No hay nada que
me parezca más pernicioso que esta confusión. Al afirmar que el arte es político
lo subordinamos a un fin o a un orden de fines y lo privamos de la perspectiva
de la "finalidad sin fin" que es la que más propiamente lo caracteriza. O, en
todo caso, habría que explicar cómo la finalidad sin fin llega a la política.
Pero en realidad no sabrá entrar sino para salir: el "sin fin" excede
necesariamente al orden de los fines al cual pertenece la política. Es decir, al
orden de las técnicas. Las técnicas son -en el sentido más amplio del término-
todos los procedimientos que permiten conseguir un fin que no está dado
previamente en un proceso natural. El arte es la técnica de un fin que desborda
el concepto de fin, puesto que no se puede proponer a éste un concepto que haga
converger los medios requeridos hacia su realización. Este fin desbordante lo
llamamos "belleza" o "sublimidad". La política no tiene necesidad de estas
categorías.
Efectivamente,
la política es la técnica -también el "arte", en el sentido antiguo del término,
y específicamente el "arte de gobernar"- cuyo fin consiste en la disposición, el
equilibrio, la estabilidad de la existencia común de un grupo del cual no se
halla principio o fundamento de su ser común. Cuando sí se encuentra un
fundamento, como en una teocracia o en una sociedad en la cual las jerarquías,
las funciones, las relaciones son fijadas por un peso suficiente de la tradición
(sin duda, siempre mitológica en un análisis último), no podemos hablar
rigurosamente de "político" ni, consecuentemente, de "ciudad".
La ciudad o
bien se apuntala en una religión civil o bien se pone una y otra vez en
cuestión. Las religiones civiles no han sido ni muy numerosas ni muy duraderas
en la historia occidental: Atenas y, sobretodo, Roma, representan la totalidad
de nuestra experiencia en la materia. Tras el fin de Roma, sólo se puede señalar
la casi-religión civil de los Estados Unidos -país explícitamente fundado sobre
una afirmación religiosa pero que, sin embargo, no ha instalado el sistema de
observancia que requiere una religión. Para el resto del mundo occidental,
incluida Inglaterra, donde la nacionalización de la religión no ha dado lugar a
la separación de poderes, la ciudad y la religión han permanecido distintas
esencialmente, a pesar de todas las confusiones, captaciones e
instrumentalizaciones. El caso del Islam ha sido diferente, por más que en el
período principal de la civilización iniciado por la conquista arabo-musulmana,
la distinción no ha dejado de ser efectiva. Ni los diferentes califatos o
reinos, ni el imperio otomano fueron teocracias. (De manera muy diferente,
parece posible decir lo mismo de la China Imperial, pero haría falta para ello
detenerse mucho más cuidadosamente en la historia de Oriente).
¿Qué pasa con el
arte? Recordemos en primer lugar que el "arte" como tal -la idea del arte, si no
en su concepto moderno al menos en tanto que técnica de un estatus particular,
distinto del de todas las técnicas instrumentales, prácticas, cognitivas y.
políticas- sólo aparece con la ciudad. Esto no deja de tener sus razones y
consecuencias.
El arte aparece
como tal a partir del momento en que la existencia común debe inventarse un
orden propio de justificaciones, de fines y de técnicas, por encontrarse
desligada de órdenes teológicos, cósmicos y jerárquicos en el sentido fuerte de
la palabra. Para decirlo de modo vasto: a partir del momento en el que lo común,
en tanto que tal, sólo tiene como fundamento la asociación de intereses,
desprovista de una verdadera proveniencia y destino comunes. Es entonces que el
derecho acude a articular las relaciones -la ciudad es, antes que nada, un orden
impuesto por derecho-, mientras que ciertas técnicas y competencias son
requeridas para hacer funcionar la asociación (aquí, dos técnicas resultan
esenciales: la primera, la más antigua, es la de la moneda, la segunda la de la
argumentación y la deliberación, el dia-logos. El destino común permanece
figurado ( figuré ) por la religión civil, a la cual pertenece, por otra parte,
esta forma de arte tan particular que es el teatro -tragedia y comedia, las dos
provenientes del culto- que, hasta la actualidad, no ha dejado de mantener
relaciones específicas con la política. Sin embargo, tal como ya he recordado,
la religión civil no se sostiene, no llega a conseguir la estabilidad y la
permanencia que conocieron las formaciones arcaicas de las tribus y / o de los
imperios.
La técnica
del arte -o, mejor dicho, las técnicas de las artes- consiguen la autonomía en
el momento en que la figuración del destino común devino frágil, incierto, es
decir, imposible. Puede decirse que la tragedia cumplía en Atenas una función
casi-cultual, por más que estuviera desligada de los cultos propiamente dichos,
fueran cívicos o vinculados a los "misterios". El destino común que expone ya no
es propiamente el de la comunidad, sino que tiende a convertirse en el de los
hombres en general o en el de los individuos apartados de la ciudad. Quedaría
por contemplar, si es que puedo hablar de este modo, la poesía trágica. (Y
aquello que, ante ella -señalo aquí simplemente esta otra vertiente de la
historia- reivindica el papel de la más alta y más auténtica poesía, que sería
la filosofía; ésta, por consiguiente, se verá en la tesitura de dar cuentas del
fenómeno llamado "arte".)
Podríamos decir
lo mismo de todas las formas del arte, que, más o menos y por otra parte, están
siempre presentes entorno al teatro. Para cada una de estas formas sería posible
decir: permanece -la pintura, permanece- la danza, permanece- la música, etc. El
arte sería entonces lo que se desliga de la celebración religiosa cuando ésta ya
no está íntimamente imbricada en la ordenación de la vida común. Podría
considerarse desde este punto de vista que las religiones nuevas que están a
punto de nacer, y que ya no son "religiones" en el mismo sentido que antaño,
serán antes que nada religiones de la comunidad, de una comunidad el ser-común
de la cual es, de alguna manera, él mismo el corazón de la religión, o aquello
que se pone en juego en ella, y no un conjunto de relaciones con potencias
divinas y demoníacas. Y, de aquí, que estas religiones nacen en un intervalo
sensible al arte: por más que no esté repudiado formalmente, sin embargo se
rechaza lo que pueda comprenderse como técnica de figuración del destino común,
o de la comunidad en sí misma. Para ser exactos, hay que decir que es únicamente
en estas condiciones que puede aparecer la idea de "figuración". El arte egipcio
o el arte babilónico no figuraba a sus dioses, sino que modelaba su
apariencia.
Así pues,
tendríamos que llegar a la siguiente conclusión: el arte es lo que no recae
totalmente fuera de la ciudad, sino que colinda con ella y, más precisamente,
que colinda con la religión, disociada ésta misma de la ciudad. Entonces, la
única cuestión que se suscita es ésta: lo que se dispone de este modo, ¿es un
residuo, es decir, se trata de los restos de la celebración cultural, o bien de
la adquisición de autonomía por parte de un elemento o de una función ya
presente con anterioridad?
A mi entender,
la segunda respuesta es la única posible. El arte no puede ser únicamente un
depósito de formas y procedimientos vaciados de su potencia cultural -colores,
materias, ritmos, timbres, etc. Dos razones muy simples se oponen a una tal
hipótesis: la primera es que, si así fuera, el arte no hubiera adquirido
autonomía tal como lo ha hecho, y hubiera cedido enteramente a lo que lo separó
tanto de las religiones civiles (la más efectiva, la de Roma, muestra hasta qué
punto la observancia toma el lugar de la figuración) como a lo que lo separó a
continuación de las religiones de la comunidad (llamadas "monoteístas"). Resulta
del todo improbable que el fenómeno que deriva en la total adquisición de
autonomía -y de problematización- de la cosa que hoy se llama "arte" proceda de
algo que sobrevivió pobremente. Un espíritu "monoteísta" muy estricto podrá
decir que el arte perpetua la idolatría , cuyo vicio infecta el corazón de los
hombres. Ahora bien, si resulta exacto que el arte, desde su nacimiento griego
e, incluso, podría llegar a decir, antes de este nacimiento, ha favorecido algún
aspecto de la idolatría, es decir, de la veneración de presencias falsas, de
apariencias privadas de cualquier aparecer de lo divino, y si resulta exacto
también que esta idolatría del arte, en el arte y por el arte -con fetichismo,
cultos, exaltaciones, etc- tiene a buen seguro que ver con toda la historia que
estoy evocando aquí, resulta todavía por otra parte más remarcable que el arte,
en toda su historia, no deja de repudiar esta idolatría. Ciertamente, el arte
siempre se ocupa de otra cosa que de hacer aparecer presencias ilusorias; indica
siempre que no tiene ninguna especie de divinidad a hacer surgir, sino que, al
contrario, lo que llama "belleza" o "sublimidad" se distingue, se separa y se
desprende de cualquier función divina (si entendemos por esto una forma de
salud, de providencia o de destino sobrenatural).
La segunda razón
ha de tomarse en el arte antes del arte: es decir, en el hecho de que las
técnicas de figuración, de celebración, de veneración, de consagración jamás, en
ninguna cultura, están simplemente exentas del momento o del aspecto de la
técnica sin fin o de la técnica "del" sin fin. Se ha discutido mucho sobre la
legitimidad de los juicios estéticos aplicados al arte africano o oceánico, por
ejemplo. Las observaciones etnológicas más recientes muestran que la apreciación
estética no está ausente ni en los "artistas" de estas culturas ni en sus
"públicos", incluso si resulta delicado imponerles una categoría tan particular,
reciente y discutible como la de "estética", puesto que procede de una
distinción de lo "sensible" que corre el riesgo de resultar ajena a estas
culturas.
Ahora bien, más
acá o más allá de la etnología, nuestra propia relación con las "obras"
consideradas resulta suficiente para proporcionar la prueba: no somos nosotros
los que hemos impuesto al arte africano una percepción y un juicio ajenos a los
principios culturales que lo regían (y que, por lo demás, no eran siempre
exclusivamente culturales, desde el momento en que se trataba, por ejemplo, de
objetos domésticos). Al contrario, son estas obras las que se han hecho
reconocer por lo que son: objetos de culto, sin lugar a dudas, pero a los que se
vincula y de los que se desprende, al mismo tiempo, la independencia de un
gesto, el deseo de una forma -sea visual, sonora, de danza-. Si bien es cierto
que retirar estas obras de sus contextos de origen las priva de su aura, no es
menos cierto que el aura artística es de otra naturaleza, desvinculada del
contexto, de la obediencia y de la observancia, y se vuelve hacia el enigma de
lo que llamamos "bello" o "sublime" y que ni mucho menos se deja llevar a ningún
servicio de celebración o de consagración, incluso si ella misma se mantiene
como enigma y, quizá, precisamente por ello.
Así pues,
mostramos que el arte coexiste, por decirlo de algún modo, como compañero
independiente de la celebración cultural, así como de la organización de lo
común, estén las dos confundidas, entramadas o separadas. El arte, por su parte,
ocupa siempre un lugar distinto, incluso si tal o cual cultura no lo
designa.
* *
*
Por supuesto,
esto no quiere decir que el arte no tenga nada que ver con la existencia común.
Pero lo que tiene que ver con ella no revela aspectos ni de la religión, ni de
la política, ni tampoco de la economía, ni del sistema de parentesco, del
derecho o de todas las técnicas aferentes. Es fuertemente dependiente de los
dispositivos materiales, simbólicos y afectivos que determinan un momento de
cultura: toma de ahí sus ocasiones, sus móviles, sus pretextos; allí encuentra
también formas, esquemas, gestos, tonalidades. Pero lo que hace en la existencia
común no consiste en organizar o en modelar su destino, ni en darle ninguna
especie de razón primera o última. Antes bien, la retira a estas esferas o a
estos órdenes para volverla hacia ella misma: en tanto que lo "común" no es sólo
lo que asociaría individuos, ni lo que fundaría una comunidad, sino lo que nos
hace relacionarnos los unos a los otros independientemente de las relaciones de
fuerzas, de intereses y de creencias. Aquello que nos relaciona unos con otros
es que podemos intercambiar signos de una finalidad sin fin, puesto que,
únicamente una finalidad como ésta, que no está sometida a ninguna esperanza de
cumplimiento ni de destino -sea histórico o sobrenatural- responde a nuestra
existencia y, muy precisamente, al hecho de que esta existencia es en común, de
que es esencialmente "ser-con" o es esencialmente compartir ( partage ).
Compartir las voces, los signos, los gestos, de las formas -compartir la
preocupación de tratar de compartir, que no es sólo la preocupación de comunicar
sino también de la proximidad del "con". Porque, en esta proximidad, y sólo en
ella, se pone en juego lo que tiene que ver con el sentido: no el sentido
formado, instituido y con un destino, sino del sentido, si puedo formularlo así,
en estado puro, es decir, en estado naciente, en estado de signo o señal
sensible que indica algo distinto a un uso, a una función o a una
legitimación.
¿Qué es lo que
pasa cuando algunos pintan animales sobre las paredes de grutas, mientras otros
hacen vibrar cadenciosamente cuerdas tensadas o soplos de aire en cañas, y,
todavía más, mientras otros explican historias en una lengua especialmente
trabajada, reinventada? Lo que pasa es que se generan proposiciones de sentido,
lo que pasa es que, al menos algunos, sienten que comprenden o que comprueban
que estas proposiciones son, ciertamente, las suyas, y que no lo hubieran sabido
si no les hubieran sido enunciadas. Que este compartir (partage) sea antes,
ostensiblemente, el de un pequeño número, no impide que por contagios
imperceptibles y por desplazamientos, transposiciones -a través también de
esferas diferentes de actividad artística, puesto que las artes "populares"
participan del mismo movimiento -alguna cosa de lo común, es decir, del sentido,
tenga lugar. Y esto es sin fin.
Así pues, el
arte pertenece a lo común, no a la ciudad. Ello no impide que la ciudad tenga
respecto a él el deber mayor de permitir su ejercicio. Se sigue de aquí toda una
serie de condiciones que la política debe tener en cuenta en tanto que ella debe
prohibirse a sí misma otorgar fines al arte. Pero éste no es el lugar para
desarrollar estas condiciones.
Acabaré
simplemente citando una entrevista reciente del músico Mikis Theodorakis.
Militante político muy comprometido, y por esta razón preso en el pasado durante
un tiempo, declaró: "Por suerte, no me he identificado nunca con la política.
Incluso durante los períodos en los que estuve preso por razones políticas,
funcionaba interiormente como un artista absolutamente libre, consagrado a su
obra principal, la música" [1].
NOTAS
[1]
Declaraciones recogidas por Yorgos Archimandritis, Le Monde, suplemento M al
número 20233, fechado el jueves 11 de febrero de 2010, p. 13.
© Disturbis.
Todos los derechos reservados. 2011
Jean-Luc Nancy (Burdeos, 26
de julio de 1940) es un filósofo francés, considerado uno de los pensadores más
influyentes de la Francia contemporánea, profesor emérito de filosofía en la
Universidad Marc Bloch de Estrasburgo y colaborador de las de Berkeley y
Berlín.
Publicaciones
Original en francés
La Remarque
spéculative (Un bon mot de Hegel), París, Galilée, 1973.
La titre de
la lettre, Paris, Galilée, 1973 (con Philippe Lacoue-Labarthe)
Le
Discours de la syncope. I. Logodaedalus, París, Flammarion,
1975.
L'absolu littéraire. Théorie de la littérature du romantisme
allemand, París, Seuil, 1978 (con Philippe Lacoue-Labarthe).
Ego sum,
Paris, Flammarion, 1979.
Le partage des voix, Paris, Galilée,
1982.
La communauté désoeuvrée, París, Christian Bourgois,
1983.
L'Impératif catégorique, París, Flammarion,
1983.
L'oubli de la philosophie, París, Galilée, 1986.
Des
lieux divins, Mauvezin, T.E.R, 1987.
L'expérience de la liberté,
París, Galilée, 1988.
Une Pensée Finie, París, Galilée,
1990.
Le poids d'une pensée, Québec, Le griffon d'argile,
1991.
Le mythe nazi, La tour d'Aigues, L'Aube, 1991 (com Philippe
Lacoue-Labarthe)
La comparution (politique à venir), París, Bourgois,
1991 (con Jean-Christophe Bailly).
Corpus, París, Métailié,
1992.
Les Muses, París, Galilée, 1994.
Être singulier
pluriel, París, Galilée, 1996.
Hegel. L'inquiétude du négatif, París,
Hachette, 1997.
L'Intrus, París, Galilée, 2000.
Le regard du
portrait, París, Galilée, 2000.
Conloquium, introd. à Roberto
Esposito, Communitas, trad. de Nadine Le Lirzin, Paris, PUF, 2000.
La
pensée dérobée. París, Galilée, 2001.
The evidence of film. Bruxelles,
Yves Gevaert, 2001.
La création du monde ou la mondialisation. París,
Galilée, 2002.
Nus sommes. La peau des images. Paris, Klincksieck,
2003. (con Federico Ferrari)
La déclosion (Déconstruction du
christianisme 1). Paris, Galilée, 2005.
Iconographie de l'auteur.
Paris, Galilée, 2005. (with Federico Ferrari)
Tombe de sommeil, Paris,
Galilée, 2007.
Juste impossible. Paris, Bayard, 2007.
Vérité
de la démocratie, Paris, Galilée, 2008.
Démocratie, dans quel état ?,
avec G. Agamben, A. Badiou, D. Bensaïd, W. Brown, J. Rancière, K. Ross et S.
Žižek, La Fabrique, 2009.
L'Adoration : déconstruction du
christianisme II, Paris, Galilée, 2010.
Atlan : les détrempes, Paris,
Hazan, 2010.
Principales traducciones en
castellano
La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami
(Errata naturae, 2008)
Las musas (Amorrortu, 2008)
Ego Sum
(Anthropos, 2007)
El peso de un pensamiento (Ellago ediciones,
2007)
Noli me tangere (Trotta, 2006)
Ser singular plural
(Arena libros, 2006)
Hegel, la inquietud de lo negativo (Arena libros,
2006)
La creación del mundo o la mundialización (Paidós,
2003)
El "hay" de la relación sexual (Sintesis, 2003)
Un
pensamiento finito (Anthropos, 2002)
El mito nazi (con
Philippe-Lacoue-Labarthe, Antropos, 2002)
La comunidad inoperante
(LOM/Arcis, 2000)
La comunidad desobrada (Arena Libros,
2007)
Textos sobre Jean-Luc Nancy en
castellano