miércoles, 19 de diciembre de 2007

VIDEOPOLÍTICA I: "La (in)cultura cívica del Homo Zapping" por Gustavo Martínez Pandiani

Cómo la televisión modificó la forma de hacer campaña. Del político "piantavotos" al "piantarating". El nuevo género: el "polianment".

esde su nacimiento, la televisión se perfila como un típico medio de comunicación de masas. Su particular tecnología ofrece la promesa -o la amenaza- de llegar en forma simultánea a millones de receptores con un mensaje atractivo por su formato audiovisual. Asimismo, se hace evidente que este novedoso dispositivo de imagen y sonido asegura la difusión de contenidos uniformes, singularmente apropiados para la “demanda promedio” de grandes y variadas audiencias.

A poco más de cincuenta años de su irrupción social, la televisión -junto al trabajo y el sueño- ocupa la mayor parte de la vida cotidiana de un considerable número de personas. Para ellos, la TV constituye una fuente primordial de información al momento de buscar respuestas a las preguntas que, como ciudadanos, se plantean. Ante la necesidad de evaluar opciones políticas y tomar decisiones electorales, se observa en los votantes una clara tendencia a recurrir a los medios masivos de comunicación (en especial a la televisión) en lugar de dirigirse a los comités u otras organizaciones partidarias.

Con sus versiones por cable y por satélite, la TV es en la actualidad el más eficiente sistema de transmisión de símbolos creado por el hombre. En efecto, la televisión logra generar un poderoso “vínculo personal” con cada ciudadano y, en consecuencia, se ha convertido en la más influyente instancia del proceso de formación de la opinión pública. La significancia de dicha influencia se acentúa en los períodos preelectorales ante la necesidad de los partidos políticos de comunicar a gran escala sus ofertas proselitistas.

Uno de los primeros investigadores que ubican a la TV en el centro neurálgico de la relación entre política y comunicación es Roland Cayrol. A mediados de los años setenta, este experto francés realiza una serie de pormenorizados estudios sobre la influencia de los medios en las campañas electorales en Gran Bretaña, Francia y Bélgica. El trabajo de Cayrol arroja un resultado que en aquel momento sorprende al mundo académico: "la televisión constituye el medio de masas preferido por los votantes".

Según Cayrol, la preponderancia de la TV respecto de otros medios masivos se debe fundamentalmente a que ella representa “el único lugar y el único momento” en que un candidato se pone en contacto simultáneo con “todos los electores”, más allá de que éstos estén a favor o en contra de su postulación e independientemente de sus perfiles sociodemográficos. Ningún otro medio de comunicación permite a los políticos tan fácil acceso a semejante universo de ciudadanos.

Al convertirse en el espacio central de la confrontación electoral, la televisión cambia profundamente las reglas de juego de la Comunicación Política moderna. La TV ya no sólo refleja los acontecimientos políticos sino que además los produce. Con el objeto de difundir sus respectivos discursos políticos, los candidatos se vuelcan a la “arena audiovisual” y, en ella, protagonizan entrevistas, debates y anuncios. Podría afirmarse que los últimos días de campaña marcan una virtual yuxtaposición de los sistemas político y televisivo.

Pese a que el surgimiento de la TV ensombrece el papel de otros medios históricamente utilizados para comunicar la política, es erróneo creer que las herramientas proselitistas tradicionales están condenadas a desaparecer. De hecho, la televisión convive hoy con un conjunto de instrumentos más clásicos tales como los actos partidarios, las caravanas y las caminatas.

No obstante, es innegable que la TV condiciona fuertemente el uso las demás formas de Comunicación Política dado que éstas son diseñadas “en función de su televisación”. Esta circunstancia convierte a la televisión en una instancia genuinamente creadora del propio sistema de poder. Como canal audiovisual que pone el énfasis en los “grandes momentos”, la TV marca el ritmo de la campaña y le da el tono a la puja política. Obviamente, los episodios destacados de la lucha electoral suelen ser los “grandes momentos televisivos”.

Cierto es que la incursión del micrófono y la cámara de TV en el campo político provoca un desplazamiento paulatino de algunos géneros comunicacionales que otrora ocupaban un papel preponderante en el marco de las campañas electorales. Así, la conferencia radial, el noticiero cinematográfico y el discurso parlamentario pierden relevancia ante la aparición de nuevos géneros televisivos como por ejemplo el spot publicitario, la mesa de debate y los programas no-políticos, sean éstos últimos de actualidad, entretenimiento o -incluso- humorísticos.

Sin embargo, el advenimiento de la “telepolítica” debe ser estudiado en un contexto sociológico más amplio. En tal sentido, pueden identificarse cinco procesos de fondo que ayudan a comprender en profundidad el impacto de la TV en la Comunicación Política moderna. Ellos son:

Mediatización de la política

Audiovisualización de la política

Espectacularización de la política

Personalización de la política

Marketinización de la política


Mediatización de la política


Casi sin excepción, los actores del sistema de poder se ven hoy condicionados por una suerte de “paradigma mediático” que domina las posibilidades concretas que tienen a la hora de comunicar sus planes y sus logros, tanto en el terreno proselitista como en el de la administración gubernamental.

Dicho paradigma surge esencialmente como consecuencia de dos fuerzas simultáneas. Por un lado, la clase política pierde –merced a la autodestrucción de una porción significativa de su credibilidad- la capacidad de dirigir la agenda de discusión pública de la sociedad. Por otra parte, los medios masivos se adueñan de ese espacio vacante, ubicándose en el centro de la escena de la Comunicación Política. El visionario teórico canadiense Marshall MacLuhan sintetiza el fenómeno en una frase magistral: “el medio es el mensaje”.

De este modo, los medios colonizan la potestad de construir, emitir y descifrar la mayoría de los mensajes políticos que reciben los ciudadanos. La acostumbrada “centralidad política de la comunicación” se transforma –a partir de los años 1980s- en una verdadera “centralidad comunicacional de la política. El experto italiano Giorgio Grossi sostiene que la adopción de la actual perspectiva mediológica de la política hace que candidatos y gobernantes dejen de lado viejas concepciones centradas en los partidos y avancen hacia un acelerado proceso de despartidización de la puja electoral. En efecto, la cantidad de personas que dilucidan sus interrogantes políticos en los medios ha crecido en la misma proporción en que ha disminuido el número de aquéllas que lo hacen en los locales partidarios.

En la actualidad, en lugar de ser la prensa quien corre detrás de la acción de candidatos y funcionarios, son los actores políticos quienes parecen correr detrás de la acción de los medios. Más aún, son los medios de comunicación los que imponen las reglas de juego del debate político pues son ellos quienes seleccionan las cuestiones, priorizan los temas, marcan los tiempos, y formulan las predicciones del devenir político.

Así, en aras de lograr su legitimación social, la acción política depende de su presentación pública y de la difusión de sus resultados, tareas para las cuales requiere de modo inevitable de los medios masivos. Por ello, toda cobertura periodística del acontecer político tiene que adaptarse a dos exigencias básicas de la lógica mediática:

los acontecimientos deben poseer “valor noticia”;

los acontecimientos deben contar con una atractiva “puesta en escena”.

Este replanteo operativo de la dinámica partidos-prensa provoca un virtual predominio de la lógica mediática por sobre la lógica política. Mientras los acontecimientos políticos son complejos y responden a una multiplicidad de factores, su representación mediática es simplista y se apoya en la selección y dramatización de unas pocas aristas. Como sostiene el especialista alemán Thomas Meyer, la validez de la “lógica procesal” de los partidos es anulada en gran medida por el imperio de la “lógica de la presentación” de la prensa. Hoy son los medios quienes, con su predilección por la emotividad simbólica, regulan el acceso a los escenarios de la Comunicación Política masiva.

Gracias a su omnipresencia virtual e impresionante potencia tecnológica, los medios de comunicación se sitúan en el corazón de las sociedades contemporáneas y producen una sustancial mutación en los roles que ocupan dirigentes, militantes, periodistas y funcionarios. Frente a la apertura de novedosos espacios de difusión masiva, las pintadas callejeras, las movilizaciones multitudinarias y otras demostraciones de lealtad partidaria se debilitan. Mientras los prejuicios de los candidatos hacia los foros mediáticos se disipan, crece la asignación de recursos de campaña destinados a acciones de prensa y publicidad.


Audiovisualización de la política


Hace ya ochenta años, en su clásica obra Public Opinion, el prestigioso investigador estadounidense Walter Lippman advierte que la imagen es la forma más segura de transmitir una idea. La Comunicación Política de nuestros días demuestra con contundencia el acierto de Lippman. Mientras algunos nostálgicos se resisten a abandonar el tradicional discurso de barricada, el grueso de la clase política mira con resignación como el novedoso “mensaje vía imagen” se ubica entre los más utilizados recursos del decir político.

El tratamiento fundamentalmente audiovisual de las campañas y la transformación de los partidos y sus líderes en engranajes de un juego proselitista centrado en las pantallas de televisión hacen que las elecciones se asemejen más a una compulsa de imágenes que a una contienda de propuestas. De allí que el régimen político actual sea caracterizado como una suerte de “democracia audiovisual” en la que la Comunicación Política es pensada y organizada en función de la TV.

Esta preponderancia de los formatos audiovisuales por sobre los textuales convierte a la televisión en el espacio público más consultado por los ciudadanos a la hora de definir su conducta en las urnas. Hoy la TV es la principal usina de información política del proceso de formación de la opinión pública y, al mismo tiempo, el lugar predilecto para el montaje del debate político. Gobernantes, dirigentes y candidatos recurren a ella a efectos de interpretar sus papeles y difundir sus planes y promesas.

El famoso debate televisivo de 1960 entre los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, John F. Kennedy y Richard Nixon, marca un hito histórico que consolida la audiovisualización de la política. A partir de entonces, en muchos países los debates por TV pasan a ser una instancia crucial de la confrontación electoral. Aspectos tales como la apariencia estética (el tan mentado look), las capacidades oratorias y actorales, la agilidad para argumentar y refutar, y la utilización de lenguaje de alto impacto se aseguran una consideración prioritaria en la tarea de discutir la política.

Esta inusitada influencia del paradigma audiovisual en la acción proselitista y de gobierno permite al catedrático Giovanni Sartori acuñar -con claro tono peyorativo- el término “videopolítica”. Según el experto italiano, ella se caracteriza por el establecimiento de una particular relación cerca-lejos entre el ciudadano-telespectador y el político-telemisor en la que el principal vehículo de comunicación es la imagen, lo que se ve. En verdad, la propia naturaleza del liderazgo político es afectada por el formato audiovisual de la TV toda vez que, en las pantallas de las teledemocracias contemporáneas, las condiciones del líder se entremezclan con fenómenos distorsivos como la fama, el reconocimiento y la popularidad.

Sin embargo, debe aclararse que la imagen de un dirigente no se reduce a su apariencia física o superficial. En efecto, la imagen es el conjunto de percepciones que los receptores construyen sobre dicha persona a partir de diversos aspectos de su ser, de su actuar y de su parecer. Así, signos visibles del político tales como sus rasgos, su vestimenta, sus gestos y su mirada se complementan con sus convicciones, su historia de vida, su ideología y sus pertenencias familiar, profesional y partidaria.

Por ello, la verdadera lucha electoral no se da en las pantallas de televisión sino en las mentes y en las emociones de los votantes. Esta definición supone pues un proceso de construcción de la imagen en el que –además del medio- intervienen en forma simultánea el emisor y el receptor. El político intenta posicionarse con base en las características que según su criterio lo convierten en la mejor opción. El electorado evalúa dichas características de acuerdo con su propia escala de valores y asigna al emisor aptitudes y actitudes que pueden o no coincidir con la realidad.

En definitiva, la imagen pública se produce precisamente en el plano de intersección de estas dos dimensiones: el posicionamiento del candidato y las asignaciones que los votantes le formulan. Además, la edificación audiovisual de la imagen de una figura política realizada por su equipo de creativos profesionales (el making del candidato) no puede sostenerse en el largo plazo si existe una contradicción flagrante entre el rol y su ocupante.

En sentido estricto, la imagen emitida por televisión no es verdadera ni falsa; es virtual pues está en una dimensión diferente, la de las percepciones. Como es sabido, en el ámbito de la Comunicación Política estas percepciones se orientan mediante la utilización de un número variado de signos y símbolos entre los que se destacan los colores, sonidos, diseños, objetos, testimonios y efectos visuales.


En síntesis, la abrumadora preponderancia de los formatos audiovisuales en las democracias contemporáneas modifica las reglas de representación política vigentes hasta hace algunos años. En términos operativos, los responsables de la comunicación electoral y de gobierno han dejado de observar las normas del paradigma político de los partidos para comenzar a regirse por pautas originadas en el paradigma mediático de la TV. De este modo, el sistema comunicativo de la imagen impone nuevos criterios que obligan a la clase dirigente a adaptarse a una lógica distinta: la lógica de show televisivo.


Espectacularización de la política


La televisión como medio masivo tiende a enfocar la política desde una perspectiva centrada en el consumo y el espectáculo. En el lente de la TV, la vida de la polis se reduce a la escenificación dramatizada de un seleccionado conjunto de imágenes y símbolos de poder que resultan elocuentes y representativos. En rigor, la ilustración audiovisual de la lucha política está guiada por el objetivo mismo de dicho medio de comunicación: el entretenimiento. Este “enfoque espectacular”, que busca hacer de la noticia política una pieza atractiva para el telespectador, adquiere así una influencia determinante al momento de definir el carácter, las manifestaciones y hasta la propia naturaleza de la actividad proselitista y de gobierno.

El filtro de espectacularidad que la cobertura televisiva aplica al mundo electoral y de la gestión pública genera en el sistema político una suerte de representación teatralizada de sus principales roles. El dirigente se convierte en un “actor” de la arena mediática que cumple un papel determinado no tanto por las necesidades de su agrupación partidaria como por las exigencias del medio en cuestión. Como ejemplo de ello, la política-espectáculo rechaza las argumentaciones de fondo o técnicas y privilegia la puesta en escena en toda su dimensión formal; la sustancia del mensaje pierde el primer plano a manos de la performance de los mensajeros. El fundamentado “qué decir” de la política deja su lugar al impactante “cómo decir” de la televisión

Sin embargo, la TV ofrece a gobernantes y candidatos una proyección de su imagen tan masiva que resulta inigualable como recurso propagandístico y publicitario. Para ello cuenta con la capacidad de crear, como efectiva ficción, la existencia de una relación directa -casi personal- entre los líderes y la gente, entre los postulantes y los votantes. En verdad, el mayor beneficio que la televisión brinda a los actores políticos es su llegada simultánea a todos los estamentos sociales y demográficos. De allí que la pequeña pantalla sea utilizada indistintamente para hacer conocido un dirigente, reforzar apoyos, criticar adversarios, convencer independientes o seducir indecisos y escépticos.

Si bien la mayoría de las investigaciones realizadas en los últimos cuarenta años concluye que -merced a las resistencias selectivas de los receptores- la televisión no es tan eficaz como arma electoral, es innegable que ésta tiene hoy una influencia sustancial en el proceso de estructuración del discurso político. Se trata en esencia de un potente efecto de “neutralización discursiva” que la TV produce al uniformar los contenidos políticos y ajustarlos a los parámetros estéticos de la industria del esparcimiento. Incluso, la eficacia del discurso televisivo llega en ocasiones a transformar al discurso político en una especie de teatro tautológico de alcance multitudinario.

En efecto, además del principal transmisor de información utilizado para llegar a los ciudadanos, la TV es en sí misma una virtual productora de hechos políticos. Estos hechos son, en realidad, “pseudo-acontecimientos” de generación mediática y repercusión política. Este proceso de espectacularización del poder adquiere en la televisión actual dos versiones operativas. La primera de ellas, de carácter periodístico, consiste en la incursión de funcionarios y candidatos en programas de TV, sean éstos de análisis específico o de interés general. Aquí, el ejemplo más extremo es la participación guionada de algunos políticos en ciclos de humor o ficción. La segunda versión, de corte publicitario, está dada por su aparición en cuidados spots, anuncios pagos o infomercials que se proyectan durante las tandas del horario central. En ambos casos, la búsqueda del impacto comunicacional se logra por vía de detalles de realización audiovisual y se apoya en la imagen que se emite.

Dado que la construcción televisiva de la imagen política obedece pautas originadas en el negocio del entretenimiento y el advertisement, la clave del éxito radica en las cualidades personales -reales o supuestas- de la figura pública en cuestión. En tal caso, lo que cuenta no es tanto su afiliación partidaria o su identidad ideológica sino más bien su aspecto físico, su personalidad, su simpatía y su habilidad para la seducción retórica y gestual.

Por aplicación de su lógica del espectáculo, la TV evalúa los acontecimientos políticos de acuerdo con parámetros de rating más que con criterios de calidad institucional. En consecuencia, la televisión privilegia la presencia en sus pantallas de individuos que -sea por polémica o por divertimento- logran atraer a los telespectadores, aún a sabiendas de que no representan el pensamiento mayoritario de la sociedad. Ello explica su inocultable preferencia por los portadores de modos histriónicos y mensajes conmovedores; incluso cuando éstos sólo expresan meras enunciaciones que habitualmente no adquieren relevancia en el terreno de la política concreta.

De este modo, la era de la TV incorpora al imaginario colectivo una nueva figura de la desgracia política; a los ya clásicos políticos “piantavotos”, agrega ahora los políticos “piantarating”. Estos son dirigentes que no han querido o no han podido sortear las barreras de ingreso a la videopolítica; candidatos y gobernantes que no logran adaptarse a las reglas del juego mediático que les impone la televisión. Se trata de representantes que no traducen su eficacia política en términos de eficacia comunicacional; sea porque hablan “demasiado largo”, porque son dueños de un estilo aburrido o anticuado, o simplemente porque carecen del carisma audiovisual que exige la TV.

Así el dilema que enfrentan los políticos contemporáneos radica en que, por un lado, si éstos no aceptan las imposiciones del estilo televisivo desaprovechan una plataforma discursiva extremadamente productiva y, por otro, si “transan” con las pautas del show mediático pueden ser percibidos como personajes frívolos o superficiales. Para colmo, mientras una acertada participación en la TV suele afianzar su reconocimiento popular, una exposición televisiva inapropiada o exagerada produce un fulminante deterioro de su imagen pública. En suma, la TV es para los políticos un medio en el que las apuestas comunicacionales son altamente riesgosas; un ámbito desafiante rodeado de potenciales grandes ganancias y probables grandes pérdidas.

Paralelamente, los límites que por décadas dividen la “televisión política” de la “televisión no-política” se desvanecen en los últimos años. La incorporación de renovados “formatos de entretenimiento” a los clásicos programas de periodismo político resulta en una verdadera invasión de esquemas espectaculares, historias de vida y enfrentamientos estereotipados al momento de analizar el mundo electoral y gubernamental. El efecto que en dicha arena tiene la TV se pone de manifiesto en la vigencia de numerosos “talk shows de la política” que presagian el surgimiento de un nuevo género comunicacional: el "politainment”.

Esta híbrida mezcla de política y entretenimiento se logra mediante el montaje mediático de eventos políticos, diseñándolos especialmente para su cobertura televisiva. A fin de garantizar el impacto comunicativo buscado, se refuerza la puesta en escena con una dosis adicional de espectacularidad audiovisual. Los medios producen estos cuidados montajes para diversos tipos de evento que van desde un multitudinario cierre de campaña hasta la obstrucción de una cacería de ballenas en alta mar. En estos casos, las instituciones involucradas (partidaria o ecologista según corresponda) persiguen un objetivo común: traducir su acción política en material comunicable y atrayente para la televisión. En definitiva, el politainment como género se propone asegurar la difusión masiva de ciertos hechos políticos, eludiendo el desinterés de una teleaudiencia que, muchas veces, recibe la información más como espectadora que como ciudadana.

VIDEOPOLÍTICA II: "La marketinización de la política" por Gustavo Martínez Pandiani*







En la actualidad, la organización de los actos proselitistas (selección de vestuario, oradores, escenografía, líneas discursivas, etc.) se hace cada vez más en función de los estándares de espectacularidad que requiere la TV. Las personas que concurren a presenciar dichos actos públicos han dejado de ser los destinatarios reales del mensaje político que allí se emite. En rigor, se han convertido en meros actores de reparto de una obra más amplia y mediatizada que tiene como verdadera audiencia a los millones de individuos que, a través del televisor, reciben el mensaje en la comodidad de su living.

Las fórmulas de expresión de la TV, más preocupadas por el significante que por el significado, refuerzan notablemente la relevancia de la puesta en escena de los actos políticos. Como consecuencia de ello, detalles como quién acompaña al candidato en el podio, qué ropa viste éste, cuál es el momento propicio para destacar la presencia de su esposa, qué horario es más conveniente para su cobertura en vivo y en directo, y cómo se musicaliza el cierre del evento pasan a ser objeto de una minuciosa consideración por parte de los equipos de campaña.

En resumen, el paradigma televisivo persigue siempre un objetivo primordial: magnificar la actuación del político que protagoniza el acontecimiento por comunicar. En términos electorales, ello implica que, de acuerdo con la lógica audiovisual, el corazón de la campaña es el candidato, y el corazón del candidato, su imagen. De allí que el núcleo estratégico de la “comunicación política” moderna esté constituido, esencialmente, por la imagen del candidato. Su caracterización como persona es para la TV más atractiva que su representación partidaria o doctrinaria; sus virtudes y defectos como individuo son para ella más interesantes que la viabilidad de sus ideas o el nivel técnico de sus propuestas de gobierno.

Personalización de la política

El fenómeno de la personalización se da cuando el primer plano de la comunicación masiva es ocupado por cuestiones privativas de los ocupantes del rol antes que por aspectos vinculados con las ideas que ellos representan. De acuerdo con esta visión personalista de la polis, el prestigio o desprestigio individual de los candidatos es transferible al de las organizaciones que encabezan; y la competencia o incompetencia de los funcionarios simboliza la calidad de las decisiones que adoptan. En consecuencia, algunos políticos se convierten en símbolos mediáticos y el ciudadano común tiende a privilegiar el valor de sus figuras personales, más que el de sus plataformas, en el momento de definir sus opciones en las urnas.

Si bien la pobreza de las actuales propuestas proselitistas obedece, en gran medida, a la escasez de definiciones programáticas de parte de los propios candidatos, es innegable que dicha patología partidaria se agrava por la manera en que los medios de comunicación llevan a cabo su cobertura de la lucha electoral. La presentación simplista y frívola de las responsabilidades públicas, el tratamiento estereotipado de los postulantes y la carencia de información detallada acerca de los planes en puja coadyuvan a la consolidación de este acelerado proceso de personalización del sistema de poder.

La televisión refleja a los protagonistas de la contienda política desde su particular perspectiva; su enfoque los faranduliza y los presenta como “celebridades” que, más que competir por cargos de autoridad, parecen pelear por meros espacios emotivos. La dimensión individual del dirigente desplaza del núcleo de la crítica mediática a otras aristas, como son sus pertenencias sociales, institucionales e ideológicas. En palabras de Roland Cayrol, la “comunicación política” moderna refuerza tanto el papel de las personalidades, que termina confiando a la TV la elaboración de la imagen que los ciudadanos perciben de sus propios gobernantes. Para ello, la televisión adquiere, incluso, cierta autonomía, pues es la encargada de asignar valores —positivos o negativos— a los rasgos dirigenciales que ella misma produce, difunde e interpreta.

Con la irrupción de la televisión adquiere vital relevancia la performance mediática del político, es decir, su desempeño comunicacional en el momento de enfrentar a la prensa. Su inevitable participación en programas de TV obliga a los gobernantes y postulantes a fortalecer sus habilidades de teatralidad e interpretación; en especial debido a la gran dosis de emotividad y gestualidad que este medio les exige. Como prueba de ello, cabe señalar que, al día siguiente de celebrado un debate televisivo, los telespectadores poseen una clara "sensación" acerca de quién “ganó” la discusión, aún a pesar de no poder recordar el contenido de las argumentaciones esgrimidas por los contrincantes. En rigor, la lógica de la TV hace que sea percibido como ganador aquél que “pareció” más firme, sereno, seductor, simpático, seguro o inteligente. Desde la óptica del paradigma audiovisual, la clave del éxito radica en las dotes de expresividad y seducción del mensajero más que en la solidez del mensaje emitido.

De este modo, la televisión impone a la “comunicación política” sus peculiares parámetros estéticos. En cuanto al uso del lenguaje, la teleaudiencia prefiere, en general, los estilos simples, directos y moderados. De allí que suela juzgar, con gran severidad, a aquellos que en la pequeña pantalla se enfadan con exageración, se excitan en exceso o son demasiado mordaces con sus interlocutores. Asimismo, se observa una fuerte predilección de la TV por la "autoreferencialidad" y "cotidianización" de los testimonios políticos. Ambas tendencias apuntan a humanizar la imagen del dirigente, dotándolo de rasgos de confianza y credibilidad. Para ello, nada mejor que la presencia informal, conversacional —casi amistosa— que le confiere el medio audiovisual. Este sentimiento de cercanía, de proximidad, que irradia el discurso televisivo genera en el público la fantasía de que no existe gran distancia entre líderes y seguidores.

Como respuesta a la creación de dicha ilusión, el "político mediático" no sólo actúa pensando en los votantes, sino que, además, lo hace pensando en los televidentes. Virtualmente, se trata de un emisor que debe considerar en forma simultánea las expectativas no siempre coincidentes de estas dos clases de destinatario. Ello implica que un mismo mensaje electoral puede estar diseñado correctamente en términos políticos, pero presentar un formato inapropiado para la lógica de la televisión. O viceversa.

No obstante, este enorme poder de construcción de imagen que posee la televisión es equivalente a su capacidad de destrucción. La cobertura masiva de actos fallidos, errores de información, furcios, incidentes ridículos o torpezas físicas amplifica tanto el daño sufrido en la figura de un candidato, que hasta puede afectar sus chances electorales. Al mismo tiempo, la personalización de las opciones electorales ensombrece el histórico papel de las organizaciones partidarias. Sus máximas autoridades observan con resignación cómo los medios de comunicación priorizan los gestos testimoniales de los individuos al respaldo orgánico de sus agrupaciones de origen. De hecho, existen hoy dirigentes que gozan de tanta exposición pública que, en términos de visibilidad, simbolizan más efectivamente que sus propios partidos las opciones políticas.

Esta mutación de las típicas campañas orientadas a los temas a otras orientadas a los candidatos hace que el perfil acaparador de los partidos contemporáneos se traslade al de sus propios dirigentes, que, en definitiva, actúan ellos mismos como candidatos “atrapa todo” (catch-all candidates). En efecto, lejos de limitar su acción propagandística a los simpatizantes cercanos a su causa, apuntan su convocatoria a toda la población sin importar identificación o representación particular. Así, sus mensajes electorales buscan conquistar sin distinción a propios y extraños; afiliados y no afiliados; dubitativos y escépticos.

La marketinización de la política. La corriente utilización de herramientas de marketing político en campañas electorales y de difusión gubernamental no se explica seriamente en términos de una moda pasajera o de un capricho de jóvenes consultores en búsqueda de nuevos mercados. En realidad, la irrupción de esta “visión marketinera” de la “comunicación política” debe ser entendida en el marco de los procesos sociológicos de fondo antes descriptos.

Crecientemente, los medios masivos parecen reemplazar a los partidos políticos como principal canal de intermediación entre gobernantes y gobernados, entre candidatos y votantes. Las acciones tradicionales de propaganda, tales como los actos multitudinarios, las caminatas y las pintadas callejeras no han desaparecido, pero han cedido su primacía ante innovadoras prácticas de publicidad. Los mensajes políticos son comunicados hoy en prolijas carteleras de uso arancelado y videoclips producidos según criterios de mercadeo y previo análisis del estado de la opinión pública.

Es necesario advertir que estas mutaciones no hacen de la política una mera mercancía. En sentido estricto, no es posible “vender un candidato” como si éste fuera un dentífrico o una bebida gaseosa. Una propuesta de gobierno no puede ser presentada ante la sociedad tal cual se hace con el lanzamiento de un jabón en polvo. En el ámbito comercial el marketing tiene como objetivo principal la satisfacción de una necesidad, sea ésta real o creada. Se trata de una necesidad de consumo y, como tal, se vincula con los gustos y preferencias de los potenciales compradores.

Por el contrario, en la esfera política el marketing posee, como fin, la elección de una alternativa que reviste una significación simbólica más profunda, toda vez que está referida al sistema de valores de los electores. A diferencia del consumidor que selecciona bienes o servicios según sus apetencias superficiales, el votante decide en virtud del grado de adecuación de la opción de poder a sus principios e ideales.



En rigor, la asimilación que se da entre marketing político y marketing comercial surge a raíz de que ambas disciplinas utilizan técnicas de segmentación para analizar sus “mercados” e instrumentos de targeting para diseñar los correspondientes “mensajes”. En las campañas proselitistas, la investigación de redes motivacionales del voto permite obtener información que resulta esencial a fin de planificar contenidos y estilos de comunicación a la medida de cada blanco identificado. El marketing político ayuda a candidatos y gobernantes a evaluar mejor la composición sociodemográfica de sus distritos, a identificar más cabalmente las expectativas y anhelos allí existentes, y a anticipar los movimientos tácticos de sus adversarios.

Asimismo, la incorporación de la mercadotecnia a la lucha electoral —fenómeno que, por su epicentro en los Estados Unidos, la literatura europea etiqueta peyorativamente como “americanización”— transforma al dirigente en una verdadera marca política. De allí que una eficiente estrategia de construcción de imagen permita a éste corporizar en su persona el núcleo del sello partidario, ideológico o programático al que pertenece. Para asistirlo en dicha tarea, aparecen los denominados spin doctors. Se trata de consultores de imagen que, actuando detrás de bambalinas y merced a sus excelentes dotes de relacionistas públicos y buenos contactos, organizan eventos mediáticos que le dan el "giro correcto" a la información que la prensa proyecta sobre su cliente.

En síntesis, hasta mediados del siglo XX la difusión de las ideas políticas es encarada desde una perspectiva propagandística que apuesta a la movilización de masas como operación central de la acción partidaria. Cerrado el ciclo histórico de los liderazgos carismáticos, las agrupaciones políticas se ven obligadas a actualizar sus técnicas de divulgación y captación de votos. Frente al impresionante avance de los medios de comunicación audiovisual, el mural de tiza y carbón, la pegatina barrial y el pasacalle casero pierden su lugar preponderante. En la actualidad, se ha impuesto la práctica de contratar agencias de publicidad para el diseño de avisos televisivos, slogans, piezas gráficas, jingles y demás material de promoción proselitista.

En las democracias mediáticas del siglo XXI, un número cada vez mayor de dirigentes utiliza técnicas de advertising político, sean o no conscientes de ello. Aun aquellos que públicamente se proclaman contrarios a la prácticas marketineras, suelen utilizar esas afirmaciones como una forma de posicionar su imagen. Y, habitualmente, se aseguran de realizar sus declaraciones antimarketing en las pantallas de TV o en las tapas de los periódicos.

La (in)cultura cívica del homo zapping

El advenimiento de la política-espectáculo y el marketing de la imagen es motivo de alarma para muchos pensadores contemporáneos. El filósofo Karl Popper representa tal vez la versión más apocalíptica de dicha preocupación; en su libro Television. A danger for democracy advierte que “en nuestros días, la TV se ha convertido en un poder colosal, como si hubiese reemplazado a la voz de Dios (...) Ninguna democracia puede sobrevivir si no se le pone fin a esta omnipotencia (...) Si un nuevo Hitler dispusiera de la televisión, tendría un poder sin límites”.

En igual sentido, el sociólogo Jarol Manheim asegura que “la TV está diluyendo la base experimental e informativa de la cultura política y, en consecuencia, altera la efectividad del sistema democrático (...) la utilización de la TV como un dispositivo para la enseñanza y el aprendizaje afecta negativamente a las capacidades interpretativas e interactivas de la sociedad (...) su uso excesivo produce una clara declinación en las habilidades analíticas y expresivas de los votantes”.

Son muchos los pensadores contemporáneos que consideran que la televisión es una suerte de “chupete electrónico” que entretiene, pero no nutre a los ciudadanos; un aparato omnipresente que reduce el arte de gobernar a una perversa combinación de “política, mentiras y video”. Sin embargo, a la hora de adjudicar culpas y condenas, la mayoría de los analistas olvida la cuota parte de responsabilidad que le corresponde a la propia sociedad.

Según Giovanni Sartori, el homo videns (el hombre que ve) privilegia la imagen a la palabra escrita, decisión que empobrece seriamente su capacidad de abstracción. La preponderancia de la televisión como fuente informativa afecta en forma irreparable su habilidad simbólica, dañando así el tradicional aparto cognoscitivo del homo sapiens (el hombre que piensa).

En este contexto, la TV destruye más saber del que genera, toda vez que debilita las funciones de comprensión y entendimiento de sus receptores. Dado que el trono de la videopolítica es ocupado por la imagen, en las polis de fin de siglo lo visible prima sobre lo inteligible. El ciudadano toma sus decisiones electorales sobre la base de la información que recibe más por vía del lenguaje perceptivo que del lenguaje conceptual. Como para el hombre ocular lo que existe es sólo lo que se ve, la lámpara de Diógenes no tiene nada que buscar. Esta circunstancia implica una fuerte pérdida en la riqueza connotativa del decir político.

No obstante, la atrofia que para Sartori significa el paso de la galaxia de Gutemberg (cultura del texto) a la galaxia de McLuhan (cultura de la imagen), lejos está de haberse detenido. En efecto, en los últimos años irrumpe una versión empeorada del hombre que ve. Se trata del homo zapping (el hombre que ve imágenes fragmentadas), una nueva especie que incorpora patologías adicionales a las ya adjudicadas a su antecesor. En particular, se destaca su tendencia a fraccionar su capacidad de atención en porciones cada vez más pequeñas.

A fin de establecer el modo en que el homo zapping favorece la consolidación de la televisión como principal arena de la “comunicación política” contemporánea es esencial precisar algunas de sus actitudes y características distintivas:

Consume imágenes antes que contendidos. Sólo responde a estímulos audiovisuales; no logra concentrarse por largos períodos de tiempo. Busca sensaciones cortas y de alto impacto emotivo; es naturalmente haragán. No está dispuesto a hacer grandes esfuerzos para descifrar los mensajes que recibe; carece de disciplina receptiva. Evita el razonamiento exhaustivo y el análisis detallado; prefiere las impresiones veloces y fragmentadas. Presenta poca disposición a interpretar y sistematizar ideas.

En general, el homo zapping está acostumbrado a recibir información desde la pasividad y la soledad de su “sillón para ver”. Estas condiciones de recepción influyen en su manera de construir el significado de los mensajes. El discurso político le llega filtrado por el enfoque espectacular de la TV, por lo que percibe la puja electoral como una confrontación estereotipada de imágenes contrastantes. Se comporta más como un espectador que como un ciudadano; para él, los signos televisivos más atrayentes son los rostros y los gestos físicos del emisor; el lenguaje corporal le genera mayor afectividad que los conceptos y demás formatos textuales. Dado que no le interesan las polémicas ideológicas, sino los enfrentamientos de personalidad, recurre a la televisión para simplificar la discusión a su medida.

Asimismo, la inmediatez de la imagen televisiva acentúa su percepción intimista de la política. La ilusión del contacto que genera la pequeña pantalla le permite establecer una suerte de relación “directa” con los protagonistas de la contienda. En consecuencia, los dirigentes se suman al discurso audiovisual en búsqueda de rasgos de cercanía, complicidad y confiabilidad. La TV magnifica las expresiones e impone su tendencia a personalizar y corporizar el debate de ideas. De este modo, cuando se trata del ámbito proselitista, el candidato es el mensaje.

De acuerdo con la lógica de la telepolítica, la imagen es garantía absoluta de verdad. De allí la necesidad que experimentan los medios de “mostrar”, aunque más no sea un conjunto de pseudoacontecimientos que brinden la cuota de verosimilitud exigida por el telespectador. En su peculiar mundo, el sucesor del homo videns reclama la exposición de un conjunto de imágenes como único modo aceptable de probar la realidad de los hechos.

No obstante, la videopolítica conlleva tantos riesgos como oportunidades para los regímenes democráticos; su impacto final depende, sobre todo, de la calidad y eficiencia de las instituciones políticas que la rodean. Cuanto más sólidas son las organizaciones de la sociedad, más difícil es para la televisión abusar su rol. Cuanto más débil es la credibilidad de la clase dirigente, más fácil resulta para ella trivializar sus funciones.

Resulta un hecho incontrastable que el desarrollo de los medios masivos cambia el modo en que los ciudadanos perciben y construyen la realidad social. Es evidente que la TV altera los parámetros tradicionales de la relación política-medios al imponer su visión espectacular y personificante. Por ello, parece desaconsejable atrincherarse en actitudes excesivamente idealistas ancladas a la mera “queja” frente a los efectos nocivos del paradigma mediático. En verdad, quejarse de que el medio audiovisual antepone la imagen a la sustancia es como quejarse de que la lluvia moja.

En lugar de congelarse ante el espanto que provocan los coletazos de la videopolítica, es más productivo orientarse a descubrir la manera de mejor utilizar las imágenes al servicio de las ideas. Para lograr dicho propósito, resulta vital comprender que los formatos audiovisuales no son enemigos, sino socios estratégicos del buen comunicador de propuestas. La responsabilidad descansa siempre en los hombros del dirigente que los usufructúa; en su liderazgo, su sentido ético y su compromiso con la calidad institucional de la política. No se trata de comunicar malas o nulas ideas mediante buenas imágenes, sino de comunicar buenas ideas mediante buenas imágenes.

De este modo, el desafío principal que enfrentan las videopolis del siglo XXI consiste en conciliar las dos dimensiones de la “comunicación política” moderna: sustancia y forma. Ambas, en igual proporción, reclaman ser atendidas por el “nuevo príncipe”; su delicada tarea es precisamente la de lograr un sano equilibrio entre la escenificación y la credibilidad del decir político. Para ello la televisión es a la vez el veneno y el antídoto.


(*) Politólogo. Decano de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad del Salvador.

lunes, 17 de diciembre de 2007

"BIOS, INMUNITAS,COMMUNITAS" por Roberto Esposito



"Luego del fracaso epocal de todos los comunismos y de la miseria de todos los individualismos", afirma el filósofo Roberto Esposito en su libro “Communitas”, no hay nada más necesario que un pensamiento de la comunidad. ¿Qué tienen en común —se pregunta en otros de sus libros, “Immunitas”,— "la batalla contra la aparición de una nueva epidemia, la oposición al pedido de extradición de un jefe de estado extranjero acusado de violación de los derechos humanos, el fortalecimiento de las barreras frente a la inmigración clandestina y las estrategias de neutralización del último virus informático"? Nada —responde—, a menos que se vincule cada uno de estos fenómenos con la categoría de inmunidad, que atraviesa todos estos lenguajes particulares.

Su reciente trabajo “Bíos” comienza con la enumeración de algunos hechos políticamente relevantes de los últimos años: una corte francesa que le reconoce a un niño nacido con graves deficiencias el derecho de denunciar al médico que, por su incorrecto diagnóstico, impidió que su madre abortara; la "guerra humanitaria" en Afganistán; los episodios en el teatro Dubrovska de Moscú, en los cuales, para resolver la situación, un grupo de agentes del gobierno llevó a cabo la masacre con la que amenazaban los terroristas; la epidemia de HIV en la región de Donghu, en China, originada en la venta masiva de sangre que estimula y gerencia directamente el gobierno. En todos estos hechos lo que está en juego es la vida biológica y su relación con el poder.

Comunidad, inmunidad y vida aparecen así como los tres grandes temas que nuestra actualidad política plantea a la filosofía. Para afrontarlo, Esposito se nutre, con una lectura innovadora y un análisis perspicaz, de los autores fundamentales de la filosofía política occidental, desde los antiguos hasta los modernos, de Platón a Foucault, pasando, entre otros, por Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche. Pero no se limita sólo a los textos filosóficos, su trabajo se nutre también de una vasta cultura clásica, lingüística e histórica.

En “Communitas”, Esposito se sustrae a la dialéctica que domina el debate actual acerca de la comunidad, entre lo común y lo propio, pues en ella —a pesar de la oposición— lo común es identificado con su contrario: es común lo que une en una única identidad propia (étnica, territorial, espiritual); tener en común es ser propietarios de algo común.

Esposito parte de otra posibilidad etimológica del término communitas, que focaliza el término munus de cum-munus. Es necesario tener presente que munus se dice tanto de lo público como de lo privado; por eso la oposición común/propio y público/privado queda afuera de su esfera semántica. Además, munus puede significar onus (obligación), officium (oficio, función) y donum (don). Las dos primeras acepciones son formas del deber, pero Esposito subraya que también lo es el don. El munus es una forma particular del don: el don obligatorio, aunque suene contradictorio. Un don que se da porque se debe dar y no puede no darse.

La comunidad deja de ser, entonces, aquello que sus miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son propietarios; comunidad es el conjunto de personas que están unidas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar. La comunidad se vincula, así, con la sustracción y con el sacrificio. "Por ello, la comunidad no puede ser pensada como un cuerpo, una corporación, donde los individuos se fundan en un individuo más grande. Pero tampoco puede ser entendida como un recíproco "reconocimiento" intersubjetivo en el que ellos se reflejan confirmando su identidad inicial."

A partir de aquí, Esposito seguirá la relación comunidad/sacrificio en el discurso político-filosófico moderno a través de cuatro conceptos-clave: culpa (J.-J. Rousseau), ley (I. Kant), apertura estática (M. Heidegger) y experiencia soberana (G. Bataille).

En “Immunitas”, nos encontramos con un análisis etimológico-conceptual, paralelo y complementario al de communitas. Inmune es, en un primer sentido, el que está privado o dispensado de una obligación, de un deber, de un munus. Inmune resulta, entonces, un concepto negativo. Pero, en la medida en que el munus del que se está dispensado es aquel que los otros tienen en común, inmune expresa también una comparación. Se trata "de la diversidad respecto de la condición de los otros".

Ahora bien, desplazándose del ámbito jurídico al biomédico, la inmunidad adquiere otro sentido. En este caso, expresa "la refractariedad del organismo respecto del peligro de contraer una enfermedad". Aunque este sentido es antiguo, el concepto sufre una transformación en el siglo XIX, en relación con la práctica de la vacunación y con la introducción de la noción de inmunidad adquirida.

Una forma atenuada e inducida de infección puede prevenir, en efecto, una enfermedad. Se trata de proteger la vida haciéndole probar la muerte. Esta aporía atraviesa todos los lenguajes de la modernidad. Así, por ejemplo, la violencia es uno de los componentes del aparato jurídico-institucional destinado a reprimirla. El objeto del libro es, precisamente, estudiar esta aporía, la relación entre protección y negación de la vida, como la forma constitutiva de la modernidad política.

El tema de “Bíos” es la relación entre la filosofía y la biopolítica (es decir, una política de la vida). A la luz de esta problemática, los tres primeros capítulos se ocupan de Foucault, Hobbes y de Nietzsche. El cuarto está dedicado a la tanatopolítica y el último a una filosofía del bíos después del nazismo. La tarea de su filosofía, nos advierte el autor, no es proponer acciones políticas o convertir a la biopolítica en la nueva bandera de un manifiesto revolucionario o reformista. Sin negar, con ello, que la filosofía pueda efectivamente actuar sobre la política.

La propuesta de Esposito no es "pensar la vida en función de la política, sino pensar la política en la forma misma de la vida". En última instancia, se trata de invertir el signo negativo que, con el paradigma inmunitario, acompañó hasta ahora a la biopolítica.

“Communitas. Origen y destino de la comunidad” se publicó en Italia en 1998 y Amorrortu la tradujo al español en 2003. La misma editorial publicará en breve “Immunitas. Protección y negación de la vida”, cuya edición original es de 2002. “Bíos. Biopolítica y filosofía”, aparecido en Italia el año pasado, cierra por ahora esta trilogía imprescindible.

—Desde hace algunos años asistimos —en sus trabajos y en los de Giorgio Agamben— a un renacimiento de la filosofía política italiana. ¿A qué lo atribuiría?

—Se puede dar una primera respuesta partiendo del carácter específico de la filosofía italiana. Sin querer volver al mito de las filosofías nacionales, del siglo XIX, si la vocación general de la filosofía anglosajona es analítica, la de la filosofía alemana es metafísico-hermenéutica y la de la francesa, crítico-desconstructiva, es indudable que la característica peculiar de la tradición filosófica italiana es la política. No es casual que los dos mayores autores italianos sean Maquiavelo y Vico. También Croce y Gramsci, aunque de manera diferente, pertenecen al horizonte ético-político.

Naturalmente, hay filósofos italianos que trabajan en dirección analítica o hermenéutica, o que se ocupan de la relación entre la filosofía y la teología. Pero, por ello mismo, corren el riesgo de quedar sumergidos por tradiciones más fuertes en estos campos, como la anglosajona y la alemana. A esta respuesta, que recurre a una raíz lejana, hay que agregar otra respecto de la dimensión contemporánea de la filosofía.

Pienso en lo que Foucault llamó ontología de la actualidad, retomando de manera original la fórmula hegeliana del propio tiempo aprehendido con el pensamiento. Ciertamente, son muchos los estilos del trabajo filosófico, pero una filosofía que no parta de una interrogación radical sobre el propio presente, sobre lo que lo connota y lo transforma de modo esencial, pierde gran parte de su sentido. Y no hay duda de que la política, de cualquier modo que se la entienda (como relación o como conflicto, como comunidad o como guerra) está cada vez más en el centro de nuestra vida. Incluso en el sentido radical de la reflexión biopolítica.

El punto de vista del que parte mi reflexión, como la de Agamben, es que hoy no tiene más sentido una práctica filosófica centrada sobre sí misma, dedicada a recorrer su propia historia o absorta en problemas de lógica abstracta. En este sentido, Georges Canguilhem, autor cercano a Foucault, pudo escribir que "la filosofía es una reflexión para la cual toda materia extraña es buena. Más aún, podríamos decir: para la cual toda materia buena tiene que ser extraña".

Y Gilles Deleuze consideraba que "El filósofo tiene que llegar a ser no-filósofo, para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el pueblo de la filosofía". Este es el sentido específico que hay que dar a la idea, de otro modo incomprensible, de "fin de la filosofía". Lo que ha acabado es, indudablemente, una concepción endogámica, autorreferencial de la filosofía (es decir, toda práctica filosófica que se asuma a sí misma como objeto propio).

En cambio, asistimos desde hace tiempo a un proceso, cada vez más fuerte, de exteriorización de la filosofía, de rebasamiento del pensar en el espacio en movimiento del propio afuera. En el momento en que todos los acontecimientos (de la relación entre la paz y la guerra a la relación entre la técnica y la vida biológica) asumen por sí mismos una dimensión sumamente problemática, la filosofía contemporánea no puede no hacerse política. No en el sentido de la disciplina académica de la filosofía política, como parte de la filosofía, sino en aquel, más radical, que la filosofía es en sí, constitutivamente, política.

-Encuentro en sus trabajos una decisiva influencia de Heidegger y de Foucault.

—Es verdad que ambos están muy presentes en mi trabajo. Pero en momentos diferentes y con diferente intensidad. En cuanto a Heidegger, es difícil imaginar una investigación filosófica que pueda ignorarlo o no estar influenciada por él; aunque sea de manera polémica como a menudo ocurre. Pero no me siento un heideggeriano, suponiendo que esta expresión tenga sentido.

En mi ensayo sobre la comunidad, conecté el catastrófico error político de Heidegger con algunos aspectos de su pensamiento. Pero ello no excluye su extraordinario peso en toda la filosofía de nuestros días. En particular, mi libro Categorías de lo impolítico se ve influido por la reflexión heideggeriana. Lo que quise hacer —no sé con qué resultados— fue someter los conceptos políticos de la modernidad a una desconstrucción tan intensa como aquella a la que Heidegger sometió las categorías de la tradición filosófica y Nietzsche las ideas morales.

Partí de la tesis de que las categorías políticas modernas (soberanía, poder, libertad, etc.) habían entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas. Y por ello, que era necesario tener una mirada diferente (precisamente impolítica, aunque no apolítica ni antipolítica), capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo; y ello, con la conciencia, también de derivación heideggeriana, de que por el momento no existe otro lenguaje afirmativo, constructivo o normativo para pensar la política.

En este horizonte argumentativo, en el que me moví hasta la mitad de los años 90, “Communitas” sirve de bisagra entre las dos fases de mi reflexión. En un momento me encontré con la temática biopolítica de Foucault. Ya había utilizado el dispositivo foucaultiano —en particular respecto del nexo entre saber y poder—, pero lo que me dio una nueva clave de pensamiento para abordar la política fue el Foucault de mitad de los años 70, en particular los cursos sobre la biopolítica ahora publicados completos.

Este nuevo encuentro con Foucault no debe ser entendido como la negación del recorrido anterior, más permeable a Heidegger, sino como su necesario complemento. La idea de la crisis irreversible del léxico político moderno es común a las dos etapas de mi trabajo. Los conceptos de soberanía, de derechos individuales, de democracia todavía están en pie, pero su efecto de sentido se encuentra debilitado y modificado respecto de su sentido originario.

Siguiendo a Foucault, entendí que la retirada o el debilitamiento de este lenguaje clásico no agota el horizonte argumentativo, sino que abre otra escena, muestra otra lógica, antes escondida en las viejas categorías: la de la biopolítica, precisamente. Tampoco Foucault debe ser tomado en bloque. No sólo porque su discurso queda interrumpido y suspendido, sino porque presenta algunas contradicciones y desplazamientos internos, los que traté de sacar a la luz, críticamente, en “Bíos”.

—¿Cómo se relacionan sus trabajos y los de Agamben? ¿Cuál sería el vínculo entre "inmunidad" y "estado de excepción"?

—Más allá de algunas analogías externas, como el origen literario de nuestros recorridos, que explican algunas afinidades estilísticas y también la común atención filológica a textos poco conocidos o desconocidos; respecto de la biopolítica hay otra afinidad que distingue nuestra posición de otras lecturas. Me refiero al distanciamiento en relación con una interpretación completamente afirmativa, casi eufórica, de la biopolítica; distanciamiento respecto de la idea de que el biopoder esté necesariamente destinado a convertirse en política de la vida, bajo el impulso irrefrenable de la multitud, como piensa el amigo Toni Negri, por ejemplo.

Agamben y yo dirigimos nuestra mirada hacia lo negativo, hacia las características terribles que ha asumido la biopolítica, no sólo en el siglo pasado. Pero esta cercanía de método y de tono no tiene que hacer perder de vista las marcadas diferencias entre ambos. Antes que a los paradigmas de inmunidad y de estado de excepción, estas diferencias conciernen a una cuestión preliminar: precisamente a la relación entre Heidegger y Foucault.

Digamos que Agamben está más cerca de Heidegger, que lee la biopolítica en clave ontológica, mientras que yo la interpreto en sentido genealógico. Para Agamben, a diferencia de Foucault, la biopolítica no es un fenómeno esencialmente moderno sino que nace con la política occidental.

Coherentemente, Agamben no establece ninguna diferencia —como sí lo hace Foucault— entre soberanía y biopolítica. Para él, la biopolítica es la expresión más intensa de la superposición entre derecho y violencia que constituye la forma excluyente del bando soberano. Una vez asumida hasta el final la tesis de Carl Schmitt: que es soberano quien decide sobre el estado de excepción, se sigue no sólo el carácter mortífero de toda la política occidental, sino también que el campo de concentración constituye su paradigma más propio.

Respecto de esta radical deshistorización, mi perspectiva resulta más articulada y menos alejada de Foucault. Si bien no sacrifica la teoría en aras de la historia, tampoco diluye el método genealógico en el plano ontológico. El instrumento que me permite mantener juntos estos dos ejes del discurso (no perder ni la unidad del tema ni sus declinaciones históricas) es, precisamente, el paradigma de la inmunidad. En relación con la posición de Agamben, a la que reconozco toda su fuerza y sutileza, la categoría de inmunidad ofrece otra ventaja: reúne en un mismo horizonte de sentido la dimensión jurídico-política y la biológica; los dos sentidos predominantes del concepto de inmunidad.

Así, los dos polos de la bio-política (vida y política) aparecen unidos en un modo que no requiere necesariamente de una apropiación violenta del uno por parte del otro. Si esto es verdad, la apropiación de la vida por parte del poder no es un destino ontológico, sino una condición histórica y reversible. De ahí que la vida no es nunca vida desnuda, como dice Agamben. La vida está siempre formada, es una forma de vida. También la vida desnuda, cuando aparece, aunque negativamente, es una forma de vida.

—La "inmunidad" es para usted paradigma interpretativo de la modernidad. ¿Por qué?

—La categoría de inmunidad, cómo protección de la vida mediante un instrumento negativo es antigua. En forma implícita e inconsciente, nace con la modernidad. Antes de ser traducida dialécticamente por Hegel, Hobbes es, quizá, su primer teórico.

Desde el momento en que él condiciona la supervivencia de los hombres a la cesión de todos sus poderes al Estado-Leviatán, la idea de inmunización negativa ya está virtualmente actuando. Para poder definirla mejor hubo que esperar a la sociología, la antropología y el funcionalismo del siglo XX. Además de dar visibilidad y luminosidad a una categoría oscura, la conecté negativamente con la idea de comunidad: su reverso lógico y semántico.

Ambos términos, communitas e immunitas, derivan de munus, que en latín significa don, oficio, obligación. Pero, mientras la communitas se relaciona con el munus en sentido afirmativo, la immunitas, negativamente. Por ello, si los miembros de la comunidad están caracterizados por esta obligación del don, la inmunidad implica la exención de tal condición. Es inmune aquel que está dispensado de las obligaciones y de los peligros que, en cambio, conciernen a todos los otros. Desde esta perspectiva, el individualismo moderno, que nace de la ruptura con las anteriores formas comunitarias, expresa por sí mismo una fuerte tendencia inmunitaria.

La misma concepción moderna, en fin, puede ser entendida como el conjunto de los relatos que tratan de traducir esta exigencia individual de protección de la vida. Ahora bien, esta exigencia de autoconservación, típica de la época moderna, se ha hecho cada vez más apremiante, hasta convertirse en el eje alrededor del cual se construye la práctica efectiva o imaginaria de la sociedad contemporánea. Basta observar el papel que asumió la inmunología, no sólo en su aspecto médico, sino también socio-cultural.

Si se pasa del ámbito biomédico al social (la resistencia contra la inmigración) y al jurídico (donde la inmunidad de ciertos hombres políticos es centro de conflictos nacionales e internacionales), tenemos una comprobación ulterior. De donde se lo mire, desde el cuerpo individual al cuerpo social, desde el cuerpo tecnológico al cuerpo político, la inmunidad aparece en la encrucijada de todos los caminos.

Lo que cuenta es impedir, prevenir y combatir la difusión del contagio real y simbólico, por cualquier medio y donde sea. Esta preocupación autoprotectiva la encontramos en todas las civilizaciones, pero, hoy, el umbral de alarma respecto a un contagio destructivo y, por consiguiente, la magnitud de la respuesta están llegando al ápice. El problema es que la exigencia inmunitaria, necesaria para defender nuestra vida, llevada más allá de un límite, acaba volviéndose en contra.

Como en las enfermedades autoinmunitarias, donde el sistema inmunitario se desencadena contra el mismo cuerpo que debería proteger y lo destruye. El conflicto actual puede ser leído como el trágico punto final de una terrible crisis inmunitaria. En su lógica profunda, este conflicto parece surgir de la implicación perversa de dos obsesiones inmunitarias contrapuestas y especulares: la de un integrismo islámico decidido a proteger hasta la muerte la pretensión de pureza religiosa de la secularización occidental y la de Occidente, empeñado en excluir al resto del planeta de sus bienes en exceso.

—Me parece que la gran apuesta de su último trabajo, "Bíos", es la distinción entre una biopolítica entendida como política "sobre" la vida y otra como política "de" la vida. ¿Cómo sería?

—Es la pregunta más difícil. Mi libro más que buscar una respuesta trata de abrir el camino, definir una posible línea de investigación. La diferencia entre una biopolítica negativa —biopoder o biocracia— y una biopolítica afirmativa está implícita en Foucault. Pero él nunca llegó a una definición precisa.

Biopolítica negativa es la que se relaciona con la vida desde el exterior, de manera trascendente, tomando posesión de ella, ejerciendo la violencia. Como ocurrió de la manera más catastrófica con el nazismo y sigue ocurriendo hoy en muchas partes del mundo. Su característica fundamental es la de relacionarse con la vida a través de la muerte, restableciendo así la práctica de la decisión soberana de vida y de muerte. Funciona despojando a la vida de su carácter formal, de su calificación, y reduciéndola a simple zoé: materia viviente.

Aunque este despojamiento de la vida no llega nunca hasta el extremo, siempre deja el espacio para alguna forma de bíos (vida calificada). Pero, precisamente, el bíos es fragmentado en varias zonas a las que se atribuye un valor diferente, según una lógica que subordina las consideradas de más bajo valor, o aun carentes de valor, a aquellas a las que se otorga mayor relieve biológico.

El resultado de este procedimiento es una normalización violenta que excluye lo que se define preventivamente como anormal y, al fin, la singularidad misma del ser viviente. Una biopolítica afirmativa, de la que por ahora no se entreven más que signos o huellas, es o debería ser lo contrario de la negativa. No es casual que haya tratado de trazar su contorno a partir de la desconstrucción y de la inversión de los dispositivos nazis. En general, una biopolítica afirmativa es la que establece una relación productiva entre el poder y los sujetos. La que, en lugar de someter y objetivar al sujeto, busca su expansión y su potenciación.

Entre los filósofos modernos, quizá sólo Espinosa se movió en esta dirección. Naturalmente, para que el poder pueda producir, en vez de destruir la subjetividad tiene que serle inmanente, no tiene que trascenderla. Así, la norma no tiene que gobernar o discriminar a los sujetos desde lo alto de su generalidad, sino que tiene que ser absolutamente singular como cada vida individual a la que se refiere. Se podría, en fin, hablar de política de la vida y no sobre la vida. No sólo si la vida, cada vida individual, es sujeto y no objeto de la política, sino también si la misma política es repensada mediante un concepto de vida de acuerdo con toda su extraordinaria complejidad interna, sin reducirla a la simple materia biológica.

Me doy cuenta de que, por ahora, nos quedamos en el plano de los enunciados; que ejemplos importantes de mi libro, como los del nacimiento y de la carne, no bastan para definir el cuadro de una nueva biopolítica afirmativa. Pero el trabajo apenas ha comenzado y espera ser continuado.


La inmunidad, según Nietzsche

Una de las lecturas más interesantes del libro "Bíos" es la compleja relación que Roberto Esposito traza entre el pensamiento de Hobbes y el de Nietzsche: "Se puede decir que Nietzsche continúa y aun perfecciona la filosofía de Hobbes, pero también se puede argumentar que lo invierte completamente", dice. "El punto de contacto de ambas proposiciones es, precisamente, la cuestión inmunitaria, la exigencia de protección de la vida que ya Hobbes puso como eje de su filosofía política. Aún más que él, Nietzsche es un filósofo de la vida (el primer pensador biopolítico). Como Hobbes, comparte la idea de que ante todo hay que conservar la vida y protegerla contra los riesgos que la acechan. Pero, a diferencia de Hobbes, no cree que para ello basten el orden político moderno o las categorías de Estado, soberanía, representación. Para Nietzsche, la conservación de la vida individual y colectiva requiere un esfuerzo de inmunización que concierne no sólo a todas las formas del poder, sino también a las del saber.

Todo conocimiento sirve para permitir nuestra supervivencia en un mundo dominado por el azar y la contingencia, para construir un muro que nos proteja de la natural tendencia de la vida a exceder sus propios confines. Nietzsche adopta una estrategia mucho más radical que Hobbes: rompe con el igualitarismo moderno. Si los hombres no son iguales sino biológicamente diferentes, también lo son sus funciones. El trabajo y hasta la misma vida de los mediocres pueden ser sacrificados para el fortalecimiento vital de los mejores.

Esta tesis, imposible de ocultar o ignorar, parece conducir a la biopolítica nietzscheana hacia formas de "tanatopolítica" (política de muerte) inconcebibles en la filosofía clásica. Esta dimensión hiperinmunitaria, sin embargo, no agota su posición. Nietzsche también va más allá del modelo hobbesiano cuando concibe la potencia como raíz y dirección de sentido de la vida misma. Así, los aparatos inmunitarios se convierten en elementos de freno para la expansión infinita del viviente.

En esta perspectiva, la conservación ya no constituye el objetivo supremo de la vida, como pensaba Hobbes, sino que debe ser subordinada a la fuerza expansiva de la vida. Por ello, la salud, para Nietzsche, debe estar siempre integrada con la enfermedad: sólo un organismo que no pierda su relación con la enfermedad podrá tener en sí la fuerza innovadora que le hace falta al organismo equilibrado, estable en su conservación.

Más que el simple contrario de la salud, la enfermedad es su contradictorio presupuesto; como el riesgo que nunca está del todo neutralizado, ni puede serlo. Si el hombre no estuviese siempre expuesto al peligro, las fuerzas de la conservación prevalecerían sobre las de la innovación y la vida se detendría en un estadio inferior."



Perteneciente a una generación de pensadores políticos (Agamben, Virno, Negri), lúcido lector de Michel Foucault y Martin Heidegger, Esposito ha explorado la noción misma de vida en común, eje fundacional de toda política. En su investigación "Communitas" rastrea el origen filológico y el destino filosófico de la idea de "comunidad".

Si desnaturalizar la vida en común fue tarea de la modernidad (que aún se debate entre la necesidad de encontrar protección en el Estado y la de preservar la individualidad frente al poder estatal), Esposito encuentra que "comunidad" no es, etimológicamente, lo que "tenemos en común" sino la unión colectiva a través de una deuda, o un don que a todos nos obliga.

Profesor de Filosofía Teórica en la Universidad de Nápoles "L"Orientale", dirige la sección de filosofía del Instituto Italiano de Ciencias Humanas, presidido por Umberto Eco, y es miembro del Comité científico internacional del Collège de Fran
ce.