La procreación pasó de moda. El descenso abrupto de la natalidad es un fenómeno visible en las sociedades ricas, con raíces múltiples y complejas, desde el miedo a ser padres hasta la sensación de poder reemplazar hijos por mascotas.
El enorme poder que la infancia acumuló durante la segunda mitad del siglo veinte, tiene un único contrincante de peso: el viejo y querido animal doméstico. Perros, gatos y hasta iguanas (lo último en materia de mascotas cool), están desplazando a los niños de las casas, especialmente de las de buen nivel económico; verdadera trampa mortal para un reinado cruel que avanzó victorioso, sin obstáculos a la vista. Todas las dictaduras llegan a su fin, incluso la de nuestros hijos. Aunque reemplazar a los chicos por un loro simpático y entrador puede parecer demasiado, son muchos los que creen que el trueque resulta ventajoso. Entrado el nuevo milenio, los únicos privilegiados encontraron una dura piedra en el camino. “Si no puedes vencerlos, deja de procrearlos”, es la consigna de estos tiempos. Las personas empiezan a descubrir que, en compañía de esos animalitos agradecidos y dispuestos a hacer morisquetas, se sienten plenas. “Sólo les falta hablar”, esparcen a los cuatro vientos. Mejor así, en una de esas abren la boca, y el sueño del amor incondicional cae como calzón de bataclana. Son puras suposiciones, nunca sabremos lo que las mascotas piensan de nosotros. Los chicos te lo dicen no bien entran en la adolescencia. La famosa trilogía que aconsejaba plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, sufrió un duro golpe con la crisis de la industria literaria y el ocaso de la lectura. Nada más antiguo que dejar testimonio en papel. Gracias al esfuerzo de las organizaciones ecologistas, lo del árbol seguirá en pie unos años más, tampoco muchos. Pero tal cual lo conocemos, el mandato de la paternidad es una rareza en vías de extinción. Lo que es peor aún, va tomando formas bizarras que ni siquiera la ciencia-ficción pudo anticipar. Otra que el minotauro. Ya no sólo se mezclan las razas, también las especies animales andan entreveradas en dulce montón. ¿Manipulación genética? Ojalá se tratara de eso. Al menos tendríamos la esperanza de engendrar una especie mejor; híbrido aventajado en virtudes que nos salve de nosotros mismos. La cosa es simple: el miedo a convertirse en padres está haciendo estragos. Procrear pasó de moda. Razones para este descenso abrupto de popularidad sobran. Los esfuerzos a realizar son gigantescos y la paga, poca. ¿Recompensas espirituales? Querer a los hijos es una obligación, ser querido por ellos en el largo plazo (como veremos más adelante), una lotería con olor a tongo. Las naciones tampoco hacen mucho al respecto. El salario familiar es un chiste de dudoso gusto. Por cada hijo te dan el equivalente al pancho y la coca. Cuestan cien y te pagan diez. En cuanto al impuesto a las ganancias, las diferencias entre las parejas que deciden poblar el país y las que no son mínimas. Quienes se quedan solos mueren ricos. ¿Tristes? Conozco algunos que llevan su “cruz” bastante bien. La desesperación por traer hijos al mundo atrasa. En distintos lugares del planeta, los chicos ya no se gestan, se compran en veterinarias. Vienen vacunados, libres de pulgas y parásitos molestos. La silenciosa sustitución de una especie animal por otra todavía no es furor en el tercer mundo. Se ve que los pobres somos los últimos en perder las esperanzas. O en avivarnos. Alcanza su cénit en los Estados Unidos y Europa, donde las parejas jóvenes tienen cada vez menos descendencia y establecen vínculos maternales con bichos de pelaje diverso. En lugar de parir y entregar su preciosa vida a una criatura descontrolada, que apenas larga el biberón (antes también) se traviste en un pozo sin fondo de reproches, exigencia y gastos disparatados, prefieren adoptar una boa constrictora de las grandes, capaz de engullirlos al menor descuido. La muerte violenta a manos de un reptil poco dado al compromiso afectivo es preferible a quedar expuestos a una chorrera de aullidos imposibles de acallar, visitas grasientas a locales de comidas rápidas y la persecución, casi policial, de esa figurita que un cráneo del marketing decidió convertir en mito urbano. Sin mencionar la angustia infinita de sentir que todo eso pasa debido a que hicimos algo mal. El entrenamiento da sus frutos, la educación, no necesariamente. Con paciencia y saliva, un perro devuelve el hueso que le tirás. Basta insistir una y otra vez para llegar al territorio de la certeza. Muy por el contrario, los hijos son una verdadera caja de sorpresas. El hueso que le tiraste puede terminar clavado en medio de tu propio pecho. Dicen que las mascotas te enfrentan sólo una vez en toda su vida; momento crucial en el que se miden las fuerzas de cada uno. Pues bien, en cuanto crecen, los hijos son capaces de enfrentarte tantas veces como sea necesario o se les ocurra. ¿Por qué me hiciste esto?, te dicen con sangre en la mano. ¿De quién es la sangre? Tuya, obvio. Debe ser uno de los pocos casos en los que la víctima siente culpas. Porque la culpa siempre es de los padres, incluso si caen heridos. No sólo los hijos lo ven así, la sociedad moderna piensa igual. Tiempo atrás, la culpa era del chico que no sabía aprender. Hoy es toda del padre que no sabe enseñar. Tan edulcorada es la imagen que los infantes supieron conseguir en occidente, que los procesos de reemplazo de un animal por otro (perdón al animal que corresponda), se atribuyen pura y exclusivamente al egoísmo paterno; sibaritas del primer mundo que piensan demasiado en sí mismos y violan las leyes perfectas de la naturaleza, legándole su apellido (a veces también sus bienes) a un papagayo colorido y exótico, contrabandeado desde Sudamérica. Los niños están libres de culpa y cargo. Demonizar a los padres es un deporte universal. Si un par de alumnos desquiciados abre fuego en medio de un aula, ¿adivinen quién es el culpable? Bingo. Frente a cualquier conflicto, aburridos psicólogos y especialistas mediáticos apuntan los cañones al hogar. La familia de origen es el puchingball en el que todos descargan su bronca. Y su impotencia. Los chicos se drogan, hay que mirar la casa. Un adolescente mata a otro, hay que mirar la casa. El alcohol está haciendo estragos, hay que mirar la casa. Un púber le incendia el pelo a la profesora, hay que mirar la casa. ¿Y si el niño tiene el mejor promedio? Hay que felicitar al niño. Algún día, el avance de la genética barrerá con tantas generalidades. Son muchas las cosas que vienen de fábrica. Responsabilizar a los padres es, ante todo, un acto de brutal omnipotencia para con el chico. La psicología enseña que todo lo que ocurre desde los cero hasta los tres años, es determinante para el desarrollo de la personalidad. ¿Será tan así? Mientras la paternidad no recobre cierta sencillez original que la psicología le niega, más seres humanos esquivarán el bulto. Sigamos tirando de la soga. En cualquier momento, alguna de estas mascotas usurpadoras produce una mutación genética, y el sillón presidencial queda en poder de un hámster aventajado, con master en Harvard solventado por una pareja que le dedicó su vida; hasta es probable que el cobayo en cuestión resulte más agradecido que un hijo. Es curioso que el más inteligente de los mamíferos (por si hace falta aclararlo, el hombre), elija proyectarse al futuro en forma de mascota peluda. Semejante suicidio en masa dice algo. Las clases acomodadas están renunciando al derecho de perpetuarse. Justo ellos, los que tienen la sartén por el mango, deciden interrumpir la cadena evolutiva. Y si bien los disfrazan de comodidad, en el fondo están escapando del miedo. Porque si por un lado exhiben escaso compromiso con el arte de procrear, por otro encuentran sustitutos simpáticos a los que malcrían a gusto. Quizás, en el contexto de esta generación, sea una simple cuestión de memoria. Los jóvenes que transitan la veintena recuerdan el nivel de tortura al que sometieron a sus padres. Aunque los crean merecedores de esas maldades, no quieren arriesgarse a pasar por lo mismo. A papá mono con bananas verdes. Anulan el tema o lo postergan hasta los cuarenta largos, edad en la que (suponen), la existencia se convierte en algo tan aburrido y carente de sentido, que los gritos y demandas infantiles ayudan a pasar el rato. “Ya disfruté, ahora hago patria”. El problema es que la biología no sigue a la cultura. Lo que puede aparecer como una postergación en el tiempo se transforma en decisión definitiva e irreversible. Que vivamos hasta los cien años no significa que la madre naturaleza nos habilite a derrochar las primeras cuatro décadas.
El combo de responsabilidad excesiva y culpa infinita es una bomba de tiempo que atenta contra la fertilidad humana. Y lo que es peor, contra las ganas de ser padre. Para colmo de males, el endiosamiento de la infancia es una tendencia que crece.
Festejar al soberano:
¿Por qué será que los hijos de los amigos o parientes son siempre mejores? O si no son mejores, al menos parecen portarse mejor; hacen los deberes, evitan pelearse a trompadas en los pasillos del supermercado y se bañan cuando deben hacerlo. Muy simple, hasta bien entrada la adolescencia, los padres no dicen la verdad. Únicamente cuando la realidad supera a la ficción y el chico se convierte en un luchador de sumo en potencia, se rinden ante las inocultables evidencias y largan prenda. Mientras tanto, mueren con las botas puestas. En nuestros días, la paternidad es una enfermedad vergonzante de la que se habla mucho y dice poco. Al cargarse de culpas y sentir que hacen las cosas mal, los padres no sólo se alejan de sus hijos, también se separan de otros padres con quienes podrían intercambiar experiencias. Los cambios en la manera de festejar el cumpleaños infantil son un buen ejemplo de esta lógica autista, donde cada uno ocupa su lugar sin cruzarse ni compartir. De reunión familiar a representación teatral, con papeles asignados y libreto previamente definido.
Winnie o no Winnie, he ahí el dilema. ¿La solución? Por trescientos pesos más, el bueno de Pooh te baila la jota aragonesa. La modernidad es una máquina de escupir profesiones insólitas. Coach, esteticista y coronando el podio de las excentricidades, wedding planner. Es decir, alguien que se dedica a producir bodas (el Suar de los casorios). Asociado a festicholas, el concepto producción es relativamente nuevo. Antes los cumpleaños se preparaban, ahora se producen, cambio que dista de ser inocente. Tal cual lo conocemos, el productor es un sujeto, generalmente exaltado, habitante de ese universo que llamamos farándula. Entra a tallar cuando el objetivo es montar espectáculos. ¿Qué hace al comando de nuestra fiesta? La puesta en escena. De celebración compartida a oportunidad para exhibirse. El mapa evolutivo de los cumpleaños muestra un corrimiento progresivo hacia la exhibición descarada y el aislamiento. Mi primera negociación con un animador de fiestas infantiles fue áspera. ¿El tema en cuestión? La asistencia del personaje favorito del cumpleañero: Winnie de Pooh. Lo de la jota aragonesa me pareció grosero, especialmente porque respondía a la pregunta: ¿juega con los chicos? De todas formas, la guerra estaba perdida de entrada. El show modelo base parecía desnudo. Remontar el cumple sin la presencia estelar del osito mielero era como filmar King Kong prescindiendo del mono. Relajé la billetera y, a la hora señalada, el muñeco peludo hizo su entrada sudorosa y triunfal. ¿La factura? Te la debo. No son ciertas las versiones que me sindican como el responsable de haber apagado el aire acondicionado. A partir de los tres añitos (o de los dos), la animación es el alma de la fiesta. Celebración y entretenimiento libran una batalla campal en la que el segundo siempre gana. Meses antes del ágape, los padres reservan salón y persiguen a las figuritas de turno; divos de vida efímera cuya estrella, la más de las veces, agoniza no bien se acerca nuestra party. ¿No era que te había gustado tanto? Sí, pero eso fue hace quince días. O sea, cuatro cumpleaños atrás. La desesperación por conformar al soberano y expiar culpas tiene su correlato espacial. El mundo de los niños es perfecto. ¿Para qué contaminarlo con adultos? Los salones quedan subdivididos en compartimientos estancos que sólo se atraviesan si el animador de turno lo dispone; patovica de cotillón que admite un par de transgresiones consensuadas previamente: el soplido de las velitas y la interactividad forzada; juegos participativos que incluyen mayores. “¿La abuela?”, le pregunta el showman a cualquier señora grande que tenga “pinta de”. “Murió hace seis meses…”, atina a contestar la anciana en cuestión mientras, resignada, cubre el hueco que dejó la finadita. El show debe continuar. Arrinconados, observando sin molestar (no deja de ser una fiesta ajena), padres, abuelos, tíos y alguna que otra madre desubicada, desconocedora de las reglas de juego: entregar el infante a las cinco y pasar a buscarlo a las siete, justo cuando los dueños del local contratado cambian de humor. Porque, en estos casos, el cuidado del cliente no es prioridad. ¿Quién festeja dos veces en un mismo lugar? Queda latente la posibilidad de que el incauto recomiende el servicio. Sin embargo, los papás suelen mostrarse celosos con sus hallazgos. Hay que operarlos para sacarles el número del salón o las coordenadas del animador. La competencia entre los chicos es feroz. La comida es un capítulo aparte. Aunque la torta mejoró en calidad y cantidad, el resto del buffet es un rejunte de chatarra que ni Yiya Murano, la envenenadora de Montserrat, sería capaz de llevar a la mesa. Papas fritas vencidas, palitos ídem, panchos de procedencia dudosa y, secándose en el sector senior, sándwiches de miga despanzurrados. ¡Saque la mano de ahí que son para los mayores! ¿Bebidas? Jugo en polvo azucarado.
Travestida en obra de teatro, con los chicos jugando sobre el escenario, a merced de un desconocido disfrazado de ratón Mickey y los grandes ocultos en las sombras de las butacas, la fiesta infantil perdió su sentido primordial: celebrar la vida entre todos. Rodeado de viejos encanecidos, amigos de la familia y vecinos que pasaban a comer, el chico tenía una noción de su lugar en el mundo. A su manera, esa gente lo agasajaba y le daba la bienvenida. Hoy lo admira con cierto temor. En nuestros días, la clave es ver cómo se divierte junto a los compañeros del colegio. Claro que todo tiene un costo. Y los niños pagan uno muy alto.
Síndrome de Estocolmo:
Si sentir culpa las veinticuatro horas es feo, carecer de ella puede resultar demoledor. Mientras el rol paterno se hizo tan complejo que duele, el de los chicos se simplificó hasta la caricatura.
Coincidiendo con el mito que rodea a uno de sus héroes favoritos, Walt Disney, permanecen en animación suspendida buena parte de su infancia, dejando que la naturaleza haga lo suyo. La famosa “inocencia” es un salvoconducto que, más allá de lo que puede aportar la educación formal, los libera de preparase para la vida adulta. El golpe fuerte viene a eso de los trece o catorce, cuando los padres se apresuran a archivar los juguetes y descubren que, ese púber al que venían tratando como si fuera un dibujito animado debe enfrentar la vida. Y debe hacerlo rápido. Hasta ese entonces, lo privaron de ir al velorio de la abuela (¿para qué exponerlo a la visión de la muerte?), conocer detalles de las finanzas familiares y, aunque mire varias horas de televisión por día, nunca lo dejaron ver el noticiero completo. El cuidado extremo de la inocencia infantil, entendida a manera de tránsito por un mundo de ensueños, reemplazó al cuidado de la virginidad. Asumimos que el debut sexual se dará, en el mejor de los casos, poco después de los catorce. El tema es saber si las chicas siguen creyendo en los reyes magos. O que no descubran al abuelo escondido detrás del disfraz de Papá Noel comprado en Miami. En épocas pasadas, suponíamos que la adultez se ingería con cuenta gotas. Ya a los cinco o seis años, los padres diluían el vino en soda y se lo daban a los más chicos. Hoy creemos que la mayoría de edad es una aberración digna de ser ocultada el mayor tiempo posible. Los niños se desayunan de golpe con realidades que antes incorporaban de a poco. ¿El resultado? Tienen un nivel de enojo y tristeza en los ojos que desconcierta. Del cuentito de hadas al espanto de la calle cruda. Nunca sabremos si el mundo es tan feo como se lo ve a simple vista, o está empobrecido por las altas expectativas previas. Después de todo, un viaje sin escalas de Disneylandia a la villa 31, vuelve loco a cualquiera. Quienes tenemos algo más de cuarenta años, vivimos una bisagra intermedia. Nuestros padres trataron de aislarnos pero carecían de los recursos que existen ahora. Hoy, mantener a los chicos dentro de una burbuja es bien posible. La suma de colegio privado, internet, celular, pantalla de plasma y computadora de última generación hace que se desplacen felices por el limbo, sin necesidad de entrar en contacto con otras realidades. Al fin y al cabo, dejando de lado la cuestión sexual, muchos niños viven una realidad parecida a la de Elisabeth Fritzl, la joven austriaca que fue secuestrada por su propio padre en el sótano de su casa. Los crímenes aberrantes también reflejan una época. Los padres del nuevo milenio hacemos cualquier cosa con tal de mitigar la culpa, proteger a nuestros hijos de la realidad y lograr que nos quieran. ¿Nos querrán?
Ante todo, tengo que pedirles disculpas a los papás que están leyendo esto. Voy a introducir una pregunta demoledora: ¿nos quieren nuestros hijos? Es decir, tal cual está planteada la relación, ¿es posible que nos quieran? Y algo más inquietante aún: ¿se sienten queridos por nosotros?
Igual que Bernardita, la niña a la que se le apareció la Virgen de Lourdes, un día de febrero tuve una revelación que me dejó pasmado. No fue religiosa ni aconteció dentro de una gruta, pero su impacto me persigue hasta hoy. Como suele suceder, estaba discutiendo con mis hijos (niños, para más datos) en un restaurante parrilla. ¿Los motivos? El menú. Cuando la situación llegó a un punto de máxima tensión, hice uso de mis facultades extraordinarias y, por decreto presidencial, todos los presentes comimos pollo asado al limón. Sus caritas juraron revancha. Aunque las razones de semejante crueldad no vienen al caso, así planteado, el abuso de poder me dejó un sabor amargo. Las relaciones entre padres e hijos y los secuestros extorsivos se parecen demasiado. Hay similitudes tan evidentes que el análisis se impone. Unos y otros vivimos encerrados en un microclima de tensión, capaz de engendrar comportamientos parecidos al síndrome de Estocolmo. Nos guste admitirlo o no, si el aire está viciado, el amor (de un lado y del otro) queda bajo sospecha. Hasta la década del cincuenta, los roles estaban definidos. Los secuestradores, igual que los reyes magos, eran los padres. En nuestros días armamos un pastiche difícil de desentrañar. ¿Quién es quién? Es imposible dar una respuesta definitiva. La tiranía infantil es una competencia fuerte. A veces son ellos los que tienen la llave del candado que sujeta la cadena. Otras, nosotros. Gran parte de la literatura poética sobre las relaciones entre padres e hijos, se concentra en dos etapas específicas y muy reveladoras: el nacimiento de la criatura y la muerte de los padres. Es en esos extremos cuando se escribieron las páginas más bellas y conmovedoras sobre el asunto. Las canciones populares hacen hincapié en “el día que naciste” o al “querido viejo” que camina lento y está más cerca del arpa que de la guitarra. A los hijos se los venera cuando vienen al mundo, a los padres cuando lo dejan; opuestos que, sin embargo, tienen un punto en común: la debilidad. Nunca somos más débiles que al instante de nacer y morir. En esa simpleza original, lejos de los roles impuestos, nos seguimos encontrando. Conviene tomar nota. De lo contrario, nuestros nietos tendrán plumas y vendrán en jaulas.
lunes, 20 de octubre de 2008
"PATERNIDAD EN VIAS DE EXTINCIÓN" por Omar Bello
Publicado por DARÍO YANCÁN en 15:44 0 comentarios
"LOS QUE SOBRAN" por Zigmunt Bauman
Unos años atrás (antes del 11-S, del Tsnunami, del Katrina y del alza terrorífica de los precios del petróleo que siguió a todos esos fenómenos), Jacques Attali reflexionó sobre el fenomenal éxito comercial de la película Titanic, que batió todos los récords de taquilla anteriores de otros filmes de catástrofes aparentemente similares. Él lo explicaba entonces con unas palabras que, si ya sonaban sorprendentemente creíbles en el momento en que las escribió, transcurridos unos años se antojan poco menos que proféticas:
Titanic somos nosotros, es nuestra triunfalista, autocomplaciente, ciega e hipócrita sociedad, despiadada con sus pobres; una sociedad en la que todo está ya predicho salvo el medio mismo de predicción. […] Todos suponemos que, oculto en algún recoveco del difuso futuro, nos aguarda un iceberg contra el que colisionaremos y que hará que nos hundamos al son de un espectacular acompañamiento musical.
Ha sido mayormente en Europa y en sus antiguos dominios (sus retoños, ramificaciones y sedimentaciones de allende los mares), así como en unos pocos "países desarrollados" […] donde más espectaculares avances ha realizado en los últimos años la adicción al miedo y la obsesión por la seguridad.
Es algo que, por sí solo, parece un misterio. Después de todo, como bien indica Robert Castel en su incisivo análisis de las ansiedades que esa inseguridad alimenta actualmente, "nosotros –en los países desarrollados, al menos- vivimos sin duda en unas de las sociedades más seguras (sûres) que jamás han existido". Y, aún así, contra toda "evidencia objetiva", también somos "nosotros" –las personas más mimadas y consentidas de todos los tiempos- los que nos sentimos más amenazados, inseguros y asustados, los más inclinados a ser presa del pánico y los más apasionados por todo lo relacionado con la protección y la seguridad, entre todos los miembros de cualquier sociedad de la que se haya tenido noticia. Ese es el enigma que necesita solución para comprender los giros y las sinuosidades de la sensibilidad popular al peligro, así como los blancos cambiantes en los que dicha sensibilidad tiende a centrarse.
Con la ventaja que nos dan los años, hoy podríamos contemplar la década de 1970 no sólo como el momento de una transformación más, sino (parafraseando el famoso concepto de Kart Polanyi) como el de la "Gran Transformación, segunda parte", un auténtico hito de la historia contemporánea. Ese decenio separó los "treinta años gloriosos" de la reconstrucción del período de posguerra, el pacto social y el "optimismo desarrollista que acompañaron el desmantelamiento del sistema colonial y la emergencia de una pléyade de "nuevas naciones", del novísimo mundo actual de fronteras difuminadas o debilitadas, de avalancha de información, de globalización desenfrenada, de festín consumista en el Norte rico y del "sentimiento cada vez más profundo de desesperación y exclusión en gran parte del resto del mundo" que surge de la contemplación de todo un "espectáculo de riqueza en un extremo y de miseria en el otro".
[…] Uno de los aspectos más fatídicos de la mencionada transformación se nos reveló relativamente pronto y ha sido exhaustivamente documentado desde entonces: el paso de un modelo de "Estado social" y comunidad inclusiva a un Estado excluyente de "justicia criminal", "penal" o "de control del crimen". David Garland, por ejemplo, señala que
el énfasis ha virado acusadamente del bienestar social a la modalidad penal. […]
El modelo penal, además de adquirir prominencia, se ha vuelto más punitivo, más expresivo, más preocupado por la seguridad. […] El modelo del bienestar social, además de haber quedado más acallado, se ha vuelto más condicional, más centrado en las infracciones, más preocupado por los riesgos. […] Actualmente los infractores […] ya no tienden a ser representados en el discurso oficial como ciudadanos afectados por una privación de origen social y necesitados de apoyo, sino como individuos culpables, indignos y, en cierto modo, peligrosos.
Loïc Wacquant constata una "redefinición de la misión del Estado": el Estado "se retrae del ámbito económico, asevera la necesidad de reducir su función social para ampliar y reforzar su intervención penal".
Ulf Hedetoft hace hincapié en otro aspecto (o, tal vez, en el mismo, pero desde un ángulo diferente) de esta transformación de veinte a treinta años de antigüedad. Hedetoft observa que "se están trazando nuevas fronteras entre Nosotros y Ellos y de manera más rígida" que nunca. Basado en Andreas y Zinder, Hedetoft sugiere que, además de hacerse más selectivas, de abotargarse, de asumir formas más diversas y de ser más difusas, las fronteras se han convertido en lo que podríamos denominar unas "membranas asimétricas" que permiten la salida, pero sirven al mismo tiempo de "protección frente a la entrada no deseada de unidades procedentes del otro lado":
Con el aumento de las medidas de control en las fronteras exteriores, pero también (y no menos importante) con el endurecimiento del régimen de expedición de visados en los países de emigración, en "el Sur", […] [las fronteras] se han diversificado, como también lo han hecho los controles fronterizos, que ahora se llevan a cabo no sólo en los lugares convencionales, […] sino también en aeropuertos, en embajadas y consulados, en centros de asilo y en el espacio virtual, en la forma de un incremento de colaboración entre la policía y las autoridades de inmigración de diversos países.
Como si con ello quisiera dar fe inmediata de lo acertado de la tesis de Hedetoft, el primer ministro británico Tony Blair recibió a Ruud Lubbers, alto comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, y le sugirió la instalación de "refugios seguros" para los solicitantes potenciales de asilo que estuvieran situados cerca de sus hogares de origen, o, lo que es lo mismo, a una distancia prudencial de Gran Bretaña y de otros países ricos que, hasta fecha reciente, han constituido sus destinos naturales. En un ejemplo típico de la Neolengua de la Gran Transformación actual, el entonces ministro británico del Interior, David Blunkett, describió el tema de la conversación entre Blair y Lubbers como "los nuevos retos que para los países desarrollados plantean aquellos y aquellas que utilizaban el sistema de asilo político como una ruta de entrada en Occidente" (según esa misma Neolengua, cualquiera habría podido quejarse en su momento, por ejemplo, del reto que para la población costera suponían los marinos naufragados que empleaban el sistema establecido de rescates en alta mar como vía de acceso a tierra firme).
La más reciente serie de frenos impuestos en Gran bretaña dentro de las políticas de inmigración y de asilo ilustra muy a las claras ese giro. Según lo expresaba el nuevo ministro del Interior, Charles Clarke,
la inmigración por trabajo, la inmigración por estudios, es buena. […] Lo que está mal es que ese sistema no esté adecuadamente vigilado y acaben viniendo personas que se convierten en una carga para la sociedad, y eso es lo que pretendemos eliminar. […] Así, instauraremos un sistema […] que preste atención a las aptitudes, los talentos y las habilidades de las personas que quieren venir a trabajar en este país, y que garantice que, cuando lleguen aquí, tendrán un empleo y podrán contribuir a la economía del país.
Todos los demás solicitantes –inmigrantes potenciales sin suficientes "puntos fuertes" en cuanto a su educación profesional y a su experiencia en los servicios en los que el país padece un déficit de profesionales autóctonos- verán negados sus derechos sociales y, a su debido tiempo, acabarán siendo deportados (más o menos lo mismo que se haría, si se pudiera con la población autóctona "superflua", a la que recientemente se ha rebautizado sintomáticamente como la "infraclase" de los marginados sociales). El primer ministro, según se informó en la prensa, acogió muy positivamente esos planes porque, en su opinión, lograrían abordar la justificable preocupación de la población por los abusos cometidos en el sistema inmigratorio y en el de concesión de asilo. Garantizarían, según Tony Blair, que "sólo obtengan permisos de trabajo las personas que realmente necesitemos que vengan aquí a trabajar".
Como siempre sucede en las declaraciones públicas de Tony Blair, sus palabras debieron de ser ensayadas anteriormente con grupos de discusión, cuidadosamente seleccionados y ponderados, con el objeto de elegir aquellas que mejor reacción podían suscitar en el ánimo de los electores. Aunque, aparentemente, tenían como destinatarios exclusivos a los extranjeros que llamaban a las puertas de gran bretaña, las declaraciones del premier no tendrían lógica convincente alguna si no sintonizaran con la manera de pensar del "público en general" (es decir, de una mayoría decisiva de los votantes) a propósito de los desvalidos, o, lo que viene a ser lo mismo tras años de recortes en las prestaciones públicas, de los "perceptores de ayudas sociales", es decir, aquellas personas que no sólo poseen "derecho sociales", sino que los hacen efectivos. Después de todo, los criterios de esta "exclusión externa", por utilizar la distinción formulada por Christian Joppke, han sido tramados y probados dentro del propio país: no son más que aplicaciones de los principios que emanan de las prácticas domésticas de "exclusión interna".
Ahora se supone que los derechos sociales se han de ofrecer de forma selectiva. Deben ser concedidos si, y sólo si, quienes los otorgan deciden que su concesión será acorde a sus propios intereses, pero no por la fuerza de la condición humana de sus destinatarios. Y entre esos dos conjuntos de personas –el de quienes cumplen los requisitos de la segunda prueba (la de la condición humana) y el de quienes cumplen los de la primera (la de los intereses de quienes otorgan los derechos (no hay solapamiento alguno.
El derecho soberano a la excepción está siendo revivido en la actualidad… y reafirmado a escala planetaria, a diferencia de otros muchos derechos soberanos (¿la mayoría?) del Estado-nación...
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