Hay otros ejemplos: el valor "histórico" que adjudica a todas sus iniciativas, de la escala que sean, desde las medidas inesperadas atribuidas a la coherencia de un proyecto hasta las reformas caprichosas que han transformado la Casa Rosada en una sucesión de espacios alusivos, omitiendo (que se sepa) la opinión de expertos en edificios de estilo.
Nadie podría reprocharle que dejara su marca en uno de los salones, como suelen hacer los presidentes norteamericanos. Pero de allí a la actual galería temática bajo techo hay una distancia. Ha transformado la Casa de Gobierno (de la que sólo es un huésped temporario) en el territorio de sus efímeras ocurrencias decorativas. En este rubro, no imita a los monarcas absolutos ni a presidentes, como el brasileño Kubitschek, que entregó la construcción de Brasilia a Niemeyer. No tuvo la precaución de rodearse de grandes conocedores. La seguridad sobre la importancia de todos sus pensamientos proviene de no reconocer el carácter temporario de su poder.
Vayamos a un aspecto más de fondo. La sucesión presidencial es siempre un problema, no sólo en Argentina. Pero Cristina Kirchner lo ha convertido en el pivote que ordena las obsesiones propias y ajenas. A su alrededor no crece el pasto, donde pisa no se vuelve a pisar, nadie puede tomar agua de su jagüel. Procura debilitar todas las posibilidades de quien tenga la osadía de plantearse como sucesor. Al no existir, en los hechos, el Partido Justicialista, la tarea, hasta ahora, es sencilla. Cristina Kirchner no permitirá que nadie levante medio metro del piso. Ni amigos ni aliados. El poder reside exclusivamente en su cuerpo. Está convencida de que por allí pasan las fuerzas que son el núcleo mismo del Estado, del Gobierno y de la Nación.
No es asombroso que una mujer con estas creencias cultive una enmarañada afición por la autobiografía. Lo que a ella le sucede o le ha sucedido es lo que sucede con el Estado. "Yo pienso, yo siempre pensé, yo digo, a mí se me ocurrió." De la épica colectiva nestorista se ha pasado al drama lírico. No es poco cambio.
Uno de los fundadores de la socialdemocracia, Victor Adler, escribió que el imperio austro-húngaro ejercía una especie de centralismo desordenado. La fórmula parece adecuada para el gobierno argentino. El "centralismo desordenado" a la criolla, donde todos los funcionarios se cuidan de abrir la boca sin tener direcciones precisas de la Presidenta, y, cuando se equivocan, se corrigen después de un llamado de teléfono. La comunicación es radial. Tal orden cerrado conduce a un "autocentramiento desordenado". En este cáotico invernadero, regado por el afán de hacer carrera, la obsecuencia o el miedo, crece la flor de la primera persona.
Si alguien cuenta un episodio de su vida, o pone su corazón al desnudo, es difícil hacer la pregunta más elemental: ¿y esto qué tiene que ver?, ¿a qué viene? Pequeñas anécdotas ilustrativas: "El me dijo tal cosa" o "Yo siempre le decía a El", prueban retrospectivamente de qué manera Néstor y Cristina eran sabios sin saberlo. No tiene mucho sentido pedir a las intercalaciones biográficas una incomprobable verdad. Son miniaturas personales que incluyen a hijos, esposo, infancia, adolescencia, juventud, de las que cualquiera de nosotros puede decir cualquier cosa y cuya verdad vale poco. Algunos episodios suenan muy verosímiles, otros tienen el aire de haber sido construidos para darle un toque pintoresco al discurso o llenar vacíos. Todos se apoyan en la creencia cristinista de que, desde el comienzo, tuvo una vida que, sin que ella misma lo supiera (como lo dijo alguna vez), iba a llevarla a la presidencia.
Tampoco tiene mucho sentido comprobar la verdad sociológica de las anécdotas acontecidas en el presente ni de los interlocutores de origen popular con quienes la Presidenta habla por teleconferencia. Ultimamente se dice que están preparados, que les hacen un coaching espiritual o se los elige en una especie de casting. Suena sensato. Son parte de un cuadro donde se mezclan necesidades reales y obsecuencias innecesarias. A Cristina Fernández le gusta usar la cadena nacional para mostrarse como cabecera y como puente (un milagro de la ingeniería).
Cuando Néstor Kirchner se refería al pasado lo hacía, por lo general, en tercera persona (ellos, los que lucharon, los que dieron su vida, los que nos señalaron un camino) o en primera persona del plural (nosotros los representamos a ellos hoy, hemos llegado al gobierno para hacer justicia a sus luchas). La Presidenta ha introducido una innovación llamativa: la primera persona del singular, como garantía de lo verdadero y lo justo. Por eso le resulta tan sencillo dar directivas, órdenes, retos humillantes, en todos sus discursos. Ningún político argentino, desde Sarmiento, ha utilizado la primera persona autobiográfica de modo tan exuberante y sin miramientos de cortesía. En realidad, sólo otro, o más bien otra: Elisa Carrió, que no se parece en nada a la Presidenta, pero que usa la primera persona con igual desparpajo.
Ese profundo autoconvencimiento de la trascendencia excepcional de su persona sintoniza perfectamente con un clima de época que ha girado hacia la subjetividad. La cultura del Yo caracteriza también al arte contemporáneo. La dimensión autobiográfica no necesita de validación: vale porque pertenece a un sujeto. La primera persona del singular está por todas partes y es aceptada como razón suficiente de lo que se afirma. Desde Freud, el siglo XX había aprendido a desconfiar de esa inmediatez "sincera" de la primera persona. Las últimas décadas, han dado una vuelta en ese camino. Alejados de Freud, volvimos a creer, contra toda evidencia, que el Yo siempre sabe de qué está hablando.
La Presidenta es una manifestación egregia de esta subjetividad que ha plantado bien altas sus banderas. No haré ninguna caracterización psicológica porque, precisamente, quisiera evitar ese giro subjetivo. Los adjetivos sobran porque todos los conocemos. El peor de ellos es ególatra.
Voy por otro lado. La Presidenta ha dado muestras de pensar que sólo ella conoce el camino que debe recorrer este país. Cuando Moyano afirma que sería bueno que, alguna vez, un obrero fuera presidente de la Argentina, Cristina Fernández le responde: "Yo también trabajé desde muy chica". En lugar de responder que el sindicalismo de la CGT no se parece demasiado al de Lula, contesta con el argumento de su propia vida. Todo lo que se le diga encontrará invariablemente esta coartada biográfica, el muro del personalismo.
No es raro, entonces, que una de sus frases recientes la haya iluminado de modo tan implacable. En el Día del Periodista dijo: "No doy conferencias de prensa porque no voy a declarar en mi contra". Paren a los psicoanalistas porque acá hay sustancia como para un torneo mundial de interpretaciones.
Démosle una vuelta a la frase. La Presidenta ha diagnosticado que el discurso es un arma que sólo debe utilizarse en condiciones de extremo control: palco y un solo micrófono. La autobiografía, los hechos y dichos de la vida de Cristina Fernández son un tesoro de la retórica que hay que proteger para que las efusiones y recuerdos no puedan ser heridos por una pregunta que introduzca el desorden. Por ejemplo: ¿cómo se conmemoraba en Río Gallegos, siendo Kirchner gobernador, el aniversario del 24 de marzo? Hablemos de los setenta, pero no de nuestro "Yo" en los ochenta y noventa. No voy a declarar en mi contra, es un principio leguleyo para alguien que, como la Presidenta, aprovecha tanto el giro subjetivo de la política.
No responde preguntas sencillamente porque implicaría ponerse, un instante, en la perspectiva del que interroga. Experta en monodiscurso, la Presidenta está convencida de que debe hablar siempre desde una perspectiva única. Como sabe que vivimos en una cultura que ama la biografía, ofrece versiones de su propia vida, como si un episodio juvenil o un sentimiento experimentado al azar, la anécdota banal, igual a todas, en la crianza de un hijo o la visita a una provincia, fueran el armazón defensivo de un centralismo desordenado cuya estabilidad sólo puede garantizarla la Unidad Presidencial. Si dejara la primera persona, entraría el plural nosotros. Y nosotros ¿quiénes somos? La respuesta no se encuentra únicamente en el jardín de la subjetividad autobiográfica.