El presente volumen reúne las lecciones llevadas a cabo en el doctorado de investigación en ¨Ciencia, tecnología y sociedad¨, desarrollado en el departamento de Sociología y Ciencia Política de la Universidad de Calabria, cofinanciado por el Fondo Social Europeo. El texto ha sido revisado por el autor. Paolo Virno es docente de Ética de la Comunicación en la Universidad de Calabria.
La transcripción de las lecciones ha sido curada por la Dra. Giuseppina Pellegrino.
Traducción al español: Eduardo Sadier, Buenos Aires, Argentina. Abril de 2002.
Premisa Pueblo versus Multitud: Hobbes y Spinoza Pienso que el concepto de “multitud”, a diferencia del más familiar “pueblo”, es una herramienta decisiva para toda reflexión sobre la esfera pública contemporánea. Es preciso tener presente que la alternativa entre “pueblo” y “multitud” ha estado en el centro de las controversias prácticas (fundación del Estado centralizado moderno, guerras religiosas, etc.) y teórico-filosóficas del siglo XVII. Ambos conceptos en lucha, forjados en el fuego de agudos contrastes, jugaron un papel de enorme importancia en las definiciones de las categorías sociopolíticas de la modernidad. Y fue la noción de “pueblo” la prevaleciente. “Multitud” fue el término derrotado, el concepto que perdió. Al describir la forma de vida asociada y el espíritu público de los grandes Estados recién constituidos, ya no se habló más de multitud, sino de pueblo. Resta preguntarse hoy si, al final de un prolongado ciclo, no se ha reabierto aquella antigua disputa; si hoy, cuando la teoría política de la modernidad padece una crisis radical, aquella noción derrotada entonces no muestra una extraordinaria vitalidad, tomándose así una clamorosa revancha. Ambas polaridades, pueblo y multitud, reconocen como padres putativos a Hobbes y Spinoza. Para Spinoza, la multitud representa una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, en la atención de los asuntos comunes, sin converger en un Uno, sin evaporarse en un movimiento centrípeto. La multitud es la forma de existencia política y social de los muchos en cuanto muchos: forma permanente, no episódica ni intersticial. Para Spinoza, la multitud es el arquitrabe de las libertades civiles (Spinoza 1677). Hobbes detesta - uso a sabiendas un vocablo pasional, poco científico- a la multitud, y carga contra ella. En la existencia social y política de los muchos en tanto muchos, en la pluralidad que no converge en una unidad sintética, él percibe el mayor peligro para el “supremo imperio”, es decir, para aquel monopolio de las decisiones políticas que es el Estado. El mejor modo de comprender el alcance de un concepto –la multitud en nuestro caso- es examinarlo con los ojos de aquellos que lo han combatido con tenacidad. Descubrir todas sus implicancias y matices es algo propio de aquel que desea expulsarlo del horizonte teórico y práctico. Antes de exponer concisamente el modo en el cual Hobbes describe a la detestada multitud, es útil precisar el objetivo que persigue. Deseo mostrar que la categoría de multitud (tal como es considerada por su jurado enemigo Hobbes) nos ayuda a explicar cierto número de comportamientos sociales contemporáneos. Tras siglos del “pueblo”, y, por consiguiente, del Estado (Estado-nación, Estado centralizado, etc.), vuelve finalmente a manifestarse la polaridad contrapuesta, abolida en los albores de la modernidad. ¿La multitud como último grito de la teoría social, política y filosófica? Tal vez. Una gama amplia y notable de fenómenos- juegos lingüísticos, formas de vida, tendencias éticas, características fundamentales del modo actual de producción material- resulta poco o nada comprensible si no es a partir del modo de ser de los muchos. Para analizar este modo de ser es preciso recurrir a una instrumentación conceptual sumamente variada: antropología, filosofía del lenguaje, crítica de la economía política, reflexión ética. Es preciso circunvalar el continente- multitud, cambiando muchas veces el ángulo de la mirada. Como hemos dicho, veamos brevemente como Hobbes, adversario perspicaz, delinea el modo de ser de los “muchos”. Para Hobbes, el antagonismo político decisivo es aquel entre la multitud y el pueblo. La esfera pública moderna pudo tener como centro de gravedad a uno u otro. La guerra civil, siempre incumbente, ha tenido su lógica en esta alternativa. El concepto de pueblo, según Hobbes, está estrechamente asociado a la existencia del Estado; no es un reflejo, una reverberación: si es Estado es pueblo. Si falta el Estado no puede haber pueblo. En De Cive, donde ha expuesto largamente su horror por la multitud, se lee: “El pueblo es un uno, porque tiene una única voluntad, y a quien se le puede atribuir una voluntad única” (Hobbes 1642: XII, 8; y también VI, 1, Nota). La multitud, para Hobbes, es el “estado natural”; por ende, aquello que precede a la institución del “cuerpo político”. Pero este lejano antecedente puede reaparecer, como una “restauración” que pretende hacerse valer, en las crisis que suelen sacudir a la soberanía estatal. Antes del Estado eran los muchos, tras la instauración del Estado fue el pueblo- Uno, dotado de una única voluntad. La multitud, según Hobbes, rehuye de la unidad política, se opone a la obediencia, no acepta pactos duraderos, no alcanza jamás el status de persona jurídica pues nunca transfiere sus derechos naturales al soberano. La multitud está imposibilitada de efectuar esta ¨transferencia¨ por su modo de ser (por su carácter plural) y de actuar. Hobbes, que era un gran escritor, subrayó con una precisión lapidaria como la multitud era antiestatal, y, por ello, antipopular: “Los ciudadanos, en tanto se rebelen contra el Estado, son la multitud contra el pueblo” (ibid.) La contraposición entre ambos conceptos es llevada aquí al extremo: si pueblo, nada de multitud; si multitud, nada de pueblo. Para Hobbes y los apologistas de la soberanía estatal del siglo XVI, la multitud es un concepto límite, puramente negativo: coincide con los riesgos que amenazan al estatismo, el obstáculo que puede llegar a atascar a la ¨gran máquina¨. Un concepto negativo, la multitud: aquello que no ha aceptado devenir pueblo, en tanto contradice virtualmente al monopolio estatal de la decisión política, es decir, una reaparición del ¨estado de la naturaleza¨ en la sociedad civil. La pluralidad exorcizada: lo “privado” y lo “individual” ¿Cómo ha sobrevivido la multitud a la creación de los Estados centrales? ¿En qué formas disimuladas y raquíticas ha dado señales de sí tras la plena afirmación del moderno concepto de soberanía? ¿Dónde se escuchan sus ecos? Estilizando la cuestión al extremo, intentemos identificar el modo en que han sido concebidos los muchos en tanto muchos en el pensamiento liberal y en el pensamiento socialdemócrata (es decir, en la tradición política que han desarrollado a partir de la unidad del pueblo como punto de referencia indiscutible) En el pensamiento liberal, la inquietud despertada por los “muchos” fue aquietada mediante el recurso de la dupla público- privado. La multitud, antípoda del pueblo, cobra la semblanza algo fantasmal y mortificante de lo denominado privado. Téngase en cuenta: también la dupla público- privado, antes de volverse obvia, se forjó entre sangre y lágrimas en mil contiendas teóricas y prácticas; y ha derivado, por lo tanto, en un resultado complejo. ¿Qué puede ser más normal para nosotros que hablar de experiencia pública y experiencia privada? Pero esta bifurcación no ha sido siempre tan obvia. Y es interesante esta fallida obviedad, pues hoy estamos tal vez en un nuevo Seiscientos, en una época en la que estallan las antiguas categorías y deben acuñarse otras nuevas. Muchos conceptos que aún parecen extravagantes e inusuales- por ejemplo, la noción de democracia no representativa- tienden a tejer un nuevo sentido común, aspirando, a su vez, a devenir “obvias”. Pero volvamos al tema. “Privado” no significa solamente algo personal, atinente a la interioridad de tal o cual; privado significa antes que nada privo: privado de voz, privado de presencia pública. En el pensamiento liberal la multitud sobrevive como dimensión privada. Los muchos están despojados y alejados de la esfera de los asuntos comunes. ¿Dónde hallamos, en el pensamiento socialdemócrata algún eco de la arcaica multitud? Quizá en el par colectivo- individual. O, mejor aún, en el segundo término, el de la dimensión individual. El pueblo es lo colectivo, la multitud es la sombra de la impotencia, del desorden inquieto, del individuo singular. El individuo es el resto sin importancia de divisiones y multiplicaciones que se efectúan lejos de él. En aquello que tiene de singular, el individuo resulta inefable. Como inefable es la multitud en la tradición socialdemócrata. Es conveniente anticipar una convicción que emergerá prontamente de mi discurso. Creo que en la forma actual de vida, como asimismo en la producción contemporánea (con tal que no se abandone la producción- cargada como está de ethos, de cultura, de interacción lingüística- al análisis econométrico, sino que se la entienda como la enorme experiencia del mundo), se percibe directamente el hecho que tanto la dupla público- privado como la dupla colectivo- individuo no se sostienen más, han caducado. Aquello que estaba rígidamente subdividido se confunde y superpone. Es difícil decir donde finaliza la experiencia colectiva y comienza la experiencia individual. Es difícil separar la experiencia pública de la considerada privada. En esta difuminación de las líneas delimitadoras, dejan de ser confiables, también las dos categorías del ciudadano y del productor, tan importantes en Rousseau, Smith, Hegel, y luego, como blanco polémico, en el mismo Marx. La multitud contemporánea no está compuesta ni de “ciudadanos” ni de “productores”; ocupa una región intermedia entre “individual” y “colectivo”; y por ello ya no es válida de ningún modo la distinción entre “público” y “privado”. Es a causa de la disolución de estas duplas, dadas por obvias durante tanto tiempo, que ya no es posible hablar más de un pueblo convergente en la unidad estatal. Para no proclamar estribillos de tipo postmoderno (“la multiplicidad es buena, la unidad es la desgracia a evitar”), es preciso reconocer que la multitud no se contrapone al Uno, sino que lo redetermina. También los muchos necesitan una forma de unidad, un Uno: pero, allí está el punto, esta unidad ya no es el Estado, sino el lenguaje, el intelecto, las facultades comunes del género humano. El Uno no es más una promesa, sino una premisa. La unidad no es más algo (el Estado, el soberano) hacia donde converger, como era en el caso del pueblo, sino algo que se deja a las espaldas, como un fondo o un presupuesto. Los muchos deben ser pensados como individuaciones de lo universal, de lo genérico, de lo indiviso. Y así, simétricamente, puede concebirse un Uno que, lejos de ser un porqué concluyente, sea la base que autoriza la diferenciación, que consiente la existencia político- social de los muchos en cuanto muchos. Digo esto para señalar que una reflexión actual sobre la categoría de multitud no tolera simplificaciones apresuradas, abreviaciones desenvueltas, sino que deberá enfrentar problemas ríspidos: en primer lugar el problema lógico (para reformular, no para eliminar) de la relación Uno- Muchos. Tres aproximaciones a los Muchos Las determinaciones concretas de la multitud contemporánea pueden ser abordadas desarrollando tres bloques temáticos. El primero es muy hobbesiano: la dialéctica entre miedo y búsqueda de seguridad. Es evidente que también el concepto de “pueblo” (en su articulación del seiscientos, liberal o socialdemócrata) se identifica con cierta estrategia tendiente a alejar el peligro y obtener protección. Pero (en la exposición actual) se halla debilitada, tanto en el plano empírico como en el conceptual, la forma
de miedo y su correspondiente tipo de resguardo que se ha asociado con la noción de “pueblo”. En su lugar prevalece una dialéctica temor- reparo muy distinta: ella define algunos rasgos característicos de la multitud actual. Miedo- seguridad: he aquí una cuadrícula o papel de tornasol filosófica y sociológicamente relevante para mostrar cómo la figura de la multitud no es sólo “rosas y flores”; para individualizar qué venenos específicos anidan en ella. La multitud es un modo de ser, el modo de ser prevaleciente hoy en día: pero como todo modo de ser es ambivalente, ya contiene en sí mismo pérdida y salvación, aquiescencia y conflicto, servilismo y libertad. El punto crucial, sin embargo, es que esta posibilidad alternativa posee una fisonomía peculiar, distinta de aquella con la que la comparamos en la constelación pueblo- voluntad general- Estado. El segundo tema, que abordaremos en las sucesivas jornadas del seminario, es la relación entre el concepto de multitud y la crisis de la antigua tripartición de la experiencia humana en Trabajo, Política y Pensamiento. Se trata de una subdivisión propuesta por Aristóteles, retomada en el Novecientos, en especial por Hannah Arendt, grabada hasta ayer en el sentido común. Subdivisión que hoy cae en pedazos. El tercer bloque temático consiste en analizar algunas categorías a fin de avanzar sobre la subjetividad de la multitud. Examinaremos en especial tres: el principio de individuación, la charla y la curiosidad. La primera es una austera e injustamente descuidada cuestión metafísica: ¿qué vuelve singular a una singularidad? Las otras dos, en cambio, conciernen a la vida cotidiana. Ha sido Heidegger quien confirió a la charla y la curiosidad la dignidad de conceptos filosóficos. Su modo de hablar, como prueban algunas páginas de El Ser y el Tiempo, es sustancialmente no- heideggeriano o anti- heideggeriano.
martes, 16 de octubre de 2007
"Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas". Extracto de "Gramática de la Multitud" por Paolo Virno
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"A Legacy of Xenophobia: a response to David Cole’s “Their Liberties, Our Security” " por Bonnie Honig.
The detention of aliens documented by David Cole in his fine essay is merely the latest in a long history of American nativism and xenophobia. This history may seem at odds with the United States’ beloved self-image as a xenophilic nation of immigrants. But is it really? In fact, these two impulses are not contradictory, at least not in the American context. American xenophilia and xenophobia both operate in service of American nationalism.
When foreigners are celebrated in American political culture, it is because “they” make “us” better. For example, foreigners are said to bring family values to a culture that cannot sustain them due to New-World mobilities, sexualities, materialisms, and freedoms. The true entrepreneurial spirit, central to American capitalism, is more often identified with America’s newest comers than with its native-born. And communitarians see immigrant communities as one of the few sites of mutuality and care left in a liberal polity driven by individualism and self-interest. Again and again foreigners are represented symbolically as much-needed agents of national renewal. In the 1990s, many multiculturalists lobbied in favor of immigrants by deploying these xenophilic arguments.
Unfortunately, such arguments carry within them the seeds of American xenophobia. Positioned as the saviors of the nation, foreigners slide all too easily into becoming its scapegoats. Their “family values,” celebrated by some, look to others like patriarchal infringements of cherished American freedoms.1 From the perspective of the native poor, iconic hard-working immigrants, celebrated for their perseverance, put working class Americans out of jobs. Liberals see immigrant communities as ethnic enclaves that retard the development of American individualism. And so on and so on.
Americans are so used to thinking about foreigners as either a poison or a cure for the diseased national body that they are poorly prepared to think about them simply as persons. This poor preparation is captured by the dehumanizing American term for foreigners—“alien.”
Thus, it is with particular admiration and appreciation that I read David Cole’s compassionate and humane essay. Cole does better than the aforementioned multiculturalists because he eschews nationalist, xenophilic arguments. He does not recirculate the myth of an immigrant America. He does not express indignation and surprise that this nation of immigrants could treat foreigners so badly. Instead, he owns the history of American nativism and xenophobia while also calling on us to do better, appealing not to xenophilic, nationalist sentiments that might have the side effect of stoking American xenophobia, but rather to humanistic, constitutional, and moral principles, as well as to self-interest.
When Cole laments the double standard that treats citizens and aliens differently, he writes as if the pattern of xenophilia/xenophobia were not a national tradition. Yet I find little to criticize here, because he does so clearly not in the benighted belief that we have ever really been free of such a pattern but in the hope that we might one day be. Here he aims to persuade, not describe.
When Cole reminds us of the humanity of those we treat as deportable detritus on the basis of their ethnicity and in the context of our current fears, he sounds like the now-almost-forgotten Assistant Secretary of Labor Louis Post, who in 1919 and 1920 took it upon himself, acting from within the Wilson Administration, to release hundreds of aliens detained and marked for deportation by the Palmer Raids. For his actions Post was hauled before a congressional committee. He responded to charges of impeachment with a mix of humanitarianism, humor, administrative confidence, and appeals to constitutional fairness that saved him personally and contributed to Palmer’s political downfall.
As Cole correctly notes, it was a young J. Edgar Hoover, together with Attorney General Palmer, who supervised the raids that rounded up thousands of immigrants and detained them for deportation on the thinnest grounds. Cole argues that Hoover personifies his point that inroads into alien rights are followed invariably by violations of citizen rights, for was it not Hoover who went on thirty years later to engineer the persecution of American citizens suspected of Communist sympathies under McCarthyism?
The point is a powerful one, but it is also misleading. This way of casting Hoover’s career, from one snapshot in 1919–1920 to the next in 1947–1954, implies a temporal lapse and gradual emboldening that simply did not occur. Hoover was already targeting citizens, not only aliens, from the very beginning of his career. As Michael Rogin points out, Hoover blamed subversives for the 1919 race riots, charged black leaders with “being under Bolshevik influence” (thus “making blacks the perpetrators rather than the victims of the outrages”), and “investigated and tried to discredit people who opposed his actions, like the noted civil libertarian Zechariah Chafee, Jr., and Felix Frankfurter.” By the mid-1930s, “Hoover was creating a secret political police to infiltrate, influence, and punish dissenting political speech and action.”2
Hoover epitomizes a countersubversive mentality, still dominant in the United States, that has been studied at length by no one more adeptly than Rogin. That mentality casts the United States not as a political actor enmeshed in political conflicts with a concrete history, but rather as a hapless victim of alien monsters who appear inexplicably out of nowhere, who might be hiding anywhere, and whose threatening actions justify extreme, often mimetic, (re-)actions on our part. Because Rogin is recently deceased and his perspective sorely missed right now, I quote him at length:
Both the postwar Soviet Union and the radical labor movement of [the 1910s] posed genuine threats to dominant interests in American society, although the nature and extent of those threats are a matter of controversy. There were also real conflicts of interest between white Americans and peoples of color. But the countersubversive response transformed interest conflicts into psychologically based anxieties over national security and American identity. Exaggerated responses to the domestic Communist [we could now say Arab] menace narrowed the bounds of permissible political disagreement and generated a national-security state.
In extremis, the government has not historically persecuted aliens first and then citizens. Instead, American countersubversives have gone after all perceived enemies of national security and legitimated their actions by casting their foes as alien to the national body. A particularly compelling example was provided by Mississippi Congressman John Rankin, a member of HUAC who, in commenting on a petition from the Committee for the First Amendment before the House in 1947, named some of the CFA’s members’ names in a way clearly intended to “out” some apparent citizens as really, invisibly alien:
I want to read you some of these names. One of the names is June Havoc. We found . . . that her real name is June Hovick. Another one was Danny Kaye, and we found out his real name—David Daniel Kaminsky. . . . Another one is Eddie Cantor, whose real name is Edward Iskowitz. There is one who calls himself Edward Robinson. His real name is Emmanuel Goldenberg. There is another here who calls himself Melvyn Douglas, whose real name is Melvyn Hesselberg.3
In short, although we may as Cole suggests sometimes persecute people because they are foreign, the deeper truth is that we almost always make foreign those whom we persecute. Foreignness is a symbolic marker that the nation attaches to the people we want to disavow, deport, or detain because we experience them as a threat. The distinction between who is part of the nation and who is an outsider is not exhausted nor even finally defined by working papers, skin color, ethnicity, or citizenship. Indeed, it is not an empirical line at all; it is a symbolic one, used for political purposes.
Although in the current climate Cole’s intervention could not be more welcome, and although I myself hope it will be effective, his approach has some blind spots worth noting. He invokes the Constitution as if that document only checks and does not also aid the national-security state’s amassment of power. True, Louis Post used the mandates, checks, and powers of constitutionally ordered government to great effect, to defend himself against impeachment. But invoking the Constitution is no longer enough. The Constitution has an ambiguous relation to the national security state that it authorizes, tolerates, and sometimes checks. If we invoke the Constitution without interrogating the national-security state that is its current operating context, and without attending to the symbolic dimensions of politics, then the best question we can ask is Cole’s: whose liberty should be traded-off for security, and when or how are such trade-offs justified? Wouldn’t it be better to ask (or at least also to ask), as Hannah Arendt did, how security became the end of government and with what consequences for democracy and freedom?4
Rogin argues that one of the biggest consequences of the American government’s countersubversive focus on security has been the atomization of political association. He tracked the effects of three episodes of American countersubversion—the genocide of tribal Indians, the destruction of labor unions, and finally, under McCarthyism, the effort to make dangerous any sort of dissenting political affiliation (73). If Rogin is right, then state-sponsored persecution, not television, is why people bowl alone (if they do). In other words, if he is right, then there is nothing mysterious about the much-discussed decline of civic involvement in America. But once in a while people are brave and regather their energies in the face of further governmental arrogations of power. In the 1980s there was a Sanctuary Movement, prosecuted by the Justice Department for conspiracy to import illegal aliens. If we are lucky, interventions like Cole’s—and perhaps the historical example of brave counter-countersubversives, like Louis Post—will inspire a few more people to act in concert on behalf of some other people, perhaps even on behalf of those now cast as the latest threats to national security. <
Bonnie Honig is professor of political science at Northwestern University and senior research fellow at the American Bar Foundation. Her most recent book is Democracy and the Foreigner.
Notes
1. See, for example, Susan Okin, Is Multiculturalism Bad for Women? (Princeton University Press, 1999).
2. Michael Rogin, Ronald Reagan, the Movie: and Other Episodes in American Political Demonology (University of California Press, 1987), 69.
3. Quoted in Larry Ceplair and Steven Englund, The Inquisition in Hollywood: Politics in the Film Community, 1930–1960 (Anchor Press/Doubleday, 1980), 289.
4. Hannah Arendt, Between Past and Future (Penguin USA, 1993). For the ideas in this paragraph, I am indebted chiefly to conversations with George Shulman and also Linda Zerilli.
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"Precariedad: un viaje salvaje al corazón del capitalismo corporeizado" por Vassilis Tsianos y Dimitris Papadopoulos
Traducción de Glòria Mèlich Bolet, revisada por Joaquín Barriendos
A. Introducción
En los debates actuales en torno a la composición de clase en el posfordismo existe un presupuesto implícito: se asume que el trabajo
inmaterial y sus correspondientes sujetos sociales constituyen el centro de gravedad en los nuevos ciclos turbulentos de luchas sobre
el trabajo vivo. Este artículo explora las implicaciones teóricas y políticas de esta asunción, sus promesas y sus límites. ¿Es el trabajo
inmaterial la condición a partir de la cual puede surgir una transformación sociopolítica radical del capitalismo posfordista
contemporáneo? ¿Quién teme hoy a los y las trabajadoras inmateriales?
B. Trabajo inmaterial y precariedad
En su intento por historizar la emergencia del concepto general intellect, muchos teóricos[1] nos recuerdan que éste no puede ser
concebido simplemente como una categoría sociológica. Nosotros pensamos que deberíamos aplicar la misma precaución cuando
usamos el concepto “trabajo inmaterial”. Esto es así, tanto más, cuando están aumentando los estudios que reconocen la evidencia
sociológica del trabajo inmaterial, como aquellas corrientes dominantes en la sociología del trabajo que investigan el empleo atípico y la subjetivización del trabajo[2] o incluso ciertas conceptualizaciones del trabajo inmaterial en el contexto de la sociedad del conocimiento[3]. Una comprensión meramente sociológica de la figura del trabajo inmaterial se ve limitada a una descripción simplista de un espectro de características tales como el trabajo afectivo, la red, la colaboración, la economía del conocimiento, etc.,dentro de lo que la sociología dominante llama sociedad en red[4]. Lo que distingue una descripción meramente sociológica de una
conceptualización políticamente operativa del trabajo inmaterial –situada en el marco de la coinvestigación y el activismo
político[5]– es que ésta busca comprender la dinámica de poder del trabajo vivo en las sociedades posfordistas.
El concepto de trabajo inmaterial puede proporcionar un diagnóstico de las actuales contradicciones en la producción. Pero ¿quién
teme a las descripciones sociológicas del presente, especialmente cuando éstas empiezan a convertirse en un lugar común dentro del
discurso oficial y la ciencia social dominante? Si queremos evitar otra categoría sociológica apolítica más debemos centrarnos en las
rupturas, bloqueos y líneas de fuga inmanentes a la configuración del trabajo inmaterial. En lugar de asumir que en la actualidad las
subjetividades sociales emergentes simplemente reflejan la proliferación de trabajo inmaterial, deberíamos concebir la subjetividad
como una interacción entre la creación de valor en el trabajo inmaterial y el saldo de las inconsistencias, las formas de opresión y los
modos de dominación que guardan relación con él. Resulta engañoso afirmar que la subjetividad está constituida por las
características sociológicas del trabajo inmaterial tales como la cooperación, la creatividad, los intercambios lingüísticos, la
afectividad, etc. Las subjetividades emergentes, más bien, exceden las condiciones de producción del trabajo inmaterial en la medida
en que los trabajadores y trabajadoras inmateriales se enfrentan con continuos obstáculos, microopresiones y explotación en su
situación vital. En otras palabras, la subjetividad aparece cuando el actual régimen de trabajo deviene experiencia corporeizada.
Cuando la subjetividad se encorseta dentro de la sociología dominante, se corrompe su carne y se exponen sus huesos. La
subjetividad de los trabajadores y trabajadoras inmateriales no refleja el proceso de producción del trabajo inmaterial; es el estallido
diabólico de sus intensidades y fracturas contingentes. La subjetividad no es una facticidad, es un punto de partida.
Las nuevas subjetividades que atraviesan el archipiélago de la producción posfordista no son idénticas, por lo tanto, a las
condiciones de la producción inmaterial; más bien, la subjetividad del trabajo inmaterial significa experimentar el nuevo orden de
explotación del trabajo inmaterial. La composición actual del trabajo vivo es la respuesta a los riesgos impuestos por el trabajo
inmaterial. Aquello que hace que existan las nuevas subjetividades políticas no son las relaciones de producción propias del trabajo
inmaterial –como afirma por ejemplo Lazzarato[6]– sino la experiencia corporeizada de las nuevas condiciones de explotación en las
sociedades posfordistas. La precariedad constituye esta nueva disposición de la explotación del trabajo vivo en el posfordismo
avanzado.
La precariedad es el lugar en el que la producción inmaterial se enfrenta con la crisis de los sistemas sociales basados en el pacto
social nacional en torno al empleo convencional. Puesto que el trabajo, con el fin de volverse productivo, se incorpora en el tiempo
de no trabajo, la explotación de la mano de obra se da más allá de las fronteras del trabajo, distribuyéndose a través de todo el
tiempo y el espacio de la vida[7]. La precariedad es entonces la explotación del continuum de la vida cotidiana y no simplemente la
explotación de la mano de obra. En este sentido, la precariedad constituye una forma de explotación que opera en primer lugar en el
nivel del tiempo. Es por esta razón por la cual el sentido de la no productividad se ve transformado. La regulación del trabajo en el
fordismo estaba asegurada de un modo anticipado independientemente de su productividad inmediata. La función proteccionista del
sistema de welfare es una gestión del tiempo: trabaja anticipando y asegurando los periodos en los que alguien deviene
no-productivo (accidente y enfermedad, desempleo, vejez). En el posfordismo desaparece esta forma de gestión del tiempo. Esto no
se da tan sólo porque el futuro no está garantizado, sino porque el futuro es apropiado en el presente. Desde el punto de vista de un
empleado o empleada, el trabajo tiene lugar en el presente, si bien es incorporado en la totalidad de su periodo vital como trabajador.
Y es precisamente esta perspectiva abierta a toda la trayectoria vital lo que la precariedad destruye: desde el punto de vista del
capital todo el continuum vital de un empleado precario es diseccionado en sucesivas unidades explotables del presente. La
precariedad es una forma de explotación que, operando sólo en el presente, explota simultáneamente también el futuro.
¿Cómo experimenta un trabajador o trabajadora singular esta ruptura del pacto social nacional del empleo normal así como el
reordenamiento del tiempo en condiciones de vida precarias? Si entendemos la experiencia corporeizada de la precariedad podemos
interrumpir el reduccionismo de las conceptualizaciones del trabajo inmaterial dominantes. Ya dijimos antes que las nuevas
subjetividades sociales no reflejan las características de la producción inmaterial como tales sino los modos precarios de explotación
que proliferan en ellas. La precariedad es la experiencia corporeizada de las ambivalencias de la productividad inmaterial en el
posfordismo avanzado. La experiencia corporeizada de la precariedad se caracteriza por: (a) vulnerabilidad: la continua experiencia
de la flexibilidad sin ninguna forma de protección; (b) hiperactividad: el imperativo de adaptarse a la disponibilidad constante; ©
simultaneidad: la capacidad de manejar a la vez los distintos tempos y velocidades de múltiples actividades; (d) recombinación: los
entrecruzamientos entre varias redes, espacios sociales y recursos disponibles; (e) postsexualidad: el otro como dildo; (f) intimidades
fluidas: la producción corporal de relaciones de género indeterminadas; (g) inquietud: estar expuesto o expuesta a la
sobreabundancia de comunicación, cooperación e interactividad, e intentar sobrellevarla; (h) inestabilidad: la continua experiencia
de la movilidad a través de distintos espacios y líneas temporales; (i) agotamiento afectivo: la explotación emocional o la emoción
como elemento fundamental del control de la competitividad laboral y las dependencias múltiples; (j) astucia: capacidad para ser
falso, persistente, oportunista, un tramposo.
Esta fenomenología apunta a las potencialidades de una articulación política de la experiencia corporeizada de la precariedad.
Empezamos este texto preguntándonos quién teme a los trabajadores y trabajadoras inmateriales. Obviamente, es difícil de imaginar
que exista hoy alguien que les tema. Y esto, sin duda, no tiene nada que ver con la dificultad de comprender el neologismo “trabajo
inmaterial”. Ya hemos defendido que los nuevos sujetos sociales del trabajo inmaterial no pueden ser idénticos a las condiciones en
las que se encuentran. Esto se debe al exceso de sociabilidad y subjetividad que dichos sujetos crean, un exceso que es político y
que, al mismo tiempo, no participa de la representación política existente. La lógica que en la actualidad entiende la subjetividad
como idéntica a la posición de un determinado grupo dentro del proceso de producción (en este caso los trabajadores y trabajadoras
inmateriales) acaba construyendo esta subjetividad como algo preexistente a su materialización corporeizada. Esta lógica concibe la
subjetividad como una parte de la sociedad que ya existe pero que ha sido borrada (es decir, como otredad). Se trata de una lógica
política que intenta incorporar la otredad dentro de la totalidad de la representación política. La subjetividad es reducida a una parte
que aún no está incluida en el todo[8]. Aunque la inclusión de subjetividad dentro de la representación política revitaliza la política
democrática, ésta neutraliza al mismo tiempo el exceso político de la subjetividad de los trabajadores y trabajadoras inmateriales y la
reduce a una parte gestionable de la regulación política existente. Una inclusión basada en un principio regulador o igualitario
indica, en realidad, que algunas partes de la sociedad no tienen ningún papel que desempeñar en el gobierno. El resultado es que la
sociedad parece estar comprendida por sujetos completamente identificables, evidentes: esto es, por gente que ocupa el espacio que
se le ha destinado por su posición en la producción y no otro.
Y precisamente un sujeto que es incluido como otredad o como una parte previamente excluida del gobierno político no es, ni ha
sido nunca, un sujeto que asuste al orden político dado; más aún, no se trata tan sólo de que no es amenazante para el orden
establecido, sino que es además un sujeto ansioso y asustado. A partir de Spinoza sabemos ya que cuando la masa está asustada no
inspira ningún miedo[9]. Esto nos lleva a decir que un sujeto social sólo es temible cuando no está dispuesto a participar en la
política de inclusión. Y es temible porque participa en la totalidad a través de su singularidad e imperceptibilidad, no como una parte
reconocible y representable. Esto significa que asusta porque está en todas partes, porque es cualquiera[10]. El nuevo sujeto social
que surge de la condición del trabajo inmaterial sólo puede ser uno que no se refiere a su propia posición en el ciclo de producción y
que desafía su identidad trabajando sobre sus experiencias inmanentes, situadas y corporeizadas. Tal como ya hemos dicho, la
subjetividad no es una facticidad, es un punto de partida imperceptible. Y el punto de partida del nuevo sujeto social no es la
producción inmaterial como tal sino su materialización en la carne del sujeto[11].
C. Sujetos que inspiran miedo
Antes de explorar el significado de la experiencia corporeizada de la precariedad para la articulación de un proyecto político de
éxodo, queremos recordar tres formas alternativas de acción que han resultado temibles en la historia social de la subjetividad.
¿Podría constituir alguna de estas formas un camino viable para transformar a los trabajadores y trabajadoras inmateriales en un
actor político temible?
I. La forma partido. Históricamente, una de las primeras manifestaciones de un sujeto político que ha dado miedo en la larga historia
de la subjetividad obrera ha sido el partido revolucionario. El rasgo principal de esta subjetividad organizada es su carácter militante.
El partido transforma la subjetividad militante en una máquina de guerra. La materialización de la revolución tiene como objetivo
primario la extinción de las relaciones antagonistas. El punto crucial aquí es que esta extinción se da no sólo en el nivel de las
relaciones de producción sino también en el nivel de sus manifestaciones institucionales. La extinción del carácter antagonista de las
relaciones sociales lleva a la exterminación de los dos momentos particulares que regulan los Estados nación liberales, esto es, los
derechos y la representación[12]. Éste fue el primero y, con mucho, el más radical intento de superar la matriz política liberal de las
naciones occidentales. Pero el quid de este intento de vencer la matriz liberal de los derechos y la representación es que fue iniciado
desde arriba. Sucedió así porque la superación de la matriz liberal emprendida por la organización de la subjetividad obrera fue
apropiada por la forma partido. La creatividad insurgente de la subjetividad obrera que se salía de la matriz liberal acabó en la
facticidad de la dominación del partido sobre la sociedad[13]. Una dominación que en forma puramente vampírica absorbe el
impulso de la subjetividad del trabajador o trabajadora para diseminarlo a través de la sociedad, para luego transformarlo en los
materiales de construcción de una organización vertical impuesta desde arriba.
II. La forma sindicato. Otra forma que ha inspirado miedo en la historia de la subjetividad obrera parte de la relación inmediata del
trabajador o trabajadora con la producción. A diferencia de la forma partido, el choque con el capitalismo no era en este caso
mediado ni facilitado por un ataque a su manifestación institucional (que era primariamente el Estado capitalista como un todo) sino
que se daba directamente en el espacio en el que se experimentaba la dominación de clase, esto es, en la fábrica. La genealogía de la
forma sindicato muestra un movimiento paralelo al de la forma partido, estando por lo demás la primera, en muchos momentos
históricos, en contradicción directa con la segunda. A diferencia del partido, sin embargo, la forma sindicato organizaba la
subjetividad de los trabajadores y trabajadoras como un grupo con intereses comunes según su posición en el sistema de producción.
Si la forma partido se ocupa de la política militante, la forma sindicato se ocupa de la política de protección, esto es, del
sindicalismo. Si la forma partido se caracteriza por un radicalismo histórico sin precedentes, la forma sindicato se caracteriza por un
momento histórico de camaradería y solidaridad sin precedentes. La forma sindicato estriba en el principio del sindicalismo, es
decir, en una sociabilidad beligerante: beligerante hacia el dominio del capital y sociable y protectora para con sus miembros. Sin
embargo, el carácter proteccionista de la sociabilidad del sindicato se destinó completamente al intento de ejercer de moderador en la
relación asimétrica entre capital y trabajo. Este hecho ha conducido al movimiento tradicional de la clase obrera a restringir sus
intervenciones al ámbito del Estado y a acabar encapsulado en un pensamiento puramente productivista. El reformismo se convirtió
en la lógica política de la forma sindicato en la medida en que, gradualmente, partes de la clase obrera vieron sus intereses alineados
con partes del Estado. La forma sindicato fue la forma que tradujo el excedente de sociabilidad de la subjetividad obrera en formas
institucionalizadas de protección estatal. Esta institucionalización de la sociabilidad, obviamente, no fue distribuida de un modo
igualitario entre los distintos grupos de trabajadores y trabajadoras. El estatalismo de la forma sindicato cambió radicalmente la
naturaleza del Estado nación capitalista. La protección en la esfera laboral se ha convertido en un momento inseparable del Estado
moderno y ha dado nacimiento a esta trinidad: proteccionismo social, regulación institucionalizada, Estado de bienestar.
III. La forma micropolítica. La última y más reciente forma de subjetividad social temible está relacionada con la radicalización de
la política de la vida cotidiana. En este caso nos alejamos ya de una subjetividad social definida básicamente a partir del proceso de
producción. La forma micropolítica vuelve al nivel inmediato de la vida social, el lugar donde la experiencia se obtiene bajo la piel y
se materializa afectando a uno mismo o a una misma y al resto. No hay nada excepcional en este funcionamiento de lo cotidiano.
Como dice Lefebvre[14], lo cotidiano es un reino en el que ha sido eliminada toda actividad extraordinaria, especializada. El
feminismo, los movimientos por los derechos civiles, la política de la identidad, el activismo urbano y el antirracismo, empiezan
desde la experiencia corporeizada de la exclusión en el nivel de lo cotidiano y, desde ahí, intentan rearticular e insertar diferencia
como un momento constitutivo de lo cotidiano. En el momento en que la experiencia cotidiana se vuelve contra lo cotidiano mismo
e intenta atacarlo y cambiarlo, la experiencia cotidiana se convierte en su propia crítica radical[15]. Lo cotidiano no es idéntico a sí
mismo, es la fuente y la meta del cambio. Política de la diferencia. En otras palabras, la forma micropolítica intentó incorporar
nuevas subjetividades sociales en el pacto social establecido del Estado nación –que estaba organizado a través de lo blanco, la
heteronormatividad, el trabajo asalariado y la propiedad– para dedicarse a la transformación de las condiciones dominantes de
representación[16]. La micropolítica de la diferencia es la lucha por la representación. Esta estrategia política encuentra su
equivalente institucional en el concepto de ciudadanía ampliada[17]. La lógica de la política de la diferencia consiste en operar en
una exterioridad radical que tiene que ser insertada en el sistema de representaciones institucionalizado de la sociedad. Empezando
por espacios situados fuera de la ciudadanía dominante, la política de la diferencia desafía las formas de representación fácticas y
crea las condiciones para una representación transversal. A diferencia de la forma partido, que tiene como objetivo la desintegración
militante del Estado liberal como un todo, y de la forma sindicato, que intenta reducir las asimetrías existentes en el reino del Estado,
la forma micropolítica se posiciona a sí misma en el descuidado terreno de lo cotidiano –un terreno que ha sido tradicionalmente
abandonado por el Estado– y desde esta posición particular ataca los modos establecidos de la pertenencia regulados por las
instituciones estatales. Sin embargo, con este movimiento llega otra vez al Estado[18]. En este sentido, la subjetividad conectada al
acontecimiento de la representación no es un punto de partida, tampoco una facticidad: es una llegada.
La pregunta que nos tenemos que hacernos es entonces: ¿puede alguna de estas formas políticas convertirse en el vehículo para la
transformación de la subjetividad de los trabajadores precarios y las trabajadoras precarias en un nuevo sujeto social temible?
D. Sociabilidades excesivas
La respuesta es negativa. Esto se debe a que, tal como defenderemos, la subjetividad de los trabajadores precarios y las trabajadoras
precarias crea un exceso de sociabilidad que no puede ser contenido por las tres formas políticas existentes sin ser neutralizado y
normalizado. Y la razón es doble. En primer lugar, porque la experiencia corporeizada de la precariedad de los trabajadores y
trabajadoras inmateriales, tal como la describimos antes, es radicalmente diferente de las experiencias que históricamente
construyeron el suelo en el que crecieron estas tres formas de organización política. En segundo lugar, porque el régimen de control
que tiene que ser desafiado por la subjetividad temible de los trabajadores y trabajadoras inmateriales es radicalmente distinto de los
regímenes que cada una de las tres formas mencionadas vino a desafiar en cada tiempo histórico particular. ¿Por qué la subjetividad
precaria no puede devenir una subjetividad que inspire miedo en el partido, el sindicato o la forma micropolítica?
I. “No tengo tiempo…”. Quizá sea la primera vez en la historia de la subjetividad del trabajador o trabajadora que la expresión “no
tengo tiempo” se ha convertido en una afirmación política explícita. Se trata de una afirmación política que designa una forma de
subjetividad colectiva radicalmente distinta de la subjetividad sobre-regulada en la forma partido. Y la razón de esto es que esta
expresión no se refiere a una forma individualizada de gestión del tiempo sino que concentra de un modo emblemático la
experiencia colectiva de que el tiempo ha sido ya totalmente apropiado. La experiencia corporeizada de un movimiento sin descanso
entre múltiples ejes temporales se refiere a la condición existencial del trabajo vivo precario el cual se organiza en el tiempo
continuo de la vida (recuérdese el tema, actualmente tan extendido, del entrecruzamiento entre producción y reproducción, trabajo y
no trabajo, tiempo laboral y tiempo de ocio, lo público y lo privado). La expresión “no tengo tiempo” es la figura paradigmática de
la interiorización subjetiva de la no disponibilidad sobre la propia fuerza de trabajo.
Si la experiencia precaria está estructurada por el dominio de una línea temporal productiva que hace tan obvia la expresión “no
tengo tiempo”, entonces la liberación de la dominación del tiempo sobre la subjetividad del trabajador o trabajadora en la producción
posfordista es su capacidad de demorarse en el tiempo[19]. Esto no consiste simplemente en dejarse llevar por el tiempo, sino en
insertar distintas velocidades en la experiencia temporal corporeizada. Demorarse en el tiempo constituye el momento de la
reapropiación de los medios productivos del trabajo inmaterial (puesto que los medios productivos de la producción inmaterial son
todo el trabajo vivo de cada individuo). En otras palabras, en el momento en el que la subjetividad de los trabajadores y trabajadoras
inmateriales no está constituida como un mecanismo para la producción y rompe el flujo inmediato del tiempo, ésta empieza a dar
miedo porque escapa al dominio de la cronocracia lineal inmaterial. Lo que es importante para nosotros y nosotras aquí es que
demorarse en el tiempo no tiene propósito en sí mismo, no es organizable, desafía la regulación. Demorarse en el tiempo es pura
potencia, puro punto de partida. En este sentido, es el modo más poderoso de cuestionar la lógica de la precariedad porque
implosiona la categoría “sé creativo”. Si la liberación respecto a la producción, esto es, si el recobrarse respecto a la presión de la
simultaneidad y la inquietud, se constituye como una ruptura con la organización, entonces se hace obvio por qué la forma partido
que primariamente está fijada como una sobredeterminación y sobre-regulación del tiempo se hace obsoleta en las condiciones
contemporáneas. La liberación respecto al tiempo del trabajador precario o la trabajadora precaria y el programa para la liberación
en la forma partido se están desplegando a lo largo de dos líneas temporales incompatibles.
II. La forma sindicato es simplemente inaplicable en el terreno de la experiencia corporeizada de la precariedad, y con esto queremos
decir que no puede fabricar un sujeto social que inspire miedo, simplemente porque las necesidades constitutivas del trabajador
precario o la trabajadora precaria son excluidas per definitionem de la estructura del pacto nacional dentro de la cual la forma
sindicato opera. Esto es así debido a que la crisis de los sistemas de bienestar social no significa otra cosa que el fin del vínculo
particular entre el empleo normal asalariado y el intervencionismo estatal labrado por los sindicatos. Tal como ya sabemos, el
trabajo inmaterial y la experiencia corporeizada de la precariedad constituyen un éxodo del sistema de trabajo asalariado. Al mismo
tiempo, el nuevo Estado neoliberal ha capturado este éxodo con el fin de crear una activación forzada del trabajo individual más allá
de la regulación estatal. Esto significa que los dos momentos fundacionales del reformismo del sindicato clásico, esto es, estatalismo
del trabajo e intervencionismo del Estado, están ausentes del terreno de la precariedad.
Para enumerar detalladamente las divergencias entre la forma sindicato y la experiencia corporeizada de la precariedad debemos
empezar por las condiciones básicas del trabajo inmaterial. Éste tiene un orden transnacional. Si la forma sindicato empieza desde el
espacio inmediato de la producción y moviliza a los trabajadores y trabajadoras a partir de sus intereses espacializados comunes, un
sindicalismo clásico contra la precariedad encontraría como obstáculo fundamental los movimientos transespaciales del trabajador
precario o la trabajadora precaria. Anteriormente hemos descrito dos de las principales características de la experiencia corporeizada
de la precariedad, esto es, la hiperactividad y la inestabilidad. La corporeización del movimiento incesante y la obligación de rendir
cuentas en múltiples escenarios destruyen la posibilidad de la forma clásica de organización del sindicato basada en una única
localidad.
Asimismo, el éxodo de la subjetividad del trabajador asalariado y la trabajadora asalariada hacia la subjetividad del individuo
neoliberal emprendedor y autoempresario establece una nueva relación entre el Estado y el trabajo vivo. El sindicalismo clásico está
basado en la articulación de un equilibrio entre partes de la clase trabajadora y partes del Estado. Consideremos, por ejemplo, el
intervencionismo estatal en la protección de los derechos de la mano de obra masculina y en el establecimiento de un orden
jerárquico de trabajo. En el nivel más bajo de esta jerarquía se encontraba el “trabajo sucio” femenino y migrante (trabajo doméstico,
trabajo sin papeles, trabajo no cualificado)[20]. Históricamente, los intentos de los sindicatos de reducir la asimetría de poder entre
trabajo y capital se organizaban a partir de una ordenación jerárquica entre varios tipos de subjetividades laborales. Haciendo esto,
las subjetividades sobre-representadas del sindicalismo de la clase obrera operaban a través de una particularización que fracturaba
de facto la sociabilidad cotidiana del trabajo vivo en grupos sociales de importancia variable. Las políticas neoliberales de los años
setenta trabajaron en esta fragmentación de lo social, acabaron con los conceptos tradicionales de proteccionismo y socavaron
sistemáticamente el papel de los sindicatos en el acuerdo nacional entre trabajo y capital. El proyecto neoliberal amplió esta fractura;
de hecho, elevó la fragmentación del trabajo vivo en un nuevo régimen de acumulación originaria. Hoy nos enfrentamos a la
condición de que la forma sindicato ya no puede proteger a la mano de obra y el proyecto neoliberal ya no quiere protegerla más. La
forma sindicato no puede crear sujetos temibles en el marco del ataque neoliberal contra el trabajo vivo.
Nos encontramos ante un vacío de protección. La experiencia corporeizada de la precariedad refleja muy bien este vacío: es la
condición casi existencial de la vulnerabilidad sentida como un estado constante en cada momento de la vida cotidiana. La
experiencia corporeizada de la precariedad exige una nueva forma de protección, una que no puede proporcionar la forma clásica del
sindicalismo. Los ingresos del trabajador asalariado o la trabajadora asalariada se medían en relación con la cuantificación de la
fuerza de trabajo individual. Esta medida era garantizada y protegida por las negociaciones colectivas de los sindicatos. Pero este
modelo ya no se sostiene. Simplemente porque no se puede proteger a través de la negociación colectiva algo que es
inconmensurable. No existe ningún equivalente unificado para la productividad del trabajo de cada trabajador o trabajadora
inmaterial individual. La productividad singular del trabajador o trabajadora inmaterial ya no es cuantificable[21]. Esto nos lleva a
decir que los trabajadores y trabajadoras inmateriales que viven en condiciones precarias necesitan una forma diferente de protección
que les permita llevar a cabo sus actividades (re)productivas cotidianas y que al mismo tiempo garantice su seguridad existencial
ante la explotación neoliberal. Los nuevos movimientos sociales contra la precariedad[22] hacen hincapié en esta necesidad y
reivindican la renta básica como protección incondicional respecto a la precariedad del trabajo vivo[23]. La precondición para esta
demanda es la radicalización de los sindicatos clásicos en tanto que éstos no pueden albergar demandas que vayan más allá de la
lógica del trabajo asalariado. La lógica del trabajo asalariado es incompatible con la demanda de una renta básica debido a que la
última exige una desvinculación del salario respecto al trabajo (es decir, de la remuneración respecto al trabajo realizado). En este
sentido, existe la necesidad de una nueva forma de sindicalismo que, partiendo de la experiencia corporeizada del trabajo vivo,
pueda superar las limitaciones de la forma sindicato: el biosindicalismo.
El biosindicalismo como un posible enfoque para la organización de las subjetividades precarias podría reunir varios experimentos
contemporáneos de organización colectiva[24] en una nueva forma de sindicalismo. Esta nueva forma de sindicalismo opera a nivel
transnacional (sigue los flujos transnacionales de movilidad laboral), es transespacial y transsectorial (esto es, no representa a un
sector particular o a un escenario particular en el ciclo de producción), es no-identitaria (esto es, cuestiona la identidad de la mano de
obra predominante como masculina y nativa) y por último tiene en cuenta (y esto es lo más importante) la experiencia vital de la
precariedad (es decir, cuestiona la centralidad del tiempo de trabajo en el desarrollo de la vida del trabajador o trabajadora). Un
sindicalismo de este tipo preservará las virtudes más valiosas e irremplazables de la forma sindicato tradicional –los cuidados, la
solidaridad y la cooperación– y las elevará en nuevas formas más complejas de organización[25]. En este sentido será un
sindicalismo verdaderamente orientado a la vida (biosindicalismo), en tanto que operará en el nivel inmediato de las experiencias
vitales comunes. No obstante, queda la cuestión de si esta nueva forma de sindicalismo experimental puede contribuir a la creación
de un sujeto social en pugna con la precariedad que inspire miedo. Esto puede responderse recurriendo a una analogía histórica: la
renta básica es para los trabajadores precarios y las trabajadoras precarias lo que la jornada de ocho horas era al comienzo del siglo
pasado para la clase trabajadora. Era simplemente la anunciación del miedo.
III. Hemos dicho anteriormente que el interés primario de la forma micropolítica son las condiciones de la representación; se trata de
la lucha contra las formas de representación dominantes y por la extensión de la representación. La cuestión es entonces si este
centro de interés primario de la forma micropolítica puede encauzar las necesidades de la experiencia corporeizada de la precariedad.
¿Hasta qué punto puede la cuestión de la representación contribuir a generar un sujeto social del trabajador y la trabajadora
inmateriales que inspire miedo? Afirmaremos aquí que esto es casi imposible, ya que la experiencia corporeizada de la precariedad
excede el representacionalismo y en este sentido no puede ser abarcada por la forma micropolítica, a pesar de –y esto es
especialmente importante aquí– la casi “natural” proximidad entre la política de los trabajadores precarios y las trabajadoras
precarias y la forma micropolítica. Esta proximidad es el resultado de la preocupación compartida por el problema de la visibilidad.
La experiencia corporeizada de la precariedad está determinantemente socavada y sufre muchísimo por su invisibilidad. Existen tres
razones para esta inmediata proximidad entre la micropolítica y la política precaria y su estrategia común contra la invisibilidad. En
primer lugar, el trabajo inmaterial y la experiencia precaria han sido borrados de la agenda oficial del movimiento de la clase obrera
y sus instituciones. Ambos han sido condenados a la invisibilidad, subsumidos bajo la categoría del sector servicios o relegados
como sinónimos de nueva economía, capital humano, y en el mejor de los casos trabajo cognitivo. En segundo lugar, un componente
integral de la experiencia corporeizada de la precariedad, el trabajo sucio (tal como lo hemos descrito antes), se ha vinculado en el
discurso oficial a la economía sumergida y se ha denigrado en tanto contraproducente (o al menos irrelevante) respecto a las
economías nacionales. Es debido a las luchas sociales de los movimientos feministas y de migrantes que el tema del trabajo sucio se
ha hecho visible. Las luchas comunes de los movimientos precarios y los movimientos sociales en los años setenta y ochenta
continúan siendo una coalición estratégica irremplazable para cualquier forma de activismo relacionado con la precariedad en la
actualidad. En tercer lugar, la proximidad entre la forma micropolítica y la experiencia corporeizada de la precariedad surge de su
común carácter situado en lo cotidiano. Tanto la forma micropolítica como los movimientos contra la precariedad se inician y
trabajan en el terreno inmanente de la vida cotidiana (y aquí no deberíamos olvidar la idea foucaultiana de biopolítica, la cual fue
igualmente importante para ambas corrientes).
A pesar de todos estos puntos en común y de sus alianzas estratégicas, existe una diferencia insuperable entre la forma micropolítica
y los movimientos contra la precariedad, que no permite que un movimiento social micropolítico contra la precariedad se convierta
en un actor social que inspire miedo. Esta diferencia se refiere al fracaso de la política representativa[26]. La representación es hoy
la cuestión a partir de la cual el posfordismo promulga su propio éxodo del bloqueo del pacto nacional sobre derechos distributivos
existente (llamamos a esta transformación “soberanía posliberal"[27]). Con el fin de reconstruir este bloqueo necesitamos pensar la
relación entre productividad (como trabajo generador de valor) y propiedad (como acumulación de valor) en el posfordismo.
La productividad del trabajo inmaterial desafía los sistemas de distribución de la riqueza. El trabajo inmaterial necesita, para ser
productivo, un acceso sin restricciones a los recursos de producción inmateriales (esto es, el netware, es decir: las redes, bases de
datos, datos visuales, salud, cultura, libertad de circulación). En este sentido el trabajo inmaterial deviene productivo bloqueando el
principio capitalista de la propiedad. Obviamente, la productividad del trabajo inmaterial es esencial para el proyecto neoliberal. Es
por esto que era necesaria otra solución la cual, por un lado, no suprimiera la productividad, sociabilidad y creatividad de los
trabajadores y trabajadoras inmateriales y, por el otro, reinstalara un nuevo régimen de distribución de la riqueza basado en la
producción y mercantilización de netware[28]. No obstante, el régimen de propiedad del netware tiene un rasgo peculiar: este no se
basa en la propiedad de los medios de producción sino sólo de sus productos (patentes de bienes intelectuales, de la vida y de la
biodiversidad; copyright; restricciones en las subidas y descargas de información; privatización de la salud; control sobre la
movilidad, etc.). Esto es así porque los medios de una producción corporeizada y basada en la red son la creatividad, la afectividad y
la sociabilidad singular del trabajador y la trabajadora inmaterial. Surge entonces un nuevo sistema de propiedad, un sistema que
controla los productos de las subjetividades de los trabajadores y trabajadoras inmateriales más que las herramientas de producción,
que son las subjetividades de los trabajadores y trabajadoras inmateriales como tales (el auge del capitalismo de consumo es en gran
medida consecuencia de esto).
Los riesgos del trabajo vivo como tal forman parte de la nueva netware que circula en el posfordismo. La monetarización y
mercantilización del riesgo vital de los trabajadores y trabajadoras inmateriales es una parte esencial de la experiencia corporeizada
de la precariedad (antes describimos los aspectos de vulnerabilidad, agotamiento afectivo y recombinación que se refieren
exactamente a las presiones que se siguen de la subjetivización del riesgo en las condiciones de vida precarias). La subjetividad
productiva del trabajador inmaterial es actualizada como subjetividad precaria. La precarización de la vida revela los límites del
pacto nacional de los derechos distributivos. Precariedad significa la imposición de restricciones en los derechos de participación en
el pacto nacional establecido. Simultáneamente, esta exclusión parcial crea la condición constitutiva para el funcionamiento de la
política de la representación. La empresa micropolítica (por ejemplo los estudios sobre la gubernamentalidad) intenta entender el
modo en el que el proyecto neoliberal activa múltiples actores sociales, e intenta iniciar su inclusión en un nuevo sistema de
derechos. Éste es el new deal micropolítico de las sociedades neoliberales. Es obvio que a pesar de la centralidad de la micropolítica
en los movimientos contemporáneos contra la precariedad, no encontramos nada aquí que pudiera apuntar hacia una subjetividad
social que inspire miedo. Esto es debido a que la subjetividad de la micropolítica está ansiosa y asustada en sí misma.
La codificación del new deal micropolítico en el Estado neoliberal toma la forma de la ciudadanía. En particular, la idea de
ciudadanía flexible captura el momento en el que la política se confronta con la crisis de la soberanía nacional y del pacto nacional
entre trabajo y propiedad tal como se ha descrito en los párrafos anteriores. La ciudadanía flexible desplaza la mirada desde una
forma de pertenencia nacional estructurada de un modo hermético y excluyente hacia una forma de pertenencia residual más allá de
la dominación desestabilizada de la identidad nacional[29] y opta por una nueva y extendida fundación de la democracia[30]. Tiene
en cuenta nuevos actores sociales y trabaja a partir de representaciones transnacionales y poswelfare de los derechos
participativos[31]. Pero el problema con esta concepción de la representación política y la ciudadanía flexible –a pesar de su enorme
importancia para la constitución política del presente- es que es inherentemente defensiva. Es defensiva porque no puede actuar más
allá de las ambiguas dinámicas ya dadas en el proyecto neoliberal globalizado. Por supuesto, la nueva política de la representación
transnacional y la ciudadanía flexible son fundamentales para los movimientos sociales actuales, debido a que son éstos los que
establecen de facto el derecho a escapar de las representaciones nacionalistas dominantes y del pacto nacional entre trabajo y capital.
Por su carácter defensivo, no obstante, estos movimientos se centran únicamente en el punto de llegada, e intentan establecer un
nuevo pacto entre trabajo inmaterial y capitalismo posnacional bajo la forma de la ‘flexseguridad’ [flexibilidad + seguridad:
garantías de seguridad en las condiciones de flexibilidad y no obligatoriamente sometiéndose al trabajo estable]. La política
representativa y la demanda de flexseguridad son respuestas necesarias a los problemas de la experiencia corporeizada de la
precariedad, pero éstas reterritorializan la subjetividad de los trabajadores precarios y las trabajadoras precarias en la matriz de un
nuevo estatalismo posliberal.
E. Política imperceptible
Nuestra pregunta inicial era por qué los trabajadores y las trabajadoras inmateriales no pueden constituir una subjetividad que asuste
al orden político existente hoy. En un segundo movimiento hemos intentado reconstruir el trabajo inmaterial desde el punto de vista
de la subjetividad del trabajador y la trabajadora, esto es, se ha analizado de qué modo las intensidades y rupturas de la producción
inmaterial son experimentadas en el terreno de la vida cotidiana. Esto nos permitió desarrollar un acceso distinto al concepto de
trabajo inmaterial: no sólo como un momento constitutivo de un nuevo ciclo de composición de clase en el posfordismo, sino como
un momento conceptual para entender la historia de nuestro último presente capitalista. Sostuvimos que no podemos extraer una
comprensión de la composición contemporánea de clase partiendo de las características del trabajo inmaterial. Entendemos el trabajo
inmaterial como una condición que corrobora la transición del fordismo al posfordismo, y que evita que entendamos el presente
(posfordismo) simplemente aplicándole categorías del pasado (fordismo). Sin embargo, esta conceptualización no nos ofrece medios
suficientes para pensar posibles desarrollos en el futuro, o, en otras palabras, para pensar las condiciones de partida para el presente.
Por un lado, el trabajo inmaterial revela la imposibilidad de retornar a una regulación fordista del trabajo; se trata de la manifestación
institucionalizada de un movimiento irreversible hacia un sistema de producción que deviene fundamental para la consecución de un
sistema transnacional de dominación (es decir, la soberanía posliberal[32]). Por otro lado, el trabajo inmaterial no puede concebirse
como una posibilidad para trazar una línea de fuga a partir de este sistema de dominación. La pregunta es entonces cómo pensar en
la desterritorialización y el éxodo más allá del concepto de trabajo inmaterial.
La desterritorialización en el posfordismo no puede concebirse en relación con el trabajo inmaterial en sí mismo sino en relación con
las experiencias imperceptibles de las posibilidades y opresiones relacionadas con el trabajo vivo. Hemos llamado a esto la
experiencia corporeizada de la precariedad. Sugerimos que este debe ser el punto de partida para entender (a) posibilidades de éxodo
así como (b) la constitución del presente. Procederemos con una descripción del segundo y al final de este texto propondremos la
discusión de la política del éxodo. El paradigma del capitalismo cognitivo conceptualiza la constitución de las actuales
transformaciones productivas subrayando la centralidad del conocimiento como el recurso principal para la creación de valor.
Pensamos que, a pesar de la importancia del concepto de capitalismo cognitivo, necesitamos considerar muchos más elementos para
entender la formación contemporánea del capitalismo en su fase posfordista. La figura del capitalismo cognitivo proporciona una
conceptualización sugerente del ‘pos’ en posfordismo. Pero queremos afirmar que se necesitan más esfuerzos para entender la
complejidad del posfordismo y las condiciones que el mismo crea para su propia superación. Queremos afirmar aquí que es
necesario volver la mirada hacia el problema del cuerpo y la materialidad para abarcar esta complejidad: un giro que se alimenta
principalmente de las investigaciones feministas[33], los estudios en ciencia y tecnología[34] y los estudios en migraciones y
fronteras[35].
El momento constitutivo del sistema de producción contemporáneo no es primariamente su cualidad cognitiva, sino su realización
corporeizada. En un intento de superar la somatofobia de las aproximaciones al capitalismo cognitivo queremos presentar la
composición del trabajo vivo como un exceso de sociabilidad de los cuerpos humanos. El tercer capitalismo (preindustrialismo,
industrialismo, posfordismo) no es cognitivo, es corporeizado: el régimen del capitalismo corporeizado. Éste se caracteriza
fundamentalmente por: (a) sociabilidad: la productividad no es el resultado de un puro intercambio de información y una interacción
basada en el conocimiento, sino en la creación de un exceso indeterminado de conexiones informales, afectivas, creadoras de
mundo. El capitalismo corporeizado se alimenta de lo que todavía no está cosificado. (b) Afectividad: la constitución de cuerpos
capaces de trabajar. Los cuerpos se caracterizan por su habilidad para transformar literalmente su estado de existencia a través de
afectar a los otros y ser afectados por ellos, no a través de la mera comunicación verbal o lingüística. El capitalismo corporeizado
opera con cuerpos, no con mentes. © Volatilidad: el poder del cuerpo para actuar en el espacio y transformar los emplazamientos en
los que habita, no sólo la movilidad entre espacios. El régimen del capitalismo corporeizado se capitaliza sobre los cuerpos de los
migrantes como fuerza de trabajo desnuda, no como sujetos de derecho móviles. (d) Materialidad: el capitalismo corporeizado tiene
que ver con la producción de materia, no de conocimiento. El conocimiento no es nada más que un atributo entre otros de los
ensamblajes materiales, es tecnociencia en la carne. La materialidad no es ni preexistente a nuestro conocimiento de ella ni una
facticidad objetiva. La productividad en el capitalismo corporeizado no es el resultado de la “cooperación entre cerebros” sino de la
cooperación entre cuerpos humanos, máquinas y cosas. (e) Recombinación: La fuerza productiva primaria del capitalismo
corporeizado no es la información, sino la capacidad de recombinar la naturaleza de modos indeterminados y sin límites. El proceso
de trabajo productivo creador de valor se basa hoy en la creación de materia y en la desnaturalización de la naturaleza, no en la
creación de lenguaje. El capitalismo corporeizado es un enorme “aparato de producción física”, un compuesto de biotecnologías e
informática.
La experiencia corporeizada de la precariedad se refiere al modo en que el régimen del capitalismo corporeizado acaba
inscribiéndose en la carne del trabajo vivo, esto es, en el cuerpo individual del trabajador y de la trabajadora. Por lo tanto, si la
precariedad es el modo esencial de explotación del trabajo vivo en el régimen del capitalismo corporeizado, entonces la experiencia
corporeizada de la precariedad es el punto de partida y la condición para pensar en la búsqueda del éxodo. Y precisamente porque la
experiencia corporeizada de la precariedad es el terreno en el que tienen lugar la explotación así como la creación de valor, podemos
entender la dinámica del tercer capitalismo más allá del modelo productivista dominante en las teorías contemporáneas de la
composición de clase y el trabajo inmaterial. Según este modelo productivista la subjetividad del éxodo es idéntica a los ciclos de
producción, sea éste el trabajo inmaterial o el capitalismo cognitivo. Este modelo está superado, es el modelo que quiere que la clase
trabajadora se transforme en una clase para sí misma como una expresividad total. Pero la dialéctica ha demostrado ser fatal para
cualquier proyecto de éxodo. La dialéctica se parece a una caja negra en la que se puede insertar cualquier cosa y aguardar a la
resurrección. Hace falta un nuevo modelo de subjetividad que no sea el efecto de la producción ni tampoco sea idéntico a las
condiciones de su explotación, un concepto que se aleje constantemente de sus determinantes sociales. Creemos que la experiencia
corporeizada de la precariedad hace precisamente esto.
En la experiencia corporeizada de la precariedad vemos una tensión entre la creación de valor y la explotación, esto es, entre capital
y trabajo vivo; una tensión que no es tanto un proceso dialéctico entre contrarios como un movimiento sostenido de
desterritorialización que se desplaza respecto a sus propias condiciones de existencia. Este movimiento cambia tanto la composición
del capital como la composición de las subjetividades del trabajo. En este juego no hay ninguna regla fija. Sólo hay desplazamiento,
partida y evasión, los cuales se reinscriben constantemente en los cuerpos participantes, creando siempre nuevos actores sociales
singulares. Éste es el poder del cambio; éste es el poder para cambiar. Esto es transformación social tras la representación. Este tipo
de transformación no construye trabajadores precarios o trabajadoras precarias en tanto que sujetos asustados que necesitan ser
incluidos y protegidos convirtiéndose en parte del pacto social posfordista. En este momento la experiencia deja de crear sujetos
sociales, deja de ser subjetividad y se hace materialidad. Cambia de facto la realidad social. Y se trata de un cambio imperceptible,
no-dialéctico. Ésta es la astucia de la precariedad.
Quisiéramos expresar nuestro agradecimiento a Amanda Ehrenstein, Ed Emery y Niamh Stephenson por su provechoso apoyo y
agudos comentarios. Algunas de las investigaciones empíricas y teóricas presentadas en este texto han sido apoyadas por la
Fundación Alexander von Humboldt y por la Federal Cultural Foundation of Germany. La mayor parte del trabajo que presentamos
aquí se basa en los debates y movilizaciones de las redes activistas EuroMayDay, precarity-map.net y Frassanito. Si creyéramos en
la propiedad intelectual, querríamos verlo retornar a ellas.
——————————————————————————–
[1] Por ejemplo Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Barcelona, 2002; Paolo Virno, Gramática de la multitud,
Traficantes de Sueños, Madrid, 2003.
[2] Por ejemplo K. Lohr y H. Nickel, Subjektivierung von Arbeit - riskante Chancen, Westfälisches Dampfboot, Munster, 2005; M.
Moldaschl y G. G. Voss (eds.), Subjektivierung von Arbeit, Hampp, Múnich, 2003.
[3] André Gorz, Wissen, Wert und Kapital: zur Kritik der Wissensökonomie, Rotpunktverlag, Zurich, 2004.
[4] Manuel Castells, La sociedad red, Alianza Editorial, Madrid, 1997.
[5] Antonio Negri, “A propósito de la ontología social. Trabajo material, inmaterial y biopolítica” en Guías. Cinco lecciones entorno
a Imperio, Paidós, Barcelona, 2004.
[6] Maurizio Lazzarato, “Immaterial Labor”, en Paolo Virno y Michael Hardt (eds.), Radical thought in Italy: a potential politics,
University of Minnesota Press, Minneapolis, Minnesotta, 1996 [los textos “clásicos” y pioneros de Lazzarato sobre el trabajo
inmaterial fueron publicados principalmente en los años noventa, en francés, en Futur Antérieur, y en italiano en DeriveApprodi y
Luogo Comune, corpus traducido y ampliado en el volumen italiano Lavoro immateriale. Forme di vita e produzione di soggettività,
Ombre Corte, Verona, 1997. Traducciones castellanas en Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial, 2006].
[7] B. Neilson y N. Rossiter, “From precarity to precariousness and back again: Labour, life and unstable networks”, en Fibreculture,
nº 5, 2005, .
[8] Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996; Niamh Stephenson y Dimitris
Papadopoulos, Analysing everyday experience. Social research and political change, Palgrave Macmillan, Londres, 2006.
[9] Étienne Balibar, Masses, classes, ideas: studies on politics and philosophy before and after Marx, Routledge, Nueva York y
Londres, 1994.
[10] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2004.
[11] Antonio Negri, “Kairos, Alma Venus, Multitudo”, Fábricas del sujeto. Ontología de la subversión, Akal, Cuestiones de
Antagonismo, Madrid, 2006.
[12] Para una discusión más profunda sobre este tema véase Dimitris Papadopoulos y Vassilis Tsianos, “How to do sovereignty
without people? The subjectless condition of postliberal power”, en Boundary 2, nº 34 (1), 2006.
[13] Antonio Negri, El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, Ediciones Libertarias, Madrid, 1993.
[14] Henri Lefebvre, Crítica de la vida cotidiana, Peña Lillo, Buenos Aires, 1967.
[15] Guy Debord, “Perspectivas de modificaciones conscientes de la vida cotidiana”, en Textos situacionistas sobre arte y
urbanismo, La Piqueta, Madrid, 1977, y en Internacional Situacionista, vol. I: La realización del arte, Literatura Gris, Madrid, 1999.
[16] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia, Siglo XXI,
Madrid, 1987.
[17] Bonnie Honig, Democracy and the foreigner, Princeton University Press, Princeton, Oxford, 2001.
[18] Niamh Stephenson y Dimitris Papadopoulos, Analysing everyday experience, op. cit.
[19] Ibídem; M. Theunissen, Negative Theologie der Zeit, Suhrkamp, Francfort, 1991.
[20] Ver B. Anderson, Doing the dirty work? The global politics of domestic labour, Zed Books, Londres, 2000.
[21] Antonio Negri, “La constitución del tiempo” en Fábricas del sujeto, op. cit.
[22] Por ejemplo la red EuroMayDay, .
[23] Andrea Fumagalli y S. Lucarelli, Basic income sustainability and productivity growth (2006), ponencia presentada en el
Association for Social Economics Meeting, Boston, Massachusetts, 6-8 de enero de 2006.
[24] Por ejemplo Precarias a la Deriva (Madrid), ; ver también el mapa de la precariedad .
[25] G. Chesters e I. Welsh, Complexity and social movements: multitudes at the edge of chaos, Routledge, Londres, 2006.
[26] Niamh Stephenson y Dimitris Papadopoulos, Analysing everyday experience, op. cit.
[27] Dimitris Papadopoulos y Vassilis Tsianos, “How to do sovereignty without people?”, op. cit.
[28] Yann Moulier-Boutang, “Marx in Kalifornien: Der dritte Kapitalismus und die alte politische Ökonomie”, en Aus Politik und
Zeitgeschichte, nº 52-53, 2001.
[29] Por ejemplo Saskia Sassen, “The repositioning of citizenship: emergent subjects and spaces for politics”, en Globalizations, vol.
2, nº 1, 2005.
[30] Bonnie Honig, Democracy and the foreigner, op. cit.
[31] Por ejemplo Sandro Mezzadra, Derecho de fuga. Migraciones, ciudadanía y globalización, Traficantes de Sueños, Madrid,
2005.
[32] Dimitris Papadopoulos y Vassilis Tsianos, “How to do sovereignty without people?”, op. cit.
[33] Por ejemplo P. Boudry, B. Kuster y R. Lorenz (eds.), Reproduktionskonten fälschen!: Heterosexualität, Arbeit chr(38) Zuhause,
b_books, Berlín, 2000; Rosi Braidotti, Transpositions. On nomadic ethics, Polito, Cambridge, 2006; E. A. Grosz, Volatile bodies:
toward a corporeal feminism, Indiana University Press, Bloomington, 1994.
[34] Por ejemplo K. Barad, “Posthumanist performativity: Toward an understanding of how matter comes to matter”, en Signs:
Journal of Women in Culture and Society, nº 28 (3); D. J. Haraway, Testigo_Modesto@Segundo_Milenio.
HombreHembra@_Conoce_Oncoratón, Editorial UOC, Barcelona, 2004.
[35] Por ejemplo N. De Genova, Working the boundaries: race, space, and “illegality” in Mexican Chicago, Duke University Press,
Durham, 2005; N. Papastergiadis, The turbulence of migration: globalization, deterritorialization, and hybridity, Polity Press,
Cambridge, 2000.
Publicado por DARÍO YANCÁN en 4:02 0 comentarios