasta provoca la ira de los dioses. Pero al menos la guerra ha terminado y Ulises se presta a volver a su casa, recobrar Ítaca, su isla, reunirse con su esposa, Penélope, y con su hijo, Telémaco; en resumen, a recuperar su lugar tanto en su familia como en el seno de su reino. Se puede ya observar que antes de acabar en la armonía, en la reconciliación apacible con el mundo tal como es, la vida de Ulises comienza, a imagen del universo, por el caos. La terrible guerra en la que acaba de participar y que le ha obligado a abandonar en contra de su voluntad el “lugar natural” que ocupaba al lado de los suyos se lleva a cabo bajo la égida de Eris, la diosa de la discordia. Ella es la causa de la enemistad entre griegos y troyanos, y a partir de este conflicto inicial es cuando el itinerario del héroe debe ponerse en perspectiva si se quiere captar su significado en términos de sabiduría de vida.
El asunto estalla a raíz de una boda, la de los futuros padres de Aquiles, gran héroe griego él también y uno de los protagonistas más famosos de la guerra de Troya. Como en el cuento de La bella durmiente del bosque, se “olvidaron” de invitar, si no a la bruja mala, al menos a la que aquí desempeña ese papel, a saber, precisamente Eris. Es que a decir verdad de buena gana prescindirían de ella en ese día de fiesta: todo el mundo sabe con seguridad que allá donde va todo se agría, que el odio y la ira prevalecerán sobre el amor y la alegría. Por supuesto, Eris acude a la invitación que no le han hecho con la firme intención de sembrar el desorden en los esponsales. Ya sabe cómo conseguirlo: sobre la mesa donde los jóvenes esposos festejan su enlace, rodeados para la ocasión de los principales dioses del Olimpo, arroja una magnífica manzana de oro en cuya superficie hay grabada una inscripción bien legible: “A la más bella”. Como podía esperarse, las mujeres presentes exclaman a una sola voz: “¡Entonces es para mí!”. Y el conflicto se introduce lento pero seguro y acabará desencadenando la guerra de Troya.
He aquí de qué manera.
Alrededor del banquete toman asiento tres diosas sublimes, las tres muy próximas a Zeus, el rey de los dioses. Primero está Hera (en latín, Juno), su divina esposa, a la que nada puede negar. Pero también está su hija predilecta, Atenea (Minerva), y su tía Afrodita (Venus), la diosa del amor y de la belleza. Desde luego, la previsión de Eris se cumple y las tres mujeres se disputan la hermosa manzana. Zeus, como cabeza de familia sagaz, se abstiene de tomar parte en la disputa: sabe demasiado bien que al elegir entre su hija, su esposa y su tía se dejará en ello su tranquilidad... Además, debe ser justo y, decida lo que decida, aquellas que haya dejado de lado le acusarán de prejuicio. Así pues envía a su fiel mensajero, Hermes, a buscar discretamente a un joven inocente que juzgue a las tres beldades. A primera vista, se trata de un pastorcillo troyano, pero en realidad este muchacho no es otro que Paris, uno de los hijos de Príamo, rey de Troya. Paris fue abandonado por sus padres tras su nacimiento porque un oráculo había predicho que provocaría la destrucción de su ciudad. Pero, “in extremis”, un pastor se apiada del bebé, lo recoge y lo educa hasta que se convierte en el hermoso adolescente que es ahora. Bajo la apariencia de un joven campesino se esconde, pues, un príncipe troyano. Con la ingenuidad de la juventud, Paris acepta desempeñar el papel de juez.
Para atraer sus favores y ganar la célebre “manzana de la discordia”, cada una de las mujeres le hace una promesa que corresponde a lo que ella misma es. Hera, que reina al lado de Zeus en el imperio más grandioso, ya que se trata del universo entero, le promete que si la elige dispondrá él también de un reino sin igual en la tierra. Atenea, diosa de la inteligencia, de las artes y de la guerra, le garantiza que si es ella la elegida, saldrá vencedor de todas las batallas. En cuanto a Afrodita, le dice al oído que con ella podrá seducir a la mujer más hermosa del mundo... Y Paris, por supuesto, elige a Afrodita. Ahora bien, ocurre que para desgracia de los hombres la criatura más hermosa del mundo es la esposa de un griego, y no de uno cualquiera: se trata de Menelao, el rey de la ciudad de Esparta, ciudad guerrera donde las haya. Esta joven se llama Helena, la famosa “bella Helena” a la que los poetas, compositores y cocineros seguirán rindiendo homenaje en el transcurso de los siglos... Eris ha logrado su objetivo: la guerra entre troyanos y griegos se desencadenará unos años más tarde debido a que un príncipe troyano, Paris, hechizado por Afrodita, le robará la bella Helena a Menelao...
Y el pobre Ulises se verá obligado a tomar parte en ella. Los reyes griegos –y Ulises es uno de ellos que, como se ha dicho, reina en Ítaca– han prestado juramento de auxilio al que se casara con Helena. Su belleza y su encanto son tan grandes que temen la discordia que podría instalarse entre ellos debido a los celos y el odio que conlleva. Así pues, han jurado fidelidad al que eligiera Helena. Elegido Menelao, los demás deben, en caso de traición, acudir en su ayuda. Ulises, cuya esposa Penélope acaba de dar a luz al pequeño Telémaco, hace lo posible por librarse de esta guerra. Finge estar loco, labra su tierra al revés y siembra piedras en lugar de semillas, pero su astucia no engaña al anciano sabio que ha ido a buscarle y, al final, no tiene más remedio que decidirse a partir como los demás. Durante diez largos años está alejado de su “lugar natural”, de su mundo, de su lugar en el universo, con los suyos, dedicado al conflicto y a la discordia antes que a la armonía y a la paz. Terminada la guerra, sólo tiene una idea en la cabeza: volver a casa. Pero sus dificultades no han hecho más que empezar. Su viaje de regreso durará diez años y estará sembrado de obstáculos, de pruebas casi insuperables que hacen pensar que la vida armoniosa, la salvación y la sabiduría no se dan de entrada. Hay que conquistarlas arriesgando a veces la vida. El episodio que aquí nos interesa se sitúa muy al principio de este periplo de la guerra.
Ulises a Calipso: una vida de mortal venturosa es preferible a una vida de inmortal malograda. Tratando de llegar a Ítaca, Ulises debe detenerse en la isla de la arrebatadora Calipso, una divinidad secundaria, no obstante sublime, y dotada de poderes sobrenaturales. Calipso se enamora perdidamente de él. Enseguida se convierte en su amante y decide retenerlo prisionero. En griego, su nombre viene del verbo “calyptein”, que significa “esconder”. Es hermosa como el día, su isla es paradisíaca, verde, poblada de animales y de árboles frutales que suministran alimentos de ensueño. El clima es suave, las ninfas que se ocupan de los dos amantes son tan encantadoras como serviciales. Está claro que la diosa tiene todas las cartas en la mano. Sin embargo, Ulises se siente atraído como un imán por su rincón del universo, por Ítaca. Desea a toda costa regresar a su punto de partida y, solo frente al mar, llora cada noche, desesperado por no tener ninguna posibilidad de conseguirlo. Esto sin contar con la intervención de Atenea que, por sus propias razones –entre otras por celos: porque el troyano Paris no la ha elegido–, ha apoyado a los griegos durante toda la guerra. Viendo a Ulises tan atormentado, pide a su padre, Zeus, que envíe a Hermes, su fiel mensajero, a conminar a Calipso a que le deje partir para que pueda recobrar su lugar natural y vivir al fin en armonía con ese orden cósmico del cual el rey de los dioses es autor y garante al mismo tiempo.
Pero Calipso no ha dicho su última palabra. En un último intento por conservar a su amante, le ofrece lo imposible para un mortal, la oportunidad inaudita de escapar a la muerte, que es el destino común de los humanos, la ocasión inesperada de entrar en la esfera inaccesible de aquellos a quienes los griegos denominan los “bienaventurados”, es decir, los dioses inmortales. Para darle mayor énfasis, añade a su oferta un complemento que no puede desdeñar: si Ulises acepta le dotará para siempre, además de la inmortalidad, de la belleza y el vigor que sólo confiere la juventud. La precisión es a la vez importante y divertida. Si Calipso añade la juventud a la inmortalidad, es que guarda el recuerdo de un infortunio anterior: el de otra diosa, Aurora, que también se enamoró de un simple humano, un troyano llamado Titono. Al igual que Calipso, Aurora quiere hacer inmortal a su enamorado para no separarse nunca de él. Suplica a Zeus, que acaba por acceder a su deseo, pero olvida pedir la juventud además de la inmortalidad. Resultado: con el correr de los años, el desdichado Titono se reseca y encoge de un modo atroz hasta convertirse en un viejo decrépito, una especie de insecto inmundo que Aurora termina por abandonar en un rincón de su palacio antes de decidirse a transformarlo en una cigarra para deshacerse completamente de él. Así pues, Calipso tiene mucho cuidado. Ama de tal manera a Ulises que de ninguna manera quiere verle envejecer ni morir. La contradicción entre el amor y la muerte, como en todas las grandes doctrinas de la salvación o de la sabiduría, se halla en el núcleo de nuestra historia...
La proposición con la que le quiere seducir es sublime, como ella, como su isla, sin parangón para ningún mortal. Y sin embargo, incomprensiblemente, Ulises se queda frío como el mármol. Su desdicha es tanta que declina el ofrecimiento de la diosa, no obstante tan tentador. Digámoslo de entrada: el significado de este rechazo es de una profundidad abismal. En él se puede leer entre líneas el mensaje más profundo, sin duda, y el más potente de la mitología griega, aquel que la filosofía retomará por su cuenta y que podría formularse fácilmente de la siguiente manera: el objetivo de la existencia humana no es, como pensarán pronto los cristianos, ganar por todos los medios, incluidos los más honestos y los más fastidiosos, la salvación eterna, conseguir la inmortalidad, puesto que una vida de mortal venturosa es muy superior a una vida de inmortal malograda. En otras palabras, Ulises está convencido de que la vida “deslocalizada”, la vida fuera de su hogar, sin armonía, fuera de su lugar natural, al margen del cosmos, es peor que la misma muerte.
En consecuencia, de manera indirecta, lo que se esboza es la definición de la vida buena, de la existencia venturosa, donde se empieza a entrever la dimensión filosófica de la mitología: a la manera de Ulises, es preferible una condición de mortal conforme al orden cósmico, antes que una vida de inmortal entregado a lo que los griegos denominan hybris, la desmesura, que nos aleja de la reconciliación con el mundo. Es necesario vivir con lucidez, aceptar la muerte, vivir con arreglo tanto a lo que se es en realidad como a lo que está fuera de nosotros, en armonía con los suyos así como con el universo. Eso tiene mucho más valor que ser inmortal en un lugar vacío, falto de sentido, por muy paradisíaco que sea, con una mujer a la que no se ama, por muy sublime que sea, lejos de los suyos y de su hogar, en un aislamiento que simbolizan no sólo la isla, sino también la tentación de la divinización y de la eternidad que nos apartan tanto de lo que somos como de lo que nos rodea... Magnífica lección de sabiduría para un mundo laico como es el nuestro hoy día, lección de vida que rompe con el discurso religioso de los monoteísmos pasados y futuros, mensaje que la filosofía no tendrá, por así decirlo, más que traducir debidamente para elaborar a su manera, que ya no será, desde luego, la de la mitología, doctrinas de salvación sin Dios no menos admirables, de la vida buena para los simples mortales que somos.
¿Cómo se explica que unos mitos inventados hace más de tres mil años, en una lengua y un contexto que apenas tienen vínculos con los que nos rodean actualmente, puedan hablarnos todavía con tanta cercanía? Todos los años aparecen, por todo el mundo, decenas de obras sobre la mitología griega. Desde hace ya mucho tiempo, el cine, los dibujos animados y las series de televisión se han adueñado de ciertos temas de la cultura antigua para componer la trama de sus guiones. De este modo, todo el mundo ha podido oír en alguna ocasión hablar de los trabajos de Hércules, de los viajes de Ulises, de los amores de Zeus o de la guerra de Troya. Creo que eso se debe a dos series de razones, de orden cultural, por supuesto, pero también, y sobre todo, de orden filosófico.
En nombre de la cultura: en qué somos todos nosotros griegos antiguos... Empecemos por la dimensión cultural de los mitos.
Si consideramos por un instante el uso que en el lenguaje cotidiano hacemos de una multitud de imágenes, metáforas y expresiones, es casi evidente que las tomamos prestadas directamente sin ni siquiera conocer su sentido y su origen. Ciertas expresiones convertidas en lugares comunes traen consigo el recuerdo de un episodio fabuloso, haciendo especial hincapié en las aventuras de un dios o un héroe: partir a la búsqueda del “vellocino de oro”, “coger el toro por los cuernos”, “huir del fuego y dar en las brasas”, introducir en casa del enemigo un “caballo de Troya”, limpiar los “establos de Augias”, seguir el “hilo de Ariadna”, tener un “talón de Aquiles”, padecer la nostalgia de “la edad de oro”, colocar su empresa bajo “la égida” de alguien, observar la “Vía Láctea”, participar en los “Juegos Olímpicos”... Otras, aun más numerosas, ponen el acento en un rasgo característico dominante de un personaje cuyo nombre se nos ha hecho familiar sin que sepamos todavía las razones de semejante éxito ni el papel exacto que desempeñaba en el imaginario griego: pronunciar palabras “sibilinas”, dar con una “manzana de la discordia”, “dárselas de Casandra” o vaticinar malos augurios, tener, como Telémaco, un “Mentor”, caer en “brazos de Morfeo” o tomar “morfina”, “tocar el Pactolo”, perderse en un “laberinto”, un “Dédalo” de callejuelas, tener un “Sosia” (aquel criado de Anfitrión cuya apariencia tomó Hermes cuando Zeus vino a seducir a Alcmena), una “Egeria” (esa ninfa que, se dice, fue consejera de uno de los primeros reyes de Roma), estar dotado de una fuerza “titánica” o “hercúlea”, padecer el “suplicio de Tántalo”, pasar por “el lecho de Procusto”, ser un “Anfitrión”, un “Pigmalión” enamorado de su criatura, un “Sibarita” (habitante de la fastuosa ciudad de Sibaris), abrir un “Atlas”, blasfemar “como un carretero”, lanzarse a una empresa “prometeica”, una tarea infinita como la que consiste en vaciar el “tonel de las Danaidas”, hablar con voz “estentórea”, cruzarse con “Cerbero” en la escalera, cortar el “nudo gordiano”, montar “al estilo de las Amazonas”, imaginar “Quimeras”, dejar “de piedra”, como hacía “Medusa”, “descender del muslo de Júpiter”, chocarse contra una “Harpía”, una “Megera”, una “Furia”, dejarse llevar por el “pánico”, abrir “la caja de Pandora”, tener “complejo de Edipo”, ser “narcisista”, estar en compañía de un buen “areópago”... Podría alargarse la lista hasta el infinito. Dentro del mismo orden, ¿somos conscientes de que un hermafrodita es ante todo el hijo de Hermes y de Afrodita, el mensajero de los dioses y la diosa del amor; de que una Gorgona evoca una planta petrificada como si hubiera cruzado la mirada de Medusa; de que el museo y la música son herederos de las nueve musas; de que se considera que un lince posee la vista penetrante de Linceo, el argonauta del que se cree que podía ver a través de una tabla de roble; de que los lamentos de Eco, la hermosa ninfa desconsolada por la marcha de Narciso, aún se pueden oír después de su muerte; de que el laurel es una planta sagrada en recuerdo de Dafne, y el ciprés, que puebla tantos cementerios mediterráneos, un símbolo de duelo en memoria del desdichado Cyparissos, que mató por descuido a un ser querido y nunca logró el consuelo...? Numerosas expresiones recuerdan también los lugares célebres de la mitología, el “campo de Marte”, los “campos Elíseos” o, más secreto, el “Bósforo”, que alude literalmente al “vado de la vaca” en recuerdo de Ío, la joven ninfa que Hera, la esposa de Zeus, persiguió ciega de odio y celos después de que su ilustre marido convirtiera a su amante en una ternera para protegerla de las iras de su esposa...
En realidad, se necesitaría un capítulo entero para agrupar todas esas alusiones mitológicas registradas y luego olvidadas en el lenguaje habitual, para reavivar el sentido de los nombres de Océano, Tifón, Tritón, Pitón y otros seres maravillosos que habitan de incógnito en nuestras conversaciones cotidianas. Charles Perelman, uno de los lingüistas más importantes del siglo pasado, hablaba de las “metáforas dormidas” en las lenguas maternas. Hay que ser ajeno a nuestra lengua para darse cuenta y por eso un japonés o un indio encuentran a veces poéticos un término o una expresión que a nosotros nos parecen perfectamente comunes (por la misma razón que nosotros encontramos fascinantes o chistosos los nombres de “perla de rocío”, “oso intrépido” y “sol de la mañana” que a veces utilizan para sus hijos...).
Este enorme éxito lingüístico de la mitología no está, desde luego, desprovisto de sentido ni de importancia. Existen razones de fondo para este fenómeno singular –ninguna doctrina filosófica, ninguna religión, ni siquiera las de la Biblia, pueden aspirar a un estatus comparable– que hacen de la mitología una parte inalienable de nuestra cultura común, aun cuando se ignoren por completo sus orígenes reales. Sin duda, esto se debe en primer lugar al hecho de que nos llega por medio de relatos concretos y no, como la filosofía, de manera conceptual y reflexiva. Y por eso puede, aún hoy día, dirigirse a todos, apasionar a los niños y a los padres con el mismo entusiasmo, traspasar incluso, siempre que la presenten de manera razonable, no sólo las edades y las clases sociales, sino también las generaciones para transmitirse a nuestra época como lo ha sido casi sin interrupción desde hace casi tres milenios. Aunque durante mucho tiempo se la consideró una marca de “distinción”, el símbolo de la cultura más elevada, en realidad la mitología no está reservada a una elite, ni siquiera a aquella que habría estudiado latín y griego: Jean-Pierre Vernant, a quien al parecer le gustaba narrársela a su nieto, había observado que todo el mundo podía comprenderla, incluidos los niños, con los que de manera esencial hay que compartirla lo antes posible. No sólo les aporta infinitamente más que los dibujos animados, de los que por otra parte están saturados, sino que arroja sobre su vida un punto de vista irreemplazable siempre que uno se moleste en comprender la prodigiosa riqueza de los mitos con la suficiente profundidad como para ser capaz, a su vez, de narrarlos en unos términos comprensibles y sensatos.
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"QUIENES PAGAN Y QUIÉNES NO PAGAN IMPUESTOS? por Guillermo Locane
Un sistema tributario es un mecanismo mediante el cual muchos (los contribuyentes), solventan a uno (el gobierno), para que gaste –se supone– en beneficio de todos (los ciudadanos). Nótese que al hablar de los contribuyentes debemos utilizar el vocablo en plural. No existe el impuesto que afecte a un solo contribuyente, para que haya un sistema tributario debe existir un conjunto de “afectados”. Pero, no existirían contribuyentes sin el recaudador de impuestos. Y aquí sí, hablamos en singular dado que es una actividad monopólica por definición. Que se lleva a cabo en nombre y para beneficio de quien otorga el poder de recaudar, ya sea el rey de una comarca, el gobernador de una provincia o el presidente de un país. Nótese también, que hacemos referencia a personas (gobernador, presidente) cuando lo que ocurre –sobre todo en las sociedades contemporáneas–, es que los impuestos solventen, en el caso del ejemplo, al estado provincial o nacional como sujeto jurídico-social. Sin embargo correr el velo jurídico y entender que en definitiva son otras personas (gobernador, presidente) quienes dispondrán del dinero que el contribuyente, forzosamente, ha entregado al recaudador sin contraprestación directa alguna, ayuda a entender la compleja relación fisco-contribuyente y la imperiosa necesidad de que el nexo entre ambos –el sistema tributario– sea establecido democráticamente –por el Poder Legislativo– y administrado con equidad republicana –por el Poder Ejecutivo–.
Y esa relación forzosa es otra de las características del vínculo. Es que, si usted está incluido en el conjunto que la legislación definió como contribuyente, y se configura lo que técnicamente se conoce como “hecho imponible”, no le queda otra alternativa que pagar. Y, salvo que se lo exima por alguna dispensa legislativa, el agente recaudador tiene la potestad y la obligación de cobrarle el tributo. Ese será el centro de nuestra atención: ¿Quiénes pagan y quiénes no pagan impuestos en la Argentina? Ambos son “complementarios” e integran la ecuación del sistema tributario.
Quién es quién. Identificar a los que pagan impuestos es relativamente sencillo. Son los cumplidores de sus obligaciones tributarias. Ya sea mediante declaración jurada (ganancias, bienes personales) o mediante el pago ineludible sobre un determinado hecho imponible. El conjunto de los que pagan tiene su representación financiera a nivel nacional en la suma total recolectada por la agencia de recaudación en un determinado período.
Identificar a los que no pagan es un poco más complicado dado que la integración del conjunto es menos visible y más heterogénea. Es que, aún en una situación óptima de recaudación, con cumplimiento perfecto, los que no pagan también existen. Son aquellos a quienes la ley incluye dentro de los sujetos alcanzados por el impuesto, pero que por consideraciones especiales tenidas en cuenta por el legislador se hallan eximidos de pagar, aliviada su carga por tasas morigeradas o excluidos por no superar determinados mínimos imponibles. Obviamente existen los Cumplidores Parciales, aquellos que pagan “lo menos posible” o “cuando no cabe otra”, pero, por importancia relativa, quienes abultan el conjunto de los no-pagadores son, los que evaden y los que eluden los tributos.
Detengámonos por un momento en quienes no pagan porque son eximidos (desentendidos) de una carga tributaria por decisiones del legislador plasmadas en las propias normas del impuesto, o en una complementaria. Es el caso de aquellos a quienes la ley define como contribuyentes de un determinado impuesto, pero que evitan (total o parcialmente) el pago mediante mecanismos de exención, reducción de tasas o fijación de mínimos no imponibles. Se trata de una práctica justificada en valederas razones de política económica o justicia social pero que, desde el punto de vista de los recursos, es objetivamente pérdida de recaudación respecto de la potencialidad recaudatoria del tributo. El monto de esta no recaudación recibe técnicamente el nombre de “gasto tributario”. No se trata obviamente de incumplidores tributarios, pero el efecto financiero de su relación sobre el conjunto de recursos del estado es similar: Menor recaudación potencial, que debe ser cubierta por otros contribuyentes. En la Argentina ese efecto ha empezado a ser estudiado hace unos años y su costo, aunque de cálculo incompleto, es informado en el mensaje que acompaña el proyecto de la ley anual de presupuesto nacional, como una forma de reflejar su cuantía respecto a los recursos que se estiman recaudar. Es muy probable que una periódica revisión legislativa de las justificaciones sociales y económicas de ésta pérdida de recaudación originadas en exenciones oportunamente dispuestas, sería bien vista por los contribuyentes o sectores que con su sobre-esfuerzo cubren esos “faltantes” de recaudación.
La elusión impositiva, también es una conducta que permite integrar el privilegiado conjunto de “Los no pagadores”, pero de una manera más sutil, que dificulta su tipificación. Dado que, usando procedimientos conocidos como “ingeniería tributaria” o “contabilidad creativa”, a un hecho o acto gravado se le da la apariencia de otro, con la finalidad expresa de sustraerse (desentenderse) en todo o en parte, de una obligación tributaria. Para el reconocido profesor Tulio Rosembuj, “la elusión fiscal significa esquivar la aplicación de una norma tributaria para obtener una ventaja patrimonial que no realizaría si no se pusieran en práctica por su parte, hechos y actos jurídicos o procedimientos contractuales con la finalidad dominante de evitarla”.
Quizás resulte difícil de imaginar que haya elusión (no pago) de impuestos en el ámbito de la propia administración pública. Tal es el caso, por ejemplo, de los jueces y funcionarios del poder judicial que se autoeximen de pagar impuestos a las ganancias por “interpretación” de sus máximas autoridades. O la fundada presunción de que en algunos organismos públicos, o entes que se hallan en la órbita pública, es posible lograr eludir impuestos o parte de él, dado que las obligatorias retenciones por impuesto a las ganancias sobre remuneraciones y honorarios no se cumplirían acabadamente o serían cumplidas en defecto. Por su parte, los Poderes Legislativos y Ejecutivos, nacionales, provinciales y hasta municipales, también integran –o han integrado– el conjunto de los “no pagadores”, habida cuenta de la costumbre de presentar contratos de relación laboral bajo la figura de locación de obra o servicios, “eludiendo” obligaciones de seguridad social y aún de tributos nacionales.
Por supuesto que los “no pagadores” por excelencia son los evasores. Este grupo es el más difícil de identificar y el resultado económico de sus actos ilícitos son los más difíciles de cuantificar. Por ello en la literatura especializada se habla de “economía oculta”. El término hace referencia a actividades económicas que no son declaradas ante las autoridades, y que por ende no son alcanzadas por el sistema tributario, escapan a los sistemas regulatorios y a menudo no son captadas por las estadísticas económicas. En dicha literatura se usan como sinónimos los términos: economía oculta; negra; subterránea; informal; irregular; sumergida; extraoficial e incluye aquellas que son ilegales (tipificadas en el Código Penal, como por ejemplo tráfico de drogas, prostitución, etc.), marginales (producción y venta en escala de subsistencia) o de evasión tributaria (tipificadas en el régimen penal tributario).
Es usual usar los términos como sinónimos, pero es importante tener presente que entre economía no registrada o informal y evasión tributaria existen dos tipos de relación: Por un lado, la más común se produce cuando por impuestos evadidos se originan ingresos negros o no registrados que generan y engrosan la economía oculta. Es decir cuando hay una relación causa - efecto entre los impuestos y la economía no registrada. Pero también existen formas de economía no registrada originadas en otras motivaciones que las estrictamente no tributarias. En estos casos la economía no registrada se origina generalmente por determinadas restricciones o regulaciones económicas (control de precios, control de cambios,) o se trata de ingresos de actividades directamente ilegales, entre las cuales los ingresos por actos de corrupción en el ejercicio de la función pública no deberían ser considerados de importancia marginal.
Evadir significa sustraerse, desentenderse. Siguiendo nuestra clasificación (pagadores - no pagadores), sería desarrollar conductas o realizar actos que permitan, lo más desapercibidamente posible, integrar el conjunto de los “los no pagadores”, de manera de poder quedarse con un monto cobrado o retenido a terceros que debe ingresar (pagar) al fisco u omitir la determinación y pago de impuestos que recaen sobre su cabeza. Brevemente explicaremos la distinción de ambas metodologías.
Una funciona de la siguiente manera: le ley fija un tributo que se calcula con un porcentaje agregado sobre el precio de venta al público del producto o servicio. El vendedor es jurídicamente responsable de cobrar el impuesto al comprador –quien es el verdadero contribuyente– y luego declararlo y depositarlo a favor del fisco (caso típico: el Impuesto al Valor Agregado). Aquí la evasión funciona en dos variantes: A) Si el vendedor no lo cobra (venta en negro), se beneficia el cliente –que paga un precio final menor– y el vendedor (quien oculta la ganancia de la operación) y se perjudica el estado. B) Si el vendedor se lo cobra al cliente, pero no lo declara ni se lo entrega al fisco, se perjudican el cliente y el estado, y se beneficia el vendedor. La otra metodología se configura mediante el ocultamiento o disminución maliciosa o fraudulenta del monto que sirve de base para el cálculo del impuesto del contribuyente incidido directamente por el tributo (ganancia, patrimonio), quien debe calcularlo, declararlo y pagarlo.
Internacionalmente se ha definido a la evasión como: “El incumplimiento deliberado de las normas impositivas, entendiéndose por ello la omisión de declarar a la administración tributaria los hechos que originaron la obligación tributaria, o la utilización del fraude para ocultar la existencia de hechos gravados o generar la obtención indebida de beneficios impositivos” (United Nations, “Guidelines for international cooperation against evasion and avoidance of taxes”. N.Y. 1984).
Este delito se halla tipificado en la Argentina mediante el llamado régimen penal tributario. Siguiendo al jurista español Ernesto Eseverri Martínez, “su tipificación proviene de la necesidad de reprimir aquellas conductas ciudadanas que muestran más insolidaridad por cuanto afectan al incumplimiento del deber de contribuir en atención a las capacidades económicas individuales de cada ciudadano”: Si todo delito, en cuanto quebrantamiento de las normas básicas en que se asienta la convivencia social, supone un alto grado de insolidaridad en la conducta de quien lo comete, el delito fiscal, es uno de los comportamientos más gravemente insolidarios, específicamente demostrado por quienes, aún conscientes de que el desentenderse de las cargas generales de sostenimiento del Estado a que todo ciudadano debe contribuir repercutirá, tarde o temprano, de un modo u otro, sobre los demás ciudadanos, no duda en evitar, total o parcialmente las que legalmente le corresponden, utilizando para ello ardides, engaños y en general acciones y conductas violatorias de disposiciones legales.
Desde el punto de vista tributario una variante particular de evasión, es la pérdida de recaudación que se produce cuando se introducen al territorio nacional –también cuando salen– mercaderías bajo la forma de contrabando. Esta figura ha sido definida en la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema como “toda forma de ocultación y todo acto tendiente a sustraer las mercancías a la verificación de la Aduana es contrabando, aunque no exista la posibilidad de un perjuicio fiscal”. La opinión doctrinaria en la materia es prácticamente unánime en sostener el contenido de esta definición. En síntesis, en nuestro derecho la finalidad de la figura de contrabando no parece haber sido primordialmente la preservación de la integridad de la renta fiscal, sino la preservación de los objetivos de política económica fijados por el Estado en su carácter de órgano rector de la economía nacional. De todos modos es evidente que el perjuicio fiscal por evasión en ocasión de contrabando existe y las formas que más comúnmente adopta son: la alteración de los certificados de origen y falsificación de documentos públicos. El ingreso de mercaderías amparándose en el beneficio de las importaciones temporales. La constitución de garantías imposibles de ejecutar. El ingreso de mercadería bajo el régimen en tránsito. La subfacturación. El transporte indocumentado (aéreo, marítimo y terrestre).
La informalidad. Para el ex administrador de AFIP, Alberto Abad, la informalidad sigue siendo el principal adversario de la recaudación en la Argentina, distinguiendo tres tipos de acciones que le sirven de soporte: La tradicional (venta en negro, empleo en negro), la especializada (facturas truchas, empresas fantasmas) y la globalizada (conexiones financieras locales con paraísos fiscales).
Actividades con presunción de alto riesgo de evasión hay, y muchas. Por ejemplo, en el plano internacional: Las actividades económicas de frontera, el comercio de bienes sofisticados y electrónicos, así como la operatoria entre empresas multinacionales vinculadas. En el plano local: los sectores gastronómico y hotelero; financieros, de turismo; las industrias a façson; la producción primaria; las ferias a cielo abierto; la compraventa de inmuebles, automóviles usados y sus repuestos; el mundo del deporte profesional y del espectáculo así como determinados servicios de estética y salud y el llamado “e-commerce” entre otros, se hallan en la mira de las autoridades.
Y eso no es todo. Es sabido que por múltiples razones, muchos contribuyentes o potenciales contribuyentes atesoran localmente, pero por fuera del sistema financiero (cajas de seguridad y resguardo en domicilios) y en el sistema financiero del exterior, sumas de dinero que no son declaradas, o son declaradas en defecto. Habiéndose presentado además, en los últimos años, diversos casos de ingreso al circuito formal de la economía de fondos de esas características originalmente ocultados al fisco, que ingresan para ser invertidos en oportunidades de negocios, pero sin la posibilidad de justificar su origen y situación fiscal, por haberlo hecho a través del sistema denominado “azul” (fuera de la fiscalización del BCRA). Sistema de añeja tradición en el país, organizado por determinados agentes financieros tanto locales como extranjeros, de cuya existencia hay sobrados indicios.
Las estimaciones de evasión resultan de comparar una recaudación percibida por el fisco en un determinado período con la potencial de cada impuesto. Esta última surge de multiplicar las tasas vigentes por estimaciones de las bases gravables utilizando información de encuestas, censos, Cuentas Nacionales, y otras fuentes. La cuantificación de la recaudación perdida con motivo de los actos de evasión siempre ha sido materia de no fácil resolución y el desconocimiento, en cuanto a su cuantía e incidencia en el desenvolvimiento de la economía, constituye una de las limitaciones más importantes en las decisiones de política económica y en especial en las de política fiscal.
En las últimas décadas del siglo pasado, las investigaciones avanzaron en nuestro país, destacándose entre otras, las publicadas por el INDEC en julio de 1987 (Walter Schultess: “La evasión fiscal, causas determinantes” y Jorge Macom “Medida de la Evasión. Economía no Registrada”) y el libro de Adrián Gisarri “La Argentina Informal”, publicado en 1989. Importancia significativa tuvieron también en esa época los trabajos de Alfredo Lamagrande “Recomendaciones propuestas para reducir la evasión fiscal” y Enrique Scalone, “Un enfoque de la evasión fiscal y algunas propuestas para su medición”. Por su parte, en septiembre de 1999, el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad de Buenos Aires organizó en San Martín de los Andes su Séptimo Congreso Tributario, referido en esa oportunidad específicamente a la problemática de la evasión, en el que presentaron importantes ponencias investigadores locales y extranjeros. Por su parte, la Administración Federal de Ingresos Públicos ha hecho avances significativos en las estimaciones de evasión en el Impuesto al Valor Agregado y el trabajo no registrado.
Implicancias fiscales. La evasión tiene implicancias fiscales obvias pero también otras de carácter macroeconómico: Los agentes económicos informales (los que evaden total o parcialmente) aplicando este sistema, pueden competir, aun siendo más ineficientes que los formales, mediante el simple recurso de cobrar el impuesto y no depositarlo, considerándolo ganancia propia, mientras sus competidores que operan en la formalidad son quienes soportan una mayor presión tributaria. Es necesaria esta puntualización, porque en la literatura internacional especializada en el tema (y en alguna nacional también) el análisis se concentra en aquellos que evaden lo que hemos llamado “impuestos de autoliquidación” es decir los que recaen sobre sus cabezas (ganancia, patrimonio), siendo menor la atención académica sobre lo que ha sido –y sigue siendo– un flagelo por estos lares: el impuesto al valor agregado cobrado al consumidor dentro del precio final del producto, pero –mediante diversos artilugios– no declarado ni ingresado al fisco, con lo cual –en estos casos– la economía no registrada o informal no sólo perjudica directamente al Estado, sino que, además, puede llevar a la destrucción del competidor cumplidor o impulsarlo a evadir para igualar ventajas.
En cuanto a la evasión del impuesto a las ganancias y la seguridad social a nivel de contribuyentes individuales, cuando el contribuyente es formal, las alternativas de evasión son subdeclarar ingresos y/o sobredeclarar gastos y deducciones, mientras que en los casos de informalidad (en relación de dependencia o autónomo, pero no registrado ni inscripto), la evasión consiste directamente en no declarar ingresos.
Pero, evidentemente, la pérdida por el incumplimiento en el impuesto a las ganancias por parte de los contribuyentes organizados como empresas es, quizás, el más perjudicial para la economía nacional, más allá de la pérdida de recaudación, dado que la característica principal este tipo de organizaciones empresarias no son principalmente la eficiencia y competitividad, sino el aprovechamiento de ventajas y resquicios del sistema impositivo y fallas de administración fiscal. Ello conlleva a montar el negocio con criterios de corto plazo, sin reinversión ni mejoras productivas ni organizativas, debiendo disimular, a su vez, el producido espurio de su actividad, mediante pago de remuneraciones en negro, expatriaciones de capital o mediante subvaluación u ocultamiento de propiedades y bienes, produciendo, también, toda una subeconomía informal a su alrededor mediante el pago sin factura de gran parte de sus insumos de bienes y servicios, y sin reconocer cargas sociales del personal ocupado.
En el objetivo de incrementar equitativamente el resultado de la ecuación tributaria, la lucha contra la evasión es de tal importancia que no requiere explicación. Pero, la cuantificación de los avances en ese combate contra los que No Pagan, sí requieren de los organismos públicos detalladas y periódicas rendiciones de cuenta. Conocer y hacer conocer el mapa de la evasión, saber cuáles son los sectores que por su conducta antisocial más perjudican a sus conciudadanos, y además estimar y brindar una idea del monto del incumplimiento así como las estrategias y avances en su reducción paulatina, forma parte de lo que el contribuyente cumplidor espera oír como aliciente a su conducta y es uno de los mayores estímulos para continuar con la misma.
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"LAS DROGAS Y LA DEPENDENCIA" por Hugo Mayer
La dependencia de las drogas encubre, pero también delata, una dependencia afectiva de la primera infancia que no quedó superada. Es una dependencia que por variadas razones no se pudo elaborar con la madre, primero, con el padre o con ambos, después. Los padres son fuentes de amor, pero también agentes de sostén, educación y socialización. Las pautas y valores que transmiten así como los modelos que brindan deben servir al hijo para adaptarse creativamente a la sociedad. Si ellos no cumplen adecuadamente con esas funciones esenciales, porque no pueden, no quieren o no saben, la dependencia infantil inelaborada tiende a exagerarse o a repetirse en forma indefinida como modalidad de expresión, pero, además, como reclamo, desafío y venganza por lo que les faltó.
Rechazan la autoridad de los padres y demás educadores tanto como las normas sugeridas por ellos, tendiendo a subordinarlas a los caprichos de su narcisismo personal, como lo ilustran tantos niños problemáticos con diferentes trastornos de conducta. Cuando cruzan el umbral de la adolescencia, esos niños tendrán una especial proclividad a sumarse a “bandas” de jóvenes transgresores, que invitan a olvidar la singularidad, consumir abusivamente cerveza y marihuana como rito iniciático, a cambio de un lugar de pertenencia en una masa anónima. Desde ese lugar de transgresión, de desafío, de soledad grupal, buscarán diferentes caminos químicos para estrechar su conciencia, hundirse en un momentáneo baño de omnipotencia y expresar su inconformismo de un modo exhibicionista y, muchas veces, violento.
Importaré del pensamiento médico un concepto que puede ser operativo a la hora de pensar la etiología y la prevención de las drogodependencias; me refiero al de factor de riesgo. Este nos releva de hablar de causas. Cuando preguntamos a los cardiólogos sobre las causas de determinadas patologías, como por ejemplo del infarto, preferirán hablar de factores de riesgo y mencionarán la edad, el tabaco, la alimentación, el sedentarismo y el nivel de estrés, entre otros. Del mismo modo, cuando pensemos en las posibilidades que tiene un niño de padecer enfermedades adictivas, puede resultar de gran utilidad tener en cuenta los factores de riesgo que lo acechan.
¿Cuales son las principales perturbaciones o disfunciones familiares que pueden ser consideradas facilitadoras y, por ende, factores de riesgo de adicciones en los hijos? Mencionemos las principales y más comunes.
1. Hogares incontinentes por no poner límites adecuados: abandono, sobreprotección, autoritarismo o intrusividad parental, desavenencias y desacreditaciones permanentes en la pareja, dobles mensajes, padres extremistas, demasiado permisivos o muy intolerantes.
2. Alianza cómplice de uno de los padres con el hijo a expensas de la exclusión y descalificación del otro miembro, a menudo con inversión de los roles. Esta inversión adopta diversas formas que van desde dar al hijo el lugar de padre o madre mientras se trata al cónyuge como un niño, hasta pretender negar la distancia intergeneracional comportándose los padres como adolescentes que compiten o se alían con el hijo como si fuera un par.
3. Pasaje intempestivo de una actitud sobreprotectora a una expulsiva, según cumpla o no con las expectativas ideales.
4. Gran distancia física, afectiva y comunicativa acompañada, por lo general, de negación de los problemas y las dificultades reales del hijo.
5. Padres que frente a los hijos tienden a conceder siempre o a frustrarlos sistemáticamente, sin alternar con un criterio realista las gratificaciones que procuran y las frustraciones que imponen.
6. Comunicación de cosas insignificantes o inapropiadas con ocultamiento de otras esenciales: abortos, adopción, secretos familiares, etcétera.
7. Situaciones de duelo (mudanzas, separaciones, muertes, etcétera) ante las cuales no se promueve su elaboración; se intentan “tapar” de diversas maneras, por ejemplo, con regalos, viajes, etcétera
8. Malos modelos de los padres: adicciones o dependencias patológicas, actitudes o acciones deshonestas, perversas o delictivas.
9. Hijos únicos sobreprotegidos y aislados de sus pares o hermanos menores con mucha diferencia de edad.
10. El modelo consumista como modalidad que encubre las faltas y pérdidas afectivas en lugar de un procesamiento que permita su elaboración.
11. Exitismo imperativo, por el cual los hijos pueden ser empujados por la familia a actuar según expectativas de triunfo, dinero y prestigio social sin reparar en sus deseos y talentos personales o en la capacitación necesaria. Se los educa, con intención o sin ella, en función de una equiparación entre ser y tener –éxito o poder–, de manera que el hijo puede presentir que perderá toda valoración familiar si no se es exitoso social o económicamente.
12. Prolongar innecesariamente una dependencia de los padres cuando estos deberían dar un paso al costado y promover la partida del hogar.
Límites que favorecen o dificultan el crecimiento. Los padres que malcrían a sus hijos deberían prever que generan seres inmaduros, incapaces de defenderse. Aunque crezcan físicamente, quedarán como niños, incapacitados para usar su musculatura o su pensamiento para adaptarse a la realidad y valerse por sí mismos. Permanecerán como seres dependientes y temerosos, necesitados de un objeto todopoderoso –como imaginan a sus padres en la infancia– que venga a protegerlos, porque ellos no han aprendido a hacerlo por su cuenta.
Los padres deben ser advertidos a tiempo sobre los peligros de malcriar a sus hijos. De estos peligros, el mayor quizá sea que los hijos no crezcan afectivamente y permanezcan aferrados a las polleras maternas, incapacitados de utilizar sus piernas para tomar distancia de sus padres, su fuerza para trabajar o sus ideas para elaborar un proyecto transformador del mundo en el sentido que le reclaman sus deseos. Los niños malcriados, dependientes e incapaces de valerse por sí mismos son los más predispuestos a encaminarse hacia las adicciones. Es usual ver personas adictas ya grandes, mayores de veinticinco o treinta años, que aún viven con sus padres y que, si trabajan, no se sienten con obligación de aportar ni un peso a los fondos de la familia.
Imagino que algunos padres pueden necesitar más precisiones sobre límites constructivos, que favorecen el crecimiento, y de los que lo detienen o dificultan. ¿Cuáles son los límites benéficos y cuáles los dañinos?, ¿cuáles son sus fronteras?, se preguntarán.
Sus indicaciones son muy personales y variables según las situaciones, pero resumiré algunos criterios que pueden servir como orientadores y disparadores de una reflexión creativa respecto de ellos.
De un modo genérico, puede decirse que los límites constructivos son los que protegen, ordenan, sirven a la organización y disciplina, promueven el crecimiento afectivo de los hijos e incrementan su seguridad, su autoestima y el sentimiento de gratitud por las cosas buenas que se le ofrecen. Importa que los padres los pongan con firmeza y congruencia, pero además con flexibilidad y compromiso afectivo. Así, por ejemplo, podrán considerarse límites benéficos los que protegen al hijo de una situación de riesgo evidente. Para transmitirlos con eficiencia, será necesario explicar con paciencia y fundamentos los motivos de una negativa, utilizando imágenes y palabras que los pequeños puedan entender. En ciertas oportunidades, con todo, no se puede esperar a que comprendan. Oponerse a que los hijos adquieran un arma puede ser un modo de expresarles amor, aunque tal actitud sea condenada por ellos en el momento.
Los padres deben poner los límites apropiados a sus hijos de acuerdo con un criterio de realidad que los proteja y, una vez que los han puesto, sostenerlos con firmeza; esa es una forma de contribuir a elevar su capacidad de adaptación e integración al orden cultural. Repasemos algunos parámetros más específicos.
1. Es fundamental educar desalentando el consumo de sustancias psicoactivas tanto como transmitir desaprobación hacia quienes las consumen. Tal desaprobación debe ser extensiva a los que se pliegan al culto que exalta los objetos, prácticas o músicas apologéticas del consumo de drogas.
2. Es conveniente fundamentar las normas que fijan los límites acordados por la pareja de padres, anticipando las sanciones que se aplicarán por las transgresiones, el tiempo que durarán y su finalidad. Y deberán respetarse por los padres antes que nadie. En las sanciones, y en su cumplimiento, es tan esencial ser firme como razonable.
3. Sancionar las transgresiones, la desautorización de los padres y las actitudes deshonestas, procurando que las medidas sean justas, proporcionadas y oportunas.
4. No permitir que se inviertan los horarios ni que se segreguen de la dinámica familiar en los momentos de reunión y comunicación, en especial durante las principales comidas.
5. Los límites deben ser aplicados con coherencia y continuidad en los más diversos ámbitos: en la dimensión espacial, temporal, vincular, moral, etcétera.
En cambio, los límites contraproducentes son los que desencadenan sentimientos de intensa rebelión, desaliento o culpa, interfiriendo el desarrollo emocional de los hijos por ser inapropiados en contenido, forma u oportunidad. En términos muy generales, puede considerarse que la puesta de límites despertará efectos indeseados en situaciones como las siguientes:
1. Cuando son injustos o desproporcionados.
2. Cuando responden a una comodidad de los padres más que a lo que es sano para los hijos.
3. Cuando son inconstantes y/o contradictorios, variando más con los estados anímicos de los progenitores que con lo que requieren las situaciones concretas.
4. Cuando son siempre frustrantes, sin tener en cuenta que es necesario administrar con equilibrio las gratificaciones que se permiten y las frustraciones que se imponen.
5. Cuando son fruto de padres que no se ponen límites a ellos mismos.
Abordajes terapéuticos. ¿Qué hacemos los psicoanalistas cuando nos encontramos hoy en nuestros consultorios con casos de drogadicción, cosa que es cada vez más frecuente? Mi impresión es que se oscila entre dos actitudes extremas.
Una es la que adoptan quienes toman en tratamiento al designado como paciente, aunque el individuo sea traído por su familia y no vivencie como enfermedad su práctica adictiva, y, con ciertas variantes, hacen lo posible por analizarlo como si se tratara de un neurótico corriente. Confían en que el trabajo analítico será suficiente para hacer desaparecer diversas manifestaciones sintomáticas entre las que ubican el comportamiento adictivo. Los analistas que adoptan esta actitud suelen tener muchos más fracasos que éxitos y estos quedan limitados a los pocos casos en los que hay conciencia de enfermedad, egodistonía y demanda genuina de tratamiento por parte del adicto.
Otros, más cautelosos, lo derivan, pues consideran que, salvo contadas excepciones, no cumplen con las condiciones mínimas de analizabilidad, partiendo de la ausencia de una demanda auténtica de tratamiento.
Una tercera alternativa, la mejor desde mi punto de vista, es impulsar un tratamiento conjunto, individual y con un equipo especializado, que operen en estrecha comunicación, donde se trabaje de modo complementario en la dimensión transferencial puesta en juego con el terapeuta tanto como en la que se despliega en los grupos de pares, en las relaciones familiares, con allegados, etcétera, que se aprovechan para ir tejiendo una red continente, de cuidado y de estímulo para su proceso terapéutico.
Lo más común es que, cuando la familia impone un tratamiento específico, la presión y el estímulo, que de hecho se ejercen desde diversos ángulos, ayudan notablemente a alcanzar la abstinencia y a mantenerla, permiten la rápida detección de recaídas con posibilidades de trabajar sobre ellas, contribuyen al desarrollo progresivo de conciencia de enfermedad y a una notoria dinamización del espacio psicoterapéutico individual. Pero cuando toda la respuesta terapéutica se reduce a una terapia individual, lo habitual es que la adicción siga creciendo en las sombras, alimentando ocultamientos y resistencias de diversos tipos que desvitalizan la aplicación del método terapéutico, desembocando al fin en una frustración mutua. En semejantes circunstancias, es bastante común que lo silenciado de la adicción lleve al abandono de la terapia mucho antes que esta haga desaparecer a aquella. Esta es una de las razones por las que tantos analistas son renuentes a tomar en tratamiento a adictos; tienen razones para desconfiar de que podrán soportar las frustraciones y esperas que un psicoanálisis supone sin recurrir a la gratificación inmediata que promete el uso de drogas.
Cuando pensamos en ciertos contrastes diferenciales entre las manifestaciones del cuadro de la drogadicción y el de los síntomas neuróticos –si bien no se excluyen pues son niveles diferentes que pueden coexistir–, es necesario tener presente que estos se perciben y sufren en el ámbito individual apareciendo allá donde la represión fracasa. En los cuadros de drogadicción, en cambio, hay que reconocer antes que nada que, además de una patología individual, expresan también y al mismo tiempo una disfuncionalidad familiar y sociocultural. En el plano individual, lo que se percibe es la tendencia a un descontrol progresivo y a actuar, como si hubiera en ciertas áreas del psiquismo, más que un retorno de lo reprimido, un efecto de desborde por un cierto déficit representacional para procesar las situaciones de tensión psíquica. En este caso la actuación aparece en el lugar de las palabras –o de los síntomas– como manifestación de lo no procesado, y la familia es la primera en padecer sus efectos perturbadores. A su vez, casi siempre es fácil apreciar cómo la drogadicción en los jóvenes emerge como expresión y denuncia de un trastrocamiento familiar que reclama un cambio sustancial, como actuación desesperada que convoca a una intervención rectificadora. En ese sentido, creo que la adicción puede considerarse, más que un síntoma individual, un equivalente del mismo en el grupo familiar. Algo nos comunica sobre él, sobre su disfuncionalidad, y descifrarlo debe ser una parte esencial de nuestra tarea terapéutica.
El problema para un abordaje exclusivamente psicoanalítico individual en estos casos es que, a diferencia de los síntomas neuróticos, salvo las excepciones antes comentadas, los adictos carecen de egodistonía. No registran su necesidad compulsiva de consumo como una restricción yoica de la que quieren liberarse, sino que tienden a minimizar o a negar su dependencia tanto como los efectos perniciosos de las drogas sobre su salud y sobre sus vínculos. Se aferran a ellas como una tabla salvadora, como algo que los ayuda a escapar del sufrimiento, no importa por cuanto tiempo ni a qué costo.
Algo que quisiera destacar, y a lo que muchos fracasos de terapias individuales o institucionales pueden haber contribuido, es que hay todo un mito sobre la escasa o nula recuperación de los adictos. No es un buen reflejo de la realidad que yo percibo, al menos no refleja lo que pasa con jóvenes que cuentan con moderada motivación, con una cierta red social en donde reinsertarse y con un buen respaldo familiar.
Desde mi punto de vista, el futuro de los adictos en tratamiento depende, en gran medida, de cómo se posicionen ellos frente al consumo de drogas –aunque en los adolescentes más jóvenes no es esperable ninguna conciencia de enfermedad y su tratamiento dependerá de la firmeza de sus padres para que se interrumpa el uso tóxico–, pero también de cómo se posicione su familia, de la adecuada evaluación e indicación terapéutica, y de idoneidad del equipo tratante. Esto supone que hay que hacer una fina evaluación, caso por caso, del adicto, de su grupo familiar, de su medio social y, por supuesto, del equipo tratante elegido para llevar adelante el tratamiento, para estimar un pronóstico. Una evaluación óptima debería ofrecer una visión de las dimensiones operativa, psicodiagnóstica, psiquiátrica y familiar de quien usa drogas, acompañada de una indicación terapéutica específica fundamentada en ella y apropiada a cada caso. Esta podrá ser la derivación a una comunidad terapéutica, a una clínica psiquiátrica para una internación breve a los fines de una desintoxicación, a un tratamiento ambulatorio institucional, sea en la modalidad de centro de día o por consultorios externos o bien a una psicoterapia individual y familiar, con acompañamiento operativo.
Es bueno aclarar también que no todas las instituciones dedicadas a la rehabilitación son semejantes, puede haber mucha diferencia entre una y otra. Hay instituciones profesionalizadas cuyos abordajes se centran en lo grupal y lo familiar, excluyendo la psicoterapia individual. También están las que trabajan casi exclusivamente a nivel de lo normativo, como tantos grupos de autoayuda. Ellos conciben que lo esencial de un tratamiento apunta a una reeducación emocional y conductual que lleve al abandono del uso de drogas o de bebidas alcohólicas, sin interesarse en las sobredeterminaciones que lo subyacen. En cambio, otras –en cuyo grupo me incluyo–, conciben el trabajo institucional sobre lo normativo y sobre el logro de la abstinencia como una etapa esencial, pero aspiran sobre todo a promover la toma de conciencia y la elaboración psíquica de los conflictos que precipitaron e incentivan el comportamiento adictivo. Para ello se hace necesario trabajar de manera convergente, simultáneamente en la dimensión familiar, grupal e individual, así como con los grupos de allegados que no usen drogas. Una vez conseguidas ciertas metas a nivel individual, familiar y de rehabilitación social, la institución debería tener la capacidad de correrse de lugar, quedando, cada vez más, como respaldo implícito de la psicoterapia individual y de las realizaciones sociales que han de continuarla.
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