sábado, 12 de abril de 2008

"LA PAZ PERPETUA ES UNA MALA UTOPÍA". Reportaje a Massimo Cacciari por Manuel Calderón






Massimo Cacciari nació en Venecia en 1944. En la actualidad y desde 2005 es alcalde de la ciudad –cargo que ya ocupó entre 1993 y 2000– y profesor de Estética de la Universidad Vita-Salute de San Rafael, en Milán. Cacciari consigue mantener dos órdenes de pensamiento en uno sólo, el político y el discurso filosófico, trazando un horizonte en el que el pensamiento debe conocer sus límites. De ahí que insista en temas que se dan por vencidos y que abra un diálogo entre cristianismo y filosofía (como fundador de la Facultad de Filosofía de la Universidad de San Rafael, ha conseguido que en el currículo del centro se incluya la Teología), algo muy presente en el pensamiento italiano contemporáneo (ahí está la lectura política que Giorgio Agamben hace de San Pablo, la recuperación de San Francisco de Asís por parte de Toni Negri o la de Joaquín de Fiore por parte de Gianni Vattimo). Desde esta perspectiva, quizá pueda entenderse la reciente fundación del Partido Democrático como una síntesis entre tradición laica y católica para ocupar el espacio político del centro izquierda, y el importante papel que juega en él Cacciari, que fue precisamente quien planteó conceptos como el de «impolítico» desde el «pensamiento negativo».


Roberto Esposito ha situado el tema de la biopolítica en el centro del discurso filosófico, como también lo ha hecho Sloterdijk de una manera más radical, reclamando una revisión genético-técnica de la humanidad –algo que ya había planteado décadas atrás Foucault–, bajo la expresión «las fantasías de selección biopolítica han tomado el relevo de las utopías de justicia». ¿A qué se debe este retorno?

Es que este es el gran tema del presente. Es la primera vez que la política tiene que decidir sobre la vida. En la política ha entrado la posibilidad de que alguien te mate, como si se viviera al límite. Hasta ahora la política administraba la vida regulando temas como los impuestos, la seguridad, la vivienda para todos, etc. Hoy, al encontrarse frente al desarrollo de la ciencia, está obligada a definir qué es la vida misma, porque se ha llegado a un punto en el que se puede intervenir sobre ella y modificar su orden natural. Ya no se trata sólo de intervenir para eliminar a un enemigo.

¿Es una nueva toma de posición frente al ideario que abogaba por el fin del humanismo?

El humanismo presupone la educación, la formación de las personas, pero no la creación del hombre. Es la crisis del humanismo que ya imaginaban Goethe y, después, Hegel. La política debe pronunciarse sobre la posibilidad no sólo de controlar la vida, sino de determinarla totalmente. ¿Qué se hace frente a esta posibilidad? Si quiero determinar la vida en lugar de dedicarme a educarla, estoy sobrepasando los límites; no es algo que se pueda controlar con una ley. Es decir, habrá leyes, pero el tema no puede cerrarse; nuestra época está marcada por un giro radical: de una técnica que educa y forma se ha pasado a una técnica que determina la vida misma.


¿Los límites son sólo, por tanto, una cuestión de moral?

No sólo. Para la religión el drama es mucho mayor y hay que respetar a los católicos y a los hombres de fe; tendríamos que ser muy tontos para no entenderlo. ¿Dónde se sitúan los limites? Para el hombre de fe, el establecimiento de estas fronteras puede ser una tragedia, y eso es algo que hay que respetar. La iglesia se ha enfrentado con gran esfuerzo a las mutaciones del mundo, pero también ellos terminarán siendo darwinistas. La idea de que la naturaleza no se puede tocar o alterar, es una idea que la iglesia acabará superando; con esfuerzo, pero la superará, como también superará el debate sobre la evolución. Pero de lo que estamos hablando ahora es algo totalmente distinto. Estamos hablando de atribuirnos unos poderes para determinar la vida que pueden llegar a ser ilimitados. Ya no se trata de pedir a las religiones una superación naturalista con el argumento de que la naturaleza cambia, y hay una historia de la naturaleza, como la hay del hombre… No, ya no se trata de intentar hacer comprender esto a las religiones, sino de explicar que el hombre ahora puede determinar su naturaleza, sus caracteres originales.


Pero, ¿por qué insiste en el «drama» de los hombres de fe cuando lo comprensible, o lo racional, si se sigue la tradición del pensamiento ilustrado, es aceptar que la propia fe no se plasme en leyes?

Estoy totalmente de acuerdo, y ese principio es fundamental. El hombre de fe siempre debe partir del supuesto de que su reino no es de este mundo, como también Cristo decía que su reino no era de este mundo. Es decir, uno no puede desear que los contenidos de su fe se conviertan en leyes, es verdad, pero eso no significa que sea indiferente a lo que suceda en este mundo. Un hombre religioso, que predica en este mundo el reino de Dios, no puede aceptar esa renuncia.

¿Ha seguido el debate que ha habido en España en torno al laicismo y a la asignatura Educación para la Ciudadanía?

Sí, lo he seguido, y creo que la asignatura de Educación para la Ciudadanía debe servir para enseñar al alumnado cuáles son los valores clásicos del estado laico, pero no llega a tocar los problemas de los que estábamos hablando. Es evidente que no se podría pensar en un partido único creado a partir de la fusión de los reformistas católicos, los laicos socialistas y los ex comunistas, si algún católico hubiese puesto en duda la laicidad del estado. Los valores de la tolerancia son los únicos que debe tener en cuenta el Partido Democrático italiano o, en España, un partido de izquierda o centro izquierda.


El presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, inspirado por Philip Pettit, dice que todo reside en un problema de calidad democrática, de desarrollo de las libertades civiles y de las minorías. Ha emprendido reformas radicales, como las bodas gays, que han provocado un choque entre sectores importantes de la sociedad. ¿Está el Partido Democrático que lidera ahora Walter Veltroni y del que es usted un importante instigador muy alejado de esa política?

El catolicismo español no tiene nada que ver con el catolicismo italiano. La historia política española está demasiado marcada por el franquismo, aunque no quiero que parezca que pretendo tomar como modelo el caso italiano, ya que, por ejemplo, el catolicismo francés es también muy distinto. En cualquier caso, lo esencial en Italia es saber que una política de centro izquierda, o de izquierda, llevada sólo por socialistas y comunistas será siempre minoritaria, porque en la historia italiana los católicos –no los católicos a la francesa o a la española, sino los católicos italianos– ocupan un sector importantísimo en los movimientos populares. Sólo contando con la participación de los católicos es posible sacar adelante la política de centroizquierda que busca el Partido Democrático.

¿No se produce una moralización de la vida política cuando todos los discursos están impregnados de una defensa de ciertos valores –los valores occidentales frente al mundo musulmán–, principios y normas de conducta?

La política tiene una componente técnica, es una profesión. No se hace política como aficionado y, por tanto, existe una dimensión política de los valores, tanto en la derecha como en la izquierda, con la que luego podremos estar de acuerdo o no. La política como administración es una mala utopía del imperialismo decimonónico, que procede de la Ilustración. En la bolsa de Amsterdam nunca hay guerra; era Voltaire quien lo decía, y pretendía dar a entender que si se consigue reducir todo a economía, entonces estaremos en paz. Pero eso es falso. Muchas guerras nacen de la economía y de la bolsa de Amsterdam. Reducir la política a la gestión y al cálculo administrativo es una utopía del liberalismo del siglo xix, que pretendía eliminar el control de la política y dejar actuar por sí solas a las leyes del mercado, una utopía que ha sido trágicamente desmentida por la historia. La política no es necesaria para construir la industria, sino para hacer reglas y normas que permitan defender todos los intereses sin llegar a la guerra, al conflicto.


Parece que el pensamiento reaccionario vuelve con un cierto prestigio, ¿no le parece? Se lo pregunto a un filósofo que ha escrito mucho sobre el «pensamiento negativo».

Es cierto. Las grandes figuras del pensamiento reaccionario son realistas políticos. El gran pecado de la izquierda es el de la utopía, el de la irrealidad. La izquierda surge de una antropología positiva, rousseauniana. Yo en lo único que creo es en el pecado original. No creo que el hombre sea bueno por naturaleza, en absoluto. Creo, como Kant, que tiene un mal arraigado, y la política tiene que vérselas con ese hombre. Puede utilizar esa maldad para hacer aún más mal o puede intentar, partiendo de que el hombre es un conjunto de intereses y deseos, hacer que los individuos se relacionen y se reconozcan. En eso consiste la política. Ahora bien, la posibilidad de la guerra está siempre ahí, y eso es algo que hay que aprender. Ninguna política podrá excluir la posibilidad de la guerra. La paz perpetua es una mala utopía. De nuevo nos encontramos con el realismo cristiano: la paz perpetua, la paz profunda, como decían en la Edad Media, no es del hombre. Paz es pacto. Si no eres realista, no te hagas político: hazte místico, poeta o artista. No se trata de que la política vaya en contra de los ideales, sino de que, en política, uno actúa con posibilidades reales y debe poder explicar a sus conciudadanos qué medios hacen falta para alcanzar un determinado fin; es algo que un político debe explicitar; si lo oculta, es que ese político es un demagogo y un populista, que es la otra cara de la utopía, aunque a veces se han combinado.

¿Se puede pensar que el laicismo es, de alguna forma, el triunfo del cristianismo, en el sentido de que sus valores han sido aceptados?

Los conceptos de la política no son otra cosa que conceptos teológicos secularizados. En parte, pues, es verdad lo que dice. Ahora bien, ¿es que el amor del que hablamos hoy es el del cristianismo? No. El amor cristiano tiene lugar en tanto que dos personas miran al mismo punto: es un triángulo. Es totalmente distinto al amor en el que dos personas se miran frente a frente. En la Edad Media, los teólogos hablaban de este amor como amor in ordinato, un amor mortal si no se reconoce en el amor divino… Es decir, se toman los mismos conceptos, pero ya no son los mismos, son diferentes. Igual pasa con el ateísmo en la cristiandad. La forma del ateísmo que Europa conoce es la que es concebible para el cristianismo y se expresa en el «Dios ha muerto». En el cristianismo, la muerte de Dios es la manifestación de la omnipotencia divina, frente a un hombre sin trascendencia. Todos los conceptos políticos podrían remontarse hasta el cristianismo, pero han sido secularizados y, al secularizarse, se han transformado.


¿Por qué Europa es más una cuestión filosófica que política?

Porque nunca ha podido definir sus límites y no acepta una conceptualización fija, inmóvil. Es una meta que alcanzar, algo que no existe en el presente. Por eso digo que Europa es logos, distintos lenguajes que responden a preguntas diversas. No es fácil decir que siempre se ha buscado su identidad. ¿Olvidamos, acaso, la irrupción del nacionalismo, que supuso la división entre pueblos? La situación, en estos momentos, es que la unidad económica y la moneda única han sido fruto de la debilidad política europea. El olvido de Europa llegará si este espacio se convierte sólo en «un espacio duro y seco como la tierra», temeroso del peligro y de su decadencia. Es necesaria una Europa económicamente fuerte y políticamente débil.

martes, 8 de abril de 2008

"CUERPOS 8" por Darío Yancán

"soy yo."
de Penélope Collado.
www.pecollado.blogspot.com






Este cuerpo mío

con sus lunares, montañas y recovecos,

sus huesos débiles, sus cicatrices,

y sus pequeñas reservas de caricias, guardadas de días mejores.

Con moretones y cauces de lágrimas, -pequeñas líneas en mi mapa de vida-

mi cuerpo se mide y se mira,

se palpa

se reconoce,

se abraza y abraza

entre tantos otros cuerpos

que como este,

se mueren de sed entre las sombras.




"CUERPOS 7" por Darío Yancán


La decadencia del coito
por Luis Frontera


Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.

Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.

Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.

Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.

Ivonne Bordelois recuerda, al respecto, que en distintos idiomas (quechua o latín), para pronunciar la “m” de “mamá”, hay que adelantar los labios en un gesto que se asocia al acercamiento de la boca del niño al pezón materno. Y Claude Levy-Strauss llegó a proponer que el de los derechos humanos es un tema que sólo podía surgir entre mamíferos.

Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).

Ochenta mil años después de aquel desgarrón antropológico señalado en “La guerra del fuego”, la cópula tradicional, en el comienzo del tercer milenio, y más allá de las fantasías mediáticas, se encuentra en franca decrepitud. No sólo sucede que otras partes de la anatomía asumen cada vez más el papel de los genitales, sino que también se usan objetos que los suplantan. Y, por otra parte, con el acto sexual consumado por teléfono o por Internet, se ha llegado, inclusive, a descartar el contacto cuerpo a cuerpo.

Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.

Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:

“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.

Pero, hablando del amor, debe recordarse que fue también una mujer —Diotima, en “El Banquete”—, la que, de manera casi maternal, le dictó a Platón por boca de Sócrates la esencia espiritual de la pasión; fue aquella matrona, maestra de filósofos, la que proveyó el “daímon”, es decir, la síntesis espiritual sobre la que reposa el destino del amor en Occidente.


La cópula


Es uno de los hechos más fantásticos, sencillos y menos estudiados. A tal punto que, en la Argentina, los más importantes diccionarios de fisiología humana han llegado a no registrar la palabra “orgasmo”. Al respecto, en un breve repaso, puede recordarse que Bill Masters y Gine Johnson fueron, en los Estados Unidos, algunos de los que empezaron a estudiar ‘in situ’al coito”.

Continuadores de Alfred Kinsey, resultaron ser ellos quienes llevaron las relaciones sexuales humanas al laboratorio, cosa que a nadie se le había ocurrido: antes se habían tomado radiografías durante la digestión o se había estudiado el contenido de azúcar en la orina, pero ellos se atrevieron a estudiar los genitales de varones y mujeres durante la excitación sexual.

En sólo diez años, observaron, midieron y cartografiaron unos 14.000 actos sexuales en un laboratorio preparado para tal fin. Crearon, por ejemplo, un instrumento de plástico transparente, en forma de pene, que contenía una luz y una minúscula cámara, y que permitió observar, por primera vez, lo que ocurre en el interior de la vagina durante una penetración.

Y entonces demostraron, o creyeron hacerlo, que las mujeres pueden gozar del sexo tanto como los hombres, afirmación que, cinco siglos antes de Cristo, ya había emitido Sófocles por boca de Tiresias, sin recurrir a maquinaria alguna para estudiar el orgasmo.

El señalamiento de Master y Johnson sobre la sensibilidad del tercio externo de la vagina contribuyó, sin duda, a cuestionar la supremacía del gran pene erecto. Porque si la sensibilidad femenina estaba a flor de piel, para qué iba a ser necesario penetrar hasta el lugar menos sensible.

Este dúo de sufragistas coitales, además, se caracterizó por un formidable sentido del humor. Cuando les preguntaron sobre qué valor le otorgaban al tamaño del pene, respondieron “que el conejo salga de la galera, depende de la habilidad del mago y no del tamaño de la varita”.

Frases como esta, provocaron otras más fuertes en los años 70. Érica Jong, en “Miedo de volar”, escribió: “Hay algo más acerbo que una mujer liberada frente a un pene fláccido, el último defensor del sexo, abatido; el pene convertido en cabeza atómica que se destruye a sí mismo”.

De todas maneras, y mujer al fin, la novelista, al referirse a una actitud cariñosa de su compañero, escribió más adelante una frase que en cierta forma invalidó la anterior: “Su pene fláccido había penetrado muy profundo, donde con el miembro erecto jamás habría llegado”.

La importancia orgásmica del tercio externo de la vagina vino a destruir otros dos mitos: 1.º) Que las mujeres se masturben introduciendo en sus genitales cualquier objeto. 2.º) Que las lesbianas precisen penes artificiales para sus relaciones sexuales (lo último que puede querer una lesbiana de su compañera es un pene; lo que puede desear de ella, justamente y por el contrario, es ese aura, esa conducta llamada feminidad).

Pero así como en 1953 el Informe Kinsey había asegurado que para la mayoría de las mujeres el contacto oral genital era anormal y perverso, treinta años después, la encuesta de Sandra Kahn, sobre una población similar, proclamaba que las actividades preferidas por muchas norteamericanas eran el “cunnilingus” y (aunque no se concretase) el deseo de participar en una trisomía (relación sexual entre una mujer y dos varones).



En cuanto a los argentinos y sus variables sexuales, una encuesta realizada por quien escribe (“Argentina: país hiv”, Galerna, 1995) a propósito del sida, permitió consultar en forma personal o grupal, voluntariamente y en privado, a 3.000 personas de todo el país. En aquel trabajo, 1.035 entrevistados (722 varones y 313 mujeres) admitieron que se masturbaban en forma habitual y 532 (363 varones y 169 mujeres) dijeron que practicaban asiduamente el coito anal.

Otra muestra, realizada a principios de los 90 con la licenciada María Luisa Lerer, relevando a cien mujeres que contestaban voluntariamente y en privado, indicó que 70% se masturbaba habitualmente, tuviese o no una pareja masculina y estable. Una minoría también reconoció que solía masturbarse durante la relación sexual con el varón. Si bien un 13% de las mujeres decía no haber logrado nunca un orgasmo, muchas otras que sí lo alcanzaban admitían que podían sentirse bien en una relación sexual sin orgasmo, siempre y cuando no fuera siempre así.


El goce


Es probable que Masters y Johnson, con sus experimentos localizados en los genitales, hayan realimentado una vieja ilusión que supone al cuerpo humano como hecho de piezas, pedazos o trozos aislados (ficción reactualizada por la cirugía y por ciertos transplantes). Ese criterio, como el de creer que el pene o la vagina tienen una existencia autónoma, olvida que una persona es más que la suma de sus órganos y que ninguna maquinaria puede registrar la organización de las fantasías que mueven al deseo y a la conducta sexual.

La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.

Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.

Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas. Podría uno suponer que también las abejas tienen un lenguaje. Pero, al respecto, existe un chiste del argentino Oscar Masotta: “¿Han visto, alguna vez, a una abeja que haga un chiste y envíe a sus compañeras en dirección equivocada?”.

En este punto, conviene separar dos cuestiones. Una cosa es el placer y la otra, el goce. Lo primero, como en el caso de comer o beber, puede relacionarse con algo bien somático y real. Pero el goce, por el contrario, se consuma con objetos imaginarios y en relaciones fantasmagóricas: el bebé que goza al chuparse un dedo, seguramente, mientras lo hace, está activando una huella mnémica que lo remite al pezón materno, tibio y nutricio.

La angustia que, luego de hacerlo, suele embargar a quienes se masturban, más que con el acto en sí tiene que ver, justamente, con lo que han tenido que imaginar para concretarlo.

Sigmund Freud afirmaba que, en una relación sexual entre dos, siempre hay por lo menos cuatro personas.

El deseo sexual en la gente no es un instinto ni una necesidad: nacido de una tensión y guiado por la fantasía, tiene a la trasgresión como ley interna y a lo imaginario como promotor infatigable. Perseguido por la cultura, despreciado por la medicina oficial y estigmatizado por la religión, el deseo se liga a las personas como la llama a la antorcha, y aunque las consuma, le otorga a cada una su propio resplandor.

Para el psicoanálisis, más que identidad sexual, lo que existe en los “sujetos” (“sujetados” a la palabra) es una disposición perversa (perversión: desviación de la función instintiva).

La palabra perversión no implica un adjetivo moral y designa una figura psicológica. Sólo que adquirió un tono agresivo al popularizar demasiado rápido lo que no era más que un concepto estrictamente técnico.

La humanidad no ha perdonado a Sigmund Freud, por ejemplo, que calificara a los bebés como “perversos polimorfos” (“polimorfo”: que puede adquirir distintas formas sin perder la original). Lo que el psicoanalista había querido decir es que un niño cuenta con tantas posibilidades como zonas capaces de proporcionarle placer. Pero, en verdad, sólo quiso mencionar una virtud o, mejor dicho, una virtualidad de todo niño.

Hay muchas conductas eróticas que pueden llamarse perversas. Dentro de la sexualidad, existe una serie de actos que son denominados placeres preliminares: fellatio, “cunnilingus”, masturbación o goce del orificio anal. Estas acciones contribuirían a que las personas se exciten para llegar, finalmente, a la descarga genital. Pero, en el caso de la perversión, en vez de ser fases preliminares, se instalan como objetivos finales.

Jacques Lacan, el Freud francés, ha dicho que el deseo sexual humano es “un collage surrealista”, algo así como esas obras de arte que contienen cosas insólitas y alejadas entre sí (para definir al surrealismo suele recurrirse a una frase de Lautreamont: “Bello como el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”).

Todas esas variantes, en vez de patologías, configuran la sexualidad. Entonces, si la sexualidad humana está compuesta de una manera tan múltiple, no puede esperarse que el lenguaje, con sus limitaciones, pueda entregarnos una palabra que la defina.


Del amor


Para el psicoanálisis, en una relación entre dos personas, siempre hay algo del amor y algo del sexo. Pero, para que algo del amor pueda sobrevivir, algo del sexo debe quedar inhibido. Y esto, como una ley matemática, se expresa de la siguiente manera: “Cuando en el campo del sexo se avanza más allá del goce imaginado, suele retrocederse en el campo del amor. Y cuando cae el amor y se exacerba lo prohibido, una relación puede volverse insoportable”.

El interrogante es cuál resulta ser el límite y cuándo un goce sexual es “demasiado”. Y la respuesta, entonces, puede ser tan precisa como la pregunta: “El síntoma de que se están sobrepasando los límites, es la angustia. Cuando la excitación se relaciona con la angustia, aparece el límite”.

En “El arte de amar”, Erich Fromm escribió que si el amor erótico no es la vez fraterno, jamás conducirá a la unión, salvo en un sentido transitorio. Para Fromm, la sexología respondía a la ilusión generalizada de una época que suponía que, el uso de técnicas adecuadas, resulta ser la solución no sólo de los problemas industriales, sino también de los humanos. El estudio profundo de los problemas demostraba, para Fromm, que la causa no radicaba en la falta de técnicas sexuales, sino en las inhibiciones que impedían amar.

En 1980, cuando Fromm fallecía en Suiza, otro médico alemán, también de la Escuela de Frankfurt (donde también enseñaron Theodor Adorno, Max Orkheimer y Herbert Marcuse), asumía la dirección del Instituto de Ciencias de la Sexualidad de Frankfurt.

Aquel nuevo director era Volkmar Sigusch, que, recientemente y tras hacer un resumen de sus años de investigación en la casa de estudios, dijo que en los años 70 recibía a un promedio de 150 mujeres por día que se quejaban de anorgasmia. “Diez años más tarde —agregó—, empezaron a visitarme los hombres sin ganas (‘lustlose Männer’), es decir, sin deseo sexual alguno. Y en los 90 llegaron los ‘asexuellen’, mujeres y varones sin sensibilidad sexual”.

En el 2000, finalmente, se presentaron al instituto los que Sigusch llama “Objektophilen” (objetófilos), personas que sólo aman objetos muertos (edificios, autos, barcos, etcétera).

Para Volkmar Sigusch, en Alemania no es un tabú ser homosexual ni vivir en una comunidad (con sexo entre todos) ni masturbarse o practicar sexo anal: “Todos pueden tener tanto sexo como quieran y en la forma que quieran”, escribe. Y agrega: “Pero experimentamos una falta de deseo muy grande. Y hay muchas personas que se encuentran terriblemente solas; se han acostumbrado a comprarlo todo y creen que pueden comprar también el sexo, como si fuera un producto más”.

Sigmund Freud había lanzado una predicción que viene a coincidir con las palabras de Sigusch: “Tal vez habría que familiarizarse con la idea de que conciliar las pulsiones sexuales con las exigencias de la civilización resulta imposible, y de que el renunciamiento, así como en un futuro, la amenaza de ver extinguirse al género humano a causa del desarrollo de la civilización, no pueden evitarse”.

Pero hay que aclarar que, además de la oposición entre cultura y sexualidad, Freud consideraba que si los humanos pudieran superar ese antagonismo y satisfacer su goce, desde ese momento nada podría desviarlos de él.

Reencontrados con el goce, dejarían cualquier otra actividad y sólo se dedicarían a gozar.


Muera el cuerpo


Todos los cambios planetarios son acompañados por enfermedades de transmisión sexual. Si la conquista española llevó la sífilis al Nuevo Mundo, la globalización actual contribuyó a diseminar el sida: los primeros muertos pertenecieron a los Estados Unidos y a África, tardíos beneficiario y víctima del tráfico de esclavos

Pero la globalización presente viene empujada por uno de los cambios mayores de la historia, es decir, el paso de una cultura escrita a otra electrónica. Si los llamados sexólogos abandonaran los supuestos consejos coitales con los que intentan beneficiarse y estudiaran seriamente los modos de comunicación, la humanidad vería la íntima relación que existe entre la sexualidad y el lenguaje.

La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.

El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.

El “delito” de Sócrates, según Havelock, fue proponer que esa educación se profesionalizara. Hoy, la PC viene a proponer un cambio aún más profundo que los provocados por la escritura y la imprenta. Sven Birkerts (“Elegias a Gutenberg”) dice que, si la transición del libro duró siglos, la electrónica no exigirá más de cincuenta años y afectará los procesos cognitivos y la velocidad de las redes neuronales. Otros van más lejos. Hans Moravec, director del Robot Movie Lab de Carnegie-Mellon, al referirse a un cerebro directa y solamente conectado a la PC, ha dicho: “Y después de todo, para qué queremos tener un maldito cuerpo”.

El movimiento llamado extrópico (en oposición a entropía: pérdida de energía en los sistemas cerrados), a través de su líder Max More, propone la criopreservación del cerebro volcando la memoria a un CD: “No es necesario, como en el caso de Walt Disney —dice More— una congelación integral, si congelas tu cabeza, también salvarás tu culo”.

Cambios de sexo a través de la informática, drogas de diseño, nanotecnología, velocidad de escape, uso de tejidos fetales para remendar el cuerpo, suicidio asistido, madres de alquiler, son algunas de las propuestas extrópicas.

Concretamente, y si alguna vez lo hizo, la sexualidad ya no convoca a los genitales de la mujer y del varón como propuesta central.

Refiriéndose a la sexualidad virtual, la filósofa argentina Esther Díaz ha encontrado una buena manera de definirla a través de un mito clásico. Es sabido que Ulises, ante el canto de las sirenas, decidió escucharlas, pero atado al mástil, para tentarse y gozar, no para implicarse. El Ulises de hoy, mujer o varón, hace lo mismo: se excita amarrado a su PC, pero, temeroso, ya no permite que su cuerpo se involucre con el del otro.

"EL USO DE LAS MADRES" por Jorge Fontevecchia





Desde el inicio del gobierno de Kirchner, repetidas veces escribí para elogiar su voluntad por concluir la tarea que comenzó y dejó trunca Alfonsín de enjuiciar y condenar a todos los responsables por la desaparición, asesinato y apropiación de personas durante la última dictadura.
Percibí que el kirchnerismo utilizaba esta causa para ganar popularidad, y a veces esconder sus flaquezas en otros campos. Pero jamás pesó en mi ánimo esa manipulación más que el hecho de que la causa fuera justa.
No simpaticé con las opiniones de Hebe de Bonafini sobre diversos temas que no tenían estrictamente que ver con la desaparición, asesinato y apropiación de personas durante la dictadura. Pero nunca pesaron en mi ánimo sus declaraciones, a veces hasta aberrantes, más que la lucha que encarnó.
Hebe de Bonafini simpatizó aún menos con las defensas que las publicaciones de Editorial Perfil hacen del texto original del informe de la Conadep, donde también se critica a la guerrilla, y personalmente, junto con Robert Cox, fui criticado por llamar terroristas a quienes desde Montoneros o el ERP dispararon contra otras personas. Pero nunca pesó en mi ánimo mi aversión a cualquier guerrilla más que la emoción que siempre me produjeron esas frágiles mujeres que nunca claudicaron.
Tampoco coincidí con el uso que se hacía de la denominación Madres de Plaza de Mayo para tareas poco y nada relacionadas con su esencia, como la construcción de viviendas con fondos del Estado, con el riesgo de que alguien de su organización –no una Madre–, corrompido por la utilización que hace de la caja el oficialismo para cooptar voluntades, hiriera el legado sin manchas que ellas deben dejar en la historia. Pero nunca pesó en mi ánimo ese excesivo deseo de protagonismo de alguna de las Madres de Plaza de Mayo más que mi admiración por aquella gesta de 345 jueves manifestando solas frente a la Casa Rosada durante la dictadura.
Pero por primera vez, este martes pasado, algo pesó más en mi ánimo. El discurso de Cristina Kirchner llamando golpistas a quienes habían manifestado en contra de las retenciones o apoyaron esa protesta con cacerolas, teniendo como escolta en el escenario a las Madres de Plaza de Mayo me generó aprensiones que ya ningún otro sentimiento positivo logró aplacar.
Al Gobierno se le cayó una máscara. Carcomió la sinceridad de su sentimiento por el drama que las Madres de Plaza de Mayo representan. ¿Las seducen para poder usarlas de inviolable escudo ético ante cualquier ataque que el Gobierno reciba? ¿Por qué aceptó Cristina Kirchner que Hebe de Bonafini le entregue su pañuelo personal justo ese día, justo en ese acto? ¿Todos los que estén contra las medidas de la Presidenta están contra las Madres de Plaza de Mayo?
Fue triste ver al Gobierno dispuesto a utilizar los más nobles símbolos para pegar los más bajos golpes. Y que al verse amenazado, no repare en confundir, manipular y abusar de los buenos sentimientos de las personas con su ensalada retórica.
La semana anterior, en la Plaza de Mayo, pude palpar el combo de esa confusión: primero me agredieron los partidarios de D’Elía y pocos instantes después me insultó la diputada Victoria Donda, del Frente para la Victoria, la primera nieta de desaparecidos que llega al Congreso. Horas más tarde, D’Elía, en el clímax de su alegría por haber desalojado los cacerolazos, argumentó: “La Plaza es de las Madres de Plaza de Mayo”.
Conté que no sabía quién era Victoria Donda hasta la mañana siguiente, cuando hablé con ella por teléfono: me pidió disculpas porque la noche anterior estaba emocionalmente conmovida y combinamos encontrarnos al día siguiente en la editorial, para intercambiar experiencias sobre las consecuencias que la dictadura tuvo para nuestras vidas y plasmarlo en un reportaje.
Lo que no conté es que ese día, a la noche, llamó el jefe de prensa de la diputada para avisar que cancelaba el encuentro. Imaginé lo que había sucedido: esa tarde, Victoria Donda apareció fotografiada en la Casa Rosada, como lo ilustra la imagen de esta página. Pedí a la redacción que trataran de encontrarla en los actos en que participaría al día siguiente y le pasaran un celular para poder hablar con ella. Así fue, y la diputada pudo explicarme que se iba a Córdoba a un acto oficial que no estaba planificado, pero prometió a su regreso llamarme y encontrarnos esta misma semana. No llamó, y el miércoles la redacción repitió el operativo hasta encontrarla: “Ahora no, me aconsejaron que no lo hiciera, más adelante quizá sí”, dijo Victoria Donda.
El día anterior, cuando tras su discurso Cristina recibió el pañuelo de Bonafini y luego agradeció al puñado de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo que la acompañaban, estaba la diputada Donda. A pesar de haberme insultado, por la conversación que pude mantener telefónicamente con ella, me quedó la impresión de ser una persona bienintencionada a la que el Gobierno manipula, confunde y usa. Cuando hablé por teléfono, le dije: “No tenés nada de qué disculparte, vos también sos víctima de la confusión que crea este falso enfrentamiento”.
Estoy seguro de que algún día podré repasar con Victoria Donda lo hecho en la dictadura, y que su opinión no será la misma que hoy le inculcan desde el Gobierno. Pero la herida que el kirchnerismo dejó al usar a las Madres para acusar de golpistas a todos los que no lo apoyan no se reparará en un encuentro.

"LO DIFICIL QUE ES SER MUJER" por James Nielsen.





A la presidenta Cristina Fernández de Kirchner le gusta recordarnos que es una mujer. Como buena feminista, da a entender que se siente muy orgullosa de la condición que comparte con más de la mitad de la población mundial, pero también propende a tratarla como si fuera una suerte de discapacidad física, comparable con la ceguera o la parálisis, y que en consecuencia es deber de todos darle el beneficio de la duda. Suele prologar sus arengas, cada vez más frecuentes, aseverando que “siempre les dije que por ser mujer me iba a costar más” o, para variar, diciendo que cometió “el pecado de ser mujer” y aludiendo a su “aparente fragilidad”, lo que puede tomarse por un pedido de ayuda dirigido a sus compañeros masculinos, entre ellos aquel célebre caballero andante Luis D’Elía, o por un arranque de autocompasión destinado a desarmar a sus críticos poniéndose en el lugar de la víctima de fuerzas retardatarias oscuras.

Sea como fuere, sería con toda seguridad mejor que en adelante Cristina se abstuviera de insistir en lo tremendamente duro que es para una mujer desempeñar el papel de presidenta en un país que, a juicio de muchos, puede volverse ingobernable en cualquier momento. Al fin y al cabo, no le convendría del todo que la gente llegara a la conclusión de que está en lo cierto y que por lo tanto lo más sensato sería reemplazarla cuanto antes por alguien que no padezca de la desventaja que a su juicio le está ocasionando una cantidad creciente de problemas mayúsculos que no surgirían si un hombre estuviera al mando.


La idea de que, por ser una mujer, Cristina necesita ser rodeada de hombres listos para protegerla contra sus adversarios, está socavando su presidencia. Tanto la presencia de su marido Néstor Kirchner, a su lado en Plaza de Mayo, como el acto mismo, sirvieron para llamar la atención sobre la debilidad que siente y sobre el temor de que, si bien dice tener “la convicción” para llevar adelante el mandato, le resulte imposible hacerlo. Antes de iniciarse la gestión de su esposa, Néstor dio a entender que durante los meses primeros guardaría una distancia respetuosa a fin de no eclipsarla. Mal que mal, el esquema así propuesto no tardó en hacerse trizas. Y aquel acto con asistencia oficialista casi perfecta y una muchedumbre fletada confirmó que para actuar Cristina precisa que la rodee una especie de guardia pretoriana.

Pues bien: ¿tiene razón Cristina –y llamarla por su nombre de pila a secas ya podría considerarse sexista– cuando atribuye sus dificultades a su género? Hasta cierto punto, es evidente que sí. Una mujer corre riesgos si trata de comunicarse con la ciudadanía empleando un estilo que en el caso de un hombre resultaría adecuado. Mientras que un presidente macho puede cubrir de insultos a sus enemigos auténticos o meramente imaginarios sin que nadie se sienta demasiado ofendido, sobre todo si se trata de uno como Néstor que tiene fama de ser un cascarrabias atrabiliario, en boca de una presidenta agravios menos zahirientes bastan como para que decenas de miles de personas salgan enseguida a la calle para repudiarla, martillando cacerolas y gritándole consignas hostiles. Asimismo, se da por descontado que Néstor es un oportunista, pero Cristina brinda la impresión de ser una ideóloga apasionada que toma al pie de la letra aquellas rencorosas doctrinas setentistas que subyacen en sus peroratas.


Aunque la “dureza” rutinaria de Néstor molestaba a muchos, nunca dio lugar a manifestaciones callejeras equiparables con las desencadenadas por algunas palabras mal elegidas que pronunció su esposa. Es factible que la diferencia se haya debido a nada más siniestro que el transcurso del tiempo, que de estar Néstor aún sentado en el sillón presidencial las manifestaciones de repudio se celebrarían todos los días, pero no es muy probable. Mal que les pese a quienes creen que hablar de diferencias entre los dos géneros sexuales es de por sí discriminatorio, un hombre habitualmente furibundo es una cosa, y una mujer ídem resulta ser otra muy distinta.

Por lo demás, se equivocan los que dicen que los cacerolazos que presagiaron la caída del presidente Fernando de la Rúa fueron desatados por un discurso de contenido autoritario. Lo que los provocó fue la sensación de debilidad que supo difundir un mandatario desbordado por las circunstancias. Consciente de esta realidad, Cristina entiende muy bien que a menos que logre hacer valer la autoridad presidencial, su estadía en la Casa Rosada no tardará en convertirse en una ordalía penosa que culminaría de manera muy triste, pero por tratarse de una mujer, su forma de hacerlo no puede ser la misma que acaso serviría si fuera un hombre. Tanto aquí como en muchas otras partes del planeta, una mujer hombruna motiva más ridículo que respeto.


La necesidad de convencer al país de que es una presidenta de verdad, no un títere presentable manipulado por un hombre, está detrás de la agresividad que tanto ha contribuido a prolongar el conflicto con los latifundistas, chacareros, sojeros, ganaderos y otros que están protagonizando la rebelión del campo. No sólo es una cuestión de estilo, sino también de una lucha por mostrar que es ella la que manda, con la particularidad de que si brinda la impresión de ser una mujer mandona perderá.

En un intento de soslayar la dificultad así supuesta, Cristina procura hacer pensar que representa al pueblo agredido por una manga de oligarcas desalmados que quieren hambrearlo, de personajes nefastos que están operando contra la Patria como hicieron otros en el pasado no tan remoto, pero fuera del universo oficialista pocos aceptan interpretar el conflicto en tales términos. Nadie en sus cabales cree que los chacareros constituyan la vanguardia de una nueva dictadura ni que entre sus motivos para oponerse al “proyecto” de los Kirchner esté el hipotético disgusto que les produciría la política de Derechos Humanos del Gobierno que, dicho sea de paso, tiene más que ver con lo ocurrido treinta años atrás que con lo que sucede en tantos lugares en la actualidad.





Asimismo, la mayoría sabe muy bien que está en juego mucho más que los ingresos futuros de los agricultores, o incluso los precios de los alimentos en un momento en que están subiendo en el mundo entero, lo que debería ser una bendición para la Argentina en su conjunto, pero que desde el punto de vista del Gobierno es un desastre que tendría que atenuar aislando al país de las malditas tendencias internacionales. Tiene razón Cristina cuando dice que el país se ve ante una oportunidad histórica, pero esto no significa que la excéntrica estrategia agropecuaria que puso en marcha su marido y que ella está decidida a continuar, pueda brindar los frutos presuntamente deseados. Después de todo, aunque prohibir exportaciones cuando el resto del mundo está reclamando alimentos y tomar medidas encaminadas a desalentar a los productores podrían complacer al “pueblo” urbano, no ayudarán a enriquecer al país.


Si por los motivos que fueran Cristina resulta ser incapaz de granjearse el respeto del grueso de sus adversarios, su gestión no podrá sino terminar mal. Como a estas alturas entenderá, no le será fácil reinventarse. Aunque intercale “por favor” y “humildemente” en todas sus próximas alocuciones y deje de tratar a los hombres del campo como golpistas en potencia, su forma de hablar continuará levantando ampollas. Tal y como sucedió con la primera ministra británica Margaret Thatcher y también con la ex presidenta Isabel Perón, el estilo didáctico favorecido por Cristina irrita mucho a quienes lo consideran típico de una maestra de escuela obligada a tratar infructuosamente de instruir a alumnos atrasados acerca de sus deberes. Aunque la intelectualidad progre británica la detestaba, la Dama de Hierro nunca perdió el apoyo de la clase media y de una parte sustancial de la obrera, lo que le permitió gobernar sin demasiados sobresaltos hasta que los hombres de su propio partido optaran por voltearla, pero a pesar de ser ella misma de la clase media urbana, Cristina la tiene en contra. Asimismo, en la Argentina por lo menos escasean las mujeres que estén dispuestas a solidarizarse con ella por considerarla la abanderada de su género. A juzgar por las manifestaciones callejeras de las semanas últimas, abundan las mujeres que la encuentran insoportable.

¿Qué es lo que tanto las enfurece? La palabra que más se oye cuando se alude a su estilo es “soberbia”, ya que parece acostumbrada a mirar por encima del hombro a todos sus compatriotas, tratando incluso a miembros del Gobierno como si formaran parte de la servidumbre. Puede que tal actitud no se haya debido a la convicción de la superioridad intelectual propia, sino a la inseguridad que naturalmente siente una mujer sin mucha experiencia administrativa y que, por lo demás, no estaría donde está de no haberlo decidido su marido, en un ámbito, el del peronismo, que siempre se ha visto dominado por machos que se ufanan de sus atributos masculinos, pero así y todo es urticante. Y aunque pocas sienten la nostalgia por la dictadura militar que les imputa Cristina, no les resultan persuasivas en absoluto las pretensiones “progresistas” de un gobierno que tiene mucho en común con los de signo “derechista” encabezados por Héctor Cámpora, los Perón y Carlos Menem.

lunes, 7 de abril de 2008

"Borges y los piqueteros." por Mario Vargas Llosa



La biblioteca "Miguel Cané", en el barrio bonaerense de Boedo, es un modesto local de techos altos y viejos anaqueles y pupitres de lectura, que se ha convertido en un sitio de peregrinación cultural para todo visitante más o menos alfabeto que llega a Buenos Aires. Porque aquí trabajó Jorge Luis Borges nueve años, de 1937 a 1946, como humilde auxiliar de bibliotecario, registrando y clasificando libros en un estrecho cuartito sin ventanas del segundo piso, donde ahora se exhiben, en una vitrina, las primeras ediciones de algunos de sus libros.


Borges es una de las cosas más notables que le ha pasado a la Argentina y a la literatura. Los piqueteros son emblema de la otra Argentina, la que optó por la barbarie.

No hace mucho pasó por aquí el escritor inglés Julian Barnes y dejó estampada su admiración por el autor de Ficciones. Siento de pronto emoción imaginando aquellos años oscuros de ese auxiliar de biblioteca que, según la leyenda, en la hora de tranvía que le tomaba ir y venir de su casa a su trabajo, se enseñó a sí mismo el italiano, y leyó y poco menos que memorizó La Divina Comedia, de Dante. Además, claro, de darse tiempo para escribir los cuentos de su primera obra maestra, Ficciones (1944).

Borges es una las cosas más notables que le ha pasado a la Argentina, a la lengua española, a la literatura, en el siglo veinte. Y es seguro que esa particular forma de genialidad que fue la suya -por lo excéntrico de sus curiosidades, su oceánica cultura literaria, lo universal de su visión y la lucidez de su prosa- hubiera sido imposible sin el entorno social y cultural de Buenos Aires, probablemente la ciudad más literaria del mundo, junto con París. Ambas capitales tienen encima, como segunda piel, una envoltura literaria de mitos, leyendas, fantasías, anécdotas, imágenes, que remiten a cuentos, poemas, novelas y autores y dan una dimensión entre fantástica y libresca a todo lo que contienen: cosas, casas, barrios, calles y personas.

Mucho de aquella Argentina de lectores voraces y universales, de cosmopolitas frenéticos y políglotas desmesurados, está todavía presente en la desfalleciente Buenos Aires a la que vuelvo luego de algunos años: en sus espléndidas librerías de Florida y Corrientes abiertas hasta altas horas de la noche, en sus cafés literarios donde se cocinaron grandes polémicas estéticas y políticas, y cuajaron esas revistas culturales que circulaban por toda América Latina como ventanas que nos descubrían a los latinoamericanos todo lo importante que en materia artística y literaria ocurría en el resto del mundo. Las paredes del Café Margot están llenas de inscripciones, fotos y recuerdos de los ilustres escribidores, músicos y pintores que se sentaron, bebieron y discutieron hasta altas horas en estas mesitas frágiles y apretadas donde, con un grupo de amigos, recordamos algunas glorias extintas: Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, José Bianco. En un rincón del célebre Café Tortoni hay una mesa con un Borges de tamaño natural, hecho de papier-maché.

Pero es sobre todo en ciertas personas donde aquella tradición civil e intelectual está aún viva y coleando: después de muchos años tengo la alegría de ver al ensayista y filósofo Juan José Sebreli y unos pocos minutos de conversación me bastan para comprobar, de nuevo, la solidez y vastedad de su información filosófica, la desenvoltura con que se mueve por los mundos de la historia, las ideas políticas y la literatura. Como muchos argentinos que he conocido, me da la impresión de haber leído todos los libros.

Borges fue destituido de su empleo en la biblioteca "Miguel Cané" por el gobierno de Perón, en 1946, y degradado, por su anti-peronismo, a la condición de inspector municipal de aves y gallineros. El hecho es todo un símbolo del proceso de barbarización política que latinoamericanizaría a Argentina y revelaría a los argentinos al cabo de los años que, en verdad, no eran lo que muchos de ellos creían ser -ciudadanos de un país europeo, culto, civilizado y democrático, enclavado por accidente en Sudamérica- sino, ay, nada más que otra nación del tercer mundo subdesarrollado e incivil.

La involución del país más próspero y mejor educado de América Latina -una de las primeras sociedades en el mundo que gracias a un admirable sistema educativo derrotó al analfabetismo- a su condición actual, es una historia que está por escribirse. Cuando alguien la escriba, lo que saldrá a la luz tendrá la apariencia de una ficción borgiana: una nación entera que, poco a poco, renuncia a todo lo que hizo de ella un país del primer mundo -la democracia, la economía de mercado, su integración al resto del globo, las instituciones civiles, la cultura de brazos abiertos- para, obnubilada por el populismo, la demagogia, el autoritarismo, la dictadura y el delirio mesiánico, empobrecerse, dividirse, ensangrentarse, provincianizarse, y, en resumidas cuentas, pasar de Jorge Luis Borges a los piqueteros.

Son emblema de la otra Argentina, la que rechazó el camino de la civilización y optó resueltamente por la barbarie. En sus orígenes eran, al parecer, desempleados y marginales que salían a reclamar atención y trabajo de un poder que los ignoraba, de un mundo oficial sin alma, que daba la espalda a los más necesitados. Ahora, más bien, son las fuerzas de choque del poder político. Antenoche han salido con sus bombos y sus garrotes a enfrentarse a los simpatizantes de los agricultores que protestan en la Plaza de Mayo por los nuevos impuestos decretados por el gobierno de Cristina Kirchner para los productos agrícolas. Y, en efecto, los dispersan a palazos y a patadas, en nombre de la revolución.

¿Cuál revolución? La del odio. Lo explica muy bien el líder piquetero Luis D'Elía, afirmando que la culpa de esta movilización de agricultores contra el gobierno la tienen "los blancos". Añade que él "odia" a los blancos del Barrio Norte y quisiera "acabar" con todos ellos. Pregunto a mis amigos argentinos qué quiere decir el líder piquetero con aquello de "blancos". Porque, por donde yo miro, en la Argentina, por más esfuerzos que hago, sólo veo blancos. ¿Quiere acabar, pues, el piquetero con 40 millones de sus compatriotas? No veo argentinos negros, ni cholos, ni indios, ni mulatos, salvo turistas o inmigrantes: ¿únicamente a ellos está dispuesto D'Elías a salvar de sus fantasías homicidas y racistas?

Unos días más tarde, tengo ocasión de inspeccionar muy de cerca a un par de centenares de piqueteros que emboscan el autobús que me lleva, de la Bolsa de Rosario al local del Instituto Libertad, que cumple 20 años, un aniversario que un buen número de liberales del mundo entero hemos venido a celebrar. Como quedamos inmovilizados por la joven hueste de don Luis D'Elías -o tal vez alguna peor, pues ésta es sólo ultra, y en la Argentina hay ultra-ultra y más- entre 10 y 15 minutos en la Plaza de la Cooperación, mientras ellos, imbuidos de la filosofía de aquel mentor, destrozan los cristales del autobús y lo abollan a palazos y pedradas y lo maculan con baldazos de pintura, tengo tiempo de estudiar de cerca las caras furibundas de nuestros atacantes. Son todos blanquísimos a más no poder. Mis compañeros y yo guardamos la compostura debida, pero no puedo dejar de preguntarme qué ocurrirá si, antes de que vengan a rescatarnos, los aguerridos piqueteros que nos apedrean lanzan adentro del ómnibus un cóctel molotov o consiguen abrir la puerta que ahora sacuden a su gusto. ¿Celebraré mis 72 años -porque hoy es mi cumpleaños- tratando de oponer mis flacas fuerzas a la apabullante furia de esta horda de salvajes? Cuando pasa todo aquello, la joven periodista ecuatoriana Gabriela Calderón -es tan menuda que consiguió encogerse debajo del asiento como una contorsionista- me pregunta muy en serio si estas cosas me ocurren en todas las ciudades que visito. Le respondo que no, que esto sólo me ha ocurrido en la queridísima ciudad de Rosario.

Lo es para mí, por los buenos recuerdos que guardo de ella, y porque es la tierra de mi amigo Gerardo Bongiovanni y de Mario Borgonovo, un publicista que, cuando se lanza a cantar tangos, hasta los ángeles del cielo bajan y los diablos del infierno suben a escucharlo. Gerardo fundó, con cuatro amigos, en 1988, la Fundación Libertad, para promover las ideas liberales en su país. 20 años después, el Instituto es un foco de pensamiento, de debates, de publicaciones, de seminarios y conferencias que entablan una batalla diaria por la modernidad, la tolerancia, el progreso, la democracia y la prosperidad contra quienes se empeñan en seguir retrocediendo a la Argentina hacia lo que Popper llamaba "la cultura de la tribu". Durante los diálogos, mesas redondas y exposiciones de estos días, como en la mañana emocionante de mi visita a la biblioteca "Miguel Cané", de Boedo, me digo, esperanzado, que no todo está perdido, que todavía el fantasma de Borges podría despertar a la Argentina de la pesadilla de los piqueteros.