sábado, 30 de agosto de 2008

"VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX" por Eric Hobsbawm. Extracto del Libro " Historia del Siglo XX"




I
El 28 de junio de 1992, el presidente francés François Mitterrand se desplazó
súbitamente, sin previo aviso y sin que nadie lo esperara, a Sarajevo,
escenario central de una guerra en los Balcanes que en lo que quedaba de año
se cobraría quizás 150.000 vidas. Su objetivo era hacer patente a la opinión
mundial la gravedad de la crisis de Bosnia. En verdad, la presencia de un estadista
distinguido, anciano y visiblemente debilitado bajo los disparos de las
armas de fuego y de la artillería fue muy comentada y despertó una gran
admiración. Sin embargo, un aspecto de la visita de Mitterrand pasó prácticamente
inadvertido, aunque tenía una importancia fundamental: la fecha. ¿Por
qué había elegido el presidente de Francia esa fecha para ir a Sarajevo? Porque
el 28 de junio era el aniversario del asesinato en Sarajevo, en 1914, del
archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría, que desencadenó, pocas
semanas después, el estallido de la primera guerra mundial. Para cualquier
europeo instruido de la edad de Mitterrand, era evidente la conexión entre la
fecha, el lugar y el recordatorio de una catástrofe histórica precipitada por una
equivocación política y un error de cálculo. La elección de una fecha simbólica
era tal vez la mejor forma de resaltar las posibles consecuencias de la
crisis de Bosnia. Sin embargo, sólo algunos historiadores profesionales y
algunos ciudadanos de edad muy avanzada comprendieron la alusión. La
memoria histórica ya no estaba viva.
La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que
vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones
anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las pos-
trimerías del siglo xx. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de
este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación
orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los
historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor
trascendencia que la que han tenido nunca, en estos años finales del segundo
milenio. Pero por esa misma razón deben ser algo más que simples cronistas,
recordadores y compiladores, aunque esta sea también una función necesaria
de los historiadores. En 1989, todos los gobiernos, y especialmente todo el
personal de los ministerios de Asuntos Exteriores, habrían podido asistir con
provecho a un seminario sobre los acuerdos de paz posteriores a las dos guerras
mundiales, que al parecer la mayor parte de ellos habían olvidado.
Sin embargo, no es el objeto de este libro narrar los acontecimientos del
período que constituye su tema de estudio —el siglo xx corto, desde 1914 a
1991—, aunque nadie a quien un estudiante norteamericano inteligente le
haya preguntado si la expresión «segunda guerra mundial» significa que
hubo una «primera guerra mundial» ignora que no puede darse por sentado
el conocimiento aun de los más básicos hechos de la centuria. Mi propósito
es comprender y explicar por qué los acontecimientos ocurrieron de esa for-
ma y qué nexo existe entre ellos. Para cualquier persona de mi edad que ha
vivido durante todo o la mayor parte del siglo xx, esta tarea tiene también,
inevitablemente, una dimensión autobiográfica, ya que hablamos y nos
explayamos sobre nuestros recuerdos (y también los corregimos). Hablamos
como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que han participado
en su historia en formas diversas. Y hablamos, también, como actores
que han intervenido en sus dramas —por insignificante que haya sido nuestro
papel—, como observadores de nuestra época y como individuos cuyas
opiniones acerca del siglo han sido formadas por los que consideramos acontecimientos
cruciales del mismo. Somos parte de este siglo, que es parte de
nosotros. No deberían olvidar este hecho aquellos lectores que pertenecen a
otra época, por ejemplo el alumno que ingresa en la universidad en el
momento en que se escriben estas páginas, para quien incluso la guerra del
Vietnam forma parte de la prehistoria.
Para los historiadores de mi edad y formación, el pasado es indestructible,
no sólo porque pertenecemos a la generación en que las calles y los lugares
públicos tomaban el nombre de personas y acontecimientos de carácter público
(la estación Wilson en Praga antes de la guerra, la estación de metro de
Stalingrado en París), en que aún se firmaban tratados de paz y, por tanto,
debían ser identificados (el tratado de Versalles) y en que los monumentos a
los caídos recordaban acontecimientos del pasado, sino también porque los
acontecimientos públicos forman parte del entramado de nuestras vidas. No
sólo sirven como punto de referencia de nuestra vida privada, sino que han
dado forma a nuestra experiencia vital, tanto privada como pública. Para el
autor del presente libro, el 30 de enero de 1933 no es una fecha arbitraria en
la que Hitler accedió al cargo de canciller de Alemania, sino una tarde de
invierno en Berlín en que un joven de quince años, acompañado de su hermana
pequeña, recorría el camino que le conducía desde su escuela, en Wilmersdorf,
hacia su casa, en Halensee, y que en un punto cualquiera del trayecto
leyó el titular de la noticia. Todavía lo veo como en un sueño.
Pero no sólo en el caso de un historiador anciano el pasado es parte de
su presente permanente. En efecto, en una gran parte del planeta, todos los
que superan una cierta edad, sean cuales fueren sus circunstancias personales
y su trayectoria vital, han pasado por las mismas experiencias cruciales
que, hasta cierto punto, nos han marcado a todos de la misma forma. El
mundo que se desintegró a finales de los años ochenta era aquel que había
cobrado forma bajo el impacto de la revolución rusa de 1917. Ese mundo
nos ha marcado a todos, por ejemplo, en la medida en que nos acostumbramos
a concebir la economía industrial moderna en función de opuestos
binarios, «capitalismo» y «socialismo», como alternativas mutuamente excluyentes.
El segundo de esos términos identificaba las economías organizadas
según el modelo de la URSS y el primero designaba a todas las
demás. Debería quedar claro ahora que se trataba de un subterfugio arbitrario
y hasta cierto punto artificial, que sólo puede entenderse en un contexto
histórico determinado. Y, sin embargo, aun ahora es difícil pensar, ni siquiera
de forma retrospectiva, en otros principios de clasificación más realistas
que aquellos que situaban en un mismo bloque a los Estados Unidos, Japón,
Suecia, Brasil, la República Federal de Alemania y Corea del Sur, así como
a las economías y sistemas estatales de la región soviética que se derrumbó
al acabar los años ochenta en el mismo conjunto que las del este y sureste
asiático, que no compartieron ese destino.
Una vez más hay que decir que incluso el mundo que ha sobrevivido una
vez concluida la revolución de octubre es un mundo cuyas instituciones y
principios básicos cobraron forma por obra de quienes se alinearon en el bando
de los vencedores en la segunda guerra mundial. Los elementos del bando
perdedor o vinculados a ellos no sólo fueron silenciados, sino prácticamente
borrados de la historia y de la vida intelectual, salvo en su papel de «enemigo
» en el drama moral universal que enfrenta al bien con el mal. (Posiblemente,
lo mismo les está ocurriendo a los perdedores de la guerra fría de la
segunda mitad del siglo, aunque no en el mismo grado ni durante tanto tiempo.)
Esta es una de las consecuencias negativas de vivir en un siglo de guerras
de religión, cuyo rasgo principal es la intolerancia. Incluso quienes anunciaban
el pluralismo inherente a su ausencia de ideología consideraban que el
mundo no era lo suficientemente grande para permitir la coexistencia permanente
con las religiones seculares rivales. Los enfrentamientos religiosos o
ideológicos, como los que se han sucedido ininterrumpidamente durante el
presente siglo, erigen barreras en el camino del historiador, cuya labor fundamental
no es juzgar sino comprender incluso lo que resulta más difícil de
aprehender. Pero lo que dificulta la comprensión no son sólo nuestras apasionadas
convicciones, sino la experiencia histórica que les ha dado forma.
Aquéllas son más fáciles de superar, pues no existe un átomo de verdad en la
típica, pero errónea, expresión francesa tout comprendre c 'est tout pardonner
(comprenderlo todo es perdonarlo todo). Comprender la época nazi en la historia
de Alemania y encajarla en su contexto histórico no significa perdonar el
genocidio. En cualquier caso, no parece probable que quien haya vivido
durante este siglo extraordinario pueda abstenerse de expresar un juicio. La
dificultad estriba en comprender.


Note del Editor
Este es un extracto del libro completo. Quien desee tenerlo completo,
por favor solicitelo por mail.

Darío