sábado, 13 de septiembre de 2008

"El concepto teológico del poder" por Romano Guardini

Extraído de El Poder (Die Macht) *







I


Para tener, pues, un conocimiento más profundo del poder resulta importante conocer lo que la Revelación nos dice acerca de su esencia.


Lo fundamental se encuentra dicho ya al comienzo del Antiguo Testamento, y está en conexión con el destino esencial del hombre. Después de haber hablado de la creación del mundo, se dice en el capítulo primero del Génesis: «Dijese entonces Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Y Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: 'Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gn 1,26-28).


Y más tarde, en el segundo relato de la creación, se dice: «Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gn 2,7).


En primer lugar se nos dice, pues, que el hombre posee una naturaleza diferente de la de todos los demás seres vivos. Al igual que ellos, ha sido creado, pero lo ha sido de una manera especial: a imagen de Dios. Ha sido formado de la tierra —del lodo, de donde brota el alimento del hombre—, pero en él vive un soplo del espíritu, del aliento de Dios. Y por ello está, ciertamente, inserto en el conjunto de la naturaleza, pero al mismo tiempo posee una relación directa con Dios y puede, desde ella, enfrentarse a la naturaleza. Puede —y debe— dominarla, de igual manera que debe multiplicarse y hacer de la tierra la morada de la raza humana.


La relación del hombre con el mundo se explica con más detalle en el capítulo segundo, desde la perspectiva ya antes mencionada: el hombre no debe dominar solamente sobre la naturaleza, sino también sobre sí mismo; no debe tener fuerza sólo para obrar, sino también para perpetuar su propia vida: «Y se dijo Yavé Dios: 'No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él'. Y Yavé Dios trajo ante el hombre todos los animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo; pero entre todos ellos no había para el hombre ayuda semejante a él» (Gn 2, 18-20).


El hombre conoce, pues, que se diferencia esencialmente del animal y que, por ello, no puede tener una comunidad vital con él ni perpetuar su vida con él.


La Sagrada Escritura prosigue diciendo: «Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara formó Yavé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: 'Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne'. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gn 2,21-24).


Estos textos, cuyo eco se expande a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento, nos dicen que al hombre se le dio poder tanto sobre la naturaleza como sobre su propia vida. Y manifiestan, además que este poder constituye para él un derecho y una obligación: la de dominar.


La semejanza natural del hombre con Dios consiste en este don del poder, en la capacidad de usarlo y en el dominio que brota de aquí. El destino esencial y la plenitud de valores de la existencia humana están expresados aquí: ésta es la respuesta que la Sagrada Escritura nos da a la pregunta acerca del origen del carácter ontológico del poder, de que antes hablábamos. El hombre no puede ser hombre y, además, ejercer o dejar de ejercer el poder; le es esencial el hacer uso de él. El Creador de su existencia le ha destinado a ello. Y nosotros, los hombres de hoy, hacemos bien en recordar que en el hombre que representa la evolución de la Edad Moderna —y también en el despliegue en ella realizado del poder humano—, es decir, en el burgués, actúa una inclinación peligrosa: la inclinación a ejercer el poder de una manera cada vez más profunda y más perfecta, tanto científica como técnicamente, pero sin querer reconocer esto con sinceridad, o bien disimulándolo bajo el pretexto del provecho, del bienestar, del progreso, etc. De este modo el burgués ha ejercido el dominio sin desarrollar un ethos propio de él. [1] Por ello ha aparecido un uso del poder que no está ya determinado esencialmente por la ética, y que encuentra su expresión más pura en la «sociedad anónima».


Únicamente cuando se han admitido estos hechos adquiere toda su importancia —es decir, su grandeza y su seriedad— el fenómeno del poder. La seriedad consiste en la responsabilidad. El poder humano y el dominio proveniente de él tienen sus raíces en la semejanza del hombre con Dios; por ello el hombre no tiene el poder como un derecho propio, autónomo, sino como un feudo. El hombre es señor por la gracia de Dios, y debe ejercer su dominio respondiendo ante Aquél que es Señor por su propia esencia. El dominio se convierte de este modo en obediencia, en servicio. En primer lugar, en el sentido de que debe ejercerse de acuerdo con la verdad de las cosas. Esto nos lo dice aquel pasaje —decisivo para entender el sentido del segundo relato de la creación— en que se define la esencia del hombre; la naturaleza del hombre es diferente de la del animal. Por ello, una comunidad de vida sólo resulta posible con otro hombre y no con el animal. Así, pues, el dominio no significa que el hombre imponga su voluntad a lo dado en la naturaleza, sino en que la posea, la configure y transforme por el conocimiento. Este, por su parte, capta lo que el ser es por sí mismo y lo expresa en un «nombre», es decir, en la palabra que manifiesta su esencia. El dominio es, además, obediencia y servicio, en el sentido de que se mueve dentro de la creación de Dios, y tiene la tarea de desarrollar en el ámbito de la libertad finita, en la forma de historia y de cultura, lo que Dios con su libertad absoluta ha creado como naturaleza. Así, pues, el hombre, mediante su dominio, no debe erigir autónomamente su propio mundo, sino completar el mundo de Dios, según la voluntad divina, como mundo de la libertad humana.


II


A continuación viene el relato de la prueba a que el hombre debe someterse. Podemos suponer de antemano que tal prueba estará relacionada con el elemento decisivo de su existencia, es decir, con su poder y el uso que hace de él. Eso es justamente lo que ocurre, y el profundo sentido de este relato merecería una interpretación que explicase palabra por palabra.


«Tomó, pues, Yavé Dios al hombre y le puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y guardase, y le dio este mandato: 'De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirías» (Gn 2,15-17).


El sentido de este pasaje aparece con toda claridad en cuanto se eliminan las usuales interpretaciones de tipo naturalista. Según ellas, el «árbol del conocimiento del bien y del mal» significa el conocimiento mismo, la libertad del hombre para distinguir lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto; es decir, la mayoría de edad del espíritu, a diferencia de los sueños faltos de crítica y de la ausencia de independencia personal del niño. Otra interpretación, cercana a la anterior, dice que el árbol significa la madurez sexual del hombre: la toma de posesión de sí mismo y del compañero de otro sexo en la fecundidad. Pero el sentido de tales interpretaciones se encuentra en una posición tomada de antemano, según la cual el hombre debía hacerse culpable para alcanzar la mayoría de edad, la capacidad de crítica, la madurez vital, y convertirse en dueño de sí mismo y de las cosas. Hacer mal constituiría, en consecuencia, un camino hacia la libertad. Basta con examinar detenidamente el relato de la Escritura para comprobar que en ninguna parte se habla en él de tales elementos psicologistas. En ningún lugar aparecen prohibidos el conocimiento ni tampoco las relaciones sexuales. Por el contrario, se dice precisamente que el hombre debe conseguir la libertad del conocimiento, el poder sobre las cosas y la plenitud de la vida. Por su creación, todo esto se encuentra inserto expresamente, como don y como tarea, en la naturaleza humana. El hombre debe dominar sobre los animales (que son citados en representación de todas las cosas de la naturaleza), y para ello tiene que conocerlos. Cuando llega el momento de la prueba ya lo ha hecho: ha comprendido la esencia de los animales y la ha expresado en un nombre. ¿Y cómo podrían estar prohibidas las relaciones sexuales, si se dice expresamente que el varón y la mujer formarán «una sola carne» y que con su descendencia «llenarán toda la tierra»?


Todo esto significa que el hombre debe conseguir el dominio en su más amplio sentido, pero permaneciendo sumiso a Dios y ejerciéndolo como un servicio. El hombre debe convertirse en señor, pero sin dejar de ser imagen de Dios y sin aspirar a convertirse en el modelo mismo.


Lo que sigue —que constituye el fundamento de toda interpretación de la existencia— nos muestra cómo es precisamente de aquí de donde arranca la tentación:


«Pero la serpiente... dijo a la mujer: '¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?' Y respondió la mujer a la serpiente: 'Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir'. Y dijo la serpiente a la mujer: 'No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal'. Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones» (Gn 3,1-7).


La serpiente —símbolo de Satán— le hace al hombre confundir los hechos fundamentales de su existencia: la diferencia esencial entre el Creador y la criatura; la relación entre el Modelo y la imagen; la realización humana que se da en la verdad y la que se da en la usurpación; el dominio en el servicio, y el que se realiza por voluntad propia. Con ello el puro concepto de Dios es desplazado al terreno de lo mítico. Cuando se dice que Dios sabe que los hombres, mediante la acción prohibida, pueden hacerse semejantes a El, se afirma que Dios tiene miedo y siente su divinidad amenazada por el hombre; se afirma que está, con respecto a éste, en la misma relación que las divinidades míticas. Estas proceden de las mismas raíces que el hombre, de la profundidad originaria de la naturaleza; no son, pues, en último término superiores a él. Sólo son soberanos de hecho, pero no por esencia. Por ello, al hombre le es posible destronarlas y convertirse a sí mismo en soberano. Lo único que necesita es encontrar el camino, y, según las palabras de la tentación, éste consiste en el conocimiento del bien y del mal. También, pues, este conocimiento es entendido de manera mítica: como la iniciación, reservada al soberano del mundo, en el misterio del universo, iniciación que da un poder mágico y garantiza el dominio. Tan pronto como los hombres lo alcancen tendrán la misma categoría que el soberano del mundo y podrán destronarlo. Mas las palabras de Dios no mencionan nada de esto, y la tentación consiste precisamente en colocar la auténtica relación con Dios bajo esta ambigua luz mítica, falseándola de este modo. [2] El salir airoso de la prueba ha de consistir en que los hombres honren a Dios, según la verdad de Este, y obedezcan a la vez a su propia verdad.


En lugar de obrar así, los hombres caen en el engaño y aspiran a ser soberanos por derecho propio. Posee, por ello, una fuerza realmente reveladora el hecho de que se nos narre cómo la desobediencia no produce el conocimiento que convierte a los hombres en dioses, sino que les trae la mortal experiencia de estar «desnudos». Debemos advertir a este propósito que la desnudez de que aquí se habla es esencialmente diferente de la mencionada poco antes, cuando se decía que «los hombres estaban desnudos, pero no se avergonzaban».


Ahora ha quedado roto el vínculo fundamental de la existencia. Con todo, tanto antes como después, el hombre posee el poder y la posibilidad de dominar. Pero el orden dentro del cual tenía su sentido el poder, porque era servicio y estaba garantizado por la responsabilidad ante el auténtico Señor, ha sido trastornado.


Según la doctrina de la Biblia, el fenómeno puro del poder y del dominio procedente de él no existe ya. Al comienzo de la historia de la humanidad se encuentra un acontecimiento cuya significación no puede expresarse mediante los simples conceptos de resistencia exterior o interior, de peligro y de desorden. No se trata de un daño perteneciente a la historia, de un daño biológico, psicológico o espiritual; tampoco de una falta ética cometida dentro de las conocidas relaciones ontológicas. Se trata de un acontecimiento que sobrepasa nuestra condición histórica. Este acontecimiento perturbó la relación fundamental de la existencia, de tal forma que a partir de él la historia entera de la humanidad discurre en un ámbito determinado por esta perturbación.


Es esto lo que da su carácter propio a la imagen bíblica de la historia. Esta imagen se opone tanto a la representación naturalista-optimista como a la cultura-lista-pesimista, tal como éstas se han desarrollado en la Edad Moderna. A pesar de la abundancia de datos, de la precisión de los métodos, de la profundidad de las interpretaciones, tales concepciones de la historia son irreales e inconscientes. Pero no podemos hablar aquí de ellas con más detenimiento, dados los límites que nos hemos trazado.


En todo caso, el peligro del poder adquiere desde esta perspectiva un carácter peculiar y extremadamente grave: no sólo es posible, sino incluso probable (si es que no se ha de decir inevitable) usar mal de él. Esa inevitabilidad es la que se expresa en los mitos de la hibris: Prometeo, Sísifo. Tales mitos no se refieren al hombre sin más [3] —de igual manera que la caída del hombre no se refiere a éste sencillamente—, sino que expresan ya su estado de caída.


Pero lo que el Antiguo Testamento nos dice acerca del poder sólo queda completado por la Revelación del Nuevo Testamento.


III


No es fácil exponer el contenido de esta Revelación. La doctrina del Antiguo Testamento posee una simplicidad grandiosa. Podría afirmarse que tiene una grandeza clásica: el propósito de Dios y la resistencia del hombre, el estado original surgido de la creación y la caída causada por la rebelión se contraponen con toda precisión. La representación del Nuevo Testamento es, por el contrario, mucho más difícil de comprender.


La redención no es un simple perfeccionamiento de las condiciones del ser, sino que tiene la categoría de una recreación de todo lo existente. No procede de las estructuras del mundo, ni siquiera de las más espirituales, sino de la pura libertad de Dios. Establece un nuevo comienzo: crea un nuevo plano de la existencia, una nueva norma del bien y una nueva fuerza de realización. Esto no significa, empero, que el mundo quede transformado mágicamente ni que sea llevado a un ámbito separado especial; la redención acontece, por el contrario, en la realidad del hombre y de las cosas. Con ello aparece una situación muy compleja, cuya expresión más clara se encuentra tal vez en la doctrina del apóstol Pablo acerca de la relación entre el hombre «viejo» y el hombre «nuevo».


Por ello resulta difícil hablar sobre la redención, tanto más cuanto que, por otro lado, es necesario intentar decir algo —aun ateniéndonos de la manera más estricta a las afirmaciones de la Revelación— sobre lo sagrado en cuanto tal, sobre los «motivos» de Dios. A ello se añade un factor directamente práctico, y ruego que aquí se me permita expresarme de manera personal. De igual forma que en El ocaso de la Edad Moderna, también en esta obra quisiera contribuir a solucionar un problema que preocupa a todos. Por eso temo que las ideas de este capítulo puedan reducir el círculo de aquellos a quienes me dirijo. Por otra parte, sin embargo, es evidente que nuestra situación exige claridad. En consecuencia, sólo puede ser bueno el que, en medio del confusionismo de las teorías y programas usuales, el sentido del mensaje cristiano sea presentado íntegramente.


El espacio de que disponemos es muy limitado. Por ello debemos referirnos inmediatamente a lo decisivo, es decir, a la persona y la actitud de Cristo.


Los sabios de todas las grandes culturas han conocido el peligro del poder y han hablado de su sometimiento. Su enseñanza más alta es la de la moderación y la justicia. El poder induce al orgullo y al desprecio del derecho. Al hombre violento se contrapone, pues, el que guarda la moderación, respeta a los dioses y a los hombres y mantiene el derecho. Pero nada de esto es todavía la redención. Se intenta aquí establecer una posición y exigir un orden en medio de la existencia perturbada, pero sin abarcar la existencia en su totalidad, como debería hacer una verdadera redención. [4]


Desde la perspectiva de los problemas de que aquí tratamos, ¿en qué consiste el carácter decisivo de lo que nos anuncia el mensaje cristiano de la redención? Este carácter se expresa en una palabra que, a lo largo de la Edad Moderna, ha perdido su sentido: la humildad. [5]


Esta palabra se ha convertido en sinónimo de debilidad y de pobreza vital, de cobardía en las exigencias de la existencia y de falta de magnanimidad; en una palabra, en compendio de todo lo que Friedrich Nietzsche denomina «decadencia» y «moral de esclavos». De este modo se pierde completamente el sentido de este fenómeno. Hay que conceder que en los casi dos mil años de historia cristiana se encuentran ciertamente pensamientos sobre la humildad y sus formas de realización, para los cuales es válido este juicio; pero tales pensamientos representan una decadencia, un apartamiento de algo que ya no se comprendía.


En el sentido cristiano, la humildad es una virtud de fuerza, no de debilidad. En su sentido originario, humilde es el fuerte, el magnánimo, el audaz. Dios mismo es el primero que adopta la actitud de la humildad, haciéndola así posible al hombre. Y el acto por el cual esto ocurre es la Encarnación del Logos. En la Carta a los filipenses dice san Pablo que Cristo, «existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (2,5-8). Toda humildad de la criatura tiene su origen en este acto, mediante el cual el Hijo de Dios se hizo hombre. Esto no lo realizó obligado por alguna necesidad, sino con total libertad, porque El, el Soberano, lo quiso así. Este «motivo» soberano se llama amor; es preciso no olvidar, sin embargo, que la medida de este amor no puede tomarse de las categorías humanas, sino que hay que percibirla en lo que Dios dice sobre Sí mismo. Pues de la misma manera que la humildad, también lo que el Nuevo Testamento entiende por amor comienza en Dios (1 Jn 4,8-10).


No es posible comprender que El, el Absoluto y Soberano, se identifique existencialmente con un ser humano; que no sólo gobierne la historia, sino que intervenga en ella; que tome sobre Sí todo lo que resulta de esta intervención, es decir, el «destino» en el auténtico sentido de la palabra. Si partimos del criterio de una filosofía meramente natural —es decir, del concepto del Ser absoluto—, el mensaje de la encarnación se convierte en algo mitológico o absurdo. Pero hacer esto es, a su vez, un absurdo, pues es invertir el orden de las cosas. No se puede decir: Dios es de esta o de la otra manera, y por ello no puede hacer tal o cual cosa; sino: Dios obra así, y de este modo revela quién es. No es posible juzgar sobre la Revelación; lo único que puede hacerse es conocer que ha tenido lugar, aceptarla y, desde ella, juzgar sobre el mundo y el hombre. Este es el hecho fundamental del cristianismo: Dios mismo interviene en el mundo. Pero, ¿en qué forma?


El pasaje de la Carta a los filipenses antes citado nos lo dice: en la forma de la humildad.


Si se examina la situación en la que Jesús vivió, la manera como se desarrolló su actividad y se configuró su destino, su forma de tratar con los hombres, el espíritu de sus actos, de sus palabras y de su actitud, se ve cómo el poder se presenta constantemente bajo la forma de la humildad. Vamos a hacer tan sólo algunas indicaciones: Jesús procede de la antigua familia de los reyes, pero ésta se ha hundido ya y carece de toda importancia. Tanto sus condiciones económicas como sociales son evidentemente modestas. Nunca, ni siquiera en la cumbre de su actividad, pertenece a ninguno de los grupos dominantes; los hombres que atrae a sí no producen en ningún momento la impresión de ser extraordinarios en su persona o en sus acciones. Tras una breve época de actividad, se ve envuelto en un proceso falaz; el juez romano, en parte asustado y en parte molesto, cede ante sus adversarios y le condena a una muerte cruel e ignominiosa. Se ha observado con razón que el destino de las grandes figuras de la historia antigua, aun cuando acaba en un final trágico, se ajusta siempre a una cierta medida, a un canon de lo que puede sucederle a un gran hombre. En el caso de Jesús, por el contrario, tal canon parece no existir, y, al parecer, todo puede ocurrirle. La prefiguración de este destino se encuentra ya en la profecía de Isaías, en la figura misteriosa del «siervo de Dios» (52,13 a 53,13). A este respecto habla san Pablo de la kenosis, del anonadamiento de sí mismo, por el cual Él, que existía en la morphe theou, en la figura gloriosa de Dios, toma la morphe doulou, la figura humillada del siervo.


Toda la existencia de Jesús es una transposición del poder a la humildad. Dicho de manera activa: a la obediencia a la voluntad del Padre, tal como ésta se expresa en cada situación determinada. Pero tanto en su conjunto como en sus detalles esta situación es tal que exige el constante «anonadamiento de sí mismo». Para Jesús, la obediencia no es un factor secundario, añadido, sino que forma el núcleo de su esencia. Ya el mero hecho de no elegir su «hora» por propia voluntad, sino entenderla con toda pureza, según la voluntad del Padre, es obediencia. La voluntad del Padre se convierte sencillamente en su voluntad propia; la gloria del Padre en su gloria. Y esto no porque ello le sea exigido, sino con total libertad.


La aceptación de la «forma de siervo» no significa, sin embargo, debilidad, sino fuerza. Los Evangelios fueron escritos por hombres sencillos. No poseen ni el rasgo épico de la historiografía antigua ni la psicología penetrante a que nosotros estamos acostumbrados. Su relato se atiene a lo dado en cada caso de manera directa y a la expresión importante para el mensaje. Por otro lado, son fragmentarios, se interrumpen cuando quisiéramos saber más cosas; tienen, en fin, todas las deficiencias, llámense como quieran, que nuestros hábitos literarios nos hacen sentir como tales. Para leerlos bien es precisa una atención que brote de lo más íntimo. Pero cuando tal atención existe, se ve aparecer una existencia de una intensidad tal que no tiene paralelo en la historia; una existencia de un poder cuyo límite no proviene de fuera, sino únicamente de dentro: de la voluntad, libremente aceptada, del Padre. Y eso de tal manera que en todo momento, en toda situación, su voluntad actúa imponiendo sus exigencias hasta en el primer movimiento del corazón. Es la fuerza, no la debilidad, la que aquí obedece. Es la kiriotes, es decir, un dominio que se presenta en la figura de siervo. Es un poder que se domina a sí mismo de una manera tan perfecta que es capaz de renunciar a sí mismo, y ello en medio de una soledad que es tan grande como su soberanía.


Una vez que se ha visto esto, se busca —como contraprueba, por así decirlo— entre las figuras de la historia, para ver si existe alguna igual a él o acaso superior. Esto parece ocurrir algunas veces, pero tan sólo mientras se emplean criterios de influencia social o política, de cultura espiritual, de profundidad religiosa. Pero si se penetra hasta el centro —para percibir el cual es necesaria la capacidad de visión que llamamos «fe»—, entonces tales superioridades aparecen como lo que en realidad son: como cualidades y realizaciones en el interior del hombre. Pero la existencia de Jesús se expande a partir del misterio del Dios vivo, que es soberano frente a todo lo que se llama «mundo» e irrumpe en el presente de la más concreta historicidad. Desde esta superioridad absoluta que se da en el seno de la más estrecha vinculación histórica, Jesús abarca la totalidad de la creación en cuanto tal, redime su culpa e inaugura un nuevo comienzo.


Esta es la respuesta que el Nuevo Testamento da a la pregunta por el poder. Este no es condenado en cuanto tal. Jesús trata el poder humano como lo que es: como una realidad. También posee el sentimiento del poder. De otro modo no tendría sentido un hecho como la tercera tentación, que es, desde luego, una invitación a la hibris (Mt 4,8-10). Pero también aparece claramente el riesgo del poder: rebelarse contra Dios, e incluso dejar de considerarlo en absoluto como una seria realidad; perder los criterios; ejercer la violencia en todas sus formas. A esto contrapone Jesús la humildad como liberación del embrujo del poder desde sus raíces más hondas.


Podría preguntarse qué consecuencias ha producido esto en la historia y si el desorden del poder ha sido efectivamente superado. No es fácil responder a esto. La redención no significa un cambio definitivo, de una vez por todas, en las condiciones del mundo, sino el hecho de que Dios ha establecido un nuevo comienzo de la existencia. Este comienzo subsiste y representa una posibilidad permanente. De una vez para siempre ha aparecido con toda claridad la posición que el poder ocupa ante la mirada de Dios, y de una vez para siempre la obediencia de Jesús constituye la respuesta de Dios a esta pregunta. Esta obediencia no tiene, sin embargo, un carácter privado, sino que se manifiesta con una claridad accesible a todo el mundo. No significa la experiencia personal y el dominio de un individuo, sino que es una actitud en la que puede participar todo el que quiera, entendiendo aquí la palabra «querer» en el sentido pleno del Nuevo Testamento, que incluye tanto la gracia del «poder querer» como la decisión de la realización de la voluntad.


Este comienzo está ahí y nada podrá borrarlo. Pero en qué medida se realice es asunto de cada individuo y de cada época. La historia comienza de nuevo con cada hombre y, en cada hombre, con cada hora. Por ello tiene también la posibilidad de empezar de nuevo en cada momento, partiendo del comienzo que aquí ha sido establecido.


En lo que respecta al problema de cómo puede resolverse concretamente el problema del dominio del poder, problema que es cuestión de vida o muerte, vamos a diferir aún por un momento su respuesta —en la medida en que ésta resulta posible en absoluto—-.
________________________
* Traducción de Andrés-Pedro Sánchez Pascual.



Notas


[1] También esto representa un síntoma de aquel fraude que se encuentra a la base de la actitud de la Edad Moderna, y del que he hablado en El ocaso de la Edad Moderna (p. 139).


[2] De esta ambigüedad mítica surge la concupiscencia culpable, e, inversamente, el engaño mítico sólo resulta posible si la conciencia le ha creado ya un ámbito en el alma. Es un conjunto en el cual los diferentes elementos se condicionan mutuamente y justifican el haber querido sustraer el «ciclo» de la existencia injusta al impenetrable comienzo de la libertad. Por el contrario, el «ciclo» que determina la existencia auténtica aparece así: el «corazón puro» abre los ojos para ver la verdad; la verdad vista abre el camino para una pureza más honda; ésta capacita para un conocimiento más elevado, y así sucesivamente.


[3] Tales mitos referidos al hombre sin más no existen en absoluto. La nueva religiosidad mítica que aparece por doquier —brotando de la realidad histórica, filosófica, estética, psicológica, política— se basa en la suposición, no verificada, de que quien habla en el mito es el hombre «natural» sin más y de que, en consecuencia, el mito contiene la interpretación originaria de la existencia. Esta suposición es tan dogmática que sólo contradecirla aparece como un ataque contra lo sagrado. En realidad, el mito es la autoexpresión del hombre que ha realizado su primera decisión. En él no habla la existencia originaría, sino la existencia histórica, es decir, caída. Recalquemos aquí de nuevo que esta existencia no tenía que caer para ser capaz de construir la historia, sino que cayó porque el hombre lo decidió así. El hombre habría podido adoptar también una decisión distinta. Todo lo demás es tragicismo, con el cual se intenta justificar aquella culpa, declarándola necesaria. Este es el único presupuesto desde el cual puede entenderse el mito y el que permite sacar de él sus enseñanzas más profundas. (Sobre este punto espero poder ofrecer pronto reflexiones más precisas.)


[4] Esto es lo que parece ocurrir en el budismo. Mas, aun prescindiendo de que tampoco aquí la línea de la acción redentora rebasa el mundo, la radicalidad de la lucha contra el peligro del poder reside en pensar que la existencia carece totalmente de sentido. La redención consiste, por tanto, en entrar en el «nirvana».


[5] En su trabajo Rehabilitación de la virtud (Abhandlungen und Aufsätze, tomo I, 1915), Max Scheler ha mostrado hasta qué punto el hombre moderno carece de capacidad para juzgar sobre la humildad y cómo necesita una apertura de sus sentidos interiores para poder meramente captar este fenómeno.

"Interview with Roberto Esposito" por Timothy Campbell

TCC: The theme of biopolitics figures prominently in contemporary thought originating in Italy, especially in the work of Giorgio Agamben, Toni Negri, and your own. What do you think accounts for this recurring interest in bíos and politics in Italy, and what distinguishes your discussion of biopolitics from both Agamben and Negri?

RE: It's true that Italy is perhaps the country in which Foucault's reflections on biopolitics, which were left interrupted at the end of the 1970s, have been taken up again with greater breadth and originality (without of course overlooking the important contributions of Agnes Heller and Donna Haraway). Why? We might begin by observing that Italy is a country on the frontier, not only in a geographic sense, but also culturally, between different worlds, between Europe and the Mediterranean, and between North and South, with all of the richness and contradictions that comes with it. Italy is cut but also in a certain sense constituted by this fracture, that is by this socio-cultural interval. Perhaps the sensibility to a theme such as biopolitics may be linked to this liminal condition of the border for biopolitics is also situated at the intersection between apparently different languages such as that of politics and life, of law and of anthropology.
But another observation needs to made in addition to the first, one that touches on something deeper vis-à-vis the long-standing history and vocation of the Italian philosophical tradition. It has always been eminently concerned with the political. If one considers those Italian authors who are known internationally -- from Machiavelli to Vico, to Croce, and to Gramsci -- we can assert that all of their reflections are placed at the point of encounter and tension between history and politics. Unlike the Anglo-Saxon analytic tradition or for that matter German hermeneutics and French deconstruction, the continual problem for Italian philosophy has been thinking the relationship with the present day [contemporaneità], that which Foucault would have called "the ontology of actuality," which is to say an interrogation of the present interpreted in a substantially political key. Thinking above all of Vico or differently of Gramsci, history and politics have constituted the obligatory point of transition from which and through which the dimension of thought generally has been constituted in Italy.
In addition to prevailing interest in Italy for political history -- or better for history insofar as it is constituted politically -- we ought to add another interest in the horizon of life that is just as strong and original. Authors such as Bruno and Campanella, for example, worked within such a problematic, in a form that often appears to anticipate Spinoza and his diverging position towards the mechanistic and artificial (anti-naturalist) direction that modern philosophy follows beginning with Descartes and Hobbes. It is against the latter (or at least differently from them) that the philosophical reflection developed in the second Italian Renaissance is to be understood. Such a reflection moves in the direction of a co-mingling between history and nature, between the life of a human being and the life of the world. Perhaps this difference vis-à-vis modern philosophy also plays a role in the current attention Italian philosophy pays to biopolitics.
As to the relation between my perspective on biopolitics and that of Negri and Agamben, I would say that it is situated not in a median point between them, but is external or indeed non-concentric to them. Of course a common element is shared by all: for each of us research in biopolitics begins from the point when Foucault's work was interrupted, in the sense that all our investigations attempt to respond to the underlying question with which Foucault stopped; the question relative to the character and meaning of biopolitics. Are we to understand it as a process that is substantially positive, innovative, and productive, or rather as something negative, as a lethal retreat of life? Leaving aside other questions about philosophic language, or the principal assumptions that characterize our different research interests, it seems to me that the difference between Agamben, Negri and myself will be found in the response to this particular question. Where Agamben accentuates the negative even tragic tonality of the biopolitical phenomenon in a strongly dehistoricizing modality, one that pays tribute to Heidegger, Schmitt and Benjamin, Negri, on the contrary, insists on the productive, expansive, or more precisely vital element of the biopolitical dynamic. The reference is explicitly to the line that moves from Spinoza through Marx to Deleuze. Indeed he imagines that biopolitics can contribute to the reconstruction of a revolutionary horizon at the heart of empire, and so doing absolutely accentuates the moment of resistance to power, in opposition to the letter of the Foucauldian text. For my part, I don't radicalize one of the two semantic polarities of biopolitics to the detriment of the other. Instead I have tried to move the terms of the debate by providing a different interpretive key that is capable of reading them together, while accounting for the antinomical relation between them. All done without renouncing the historical dimension as Agamben does and without immediately collapsing the philosophical prospective into a political one, as Negri does. As you know, this hermeneutic key, this different paradigm, is that of immunity.

TCC: Much of your recent work is dedicated to what you call the immunitary paradigm. Indeed in your previous works, Communitas, then Immunitas and now Bíos, you read modern political, juridical and aesthetic categories as essentially marking an attempt to immunize the social body from the dangers of a communal munus. Could you describe in more detail the features of communitas and the kind of relation you’re drawing between it and a new form of bíos thought outside of the immunitary paradigm?

RE: As we know, in bio-medical language one understands immunity to be a form of exemption [esenzione] or protection in relation to a disease. In juridical language immunity represents a sort of safeguard that places the one who holds it in a condition of untouchability vis-à-vis common law. In both cases, therefore, immunity or immunization alludes to a particular situation that protects [mette in salvo] someone from a risk, a risk to which an entire community is exposed. Already here in this mode is defined the opposition between community and immunity that is the basis of my most recent work. Without wanting to enter too deeply into the merits of complex etymological questions, let's say that immunity, or using its Latin formulation, immunitas, emerges as the contrary or the reverse [rovescio] of communitas. Both words originally derive from the term munus, which in Latin signifies "gift," "office," and "obligation." But the one, communitas, has a positive connotation while the other, immunitas, is negative. This is the reason for which if the members of a community are characterized by an obligation of gift-giving thanks to the law of the gift and of the care to be exercised towards the other, immunity implies the exemption or the derogation from such a condition of gift-giving. He is immune who is safe from obligations or dangers that concern everyone else, from the moment that giving something in and of itself implies a diminishment of one's own goods and in the ultimate analysis also of oneself.
At this point my underlying theses are essentially two. The first is that this immunitary dispositif, that is this demand for exemption or protection, which originally were only awarded the medical and juridical spheres, was over time extended to all those other sectors and languages of our life, until it becomes the coagulating point, both real and symbolic, of the entire contemporary experience. In my earlier work, Immunitas, I tried to trace the presence of the immunitary paradigm in theology, anthropology and politics, as well as in that of law and medicine. Certainly this preoccupation with self-protection doesn't only belong to our own period. All societies, just as all individuals, have been concerned with assuring their own survival with respect to the risk of environmental or interhuman contamination. But the threshold of knowledge when faced with the risk of contagion (and therefore the kind of response that is required) was very different over the course of time, until it reaches its apex precisely in our own period.
Here, exactly, is grafted the second thesis: the idea that immunity, which is necessary to protect our life, when brought beyond a certainly threshold, winds up negating it. It is for this reason that I subtitled Immunitas "the protection and the negation of life," though clearly one could also say "protection is the negation of life," in the sense that such a protection, when pushed beyond a certain limit, forces life into a sort of cage or armoring in which what we lose is not only liberty, but also the real sense of individual and collective existence. In other words, we lose that social circulation, which is to say that appearing of existence outside of itself that I choose to describe with the word communitas: the constitutively exposed character of existence. Here then is the contradiction that I tried to bring to light: what safeguards the individual and political body is also what impedes its development, and which beyond a certain point risks destroying it. To use Benjamin's language, we could say that immunization at high doses signifies the sacrifice of the living, that is of every qualified form of life, motivated by simple survival; the reduction of life to its nude biological layer.
On the other side of this antinomy, which is to say the connection between the protection and the negation of life, is implicit in the medical procedure of immunization itself. As is well-known, when vaccinating a patient against a disease, one introduces into his or her organism a regulated and tolerable portion, which means that in this case the medicine consists of the same poison from which the organism needs to protect itself. It is as if to preserve someone's life it is necessary to have him or her in some way taste death, injecting the same disease [male] from which one wants to safeguard the patient. In addition the Greek term pharmakon contains within it, as Derrida's classic study shows, the double meaning of "cure" and "poison," poison as cure, the cure that takes place through a poisoning. Today it is as if modern immunitary procedures have led to the maximum intensification of this contradiction. More and more the cure is given in the form of a lethal poison.

TCC: I had the sense reading Bíos that your perspective on the immunitary paradigm has changed since Immunitas; less a means for deconstructing the political and juridical categories of modernity and now seen more as an obstacle for sketching an affirmative biopolitics. What accounts for this change in your perspective, if indeed you agree that such a change has occurred? To return to the question above, do recent events decisively signal a different form of life, or better a bíos at the center of the global polis?

RE: No, I wouldn't say that my perspective on the categories of immunization has changed over time. What has changed, it seems to me, at least in part, is the theoretical framework on the inside of which immunization is inscribed. We might say, in fact, that up until Communitas, my intention (as well as the general tonality of my discourse) could somehow be assimilated (admitting of course its specific characteristics) to a deconstructionist perspective applied to the political language of modernity. With regard to this first approach, which appears most evidently and meaningfully in my work on the impolitical [Categorie dell'impolitico, published in 1988 by Il Mulino, has now been translated into French by Seuil -- Trans.), another movement of thought was progressively superimposed, without either excluding or completely substituting the first. This second movement was more affirmative, and moved in the direction of Deleuze's proposition according to which the primary character of philosophy is that of constructing concepts that are adequate to the events that involve and transform us. The other point of reference in the last few years is that line of inquiry that moves from a Nietzschean genealogy to Foucault's ontology of actuality. It's clear that both these authors and above all the concept of ontology, however we may wish to understand us, refer us to Heidegger, but with an underlying difference that I tried to bring to light in Bíos and more so in another text that was just published on the idea of human nature after humanism. I'm referring to the centrality that the theme of life has taken on in my research, insofar as such a theme is external or at least marginalized in Heidegger's reflection. We recall that after having thematized it in his own way as "factitious life" in his early years at Freiburg, he then substituted it with the notion of "existence," which was then programmatically subtracted from a biological semantics. As is well known, despite the attention paid to the daily character of existence, the theme of the body doesn't return therefore in Heidegger's thought, which is to say that it doesn't re-emerge precisely as a body biologically defined.
It is precisely from this perspective on Heidegger that Merleau-Ponty's reflections began to assume greater importance for me, above all when he decisively distances his thought from the classical phenomenology of the Husserlian sort, exactly through a thematization of the body in its environmental relation with the theme of "flesh." Without delving too much into the question -- which was my approach in Bíos -- it seemed to me that the constant refrain, especially in the later works, to the chiasmus between body and flesh could constitute a useful element for thinking a notion of biopolitics that was in some way positive. For that to be possible, which is to say that a politics of life emerges as thinkable, it's necessary to break the modern relation between biopolitics and immunization. As I've tried to demonstrate in Bíos, especially in those sections dedicated to Nazism and its precedents, it was precisely an exasperated immunitary conception of biopolitics that overturned it in a form of paroxsymic thanatopolitics, that is in a politics of death. Now, to return to Merleau-Ponty, this immunitary, indeed autoimmunitary closure of biopolitics found its expression precisely in the idea of a body that is closed on itself; this is how the Nazi biocracy conceived of the German people. And of course the organicistic metaphor of the political body has always had a prevalently conservative meaning, until it assumes, with fascist corporativism, basically a reactionary character. It is just this blocked and compact notion of body that Merleau-Ponty deconstructs and opens to its outside and to its same internal difference. The notion of flesh, first Christian and then phenomenological, when re-read today against the backdrop of a twentieth-century artistic avant-garde (I'm thinking of Bacon and Cronenberg), can have a disruptive force. Flesh is the body that doesn't coincide completely with itself (as Nazism wanted, according as well to Levinas's interpretation), that isn't unified beforehand in an organic form, and that is not led by a head (which is therefore acephalous as Bataille would say). No. Flesh is constitutively plural, multiple, and deformed. It is also from this point of view that one can begin to imagine an affirmative biopolitics.

TCC: In a series of interviews before his death on the "events" of 9/11 as well as in his earlier contribution to Vattimo's On Religion, Jacques Derrida too speaks of immunity, or better of auto-immunity, and associates it with the effects of trauma: it is the correlative of a threat that something terrible with happen. You, on the other hand, employ a different perspective when discussing (auto)immunity, one more indebted to Foucault's appropriation of a biopolitics first set out in Nietzsche. How do you understand "the ordeal of the event" as Derrida describes the events of 9/11 (and now Madrid and London) as marking a global auto-immunity crises?

RE: First, let me begin with a general observation. The fact that some of the most important contemporary authors, working independently from one another and following different paths of thought, came to work on the category of immunization, signals just how significant the category is today. From Derrida to Sloterdijk, from Agnes Heller to Donna Haraway, it seems to me that such a conclusion is clear enough. Today a philosophy that is capable of thinking its own moment [tempo] cannot avoid engaging with the question of immunization. Furthermore, the paradigm of immunization began to emerge as absolutely decisive even before, beginning with Nietzsche, continuing up to Plessner and Gehlen's philosophical anthropology, and then to Luhmann, who sees the immunitary system of our society in law, without of course mentioning medicine. Obviously, the problem resides in the mode by which we conceive and put it forward for examination. For example, both Sloterdijk and Haraway decline it, albeit differently, in an essentially positive manner, as something that is able to enrich and develop our experience at various levels. Derrida, rather, gives it a much less optimistic even tragic characterization. More than immunity or immunization, he always speaks of "auto-immunity," beginning with the essay on religion and then in his more recent interventions beginning after September 11. The explicit reference is to so-called auto-immunitary diseases. The contemporary political situation can indeed be interpreted in the light of a similar destructive and self-destructive process. On this point I am in complete agreement with him. It seems to me as well that the war currently underway is linked doubly with the immunitary paradigm, and that the war constitutes the form of immunity's exasperation, of its being out of control, which results in a sort of "immunitary crises," in the sense that René Girard gives the expression a sense of "sacrificial crises." The current conflict appears in fact to have arisen from the pressure created by two opposing and specular immunitary obsessions. I'm speaking of Islamic fundamentalism, which has decided to protect (even to the death) its religious, ethnic, and cultural purity from contamination by Western secularization; and the other found in certain parts of the West, which is engaged in excluding the rest of the planet from sharing its own surplus of goods, as well as defending itself from the hunger that strikes a large part of the world that is condemned ever more into a state of forced anorexia. This is not to say that that the two sides have the same responsibility or in other words that a homicidal and suicidal terrorism can have any kind of possible justification. However, looking at what is taking place today from a systemic perspective, it seems clear that when these two opposing stimuli are intertwined, the entire world is shaken by a convulsion that has the characteristics of the most devastating auto-immune disease: the excess of defense and the exclusion of those elements that are alien to the organism, turns against the organism itself with potentially lethal effects. Not only did the Twin Towers explode, but along with it the immunitary system that had until then supported the world.
From this point of view, therefore, I agree with Derrida. Nevertheless, certain relevant differences remains vis-à-vis the formation of the category of immunity that in Derrida emerge as somewhat extemporaneous, in the sense that immunity isn't linked either with the theme of community (which Derrida rejects in favor of the weaker concept, from my point of view, of friendship), nor with that of biopolitics, which is utterly extraneous to him. This isolation of the category of immunity, or better of auto-immunity impedes Derrida from fully grasping the dialectic character of immunity, which is to say that life, be it single or common, would die without an immunitary apparatus. In fact Derrida doesn't treat the long-standing modern character of the immunitary paradigm, which emerges as crushed in the contemporary period. On the other side, it is precisely the indissolvable, albeit negative, relation with communitas that opens for me the possibility of a positive, communitarian reconversion of the same immunitary dispositif on which I began working in the final chapter of Immunitas. And that is in the sense indicated by current medical research. Isn't it precisely the immunitary system, what is defined as "immunological tolerance," that brings with it the possibility of organ transplants? Obviously, translating this non-negative, hospitable notion of a "common immunity" into political or ethical terms isn't at all simple. Yet, it is precisely on such a possibility that we have to gamble, just as it happens for biopolitics. Moreover, Derrida also saw auto-immunity as a vital power that reacts against itself and which therefore tends to cancel itself out. Today we need to recognize not only the self-destructive aspect of this dialectic, but also those aspects which are potentially creative and productive.

TCC: To follow up on globalization and the immunitary paradigm, in Bíos you explicitly associate a specific moment of immunization with modernization, when individualistic or private models substitute forms of organization associated with communitas. Is there something radically different today in the autoimmunity crises you describe that marks a break with the standard periodizations of modernity?

RE: If we were to fix a symbolic point of departure for the process of modern immunization, it could probably be individuated in Hobbes. It's with the advent of his philosophy that the question of an immunitary self-preservation of life encamps in the center of political theory and praxis. As is typical of the negative dialectic of immunization, subjects [sudditi] exchange the protection of their life from the risk of death that is implicit in the community with the sacrifice of all their natural rights to the sovereign. All the political categories that Hobbes and those who follow employ, that is sovereignty, property, liberty, are nothing other than the linguistic and conceptual modality by which the immunitary question of the negative safeguarding of individual and collective life is translated into philosophical/juridical terms. In this sense we could conclude that it wasn't modernity that poses the problem of immunization (in relation to the undoing of ancient communitarian practices), but rather that it is immunization that brings it into existence, or differently invents modernity as a complex of categories able to solve that problem. What we call modernity, generally speaking, is nothing other than that language that allowed for more effective responses to be given to a series of requests for self-preservation originating from the depth of life itself. Such a request for salvific accounts -- consider for example that of the social contract -- was born and then would become ever more pressing, when the mechanisms of defense that had up until that moment constituted the shell of symbolic protection began to weaken, beginning with the transcendental perspective linked to a theological matrix. With these natural defenses lacking, one that had been rooted in a common meaning for all, this sort of primitive immunitary shield demanded, in short, a further dispositif, this time one artificial, that was destined to protect human life from risks that were becoming ever more unsustainable, such as those caused by civil wars and foreign invasions. Modern man needs a series of immunitary apparatuses that are intended to protect a life that has been completely given over to itself when the secularization of religious references takes place. This occurs precisely because man is projected towards the exterior in a form that had never been experienced before. Naturally, as is typical of the immunitary dialectic, all of this has a price that one can measure with the reversal of the original meaning that modern political categories put to the test, beginning with that of liberty.
With that said, once this initial moment is established, it's clear that today we are no longer inside the immunitary semantics of the classic modern period. The underlying difference, which is recognizable in biopolitical terms, resides in the fact that in the classic modern age the immunitary relationship between politics and the preservation of life was still mediated or filtered by a paradigm of order that was articulated in the concepts of sovereignty, representation, individual rights. In the second phase (which for various passages brings us to today), however, that mediation progressively grows smaller in favor of a more immediate superimposition between politics and life. It is then that the immunitary mechanism that had until then been in operation (at least in the sense of insuring a possible order) begins to spin on itself with ever more destructive effects given the continual recourse it has to the production of ever more extensive and intensive securing [securitari] dispositifs. All of this occurs thanks to a series of causes related in their final outcome to what one commonly refers to as globalization, in the sense that the more human beings (but also ideas, languages, and technologies [le tecniche]) communicate and intersect among themselves, the more a preventive immunization is generated as a kind of counterweight. As Derrida emphasizes, the new localistic withdrawals, with their ethno-fundamentalist drifts, can be explained as the immunitary rejection of that general contamination that is called globalization. It was precisely the fall of the Berlin Wall that produced as a reaction the raising of many small walls. It is that which is defined as the passage from immunity to auto-immunity, which is to say an immunity that is destined to destroy itself together with the other. The Nazi thanatopolitics as well as more recent phenomena, such as those resulting from September 11, can be read in this key. Nevertheless, as I said earlier, the most recent and terrible phase of the auto-immunitary process can also open scenarios never before seen whose traces we cannot yet make out yet.

TCC: In your chapter on thanatopolitics in Bíos, I was struck by your description of the Nazi extermination of the Jews as having a “homeopathic tonality, ” which emerges in your reading as implicit in “a unique logical and semantic chain that links degeneration, regeneration, and genocide." In particular you locate three immunitarian apparatuses that characterizes the Nazi thanatopolitics: the normativization of life, the double enclosure of the body, and the anticipatory suppression of life. While recognizing the subtlety of your reading, I have some doubts about such an approach that attempts to inscribe them in the horizon of a contemporary biopolitics. And so: Isn't there a real risk in such an approach of removing the historical specificity of the Nazi extermination camps?

RE: Yes, such a risk exists. But to a certain degree it's unavoidable in all analyses of Nazism that always come up against the problem of rationally defining something like genocide, that isn't representable with the customary ethical and political categories and that escape as well from the conceptual language itself. Nevertheless one must run the risk, otherwise we would consign ourselves to either silence (and to the still greater risk of a loss of memory) or to more traditional analyses. After the first allusions in Foucault and Levinas's illuminating fragment on Hitlerism, Agamben's interventions have been very good on this theme. As for me, it seemed useful to think about the entire cycle of ghenos, from birth to death, one in the other.
What death meant for Nazism is what I have tried to bring to light beginning with a reversed and perverted concept of biopolitics. Not only did Nazism's entire praxis pivot around biopolitics, the precipice of a logic that could not result in anything other than an immense catastrophe. Death for Nazism was more complicated. It was what they wanted to avoid at all costs in an obsessive and convulsive search for immortality as well as the instrument with which one thought to obtain it. Precisely because they were obsessed by an unbearable fear of death, that is of seeing what they held to be an elect race degenerate into extinction, the Nazis, after attempting to annihilate what seemed to threaten them, brought within the elected race a massive portion of death. This is the deadly figure that Nazism's biopolitical dispositif literally assumed: wanting to save the life of the German people at any cost by protecting it from a contagion produced by the infected part, they came to the point of consigning all of the German people to death, just as a Hitler's last order issued from the barricades makes clear. The Nazis defended themselves from a presumed death, the result of an infection produced by inferior races, through the unlimited activation of a real death. The logical passage that allowed for such a choice to be made was the idea that life that was to destroyed was in reality already destined for death, a life produced by death and inhabited by death. It was for this reason that those who spread death did not consider themselves assassins, but on the contrary, impartial judges because they were charged with restabilizing the natural borders between life and death that the mixing of races had cancelled. In their homicidal madness, they believed that they weren't doing anything else but giving back to death the life that had always belonged to it; a life born dead or a living death.
But if Nazism conceived of death in this fashion, birth too was felt as something ambivalent, both object of fascination and repulsion, something provocative and at the same time, and in ever greater measure, as a something to annihilate. Gisela Bock has already noted an underlying incongruence between the destruction of birth practiced by the Nazis and the natalist ideology that always accompanied its execution. In fact the Nazi commitment for augmenting the birth rate of the German population is well-known. Nazism severely prohibited abortion and supported families financially with more than two children. Not only, but Nazism saw in the continuity of birth of those who carried the same blood, the unifying thread that kept the German national body identical to itself across generations. If the State is really the body of its inhabitants, as the Nazis believed, and if they in turn are reunified in the body of the leader, politics is nothing other than the modality through which birth is affirmed as the only live political force of history. However, birth, precisely because it is invested with this immediate political valence, also becomes the ridge along which life separates from itself, breaking itself into two subordinate orders such as those of masters and slaves, human beings [uomini] and animals, and the living and the dead. Birth becomes the object of a sovereign decision that, precisely because it appears to have arisen directly from life itself, proceeds by cutting it beforehand into zones of different values. This is how we ought to interpret the Nazi ambivalence towards birth: on the one hand, as the anticipatory exaltation of a life that is racially perfect; on the other hand, as the subtraction of the status of the living from those sentenced death. They could and needed to die since they had never been truly born. Once identified with the German nation, birth suffers the same fate as that of life, which is also held in a biopolitical grip, and which can only be released by a collective death.


Translated by Anna Paparcone with Timothy Campbell

" EN LA COLONIA PENITENCIARIA" [Cuento: Texto completo] por Franz Kafka













-Es un aparato singular -dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.
El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.

-¡Ya está todo listo! -exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta, y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.

-Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico -comentó el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial.

-En efecto -dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había-; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato -prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando aquél al mismo tiempo. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato funciona absolutamente solo.

El explorador asintió y siguió al oficial. Éste quería cubrir todas las contingencias, y por eso dijo:

-Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son sin embargo desdeñables, y se los soluciona rápidamente. ¿No quiere sentarse? -preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón de sillas semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces; al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.

-No sé -dijo el oficial- si el comandante le ha explicado ya el aparato.

El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento.

-Este aparato -dijo, tomándose de una manivela. y apoyándose sobre ella- es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos, y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto, que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido nuestro antiguo comandante. Pero -el oficial se interrumpió- estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo, se generalizó la costumbre de designar a cada una de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama, la de arriba el Diseñador, y esta del medio, la Rastra.

-¿La Rastra? -preguntó el explorador.

No había escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin sombras, apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada, cargada de charreteras de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus explicaciones, y además, mientras hablaba, apretaba aquí y allá algún tornillo con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacia una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba.

-Sí, la Rastra -dijo el oficial-, un nombre bien educado. Las agujas están colocadas en ellas como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona además como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado, y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, ésta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser fácilmente regulada de modo que entre directamente en la boca del hombre, tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque la correa del cuello le quebraría las vértebras.

-¿Esto es algodón? -preguntó el explorador, y se agachó.

-Sí, claro -dijo el oficial riendo-; tóquelo usted mismo.

Cogió la mano del explorador, y se la hizo pasar por la Cama.

-Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.

El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecía dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una cinta de acero la Rastra.

El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones, para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podría cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.

-Entonces, aquí se coloca al hombre -dijo al explorador, echándose hacia atrás en su silla, y cruzando las piernas.

-Sí -dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el rostro acalorado-, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibradores diminutos y muy rápidos, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.

-¿Cómo es la sentencia? -preguntó el explorador.

-¿Tampoco sabe eso? -dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios-. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones, pero el nuevo comandante rehúye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia -y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos, pero el oficial insistió-, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... -Y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió- ... Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder -y se palmeó el bolsillo superior- los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.

-¿Los diseños del comandante mismo? -preguntó el explorador-. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?

-Efectivamente -dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.

Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo:

-Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscriptas sobre el cuerpo de éste condenado -y el oficial señaló al individuo- serán: HONRA A TUS SUPERIORES.

El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces, para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:

-¿Conoce él su sentencia?

-No -dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones, pero el explorador lo interrumpió:

-¿No conoce su sentencia?

-No -repitió el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta-. Sería inútil anunciársela. Ya lo sabrá en carne propia.

El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:

-Pero, por lo menos ¿sabe que ha sido condenado?

-Tampoco -dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.

-¿No? -dijo el explorador y se pasó la mano por la frente-, entonces ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?

-No se le dio ninguna oportunidad de defenderse -dijo el oficial y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.

-Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse -insistió el explorador, y se levantó de su asiento.

El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.

-Le explicaré cómo se desarrolla el proceso -dijo el oficial-. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales, y además conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: la culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales, y además dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso, o por lo menos no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia, y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo, y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora, y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta exactamente a las dos, y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta, y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: "Arroja ese látigo, o te como vivo". Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa, ya debería comenzar la ejecución y todavía no terminé de explicarle el aparato.

Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y comenzó:

-Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso, aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza, sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?

Se inclinó amistosamente ante el explorador dispuesto a dar las más amplias explicaciones.

El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Debía hacer un esfuerzo para no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero, por otra parte, pensaba en el nuevo comandante que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; estrecha mentalidad que este oficial no podía prender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:

-¿El comandante asistirá a la ejecución?

-No es seguro -dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía-. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces por ahora a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama, y ésta comienza a vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto, no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse a ver las agujas?

El explorador se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre la Rastra.

-Como usted ve -dijo el oficial-, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua, para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos, y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.

El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido, y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar, y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del condenado, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacia sonar las cadenas.

-¡Póngalo de pie! -gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador. En efecto, éste se haba inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.

-¡Trátelo con cuidado! -volvió a gritar el oficial.

Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas, y aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.

-Ya estoy al tanto de todo -dijo el explorador, cuando el oficial volvió a su lado.

-Menos de lo más importante -dijo éste, tomándolo por un brazo y señalando hacia lo alto-. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están -y sacó algunas hojas del portafolio del cuero-, pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese, yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.

Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente, y que cubrían en tal forma el papel que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.

-Lea -dijo el oficial.

-No puedo -dijo el explorador.

-Sin embargo, está claro -dijo el oficial.

-Es muy ingenioso -dijo el explorador evasivamente-, pero no puedo descifrarlo.

-Sí -dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano-, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas, término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! -y subió de un salto la escalera, e hizo girar una rueda-. ¡Atención, hágase a un lado!

El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba, y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:

-¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa de algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente sobre un costado pera dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas se apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente, cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.

El explorador había inclinado el oído hacia el oficial, y con las manos en los bolsillos de la chaqueta contemplaba el funcionamiento de la máquina. También el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el movimiento de las agujas oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones por la parte de atrás, de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trató de retener las ropas que se le caían, para cubrir su desnudez, pero el soldado lo alzó en el aire y sacudiéndolo hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era un hombre delgado. Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador. El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos superficialmente acababa de explicarle.

La correa destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó y con el rostro vuelto hacia el explorador dijo:

-Esta máquina es muy compleja, a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá un poco.

Y mientras sujetaba la cadena, agregó:

-Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mí disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si le mando pedir una nueva correa, me pide, como prueba, la correa rota; la nueva llega por lo menos diez días después, y además es de mala calidad, y no sirve de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le preocupa a nadie.

El explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir decisivamente en los asuntos de los demás. Él no era ni miembro de la colonia penitenciaria, ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla, podían decirle: "Eres un extranjero, no te metas". Ante esto no podía contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, y de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún interés personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era compatriota suyo, y ni siquiera era capaz de inspirar compasión. El explorador había sido recomendado por personas muy importantes, había sido recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan de expresarle, no era partidario de esos procedimientos, y su actitud ante el oficial era casi hostil.

En ese momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado, cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó sobre la máquina.

-¡Todo esto es culpa del comandante! -gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra de cobre que tenía enfrente-. Me dejarán la máquina más sucia que una pocilga -y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido-. Durante horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe ayunar un día entero antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó con peces hediondos, y ahora necesita comer dulces. Pero en fin, podríamos pasarlo por alto, yo no protestaría, pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza de fieltro, ya que hace tres meses que la pido? ¿Quién podría meterse en la boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido?

El condenado había dejado caer la cabeza y parecía tranquillo; mientras tanto, el soldado limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia el explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso, pero el oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte.

-Quisiera hablar confidencialmente algunas palabras con usted -dijo este último-. ¿Me lo permite?

-Naturalmente -dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja.

-Este procedimiento judicial, y este método de castigo, que usted tiene ahora oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único sostenedor, y al mismo tiempo el único sostenedor de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor ampliación del procedimiento, y necesito emplear todas mis fuerzas para mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante, la colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia, los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería, y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Esos son todos partidarios, pero bajo el comandante actual, y con sus doctrinas actuales, no me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida -y señaló la maquinaria- desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea un extranjero, y sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del comandante, de las que me veo excluido; hasta su visita de hoy, señor, me parece formar parte de un plan; por cobardía, lo utilizan a usted, un extranjero, como pantalla. ¡Qué diferencia era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor -ningún alto oficial se atrevía a faltar- se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía, recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos -todos los asistentes en puntas de pie, hasta en la cima de esas colinas- el condenado era colocado por el mismo comandante debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afectaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: ahora se hace justicia. En ese silencio, sólo se oían los suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscriptoras vertían un liquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora! Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!

El oficial había evidentemente olvidado quién era su interlocutor; lo había abrazado, y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su limpieza, y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas la advirtió el condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque la papilla era para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado metiera en el recipiente sus sucias manos, y se dedicara a comer ante el ávido condenado.

El oficial recobró rápidamente el dominio de sí mismo.

-No quise emocionarlo -dijo-, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos.

El explorador quería ocultar su rostro al oficial, y miraba en torno, al azar. El oficial creía que contemplaba la desolación del valle; le cogió por lo tanto las manos, se coloco frente a él, para mirarlo en los ojos, y le preguntó:

-¿Se da cuenta, qué vergüenza?

Pero el explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos; con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado, cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador, y dijo:

-Yo estaba ayer cerca de usted cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco al comandante. Inmediatamente comprendí el propósito de esta invitación. Aunque su poder es suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero ciertamente tiene la intención de oponerme el veredicto de usted, el veredicto del ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante, ni su manera de pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo mecánico en particular; además comprueba que la ejecución tiene lugar sin ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada; considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente le bastaría. No hace siquiera falta que esa observación exprese su opinión, basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas en torno, y alzarán las orejas; tal vez usted diga: "En mi país el procedimiento judicial es distinto" o "En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia" o "En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte" o "En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media". Todas éstas son observaciones correctas y que a usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis procedimientos. Pero ¿como la tomará el comandante? Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón, veo a sus señoras, que se precipitan tras él como un torrente, oigo su voz (las señoras la llaman una voz de trueno) que dice: "Un famoso investigador europeo, enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento. Por la tanto, ordeno que desde el día de hoy..." y así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que él pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento, que en cambio su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más humano y acorde con la dignidad humana, que admira esta maquinaria... pero ya es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas; trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa la boca... y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos irremediablemente perdidos.

El explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:

-Usted exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación, y sabe que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que la opinión del comandante, que según creo posee en esta colonia penitenciaria prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan hostil como usted dice, entonces me temo que haya llegado la hora decisiva para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda.

¿Lo había comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se alejaron por instinto del arroz, se acercó bastante al explorador, lo miró no en los ojos, sino en algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que antes:

-Usted no conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser subestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme, pero yo sabré sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina, y está ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle el desarrollo de la ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica: Ayúdeme contra el comandante.

El explorador no le permitió proseguir.

-¡Cómo me pide usted eso -exclamó-, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo.

-Puede -dijo el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los puños-. Puede -repitió el oficial con más insistencia todavía-. Tengo un plan, que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos necesario tratar de utilizar toda clase de recursos aunque dudemos de su eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto escuche usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas; debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de él, que si tuviera que decir algo prorrumpiría francamente en maldiciones. No le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por ejemplo: "Sí, asistí a la ejecución" o "Sí, escuché todas las explicaciones". Sólo eso, nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal, y lo interpretará a su manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas, pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así lo harán. Por lo tanto, mañana estará usted sentado con las señoras en el palco del comandante. Él mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia. Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio -en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente obras portuarias!-, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso no ocurre, o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la excelente oportunidad. "Acaban de anunciar -más o menos así dirá- que ha tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que como ustedes saben honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No convendría ahora preguntar a este famoso investigador qué juicio le merece nuestra forma tradicional de administrar la pena capital, y el procedimiento judicial que la precede?" Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted, y dice: "Por lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta". Y entonces usted se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden verlas, porque si no se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por fin se escucharán sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia, diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión. Pero tal vez no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter, o quizá en su país uno se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno, está bien, también así será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el nauseabundo fieltro, no, yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a arrodillarse y reconocer: "Antiguo comandante, ante ti me inclino". Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere; aún más, debe ayudarme.

El oficial cogió al explorador por ambos brazos, y lo miró en los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases, que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía.

Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia para dudar en este caso; era un persona fundamentalmente honrada y no conocía el temor. Sin embargo, contemplando al soldado y al condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:

-No.

El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.

-¿Desea usted una explicación? -preguntó el explorador.

El oficial asintió, sin hablar.

-Desapruebo este procedimiento -dijo entonces el explorador-, aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mí); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir, y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia: naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortalecido mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión.

El oficial callaba; se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce, y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.

El explorador se acercó al oficial, y dijo:

-Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy, o por lo menos me embarco.

No parecía que el oficial lo hubiera escuchado.

-Así que el procedimiento no lo convence -dijo éste para sí, y sonrió, como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño, y a pesar de la sonrisa prosigue sus propias meditaciones-. Entonces, llegó el momento -dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación.

-¿Cuál momento? -preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.

-Eres libre -dijo el oficial al condenado, en su idioma; el hombre no quería creerlo-. Vamos, eres libre -repitió el oficial.

Por primera vez, el rostro del condenado parecía realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre, y comenzó a retorcerse en la medida que la Rastra se lo permitía.

-Me romperás las correas -gritó el oficial-, quédate quieto. Ya te desataremos.

Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial, ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.

-Sácalo de allí -ordenó el oficial al soldado.

A causa de la Rastra. esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se habla provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda.

Desde este momento, el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolio de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba, y la mostró al explorador.

-Lea esto -dijo.

-No puedo -dijo el explorador -, ya le dije que no puedo leer esos planos.

-Mírelo con más atención, entonces -insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos.

Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción, y luego la leyó entera.

-"Sé justo", dice -explicó-; ahora puede leerla.

El explorador se agachó sobre el papel, que el oficial, temiendo que lo tocara, alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra.

-"Se justo", dice -repitió el oficial.

-Puede ser -dijo el explorador-, estoy dispuesto a creer que así es.

-Muy bien -dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho-, y trepó la escalera con el papel en la mano; con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador, y pareció cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil, seguramente había que manejar rueditas muy diminutas; a menudo la cabeza del oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud requería el montaje de los engranajes.

Desde abajo, el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido, y los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado, y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse, por respeto hacia los presentes.

Cuando el oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora había estado abierta; descendió, miró el hoyo, luego al condenado, advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al balde, para lavarse las manos. Descubrió demasiado tarde que estaba repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente las hundió en la arena -este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que conformarse-, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Le cayeron entonces en la mano dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo del cuello.

-Aquí tienes tus pañuelos -dijo, y se los arrojó al condenado.

Y explicó al explorador:

-Regalo de las señoras.

A pesar de la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, para luego desvestirse totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado; acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta, y colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario, porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente, con una especie de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue su espadín y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego reunió todos los trozos de espada, la vaina y el cinturón, y los arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer en el fondo.

Ya estaba desnudo. El explorador se mordió los labios y no dijo nada. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente tan próximo a su desaparición -posiblemente como consecuencia de la intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación-, entonces el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría procedido de otro modo.

Al principio, el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperada los pañuelos, pero esta alegría no le duró mucho porque el soldado se los arrancó, con un ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón, y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció completamente desnudo, prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final. Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro, y no desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina. Aunque ya había demostrado con largueza que la comprendía, era sin embargo casi alucinante ver cómo la manejaba, y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta comenzó inmediatamente a vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba preparado, sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las correas sueltas; como según su opinión la ejecución era incompleta si no se sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron para atar al oficial. Éste había extendido ya un pie, para empujar la manivela que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban, y retiró al pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela; ni el soldado ni el condenado sabrían encontrarla, y el explorador estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas, la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba, las agujas bailaban sobre la piel, la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato; de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido.

Trabajando tan silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador, esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la vista de esos dos hombres le resultaba insoportable.

-Vuelvan a casa -dijo.

El soldado estaba dispuesto a obedecerlo, pero el condenado consideró la orden como un castigo. Con las manos juntas imploró lastimeramente que le permitieran quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza, y no quería ceder, terminó por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles, y decidió acercarse y sacarlos a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finalmente habría decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente, la tapa del Diseñador se levantó, y de pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron; pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento sobre el canto por la arena, y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras la siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría lo mismo, siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío, pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo la orden del explorador, las ruedas dentadas lo fascinaban, siempre quería coger alguna, y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo menos en el primer instante lo atemorizaba.

El explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra, y recibió una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacia girar el cuerpo, sino que lo levanta temblando hacia las agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado sino una franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultara, sin caer. La Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida sobre el hoyo.

-Ayúdenme -gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial.

Quería empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlos y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver. Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos los demás habían hallado en la máquina, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida; y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro.

Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:

-Esa es la confitería.

En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colonia, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histérica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior.

-El viejo está enterrado aquí -dijo el soldado-, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde lo enterrarían, finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada, seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban.

-¿Dónde está la tumba? -preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.

Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared, y lo miraron.

-Es un extranjero -murmuraban en torno de él-, quiere ver la tumba.

Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas, el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: "Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Crean y esperen!" Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.

El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería, y se quedaron conversando. Pero pronto se desligaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote, pero el explorador alzó del fondo del barco un cable pesado, los amenazó con él y evitó que saltaran.