traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pp. 7-39. Edición digital de Derrida en castellano.
sábado, 22 de septiembre de 2012
"EL SIGLO Y EL PERDÓN" Entrevista a JACQUES DERRIDA por Michel Wieviorka[i],
Etiquetas:
ENTREVISTAS,
ETICA,
FILOSOFÍA POLÍTICA,
RACISMO,
SOCIOLOGIA
traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pp. 7-39. Edición digital de Derrida en castellano.
El perdón y el arrepentimiento están desde
hace tres años en la base del seminario de Jacques Derrida en la
École
des
hautes études
en
sciences
sociales. ¿Qué
significa el concepto de perdón? ¿De dónde viene? ¿Se impone a todos
y a todas las culturas? ¿Puede ser trasladado
al orden de lo jurídico? ¿De lo Político?¿Y en qué condiciones? ¿Pero, en ese
caso, quién lo concede? ¿Y a quién? ¿ Y en nombre de qué, de
quién?
Michel Wieviorka. Su seminario trata
acerca de la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón,
¿puede ser colectivo, es decir, político e histórico?
Jacques
Derrida. En principio, no
hay un límite para el perdón, no hay medida, no hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre que,
evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora bien, ¿a
qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién requiere, quién
apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar
las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a
situar.
1. En primer lugar,
porque se mantiene el equívoco, principalmente en los debates políticos que
reactivan y desplazan hoy esta noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a
menudo, a veces calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la
amnistía, la prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las
cuales corresponden al
derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería permanecer en
principio heterogéneo e irreductible.
2. Por enigmático que siga siendo el
concepto de perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que
tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica,
para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición
-compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en
vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en
juego o saca a la luz.
3. En consecuencia y éste es uno de los
hilos conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión
misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con ella
toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de
confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario
geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos
no sólo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales,
los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado,
pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es (en el caso de
Japón o de Corea, por ejemplo) el de la religión dominante en su sociedad, pero
que se ha transformado en el idioma universal del derecho, la política, la
economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta
internacionalización. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de
“perdón” invocado, significa sin duda una urgencia universal de la memoria: es
preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de
“contrición”, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la
instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación. Uno se pregunta,
entonces, lo que ocurre a esta escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva
regularmente a una serie de acontecimientos extraordinarios, los que, antes y
durante la Segunda Guerra Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”,
con el Tribunal de Nuremberg, la institución internacional de un concepto
jurídico como el de “crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento
“performativo” de una envergadura aún difícil de interpretar.
Incluso cuando palabras como “crimen contra
la humanidad” circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo
fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según
una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se confunde,
con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva
Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha estructurado
el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el gran perdón, la
gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene los rasgos, en su
teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos a decir ¿de una
compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a un “buen”
movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o
la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos a esta
ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por un
movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que pretendería
acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de todos los
crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo, “contra la
humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los
crímenes del pasado contra la humanidad, no
quedaría ni un inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de
juez o de árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de
acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por crímenes
contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos,
organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes Revoluciones
canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la emergencia de conceptos
como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la humanidad’.
Ya se vea en esto un
inmenso progreso, una mutación histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus
límites, y de cimientos frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me
inclinaría a esto, por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de
“crimen contra la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la
geopolítica del perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo
sobrecogedor de la comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Sigue
siendo único pese a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes
sudamericanos, en Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación
última, su legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del
apartheid como “crimen contra
la humanidad” por la comunidad internacional en su representación en la
ONU.
Esa convulsión de la
que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una conversión de hecho y
tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque si, como creo, el
concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta autoacusación,
de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte, una
sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este
concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del
hombre y contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su
sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una
interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del “prójimo” o del
“semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la humanidad es un crimen
contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo divino en el
hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del
hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la
“mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por
ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de
cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.
Si, como sugería
hace un momento, ese lenguaje atraviesa y acumula en él potentes tradiciones (la
cultura “abrahámica” y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un
cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo
paulino), ¿por qué se impone hoy a culturas que no son originalmente ni europeas
ni “bíblicas”? Pienso en esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió
perdón” a los coreanos y a los chinos por las violencias pasadas. Presentó
ciertamente sus heartfelt apologies a título personal,
sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del Estado, pero un primer
ministro compromete siempre más que una persona no pública. Recientemente hubo
verdaderas negociaciones al respecto, esta vez oficiales y reñidas, entre el
gobierno japonés y el gobierno surcoreano. Estaban en juego reparaciones y una
reorientación político-económica. Esas tratativas apuntaban, como casi siempre
ocurre, a producir una reconciliación (nacional o internacional) propicia a una
normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de finalidades determinadas,
era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre en el campo
político.
Correré entonces el
riesgo de enunciar esta proposición: cada vez que el perdón está al servicio de
una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención,
reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad
(social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante
alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo
es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal,
ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer
excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si
interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica.
Por lo tanto, habría
que interrogar desde este punto de vista lo que se llama la mundialización y lo
que en otra parte[ii] propongo apodar la
mundialatinización -para tomar en cuenta el efecto de
cristiandad romana que sobredetermina actualmente todo el lenguaje del derecho,
de la política, e incluso la interpretación del llamado “retorno de lo
religioso”-. Ningún presunto desencanto, ninguna secularización llega a
interrumpirlo, muy por el contrario.
Para abordar ahora
el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común concuerdan por una vez
con la paradoja: es preciso, me parece, partir del hecho de que, sí, existe lo
imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que
invoca el perdón? Si sólo se estuviera dispuesto a perdonar
lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el “pecado venial”, entonces
la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo a perdonar, sería lo que en
lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño
imperdonable. De allí la aporía que se puede describir en su formalidad seca e
implacable, sin piedad: el perdón perdona sólo lo imperdonable. No se puede o no
se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay, más que ahí donde existe lo
imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo.
Sólo puede ser posible si es im-posible. Porque, en este siglo, crímenes
monstruosos (“imperdonables”, por ende) no sólo han sido cometidos -lo que en sí
mismo no es quizás tan nuevo- sino que se han vuelto visibles, conocidos,
recordados, nombrados, archivados por una “conciencia universal” mejor informada
que nunca, porque esos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar o
porque se ha buscado hacerlos escapar, en su exceso mismo, de la medida de toda
justicia humana, y la invocación al perdón se vio por esto (¡por lo imperdonable
mismo, entonces!) reactivada, re-motivada, acelerada.
Al sancionarse, en
1964, la ley que decidió en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes
contra la humanidad, se abrió un debate. Menciono al pasar que el concepto
jurídico de lo imprescriptible no equivale para nada al
concepto no jurídico de lo imperdonable. Se puede mantener la
imprescriptibilidad de un crimen, no poner ningún límite a la duración de una
inculpación o de una acusación posible ante la ley, perdonando al mismo tiempo
al culpable. Inversamente, se puede absolver o suspender un juicio y no obstante
rehusar el perdón. Queda abierta la cuestión de que la singularidad del concepto
de imprescriptibilidad (por oposición a la “prescripción”, que tiene
equivalentes en otros derechos occidentales, por ejemplo, el norteamericano)
responde quizás a que introduce además, como el perdón o como lo imperdonable,
una especie de eternidad o de trascendencia, el horizonte apocalíptico de un
juicio final: en el derecho más allá del derecho, en la historia más allá de la
historia. Éste es un punto crucial y difícil. En un texto polémico titulado
justamente “Lo imprescriptible”, Jankélévitch declara
que no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad, contra la
humanidad del hombre: no contra “enemigos” (políticos, religiosos, ideológicos),
sino contra lo que hace del hombre un hombre -es decir, contra la capacidad
misma de perdonar-. De modo análogo, Hegel, gran pensador del
“perdón” y de la “reconciliación”, decía que todo es perdonable salvo el crimen
contra el espíritu, es decir, contra la capacidad reconciliadora del perdón.
Tratándose evidentemente de la Shoá, Jankélévitch insistía sobre todo en otro
argumento, a sus ojos decisivo: menos aún puede hablarse de perdonar, en este
caso, en la medida en que los criminales no han pedido perdón.
No reconocieron su culpa y no manifestaron ningún arrepentimiento.
Esto es al menos lo que sostiene, algo apresuradamente quizás,
Jankélévitch.
Ahora bien, yo
estaría tentado a recusar esa lógica condicional del
intercambio, esa presuposición tan ampliamente difundida
según la cual sólo se podría considerar el perdón con la
condición de que sea pedido, en un escenario de arrepentimiento
que atestiguase a la vez la conciencia de la falta, la transformación del
culpable y el compromiso al menos implícito de hacer todo para evitar el retorno
del mal. Hay ahí una transacción económica que a la vez
confirma y contradice la tradición abrahámica de la que hablamos. Es
importante analizar a fondo la tensión, en el seno de la herencia, entre
por una parte la idea, que es también una exigencia, del
perdón incondicional, gratuito, infinito, aneconómico,
concedido al culpable en tanto culpable, sin contrapartida,
incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón y, por otra
parte, como lo testimonian gran cantidad de textos, a través de
muchas dificultades y sutilezas semánticas, un perdón
condicional, proporcional al reconocimiento de la falta, al
arrepentimiento y a la transformación del pecador, que pide explícitamente el
perdón. Y quien entonces no es ya decididamente el culpable sino ahora otro, y
mejor que el culpable. En esta medida, y con esta condición, no es ya al
culpable como tal a quien se perdona. Una de las cuestiones
indisociables de ésta, y que también me interesa, atañe entonces a la esencia de
la herencia. ¿Qué es heredar cuando la herencia incluye un mandato a la vez
doble y contradictorio? Un mandato que es preciso reorientar, interpretar
activamente, performativamente, pero en la noche, como si debiéramos entonces,
sin norma ni criterio preestablecidos, reinventar la memoria.
Pese a mi admirativa
simpatía por Jankélévitch, e incluso cuando comprendo lo que inspira esta justa
cólera, me es difícil seguirlo. Por ejemplo, cuando multiplica las imprecaciones
contra la buena conciencia de “el alemán” o cuando truena contra el milagro
económico del marco y la obscenidad próspera de la buena conciencia, pero sobre
todo cuando justifica el rehusamiento a perdonar por el hecho, o más bien la
alegación, del no-arrepentimiento. Dice, en resumen: “Si hubieran comenzado, al
arrepentirse, por pedir perdón, hubiéramos podido considerar otorgárselo, pero
no fue ése el caso”. Tuve más dificultad aún en seguirlo aquí en la medida en
que, en lo que él mismo llama un “libro de filosofía”, Le
pardon, publicado
anteriormente, Jankélévitch había sido más favorable a la idea de un perdón
absoluto. Reivindicaba entonces una inspiración judía y sobre todo cristiana.
Hablaba incluso de un imperativo de amor y de una “ética hiperbólica”: una
ética, por lo tanto, que iría más allá de las leyes, de las normas o de una
obligación. Ética más allá de la ética, ése es quizá el lugar inhallable del
perdón. Sin embargo, incluso en ese momento -y la contradicción por lo tanto
subsiste- Jankélévitch no llegaba a admitir un perdón incondicional y que sería
entonces concedido incluso a quien no lo pidiera.
Lo central del
argumento, en “Lo imprescriptible”, y en la parte
titulada “¿Perdonar?”, es que la singularidad de la Shoá alcanza las dimensiones
de lo inexpiable. Ahora bien, para lo
inexpiable no habría perdón posible, según Jankélévitch, ni siquiera perdón que
tuviera un sentido, que produjera sentido. Porque el axioma común o dominante de
la tradición, finalmente, y a mi modo de ver el más problemático, es que
el perdón debe tener sentido. Y ese sentido debería
determinarse sobre una base de salvación, de reconciliación, de redención, de
expiación, diría incluso de sacrificio. Para Jankélévitch, desde el momento en
que ya no se puede punir al criminal con una
“punición proporcional a su crimen” y que, en consecuencia, el “castigo deviene
casi indiferente”, uno se encuentra con “lo inexpiable” -dice también “lo
irreparable” (palabra que Chirac utilizó frecuentemente en su famosa declaración
sobre el crimen contra los judíos durante el régimen de Vichy: “Francia, ese día,
consumaba lo irreparable”). De lo inexpiable o lo irreparable, Jankélévitch
deduce lo imperdonable. Y lo imperdonable, según él, no se perdona. Este
encadenamiento no me parece evidente. Por el motivo que expuse (¿qué sería un
perdón que sólo perdonara lo perdonable?) y porque esta lógica continúa
implicando que el perdón sigue siendo el correlato de un juicio y la
contrapartida de una punición posibles, de una expiación
posible, de lo “expiable”.
Porque Jankélévitch
parece entonces dar dos cosas por sentadas (como Arendt, por ejemplo, en
La Condition de l’homme moderne):
1. El perdón debe
seguir siendo una posibilidad
humana -insisto sobre estas dos palabras y sobre todo sobre ese rasgo
antropológico que decide acerca de todo (porque siempre se tratará, en el fondo,
de saber si el perdón es una posibilidad o no, incluso una
facultad, en consecuencia un “yo puedo” soberano, y un poder humano o
no).
2. Esta posibilidad
humana es el correlato de la posibilidad de punir -no de vengarse,
evidentemente, lo que es otra cosa, a la que el perdón es más ajeno aún, sino de
punir según la ley-. “El
castigo”, dice Arendt, “tiene en común con el perdón que trata de poner término
a algo que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. Es entonces muy
significativo, es un elemento
estructural del dominio de los asuntos humanos [bastardillas de
JD],
que los
hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden punir, y que sean incapaces
de punir
lo que
se revela imperdonable.”
En “L’imprescriptible”, por lo tanto, y no
en Le pardon, Jankélévitch se
instala en este intercambio, en esta simetría entre punir y perdonar: el
perdón ya no tendría sentido allí donde el crimen ha devenido, como la Shoá,
“inexpiable”, “irreparable”, fuera de toda medida humana. “El perdón ha muerto
en los campos de la muerte”, dice. Sí. A menos que sólo se vuelva posible a
partir del momento en que parece imposible. Su historia comenzaría, por el
contrario, con lo imperdonable.
Si insisto en esta
contradicción en el seno de la herencia y en la necesidad de mantener la
referencia a un perdón incondicional y aneconómico, es decir, más allá del
intercambio e incluso del horizonte de una redención o una reconciliación, no lo
hago por purismo ético o espiritual. Si digo: “Te perdono con la condición de
que, al pedir perdón, hayas cambiado y ya no seas el mismo”, ¿acaso te perdono?;
¿qué es lo que perdono? y ¿a quién?; ¿qué perdono y a quién?; ¿perdono algo o
perdono a alguien?
Primera ambigüedad
sintáctica, por otra parte, que debería detenernos largo rato; entre
“¿a quién?”
y “¿qué?”.
¿Se perdona
algo, un crimen,
una falta, un daño, es decir un acto o un momento que no agota la persona
incriminada y, en último análisis, no se confunde con el culpable que sigue
siendo por lo tanto irreductible a ese algo? ¿O bien se perdona a
alguien, absolutamente, no
marcando ya entonces el límite entre el daño, el momento de la falta, y la
persona que se tiene por responsable o culpable? Y en este último caso (pregunta
“¿a quién se perdona?”), ¿se pide perdón a la víctima o a algún testigo
absoluto, a Dios, por ejemplo a determinado Dios que prescribió que perdonáramos
al otro (hombre) para merecer a su vez ser perdonados? (La Iglesia de Francia
pidió perdón a Dios, no se arrepintió directamente o solamente ante los hombres,
o ante las víctimas -por ejemplo, la comunidad judía, a la que sólo tomó como
testigo, pero públicamente, es verdad, del perdón pedido realmente a Dios,
etc.-.) Debo dejar abiertas estas inmensas cuestiones.
Imaginemos que
perdono con la condición de que el culpable se arrepienta, se enmiende, pida
perdón y por lo tanto sea transformado por un nuevo compromiso, y que desde ese
momento ya no sea en absoluto el mismo que aquel que se hizo culpable. En ese
caso, ¿se puede todavía hablar de un perdón? Sería demasiado fácil, de los dos
lados: se perdonaría a otro distinto del culpable mismo. Para que exista perdón,
¿no es preciso, por el contrario, perdonar tanto la falta como al culpable
en tanto
tales,
allí donde una y otro permanecen, tan irreversiblemente como el
mal, como el mal mismo, y serían capaces de repetirse, imperdonablemente, sin
transformación, sin mejora, sin arrepentimiento ni promesa? ¿No se debe sostener
que un perdón digno de ese nombre, si existe alguna vez, debe perdonar lo
imperdonable, y sin condiciones? Esta incondicionalidad está también inscrita
-como su contrario, a saber, la condición del arrepentimiento- en “nuestra”
herencia, aun cuando esta pureza radical puede parecer excesiva, hiperbólica,
loca. Porque si digo, tal como lo pienso, que el perdón es loco, y que debe
seguir siendo una locura de lo imposible, no es ciertamente para excluirlo o
descalificarlo. Es tal vez incluso lo único que arribe, que sorprenda, como una
revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del derecho.
Porque esto quiere decir que sigue siendo heterogéneo al orden de lo político o
de lo jurídico tal como se los entiende comúnmente. Jamás se podría, en ese
sentido corriente de las palabras, fundar una política o un derecho sobre el
perdón. En todas las escenas geopolíticas de las que hablábamos, se abusa de la
palabra “perdón”. Porque siempre se trata de negociaciones más o menos
declaradas, de transacciones calculadas, de condiciones y, como diría
Kant,
de
imperativos hipotéticos. Estas maniobras pueden ciertamente parecer honorables.
Por ejemplo, en nombre de la “reconciliación nacional”, expresión a la que De
Gaulle,
Pompidou y Mitterrand han recurrido en el momento en que creyeron
tener que asumir la responsabilidad de borrar las deudas y los crímenes del
pasado, bajo la Ocupación o durante la guerra de Argelia. En Francia, los más
altos responsables políticos adoptaron por lo regular el mismo lenguaje: es
preciso proceder a la reconciliación por la amnistía y reconstituir así la
unidad nacional. Es un leitmotiv de la retórica de
todos los jefes de Estado y primeros ministros franceses desde la Segunda Guerra
Mundial, sin
excepción.
Fue
literalmente el lenguaje de los que, tras el primer momento de depuración,
decidieron la gran amnistía de 1951 para los crímenes cometidos bajo la
Ocupación. Una noche, en un documental de archivo, escuché a M. Cavaillet decir,
lo cito de memoria, que siendo entonces parlamentario, había votado por la ley
de amnistía de 1951 porque era preciso, decía, “saber
olvidar”; tanto más cuanto
que en aquel momento -Cavaillet insistía duramente en ello-, el peligro
comunista se vivía como lo más urgente. Había que hacer reingresar en la
comunidad nacional a todos los anticomunistas que, colaboracionistas unos años
antes, corrían el riesgo de verse excluidos del campo político por una ley
demasiado severa y por una depuración demasiado poco olvidadiza. Reconstruir la
unidad nacional significaba rearmarse de todas las fuerzas disponibles en un
combate que continuaba, esta vez en tiempos de paz o de la llamada guerra fría.
Siempre hay un cálculo estratégico y político en el gesto generoso de quien
ofrece la reconciliación o la amnistía, y es necesario integrar siempre este
cálculo en nuestros análisis. “Reconciliación nacional”, ése fue también, como
dije, el lenguaje explícito de De Gaulle cuando volvió por
primera vez a Vichy y pronunció allí un famoso discurso sobre la unidad y la unicidad
de Francia; ése fue literalmente el discurso de Pompidou, que habló también, en
una famosa conferencia de prensa, de “reconciliación nacional” y de división
superada cuando indultó a Touvier; ése fue también el lenguaje de Mitterrand
cuando sostuvo, en varias ocasiones, que él era garante de la unidad nacional, y
muy precisamente cuando rehusó declarar la culpabilidad de Francia bajo el
régimen de Vichy (al que calificaba, como usted sabe, de poder no-legítimo o
no-representativo, apropiado por una minoría de extremistas, mientras que
sabemos que la cosa es más complicada, y no sólo desde el punto de vista formal
y legal, pero dejemos esto). Inversamente, cuando el cuerpo de la nación puede
soportar sin riesgo una división menor o ver incluso su unidad reforzada por
procesos, por aperturas de archivos, por “levantamientos de represión”, entonces
otros cálculos dictan hacer justicia en forma más rigurosa y más pública a lo
que se llama el “deber de memoria”.
Siempre el mismo
desvelo: actuar de modo que la nación sobreviva a sus discordias, que los
traumatismos cedan al trabajo de duelo, y que el Estado-nación no se vea ganado
por la parálisis. Pero aun ahí donde se lo podría justificar, ese imperativo
“ecológico” de la salud social y política no tiene nada que ver con el “perdón”
de que se habla en ese caso muy ligeramente. El perdón no corresponde, jamás
debería corresponder, a una terapia de la reconciliación. Volvamos al notable
ejemplo de Sudáfrica. Todavía en prisión, Mandela sintió el deber de asumir él
mismo la decisión de negociar el principio de un procedimiento de amnistía. Para
permitir sobre todo el regreso de los exiliados del Congreso Nacional Africano.
Y con miras a una reconciliación nacional sin la cual el país hubiera sido
barrido a sangre y fuego por la venganza. Pero igual que la absolución, el
sobreseimiento, e incluso el “indulto” (excepción jurídico-política de la que
volveremos a hablar), tampoco la amnistía significa el perdón. Ahora bien,
cuando Desmond Tutu
fue
nombrado presidente de la Comisión Verdad
y
Reconciliación, cristianizó el
lenguaje de una institución destinada a tratar únicamente crímenes de motivación
“política” (problema enorme que renuncio a tratar aquí, como renuncio a analizar
la compleja estructura de la mencionada comisión, en sus relaciones con las
otras instancias judiciales y procedimientos penales que debían seguir su
curso). Con tanta buena voluntad como confusión, me parece, Tutu, arzobispo anglicano,
introduce el vocabulario del arrepentimiento y del perdón. Esto le fue
reprochado, además, y entre otras cosas, por una parte no cristiana de la
comunidad negra. Sin hablar de los peligrosos riesgos de traducción que aquí
sólo puedo mencionar pero que, como el recurso al lenguaje mismo, atañen también
al segundo aspecto de su pregunta: la escena del perdón, ¿es una confrontación
personal o bien apela a alguna mediación institucional? (Y el lenguaje mismo, la
lengua, es aquí una primera institución mediadora.) En principio, entonces,
siempre para seguir una concepción de la tradición abrahámica, el perdón debe
comprometer dos singularidades: el culpable (el “perpetrator”, como se dice en
Sudáfrica) y la víctima. Desde el momento en que interviene un tercero se puede
a lo sumo hablar de amnistía, de reconciliación, de reparación, etc. Pero
ciertamente no de perdón puro, en sentido estricto. El estatuto de la
Comisión Verdad y Reconciliación es sumamente ambiguo
en este asunto, como el discurso de Tutu, que oscila entre una
lógica no penal y no reparadora del “perdón” (la llama “restauradora”) y una
lógica judicial de la amnistía. Se debería analizar con más detalle la
inestabilidad equívoca de todas esas autointerpretaciones.
Gracias a una
confusión entre el orden del perdón y el orden de la justicia -pero abusando
tanto de su heterogeneidad como del hecho de que el tiempo del perdón escapa del
proceso judicial-, siempre es posible remedar el escenario del perdón
“inmediato” y casi automático para escapar de la justicia. La posibilidad de
este cálculo está siempre abierta y se podrían dar muchos ejemplos. Y
contraejemplos. Así, Tutu cuenta que un día
una mujer negra atestigua ante la Comisión. Su marido había sido asesinado por
policías torturadores. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas
oficialmente reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la
traduce más o menos así, en su idioma cristiano (anglo-anglicano): “Una comisión
o un gobierno no puede perdonar. Sólo yo, eventualmente, podría hacerlo.
(And
I am rot ready to forgive.) Y
no
estoy dispuesta a perdonar -o lista para perdonar-”. Palabras muy difíciles de
entender. Esta mujer víctima, esta mujer de víctima[iii] quería seguramente
recordar que el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede
perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de hacerlo; y eso no tendría además
ningún sentido. El representante del Estado puede juzgar, pero el perdón no
tiene nada que ver con el juicio, justamente. Ni siquiera con el espacio público
o político. Incluso si el perdón fuera “justo”, lo sería de una justicia que no
tiene nada que ver con la justicia judicial, con el derecho. Hay tribunales de
justicia para eso, y esos tribunales jamás perdonan, en el sentido estricto de
este término. Esta mujer quería tal vez sugerir otra cosa: si alguien tiene
alguna calificación para perdonar, es sólo la víctima y no una institución
tercera. Porque por otra parte, incluso si esta esposa también era una víctima,
de todos modos, la víctima absoluta, si se puede decir así, seguía siendo su
marido muerto. Sólo el muerto hubiera podido, legítimamente, considerar el
perdón. La sobreviviente no estaba dispuesta a sustituir abusivamente al muerto.
Inmensa y dolorosa experiencia del sobreviviente: ¿quién tendría el derecho de
perdonar en nombre de víctimas desaparecidas? Éstas están siempre ausentes, en
cierta manera. Desaparecidas por esencia, nunca
están ellas mismas absolutamente presentes, en el momento del perdón invocado,
como las mismas, las que fueron en el momento del crimen; y a veces están
ausentes en su cuerpo, incluso a menudo muertas.
Vuelvo un instante
al equívoco de la tradición. A veces el perdón (concedido por Dios o inspirado
por la prescripción divina) debe ser un don gratuito, sin intercambio e
incondicional; a veces, requiere, como condición mínima, el arrepentimiento y la
transformación del pecador. ¿Qué consecuencia resulta de esta tensión? Al menos
ésta, que no simplifica las cosas: si nuestra idea del perdón se derrumba desde
el momento en que se la priva de su polo de referencia absoluto, a saber, de su
pureza incondicional, no obstante continúa siendo inseparable de lo que le es
heterogéneo, a saber, el orden de las condiciones, el arrepentimiento, la
transformación, cosas todas que le permiten inscribirse en la historia, el
derecho, la política, la existencia misma. Estos dos polos, el incondicional y
el condicional, son absolutamente
heterogéneos y deben permanecer irreductibles uno al otro. Sin embargo, son
indisociables: si se quiere, y si es preciso, que el perdón devenga efectivo,
concreto, histórico, si se quiere que venga, que tenga lugar
cambiando las cosas, es necesario que su pureza se comprometa en una serie de
condiciones de todo tipo (psico-sociológicas, políticas, etc.). Es entre esos
dos polos, irreconciliables pero indisociables, donde deben tomarse
las decisiones y las responsabilidades. Pero pese a todas las confusiones que
reducen el perdón a la amnistía o a la amnesia, a la absolución o a la
prescripción, al trabajo de duelo o a alguna terapia política de reconciliación,
en suma a alguna ecología histórica, jamás habría que olvidar que todo esto se
refiere a una cierta idea del perdón puro e incondicional, sin la cual este
discurso no tendría el menor sentido. Lo que complica la cuestión del “sentido”
es nuevamente esto, como lo sugería recién: el perdón puro e incondicional, para
tener su sentido estricto, debe no tener ningún “sentido”, incluso ninguna
finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura de lo imposible. Habría que
seguir ocupándose sin descanso de las consecuencias de esta paradoja o
aporía.
Lo que se denomina
el derecho de gracia es un ejemplo de
esto, a la vez un ejemplo entre otros y el modelo ejemplar. Porque si es verdad
que el perdón debería permanecer heterogéneo al orden jurídico-político,
judicial o penal; si es verdad que debería cada vez, en cada caso, seguir siendo
una excepción absoluta, hay una excepción a esta ley de excepción, en cierto
modo, y es justamente, en Occidente, esa tradición teológica que concede al
soberano un derecho exorbitante. Porque el derecho de gracia es precisamente,
como su nombre lo indica, del orden del derecho, pero de un derecho que inscribe
en las leyes un poder por encima de las leyes. El monarca absoluto de derecho
divino puede indultar a un criminal, es decir, practicar, en nombre del Estado,
un perdón que trasciende y neutraliza el derecho. Derecho por encima del
derecho. Como la idea de soberanía misma, este derecho de gracia fue readaptado
en la herencia republicana. En algunos Estados modernos de tipo democrático,
como Francia, se diría que ha sido secularizado (si esta palabra tuviera un
sentido fuera de la tradición religiosa que mantiene, aunque pretenda sustraerse
a ella). En otros, como los Estados Unidos, la secularización no es siquiera un
simulacro, puesto que el presidente y los gobernadores, que tienen el derecho de
gracia (pardon,
clemency), prestan ante todo
juramento sobre la Biblia, sostienen discursos oficiales de tipo religioso e
invocan el nombre o la bendición de Dios cada vez que se dirigen a la nación. Lo
que importa en esta excepción absoluta que es el derecho de gracia, es que la
excepción del derecho, la
excepción al derecho está situada
en la cúspide o en el fundamento de lo jurídico-político. En el cuerpo del
soberano, encarna lo que funda, sostiene o erige, en lo más alto, con la unidad
de la nación, la garantía de la Constitución, las condiciones y el ejercicio del
derecho. Como siempre ocurre, el principio trascendental de un sistema no
pertenece al sistema. Le es extraño como una excepción.
Sin discutir el
principio de este derecho de gracia, por más “elevado” que sea, por más noble
pero también más “escurridizo” y más equívoco, más peligroso, más arbitrario que
sea, Kant
recuerda la estricta limitación que habría que imponerle para que
no diera lugar a las peores injusticias: que el soberano sólo pueda indultar ahí
donde el crimen lo afecta a él mismo (y afecta por lo tanto, en su cuerpo, la
garantía misma del derecho, del Estado de derecho y del Estado). Como en la
lógica hegeliana de la que hablábamos antes, sólo es imperdonable el crimen
contra lo que da el poder de perdonar, el crimen contra el perdón, en definitiva
-el espíritu según Hegel, y lo que él llama “el espíritu del cristianismo”-, pero es
justamente esto imperdonable, y sólo esto imperdonable, lo que el soberano tiene
todavía el derecho de perdonar, y solamente cuando “el cuerpo del rey”, en su
función soberana, es afectado a través del otro “cuerpo del rey”, que es aquí lo
“mismo”, el cuerpo de carne, singular y empírico. Fuera de esta excepción
absoluta, en todos los demás casos, en cualquier parte donde los daños afecten a
los sujetos mismos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia no podría
ejercerse sin injusticia. De hecho, se sabe que siempre es ejercido por el soberano en forma
condicional, en función de una interpretación o de un cálculo en cuanto a lo que
entrecruce un interés particular (el propio o el de los suyos o de una fracción
de la sociedad) y el interés del Estado. Un ejemplo reciente lo daría Clinton,
quien nunca estuvo inclinado a indultar a nadie y que es un partidario más bien
aguerrido de la pena de muerte. Ahora bien, él llega, utilizando su right
to pardon, a indultar a unos
portorriqueños encarcelados desde hacía tiempo por terrorismo. Pues bien, los
republicanos no dejaron de cuestionar este privilegio absoluto del Ejecutivo,
acusando al Presidente de haber querido así ayudar a Hillary Clinton en su
próxima campaña electoral en Nueva York, donde, como sabemos, los
puertorriqueños son muchos.
En el caso a la vez
excepcional y ejemplar del derecho de gracia, allí donde lo que excede lo
jurídico-político se inscribe, para fundarlo, en el derecho constitucional,
hay y no hay ese encuentro o esa
confrontación personal, y del cual puede pensarse que es exigido por la esencia
misma del perdón. Ahí donde éste debería sólo comprometer singularidades
absolutas, no puede manifestarse en cierta forma sin
apelar al tercero, a la institución, al carácter de social, a la herencia
transgeneracional, al sobreviviente en general; y ante todo a esa instancia
universalizante que es el lenguaje. ¿Puede haber ahí, de una o de otra parte, un
escenario de perdón sin un lenguaje compartido? No se comparte sólo una lengua
nacional o un idioma, sino un acuerdo sobre el sentido de las palabras, sus
connotaciones, la retórica, la orientación de una referencia, etc. Ésa es otra
forma de la misma aporía: cuando la víctima y el culpable no comparten ningún
lenguaje, cuando nada común y universal les permite entenderse, el perdón parece
privado de sentido, uno se encuentra precisamente con lo imperdonable absoluto,
con esa imposibilidad de perdonar de la que decíamos sin embargo hace un momento
que era, paradójicamente, el elemento mismo de cualquier perdón posible. Para
perdonar es preciso por un
lado que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la
falta, saber quién es culpable de qué mal hacia quién, etc. Cosa ya muy
improbable. Porque imagínese lo que una “lógica del inconsciente” vendría a
perturbar en ese “saber”, y en todos los esquemas en que detenta no obstante una
“verdad”. Imaginemos además lo que pasaría cuando la misma perturbación hiciera
temblar todo, cuando llegara a repercutir en el “trabajo del duelo”, en la
“terapia” de la que hablábamos, y en el derecho y en la política. Porque si un
perdón puro no puede -no debe- presentarse
como tal, exhibirse por lo tanto en el teatro de la conciencia sin,
en el mismo acto, negarse, mentir o reafirmar una soberanía, ¿cómo saber lo que
es un perdón -si algún día tiene lugar-, y quién perdona a quién, o qué a quién?
Porque por otro lado, si es preciso, como decíamos recién, que
ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta, saber, a
conciencia, quién es culpable de qué mal hacia quién, etc., y esto sigue siendo
muy improbable, lo contrario también es verdad. Al mismo tiempo, es preciso
efectivamente que la alteridad, la no-identificación, la incomprensión misma
permanezcan irreductibles. El perdón es, por lo tanto, loco, debe hundirse, pero
lúcidamente, en la noche de lo ininteligible. Llamemos a esto lo inconsciente o
la no-conciencia, como usted prefiera. Desde que la víctima “comprende” al
criminal, desde que intercambia, habla, se entiende con él, la escena de la
reconciliación ha comenzado, y con ella ese perdón usual que es cualquier cosa
menos un perdón. Aun si digo “no te perdono” a alguien que me pide
perdón, pero a quien comprendo y me comprende, entonces ha comenzado un proceso
de reconciliación, el tercero ha intervenido. Pero se acabó el asunto del perdón
puro.
M. W. En las situaciones
más terribles, en África, en Kosovo, ¿no se trata, precisamente, de una barbarie
de proximidad, donde el crimen se produce entre personas que se conocen? ¿El
perdón no implica lo imposible: estar al mismo tiempo en algo diferente de la
situación anterior, antes del crimen, comprendiendo simultáneamente la situación
anterior?
J. Derrida: En lo que usted
llama la “situación anterior” podría haber, en efecto, todo tipo de
proximidades: lenguaje, vecindad, familiaridad, incluso familia, etc. Pero para
que el mal surja, el “mal radical” y quizá peor aún, el mal imperdonable, el
único que hace surgir la cuestión del perdón, es preciso que, en lo más íntimo
de esta intimidad, un odio absoluto venga a interrumpir la paz. Esta hostilidad
destructora sólo puede dirigirse a lo que Lévinas llama el “rostro” del otro, el
otro semejante, el prójimo más próximo, entre el bosnio y el servio, por
ejemplo, dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la misma familia.
¿El perdón debe entonces tapar el agujero? ¿Debe suturar la herida en un proceso
de reconciliación? ¿O bien dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía,
fusión o confusión? Por supuesto, nadie se atrevería decentemente a objetar el
imperativo de la reconciliación. Es mejor poner fin a los crímenes y a las
discordias. Pero, una vez más, creo que hay que distinguir entre el perdón y el
proceso de reconciliación, esta reconstitución de una salud o de una
“normalidad”, por necesarias y deseables que puedan parecer a través de las
amnesias, el “trabajo de duelo”, etc. Un perdón “finalizado” no
es un perdón, es sólo una estrategia política o una economía psicoterapéutica.
En Argelia hoy, pese al dolor infinito de las víctimas y el daño irreparable que
sufren para siempre, se puede pensar, ciertamente, que la supervivencia del
país, de la sociedad y del Estado pasa por el anunciado proceso de
reconciliación. Desde este punto de vista se puede “comprender” que un comicio
haya aprobado la política prometida por Bouteflika. Pero creo inapropiada la
palabra “perdón” que fue pronunciada en esa ocasión, en particular por el jefe
del Estado argelino. Me parece injusta a la vez por respeto a las víctimas de
crímenes atroces (ningún jefe de Estado tiene derecho a perdonar en su lugar) y
por respeto al sentido de esta palabra, a la incondicionalidad no negociable,
aneconómica, a-política y no-estratégica que éste prescribe. Pero, una vez más,
ese respeto por la palabra o por el concepto no traduce solamente un purismo
semántico o filosófico. Todo tipo de “políticas” inconfesables, todo tipo de
maniobras estratégicas pueden ampararse abusivamente tras una “retórica” o una
“comedia” del perdón para saltear la etapa del derecho. En política, cuando se
trata de analizar, de juzgar, hasta de oponerse prácticamente a esos abusos, es
de rigor la exigencia conceptual, incluso allí donde ésta toma en cuenta,
embrollándose en ellas y declarándolas, paradojas o aporías. Ésta es, una vez
más, la condición de la responsabilidad.
M. W. ¿Entonces usted
está permanentemente repartido entre una visión ética “hiperbólica” del perdón,
el perdón puro, y la realidad de una sociedad ocupada en procesos pragmáticos de
reconciliación?
J. Derrida: Sí, permanezco
“repartido”, como usted dice tan acertadamente. Pero sin poder, ni querer, ni
deber optar. Ambos polos son irreductibles uno a otro, ciertamente, pero siguen
siendo indisociables. Para modificar el curso de la “política” o de lo que usted
acaba de llamar los “procesos pragmáticos”, para cambiar el derecho (que se
encuentra atrapado entre los dos polos, el “ideal” y el “empírico” -y lo que me
interesa aquí es, entre ambos, esa mediación universalizante, esa historia del
derecho, la posibilidad de ese progreso del derecho-), es necesario referirse a
lo que usted acaba de llamar “visión ética ‘hiperbólica’ del perdón”. Aunque yo
no esté seguro de las palabras “visión” o “ética”, en este caso, digamos que
sólo esta exigencia inflexible puede orientar una historia de las leyes, una
evolución del derecho. Sólo ella puede inspirar, aquí, ahora, con urgencia, sin
esperar, la respuesta y las responsabilidades.
Volvamos a la
cuestión de los derechos del hombre, al concepto de
crimen contra la humanidad, pero también de la
soberanía. Más que nunca, esos tres motivos están ligados
en el espacio público y en el discurso político. Aunque a menudo una cierta
noción de la soberanía esté positivamente asociada al derecho de la persona, al
derecho a la autodeterminación, al ideal de emancipación, por cierto a la idea
misma de libertad, al principio de los derechos del hombre, es con frecuencia en
nombre de los derechos del hombre y para castigar o prevenir crímenes contra la
humanidad como se llega a limitar, al menos a pretender limitar, con
intervenciones internacionales, la soberanía de ciertos Estados-nación. Pero de
algunos, más que de otros. Ejemplos recientes: las intervenciones en Kosovo o en
Timor oriental, por otra
parte diferentes en su naturaleza y su orientación. (El caso de la Guerra del
Golfo es complicado de modo diferente: se limita hoy la soberanía de Irak pero
después de haber pretendido defender, contra él, la soberanía de un pequeño
Estado -y de paso algunos otros intereses, pero no nos detengamos en eso-.)
Estemos siempre atentos, como Hannah Arendt advierte tan
lúcidamente, al hecho de que esta limitación de soberanía nunca es impuesta sino
ahí donde esto es “posible” (física, militar, económicamente), es decir, siempre
impuesta a pequeños Estados; relativamente débiles, por Estados poderosos. Estos
últimos, celosos de su propia soberanía, limitan la de los otros. Y pesan además
de modo determinante sobre las decisiones de las instituciones internacionales.
Se trata de un orden y de un “estado de hecho” que pueden ser consolidados al
servicio de los “poderosos” o bien, por el contrario, poco a poco dislocados,
puestos en crisis, amenazados por conceptos (es decir, performativos
instituidos, acontecimientos por esencia históricos y transformables), como el
de los nuevos “derechos del hombre” o el de “crimen contra la humanidad”, por
convenciones sobre el genocidio, la tortura o el terrorismo. Entre las dos
hipótesis, todo depende de la política que recurre a estos conceptos. Pese a sus raíces y sus fundamentos
sin edad, estos conceptos son muy jóvenes, al menos en tanto dispositivos del
derecho internacional. Y cuando, en 1964 -apenas ayer- Francia juzgó oportuno
decidir que los crímenes contra la humanidad seguirían siendo imprescriptibles (decisión que hizo
posibles todos los procesos que usted conoce -ayer incluso el de Papon-), para
eso apeló implícitamente a una especie de más allá del derecho en el derecho. Lo
imprescriptible,
como
noción jurídica, no es ciertamente lo imperdonable, acabamos de ver por qué.
Pero lo imprescriptible, vuelvo sobre esto,
señala hacia el orden trascendente de lo incondicional, del perdón y de lo
imperdonable, hacia una especie de ahistoricidad, incluso de eternidad y de
Juicio Final que desborda la historia y el tiempo finito del derecho: para
siempre, “eternamente”, en cualquier parte y siempre, un crimen contra la
humanidad será pasible de un juicio, y jamás se borrará su archivo judicial. Por
lo tanto, una cierta idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto más allá
del derecho (de toda determinación histórica del derecho), ha inspirado a los
legisladores y los parlamentarios, los que producen el derecho, cuando por
ejemplo instituyeron en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la
humanidad o, en forma más general, cuando transforman el derecho internacional e
instalan tribunales universales. Esto muestra claramente que, pese a su
apariencia teórica, especulativa, purista, abstracta, toda reflexión sobre una
exigencia incondicional está anticipadamente comprometida, y por completo, en
una historia concreta. Ésta puede inducir procesos de transformación -política,
jurídica-verdaderamente sin límite.
Dicho esto, puesto
que usted me señalaba hasta qué punto estoy “repartido” ante estas dificultades
aparentemente insolubles, estaría tentado de dar dos tipos de respuesta.
Por un
lado,
hay, debe
haber, es preciso aceptarlo, algo “insoluble”. En política y más
allá. Cuando los datos de un problema o de una tarea no aparecen como
infinitamente contradictorios, ubicándome ante la aporía de una doble inyunción,
entonces sé anticipadamente lo que hay que hacer, creo saberlo, ese saber
organiza y programa la acción: está hecho, ya no hay decisión ni responsabilidad
que asumir. Un cierto no-saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo
que tengo que hacer para que tenga que hacerlo, para que me sienta libremente
obligado a ello y sujeto a responder. Debo entonces, y sólo entonces, hacerme
responsable de esta transacción entre dos imperativos contradictorios e
igualmente justificados. No es que haga falta no saber. Al contrario, es
preciso saber lo más posible y de la mejor manera posible, pero entre el saber
más extenso, el más sutil, el más necesario, y la decisión responsable, sigue
habiendo y debe seguir habiendo un abismo. Volvemos a encontrar aquí la
distinción de los dos órdenes (indisociables pero heterogéneos) que nos preocupa
desde el comienzo de esta entrevista. Por otro lado, si llamamos “política” a lo que usted designa “procesos pragmáticos
de reconciliación”, entonces, tomando al mismo tiempo seriamente esas urgencias
políticas, creo también que no estamos definidos por completo por la política, y
sobre todo tampoco por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un
Estado-nación. ¿No debemos aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo
cuando se trata del “perdón”, algo arriva que excede toda institución,
todo poder, toda instancia jurídico-política? Se puede imaginar que alguien,
víctima de lo peor, en sí mismo, en los suyos, en su generación o en la
precedente, exija que se haga justicia, que los criminales comparezcan, sean
juzgados y condenados por un tribunal y, sin embargo, en su corazón
perdone.
M. W. ¿Y lo
inverso?
J. Derrida: Lo inverso también,
por supuesto. Se puede imaginar, y aceptar, que alguien no perdone jamás,
incluso después de un procedimiento de absolución o de amnistía. El secreto de
esta experiencia perdura. Debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la
política, a la moral misma: absoluto. Pero yo haría de este principio
transpolítico un principio político, una regla o una toma de posición política:
también es necesario, en política, respetar el secreto, lo que excede lo
político o lo que ya no depende de lo jurídico. Es lo que llamaría la
“democracia por venir”. En el mal radical del que hablamos y en consecuencia en
el enigma del perdón de lo imperdonable, hay una especie de “locura” que lo
jurídico-político no puede abordar, menos aún apropiarse. Imaginemos una víctima
del terrorismo, una persona cuyos hijos han sido degollados o deportados, u otra
cuya familia ha muerto en un horno crematorio. Sea que ella diga “perdono” o “no
perdono”, en ambos casos, no estoy seguro de comprender, incluso estoy seguro de
no comprender, y en todo caso no tengo nada que decir. Esta zona de la
experiencia permanece inaccesible y debo respetar ese secreto. Lo que queda por
hacer, luego, públicamente, políticamente, jurídicamente, también sigue siendo
difícil. Retomemos el ejemplo de Argelia. Comprendo, comparto incluso el deseo
de los que dicen: “Hay que hacer la paz, este país debe sobrevivir, basta ya,
esos asesinatos monstruosos, hay que hacer lo necesario para que esto se
detenga”, y si para eso es necesario falsear hasta la mentira o la confusión
(como cuando Bouteflika dice: “Vamos a liberar a los prisioneros políticos que
no tienen las manos ensangrentadas”), pues bien, vaya por esta retórica abusiva,
no habrá sido la primera en la historia reciente, menos reciente y
sobre todo colonial de este país. Comprendo por lo tanto esta “lógica”, pero
también comprendo la lógica opuesta, que rechaza a toda costa, y por principio,
esta útil mistificación. Pues bien, ése es el momento de la mayor dificultad, la
ley de la transacción responsable. Según las situaciones y según los momentos,
las responsabilidades a asumir son diferentes. No debería hacerse, me parece, en
la Francia de hoy, lo que se aprestan a hacer en Argelia. La sociedad francesa
de hoy puede permitirse sacar a la luz, con un rigor inflexible, todos los
crímenes del pasado (incluso los que se prolongan en Argelia, precisamente -y
esto no ha terminado todavía-, puede juzgarlos y no dejar que se adormezca la
memoria. Hay situaciones donde, por el contrario, es necesario, si no adormecer
la memoria (esto no habría que hacerlo jamás, si fuera posible), al menos hacer
como si, en el escenario público, se renunciase a sacar todas las consecuencias
de esto. Nunca estamos seguros de hacer la elección justa -uno nunca sabe, nunca
lo sabrá- de lo que se llama un saber. El futuro no nos lo hará saber mejor,
porque habrá estado determinado, él mismo, por esa elección. Es ahí donde las
responsabilidades deben reevaluarse a cada instante según las situaciones
concretas, es decir, las que no esperan, las que no nos dan tiempo para la
deliberación infinita. La respuesta no puede ser la misma en Argelia hoy, ayer o
mañana, que en la Francia de 1945, de 1968-1970, o del año 2000. Es más que
difícil, es infinitamente angustiante. Es la noche. Pero reconocer esas
diferencias “contextuales” es algo muy distinto de una renuncia empirista,
relativista o pragmatista. Justamente porque la dificultad surge en nombre y en
razón de principios incondicionales, por lo tanto irreductibles a esas
facilidades (empiristas, relativistas o pragmatistas). En todo caso, yo no
reduciría la terrible cuestión de la palabra “perdón” a esos “procesos” en los
que se encuentra anticipadamente implicada, por complejos e inevitables que
éstos sean.
M. W. Lo que sigue siendo
complejo es esta circulación entre la política y la ética hiperbólica. Pocas
naciones escapan al hecho, quizás fundador, de que ha habido crímenes,
violencias, una violencia fundadora, para hablar como René Girard, y el tema del perdón
se vuelve muy cómodo para justificar, luego, la historia de la
nación.
J.
Derrida: Todos los Estados-nación nacen y se fundan en la violencia. Creo
irrecusable esta verdad. Sin siquiera exhibir a este respecto espectáculos
atroces, basta con destacar una ley de estructura: el momento de fundación, el
momento instituyente, es anterior a la ley o a la legitimidad que él instaura.
Es, por lo tanto, fuera de la ley, y violento por eso
mismo. Pero usted sabe que se podría “ilustrar” (¡qué palabra, aquí!) esta
verdad abstracta con documentos terroríficos, y procedentes de las historias de
todos los Estados, los más viejos y los más jóvenes. Antes de las formas
modernas de lo que se llama, en sentido estricto, el “colonialismo”, todos los
Estados (me atrevería incluso a decir, sin jugar demasiado con la palabra y la
etimología, todas las culturas) tienen su origen en una
agresión de tipo colonial. Esta violencia fundadora
no es sólo olvidada. La fundación se hace para ocultarla;
tiende por esencia a organizar la amnesia, a veces bajo la celebración y la
sublimación de los grandes comienzos. Ahora bien, lo que parece singular hoy, e
inédito, es el proyecto de hacer comparecer Estados, o al
menos jefes de Estado en cuanto tales (Pinochet), e incluso jefes de Estado en
ejercicio (Milosevic) ante instancias universales. Se trata ahí sólo de
proyectos o de hipótesis, pero esta posibilidad basta para anunciar una
mutación: ésta constituye de por sí un acontecimiento capital. La soberanía del
Estado, la inmunidad de un jefe de Estado ya no son, en principio, en derecho,
intangibles. Evidentemente, subsistirán por largo tiempo muchos equívocos, ante
los cuales es necesario redoblar la vigilancia. Estamos lejos de pasar a los
actos y de poner estos proyectos en marcha, porque el derecho internacional
depende todavía demasiado de Estados-nación soberanos y poderosos. Además,
cuando se pasa al acto, en nombre de derechos universales del Hombre o contra
“crímenes contra la humanidad”, se lo hace a menudo en forma interesada, en
consideración de estrategias complejas y a veces contradictorias, en una
situación donde se depende enteramente de Estados no solamente celosos de su
propia soberanía, sino dominantes en el escenario internacional, apurados por
intervenir aquí más bien o más pronto que allá, por ejemplo en Kosovo más bien
que en Chechenia, para limitarse a ejemplos recientes, etc., y excluyendo, por
supuesto, toda intervención en ellos; de allí por ejemplo la hostilidad de China
a cualquier injerencia de este tipo en Asia, en Timor, por ejemplo -esto
podría dar ideas del lado del Tíbet-; o también de ciertos países llamados “del
Sur”, ante las competencias universales prometidas a la Corte penal
internacional, etcétera.
Volvemos
regularmente a esta historia de la soberanía. Y puesto que hablamos del perdón,
lo que hace al “te perdono” a veces insoportable u odioso, hasta obsceno, es la
afirmación de soberanía. Esta se dirige a menudo de arriba abajo,
confirma su propia libertad o se arroga el poder de perdonar, ya sea como
víctima o en nombre de la víctima. Ahora bien, es necesario además pensar en una
victimización absoluta, la que priva a la víctima de la vida, o del derecho a la
palabra, o de esa libertad, de esa fuerza y ese poder que
autorizan, que permiten acceder a la posición del “te
perdono”. Ahí, lo imperdonable consistiría en privar a la víctima de ese derecho
a la palabra, de la palabra misma, de la posibilidad de toda manifestación, de
todo testimonio. La víctima sería entonces víctima, además, de verse despojada
de la posibilidad mínima, elemental, de considerar
virtualmente perdonar lo imperdonable. Este crimen absoluto
no adviene solamente en la figura del asesinato.
Inmensa dificultad,
pues. Cada vez que el perdón es efectivamente ejercido, parece suponer algún
poder soberano. Puede ser el poder soberano de un alma noble y fuerte, pero
también un poder de Estado que dispone de una legitimidad incuestionada, de la
potencia necesaria para organizar un proceso, un juicio aplicable o,
eventualmente, la absolución, la amnistía o el perdón. Si, como lo pretenden
Jankélévitch y Arendt (ya he expresado mis reservas al respecto), sólo se
perdona allí donde se podría juzgar y castigar, por lo tanto evaluar, entonces
la instalación, la institución de una instancia de juicio supone un poder, una
fuerza, una soberanía. Usted conoce el argumento “revisionista”: el tribunal de
Nuremberg era la invención de los vencedores, estaba a su disposición, tanto
para establecer el derecho, juzgar y condenar, como para exculpar,
etcétera.
Con lo que sueño,
aquello que intento pensar como la “pureza” de un perdón digno de ese nombre,
sería un perdón sin poder: incondicional, pero sin
soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente
imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y
soberanía. ¿Se hará algún día? C’est pas demain la veille,[iv] como se dice. Pero,
puesto que la hipótesis de esta tarea impresentable se anuncia, aunque sea como
una ilusión para el pensamiento, esta locura no es quizás tan loca...
[i]
Esta entrevista entre Jacques Derrida y Michel Wieviorka
fue publicada con
este título en el número 9 de
Monde des débats (diciembre de
1999).
[iii]
Habría mucho para decir aquí sobre las diferencias sexuales,
ya se trate de las víctimas o de su testimonio. Tutu cuenta también cómo algunas mujeres perdonaron en presencia de los
victimarios. Pero Antje Krog, en
un libro admirable, The Country of my Skull,
describe además la situación de mujeres militantes
que, violadas y ante todo acusadas por los torturadores de no ser militantes
sino rameras, no podían siquiera atestiguarlo ante la Comisión, ni tampoco en su
familia, sin desnudarse, sin mostrar sus cicatrices o sin exponerse una vez más,
por su testimonio mismo, a otra violencia. La “cuestión del perdón” no podía
siquiera plantearse públicamente a estas mujeres, algunas de las cuales ocupan
actualmente altas responsabilidades en el Estado. En Sudáfrica existe una
Gender Commission para este tema.
[iv]
Del lenguaje familiar, literalmente “no es mañana la
víspera”, para significar “no será en lo inmediato”. [N. de la
T.]
Publicado por DARÍO YANCÁN en 16:09 0 comentarios
lunes, 17 de septiembre de 2012
"FUNDAMENTOS. LA PROPUESTA DE REFORMA CONSTITUCIONAL." por Plataforma 2012
Etiquetas:
DERECHO,
MANIFIESTO
Septiembre de 2012
Para abordar la cuestión Constitucional el presente documento de Plataforma 2012 propone reflexionar sobre cuatro áreas fundamentales que pueden ser resumidas en las siguientes proposiciones:
I- El principal problema constitucional que hoy enfrenta el país no se relaciona con lo que la Constitución incluye u omite incluir en su texto, sino con las violaciones a derechos fundamentales que sufre día a día nuestro pueblo, con las acciones que el actual gobierno ha llevado adelante para desvirtuar la Constitución, y las omisiones en que ha incurrido, impidiendo cumplirla.
II- La Constitución vigente ya incluye la mayoría de las reformas que el gobierno demanda.
III- La Constitución vigente no es ni ha sido un freno a políticas reformistas.
IV- Existen razones para cambiar la matriz del modelo constitucional que tenemos, pero en una dirección muy diferente a la propuesta por el gobierno.
Veamos cada una de estas proposiciones:
I. El principal problema constitucional que hoy enfrenta el país no se relaciona con lo que la Constitución incluye u omite incluir en su texto, sino con las violaciones a derechos fundamentales que sufre día a día nuestro pueblo, con las acciones que el actual gobierno ha llevado adelante para desvirtuar la Constitución, y las omisiones en que ha incurrido, impidiendo cumplirla.
Cuando uno presta atención a las razones que invoca el oficialismo a favor de una reforma constitucional, advierte que en realidad los problemas que se señalan no encuentran su fuente en la Constitución, sino en indebidas acciones y omisiones constitucionales del gobierno. Dichas acciones y omisiones son numerosas, y tan preocupantes como llamativas, sobre todo teniendo en cuenta la amplia mayoría legislativa con la que cuenta el oficialismo -una mayoría que le permitiría remediar prontamente algunos de los problemas jurídicos que hoy se enfrentan y que no justifican una reforma constitucional. Para ilustrar lo dicho, tomemos algunos casos relevantes.
En primer lugar, ¿es necesaria una reforma constitucional para incorporar a la Constitución elementos de protección del ambiente, necesarios para estar a la altura de los tiempos? En realidad, la Constitución ya incluye múltiples e interesantes referencias relacionadas con la protección del ambiente, su preservación, su utilización racional, el respeto del patrimonio natural y cultural y de diversidad biológica, a través de normas que son obligatorias tanto para la Nación como las provincias (especialmente, art. 41 CN). No. Las violaciones a los derechos del ambiente, que hoy padecemos, se vinculan con acciones que hoy se llevan a cabo, en violación (y no por requerimiento) de la Constitución. Y, en relación con lo anterior, ¿qué decir del argumento que sugiere la necesidad de una reforma constitucional para promover los derechos de los pueblos indígenas, sobre todo en cuestiones relacionadas con el ambiente y el territorio en el que viven? Tampoco es un argumento relevante. El texto fundamental, por ejemplo, ya hace referencias directas a la participación de los pueblos indígenas en “la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten” (art. 75 inc. 17 CN). Ocurre, en todo caso, que a pesar de las exigencias constitucionales, el gobierno se ha negado a dictar leyes más protectoras de las comunidades indígenas, a la vez que ha violentado sistemáticamente los derechos territoriales de los pueblos originarios, que no han sido consultados -como era obligatorio hacerlo, de acuerdo con la Constitución- cada vez que se decidió explotar los recursos que se sitúan en sus territorios.
Cabe agregar, por lo demás, que el oficialismo tampoco se ha animado a iniciar otros debates orientados a consolidar el carácter colectivo de los derechos, o a afirmar la interdependencia de los derechos, o a establecer nuevos paradigmas bajo los cuales no puedan realizarse interpretaciones y aplicaciones desarrollistas o economicistas de los derechos ya reconocidos. Discusiones con esta profundidad y sentido se han dado en otros países latinoamericanos en la última década (en países como Bolivia o Ecuador), al momento de pensar sus nuevas constituciones (incluyendo referencias a otras democracias, como la comunitaria y la participativa; o al derecho a proteger y conservar los bienes comunes, entre otros).
Un ejemplo particularmente ilustrativo de la política del gobierno en la materia (que evidencia su permanente doble discurso), se advierte en el actual proceso de reforma del Código Civil. A pesar de lo que exige la Constitución al respecto, y en contra además de lo establecido por el Convenio 169 de la OIT, y la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, el gobierno se ha empeñado en aprobar el Código Civil sin implementar los mecanismos de consulta contemplados en la normativa señalada. Más específicamente, el nuevo Código Civil propuesto por el oficialismo viola gravemente los derechos de los pueblos originarios ya protegidos jurídicamente, al querer someter la propiedad comunitaria al régimen tradicional y conservador del derecho privado. Y la violación no es sólo sustantiva (como en el caso señalado), sino además procedimental, ya que no se ha hecho un proceso de consulta previa con los pueblos indígenas afectados. Lo ocurrido no sólo resulta ofensivo respecto de los derechos de tales minorías étnicas y culturales (que el gobierno reivindica en las palabras pero agrede y excluye en los hechos), sino que además amenaza con convertir en inconstitucional a la propia reforma del Código Civil.
Más en general, podríamos decir que es el gobierno y no la Constitución quien viene impidiendo la puesta en marcha de mecanismos favorables a la participación política de la ciudadanía. De hecho, la Constitución ya contiene algunos mecanismos de avanzada para promoverla. Ello así, por ejemplo, a través de sus arts. 39 –referido a la iniciativa popular- y 40 –referido a la consulta popular. Sin embargo, si instituciones tales no se han puesto en marcha todavía, ello se debe, en parte, al hecho de que el gobierno desalienta la participación política de la ciudadanía (salvo aquella dirigida a aclamar lo que la elite gobernante ya ha decidido), y en parte al hecho de que la legislación necesaria para activar tales mecanismos (legislación elaborada en las últimas décadas pero aún no modificada), se ha dirigido a obstaculizar el funcionamiento de los instrumentos participativos dispuestos en la Constitución (un hecho que se ve ratificado por la pobre práctica que ha seguido a la legislación anterior).
En efecto, ambas instituciones –la iniciativa ciudadana y la consulta popular- han sido objeto de reglamentaciones legislativas fuertemente restrictivas. La Ley 24.747, de 1996, estableció requisitos exigentes en términos de las firmas que deben juntarse para poder motorizar una iniciativa (1, 5% del padrón); la proveniencia de las mismas (seis provincias diferentes); y las condiciones que debe reunir el grupo promotor para financiar la operación. Todo ello agravado por la decisión de permitirle al Congreso que no trate la iniciativa, en caso de no tener la voluntad de hacerlo (ello, frente a otras alternativas posibles, como la de someter la iniciativa a una consulta popular vinculante, por ejemplo). Es decir, fue el Congreso el que decidió degradar la voluntad de la Constitución, dificultando la puesta en marcha de la institución constitucional de la iniciativa popular, y desincentivando en definitiva su realización.
Algo similar puede decirse en relación con la consulta popular. La misma fue reglamentada a través de la Ley 25.432, del 2001, que volvió a poner trabas al desarrollo de tal medio de participación cívica. Así, por caso, exigiendo –contra lo que resulta ya parte del sentido común en la materia- que la consulta no coincida con ningún otro acto eleccionario, lo que implica elevar enormemente los costos de la realización de la misma.
De manera similar, la Constitución incluye cláusulas vinculadas con la necesidad de asegurar la participación del pueblo en la justicia, a través del juicio por jurados (art. 24 CN) –una institución propia de la Constitución histórica de 1853, que la política ha decidido no implementar desde hace casi dos siglos.
Otra reforma institucional necesaria, que la Constitución avala pero el gobierno bloquea, se relaciona con los mecanismos destinados a prevenir y erradicar la tortura. Al respecto, convendría destacar la negativa del actual gobierno a dar sanción plena al Sistema Nacional de Prevención de la Tortura, que ya cuenta con media sanción de parte de la Cámara de Diputados desde el 2011. Esta particular omisión del gobierno resulta especialmente sorprendente a la luz del informe 2012 del Comité Provincial de la Memoria, que informa que en las cárceles de la Provincia de Buenos Aires aumentaron las torturas, las muertes violentas (en un 30 % respecto de 2010), y los hechos violentos informados (un 31% en relación con el mismo año).
Por lo demás, ¿podría decirse que es necesaria una reforma constitucional para garantizar la transparencia de los actos administrativos y mejorar el acceso a la información de la población? No. Por el contrario, aquí también se advierten fallas graves en relación con la política constitucional del gobierno, que contrastan –otra vez- con una Constitución clara, que consagra en su art. 38 garantías para la difusión de ideas políticas y acceso a la información pública. Lamentablemente, tales compromisos constitucionales resultan denigrados en la práctica gubernamental, de varias maneras. Ante todo, el gobierno se ha negado a dictar una ley de acceso a la información pública. Mucho peor que eso, este gobierno es el principal responsable de un gravísimo proceso de negación de información pública y distorsión de cifras relevantes, como pocas veces ha sufrido la Argentina en su historia democrática. Por ello, recientemente, la Argentina ha sido denunciada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por los graves retrocesos que se han producido en el área. Como sostuvieran entonces representantes de la Asociación de Derechos Civiles frente a la CIDH, “al no haber una autoridad central promoviendo políticas de transparencia, la información de oficio disponible para los ciudadanos varía de acuerdo a las prácticas de distintas dependencias que no coordinan esfuerzos ni comparten estándares”. Dichos retrocesos se extreman debido a la ausencia de una autoridad de aplicación independiente; por la sistemática negativa de organismos públicos (como la Inspección General de Justicia o la Auditoría General de la Nación) a suministrar datos públicos; por la persecución y sanción a quienes ofrecen información pública que difiere de la que ofrece el gobierno; y por la destrucción del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. Ello provoca que hoy carezcamos de cifras públicas confiables en relación con temas vitales para la producción racional de políticas pública, como los relacionados con los índices de inflación, pobreza, desigualdad o indigencia.
Por todo lo expuesto, podemos concluir que es el gobierno el que no respeta derechos ya consagrados, y no cumple con normas que favorecerían claramente a la población y sobre todo a grupos marginados de la misma. Más que reformar la Constitución por ser conservadora, el gobierno debería cumplir con los mandatos de una Constitución que es más progresista que sus políticas.
II. La Constitución ya incluye la mayoría de las reformas que el oficialismo demanda.
A veces de modo implícito, otras de modo explícito, la Constitución incorpora ya la mayoría de los cambios que hoy el oficialismo propone para reformarla.
En primer lugar, la Constitución Nacional, como la mayoría de las constituciones del mundo, apela (sobre todo en el Preámbulo y en la sección referida a los derechos) a un lenguaje abstracto, a la vez que se compromete con principios generales (como los de libertad e igualdad), destinado a hacer posible un texto que pueda ser suscripto desde concepciones diferentes, y que a la vez pueda perdurar en el tiempo. La idea constitucional es, justamente, la de tornar innecesaria una modificación en el texto vigente frente a cada nuevo matiz o variación que aparezca a partir de los desarrollos que vayan teniendo ideales como los de libertad e igualdad.
En segundo lugar, y en apoyo de lo anterior, el art. 33 CN deja en claro que los derechos y garantías no enumerados explícitamente por el texto constitucional no deben entenderse como negación de los derechos no enumerados explícitamente en el texto de la misma.
En tercer lugar, la Constitución argentina se encuentra entre las más completas que se conocen, en materia de derechos. Más aún, ella ha otorgado jerarquía constitucional a más de una decena de tratados de derechos humanos (incluyendo a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; al Pacto de San José de Costa Rica; a la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer; o a la Convención sobre los Derechos del Niño; o la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, entre otros), en una decisión plenamente innovadora dentro de la región. Dicha robustez constitucional en materia de derechos pone en duda que la misma pueda ser fácilmente descripta como “de carácter neoliberal.” Por otro lado –y tal como señalara el actual Presidente de la Corte Suprema- tal robustez constitucional no deja demasiado espacio para la incorporación de nuevos derechos, que no se encuentren ya formando parte integral de la misma.[1]
En cuarto lugar, el artículo 75 inc. 22 de la Constitución, referido a la incorporación de tratados sobre derechos humanos, permite la reforma de la Constitución por medios diferentes al procedimiento tradicional establecido en el art. 30 CN. Dicha modificación puede darse a través de la aprobación por parte del Congreso, de tratados internacionales en la materia. De ese modo, se prevé que el país pueda actualizar su sistema jurídico, y no quede al margen de los avances en materia de derechos humanos que son objeto de consensos extendidos a nivel internacional (una actualización que ya ha ocurrido por lo menos dos veces desde el dictado de la Constitución de 1994).
III. La Constitución no es ni ha sido un freno a políticas reformistas
Por razones como las antedichas, referidas al lenguaje abstracto de la Constitución; a su explícito compromiso con reformas igualitarias; a su explícita vocación inclusiva hacia grupos tradicionalmente marginados; o a su toma de partido por los derechos de los consumidores y usuarios frente a las pretensiones del puro mercado; la Constitución actual no puede verse de ningún modo como un obstáculo para avanzar en reformas legales contrarias a políticas “neoliberales” del tipo de las que marcaron al país desde la década de los 90. De todos modos, resulta especialmente importante reafirmar esta idea, dado que algunos grupos han invocado esta excusa como razón fundamental para propiciar una reforma de la Constitución.
La mejor prueba de que la Constitución no obstaculiza la introducción de reformas económicas puede encontrarse en el hecho de que en los últimos años se adoptaron una diversidad de medidas que el gobierno reivindica enfáticamente, y que no encontraron el mínimo obstáculo constitucional para su aprobación: desde el decreto que instaló la Asignación Universal por Hijo, hasta la modificación de la carta orgánica del Banco Central, la estatización de las AFJP o la “expropiación” de YPF promovidas desde el Congreso.[2]
Es decir, en estos últimos años se pudieron poner en marcha una serie de medidas económicas nuevas con completa anuencia constitucional, y si no se adoptaron más o mejores medidas al respecto, ello de ningún modo puede atribuirse a la estructura constitucional vigente.[3]
Más allá de lo señalado, muchos de nosotros propiciamos una relación distinta entre la Constitución y la economía. En este aspecto, nuevamente, nuestra posición difiere de la que ha sido propiciada desde el oficialismo. Para algunos de los que simpatizan con el gobierno, resulta necesario utilizar la Constitución para construir un muro o “barrera antineoliberal.” Sin embargo, si el muro antineoliberal en el que están pensando tuviera que ser capaz de amparar las bases de la política económica de estos últimos diez años –una política que ha implicado, sistemáticamente, la concentración y extranjerización de la economía a niveles inéditos, índices históricos de desigualdad, la explotación abusiva e inconsulta de los bienes naturales, o niveles extraordinarios de trabajo precario y en negro- nos encontraríamos con un “muro antineoliberal” con filtraciones y grietas portentosas –un resultado que nos invitaría a proponer, otra vez, una construcción constitucional muy diferente a la que en los hechos propone el gobierno.
Lo anterior nos remite al mito principal que propicia la coalición gobernante, es decir, el mito según el cual sus políticas promueven una transformación social a favor de los sectores populares. Desde aquí rechazamos la idea de que esa transformación social se haya dado o se esté produciendo. Más aún, señalamos que las principales reformas institucionales promovidas por el gobierno hasta el momento, no sólo contradicen la vocación reformista (favorable a una política de la “transversalidad”) alegada por el oficialismo años atrás, en los comienzos de su gobierno; sino que además muestran al mismo como un actor desleal hacia los sectores no oficialistas, y en particular hacia los partidos minoritarios.[4]
IV. Existen razones para cambiar la matriz del modelo constitucional que tenemos, pero en una dirección muy diferente a la propuesta por el gobierno.
Muchos de los miembros de Plataforma consideramos que podría resultar valioso cambiar la matriz que organiza la Constitución. Sin embargo, entendemos que dicha reforma sería en algunas ocasiones distinta, y en otras directamente contraria a la sugerida o propuesta por la coalición gobernante y sus defensores. Si tomamos en cuenta, por caso, todo lo que han dicho los voceros del gobierno sobre el tema de la reforma constitucional, nos encontramos con que sus propuestas se relacionan persistentemente con la reforma en la sección dogmática de la Constitución, es decir, la referida a los derechos incorporados en la Constitución (la coalición gobernante reniega, por caso, de un cambio hacia un sistema parlamentario como el que propone uno de los miembros de la Corte Suprema Argentina, afín al gobierno). Muchos de nosotros, en cambio, cuando pensamos en la reforma, concentramos nuestra atención en la sección orgánica de la Constitución, esto, es la dedicada a la organización del poder. Ello así, a partir de preocupaciones que resultan contradictorias con las que aparecen como propias del gobierno.
En efecto, muchos de los integrantes de Plataforma rechazamos el aspecto más conservador de la Constitución, relacionado con la concentración del poder político en el Ejecutivo. Dicho sistema de concentración de la autoridad se acompaña en nuestra práctica (como suele ocurrir en estos casos) con dos agregados preocupantes, que representan derivados propios del modelo presidencialista extremo, hoy vigente: por un lado, la erosión (en la actualidad, un directo vaciamiento) del sistema constitucional de frenos y contrapesos (valioso, al menos, como primera estrategia destinada a evitar la concentración del poder en cualquiera de las ramas de gobierno); y por otro, bajos niveles de participación popular. Éste ha sido, sin dudas, el modelo de organización del poder que el oficialismo ha usufructuado y extremado en todos estos años –un modelo que se corresponde con una práctica política elitista del gobierno, que cultiva la adulación de sus simpatizantes, y se muestra arrogante y agresivo con quienes lo critican.
La re-reelección presidencial –como tantas veces, la verdad no dicha de la iniciativa a favor de la reforma constitucional- solamente extrema el costado más conservador de la Constitución. Se trata de la misma iniciativa que utilizó históricamente el conservadurismo (incluyendo, arquetípicamente, al gobierno de Menem), con el declarado objeto de “transformar” a la sociedad, basada finalmente en la incapacidad que atribuye a la ciudadanía para tomar las riendas de la política en sus propias manos, y en la tradicional desconfianza elitista frente al pueblo como responsable de su propio destino. Para el conservadurismo, el destino de una Nación depende siempre de una figura salvadora, y no de la voluntad soberana y democrática del pueblo, puesto de pie como sujeto emancipado, capacitado para actuar por sí mismo, e independiente de tutores y guías providenciales.
Finalmente, una Constitución más igualitaria y democrática, como la que muchos de los miembros de Plataforma defendemos, procuraría revertir la matriz de organización conservadora del poder que el constitucionalismo oficialista ha propiciado durante casi una década. Para esta mirada igualitaria sobre el derecho, la parte orgánica de la Constitución debería ser reemplazada por otra que articule un sistema institucional asambleario y participativo; que asegura la decisión y el control ciudadanos sobre los asuntos públicos. Esto es decir, pensamos en un sistema de gobierno contradictorio con el verticalismo, la falta de controles, y la baja intensidad participativa que el oficialismo ha exigido para consolidarse. En definitiva, consideramos que la ciudadanía debe poder tomar a su cargo la organización del poder definida en la Constitución, que hoy se deja bajo la custodia de los servidores del poder. Más específicamente, consideramos que dicha reforma sobre la organización del poder debe orientarse en una dirección precisa: la de democratizar el poder constitucional, en lugar de seguir concentrándolo para el usufructo de unos pocos que actúan para su propio beneficio pero bajo el nombre impropio de todos.
De este modo, tornaríamos más consistente la sección constitucional referida a los derechos, que se ha ido “democratizando” (luego de haber estado al servicio de la limitación de los derechos políticos), con la referida a la organización del poder, que continúa trabajando a favor de una institucionalidad política jerárquica y poco democratizada, y que considera al voto periódico como exclusiva forma real de la participación política.
La perspectiva democrática que reivindicamos no consiste en fantochadas leguleyas como las que hoy la coalición gobernante alega para esconder su propósito reeleccionista, sino en la recuperación del pueblo como sujeto emancipado, no dependiente de nadie y responsable de las decisiones que por sí mismo toma.
Firmantes:
Osvaldo. J. Acerbo, Raúl Albanece, Graciela B. Alonso, César Altamira, Mirta Antonelli, Omar Arach, Adriana Armanino, Diego Hernán Armesto, Abel Ayala, Jonatan Baldiviezo, Pedro Antonio Barbagelata, Alberto Barbeito, Liliana Barletta, Santiago Bauer, Enrique Bernis, Aníbal G. Bibiloni, Héctor Bidonde, Mario Raúl Bordón, Jorge Brega, José Emilio Burucúa, Pablo Esteban Cabo, Alberto Campos Carlés, Ana Candioti, Ricardo Domingo Cantore, Marcela Car, María Emilia Carabelli, Martín Casalongue, Aldo Castagnari, Ana María Cecchini, Antonio Célico, Juan Antonio Córdoba, Nora Correas, Bibiana Apolonia del Brutto, Blanca Dieguez, Gaia Dimitriu, Diana Dowek, Diego Martín Durán, Lucila Edelman, David Encina, Federico Esswein, Juan Eduardo Fentanes, Cristian Hernán Fernández, Carlos Figueroa, Ana Flores, Carlos Maria Freire, Mario Galvano, Paula Gandino, Juan García Gayo, Stella Maris García, Roberto Gargarella, Adriana Genta, Elsa Beatriz Gil, Facundo Giuliano, Analía González, Eliana González, Alejandro Haimovich, Liliana Helman, Germán Hernandez Araguna, Eduardo Iglesias Brickles, Alicia Jardel, Alejandro Katz, Mario Kiektik, Leandro Klink, Diana Kordon, Gabriel Kordon, María Laura Kufalescis, María Dulce Kugler, Silvana Inés Lado, Darío Lagos, Christian Lange, Alba Lanzillotto, Ruben Laporte, Gustavo Lattarulo, Gabriel Levinas, Javier Lindenboim, Alicia Lissidini, Rubén Lo Vuolo, Andrea Lopetegui, Julián López, María Inés Luchetti, Isabel Lucioni, Francisco Martini, Gabriela Massuh, María Carolina Mauri, Horacio Medrano, Francisco Menéndez, Carlos Micucci, Horacio Micucci, Juan Domingo Miranda, Carlos F. Mosquera, Carlos E. Moya, Nora Moyano, Juan Pablo Mugnolo, Marta Muhlrad, José Onaindia, Ana Pagano, Nora Paladino, Vanina Papalini, Carlos Penelas, María Rosa Pfeiffer, Alberto Pinus, Dolores Plana, Marcelo Plana, Roberto Pozzo, Luis A. Quesada Allué,Sergio E. Quintero, Daniel Rodriguez, Mabel Ruggiero, Alfredo Saavedra, Horacio Safons, Liliana Saguin, Silvio Saks, Sergio Salvatore, Agustín Salvia, Alicia E. Sánchez, Norma E. Sánchez, Ana Sarchione, Sebastián Sayago, Mónica Scandizzo, Alejandro Schweitzer, Diego Seguí, Claudio Simiz, Pablo Stefanoni, Carlos abel Suárez, Teresa Suarez, Maristella Svampa, Pablo Tassart, Nicolás Tauber Sanz, Osvaldo Tcherkaski, Jaco Tieffenberg, Sergio Torrado, Enrique Viale, Franco Vico, Susana Vior, Walter Walker, Dennis Weisbrot, Bernardino Zaffrani, Patricia Zangaro, Juan Zanoni, Horacio Miguel Hernán Zapata, Maximiliano Zwenger,
Para adherir: plataforma.2012@yahoo.com.ar
[1] Por citar sólo un caso, el “derecho a la salud,” invocado por algunos como “faltante” en la Constitución, se encuentra recogido ya en el PIDESC, un tratado internacional con jerarquía constitucional.
[2] En sentido similar, el “matrimonio igualitario”, convertido en ley recientemente, fue defendido en los debates legislativos en nombre de la Constitución, y no a pesar de ella.
[3] Por lo demás, cabría recordar que algunas de las cláusulas constitucionales que hoy se describen como “neoliberales” –típicamente, la referida a la propiedad de recursos naturales por parte de las provincias- son hijas directas de la intervención de la actual Presidenta y su marido en la Convención Constituyente.
[4] Por otro lado, las pocas reformas institucionales en las que se ha involucrado la coalición gobernante, han sido reformas destinadas a servirse a sí mismo, expandiendo su propio poder y limitando el de los grupos que le son contrarios –reformas que, por ello mismo, deberían considerarse como contrarias a la Constitución. La reforma del Consejo de la Magistratura, por caso, ha venido a desafiar el propio equilibrio propuesto por la Constitución, y a favorecer la influencia del Ejecutivo en el poder sobre el Consejo existente. Del mismo modo, la reforma a la Ley de Partidos Políticos vigente, ha venido a hacer más difícil la participación política de las fracciones políticas minoritarias. En esta ocasión, cabe recordarlo, los grupos minoritarios aceptaron la ley a cambio de la aprobación de dos artículos -los arts. 107 y 108 de la misma-, que diferían los plazos de entrada en vigencia de la ley, dándole a los partidos más chicos cierto tiempo, y así la oportunidad de reorganizarse y cumplir con las exigencias de la ley. Sin embargo, la propia Presidenta, vetó los arts. 107 y 108 de la ley en cuestión, de modo inconstitucional (dado que el art. 80 CN impide alterar el espíritu y la unidad del proyecto sancionado por el Congreso), y en contra de la única razón que se había ofrecido a la izquierda para avalar el proyecto.
Publicado por DARÍO YANCÁN en 16:27 0 comentarios
Suscribirse a:
Entradas (Atom)