miércoles, 31 de diciembre de 2008

"EL NUEVO GENOCIDIO" por Darío Yancán.



Por lo visto, a veces el alumno supera al maestro.

Por lo visto Israel, como depositario del dolor producido por Hitler,
aprendió la lección de la Historia.

Conoció el dolor, la muerte y el exterminio sistemático.
Aprendió como se discrimia y como se aceptan las diferencias.

Y sobre todo, asumió su papel de Victima Universal¡¡¡¡¡

Gracias Israel¡¡¡ por no repetir la historia de la Intolerancia,
la colonización, los daños colaterales inevitables,
el cinismo de la causa justa, la indefención hecha bandera,
...
el pobre e indefenso pueblo errante y diaspórico que es vituperiado
por un mundo que no lo acepta ni comprende.

Gracias Israel¡¡¡ y bienvenido a la Civilización.

"ADIOS A HAROLD PINTER Y SAMUEL HUNTINGTON" por Darío Yancán


Por lo general, la muerte pasa desapercibida.
En la mayoría de los casos;

cuántos muertos lleva producidos EE.UU en Irak?
cuántos muertos lleva producidos Israel en Gaza?

Cuántos muertos lleva producidos el Capital en el Mundo?

Imposible de sumar...

Hoy asistimos a una muerte o dos, que no serán tan anónimas
como todas la otras...

Adios Harod Pinter,
adios Samuel Huntington,

espero podamos estar a la altura de las circunstancias...

Darío.

"EL CHOQUE DE CIVILIZACIONES" por Samuel Phillips Huntington


PREFACIO

En el verano de 1993, la revista Foreign Affairs publicó un artículo mío titulado
«The Clash of Civilizations?». Dicho artículo, según los editores de Foreign Affairs,
ha suscitado más discusión en estos tres años que ningún otro artículo que hubieran
publicado desde los años cuarenta. Desde luego, ha provocado más debate en estos
tres años que ninguna otra cosa que yo haya escrito. Las reacciones y comentarios han
llegado de todos los continentes y de multitud de países. Las actitudes de la gente
variaban: unos estaban impresionados, otros intrigados, escandalizados, asustados o
perplejos ante mi tesis de que la dimensión fundamental y más peligrosa de la política global que está surgiendo sería el conflicto entre grupos de civilizaciones diferentes.
Prescindiendo de otros posibles efectos, el artículo tocó una fibra sensible en personas de todas las civilizaciones.
Dado el interés suscitado por dicho artículo, las tergiversaciones de que ha sido
objeto y la controversia que ha provocado, me pareció deseable un examen más a
fondo de los problemas que planteaba. Una forma constructiva de plantear una
pregunta es formular una hipótesis. El artículo, cuyo título terminaba con un signo de interrogación que por lo general pasó inadvertido, fue un esfuerzo en esa dirección. El presente libro es un esfuerzo por proporcionar una respuesta más completa, profunda
y minuciosamente documentada a la pregunta del artículo. Aquí intento explicar con
detalle, clarificar, complementar y, a veces, modificar los temas expuestos en el
artículo, así como desarrollar muchas ideas y exponer muchas cuestiones que no se
trataron en él o se tocaron sólo de pasada. Entre éstas se encuentran: el concepto de
civilización; la cuestión de la existencia o no de una civilización universal; la relación
entre poder y cultura; el cambiante equilibrio de poder entre las civilizaciones; la
indigenización cultural en las sociedades no occidentales; la estructura política de las
civilizaciones; los conflictos generados por el universalismo occidental, el
proselitismo musulmán y la autoafirmación china; las reacciones que tienden a
contrapesar el aumento del poderío chino y las que intentan seguir su estela; las causas
y dinámica de las guerras de línea de fractura; y el futuro de Occidente y de un mundo
de civilizaciones. Un tema importante ausente del artículo atañe al impacto decisivo
del crecimiento demográfico en la inestabilidad y el equilibrio del poder. Un segundo
tema sumamente importante no tratado en el artículo se sintetiza en el título del libro y
en su frase final: «...los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz
mundial; un orden internacional basado en las civilizaciones es la garantía más segura
contra una guerra mundial».
El presente libro no es, ni pretende ser, una obra de ciencias sociales. Intenta ser
más bien una interpretación de la evolución de la política global tras la guerra fría.
Aspira a ofrecer una estructura, un paradigma, para ver la política global, que sea
válida para los estudiosos y útil para los decisores políticos. La piedra de toque de su
validez y utilidad no es si da cuenta de todo lo que está aconteciendo en la política
global. Evidentemente, no da cuenta de todo. Su piedra de toque es si proporciona un
filtro más válido y útil que cualquier filtro paradigmático análogo a la hora de
considerar las nuevas circunstancias internacionales. Además, ningún paradigma es
válido eternamente. Aunque una aproximación desde el punto de vista de la
civilización puede ser útil para entender la política global a finales del siglo XX y
principios del XXI, esto no significa que hubiera sido igualmente útil a mediados del
siglo XX ni que lo vaya a ser a mediados del XXI.
Las ideas que acabaron convirtiéndose en el artículo y en este libro se expresaron
públicamente por vez primera en una Conferencia Bradley en el American Enterprise
Institute de Washington, en octubre de 1992; se expusieron después en una
monografía preparada para el proyecto del Olin Institute sobre «El cambiante entorno
de la seguridad y los intereses nacionales estadounidenses», que fue posible gracias a
la Fundación Smith Richardson. Tras la publicación del artículo, me vi enfrascado en
innumerables seminarios y encuentros centrados en «el choque», por todos los
Estados Unidos, con grupos de académicos, de funcionarios del gobierno y del mundo
de los negocios, entre otros. Además, tuve la dicha de poder participar en debates
sobre el artículo y su tesis en muchos otros países, entre ellos Alemania, Arabia Saudí,
Argentina, Bélgica, China, Corea, España, Francia, Gran Bretaña, Japón,
Luxemburgo, Rusia, Singapur, Sudáfrica, Suecia, Suiza y Taiwán. Dichos debates me
pusieron en contacto con todas las grandes civilizaciones salvo el hinduismo y me
fueron muy útiles las visiones y perspectivas de quienes participaron en ellos. En 1994
y 1995 impartí un seminario en Harvard sobre la naturaleza del período de posguerra
fría, y los comentarios siempre enérgicos y a veces absolutamente críticos que los
estudiantes hicieron sobre mis ideas fueron un estímulo adicional. Mi labor en la
confección de este libro se benefició también grandemente del entorno universitario y
sustentador del John M. Olin Institute for Strategic Studies y del Center for
International Affairs de Harvard.
Michael C. Desch, Robert O. Keohane, Fareed Zakaria y R. Scott Zimmerman
leyeron íntegramente el manuscrito y sus comentarios permitieron importantes
mejoras tanto de contenido como de organización. Durante el tiempo que duró la
redacción de este libro, Scott Zimmerman me proporcionó además una asistencia en la
investigación indispensable; sin su ayuda activa, experta y dedicada, este libro no se
habría podido terminar cuando se terminó. Nuestros ayudantes Peter Jun y Christiana
Briggs, estudiantes de licenciatura, también cooperaron de forma constructiva. Grace
de Magistris mecanografió los primeros fragmentos del manuscrito y Carol Edwards,
con gran empeño y magnífica eficiencia, rehizo el manuscrito tantas veces que debe
saber trozos largos casi de memoria. Denise Shannon y Lynn Cox, en Georges
Borchardt, y Robert Asahina, Robert Bender y Johanna Li, en Simon and Schuster,
han guiado el manuscrito con buen humor y profesionalidad a lo largo del proceso de
publicación. Estoy inmensamente agradecido a todas estas personas por su ayuda en la
tarea de dar a luz este libro. Ellos han conseguido que sea mucho mejor de lo que
hubiera sido en otras circunstancias, aunque el único responsable de las deficiencias
que aún persisten soy yo.
El trabajo que he realizado en este libro fue posible gracias al apoyo financiero de
la Fundación John M. Olin y la Fundación Smith Richardson. Sin su asistencia, la
terminación del libro se habría retrasado años; agradezco mucho el respaldo generoso
que han brindado a este esfuerzo. Mientras otras fundaciones se han centrado cada vez
más en cuestiones de ámbito nacional, Olin y Smith Richardson merecen vivos
elogios por mantener su interés y su apoyo al trabajo sobre la guerra, la paz y la
seguridad nacional e internacional.
S. P. H.








Primera parte
UN MUNDO DE CIVILIZACIONES











Capítulo 1
LA NUEVA ERA EN LA POLÍTICA MUNDIAL
BANDERAS E IDENTIDAD CULTURAL

El 3 de enero de 1992 tuvo lugar una reunión de especialistas rusos y
estadounidenses en el salón de actos de un edificio oficial de Moscú. Dos semanas
antes la Unión Soviética había dejado de existir y la Federación Rusa se había
convertido en país independiente. Como consecuencia de ello, la estatua de Lenin que
antes decoraba el escenario del salón había desaparecido, y en su lugar se podía ver
ahora la bandera de la Federación Rusa desplegada sobre la pared delantera. El único
problema, comentó un estadounidense, era que habían colgado la bandera al revés.
Después de que se les hizo notar este detalle, los anfitriones rusos enmendaron el error
de forma rápida y silenciosa durante el primer descanso.
Los años que siguieron a la guerra fría fueron testigos del alborear de cambios
espectaculares en las identidades de los pueblos, y en los símbolos de dichas
identidades. Consiguientemente, la política global empezó a reconfigurarse en torno a
lineamientos culturales. Las banderas al revés eran un signo de la transición, pero,
cada vez más, ondean altas y al derecho, y tanto los rusos como otros pueblos se
movilizan y caminan resueltamente tras éstos y otros símbolos de sus nuevas
identidades culturales.
El 18 de abril de 1994, en Sarajevo, 2.000 personas se manifestaron agitando las
banderas de Arabia Saudí y Turquía. Al hacer ondear esas enseñas, en lugar de las
banderas de la ONU, la OTAN o de los Estados Unidos, estos ciudadanos de Sarajevo
se identificaban con sus correligionarios musulmanes y decían al mundo quiénes eran
sus auténticos amigos y quiénes no lo eran tanto.
El 16 de octubre de 1994, en Los Ángeles, 70.000 personas desfilaron bajo «un
mar de banderas mexicanas» protestando contra la proposición 187, un proyecto de
ley sometido a referéndum que negaba muchas prestaciones estatales a los inmigrantes
ilegales y a sus hijos. ¿Por qué «van por la calle con banderas mexicanas y exigiendo
que este país les dé una educación gratuita?», preguntaban los observadores.
«Deberían hacer ondear la bandera estadounidense.» Dos semanas después, otros
manifestantes desfilaban por las calles llevando una bandera estadounidense... al
revés. Estos despliegues de banderas aseguraron la victoria a la proposición 187, que
fue aprobada por el 59 % de los votantes californianos.
En el mundo de la posguerra fría, las banderas son importantes, y también otros
símbolos de identidad cultural, entre ellos las cruces, las medias lunas, e incluso los
modos de cubrirse la cabeza, porque la cultura tiene importancia, y la identidad
cultural es lo que resulta más significativo para la mayoría de la gente. Las personas
están descubriendo identidades nuevas, pero a menudo también viejas, y caminan
resueltamente bajo banderas nuevas, pero con frecuencia también viejas, que
conducen a guerras con enemigos nuevos, pero a menudo también viejos.
El demagogo nacionalista veneciano que aparece en la novela de Michael Dibdin,
Dead Lagoon, expresaba bien una severa Weltanschauung de esta nueva era: «No
puede haber verdaderos amigos sin verdaderos enemigos. A menos que odiemos lo
que no somos, no podemos amar lo que somos. Estas son las viejas verdades que
vamos descubriendo de nuevo dolorosamente tras más de un siglo de hipocresía
sentimental. ¡Quienes las niegan niegan a su familia, su herencia, su cultura, su
patrimonio y a sí mismos! No se les perdonará fácilmente». La funesta verdad de estas
viejas verdades no puede ser ignorada por hombres de Estado e investigadores. Para
los pueblos que buscan su identidad y reinventan la etnicidad, los enemigos son
esenciales, y las enemistades potencialmente más peligrosas se darán a lo largo de las
líneas de fractura existentes entre las principales civilizaciones del mundo.
El tema central de este libro es el hecho de que la cultura y las identidades
culturales, que en su nivel más amplio son identidades civilizacionales, están
configurando las pautas de cohesión, desintegración y conflicto en el mundo de la
posguerra fría. Las cinco partes de este libro exponen detalladamente corolarios de
esta proposición principal.
Primera parte: por primera vez en la historia, la política global es a la vez
multipolar y multicivilizacional; la modernización económica y social no está
produciendo ni una civilización universal en sentido significativo, ni la
occidentalización de las sociedades no occidentales.
Segunda parte: el equilibrio de poder entre civilizaciones está cambiando:
Occidente va perdiendo influencia relativa, las civilizaciones asiáticas están
aumentando su fuerza económica, militar y política, el islam experimenta una
explosión demográfica de consecuencias desestabilizadoras para los países
musulmanes y sus vecinos, y las civilizaciones no occidentales reafirman por lo
general el valor de sus propias culturas.
Tercera parte: está surgiendo un orden mundial basado en la civilización; las
sociedades que comparten afinidades culturales cooperan entre sí; los esfuerzos por
hacer pasar sociedades de una civilización a otra resultan infructuosos; y los países se
agrupan en torno a los Estados dirigentes o centrales de sus civilizaciones.
Cuarta parte: las pretensiones universalistas de Occidente le hacen entrar cada vez
más en conflicto con otras civilizaciones, de forma más grave con el islam y China,
mientras que, en el plano local, las guerras en las líneas de fractura, sobre todo entre
musulmanes y no musulmanes, generan «la solidaridad de los países afines», la
amenaza de escalada y, por tanto, los esfuerzos por parte de los Estados centrales para
detener dichas guerras.
Quinta parte: la supervivencia de Occidente depende de que los estadounidenses
reafirmen su identidad occidental y los occidentales acepten su civilización como
única y no universal, así como de que se unan para renovarla y preservarla frente a los
ataques procedentes de sociedades no occidentales. Evitar una guerra mundial entre
civilizaciones depende de que los líderes mundiales acepten la naturaleza de la
política global, con raíces en múltiples civilizaciones, y cooperen para su
mantenimiento.
UN MUNDO MULTIPOLAR Y MULTICIVILIZACIONAL
En el mundo de posguerra fría, por primera vez en la historia, la política global se
ha vuelto multipolar y multicivilizacional. Durante la mayor parte de la existencia de
la humanidad, los contactos entre civilizaciones fueron intermitentes o inexistentes.
Después, con el comienzo de la era moderna, hacia el año 1500 d.C., la política global
adoptó dos dimensiones. Durante más de cuatrocientos años, los Estados-nación de
Occidente —Gran Bretaña, Francia, España, Austria, Prusia, Alemania y los Estados
Unidos, entre otros— constituyeron un sistema internacional multipolar dentro de la
civilización occidental, e interactuaron, compitieron y se hicieron la guerra unos a
otros. Al mismo tiempo, las naciones occidentales también se expandieron,
conquistando, colonizando o influyendo de forma decisiva en todas las demás
civilizaciones (mapa 1.1). Durante la guerra fría, la política global se convirtió en
bipolar, y el mundo quedó dividido en tres partes. Un grupo de sociedades, en su
mayor parte opulentas y democráticas, encabezado por los Estados Unidos, se enzarzó
en una rivalidad ideológica, política, económica y, a veces, militar generalizada con
un grupo de sociedades comunistas más pobres, asociadas a la Unión Soviética y
encabezadas por ella. Gran parte de este conflicto tuvo lugar fuera de estos dos
campos, en el Tercer Mundo, formado por lo general por países pobres, carentes de
estabilidad política, recién independizados y que se declaraban no alineados (mapa
1.2).
A finales de los años ochenta, el mundo comunista se desplomó y el sistema
internacional de la guerra fría pasó a ser historia. En el mundo de la posguerra fría, las
distinciones más importantes entre los pueblos no son ideológicas, políticas ni
económicas; son culturales. Personas y naciones están intentando responder a la
pregunta más básica que los seres humanos pueden afrontar: ¿quiénes somos? Y la
están respondiendo en la forma tradicional en que los seres humanos la han
contestado, haciendo referencia a las cosas más importantes para ellos. La gente se
define desde el punto de vista de la genealogía, la religión, la lengua, la historia, los
valores, costumbres e instituciones. Se identifican con grupos culturales: tribus,
grupos étnicos, comunidades religiosas, naciones y, en el nivel más alto,
civilizaciones. La gente usa la política no sólo para promover sus intereses, sino
también para definir su identidad. Sabemos quiénes somos sólo cuando sabemos
quiénes no somos, y con frecuencia sólo cuando sabemos contra quiénes estamos.
Los Estados-nación siguen siendo los actores principales en los asuntos
mundiales. Su conducta está determinada, como en el pasado, por la búsqueda de
poder y riqueza, pero también por preferencias, coincidencias y diferencias culturales.
Los agrupamientos más importantes de Estados ya no son los tres bloques de la guerra
fría, sino más bien las siete u ocho civilizaciones principales del mundo (mapa 1.3).
Las sociedades no occidentales, particularmente en el este de Asia, están
desarrollando su riqueza económica y sentando las bases de un poderío militar y una
influencia política mayores. A medida que su poder y confianza en sí mismas
aumentan, las sociedades no occidentales van afirmando cada vez más sus propios
valores culturales y rechazan los que les «impone» Occidente. El «sistema
internacional del siglo XXI», ha señalado Henry Kissinger, «...incluirá al menos seis
grandes potencias —los Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y,
probablemente, la India— así como multitud de países de tamaño medio y más
pequeños».¹ Las seis grandes potencias de Kissinger pertenecen a cinco civilizaciones
diferentes, y además hay importantes Estados islámicos cuya posición estratégica,
gran número de habitantes y/o recursos petrolíferos les convierten en influyentes en
los asuntos mundiales. En este nuevo mundo, la política local es la política de la
etnicidad; la política global es la política de las civilizaciones. La rivalidad de las
superpotencias queda sustituida por el choque de las civilizaciones.
En este nuevo mundo, los conflictos más generalizados, importantes y peligrosos
no serán los que se produzcan entre clases sociales, ricos y pobres u otros grupos
definidos por criterios económicos, sino los que afecten a pueblos pertenecientes a
diferentes entidades culturales. Dentro de las civilizaciones tendrán lugar guerras
tribales y conflictos étnicos. Sin embargo, la violencia entre Estados y grupos
procedentes de civilizaciones diferentes puede aumentar e intensificarse cuando otros
Estados y grupos pertenecientes a esas mismas civilizaciones acudan en apoyo de sus
«países afines».2 El sangriento choque entre clanes en Somalia no supone ninguna
amenaza de conflicto más amplio. El sangriento choque entre tribus en Ruanda tiene
consecuencias para Uganda, Zaire y Burundi, pero no mucho más. Los choques
sangrientos entre civilizaciones en Bosnia, el Cáucaso, Asia Central o Cachemira se
podrían convertir en grandes guerras. En los conflictos yugoslavos, Rusia proporcionó
apoyo diplomático a los serbios, y Arabia Saudí, Turquía, Irán y Libia aportaron
dinero y armas a los bosnios, no por razones ideológicas, de política de influencia o de
interés económico, sino debido a su parentesco cultural. «Los conflictos culturales»,
ha observado Vaclav Havel, «van en aumento y son más peligrosos hoy que en
cualquier otro momento de la historia», y Jacques Delors coincidía en que «los futuros
conflictos estarán provocados por factores culturales, más que económicos o
ideológicos».3 Y los conflictos culturales más peligrosos son los que se producen a lo
largo de las líneas divisorias existentes entre las civilizaciones.
En el mundo de posguerra fría, la cultura es a la vez una fuerza divisiva y
unificadora. Gentes separadas por la ideología pero unidas por la cultura se juntan,
como hicieron las dos Alemanias y como están comenzando a hacer las dos Coreas y
las diversas Chinas. Las sociedades unidas por la ideología o las circunstancias
históricas, pero divididas por la civilización, o se deshacen (como la Unión Soviética,
Yugoslavia y Bosnia) o están sometidas a una gran tensión, como es el caso de
Ucrania, Nigeria, Sudán, India, Sri Lanka y muchas otras. Los países con afinidades
culturales colaboran económica y políticamente. Las organizaciones internacionales
formadas por Estados culturalmente coincidentes, tales como la Unión Europea,
tienen mucho más éxito que las que intentan ir más allá de las culturas. Durante
cuarenta y cinco años, el telón de acero fue la línea de fractura fundamental en
Europa. Esa línea se ha desplazado varios cientos de kilómetros hacia el este. Ahora
es la línea que separa a los pueblos cristianos occidentales, por un lado, de los pueblos
musulmanes y ortodoxos, por el otro. Durante la guerra fría, países culturalmente
pertenecientes a Occidente, como Austria, Suecia y Finlandia, tuvieron que ser
neutrales y quedar separados de Occidente. En la nueva era, se están agregando a sus
parientes culturales en la Unión Europea, y Polonia, Hungría y la República Checa
siguen su ejemplo.
Los presupuestos filosóficos, valores subyacentes, relaciones sociales, costumbres
y puntos de vista globales sobre la vida varían de forma significativa de una
civilización a otra. La revitalización de la religión en gran parte del mundo está
reforzando estas diferencias culturales. Las culturas pueden cambiar, y la naturaleza
de su influencia en la política y la economía puede variar de un período a otro. Sin
embargo, las diferencias importantes entre civilizaciones en materia de desarrollo
político y económico están claramente enraizadas en sus diferentes culturas. El éxito
económico del este de Asia se origina en la cultura del este asiático, lo mismo que las
dificultades que los países de esa parte del mundo han tenido para alcanzar sistemas
políticos democráticos y estables. La cultura islámica explica en gran medida la
incapacidad de la democracia para abrirse paso en buena parte del mundo musulmán.
Las nuevas circunstancias de las sociedades poscomunistas de Europa Oriental y de la
antigua Unión Soviética están configuradas por su identidad, marcada a su vez por
una civilización. Las que cuentan con herencias cristianas occidentales están
progresando hacia el desarrollo económico y una política democrática; las
perspectivas de avance económico y político en los países ortodoxos son inciertas; en
las repúblicas musulmanas, dichas perspectivas no son nada prometedoras.
Occidente es y seguirá siendo en los años venideros la civilización más poderosa.
Sin embargo, su poder está declinando con respecto al de otras civilizaciones.
Mientras Occidente intenta afirmar sus valores y defender sus intereses, las sociedades
no occidentales han de elegir. Unas intentan emular a Occidente y unirse a él o
«subirse a su carro». Otras sociedades, confucianas e islámicas, intentan expandir su
propio poder económico y militar para resistir a Occidente y «hacer de contrapeso»
frente a él. Así, un eje fundamental del mundo de la posguerra fría es la interacción
del poder y la cultura occidentales con el poder y la cultura de las civilizaciones no occidentales.
En resumen, el mundo la posguerra fría es un mundo con siete u ocho grandes
civilizaciones. Las coincidencias y diferencias culturales configuran los intereses,
antagonismos y asociaciones de los Estados. Los países más importantes del mundo
proceden en su gran mayoría de civilizaciones diferentes. Los conflictos locales con
mayores probabilidades de convertirse en guerras más amplias son los existentes entre
grupos y Estados procedentes de civilizaciones diferentes. Los modelos
predominantes de desarrollo político y económico difieren de una civilización a otra.
Las cuestiones clave de la agenda internacional conllevan diferencias entre
civilizaciones. El poder se está desplazando, de Occidente, predominante durante
largo tiempo, a las civilizaciones no occidentales. La política global se ha vuelto
multipolar y multicivilizacional.

"Adiós a la ciencia política - Crónica de una muerte anunciada" por César Cansinoeco




En un ensayo reciente titulado “Where is Political Science Going?”, el politólogo más famoso del mundo, Giovanni Sartori, estableció de manera tajante que la disciplina que él contribuyó a crear y desarrollar, la ciencia política, perdió el rumbo, hoy camina con pies de barro, y al abrazar con rigor los métodos cuantitativos y lógico-deductivos para demostrar hipótesis cada vez más irrelevantes para entender lo político, terminó alejándose del pensamiento y la reflexión, hasta hacer de esta ciencia un elefante blanco gigantesco, repleto de datos, pero sin ideas, ni sustancia, atrapada en saberes inútiles para aproximarse a la complejidad del mundo.



En un ensayo reciente titulado “Where is Political Science Going?”, el politólogo más famoso del mundo, Giovanni Sartori, estableció de manera tajante que la disciplina que él contribuyó a crear y desarrollar, la ciencia política, perdió el rumbo, hoy camina con pies de barro, y al abrazar con rigor los métodos cuantitativos y lógico-deductivos para demostrar hipótesis cada vez más irrelevantes para entender lo político, terminó alejándose del pensamiento y la reflexión, hasta hacer de esta ciencia un elefante blanco gigantesco, repleto de datos, pero sin ideas, ni sustancia, atrapada en saberes inútiles para aproximarse a la complejidad del mundo.


El planteamiento es doblemente impactante si recordamos que Sartori es el politólogo que más ha contribuido con sus obras a perfilar las características dominantes de la ciencia política en el mundo —es decir, una ciencia empírica, comparativa, altamente especializada y formalizada—. Por ello, nadie con más autoridad moral e intelectual que Sartori podía hacer este balance autocrítico y de apreciable honestidad sobre la disciplina que él mismo contribuyó a fundar.


No obstante, las afirmaciones del “viejo sabio”, como él mismo se calificó en el artículo referido, quizá para legitimar sus planteamientos, generaron un auténtico revuelo entre los cultivadores de la disciplina en todas partes. Así, por ejemplo, en una réplica a cargo del politólogo Joseph M. Colomer publicada en la misma revista donde Sartori expone su argumento, aquél se atreve a decir que la ciencia política, al ser cada vez más rigurosa y científica, nunca había estado mejor que ahora, y de un plumazo, en el colmo de la insensatez, descalifica a los “clásicos” como Maquiavelo o Montesquieu por ser altamente especulativos, oscuros y ambiguos, es decir, precientíficos. Otros politólogos, por su parte, se limitaron a señalar que Sartori estaba envejeciendo y que ya no era el Sartori que en su momento revolucionó la manera de aproximarse al estudio de la política.


Tal parece, a juzgar por este debate, que los politólogos defensores del dato duro y los métodos cuantitativos, de los modelos y esquemas supuestamente más científicos de la disciplina, denostadores a ultranza de todo aquello que no soporte la prueba de la empiria y que no pueda ser formalizado o matematizado, prefieren seguir alimentando una ilusión sobre los méritos de la ciencia política antes que iniciar una reflexión seria y autocrítica de la misma, prefieren mantener su estatus en el mundo académico antes que reconocer las debilidades de los saberes producidos con esos criterios, prefieren descalificar visceralmente a Sartori antes que confrontarse con él en un debate de altura. El hecho es que, a pesar de lo que estos científicos puros quisieran, la ciencia política actual sí está en crisis. El diagnóstico de Sartori es en ese sentido impecable. La ciencia política hoy, la que estos politólogos practican y defienden como la única disciplina capaz de producir saberes rigurosos y acumulativos sobre lo político, no tiene rumbo y camina con pies de barro. Esa ciencia política le ha dado la espalda a la vida, es decir a la experiencia política. De ella sólo pueden salir datos inútiles e irrelevantes. La tesis de Sartori merece pues una mejor suerte. En el presente ensayo trataré de ofrecer más elementos para completarla, previa descripción de lo que la ciencia política es y no es en la actualidad. Mi convicción personal es que el pensamiento político, la sabiduría política, hay que buscarla en otra parte. ¡Adiós a la ciencia política!


LOS LÍMITES DE LA CIENCIA POLÍTICA


Desde su constitución como una disciplina con pretensiones científicas, es decir, empírica, demostrativa y rigurosa en el plano metodológico y conceptual, la ciencia política ha estado obsesionada en ofrecer una definición objetiva y lo suficientemente precisa como para estudiar científicamente cualquier régimen que se presuma como democrático y establecer comparaciones bien conducidas de diferentes democracias.


La pauta fue establecida desde antes de la constitución formal de la ciencia política en la segunda posguerra en Estados Unidos, por un economista austriaco, Joseph Schumpeter, quien en su libro de 1942, Capitalism, Socialism and Democracy, propuso una definición “realista” de la democracia distinta a las definiciones idealistas que habían prevalecido hasta entonces. Posteriormente, ya en el seno de la ciencia política, en un libro cuya primera edición data de 1957, Democrazia e definizioni, Sartori insistió puntualmente en la necesidad de avanzar hacia una definición empírica de la democracia que permitiera conducir investigaciones comparadas y sistemáticas sobre las democracias modernas. Sin embargo, no fue sino hasta la aparición en 1971 del famoso libro Poliarchy. Participation and Opposition, de Robert Dahl que la ciencia política dispuso de una definición aparentemente confiable y rigurosa de democracia, misma que adquirió gran difusión y aceptación en la creciente comunidad politológica al grado de que aún hoy, tres décadas después de formulada, sigue considerándose como la definición empírica más autorizada. Como se sabe, Dahl parte de señalar que toda definición de democracia ha contenido siempre un elemento ideal, de deber ser, y otro real, objetivamente perceptible en términos de procedimientos, instituciones y reglas del juego. De ahí que, con el objetivo de distinguir entre ambos niveles, Dahl acuña el concepto de “poliarquía” para referirse exclusivamente a las democracias reales. Según esta definición una poliarquía es una forma de gobierno caracterizada por la existencia de condiciones reales para la competencia (pluralismo) y la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos (inclusión).


Mucha agua ha corrido desde entonces en el seno de la ciencia política. Sobre la senda abierta por Sartori y Dahl se han elaborado un sinnúmero de investigaciones empíricas sobre las democracias modernas. El interés en el tema se ha movido entre distintos tópicos: estudios comparados para establecer cuáles democracias son en los hechos más democráticas según indicadores preestablecidos; las transiciones a las democracias; las crisis de las democracias, el cálculo del consenso, la agregación de intereses, la representación política, etcétera. Sin embargo, la definición empírica de democracia avanzada inicialmente por Dahl y que posibilitó todos estos desarrollos científicos, parece haberse topado finalmente con una piedra que le impide ir más lejos. En efecto, a juzgar por el debate que desde hace cuatro o cinco años se ha venido ventilando en el seno de la ciencia política en torno a la así llamada “calidad de la democracia”, se ha puesto en cuestión la pertinencia de la definición empírica de democracia largamente dominante si de lo que se trata es de evaluar qué tan “buenas” son las democracias realmente existentes o si tienen o no calidad.


El tema de la calidad de la democracia surge de la necesidad de introducir criterios más pertinentes y realistas para examinar a las democracias contemporáneas, la mayoría de ellas (sobre todo las de América Latina, Europa del Este, África y Asia) muy por debajo de los estándares mínimos de calidad deseables. Por la vía de los hechos, el concepto precedente de “consolidación democrática”, con el que se pretendían establecer parámetros precisos para que una democracia recién instaurada pudiera consolidarse, terminó siendo insustancial, pues fueron muy pocas las transiciones que durante la “tercera ola” de democratizaciones, para decirlo en palabras de Samuel P. Huntington, pudieron efectivamente consolidarse. Por el contrario, la mayoría de las democracias recién instauradas si bien han podido perdurar lo han hecho en condiciones francamente delicadas y han sido institucionalmente muy frágiles. De ahí que si la constante empírica ha sido más la persistencia que la consolidación de las democracias instauradas durante los últimos treinta años, se volvía necesario introducir una serie de criterios más pertinentes para dar cuenta de manera rigurosa de las insuficiencias y los innumerables problemas que en la realidad experimentan la mayoría de las democracias en el mundo.


En principio, la noción de “calidad de la democracia” vino a colmar este vacío y hasta ahora sus promotores intelectuales han aportado criterios muy útiles y sugerentes para la investigación empírica. Sin embargo, conforme este enfoque ganaba adeptos entre los politólogos, la ciencia política fue entrando casi imperceptiblemente en un terreno movedizo que hacía tambalear muchos de los presupuestos que trabajosamente había construido y que le daban identidad y sentido. Baste señalar por ahora que el concepto de calidad de la democracia adopta criterios abiertamente normativos e ideales para evaluar a las democracias existentes, con lo que se trastoca el imperativo de prescindir de conceptos cuya carga valorativa pudiera entorpecer el estudio objetivo de la realidad. Así, por ejemplo, los introductores de este concepto a la jerga de la politología, académicos tan reconocidos como Leonardo Morlino, Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, entre muchos otros, plantean como criterio para evaluar qué tan buena es una democracia establecer si dicha democracia se aproxima o se aleja de los ideales de libertad e igualdad inherentes a la propia democracia.


Como se puede observar, al proceder así la ciencia política ha dejado entrar por la ventana aquello que celosamente intentó expulsar desde su constitución, es decir, elementos abiertamente normativos y prescriptivos. Pero más allá de ponderar lo que esta contradicción supone para la ciencia política, en términos de su congruencia, pertinencia e incluso vigencia, muy en la línea de lo que Sartori plantea sobre la crisis actual de la ciencia política, el asunto muestra con toda claridad la imposibilidad de evaluar a las democracias realmente existentes si no es adoptando criterios de deber ser que la politología siempre miró con desdén. Dicho de otra manera, lo que el debate sobre la calidad de la democracia revela es que hoy no se puede decir nada interesante y sugerente sobre la realidad de las democracias si no es recurriendo a una definición ideal de la democracia que oriente nuestras búsquedas e interrogantes sobre el fenómeno democrático.


Se puede o no estar de acuerdo con los criterios que hoy la ciencia política propone para evaluar la calidad de las democracias, pero habrá que reconocer en todo caso que dichos criterios son claramente normativos y que por lo tanto sólo flexibilizando sus premisas constitutivas esta disciplina puede decir hoy algo original sobre las democracias. En este sentido, habrá que concebir esta propuesta sobre la calidad de la democracia como un modelo ideal o normativo de democracia, igual que muchos otros, por más que sus partidarios se enfrasquen en profundas disquisiciones metodológicas y conceptuales a fin de encontrar definiciones empíricas pertinentes que consientan la medición precisa de las democracias existentes en términos de su mayor o menor calidad.


Tiene mucho sentido para las politólogos que han incursionado en el tema de la calidad de la democracia partir de una nueva definición de democracia, distinta a la que ha prevalecido durante décadas en el seno de la disciplina, más preocupada en los procedimientos electorales que aseguran la circulación de las élites políticas que en aspectos relativos a la afirmación de los ciudadanos en todos sus derechos y obligaciones, y no sólo en lo tocante al sufragio. Así lo entendió hace tiempo Schmitter, quien explícitamente se propuso en un ensayo muy citado ofrecer una definición alternativa: “la democracia es un régimen o sistema de gobierno en el que las acciones de los gobernantes son vigiladas por los ciudadanos que actúan indirectamente a través de la competencia y la cooperación de sus representantes”.


Con esta definición se abría la puerta a la idea de democracia que hoy comparten muchos politólogos que se han propuesto evaluar qué tan buenas (o malas) son las democracias realmente existentes. La premisa fuerte de todos estos autores es considerar a la democracia desde el punto de vista del ciudadano; es decir, todos ellos se preguntan qué tanto una democracia respeta, promueve y asegura los derechos del ciudadano en relación con sus gobernantes. Así, entre más una democracia posibilita que los ciudadanos, además de elegir a sus representantes, puedan sancionarlos, vigilarlos, controlarlos y exigirles que tomen decisiones acordes a sus necesidades y demandas, dicha democracia será de mayor calidad, y viceversa.


A primera vista, la noción de democracia de calidad resulta muy sugerente para el análisis de las democracias modernas, a condición de considerarlo como un modelo típico-ideal que anteponer a la realidad siempre imperfecta y llena de contradicciones. Por esta vía, se establecen parámetros de idoneidad cuya consecución puede alentar soluciones y correcciones prácticas, pues no debe olvidarse que el deber ser que alienta las acciones adquiere de algún modo materialidad en el momento mismo en que es incorporado en forma de proyectos o metas deseables o alternativos. Además, por las características de los criterios adoptados en la definición de democracia de calidad, se trata de un modelo abiertamente normativo y prescriptivo que incluso podría emparentarse sin dificultad con la idea de Estado de derecho democrático; es decir, con una noción jurídica que se alimenta de las filosofías liberal y democrática y que se traduce en preceptos para asegurar los derechos individuales y la equidad propia de una sociedad soberana y políticamente responsable.


El punto es que abrazar esta noción de democracia, por sus obvias implicaciones normativas y valorativas, no puede hacerse sin moverse hacia la filosofía política y el derecho. En ella están en juego no sólo principios normativos sino también valores políticos defendidos por diversas corrientes de pensamiento no siempre coincidentes. Dicho de otro modo, tal parece que la ciencia política se encontró con sus propios límites y casi sin darse cuenta ya estaba moviéndose en la filosofía. Para quien hace tiempo asumió que el estudio pretendidamente científico de la política sólo podía conducir a la trivialización de los saberes, que la ciencia política hoy se “contamine” de filosofía, lejos de ser una tragedia, es una consecuencia lógica de sus inconsistencias. El problema está en que los politólogos que con el concepto de calidad de la democracia han transitado sin proponérselo a las aguas grises de la subjetividad y la especulación se resisten a asumirlo plenamente. Y para afirmarse en las seguridades de su “pequeña ciencia”, para decirlo con José Luis Orozco,18 han reivindicado el valor heurístico de la noción de calidad democrática, introduciendo toda suerte de fórmulas para operacionalizar el concepto y poder finalmente demostrar que la democracia x tiene más calidad que la democracia y, lo cual termina siendo un saber inútil. De por sí, con la definición de “calidad” que estos politólogos aportan, la democracia termina por ser evaluada igual que si se evaluara una mercancía o un servicio; es decir, por la satisfacción que reporta el cliente hacia el mismo.


Lo paradójico de todo este embrollo es que la ciencia política nunca fue capaz de ofrecer una definición de democracia lo suficientemente confiable en el terreno empírico, es decir, libre de prescripciones y valoraciones, por más esfuerzos que se hicieron para ello o por más que los politólogos creyeron lo contrario. Considérese, por ejemplo, la conocida noción de poliarquía de Dahl. Con ella se pretendía definir a la democracia exclusivamente desde sus componentes reales y prescindiendo de cualquier consideración ideal. Sin embargo, Dahl traslada a las poliarquías los mismos inconvenientes que menciona respecto de las democracias, pues su definición de poliarquía como régimen con amplia participación y tolerancia de la oposición, puede constituir un concepto ideal, de la misma forma que justicia o libertad. Así, por ejemplo, el respeto a la oposición es una realidad de las democracias, pero también un ideal no satisfecho completamente. Lo mismo puede decirse de la participación. Además, la noción de poliarquía posee un ingrediente posibilista imposible de negar. Posibilismo en un doble sentido: en cuanto se admite en mayor o menor medida la posibilidad de acercarse al ideal, y como posibilidad garantizada normativamente, esto es, posibilidad garantizada de una participación ampliada y de tolerancia de la oposición.


El mismo tipo de inconvenientes puede observarse en muchas otras definiciones pretendidamente científicas de democracia, desde los modelos elaborados por los teóricos de la elección racional hasta los teóricos del decisionismo político, pasando por los neoinstitucionalistas y los teóricos de la democracia sustentable. Algunos pecan de reduccionistas, pues creen que todo en política se explica por un inmutable e invariable principio de racionalidad costo-beneficio; o de deterministas, por introducir esquemas de eficientización en la toma de decisiones y en el diseño de las políticas públicas como solución a todos los males que aquejan a las democracias modernas. Como quiera que sea, no le vendría mal a los cultores de la ciencia política un poco de humildad para comenzar un ejercicio serio y responsable de autocrítica con vistas a superar algunas de sus muchas inconsistencias y falsas pretensiones.


Por todo ello, creo que el concepto de calidad de la democracia está destinado al fracaso si no se asumen con claridad sus implicaciones prescriptivas. La ciencia política podrá encontrar criterios más o menos pertinentes para su observancia y medición empírica, pero lo realmente importante es asumir sin complejos su carácter centralmente normativo. Por esta vía, quizá sus introductores, politólogos empíricos, podrán aligerar la carga que supone traducir en variables cuantificables una noción altamente abstracta y normativa. Ahora bien, como concepto centralmente normativo, la calidad de la democracia constituye un gran aporte para el entendimiento de las democracias modernas. Pero verlo como tal nos lleva a compararlo con otros modelos normativos. En este nivel, la pregunta ya no es qué tan pertinente es tal o cual modelo para “medir” y “comparar” empíricamente a las democracias realmente existentes, sino qué tan consistentes son para pensar qué tan democráticas pueden ser en el futuro nuestras democracias reales. De nuevo, la contrastación entre un modelo ideal y la realidad, pero sin más pretensión que el perfeccionamiento y mejoramiento permanente de nuestras sociedades, que por supuesto no es poca cosa.


A MANERA DE CONCLUSIÓN


La ciencia política está herida de muerte. Sin darse cuenta fue víctima de sus propios excesos empiricistas y cientificistas, que la alejaron de la macropolítica. Incluso los politólogos que se han ocupado de un tema tan complejo como la democracia se han perdido en el dato duro y han sido incapaces de asumir que para decir hoy algo original y sensato sobre la misma deben flexibilizar sus enfoques y tender puentes con la filosofía prescriptiva, como lo hiciera Sartori en su The Theory of Democracy Revisited.


Lejos de ello, la ciencia política introdujo un nuevo concepto, “calidad democrática”, para proseguir con sus afanes cientificistas, sin darse cuenta que al hacerlo estaba en alguna medida traicionando sus premisas fuertes. Póngamoslo en otros términos: un nuevo concepto ha aparecido en la ciencia política para analizar a las democracias modernas, y como suele pasar en estos casos, dado el pobre desarrollo de las ciencias sociales, cada vez más huérfanas de significantes fuertes para explicar un mundo cada vez más complejo, los especialistas se arremolinan en torno al neonato concepto y explotan sin pudor sus muchas virtudes para entender mejor. Los primeros en hacerlo, además, serán los más listos y alcanzarán más temprano que los demás las mieles del éxito y el reconocimiento de su minúscula comunidad de pares. Pero he ahí que no hay nada nuevo bajo el sol. El concepto de calidad de la democracia constituye más un placebo para hacer como que se hace, para engañarnos a nosotros mismos pensando que hemos dado con la piedra filosofal, pero que en realidad aporta muy poco para entender los problemas de fondo de las democracias modernas.


Además, en estricto sentido, el tema de la calidad de la democracia no es nuevo. Es tan viejo como la propia democracia. Quizá cambien los términos y los métodos empleados para estudiarla, pero desde siempre ha existido la inquietud de evaluar la pertinencia de las formas de gobierno: ¿por qué una forma de gobierno es preferible a otras? Es una pregunta central de la filosofía política, y para responderla se han ofrecido los más diversos argumentos para justificar la superioridad de los valores inherentes a una forma política respecto de los valores de formas políticas alternativas. Y aquí justificar no significa otra cosa más que argumentar qué tan justa es una forma de gobierno en relación a las necesidades y la naturaleza de los seres humanos (la condición humana). En este sentido, la ciencia política que ahora abraza la noción de “calidad de la democracia” para evaluar a las democracias realmente existentes, no hace sino colocarse en la tradición de pensamiento que va desde Platón —quien trató de reconocer las virtudes de la verdadera República, entre el ideal y la realidad— hasta John Rawls,19 quien también buscó afanosamente las claves universales de una sociedad justa, y al hacerlo, esta disciplina pretendidamente científica muestra implícitamente sus propias inconsistencias e insuficiencias, y quizá, su propia decadencia. La ciencia política, que se reclamaba a sí misma como el saber más riguroso y sistemático de la política, el saber empírico por antonomasia, ha debido ceder finalmente a las tentaciones prescriptivas a la hora de analizar la democracia, pues evaluar su calidad sólo puede hacerse en referencia a un ideal de la misma nunca alcanzado pero siempre deseado.


Me atrevería a argumentar incluso que con esta noción, y la búsqueda analítica que de ahí se desprende, la ciencia política se coloca en el principio de su propio ocaso.

martes, 9 de diciembre de 2008

"A new world order " for Krzysztof Rybinski

What is and should be the future of global governance? Who should make the key decisions and in what institutional frameworks? The answers to these questions may be approached via a retrospective glance at an epochal moment when they might have seemed far clearer than they do today: the "diamond jubilee" of 1897 which marked Queen Victoria's sixty years on the British throne. Fareed Zakaria brilliantly evokes the scene on 22 June 1897 which conjoined London and much of the globe:

"(About) 400 million people around the world, one-fourth of humanity, got the day off. (The jubilee) stretched over five days on land and sea, but its high point was the parade and thanksgiving service on this midsummer day. The eleven premiers of Britain's self-governing colonies were in attendance, along with princes, dukes, ambassadors and envoys from the rest of the world...

"The jubilee was marked with great fanfare in every corner of the empire. In Hyderabad every tenth convict was sent free. There was a grand ball at Rangoon, a dinner at Sultan's palace in Zanzibar, a salute of gunboats in Table Bay, a monster Sunday-school treat at Freetown, a performance of the Hallelujah Chorus in Happy Valley at Hong Kong....

"In today's world it is difficult to imagine the magnitude of the British empire. At its height, it covered about a quarter of the earth's land surface and included a quarter of its population. London's network of colonies, territories, bases, and ports spanned the entire globe, and the empire was protected by the Royal Navy, the greatest seafaring force in history...

"Over the preceding quarter century the empire had been linked by 170,000 nautical miles of ocean cables and 662,000 miles of aerial and buried cables, and British ships has facilitated the development of the first global communication network via the telegraph. Railways and canals (the Suez canal, most importantly) deepened the connectivity of the system. Through all of this, the British empire created the first truly global market. Moreover, 2% of the world population produced more than 30% of global GDP, its energy consumption was five times that of United States and Prussia, and it accounted for two-fifths of the world manufacturing trade" (see "The Future of American Power: How America Can Survive the rise of the Rest", Foreign Affairs, May-June 2008).

But hubris was being shadowed by nemesis. The bitter wars against the Afrikaaners ("Boers") of South Africa in 1899-1902 - waged in the teeth of opposition from France, Germany and United States - were an early signal. The beginning of an end of the 19th-century superpower - already anticipated by Rudyard Kipling at the time of the 1897 jubilee - was in sight.

The title of Fareed Zakaria's essay from which the above extracts come - and the fact that in turn they are drawn from a book called The Post-American World - is an indication that these questions have found a fresh relevance today. Now, however, they refer not to the coming of a United States-dominated world but to its ending - and in particular, to the rise of China (or "Chindia"). Will a country of 300 million stand the competition of a charging dragon (albeit a troubled one) and racing elephant (albeit a wounded one) with 2.5 billion inhabitants; will this relatively small country be able to remain the global superpower?

A rebalancing

My answer to these questions is simple. While the United States is very likely to retain a big part of its political influence over the next decades, its economic and financial influence will rapidly diminish. The US's continued political influence will be related to its massive defence budget, one that dwarfs all other countries' put together. But in economic terms the restoration of the world order that prevailed until the early 19th century is likely. In 1820, Chindia accounted for 50% of the world's GDP, but both countries missed the industrial revolution and Chindia's share of the world's GDP dropped to less than 10% in mid-20th century. Since then it recovered to 20% and (according to IMF estimates) China had the highest contribution to the world GDP growth in 2007 and in the same year accounted for 25% of global growth on a purchasing-power parity (PPP). The "BRIC" countries, meanwhile - Brazil, Russia, India, China - accounted for almost half of global growth.

In the early 20th century, the United States replaced Britain as the world's only superpower. With the US's economic and financial power fading in relative, and recently also in absolute terms, the world faces two options:

* Design the new world order, the new vision

* Let the market and non-coordinated political processes determine the new world order.

A rising tide

The second option may be very costly. This claim can be illustrated with a few examples:

* Oil prices have topped $140 per barrel in 2008, then receded to $50 amid cyclical factors; but according to an International Energy Agency (IEA) forecast published in November 2008, the price of oil will soon exceed $100 again. The emerging markets' - and China's in particular - appetite for energy will continue to rise at a very fast rate, much faster than the pace of innovation allowing to reduce energy consumption and to use the new, non-fossil fuels based sources of energy.

The IEA predicts that in 2030 energy demand will be higher by 45% than in 2007, with Chindia responsible for 51% of that increase. Without globally coordinated massive policy intervention, fossil-fuels will retain its dominant share in energy generation accounting for 80% of world energy production cannot be ruled out. With a high risk of excess demand for energy, there may be massive and frequent blackouts around the globe in the future. The current recession may make matters worse, because the credit-crunch reduces investments in the energy sector. Energy may become a very powerful political weapon, helping to shift global power from energy-deficit countries to energy-surplus countries. This is of particular importance in Europe, which heavily relies on gas imports from Russia.

Climate disasters have become much more frequent in the past two decades, jeopardising the life and well-being of millions of people on all continents. Yet despite strong evidence that human industrial activity is contributing to this trend, the world's biggest countries cannot agree on the set of measures that will prevent humanity destroying itself. Europe's lonely fight against climate change is meaningless without US and China coming on board. Even if the European Union cuts emissions as planned by 20% by 2020, the cumulative reduction over fifteen years will be smaller than a single year greenhouse-gasses emissions by China in 2020.

China has amassed more than $2 trillion of foreign-exchange reserves. An estimated $1.5 trillion has been invested by the Chinese in US assets, mostly US government debt or US government guaranteed debt. Nowadays Chinese leaders can crash the dollar and send the US economy into a tailspin recession with just one comment - namely that China will stop buying dollars. At the same time the leading 20th-century economic powers refuse to recognise the key role that China plays in the world of politics, economics and finance. The best example of that is the fact that Belgium and Netherlands together have more votes on the boards of the IMF and the World Bank than China.

The global push to a switch from fossil-based fuels to biofuels has contributed to a global rise of food prices - so-called agflation. In 2007-08, the food-import bill of the poorest countries has risen by 75%, which combined with rising climate-related disasters may bring famine to many developing countries, killing millions. There is no coordinated action to face this problem, and countries respond by prohibiting food exports, which only makes the global food situation even worse. The Food & Agriculture Organisation (FAO) summit in Rome on 3-5 June 2008 was a formidable event. While zipping Brunello di Montalcino and chewing Bistecca Fiorentina, participants agreed to chip in some money and pretended the problem is over.

If you google "world vision" or "global vision", 2.4 million and 1.1 million entries respectively will be returned. It means that this phrase is very popular and used frequently. One could argue that the United Nations' Millennium Development Goals (MDGs) constitute such a world vision. The world has agreed to improve the living conditions in poor countries between 1990 and 2015, and the United Nations set a series of indicators to measure this progress. Details of MDGs are presented in Table 1:

Millennium Development Goals (MDG) and selected numerical targets, and the progress achieved so far (east Asia, west Asia and sub-Saharan Africa)

MDG Target (1990-2015) east Asia (1990-2005) west Asia (1990-2005) sub-Saharan Africa (1990-2005)
Halve the proportion of people living under $1 a day, % 33/9.9 1.6/3.8 46.8/41.1
Halve the proportion of people who suffer from hunger, % 19/7 11/7 53/46
Ensure universal primary school enrolment, % 99/95 81/86 54/70
Eliminate gender disparity, female employment, % of total 38/4 16/21 28/32
Reduce by two-thirds child mortality, mortality rate per 1000 births 126/82 68/55 185/166
Reduce by three-quarters the maternal mortality ratio, proportion of deliveries attended by skilled personnel, % 51/83 60/66 42/45
Combat HIV, malaria and other diseases, number of tuberculosis cases per 100,000 319/204 92/56 331/490
Ensure environmental sustainability, CO2 emissions, billions of metric tones 2.9/5.6 0.7/1.2 0.5/0.7
Develop a global partnership for development, number of internet users per 100 population (2002/2005) 7/12 6/11 1/3


Source: United Nations (2007)

Table 1 reveals a telling pattern. With very few exceptions (the poorest people in western Asia, tuberculosis in Africa) steady progress can be observed. However, there was a very little progress in sub-Saharan Africa, where huge developed world aid is deployed, while there was a massive improvement in east Asia, mostly China, as a result of an almost 10% annual GDP growth on average in the past two decades. It is evident that the most powerful weapon in fighting poverty is economic growth. However, fast growth has its price. East Asia doubled the amount of CO2 emissions and China exceeded the United States on the list of biggest polluters. This shows enormous policy inconsistency on the global level: achieving progress in one dimension (moving away from poverty) leads to a massive deterioration in another dimension (environmental sustainability).

A global mandate

The vast majority of world innovations are created in developed countries. But in the last few years the world has learned in a very painful way that developing countries can master innovation as well. The al-Qaida terrorist attacks on the World Trade Centre towers in New York (2001) and on trains in Madrid (2004) were examples of organisational innovation that bypassed all security measures and reached beyond the imagination of secret services in developed countries.

Or think about the present financial crisis driven by financial innovation, greed and policy failure that has jeopardised the existence of many large world financial institutions that were forced to seek capital injections by investors based in Asia and in oil-exporting countries, and then were bail out by governments. How was it possible, that a country whose universities occupy 54% to 68% of the top 100 universities list (depending on the ranking), and whose citizens were awarded 270 Nobel prizes, was not able to act pre-emptively and reduce the amount of "zombie finance" that was building around the US real-estate bubble and around the credit-derivatives market? This is a $10-trillion question.

The Bank of England estimated that until October 2008 governments' interventions around the globe to save financial institutions and secure deposits totalled $7 trillion; on top of that central banks expanded their balance-sheet by $2 trillion, lending to banks against dodgy collateral. These estimates are not good in November, with US government bailout of Citibank totalling $330 billion, with the European Union's and president-elect Barack Obama's recovery package underway, and with China's $650 billion-equivalent fiscal stimulus.

Ireland launched a beggar-thy-neighbour action when its government announced full deposit insurance, and Irish banks started to market their services to British customers as safe as opposed to "risky" and not guaranteed financial services of British banks. This happened soon after a "memorandum of understanding" on the crisis was signed by twenty-seven EU finance ministers. The United Kingdom has announced VAT cuts to 15% without discussing these matters with other EU members; French President Nicolas Sarkozy called this ridiculous, arguing that it makes no sense to reduce prices further in an already deflationary situation.

There are plenty of examples of unilateral actions by countries that produce negative global externalities. In other words the first option, a creation of the new world vision and the new world order is clearly a superior scenario, we should not leave it to uncoordinated political and market forces. Unfortunately, today there is no shared vision of the world, be it in 2020 or in 2050. There is no globally accepted strategy to deal with the issues that could cost millions if not billions of human lives in the coming decades. There is a widespread tendency to think about one's own yard, and forget about the bigger picture.

Many international organisations engage in a range of activities that are often contradictory and lead to a tremendous waste of resources. Some global policies pursued in the last few decades proved to be the best example of "destructive creation", at least judging by their outcomes. The global governance is collapsing and there are no signs of a process which could lead to the creation of a new world order. The United Nations and the Bretton Woods institutions (the World Bank and the International Monetary Fund) have recently been helpless in solving the most pressing global problems.

The existing groups of leading countries, G7, G8 or G20 patchwork are not representative and are rapidly losing any meaning and importance. The G20 meeting in Washington on 15 November 2008 concluded that the IMF role's should be expanded, but people tend to forget that the IMF policy advice and track-record is horrible. Even before the mission comes to a country X in crisis, what it will recommend is horrible: raise interest rates, reduce fiscal deficit and implement structural reforms. The IMF is perceived in many countries as a partisan institution pursuing United States objectives, no wonder Saudi Arabia refused to extend a loan of $100 billion to the fund.

It is hard to understand why the world has arrived at this juncture. There are more great scientists and great ideas than ever before, technological progress is advancing at an exponential rate, and for the first time ever, thanks to ICT deepening, the internet has created a global information and knowledge pool. We live in a flat world indeed. Hence the global knowledge economy and society should be able to come up with a range of solutions to cope with 21st-century global problems.

But somehow they fail, and every passing year shows that we have done very little to deal with such issues as resources constraints, climate disasters, the rapid ageing of many societies, the rise of China or the hegemony of financial markets. Annual meetings held at the United Nations, the World Bank and the International Monetary Fund are not always as fruitful as desired. Often, speeches by a given country's delegations are attended by its own delegates, while the rest of the hall is empty. This raises serious concerns about the effectiveness of institutions that are supposed to act according to a global mandate. Politicians who try to think globally are in a deep minority.

A world vision

No leadership; no shared global vision; no shared values; bad incentives which favour short-termism, red-tape, and corruption - all have impeded global strategic thinking since the 1980s. To end this chaos, I postulate that old Bretton Woods institutions and the G7-G8 that existed under the Pax Americana should be replaced by a Global Strategic Council, formed by the new leaders. There are four reasons for this.

First, we need a shared world vision for the 21st century. Vision is about the future, not about the past. Therefore it should be formed by future global leaders, not by yesterday's leaders. Italy, Canada, and soon France and the United Kingdom will fall into the yesterday's-leaders category.

Second, you cannot have twenty, thirty, or forty countries to form the leadership. Think about a company board-meeting that needs to reach consensus among the thirty board members. Either there will be a true single leader, or a strong group of a few leaders that will be followed by the rest of the board. In the absence of such leader(s) the decision-making process at board level becomes a nightmare. To avoid this risk a new group of leading countries of a limited size, based on very simple rules, should be formed. The recent process of changing the vote and quota at the IMF/World Bank - seen inside Bretton Woods institutions as a great success - in my view was an example of a long, inefficient, complicated and partisan process that did not respond at all to the challenges of the 21st century.

Third, the old powers of the 20th century should give up boxing above their weight; France's Nicolas Sarkozy is the best example, especially as he is pushing hard a French, not a European, view of the world. Old parities should not apply anymore: "we get the Bank, you get the Fund" rule has become ridiculous. Partisanship, parities, and short-termism should be replaced by discussions about the new world vision. It is impossible under the old global-governance rules amid very strong political dependence. New structures and new rules should be created from scratch.

Fourth, if we do not create new global institutions, new regional ones will likely be created. My book Three Faces of Globalisation: offshoring, global imbalances, monetary policy (published in Polish, in 2007) explains that recent initiatives in Asia may lead to the creation of an Asian Monetary Fund in charge of maintaining financial stability in the region. It is possible that by the 2020s or 2030s an Asian common currency will be created for the Asean+3 group of countries, with a regional central bank that will be much more powerful than the US Federal Reserve or European Central Bank are today.

The Global Strategic Council that I propose should be formed by leaders of the eight-to-ten biggest countries. The metric used to rank countries should be very simple and intuitive: it should be a country's GDP according to purchasing-power parity (PPP) divided by global GDP, and the country population divided by the global population - each with 50% weight. Those eight-to-ten countries with the highest scores should form the new group of G8 or G10 and should establish the Global Strategic Council.

The vision and strategy agreed by the council should be shared and implemented by the biggest countries, while others will follow on a voluntary basis. There should be incentives to ensure that no country will chose to opt-out (possibly with the rare exceptions of countries such as North Korea, Burma, Cuba or Belarus). An innovative proposal for how such incentives should be designed, that adopts strategic-asset allocation (SAT) methodology from the world of finance, is presented in the book Gordian Knots of the 21st Century (by Rybinski, Opala & Holda [2008]).

The Global Strategic Council would seem an outside-the-box idea to many politicians, especially those whose mindset was shaped by the 20th century and who failed to notice how fast the world has changed. I have documented in this article how far the failures of global governance and the lack of global vision have produced many global Gordian knots. Traditional methods will fail to untie them - and we do need Alexandrian solutions.

Every four years the National Intelligence Council - which oversees America's baroque collection of intelligence agencies - releases a global trends report, which is given to the new president. The latest report, published on 20 November 2008, stated that "the most dramatic difference" between the new report and the one issued in 2004 is that it now foresees a world in which the United States plays a prominent role in global events, but the US is seen as "one among many global actors". The report issued four years ago had projected "continuing US dominance". The heart of the US security establishment has acknowledged that the global landscape has changed. It is time indeed to reflect this change in a transformed global-governance setup. The new world order should be established without delay.

"LOS LIBROS QUE NUNCA HE ESCRITO" por George Steiner

Los idiomas de Eros


¿Cómo es la vida sexual de un sordomudo? ¿Con qué incitaciones y
cadencia se masturba? ¿Cómo experimenta el sordomudo la libido y la
consumación? Sería extremadamente difícil obtener testimonios fiables.
No conozco ningún corpus de investigación sistemática. Sin embargo,
la cuestión posee una marcada importancia. Atañe a los centros
nerviosos de las interrelaciones entre eros y lenguaje. Pone en el
perplejo centro de la atención el tema, absolutamente decisivo, de la
estructura semántica de la sexualidad, de su dinámica lingüística. Se
habla y se oye hablar de sexo, en voz alta o en silencio, exterior o
interiormente, antes, durante y después de las relaciones. Las dos
corrientes de comunicación, las dos puestas en escena son
indisolubles. La emisión es parte integrante de ambas. La retórica del
deseo es una categoría del discurso en la que la generación
neurofisiológica de actos de habla y de actos amorosos se implican
recíprocamente. La puntuación es análoga: el orgasmo es el signo de
admiración. Lo que se sabe de la sexualidad de los ciegos demuestra
las esenciales funciones de la representación interiorizada, de una
imaginería verbal en la cual los valores lingüísticos y táctiles se
determinan y se refuerzan entre sí. En ninguna otra interfaz de la
estructura humana están tan íntimamente unidos los componentes
neuroquímicos y lo que consideramos como los circuitos de la
conciencia y del subconsciente. Aquí, la mentalidad y lo orgánico
forman una sinapsis unificada. La neurología atribuye reflejos sexuales
al sistema nervioso parasimpático. La psicología aduce impulsos y
respuestas voluntarios cuando se analizan los procederes sexuales
humanos. El concepto de “instinto”, por su parte sólo escasamente
comprendido, caracteriza la fundamental zona de interacción entre lo
carnal y lo cerebral, los genitales y el espíritu. Esta zona está saturada
de lenguaje.
Los elementos de esta inmersión lingüística -entramos y salimos del
lenguaje cuando preparamos, mantenemos y recordamos relaciones
sexuales- son tan numerosos y complejos, el relato se halla bajo tales
presiones de sentimiento que desafía cualquier intento de enumeración
exhaustiva y más aún a una clasificación sobre la que haya acuerdo. Se
afirma que el lenguaje es al mismo tiempo universal y privado, colectivo
e individual. Todo hombre y toda mujer no impedido recurre de manera
automática, si podemos decirlo así, a un almacén de palabras y
construcciones gramaticales preexistente y accesible. Nos movemos
dentro del diccionario y la gramática de la posibilidad. En proporción
con nuestras capacidades mentales, entorno social, formación
académica, origen geográfico y patrimonio histórico, imaginamos
nuestro lenguaje propio. Pero aun estando imbuidos del mismo ethos y
entorno social étnico, económico y social, todos y cada uno de los seres
humanos, desde el imbécil y casi incapaz de expresarse hasta el
verbalmente dotado, desarrollan un “idiolecto” más o menos eficiente,
es decir, su peculiar código de medios léxicos y sintácticos. Apodos,
asociaciones fonéticas y referencias ocultas marcan estas
singularidades. Cuando no se propone la tautología, como en la lógica
formal y simbólica, el lenguaje, aun el rudimentario, es polisémico, de
estratos múltiples, expresivo de intenciones sólo imperfectamente
reveladas o articuladas. Codifica. Esta codificación puede desde luego
ser perceptible, originarse en recuerdos compartidos, aspiraciones
históricas, contextos políticos y sociales. Pero también puede ocultar
necesidades y significaciones esenciales, individualizadas, intensamente
privatizadas. El lenguaje es en sí y por sí multilingüe. Contiene mundos.
Considérese simplemente el lenguaje de los niños. La mayoría de las
veces, la enunciación articulada es la punta del iceberg de los
significados sumergidos, implícitos. Hablamos, oímos “entre líneas”. La
comprensión y la recepción son actos que intentan descifrar un código,
entrar en él.
En ninguna parte es más omnipresente y más formativa esta
“linealidad” que en las cámaras de resonancia de lo erótico. Es un lugar
común que la dirección escénica, tanto retórica como verbal, de la
seducción está repleta de verdades a medias, con tópicos adoptados o
falsedades que, a su vez, han de ser glosadas por el objeto de deseo.
Los sonidos que acompañan al orgasmo, a menudo situados en el
umbral de la verbalización y que en ocasiones parecen retroceder a la
prehistoria del lenguaje, pueden ser deliberadamente mendaces.
Tienen su brutal poética de la hipocresía, como la tienen los floreos y
las sinceridades, hechas drama, de la elocuencia erótica. El monólogo y
el diálogo -o más exactamente el monólogo en tándem- pueden
alternarse, pueden fundirse en una riqueza de cadencia y matiz casi
imposible de analizar sistemáticamente. Se intuye que durante la
masturbación palabra e imagen están más estrechamente relacionadas,
más “dialécticamente” vigorizadas en cualquier otro proceso
comunicativo humano. Las cartas de Joyce a Nora constituyen un
palpitante testimonio de esta interacción. Incluso por sí solos, una
palabra, un grupo de sonidos pueden desencadenar una jadeante
excitación (el célebre faire catleya de Proust). La imagen se despliega
dentro del sonido. Así, la masturbación tiene su gramática muda. Sin
embargo, dentro de sus intimidades, en los recovecos de lo íntimo,
están funcionando factores públicos. La fraseología erótica y sensual de
los medios de comunicación, la jerga amorosa del cine y la televisión, la
declamación de la publicidad con sus vaivenes y el mercado de masas
estilizan y convencionalizan el ritmo, la marcha, los elementos
discursivos de millones de parejas. En el mundo desarrollado, con su
corrosiva pornografía, incontables amantes, sobre todo entre los
jóvenes, “programan” sus relaciones amorosas, conscientemente o no,
con arreglo a unas líneas semióticas precocinadas. Lo que debería ser
el más espontáneamente anárquico, individualmente exploratorio e
inventivo de los encuentros humanos se ajusta, en gran medida, a un
“guión”. Hasta es posible que la última libertad, la autenticidad final sea
la de los sordomudos. No lo sabemos.
Dije en Después de Babel (1975) que la multiplicidad mil veces mayor
de lenguas recíprocamente incomprensibles que antaño se hablaron en
esta tierra -muchas están ahora extintas o en proceso de desapariciónno
es, como afirman las mitologías y alegorías del desastre, una
maldición. Es, por el contrario, una bendición y un júbilo. Todas y cada
una de las lenguas humanas son ventanas abiertas al ser, a la creación.
No hay lenguas “pequeñas”, por reducido que sea su espacio
demográfico o ambiental. Algunas lenguas habladas en el desierto del
Kalahari presentan ramificaciones del subjuntivo más numerosas y más
sutiles que las que tuvo a su disposición Aristóteles. Las gramáticas
hopi poseen matices de temporalidad y movimiento más consonantes
con la física de la relatividad y la incertidumbre que nuestros propios
recursos indoeuropeos y anglosajones. En virtud de las raíces y la
evolución fisiológico-culturales contenidas en las lenguas, raíces que
hasta en el sentido etimológico se retrotraen al subconsciente, cada una
de ellas expresa la identidad y la experiencia a su propia manera,
irreductiblemente particular. Segmenta el tiempo en múltiples y diversas
unidades. Muchas gramáticas no dividen formalmente los tiempos
verbales en pasado, presente y futuro. La “stasis” de las formas
verbales hebreas implican una metafísica y, en realidad, un modelo
teológico de la historia. Existen lenguas, por ejemplo en los Andes, en
las cuales, de una manera muy razonable, el futuro está detrás del
hablante, ya que es invisible, mientras que los horizontes del pasado se
extienden, abiertos a la vista, ante él (aquí hay enigmáticas analogías
con la ontología de Heidegger). El espacio, que es un constructor social
no menos que neurofisiológico, se cartografía e inflexiona
lingüísticamente. Las lenguas lo habitan de maneras diferentes. Por
medio de su “cartografía” y de sus denominaciones, las comunidades
lingüísticas relevantes subrayan o borran diversos contornos y rasgos.
El espectro de la diferenciación exacta entre los tonos y texturas de la
nieve en las lenguas esquimales, las cartas de color que diferencian el
pelo de los caballos en la jerga del gaucho argentino, son ejemplos
clásicos. Los ejes del cuerpo humano por los que nos orientamos en
nuestros espacios habituales son etiquetados y entendidos
lingüísticamente. Los dialectos británicos ofrecen más de cien palabras
y expresiones para la zurdez. La ecuación de zurdez y el mal (sinistra)
está consagrada en las culturas mediterráneas. La antropología
estructural nos ha enseñado que los conceptos e identificaciones de
parentesco son ineluctablemente lingüísticas. Hasta nociones tan
básicas como el parentesco o el incesto dependen de taxonomías, de
una codificación léxica y gramatical inseparable de las opciones -
colectivas, económicas, históricas, rituales- que se exponen en el habla.
Verbalizamos, “fraseamos” -como la música- nuestras relaciones para
nosotros mismos y para los demás. “Yo” y “tú” son datos de la sintaxis.
Hay vestigios lingüísticos en los que esta distinción se desdibuja, por
ejemplo en el dual griego arcaico. Aunque pueda asumir modos
“surrealistas”, la gramatología de nuestros sueños está organizada y
diversificada lingüísticamente mucho más allá de los provincianismos
de lo psicoanalítico, histórica o sociológicamente limitados. Qué
enriquecedor podría ser tener pesadillas o sueños húmedos en -por
ejemplo- albanés.
La consecuencia es una ilimitada riqueza de posibilidades. Toda
lengua humana desafía a la realidad a su propia y singular manera. Hay
tantas constelaciones de futuro, de esperanza, de proyección religiosa,
metafísica y política, “soñando hacia delante”, como formas verbales
optativas y contrafactuales. La esperanza es investida de poder por la
sintaxis. He conjeturado, sin que pueda ofrecer pruebas, que la
justificación generativa de la “locura” del número y fragmentación de las
lenguas -más de cuatrocientas sólo en la India- es análoga al modelo
darwiniano de los nichos adaptativos. Toda lengua explota y transmite
diferentes aspectos, diferentes potencialidades de la circunstancia
humana. Toda lengua tiene sus propias estrategias de negación e
imaginación. Ellas le permiten decir “no” a las restricciones físicas y
materiales impuestas a nuestra existencia. Gracias a la(s) lengua(s)
podemos desafiar o atenuar la monocromía de la mortalidad
predestinada. Cada negación tiene su propia y testaruda trascendencia.
Es este escándalo de la inextinguible “esperanza contra toda
esperanza” lo que nos permite soportar el carácter de nuestra condición
material e histórica, perennemente asesino y absurdo, y recuperarnos
de él. Es la aparentemente derrochadora plétora de las lenguas lo que
nos permite articular alternativas a la realidad, hablar con libertad dentro
de la servidumbre, programar la abundancia dentro de la indigencia. Sin
la gran octava de gramáticas posibles, esta negación y “alteridad”, esta
apuesta por el mañana no sería viable.
De ahí la pérdida verdaderamente irreparable, la disminución de las
oportunidades del hombre, cuando muere una lengua. Con su muerte,
no es sólo un linaje vital de remembranza -los tiempos verbales
pasados o su equivalente-, no es sólo un paisaje lo que se borra: es la
configuración de un futuro posible. Una ventana se cierra sobre cero. La
extinción de lenguas que estamos presenciando en la actualidad -
docenas de ellas pasan cada año a un silencio irremediable- es
exactamente paralela a los estragos que se hacen en la fauna y la flora,
pero de una forma más definitiva. Es posible replantar árboles; es
posible, al menos en parte, conservar y acaso reactivar el ADN de las
especies animales. Una lengua muerta sigue estando muerta o
sobrevive como una reliquia pedagógica en el zoo académico. La
consecuencia es un drástico empobrecimiento en la ecología de la
psique humana. La auténtica catástrofe de Babel no es la dispersión de
lenguas, sino la reducción del habla humana a unas cuantas lenguas
planetarias, “multinacionales”. Esta reducción, formidablemente
impulsada por el mercado de masas y por la tecnología de la
información, está ahora dando una forma nueva al mundo. La
megalomanía tecnocrático-militar, los imperativos de la codicia
comercial, están convirtiendo en un esperanto los vocabularios y
gramáticas angloamericanas estándar. Debido a su intrínseca dificultad,
tal vez el chino no usurpe esta triste soberanía. Cuando lo haga la India,
su lengua será alguna variante del angloamericano. Así, en el
hundimiento de las Torres Gemelas del World Trade Center el 11 de
septiembre hubo un nauseabundo pero siniestro simulacro del misterio
de Babel.
La bendición de la variedad creativa se obtiene no sólo entre lenguas
distintas, es decir, “interlingualmente”. Actúa profusamente dentro de
cualquier lengua determinada, “intralingualmente”. El más exhaustivo de
los diccionarios no es más que una abreviatura resumida, obsoleta ya
cuando se publica. El uso léxico y gramatical está en perpetuo
movimiento y fisión. Se escinde en dialectos locales y regionales. Los
factores de diferenciación funcionan como entre clases sociales,
ideologías explícitas o sumergidas, credos, profesiones. La jerga puede
variar de un barrio de la ciudad a otro, de una aldea a otra. De una
manera que sólo se ha dilucidado parcialmente, la lengua es moldeada
por el género. Muchas veces, hombres y mujeres no quieren decir lo
mismo cuando pronuncian o escriben la misma palabra. No entender
“no” como una contestación es un indicador simbólico. Los cambios en
significado e intención dentro de una generación y entre una y otra son
constantes. En ciertos momentos de la historia social, de la conciencia
familiar, de los reflejos del reconocimiento mutuo, estos cambios
pueden tornarse espectaculares. Esto parece ser así en nuestro
acelerado presente, entre grupos de edad separados por la mecánica
misma de la información. Así, diferentes niveles de la sociedad,
diferentes localizaciones geográficas, géneros y grupos de edad
pueden llegar a estar al borde de la mutua incomprensión. La pluma
estilográfica no habla con el iPod.
La fragmentación lingüística está al servicio de necesidades tanto
agresivas como defensivas. Hablamos “por” nosotros mismos y
solicitando al otro, rebelándonos contra él o desafiándolo. Hasta las
expresiones más corteses y gramaticalmente instruidas contendrán
partículas de slang calculadas para acentuar la intimidad o la exclusión.
Se obliga al muchacho de la escuela de élite, al novato, al cadete
pardillo a memorizarlas cuando se reúnen con sus iguales. La jerga de
la banda callejera o del hooligan futbolístico no es menos esnob, menos
ritualizada. Se deduce que todos y cada uno de los intercambios
semánticos, aunque se hagan en la misma lengua e incluso entre
íntimos -quizá más marcadamente aquí-, comportan un proceso más o
menos consciente, más o menos elaborado, de traducción. No hay
mensaje, no hay arco de comunicación entre fuente y recepción que no
tenga que ser descodificado. La inmediatez de la comprensión es una
idealización del silencio. Habitualmente, la descodificación tiene lugar
en el instante y, por así decirlo, pasa inadvertida. Pero cuando surgen
las tensiones, privadas o públicas, cuando la desconfianza o la ironía o
algún elemento de falsedad dejan oír su ruido de fondo, la
interpretación recíproca, el acto hermenéutico puede devenir arduo e
incierto. Entran en juego unos signos auxiliares. El tono, la inflexión, la
entonación, el lenguaje corporal tanto pueden aclarar como ocultar. Es
lo no dicho lo que se dice más alto.

lunes, 27 de octubre de 2008

"El llanto de Adam Smith" por Mario Bunge

El entierro del capitalismo desbocado, la crisis financiera mundial y el verdadero padre del modelo económico en un excelente análisis.




La carátula de un número reciente de la National Review mostraba una lágrima que se desliza por la mejilla de Adam Smith. Por si no lo recuerda el lector, éste fue el fundador de la teoría económica moderna y paladín del mercado libre, mientras que National Review es uno de los órganos más estridentes de la ultraderecha norteamericana.

La lágrima de Adam Smith simboliza la tristeza que sentía ese sector politico al ver que Dubya, a quien adoraba tanto como despreciaba, anunciaba desde el Rosedal de la Casa Blanca el entierro del capitalismo desbocado que dominó la política norteamericana desde Ronald Reagan.

En efecto, el presidente Bush (h) acababa de anunciar que su gobierno regalaría 700 mil millones de dólares a los bancos que estaban en bancarrota debido a su incompetencia, deshonestidad y codicia.

Pocos días después, el mismo desventurado presidente de la que fuera la única superpotencia restante anunciaba que su gobierno nacionalizaría parcialmente unos cuantos bancos otrora prósperos.

La franja extremista de su partido puso el grito en el cielo o, mejor dicho, en el infierno: ¡eso es socialismo! Al igual que Lenin y Stalin, confundían socialismo con estatismo.

Adam Smith les hubiera aplicado a esos banqueros fracasados su política de laissez faire: les habría dejado fundirse, y con ellos a su clientela, casi toda gente humilde.

La semana siguiente, Alan Greenspan, quien presidiera el Banco Central de los Estados Unidos durante 18 años, declaró en el Congreso que la súbita crisis lo había tomado por sorpresa y que no la entendía.

Al preguntársele si se arrepentía por haber preconizado y logrado la eliminación de controles estatales a la actividad financiera, admitió haberse equivocado y reconoció que es precisa alguna intervención estatal en la actividad económica privada, para evitar lo que los mexicanos llaman el “desmadre”.

El caso de Greenspan tiene especial interés para los economistas, porque este individuo fue un fiel discípulo de la escuela austriaca de economía, encabezada por Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek y Murray Rothbard. Esta escuela se hizo famosa en los Estados Unidos gracias en parte a la campaña de Ayn Rand (el seudónimo de Alisa Rosenbaum).

Esta mujer formidable fue una novelista y ensayista enormemente popular, aunque sin otra credencial académica que una licenciatura en pedagogía obtenida en la Universidad de San Petersburgo, poco antes de emigrar a los Estados Unidos.

El joven Greenspan fue miembro del círculo íntimo de Ayn Rand en Nueva York. De ella aprendió su “egoísmo racional”, así como su “anarco-capitalismo” y su oposición visceral a toda reforma social. Greenspan declaró que siempre había creído que el egoísmo que aprendió de su admirada Ayn Rand, y tan natural en quienes manejan dinero ajeno, les impediría a los banqueros asumir riesgos irracionales.

Ni la maestra ni su mejor alumno entendieron que una sociedad de egoístas es tan imposible como un partido anarquista, ya que no hay convivencia sin toma y daca.

Además, la expresión “ética egoísta” es contradictoria, porque la ética se ocupa de la conducta moral, la que es pro social, no antisocial. Tampoco entendió el banquero de banqueros que los bancos no pueden prosperar si no gozan de la confianza de sus clientes, y que para merecer tal confianza deben limitar su codicia, su afán por explotar y su estupidez.

En todo caso, la National Review tenía razón: Bush, paladín del capitalismo decimonónico, lo estaba enterrando. Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el general Pinochet, así como Milton Friedman, Frederick Hayek, Ludwig von Mises y los demás economistas al servicio de los súper ricos, se hubieran escandalizado. Y Adam Smith hubiera derramado una lágrima por el fallecimiento de la política de laissez faire.

Pero la National Review se cuidó de mostrar la otra mejilla de Adam Smith: también sobre ésta corría una lágrima, aunque por un motivo distinto: porque el gobierno de Cheney-Bush prometía nuevos cortes al impuesto a los réditos.

En efecto, Smith era partidario del impuesto a la renta y a la vivienda, y en particular al progresivo, al que aumenta exponencialmente con la riqueza. En efecto, en su magistral obra La riqueza de las naciones, de 1776, Smith alega elocuentemente en favor del impuesto a los ricos.

En el Volumen 2, Capítulo V, Parte II, Artículo 1 de su manual del capitalismo, Smith escribió: “Los artículos de primera necesidad ocasionan la mayor parte del gasto de los pobres. Les resulta difícil conseguir alimentos, y gastan la mayor parte de lo poco que ganan en obtenerlos. Los lujos y las vanidades de la vida ocasionan los principales gastos de los ricos; y una casa magnífica embellece y exhibe de la mejor manera los demás lujos y vanidades que poseen. Por consiguiente, un impuesto a las rentas provenientes de la vivienda pesaría más sobre los ricos; y tal vez una desigualdad de esta clase no sería nada irrazonable. No es muy irrazonable el que los ricos contribuyan al gasto público, no sólo en proporción a su ingreso, sino en algo más que en esa proporción”.

En resumen, Adam Smith era favorable a la imposición progresiva, de modo que le hubiera escandalizado la política impositiva de los gobiernos reaccionarios. En particular, le hubiera parecido escandaloso el hecho, denunciado hace poco en el Congreso norteamericano, de que sólo una de cada tres corporaciones paga los impuestos que le corresponde.

Esta postura de Smith no debe extrañar, ya que, antes de dedicarse a la teoría económica, había sido profesor de ética y se había especializado en los sentimientos morales, en particular la simpatía y la empatía, a los que consideraba la raíz de la conducta moral.

Por esto, a quienes hemos leído al menos en parte su libro monumental, no nos extraña que se horrorizase de los sufrimientos de los pobres de su época, en particular de los campesinos sin tierra, cuyos hijos no llegaban a cumplir 10 años de edad debido a la grave desnutrición.

Tampoco le hubiera gustado saber que Gran Bretaña sigue siendo, de todas las naciones prósperas, la de mayor pobreza infantil, a la par que los Estados Unidos es uno de los de mayor mortalidad infantil. En resumen, Adam Smith no fue el conservador que imaginan quienes no lo han leído. Al contrario, fue progresista en su lucha contra los terratenientes, en su denuncia de la miseria, en su defensa del impuesto progresivo a la riqueza y en su denuncia de la ausencia de libertad sindical.

Al fin y al cabo, todos sus grandes discípulos, los grandes economistas clásicos –David Ricardo, John Stuart Mill y Karl Marx– fueron socialistas (desgraciadamente, ninguno de los cuatro creyó en la democracia política).

Posiblemente, si viviera hoy, el gran escocés sería tildado de socialista. Pero le hubiera gustado saber que The New York Times, ese periódico conservador moderado, repudia las rebajas de impuestos a los ricos y patrocina la candidatura de Barack Obama, quien promete financiar nuevas inversiones sociales en salud y educación, aumentando el impuesto a los súper ricos.

lunes, 20 de octubre de 2008

"PATERNIDAD EN VIAS DE EXTINCIÓN" por Omar Bello

La procreación pasó de moda. El descenso abrupto de la natalidad es un fenómeno visible en las sociedades ricas, con raíces múltiples y complejas, desde el miedo a ser padres hasta la sensación de poder reemplazar hijos por mascotas.



El enorme poder que la infancia acumuló durante la segunda mitad del siglo veinte, tiene un único contrincante de peso: el viejo y querido animal doméstico. Perros, gatos y hasta iguanas (lo último en materia de mascotas cool), están desplazando a los niños de las casas, especialmente de las de buen nivel económico; verdadera trampa mortal para un reinado cruel que avanzó victorioso, sin obstáculos a la vista. Todas las dictaduras llegan a su fin, incluso la de nuestros hijos. Aunque reemplazar a los chicos por un loro simpático y entrador puede parecer demasiado, son muchos los que creen que el trueque resulta ventajoso. Entrado el nuevo milenio, los únicos privilegiados encontraron una dura piedra en el camino. “Si no puedes vencerlos, deja de procrearlos”, es la consigna de estos tiempos. Las personas empiezan a descubrir que, en compañía de esos animalitos agradecidos y dispuestos a hacer morisquetas, se sienten plenas. “Sólo les falta hablar”, esparcen a los cuatro vientos. Mejor así, en una de esas abren la boca, y el sueño del amor incondicional cae como calzón de bataclana. Son puras suposiciones, nunca sabremos lo que las mascotas piensan de nosotros. Los chicos te lo dicen no bien entran en la adolescencia. La famosa trilogía que aconsejaba plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, sufrió un duro golpe con la crisis de la industria literaria y el ocaso de la lectura. Nada más antiguo que dejar testimonio en papel. Gracias al esfuerzo de las organizaciones ecologistas, lo del árbol seguirá en pie unos años más, tampoco muchos. Pero tal cual lo conocemos, el mandato de la paternidad es una rareza en vías de extinción. Lo que es peor aún, va tomando formas bizarras que ni siquiera la ciencia-ficción pudo anticipar. Otra que el minotauro. Ya no sólo se mezclan las razas, también las especies animales andan entreveradas en dulce montón. ¿Manipulación genética? Ojalá se tratara de eso. Al menos tendríamos la esperanza de engendrar una especie mejor; híbrido aventajado en virtudes que nos salve de nosotros mismos. La cosa es simple: el miedo a convertirse en padres está haciendo estragos. Procrear pasó de moda. Razones para este descenso abrupto de popularidad sobran. Los esfuerzos a realizar son gigantescos y la paga, poca. ¿Recompensas espirituales? Querer a los hijos es una obligación, ser querido por ellos en el largo plazo (como veremos más adelante), una lotería con olor a tongo. Las naciones tampoco hacen mucho al respecto. El salario familiar es un chiste de dudoso gusto. Por cada hijo te dan el equivalente al pancho y la coca. Cuestan cien y te pagan diez. En cuanto al impuesto a las ganancias, las diferencias entre las parejas que deciden poblar el país y las que no son mínimas. Quienes se quedan solos mueren ricos. ¿Tristes? Conozco algunos que llevan su “cruz” bastante bien. La desesperación por traer hijos al mundo atrasa. En distintos lugares del planeta, los chicos ya no se gestan, se compran en veterinarias. Vienen vacunados, libres de pulgas y parásitos molestos. La silenciosa sustitución de una especie animal por otra todavía no es furor en el tercer mundo. Se ve que los pobres somos los últimos en perder las esperanzas. O en avivarnos. Alcanza su cénit en los Estados Unidos y Europa, donde las parejas jóvenes tienen cada vez menos descendencia y establecen vínculos maternales con bichos de pelaje diverso. En lugar de parir y entregar su preciosa vida a una criatura descontrolada, que apenas larga el biberón (antes también) se traviste en un pozo sin fondo de reproches, exigencia y gastos disparatados, prefieren adoptar una boa constrictora de las grandes, capaz de engullirlos al menor descuido. La muerte violenta a manos de un reptil poco dado al compromiso afectivo es preferible a quedar expuestos a una chorrera de aullidos imposibles de acallar, visitas grasientas a locales de comidas rápidas y la persecución, casi policial, de esa figurita que un cráneo del marketing decidió convertir en mito urbano. Sin mencionar la angustia infinita de sentir que todo eso pasa debido a que hicimos algo mal. El entrenamiento da sus frutos, la educación, no necesariamente. Con paciencia y saliva, un perro devuelve el hueso que le tirás. Basta insistir una y otra vez para llegar al territorio de la certeza. Muy por el contrario, los hijos son una verdadera caja de sorpresas. El hueso que le tiraste puede terminar clavado en medio de tu propio pecho. Dicen que las mascotas te enfrentan sólo una vez en toda su vida; momento crucial en el que se miden las fuerzas de cada uno. Pues bien, en cuanto crecen, los hijos son capaces de enfrentarte tantas veces como sea necesario o se les ocurra. ¿Por qué me hiciste esto?, te dicen con sangre en la mano. ¿De quién es la sangre? Tuya, obvio. Debe ser uno de los pocos casos en los que la víctima siente culpas. Porque la culpa siempre es de los padres, incluso si caen heridos. No sólo los hijos lo ven así, la sociedad moderna piensa igual. Tiempo atrás, la culpa era del chico que no sabía aprender. Hoy es toda del padre que no sabe enseñar. Tan edulcorada es la imagen que los infantes supieron conseguir en occidente, que los procesos de reemplazo de un animal por otro (perdón al animal que corresponda), se atribuyen pura y exclusivamente al egoísmo paterno; sibaritas del primer mundo que piensan demasiado en sí mismos y violan las leyes perfectas de la naturaleza, legándole su apellido (a veces también sus bienes) a un papagayo colorido y exótico, contrabandeado desde Sudamérica. Los niños están libres de culpa y cargo. Demonizar a los padres es un deporte universal. Si un par de alumnos desquiciados abre fuego en medio de un aula, ¿adivinen quién es el culpable? Bingo. Frente a cualquier conflicto, aburridos psicólogos y especialistas mediáticos apuntan los cañones al hogar. La familia de origen es el puchingball en el que todos descargan su bronca. Y su impotencia. Los chicos se drogan, hay que mirar la casa. Un adolescente mata a otro, hay que mirar la casa. El alcohol está haciendo estragos, hay que mirar la casa. Un púber le incendia el pelo a la profesora, hay que mirar la casa. ¿Y si el niño tiene el mejor promedio? Hay que felicitar al niño. Algún día, el avance de la genética barrerá con tantas generalidades. Son muchas las cosas que vienen de fábrica. Responsabilizar a los padres es, ante todo, un acto de brutal omnipotencia para con el chico. La psicología enseña que todo lo que ocurre desde los cero hasta los tres años, es determinante para el desarrollo de la personalidad. ¿Será tan así? Mientras la paternidad no recobre cierta sencillez original que la psicología le niega, más seres humanos esquivarán el bulto. Sigamos tirando de la soga. En cualquier momento, alguna de estas mascotas usurpadoras produce una mutación genética, y el sillón presidencial queda en poder de un hámster aventajado, con master en Harvard solventado por una pareja que le dedicó su vida; hasta es probable que el cobayo en cuestión resulte más agradecido que un hijo. Es curioso que el más inteligente de los mamíferos (por si hace falta aclararlo, el hombre), elija proyectarse al futuro en forma de mascota peluda. Semejante suicidio en masa dice algo. Las clases acomodadas están renunciando al derecho de perpetuarse. Justo ellos, los que tienen la sartén por el mango, deciden interrumpir la cadena evolutiva. Y si bien los disfrazan de comodidad, en el fondo están escapando del miedo. Porque si por un lado exhiben escaso compromiso con el arte de procrear, por otro encuentran sustitutos simpáticos a los que malcrían a gusto. Quizás, en el contexto de esta generación, sea una simple cuestión de memoria. Los jóvenes que transitan la veintena recuerdan el nivel de tortura al que sometieron a sus padres. Aunque los crean merecedores de esas maldades, no quieren arriesgarse a pasar por lo mismo. A papá mono con bananas verdes. Anulan el tema o lo postergan hasta los cuarenta largos, edad en la que (suponen), la existencia se convierte en algo tan aburrido y carente de sentido, que los gritos y demandas infantiles ayudan a pasar el rato. “Ya disfruté, ahora hago patria”. El problema es que la biología no sigue a la cultura. Lo que puede aparecer como una postergación en el tiempo se transforma en decisión definitiva e irreversible. Que vivamos hasta los cien años no significa que la madre naturaleza nos habilite a derrochar las primeras cuatro décadas.

El combo de responsabilidad excesiva y culpa infinita es una bomba de tiempo que atenta contra la fertilidad humana. Y lo que es peor, contra las ganas de ser padre. Para colmo de males, el endiosamiento de la infancia es una tendencia que crece.


Festejar al soberano:

¿Por qué será que los hijos de los amigos o parientes son siempre mejores? O si no son mejores, al menos parecen portarse mejor; hacen los deberes, evitan pelearse a trompadas en los pasillos del supermercado y se bañan cuando deben hacerlo. Muy simple, hasta bien entrada la adolescencia, los padres no dicen la verdad. Únicamente cuando la realidad supera a la ficción y el chico se convierte en un luchador de sumo en potencia, se rinden ante las inocultables evidencias y largan prenda. Mientras tanto, mueren con las botas puestas. En nuestros días, la paternidad es una enfermedad vergonzante de la que se habla mucho y dice poco. Al cargarse de culpas y sentir que hacen las cosas mal, los padres no sólo se alejan de sus hijos, también se separan de otros padres con quienes podrían intercambiar experiencias. Los cambios en la manera de festejar el cumpleaños infantil son un buen ejemplo de esta lógica autista, donde cada uno ocupa su lugar sin cruzarse ni compartir. De reunión familiar a representación teatral, con papeles asignados y libreto previamente definido.

Winnie o no Winnie, he ahí el dilema. ¿La solución? Por trescientos pesos más, el bueno de Pooh te baila la jota aragonesa. La modernidad es una máquina de escupir profesiones insólitas. Coach, esteticista y coronando el podio de las excentricidades, wedding planner. Es decir, alguien que se dedica a producir bodas (el Suar de los casorios). Asociado a festicholas, el concepto producción es relativamente nuevo. Antes los cumpleaños se preparaban, ahora se producen, cambio que dista de ser inocente. Tal cual lo conocemos, el productor es un sujeto, generalmente exaltado, habitante de ese universo que llamamos farándula. Entra a tallar cuando el objetivo es montar espectáculos. ¿Qué hace al comando de nuestra fiesta? La puesta en escena. De celebración compartida a oportunidad para exhibirse. El mapa evolutivo de los cumpleaños muestra un corrimiento progresivo hacia la exhibición descarada y el aislamiento. Mi primera negociación con un animador de fiestas infantiles fue áspera. ¿El tema en cuestión? La asistencia del personaje favorito del cumpleañero: Winnie de Pooh. Lo de la jota aragonesa me pareció grosero, especialmente porque respondía a la pregunta: ¿juega con los chicos? De todas formas, la guerra estaba perdida de entrada. El show modelo base parecía desnudo. Remontar el cumple sin la presencia estelar del osito mielero era como filmar King Kong prescindiendo del mono. Relajé la billetera y, a la hora señalada, el muñeco peludo hizo su entrada sudorosa y triunfal. ¿La factura? Te la debo. No son ciertas las versiones que me sindican como el responsable de haber apagado el aire acondicionado. A partir de los tres añitos (o de los dos), la animación es el alma de la fiesta. Celebración y entretenimiento libran una batalla campal en la que el segundo siempre gana. Meses antes del ágape, los padres reservan salón y persiguen a las figuritas de turno; divos de vida efímera cuya estrella, la más de las veces, agoniza no bien se acerca nuestra party. ¿No era que te había gustado tanto? Sí, pero eso fue hace quince días. O sea, cuatro cumpleaños atrás. La desesperación por conformar al soberano y expiar culpas tiene su correlato espacial. El mundo de los niños es perfecto. ¿Para qué contaminarlo con adultos? Los salones quedan subdivididos en compartimientos estancos que sólo se atraviesan si el animador de turno lo dispone; patovica de cotillón que admite un par de transgresiones consensuadas previamente: el soplido de las velitas y la interactividad forzada; juegos participativos que incluyen mayores. “¿La abuela?”, le pregunta el showman a cualquier señora grande que tenga “pinta de”. “Murió hace seis meses…”, atina a contestar la anciana en cuestión mientras, resignada, cubre el hueco que dejó la finadita. El show debe continuar. Arrinconados, observando sin molestar (no deja de ser una fiesta ajena), padres, abuelos, tíos y alguna que otra madre desubicada, desconocedora de las reglas de juego: entregar el infante a las cinco y pasar a buscarlo a las siete, justo cuando los dueños del local contratado cambian de humor. Porque, en estos casos, el cuidado del cliente no es prioridad. ¿Quién festeja dos veces en un mismo lugar? Queda latente la posibilidad de que el incauto recomiende el servicio. Sin embargo, los papás suelen mostrarse celosos con sus hallazgos. Hay que operarlos para sacarles el número del salón o las coordenadas del animador. La competencia entre los chicos es feroz. La comida es un capítulo aparte. Aunque la torta mejoró en calidad y cantidad, el resto del buffet es un rejunte de chatarra que ni Yiya Murano, la envenenadora de Montserrat, sería capaz de llevar a la mesa. Papas fritas vencidas, palitos ídem, panchos de procedencia dudosa y, secándose en el sector senior, sándwiches de miga despanzurrados. ¡Saque la mano de ahí que son para los mayores! ¿Bebidas? Jugo en polvo azucarado.

Travestida en obra de teatro, con los chicos jugando sobre el escenario, a merced de un desconocido disfrazado de ratón Mickey y los grandes ocultos en las sombras de las butacas, la fiesta infantil perdió su sentido primordial: celebrar la vida entre todos. Rodeado de viejos encanecidos, amigos de la familia y vecinos que pasaban a comer, el chico tenía una noción de su lugar en el mundo. A su manera, esa gente lo agasajaba y le daba la bienvenida. Hoy lo admira con cierto temor. En nuestros días, la clave es ver cómo se divierte junto a los compañeros del colegio. Claro que todo tiene un costo. Y los niños pagan uno muy alto.


Síndrome de Estocolmo:

Si sentir culpa las veinticuatro horas es feo, carecer de ella puede resultar demoledor. Mientras el rol paterno se hizo tan complejo que duele, el de los chicos se simplificó hasta la caricatura.


Coincidiendo con el mito que rodea a uno de sus héroes favoritos, Walt Disney, permanecen en animación suspendida buena parte de su infancia, dejando que la naturaleza haga lo suyo. La famosa “inocencia” es un salvoconducto que, más allá de lo que puede aportar la educación formal, los libera de preparase para la vida adulta. El golpe fuerte viene a eso de los trece o catorce, cuando los padres se apresuran a archivar los juguetes y descubren que, ese púber al que venían tratando como si fuera un dibujito animado debe enfrentar la vida. Y debe hacerlo rápido. Hasta ese entonces, lo privaron de ir al velorio de la abuela (¿para qué exponerlo a la visión de la muerte?), conocer detalles de las finanzas familiares y, aunque mire varias horas de televisión por día, nunca lo dejaron ver el noticiero completo. El cuidado extremo de la inocencia infantil, entendida a manera de tránsito por un mundo de ensueños, reemplazó al cuidado de la virginidad. Asumimos que el debut sexual se dará, en el mejor de los casos, poco después de los catorce. El tema es saber si las chicas siguen creyendo en los reyes magos. O que no descubran al abuelo escondido detrás del disfraz de Papá Noel comprado en Miami. En épocas pasadas, suponíamos que la adultez se ingería con cuenta gotas. Ya a los cinco o seis años, los padres diluían el vino en soda y se lo daban a los más chicos. Hoy creemos que la mayoría de edad es una aberración digna de ser ocultada el mayor tiempo posible. Los niños se desayunan de golpe con realidades que antes incorporaban de a poco. ¿El resultado? Tienen un nivel de enojo y tristeza en los ojos que desconcierta. Del cuentito de hadas al espanto de la calle cruda. Nunca sabremos si el mundo es tan feo como se lo ve a simple vista, o está empobrecido por las altas expectativas previas. Después de todo, un viaje sin escalas de Disneylandia a la villa 31, vuelve loco a cualquiera. Quienes tenemos algo más de cuarenta años, vivimos una bisagra intermedia. Nuestros padres trataron de aislarnos pero carecían de los recursos que existen ahora. Hoy, mantener a los chicos dentro de una burbuja es bien posible. La suma de colegio privado, internet, celular, pantalla de plasma y computadora de última generación hace que se desplacen felices por el limbo, sin necesidad de entrar en contacto con otras realidades. Al fin y al cabo, dejando de lado la cuestión sexual, muchos niños viven una realidad parecida a la de Elisabeth Fritzl, la joven austriaca que fue secuestrada por su propio padre en el sótano de su casa. Los crímenes aberrantes también reflejan una época. Los padres del nuevo milenio hacemos cualquier cosa con tal de mitigar la culpa, proteger a nuestros hijos de la realidad y lograr que nos quieran. ¿Nos querrán?

Ante todo, tengo que pedirles disculpas a los papás que están leyendo esto. Voy a introducir una pregunta demoledora: ¿nos quieren nuestros hijos? Es decir, tal cual está planteada la relación, ¿es posible que nos quieran? Y algo más inquietante aún: ¿se sienten queridos por nosotros?

Igual que Bernardita, la niña a la que se le apareció la Virgen de Lourdes, un día de febrero tuve una revelación que me dejó pasmado. No fue religiosa ni aconteció dentro de una gruta, pero su impacto me persigue hasta hoy. Como suele suceder, estaba discutiendo con mis hijos (niños, para más datos) en un restaurante parrilla. ¿Los motivos? El menú. Cuando la situación llegó a un punto de máxima tensión, hice uso de mis facultades extraordinarias y, por decreto presidencial, todos los presentes comimos pollo asado al limón. Sus caritas juraron revancha. Aunque las razones de semejante crueldad no vienen al caso, así planteado, el abuso de poder me dejó un sabor amargo. Las relaciones entre padres e hijos y los secuestros extorsivos se parecen demasiado. Hay similitudes tan evidentes que el análisis se impone. Unos y otros vivimos encerrados en un microclima de tensión, capaz de engendrar comportamientos parecidos al síndrome de Estocolmo. Nos guste admitirlo o no, si el aire está viciado, el amor (de un lado y del otro) queda bajo sospecha. Hasta la década del cincuenta, los roles estaban definidos. Los secuestradores, igual que los reyes magos, eran los padres. En nuestros días armamos un pastiche difícil de desentrañar. ¿Quién es quién? Es imposible dar una respuesta definitiva. La tiranía infantil es una competencia fuerte. A veces son ellos los que tienen la llave del candado que sujeta la cadena. Otras, nosotros. Gran parte de la literatura poética sobre las relaciones entre padres e hijos, se concentra en dos etapas específicas y muy reveladoras: el nacimiento de la criatura y la muerte de los padres. Es en esos extremos cuando se escribieron las páginas más bellas y conmovedoras sobre el asunto. Las canciones populares hacen hincapié en “el día que naciste” o al “querido viejo” que camina lento y está más cerca del arpa que de la guitarra. A los hijos se los venera cuando vienen al mundo, a los padres cuando lo dejan; opuestos que, sin embargo, tienen un punto en común: la debilidad. Nunca somos más débiles que al instante de nacer y morir. En esa simpleza original, lejos de los roles impuestos, nos seguimos encontrando. Conviene tomar nota. De lo contrario, nuestros nietos tendrán plumas y vendrán en jaulas.