I.- Posiciones
¿Por qué la religión? ¿De nuevo la religión? En su artículo “Fe y saber. Las dos fuentes de la religión dentro de los límites de la mera razón”1, J. Derrida señala la necesidad de reflexionar sobre lo que, no sin cierta precipitación, se ha dado en llamar “retorno de lo religioso”. Un retorno del que quizá sólo quepa hablar en y desde occidente, ya que el rechazo respecto a cuanto tuviese que ver con la religión no parece haberse producido en el resto del mundo. Fuera de occidente nunca dejó de “estarse” en lo religioso. Y digo “estarse” porque, siguiendo a Ortega, entiendo que las creencias, a diferencia de las ideas, son ajenas al bagaje intelectual del hombre: las creencias no se tienen, como se tienen ideas, en las creencias se está. Las creencias constituyen el marco de referencia de nuestro estar en el mundo, por más que en occidente hayamos querido transmutarlas en ideas. De hecho, y aunque en algún momento se creyó que el saber, la información o la crítica podían dar al traste con la creencia, la superstición, el fanatismo, incluso con la fe, la religión se ha encargado de demostrar lo contrario.
La religión vuelve y, con ella, sus espectros, sus fantasmas, sus conflictos, sus males. Se impone pues hablar de su resurgir. Se impone plantearse, de nuevo, qué es y cómo anda eso de la religión. Cuáles son las claves de su retorno; cuáles sus caracteres ocultos. Y se impone hacerlo desde occidente. Ahora bien, decir occidente es decir religiones abrahámicas; es decir la difícil relación entre las religiones del Libro, los tres grandes monoteísmos nacidos de la diferenciación herética, de la ruptura y la separación a partir del tronco común de la religión hebrea.
Una ruptura que en el caso del cristianismo supone, entre otras cosas, la introducción del liberador y peligroso concepto de “persona”. El hombre como posible interlocutor de Dios: un tú al que se dirige Dios, un yo que interpela a Dios. Ni judíos
ni musulmanes interpelan a Dios. No ponen en duda sus designios. La creencia no se
alía con la idea, no se deja contaminar ni sustituir por ella, de modo que ni en el judaísmo ni en el islam cabe hablar de “retorno de lo religioso”. Lo religioso nunca partió, nunca se fue, luego no ha de re-tornar, aunque pueda “tornar sobre sí”, regresar, volver a los orígenes, al punto de partida. Tal vez sea eso lo que la doxa determina confusamente como fundamentalismo, integrismo o fanatismo: el regreso al origen, a las fuentes, por oposición a un cristianismo que, en su empeño por volver sobre ellas para “des-cifrarlas”, para “de-codificar” los caracteres sagrados del Libro, se ha alejado progresivamente del espíritu de la letra. Un cristianismo en el que la razón iba a arrumbar lo religioso. Un cristianismo en que la sospecha iba a desterrar por siempre la transvaloración supersticiosa (Nietzsche), la ideología esclavizante (Marx), el superego perturbador (Freud). Un cristianismo que ha renunciado a Dios porque Dios ha muerto.
Un cristianismo en cuyo seno es posible que renazca lo religioso, pero no Dios. Porque Dios, como en la época de Hegel, ha muerto.
El judaísmo y el islam serían entonces los dos últimos monoteísmos que todavía se alzan contra todo aquello que, en la cristianización de nuestro mundo, significa la muerte de Dios. Dos monoteísmos que no admiten ni la muerte ni la multiplicidad en
Dios; lo bastante ajenos a la Europa greco-cristiana como para recordar a cualquier precio que “monoteísmo” significa tanto la “fe” en el Uno, y en el Uno vivo, como la
“creencia” en un Dios único. ¿Será, pues, que en realidad el “resurgir de lo religioso”
significa retorno a los orígenes como modo de combatir y contrarrestar la perniciosa
influencia que occidente representa para el ámbito de la creencia? ¿Será que dicho retorno no se produce en occidente sino en sus aledaños, en las religiones hermanas, en concreto en el islam? ¿Y dentro del islam, en el islamismo, concreción histórica de una concreción histórica de lo religioso?
El islam. Una religión en cuyo nombre se cometen todo tipo de tropelías, atropellos y crímenes. Lo viejo en lo nuevo, lo arcaico en lo moderno: modernos sistemas de atentar contra la humanidad apelando a viejas fórmulas de fe. ¿Puede ser eso el “retorno a lo religioso”, “de lo religioso”? ¿Puede ser el “retorno de lo religioso” un regreso a la superstición, el iluminismo, el fanatismo y la taumaturgia, efectos perniciosos, pensaba Kant, de los elementos que han constituido la fe dogmática (el milagro, el misterio, la gracia y los medios de que se sirve la religión para conquistar esta última)? ¿No será el retorno de lo religioso una vuelta a la vieja controversia entre fe y razón (ahora expresada a través de la utilización y la oposición al poder de la máquina, la técnica, la tecnociencia y sobre todo de la transcendencia teletecnológica)?
La vieja controversia se concreta ahora en la relación entre religión y ciberespacio (virtualidad espacio-temporal, digitalidad, telecomunicación). Frente al
poder de abstracción y disociación, de desarraigo y deslocalización de lo teletecnológico, la religión –sea lo que sea esto- se encuentra a la vez en el antagonismo reactivo y en la sobrepuja reafirmante. Dos formas de retorno de lo religioso que, en el fondo, representan igualmente el integrismo, venga este de los representantes de cultos no cristianos, venga de la latinización –cristianización- que funda y recorre la teletecnología, vista como nueva forma de violencia física, legal, política, social, internacional y “capitalística” impuesta por occidente.
Un debate acerca del renacer de lo religioso deberá tener en cuenta tanto el antagonismo, el rechazo hacia una forma de religión, la cristiana, que pervive a través de todo lo que proviene de occidente, como la sobrepuja reafirmante que supone al tiempo: el rechazo cristiano de la expansión tecnológica como saber que destruye y aniquila la fe, pero también la pretensión de reafirmar la tradición cristiana aprovechando el poder de las nuevas tecnologías, de la nueva configuración mundial.
¿Desde dónde reflexionar entonces? No desde el compromiso, tampoco desde el rechazo, más bien desde la emancipación respecto de la dogmática, la ortodoxia o la autoridad religiosa. Se trata de adoptar una actitud circunspecta y suspensiva, una cierta epojé que consiste en pensar la religión “en los límites de la mera razón”.
Pensar la religión dentro de los límites de la mera razón significa, desde Kant, liberar a la religión de la envoltura cultual, simbólica y ritual con que la han revestido las distintas manifestaciones históricas de lo religioso. Pero si huimos de lo concreto caemos en las dificultades que plantea una concepción abstracta, esencial, de la religión.
Cierto que rompemos el “aislamiento” pero para adentrarnos en el complicado y confuso terreno de la “tierra prometida”. Reflexionar sobre el retorno de las religiones desde el interior de cualquier religión implica descartar como religioso todo aquello que no se ajuste a los cánones establecidos por una determinada religión, lo que nos obliga, si queremos hablar de la religión, a salirnos del marco de lo particular, huir de la “isla”, para adentrarnos en el nada cómodo ámbito de lo general y de sus dificultades inherentes.
La primera de ellas: ¿Cómo liberar a la religión de la carga que le impone su propio nombre? El término “religión” pertenece al universo lingüístico de la occidentalidad romana, al paradigma cristiano de la tierra prometida. Y en cierto sentido este es el carácter específico de la religión, pues las demás, si atendemos al nombre religio, sólo lo son por una dudosa analogía con el cristianismo. El discurso sobre la religión parece entonces inseparable del discurso salvífico, del discurso acerca de “lo sano, lo santo, lo sagrado, lo salvo, lo indemne, lo inmune”. Las revelaciones testamentaria y coránica son inseparables de una historicidad de la revelación misma.
El horizonte mesiánico o escatológico delimita dicha historicidad, pero sólo por haberla abierto previamente; de modo que quizá sea identificando el mal del que debemos ser redimidos, salvados, como lograremos acceder al lugar de salvación para nuestro tiempo y, por tanto, a la singularidad de lo religioso, del retorno de lo religioso.
Sin embargo, hablar de un retorno de lo religioso no puede significar hablar de un retorno del cristianismo, de un regreso a la tierra prometida, volveríamos entonces a la isla. El horizonte en que hay que enmarcar el debate debe ampliarse, debe superar las limitaciones de la isla y de la tierra de promisión para alcanzar el horizonte sin límites del desierto: lugar común de toda religiosidad. Para lograrlo propone Derrida recurrir a la distinción kantiana entre “religión de mero culto” y “religión moral”. La primera busca los favores de lo divino sin actuar, no enseña más que la oración y el deseo. En ellas, el hombre no tiene que hacerse mejor, ni siquiera por la remisión de los pecados. La religión moral (cristianismo) se interesa por la buena conducta en la vida: prescribe “hacerse mejor” actuando con este fin. No importa saber lo que Dios hace por nuestra salvación sino lo que debemos hacer para ser dignos de su auxilio.
Kant define así una “fe reflexionante” que puede servir de referencia a la discusión. La “fe reflexionante”, al no depender de ninguna revelación histórica y concordar con la racionalidad de la razón pura práctica, favorece la buena voluntad más allá del saber. Más allá de la fe dogmática que pretende saber siendo que ignora la diferencia entre fe y saber. Actuar ante Dios para forzar su respuesta es propio de la fe dogmática, de la fe que cree saber lo que Dios quiere. Actuar como si Dios no existiera, como si nos hubiera abandonado es lo propio de la verdadera fe, de la fe reflexionante.
Ahora bien, si actuar conforme a la pura moralidad supone actuar como si Dios nos hubiera abandonado, ¿no tendremos que admitir que la única forma de que la religión responda a su vocación moral es soportando “aquí abajo, en la historia fenomenal”, la muerte de Dios?
La muerte de Dios no significa la muerte de la experiencia indemne de lo sagrado, más bien lo contrario. El retorno mecánico –ineludible- de lo religioso supone el despertar de la experiencia de lo divino como previa a cualquier revelación, como religión universal (ni natural ni dogmática) que no se atenga ya al paradigma cristiano, ni siquiera al abrahámico. Religión que, como proponía Bonhöeffer, debería desoccidentalizarse para situarnos en el desierto, sin horizonte ni límites, de la fe, y no de la creencia. El desierto que posibilita, abre, horada o infinitiza el otro.
Un desierto sin ruta en que la única orientación sea la posibilidad de una religión y de un relegere previos al “vínculo” del religare, se establezca este entre los hombres, o entre el hombre y la divinidad. Incluso si se lo puede llamar vínculo social, vínculo con el otro en general, el respeto, la responsabilidad de la afirmación que nos compromete con lo divino, el vínculo fiduciario del relegere “precedería a cualquier comunidad determinada (al religare), a cualquier religión positiva, a cualquier horizonte onto-antropo-teológico”. Religión en que la experiencia de lo místico precede y se antepone a la comunidad de la creencia. Una religión, no de la revelación, sino de la “revelabilidad”. Semejante religión uniría singularidades puras antes de cualquier determinación social o política, antes de cualquier intersubjetividad, antes incluso de la oposición entre lo sagrado (o lo santo) y lo profano.
También el desierto es el marco en que se desenvuelve el análisis sobre la religión realizado por el kantiano Schleiermacher. Schleiermacher aboga por la apertura a lo distinto y plural, a la fe sentida que interpreta la intuición de lo Infinito según las necesidades de cada época, de cada pueblo y de cada individuo. Recomienda alejarse de quienes quieren circunscribir el espíritu de la religión a dogmas particulares y de quienes reducen la religión a pura especulación. Porque ni en la rigidez de los sistemáticos ni en la aridez sentimental de los amigos de la vana generalización se encuentra el espíritu de la religión, sino en aquellos que sin abrigar la ilusión de haber podido abarcarla íntegramente, se mueven y viven en ella como en su elemento natural.
Nada más lejos de la religión, piensa Schleiermacher, que el sectarismo que ha caracterizado al cristianismo histórico. El odioso espíritu de secta y de proselitismo (la supuesta indemnidad autoinmune de la que hablará Derrida), que aleja cada vez más de lo esencial a la religión, sólo puede ser destruida erradicando el sentimiento de pertenecer a un círculo determinado del que queda excluido el adepto de otra fe, o de la misma en una interpretación diferente.
De ahí que no debamos buscar la religión “allí donde muchos cientos están congregados en grandes templos y su canto ya perturba desde lejos nuestro oído: los hombres de esta índole... no se encuentran tan próximos entre sí”2. En efecto, uniformidad no significa proximidad; compartir religión no implica compartir idénticos puntos de vista e idénticos sentimientos religiosos. Difundida a menudo entre sus
adeptos, esta opinión ha sido la primera causa de la corrupción del cristianismo. La esencia del cristianismo no excluye ninguna intuición o sentimiento particular de lo divino. No hay nada menos cristiano que exigir uniformidad poniendo cortapisas a la experiencia fiduciaria. De manera que, volviendo a Derrida, la apertura de la desertificación es en realidad lo que hace posible lo que parece amenazar, el retorno de lo religioso, lo religioso mismo, cuyos dos aspectos fundamentales –fundacionales- son “lo mesiánico” y la “khôra”, anteriores a la historia universal de la revelación y de la presencia.
Lo “mesiánico” se identifica con lo que Heidegger llama la revelabilidad de lo divino, anterior a cualquier revelación y objeto, no de la teología (discurso sobre Dios, la fe o la revelación) sino de la teiología (discurso sobre el ser divino, sobre la esencia y la divinidad de lo divino). Se trata de la pura mesianicidad sin mesianismo. La apertura al porvenir o a la venida del otro como advenimiento de la justicia, sin horizonte de espera y sin prefiguración profética. Sin garantías, pudiendo esperarse tanto lo mejor como lo peor. Una venida que puede verse truncada y que supone una fe sin dogma, vinculada al invencible deseo de justicia. Sólo en esta mesianicidad puede esperarse una cultura universalizable de singularidades, anterior a cualquier revelación, que permita un discurso racional y universal respecto de la fe. Una fe que no se apoya en la presencia, sino en la khôra.
La “khôra” (khôrismos-separación). Como en el Timeo platónico, representa la exterioridad absoluta, la pura indeterminación. Realidad ni inteligible ni sensible que se presenta como posibilitante. Lo no apropiable ni reapropiable, el desierto en el desierto de las revelaciones y los retiros, de las vidas y muertes de Dios, de todas las figuras de la kenosis o de la transcendencia, de la religio o de las “religiones” históricas. Es lo que las posibilita, algo no presente que sólo puede presentarse como Ser, Bien, Dios, Hombre, Historia, pero no como lo que es: nada, que no la Nada (lo “místico”, lo que, según Bergson, inserta a algunos hombres en la evolución creadora).
Una religión cuyas fuentes fuesen lo mesiánico y la khôra abriría el horizonte a la tolerancia. Tolerancia, no sólo amenazada históricamente por la religión que primero la postuló, el cristianismo, sino amenazada hoy por nuevas luchas de religión.
II.- Nueva cruzada
Las nuevas “guerras de religión”, como las antiguas, se desencadenan en la tierra (humana) y buscan controlar el cielo. Ahora apoyándose en las nuevas tecnologías, en la cultura digital, sin las que no hay hoy en día ninguna manifestación religiosa. Lo que ponen en juego esas nuevas tecnologías, lo que está en juego, puede quedar implícito o puede ser inscrito en otros lugares, pero en ambos casos lo que “declaradamente” está en juego es la raíz religiosa de nuestro modo de ver el mundo y, por tanto, el presente. Lo cual afecta a cosas como la historia, la humanidad del hombre, los derechos de la persona, del hombre y de la mujer, la organización política y cultural de la sociedad, la diferencia entre el hombre, el dios y el animal, el tratamiento de la muerte, y más allá, a nuestra visión del tiempo, del ser, de lo sagrado, de lo santo, del ser en su propiedad (indemne, salvo), de la divinidad de Dios o de los posibles sentidos que pueda dársele a theion.
Derrida no descarta que hay otros intereses detrás de las nuevas guerras de religión, siempre los hubo (económicos, políticos, militares, nacionales, étnicos, etc.), pero las figuras del mal no siempre declaran lo que está en juego, no siempre nombran en nombre de qué clase de religión cometen sus crímenes, no siempre confiesan su carácter religioso. Las guerras o “intervenciones” militares conducidas por el occidente judeo-cristiano en nombre de mejores causas (el derecho internacional, la democracia, la soberanía de los pueblos, los imperativos humanitarios) son, en cierto modo, también, guerras de religión. De una religión o religiosidad no declarada, incluso rechazada, que sin embargo recorre todos los ámbitos del día presente. No sólo en occidente, también en el mundo “mundialatinizado”, el mundo dominado por la extraña alianza del cristianismo –como experiencia de la muerte de Dios- y del capitalismo teletecnocientífico.
La religiosidad a que nos referimos, la europea, va asociada vagamente a la experiencia, expresada en la creencia, de la sacralidad de lo divino, lo santo, lo salvo, lo indemne. La experiencia religiosa suele entenderse como confianza ciega, testimonial, no probatoria en el saber sobre lo indemne, lo sacro, lo santo. Pero quizá quepa separar la creencia de la presencia de lo sagrado, ya que es posible sacralizar lo indemne, mantenerse ante lo sacrosanto sin poner en obra un acto de fe de asentimiento al testimonio de otro –“del cualquier/radicalmente otro inaccesible en su fuente absoluta.
Y allí donde cualquier/radicalmente otro es cualquier/radicalmente otro”3-. Del mismo modo es posible la creencia sin que se tenga conciencia, sin que en realidad esté presente lo indemne. Aunque Derrida tome partido por la primera opción reconoce que la religión abarca ambos focos, incluso cuando no exprese su irreductible dualidad (fe y creencia, fe sin creencia, creencia sin fe). Volvemos pues al problema de qué esconde la denominación “religión”, qué se “en-cripta” bajo el término religio.
La historia de la palabra “religión” en principio debería prohibir a cualquier no cristiano denominar “religión” (y reconocerse en ella) a aquello que representa su experiencia de lo divino. No hay ningún término indoeuropeo “común” para lo que llamamos “religión”. Los indoeuropeos no concebían “como una institución separada” esa realidad omnipresente que es la religión. Tampoco otras lenguas, ajenas al ámbito lingüístico del latín, poseen un término similar. Todavía hoy, allí donde no se reconoce la institución religiosa, la palabra “religión” es inapropiada. No siempre ni en todas partes hay, ha habido o habrá una cosa identificable con eso que llamamos “religión”.
Incluso dentro de la matriz latina, el origen del término ha sido muy discutido.
Según Cicerón, religio proviene de relegere: volver a pasar, recoger para volver a empezar, reiterar. De ahí, la atención escrupulosa, el respeto, la paciencia, el pudor o la piedad. Pero también la responsabilidad, la culpa, la pena. Todos ellos acepciones del término religio. Según Lactancio y Tertuliano, religio provendría de religare (etimología inventada por los cristianos): vínculo, obligación, deber y deuda entre hombres. En realidad, la primera etimología expresaría lo esencial de la religión, mientras la segunda pone el acento en su función. Cualquiera que sea el partido que setome en este debate, toda la problemática (moderna) del “retorno de lo religioso” queda remitida a la “elipse/elipsis” de este doble foco latino: la religio como creencia que reune y unifica al tiempo que expresa la conciencia escrupulosa, fiduciaria, que presta atención y vuelve a traer lo distinto y separado. Dicho de otro modo: la doble naturaleza de lo religioso en tanto unidad de creencia y experiencia mística de la que ya se ocupara Bergson en Las dos fuentes de la moral y de la religión.
Doble naturaleza que implica al tiempo la destrucción y la conservación de lo religioso, la tendencia a la “conservación destructora”, a la “indemnidad autoinmune”. Tendencia que hoy se expresa en un renacer de lo religioso en que fe y creencia se alían con la teletecnociencia, contra la que reaccionan con todas sus fuerzas. Por una parte, este renacer es la “mundialatinización”: produce, se adhiere, explota el capital y el saber de la “telemediatización”. Por otra, la religión reacciona de inmediato, simultáneamente, declara la guerra a aquello que no le confiere ese nuevo poder más que desalojándola de los lugares que le pertenecen por naturaleza, haciendo presente ese “mal radical” sin el que “no se puede hacer nada bien”. La reacción a la secularización, a la pérdida de identidad, busca la inmunidad, provocando una autoinmunización que destruye las defensas de la religión contra los riesgos del fanatismo, el fundamentalismo o el dogmatismo. La indemnización autoinmune destruye lo que quiere salvar al tiempo que promueve el retorno ineludible de lo religioso.
La indemnización autoinmune supone la destrucción, endógena y exógena, de lo romano y lo estatal como todo aquello que encarna lo político o el derecho europeos a los que hacen la guerra todos los fundamentalismos o integrismos no cristianos, así como ciertas formas ortodoxas, protestantes e incluso católicas. A ello se añade otra afirmación autodestructiva (autoinmune) que bien podría estar obrando en todos los proyectos pacifistas y ecuménicos, católicos o no, que reclaman la fraternización universal, la reconciliación de los “hombres hijos del mismo Dios”, y sobre todo cuando dichos hermanos pertenecen a la tradición monoteísta de las religiones abrahámicas.
Este movimiento pacificador se enmarca en un doble horizonte de antagonismo y sobrepuja:
- El horizonte kenótico4 de la muerte de Dios: no se trata ya de sumisión o humildad ante Dios, sino de aceptación (tácita) de su muerte y la consiguiente 4 Vaciamiento, autohumillación extrema del propio Dios y su muerte consiguiente. Se suele tomar como referencia Ph. 2,7: Jesús se vació a sí mismo tomando la forma de esclavo inmanentización antropológica. Los derechos del hombre y de la vida humana pasan a ser lo principal, por encima de cualquier deber para con la verdad absoluta y transcendente, antes de cualquier compromiso con el orden divino. Un Abraham que en adelante rechazaría sacrificar a su hijo y ni siquiera tomaría ya en consideración lo que siempre fue una locura, el anticipo de toda Pasión. Cuando se oye a los representantes de la jerarquía religiosa, empezando por Wojtila, el másmediático y el más latino mundial, hablar de reconciliación ecuménica se oye asimismo el anuncio o la evocación de una cierta muerte de Dios (en favor de la comunidad humana universal o de una comunidad humana que habita una porción extensa de la Tierra, que de algún modo se impone a las restantes mediática y
tecnológicamente).
- El horizonte pacificador, en la medida en que viene de Roma, trataría de imponer subrepticiamente un discurso, una cultura, una política y un derecho, de imponerlo a todas las demás religiones monoteístas, incluidas las religiones cristianas no católicas. A través de los mismos esquemas y de la misma cultura jurídicoteológico- política, occidente trataría de imponer, en nombre de la paz, una mundialatinización que se torna europeo-anglo-americana y que urge por la desproporción demográfica que amenaza la hegemonía externa, no dejándole más estratagemas que su interiorización. El campo de esta guerra o de esta pacificación carece en delante de límites: todas las religiones, sus centros de autoridad, las culturas religiosas, los Estados, naciones o etnias que representan, tienen un acceso sin duda alguna desigual, aunque a menudo inmediato y potencialmente ilimitado, al mismo mercado mundial, a las redes mundiales de telecomunicación y teletecnociencia. Desde ese momento, la religión, el esquema y las estrategias cristianas acompañan e incluso preceden a la razón crítica y teletecnocientífica, la vigilan como si fuera su sombra.
Este mismo movimiento que hace que la religión y la razón teletecnocientífica sean indisociables provoca al tiempo la confirmación y la destrucción de la religión. La religión segrega su propio antídoto (frente a la ciencia y a otras religiones), pero también su propio poder de autoinmunidad (destrucción de las propias defensas), ya que toda autoprotección de lo indemne (lo sagrado, lo santo) debe protegerse contra su propia protección, su propia policía, su poder de rechazo, contra su propia inmunidad (que diluye lo religioso en lo teletecnocientífico). Una lógica fatídica, la de la autoinmunidad de lo indemne, que siempre asociará a la ciencia y la religión. La fe se deposita en la ciencia porque se sirve de ésta y porque la misma razón teletecnocientífica supone un acto de fe en la verdad de la racionalidad esencialmente económica y capitalística de lo teletecnocientífico. Una fe que es, por lo menos de esencia o de vocación, religiosa; su condición elemental, su medio, es religioso,
suponiendo que no sea o pueda considerarse la religión misma: práctica y crédito fiduciario (en un nuevo Dios tras la muerte del antiguo). Y es que, nos recuerda Derrida reinterpretando a Bergson, por más que se “tecnifique, por más refractario que quiera serlo, nuestro universo es una
III.- Efectos de la mundialatinización
Nuestro universo, el humano, no ha podido o no ha sabido prescindir de lo sagrado, entendido como lo indemne, lo que posee salud, lo que, por eso mismo sana, indemniza, salva en y por su integridad. Y lo intacto, lo íntegro es la suerte que se desea, el presagio que se espera, la mesianicidad. Mesianicidad entendida como porvenir que depende de la herencia y de la iterabilidad de lo d(on)ado. Una mesianicidad primigenia, más vieja que cualquier religión y más originaria que cualquier mesianismo.
Mesianicidad como promesa que implica mecánica, maquínica y automáticamente la posibilidad del sí, de su confirmación, pero también el mayor riego, la amenaza misma del mal radical; la apuesta, siempre sujeta a frustración. De otro modo, piensa Derrida, la fe no sería fe, sino programa, prueba, predictividad o providencia, el puro saber y el puro saber- hacer, la anulación del porvenir. Lo maquínico y lo fiduciario van, pues, indisolublemente unidos.
Así planteada quizá sea posible hablar de una estructura universal de la religiosidad, no de la Religión, que salve la diversidad de temas, causas o creencias (la ley, la sumisión, el Dios por venir) y atienda a la indecibilidad o indecidibilidad, a la abstención respetuosa o inhibida ante lo que sigue siendo el misterio sacro: lo que debe permanecer intacto e inaccesible. La abstención también ante la comunidad mística de un secreto.
Este mismo alto abre un acceso sin mediación ni representación, por consiguiente no sin cierta violencia intuitiva, a lo que permanece indemne. Otra dimensión de lo místico que permite y promete la traducción mundial de religio:
escrúpulo, respeto, detención, pudor, alto ante aquello que debe o debería permanecer sano y salvo, intacto, indemne. Prevención ante aquello que hay que dejar que sea lo que debe ser, a veces a costa de uno mismo y en la oración: el otro. Semejante universal, semejante universalidad “existencial” podría haber proporcionado al menos la mediación de un esquema para la “mundial(latin)ización” de la religio, para su posibilidad. Esquema que consistiría en la “mundiamesianicidad” basada en la experiencia subjetiva de la khôra.
En este mismo horizonte habría que rendir cuenta del respeto absoluto a la vida y del sacrificio de la vida en pro de algo que vale más que la vida: la divinidad, la sacrosantidad de la ley (su ley), la dignidad del fin en sí, del valor absoluto más allá de cualquier otro valor. Valor que abre el espacio de muerte, la pulsión tanática que se afana en silencio sobre toda comunidad, la suplementariedad autoinmunitaria y autosacrificial que constituye toda comunidad.
Comunidad como auto-inmunidad común: no hay comunidad que no alimente su propia autoinmunidad, un principio de autodestrucción sacrificial que arruina el principio de protección de sí (del mantenimiento de la integridad intacta de uno mismo), y ello con vistas a alguna super- vivencia invisible y espectral que es más que ella misma lo otro, el porvenir, la muerte, la libertad, la venida o el amor del otro, el espacio y el tiempo de una mesianicidad espectralizante más allá de cualquier mesianismo. Ahí reside la posibilidad de la religión, el vínculo religioso (escrupuloso, respetuoso, púdico, continente, inhibido) entre el valor de la vida, su dignidad absoluta, y la máquina teológica, la “máquina de hacer dioses”.
El sacrificio representa siempre el mismo movimiento, el precio que hay que pagar para no herir o dañar a lo otro absoluto. Violencia del sacrificio en nombre de la no violencia. Violencia de lo más propio al servicio de lo más propio, de una religión a favor de la religión, violencia también de lo no-propio, de lo “impropio”.
En nuestras “guerras de religión”, la violencia tiene dos edades. Una que parece contemporánea y que concuerda y se alía con la hipersofisticación de la teletecnología militar –de la cultura “digital” y “ciber-espaciada”-. La otra es una “nueva violencia arcaica”. Replica a la primera y a todo lo que represente. Recurriendo de hecho a los mismos recursos de poder mediático, (re)aparece (como vuelta a las fuentes, regresus, a la ley de reactividad interna y autoinmune) en la mayor cercanía con el cuerpo propio y con lo viviente pre-maquínico. Se venga de la máquina expropiante y descorporalizante recurriendo a las “manos”, al sexo (símbolo fálico de la potencia vital) o al instrumento elemental, a menudo el “arma blanca”, la “carnicería” o “atrocidad”, la guerra sucia, no oficial, impropia (frente a la guerra declarada, oficial, propia, limpia). Revancha en la que no se pueden contar los muertos ni las víctimas, en la que se dan las torturas, decapitaciones y mutilaciones de todo tipo. Se trata siempre de una venganza declarada, a menudo como revancha sexual: violaciones, mutilación sexual, sacrificio y opresión de la mujer, etc.
Estos son también los síntomas de un recurso reactivo y negativo, la venganza de lo propio contra una teletecnociencia expropiadora y deslocalizadora, aquella que a menudo se identifica con la mundialidad (globalización) del mercado, con la hegemonía militar, capitalística, con la mundialatinización del modelo democrático europeo, bajo su doble forma, secular y religiosa.
De ahí otra figura del doble origen, la previsible alianza de los peores efectos de fanatismo, dogmatismo y oscurantismo irracionalista con la agudeza hipercrítica y el análisis vigilante de las hegemonías y de los modelos del adversario (mundialatinización, religión que no dice su nombre, etnocentrismo de rastro, mercado tecnocientífico, retórica democrática, estrategia de lo humanitario o del mantenimiento de la paz, el recuento desigual de los muertos). Esa radicalización arcaica y en apariencia más salvaje de la violencia “religiosa” pretende, en nombre de la “religión”, hacer que la comunidad viviente vuelva a echar raíces, que vuelva a hallar su lugar, su cuerpo y su idioma intactos (indemnes, salvos, puros, limpios/propios). Siembra la muerte y desencadena la autodestrucción con un gesto desesperado (autoinmune) que se ceba en la sangre de su propio cuerpo: como para desarraigar el desarraigo y reapropiarse la sacralidad intacta y salva de la vida. Doble raíz, doble desarraigo, doble erradicación.
La mundialización tiene así mismo consecuencias importantes en el ámbito geopolítico en cuanto afecta al cálculo demográfico, al número de creyentes y al modo de contarlos. En lo que respecta al porvenir de una religión, la cuestión del número afecta tanto a la cantidad de las “poblaciones” como a la indemnidad viviente de los “pueblos”. La cuestión es si la mundialización no acaba con las raíces mismas de la religión, con su lugar natural: identidad étnica, filiación, familia, nación, suelo, idioma
propio, cultura y memoria propias. La mundialización acaba con el número, deslocaliza, desarraiga a los pueblos. Por otra parte, abre las puestas a una nueva forma de religiosidad, a un fetichismo promovido por el propio contrafetichismo de la teletecnociencia: la relación animista con la máquina, que sirve tanto para manipular como para exorcizar. Puesto que se utilizan cada vez más artefactos y más prótesis de los que se ignora todo, con una creciente desproporción entre el saber y el saber-hacer,
el espacio de dicha experiencia técnica tiende entonces a tornarse más animista, mágico, místico, primitivo y arcaico.
La desproporción entre la incompetencia científica y la competencia manipuladora torna a la máquina en máquina del mal, máquina contra la que hay que reaccionar porque destruye la identidad de la tradición histórica. Otro al que hay que domesticar apropiándonoslo al tiempo que lo rechazamos ya sea con el fervoroso retorno a la ciudadanía nacional o, por el contrario, con la protesta universal, cosmopolita o ecuménica. El primero se puede manifestar como apego al Estadonación, despertar del nacionalismo o del etnocentrismo, tan vinculados con las Iglesias o con las autoridades del culto. La segunda constituye una Internacional del antiteletecnologismo que, por lo demás, y en ello reside la singularidad de nuestro tiempo, sólo se puede desarrollar dentro de los circuitos contra los que combate, utilizando los medios del adversario. Por eso, esos movimientos “contemporáneos” deben buscar la salvación y la salud, en la paradoja de una nueva alianza entre lo teletecnocientífico y las dos matrices de la religión (lo indemne –khôra- y la fe o la creencia, lo fiduciario – mesianicidad-).
IV.- Pre-textos
En realidad, este último apartado debería ser el primero. Anterior al texto, lo introduce y justifica. Sin embargo, he preferido dejarlo para el final por varios motivos.
En primer lugar, porque su gestación, como la de cualquier prólogo, depende en gran medida del logos al que se antepone. En segundo lugar, porque en tanto se trata de apreciaciones acerca del texto de Derrida, más que de reflexiones sobre el problema tratado por este, se sitúa en los márgenes del texto, ni dentro ni fuera, ni antes ni después. En tercer lugar, porque no es fácil determinar el peso que la conclusión tiene en él. De hecho, a medida que avanzaba en el análisis del texto derrideano iba adquiriendo conciencia del grado en que yo misma me había servido de él para desarrollar mi propia reflexión sobre el retorno de lo religioso, convirtiendo el texto derrideano en pretexto del mío, al modo como Derrida utiliza los textos de Bergson y de Kant, que anteceden y sirven de apoyo al de Derrida, como pre-textos.
Presentes en el subtítulo, Bergson y Kant señalan la postura adoptada por Derrida respecto al tratamiento que pretende dar al resurgir de la religión. Tratamiento que, de alguna manera, parte de la premisa de que fe y saber no son cosas antagónicas, tampoco complementarias, ni siquiera, como quiso la filosofía medieval, mantienen entre sí una relación de amo-siervo; no se excluyen, como pensaba la modernidad. Ni la fe logró nunca arrumbar la razón, ni la razón logró anular a la fe. De modo que quizá
sea preciso pensar, con Derrida, el ineludible –maquínico- retorno de la religión desde los presupuestos de una “fe entreverada con la razón” que analice las fuentes de lo religioso evitando el naturalismo y el sobrenaturalismo, es decir, evitando la negación de la revelación –de la creencia- tanto como la necesidad de la misma para la religión.
Esta es precisamente la postura desde la que parten quienes asistieron al debate que sirve –una vez más- de pretexto a la reflexión derridiana. Me refiero al debate que tuvo lugar con motivo del Seminario realizado en Capri a instancias de Giuseppe Laterza y bajo el patrocinio del Instituto italiano para los estudios filosóficos.
Seminario al que estaban invitados, entre otros, Vattimo, Gadamer, Trías y el propio Derrida. Todos ellos representantes, por cultura, de un mismo culto. No había, pues, oponentes de otras confesiones. No estaban los antagonistas de la propia, ya que, a pesar de no ser ni sacerdotes, ni teólogos, ni testigos cualificados o competentes, los invitados tampoco son enemigos de la religión. Los asistentes comparten el gusto por la democracia republicana, por la publicidad del pensamiento, por la cosa pública, libre de la coacción tutorial de la dogmática.
Su pensamiento, no obstante, se sitúa originalmente en la “isla”, como en la “isla” se localiza el debate. Capri, la isla mediterránea, europea, en que tiene lugar el seminario, simboliza la herencia cristiana desde la que, inevitablemente, se suscita la reflexión sobre lo religioso, sobre su retorno, sobre la relación de este con lo “teletecnomediático”. Simboliza el marco inicial, el punto de partida que se concreta en lo que Derrida, en su texto, va a denominar “itálicas”.
Las “itálicas” (en etimología, originarias de Italia) constituyen un preámbulo esquemático y telegráfico que sirve para centrar el debate haciendo las oportunas precisiones. En el texto se concretan en 26 cuasiaforismos desiguales que introducen el problema a des-cifrar y que, por estar escritas en letra “itálica” se diferencian perfectamente del resto del artículo, del post-scriptum, que contiene 11 “criptas” y 15 “granadas”. Ahora bien, el post-scriptum no supone, como podría indicar el título, un conjunto de acotaciones o añadidos al cuerpo principal del texto (las “itálicas”). Las itálicas, criptas y granadas, configuran un sistema de círculos concéntricos por el que Derrida avanza, profundiza e intenta penetrar en los lugares que ocultan, “en-criptan” las claves del retorno de lo religioso, adoptando una perspectiva arreligiosa –no de oposición, pero fuera de la creencia- que nos mantiene dentro de los límites de la mera razón. Así, las “granadas” presentan, bajo una forma todavía más “desgranada”,“plagada de granadas”, los juicios maduros, las afirmaciones escogidas sobre las premisas o definiciones generales planteadas al principio, en las “itálicas” -que preceden e introducen, son el pretexto, del post-scriptum-.
Todo pues pre-textos. Capri, Kant, Bergson, las itálicas, Derrida mismo pretextos del texto aquí presentado: post-scriptum del post-scriptum en que, como Derrida, no sólo se exponen los hechos o su fundamento sino que se toman posiciones respecto a cómo debería ser ese “renacer de lo religioso” del que tanto se habla. Posiciones, por otra parte, que no anulan las adoptadas por el propio Derrida, como espero que no sean anuladas por quienes lean y recreen este texto, convertido entonces, como los demás, en pre-texto.
1 J. DERRIDA Y G. VATTIMO (Eds.), La religión, PPC, Madrid, 1996, 8-106
2 F. SCHLEIERMACHER, Sobre la religión. Discurso a sus menospreciadores cultivados, Tecnos,
Madrid, 1990, 124
3 J. DERRIDA Y G. VATTIMO (Eds.), op. cit., 53
jueves, 6 de septiembre de 2007
"OTRA VEZ LA RELIGIÓN" por María José Abella Maeso
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ESTADIO ACTUAL
Publicado por DARÍO YANCÁN en 5:44
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1 comentario:
porque nadamas viene de religion y no de la ley y derecho
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