traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pp. 7-39. Edición digital de Derrida en castellano.
sábado, 22 de septiembre de 2012
"EL SIGLO Y EL PERDÓN" Entrevista a JACQUES DERRIDA por Michel Wieviorka[i],
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ENTREVISTAS,
ETICA,
FILOSOFÍA POLÍTICA,
RACISMO,
SOCIOLOGIA
traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, pp. 7-39. Edición digital de Derrida en castellano.
El perdón y el arrepentimiento están desde 
hace tres años en la base del seminario de Jacques Derrida en la 
École 
des 
hautes études 
en 
sciences 
sociales. ¿Qué 
significa el concepto de perdón? ¿De dónde viene? ¿Se impone a todos 
y a todas las culturas? ¿Puede ser trasladado 
al orden de lo jurídico? ¿De lo Político?¿Y en qué condiciones? ¿Pero, en ese 
caso, quién lo concede? ¿Y a quién? ¿ Y en nombre de qué, de 
quién?
Michel Wieviorka. Su seminario trata 
acerca de la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón, 
¿puede ser colectivo, es decir, político e histórico?
 Jacques 
Derrida. En principio, no 
hay un límite para el perdón, no hay medida, no hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre que, 
evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora bien, ¿a 
qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién requiere, quién 
apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar 
las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a 
situar.
 1. En primer lugar, 
porque se mantiene el equívoco, principalmente en los debates políticos que 
reactivan y desplazan hoy esta noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a 
menudo, a veces calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la 
amnistía, la prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las 
cuales corresponden al 
derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería permanecer en 
principio heterogéneo e irreductible.
 2. Por enigmático que siga siendo el 
concepto de perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que 
tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, 
para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición 
-compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en 
vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en 
juego o saca a la luz.
 3. En consecuencia y éste es uno de los 
hilos conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión 
misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con ella 
toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de 
confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario 
geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos 
no sólo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales, 
los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado, 
pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es (en el caso de 
Japón o de Corea, por ejemplo) el de la religión dominante en su sociedad, pero 
que se ha transformado en el idioma universal del derecho, la política, la 
economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta 
internacionalización. La proliferación de estas escenas de arrepentimiento y de 
“perdón” invocado, significa sin duda una urgencia universal de la memoria: es 
preciso volverse hacia el pasado; y este acto de memoria, de autoacusación, de 
“contrición”, de comparecencia, es preciso llevarlo a la vez más allá de la 
instancia jurídica y más allá de la instancia Estado-nación. Uno se pregunta, 
entonces, lo que ocurre a esta escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva 
regularmente a una serie de acontecimientos extraordinarios, los que, antes y 
durante la Segunda Guerra Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”, 
con el Tribunal de Nuremberg, la institución internacional de un concepto 
jurídico como el de “crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento 
“performativo” de una envergadura aún difícil de interpretar. 
Incluso cuando palabras como “crimen contra 
la humanidad” circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo 
fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según 
una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se confunde, 
con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva 
Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha estructurado 
el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el gran perdón, la 
gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene los rasgos, en su 
teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos a decir ¿de una 
compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a un “buen” 
movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o 
la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos a esta 
ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por un 
movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que pretendería 
acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de todos los 
crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo, “contra la 
humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los 
crímenes del pasado contra la humanidad, no 
quedaría ni un inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de 
juez o de árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de 
acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por crímenes 
contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos, 
organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes Revoluciones 
canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la emergencia de conceptos 
como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la humanidad’.
Ya se vea en esto un 
inmenso progreso, una mutación histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus 
límites, y de cimientos frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me 
inclinaría a esto, por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de 
“crimen contra la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la 
geopolítica del perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo 
sobrecogedor de la comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Sigue 
siendo único pese a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes 
sudamericanos, en Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación 
última, su legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del 
apartheid como “crimen contra 
la humanidad” por la comunidad internacional en su representación en la 
ONU.
Esa convulsión de la 
que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una conversión de hecho y 
tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque si, como creo, el 
concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta autoacusación, 
de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte, una 
sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este 
concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del 
hombre y contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su 
sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una 
interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del “prójimo” o del 
“semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la humanidad es un crimen 
contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo divino en el 
hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del 
hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la 
“mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por 
ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de 
cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.
Si, como sugería 
hace un momento, ese lenguaje atraviesa y acumula en él potentes tradiciones (la 
cultura “abrahámica” y la de un humanismo filosófico, más precisamente de un 
cosmopolitismo nacido a su vez de un injerto de estoicismo y de cristianismo 
paulino), ¿por qué se impone hoy a culturas que no son originalmente ni europeas 
ni “bíblicas”? Pienso en esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió 
perdón” a los coreanos y a los chinos por las violencias pasadas. Presentó 
ciertamente sus heartfelt apologies a título personal, 
sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del Estado, pero un primer 
ministro compromete siempre más que una persona no pública. Recientemente hubo 
verdaderas negociaciones al respecto, esta vez oficiales y reñidas, entre el 
gobierno japonés y el gobierno surcoreano. Estaban en juego reparaciones y una 
reorientación político-económica. Esas tratativas apuntaban, como casi siempre 
ocurre, a producir una reconciliación (nacional o internacional) propicia a una 
normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de finalidades determinadas, 
era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre en el campo 
político.
Correré entonces el 
riesgo de enunciar esta proposición: cada vez que el perdón está al servicio de 
una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención, 
reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad 
(social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante 
alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo 
es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, 
ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer 
excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si 
interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica.
Por lo tanto, habría 
que interrogar desde este punto de vista lo que se llama la mundialización y lo 
que en otra parte[ii] propongo apodar la 
mundialatinización -para tomar en cuenta el efecto de 
cristiandad romana que sobredetermina actualmente todo el lenguaje del derecho, 
de la política, e incluso la interpretación del llamado “retorno de lo 
religioso”-. Ningún presunto desencanto, ninguna secularización llega a 
interrumpirlo, muy por el contrario.
Para abordar ahora 
el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común concuerdan por una vez 
con la paradoja: es preciso, me parece, partir del hecho de que, sí, existe lo 
imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que 
invoca el perdón? Si sólo se estuviera dispuesto a perdonar 
lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el “pecado venial”, entonces 
la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo a perdonar, sería lo que en 
lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño 
imperdonable. De allí la aporía que se puede describir en su formalidad seca e 
implacable, sin piedad: el perdón perdona sólo lo imperdonable. No se puede o no 
se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay, más que ahí donde existe lo 
imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. 
Sólo puede ser posible si es im-posible. Porque, en este siglo, crímenes 
monstruosos (“imperdonables”, por ende) no sólo han sido cometidos -lo que en sí 
mismo no es quizás tan nuevo- sino que se han vuelto visibles, conocidos, 
recordados, nombrados, archivados por una “conciencia universal” mejor informada 
que nunca, porque esos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar o 
porque se ha buscado hacerlos escapar, en su exceso mismo, de la medida de toda 
justicia humana, y la invocación al perdón se vio por esto (¡por lo imperdonable 
mismo, entonces!) reactivada, re-motivada, acelerada.
Al sancionarse, en 
1964, la ley que decidió en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes 
contra la humanidad, se abrió un debate. Menciono al pasar que el concepto 
jurídico de lo imprescriptible no equivale para nada al 
concepto no jurídico de lo imperdonable. Se puede mantener la 
imprescriptibilidad de un crimen, no poner ningún límite a la duración de una 
inculpación o de una acusación posible ante la ley, perdonando al mismo tiempo 
al culpable. Inversamente, se puede absolver o suspender un juicio y no obstante 
rehusar el perdón. Queda abierta la cuestión de que la singularidad del concepto 
de imprescriptibilidad (por oposición a la “prescripción”, que tiene 
equivalentes en otros derechos occidentales, por ejemplo, el norteamericano) 
responde quizás a que introduce además, como el perdón o como lo imperdonable, 
una especie de eternidad o de trascendencia, el horizonte apocalíptico de un 
juicio final: en el derecho más allá del derecho, en la historia más allá de la 
historia. Éste es un punto crucial y difícil. En un texto polémico titulado 
justamente “Lo imprescriptible”, Jankélévitch declara 
que no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad, contra la 
humanidad del hombre: no contra “enemigos” (políticos, religiosos, ideológicos), 
sino contra lo que hace del hombre un hombre -es decir, contra la capacidad 
misma de perdonar-. De modo análogo, Hegel, gran pensador del 
“perdón” y de la “reconciliación”, decía que todo es perdonable salvo el crimen 
contra el espíritu, es decir, contra la capacidad reconciliadora del perdón. 
Tratándose evidentemente de la Shoá, Jankélévitch insistía sobre todo en otro 
argumento, a sus ojos decisivo: menos aún puede hablarse de perdonar, en este 
caso, en la medida en que los criminales no han pedido perdón. 
No reconocieron su culpa y no manifestaron ningún arrepentimiento. 
Esto es al menos lo que sostiene, algo apresuradamente quizás, 
Jankélévitch.
Ahora bien, yo 
estaría tentado a recusar esa lógica condicional del 
intercambio, esa presuposición tan ampliamente difundida 
según la cual sólo se podría considerar el perdón con la 
condición de que sea pedido, en un escenario de arrepentimiento 
que atestiguase a la vez la conciencia de la falta, la transformación del 
culpable y el compromiso al menos implícito de hacer todo para evitar el retorno 
del mal. Hay ahí una transacción económica que a la vez 
confirma y contradice la tradición abrahámica de la que hablamos. Es 
importante analizar a fondo la tensión, en el seno de la herencia, entre 
por una parte la idea, que es también una exigencia, del 
perdón incondicional, gratuito, infinito, aneconómico, 
concedido al culpable en tanto culpable, sin contrapartida, 
incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón y, por otra 
parte, como lo testimonian gran cantidad de textos, a través de 
muchas dificultades y sutilezas semánticas, un perdón 
condicional, proporcional al reconocimiento de la falta, al 
arrepentimiento y a la transformación del pecador, que pide explícitamente el 
perdón. Y quien entonces no es ya decididamente el culpable sino ahora otro, y 
mejor que el culpable. En esta medida, y con esta condición, no es ya al 
culpable como tal a quien se perdona. Una de las cuestiones 
indisociables de ésta, y que también me interesa, atañe entonces a la esencia de 
la herencia. ¿Qué es heredar cuando la herencia incluye un mandato a la vez 
doble y contradictorio? Un mandato que es preciso reorientar, interpretar 
activamente, performativamente, pero en la noche, como si debiéramos entonces, 
sin norma ni criterio preestablecidos, reinventar la memoria.
Pese a mi admirativa 
simpatía por Jankélévitch, e incluso cuando comprendo lo que inspira esta justa 
cólera, me es difícil seguirlo. Por ejemplo, cuando multiplica las imprecaciones 
contra la buena conciencia de “el alemán” o cuando truena contra el milagro 
económico del marco y la obscenidad próspera de la buena conciencia, pero sobre 
todo cuando justifica el rehusamiento a perdonar por el hecho, o más bien la 
alegación, del no-arrepentimiento. Dice, en resumen: “Si hubieran comenzado, al 
arrepentirse, por pedir perdón, hubiéramos podido considerar otorgárselo, pero 
no fue ése el caso”. Tuve más dificultad aún en seguirlo aquí en la medida en 
que, en lo que él mismo llama un “libro de filosofía”, Le 
pardon, publicado 
anteriormente, Jankélévitch había sido más favorable a la idea de un perdón 
absoluto. Reivindicaba entonces una inspiración judía y sobre todo cristiana. 
Hablaba incluso de un imperativo de amor y de una “ética hiperbólica”: una 
ética, por lo tanto, que iría más allá de las leyes, de las normas o de una 
obligación. Ética más allá de la ética, ése es quizá el lugar inhallable del 
perdón. Sin embargo, incluso en ese momento -y la contradicción por lo tanto 
subsiste- Jankélévitch no llegaba a admitir un perdón incondicional y que sería 
entonces concedido incluso a quien no lo pidiera.
Lo central del 
argumento, en “Lo imprescriptible”, y en la parte 
titulada “¿Perdonar?”, es que la singularidad de la Shoá alcanza las dimensiones 
de lo inexpiable. Ahora bien, para lo 
inexpiable no habría perdón posible, según Jankélévitch, ni siquiera perdón que 
tuviera un sentido, que produjera sentido. Porque el axioma común o dominante de 
la tradición, finalmente, y a mi modo de ver el más problemático, es que 
el perdón debe tener sentido. Y ese sentido debería 
determinarse sobre una base de salvación, de reconciliación, de redención, de 
expiación, diría incluso de sacrificio. Para Jankélévitch, desde el momento en 
que ya no se puede punir al criminal con una 
“punición proporcional a su crimen” y que, en consecuencia, el “castigo deviene 
casi indiferente”, uno se encuentra con “lo inexpiable” -dice también “lo 
irreparable” (palabra que Chirac utilizó frecuentemente en su famosa declaración 
sobre el crimen contra los judíos durante el régimen de Vichy: “Francia, ese día, 
consumaba lo irreparable”). De lo inexpiable o lo irreparable, Jankélévitch 
deduce lo imperdonable. Y lo imperdonable, según él, no se perdona. Este 
encadenamiento no me parece evidente. Por el motivo que expuse (¿qué sería un 
perdón que sólo perdonara lo perdonable?) y porque esta lógica continúa 
implicando que el perdón sigue siendo el correlato de un juicio y la 
contrapartida de una punición posibles, de una expiación 
posible, de lo “expiable”.
Porque Jankélévitch 
parece entonces dar dos cosas por sentadas (como Arendt, por ejemplo, en 
La Condition de l’homme moderne):
1. El perdón debe 
seguir siendo una posibilidad 
humana -insisto sobre estas dos palabras y sobre todo sobre ese rasgo 
antropológico que decide acerca de todo (porque siempre se tratará, en el fondo, 
de saber si el perdón es una posibilidad o no, incluso una 
facultad, en consecuencia un “yo puedo” soberano, y un poder humano o 
no).
2. Esta posibilidad 
humana es el correlato de la posibilidad de punir -no de vengarse, 
evidentemente, lo que es otra cosa, a la que el perdón es más ajeno aún, sino de 
punir según la ley-. “El 
castigo”, dice Arendt, “tiene en común con el perdón que trata de poner término 
a algo que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. Es entonces muy 
significativo, es un elemento 
estructural del dominio de los asuntos humanos [bastardillas de 
JD], 
que los 
hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden punir, y que sean incapaces 
de punir 
lo que 
se revela imperdonable.”
En “L’imprescriptible”, por lo tanto, y no 
en Le pardon, Jankélévitch se 
instala en este intercambio, en esta simetría entre punir y perdonar: el 
perdón ya no tendría sentido allí donde el crimen ha devenido, como la Shoá, 
“inexpiable”, “irreparable”, fuera de toda medida humana. “El perdón ha muerto 
en los campos de la muerte”, dice. Sí. A menos que sólo se vuelva posible a 
partir del momento en que parece imposible. Su historia comenzaría, por el 
contrario, con lo imperdonable.
Si insisto en esta 
contradicción en el seno de la herencia y en la necesidad de mantener la 
referencia a un perdón incondicional y aneconómico, es decir, más allá del 
intercambio e incluso del horizonte de una redención o una reconciliación, no lo 
hago por purismo ético o espiritual. Si digo: “Te perdono con la condición de 
que, al pedir perdón, hayas cambiado y ya no seas el mismo”, ¿acaso te perdono?; 
¿qué es lo que perdono? y ¿a quién?; ¿qué perdono y a quién?; ¿perdono algo o 
perdono a alguien?
Primera ambigüedad 
sintáctica, por otra parte, que debería detenernos largo rato; entre 
“¿a quién?” 
y “¿qué?”. 
¿Se perdona 
algo, un crimen, 
una falta, un daño, es decir un acto o un momento que no agota la persona 
incriminada y, en último análisis, no se confunde con el culpable que sigue 
siendo por lo tanto irreductible a ese algo? ¿O bien se perdona a 
alguien, absolutamente, no 
marcando ya entonces el límite entre el daño, el momento de la falta, y la 
persona que se tiene por responsable o culpable? Y en este último caso (pregunta 
“¿a quién se perdona?”), ¿se pide perdón a la víctima o a algún testigo 
absoluto, a Dios, por ejemplo a determinado Dios que prescribió que perdonáramos 
al otro (hombre) para merecer a su vez ser perdonados? (La Iglesia de Francia 
pidió perdón a Dios, no se arrepintió directamente o solamente ante los hombres, 
o ante las víctimas -por ejemplo, la comunidad judía, a la que sólo tomó como 
testigo, pero públicamente, es verdad, del perdón pedido realmente a Dios, 
etc.-.) Debo dejar abiertas estas inmensas cuestiones.
Imaginemos que 
perdono con la condición de que el culpable se arrepienta, se enmiende, pida 
perdón y por lo tanto sea transformado por un nuevo compromiso, y que desde ese 
momento ya no sea en absoluto el mismo que aquel que se hizo culpable. En ese 
caso, ¿se puede todavía hablar de un perdón? Sería demasiado fácil, de los dos 
lados: se perdonaría a otro distinto del culpable mismo. Para que exista perdón, 
¿no es preciso, por el contrario, perdonar tanto la falta como al culpable 
en tanto 
tales, 
allí donde una y otro permanecen, tan irreversiblemente como el 
mal, como el mal mismo, y serían capaces de repetirse, imperdonablemente, sin 
transformación, sin mejora, sin arrepentimiento ni promesa? ¿No se debe sostener 
que un perdón digno de ese nombre, si existe alguna vez, debe perdonar lo 
imperdonable, y sin condiciones? Esta incondicionalidad está también inscrita 
-como su contrario, a saber, la condición del arrepentimiento- en “nuestra” 
herencia, aun cuando esta pureza radical puede parecer excesiva, hiperbólica, 
loca. Porque si digo, tal como lo pienso, que el perdón es loco, y que debe 
seguir siendo una locura de lo imposible, no es ciertamente para excluirlo o 
descalificarlo. Es tal vez incluso lo único que arribe, que sorprenda, como una 
revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del derecho. 
Porque esto quiere decir que sigue siendo heterogéneo al orden de lo político o 
de lo jurídico tal como se los entiende comúnmente. Jamás se podría, en ese 
sentido corriente de las palabras, fundar una política o un derecho sobre el 
perdón. En todas las escenas geopolíticas de las que hablábamos, se abusa de la 
palabra “perdón”. Porque siempre se trata de negociaciones más o menos 
declaradas, de transacciones calculadas, de condiciones y, como diría 
Kant, 
de 
imperativos hipotéticos. Estas maniobras pueden ciertamente parecer honorables. 
Por ejemplo, en nombre de la “reconciliación nacional”, expresión a la que De 
Gaulle, 
Pompidou y Mitterrand han recurrido en el momento en que creyeron 
tener que asumir la responsabilidad de borrar las deudas y los crímenes del 
pasado, bajo la Ocupación o durante la guerra de Argelia. En Francia, los más 
altos responsables políticos adoptaron por lo regular el mismo lenguaje: es 
preciso proceder a la reconciliación por la amnistía y reconstituir así la 
unidad nacional. Es un leitmotiv de la retórica de 
todos los jefes de Estado y primeros ministros franceses desde la Segunda Guerra 
Mundial, sin 
excepción. 
Fue 
literalmente el lenguaje de los que, tras el primer momento de depuración, 
decidieron la gran amnistía de 1951 para los crímenes cometidos bajo la 
Ocupación. Una noche, en un documental de archivo, escuché a M. Cavaillet decir, 
lo cito de memoria, que siendo entonces parlamentario, había votado por la ley 
de amnistía de 1951 porque era preciso, decía, “saber 
olvidar”; tanto más cuanto 
que en aquel momento -Cavaillet insistía duramente en ello-, el peligro 
comunista se vivía como lo más urgente. Había que hacer reingresar en la 
comunidad nacional a todos los anticomunistas que, colaboracionistas unos años 
antes, corrían el riesgo de verse excluidos del campo político por una ley 
demasiado severa y por una depuración demasiado poco olvidadiza. Reconstruir la 
unidad nacional significaba rearmarse de todas las fuerzas disponibles en un 
combate que continuaba, esta vez en tiempos de paz o de la llamada guerra fría. 
Siempre hay un cálculo estratégico y político en el gesto generoso de quien 
ofrece la reconciliación o la amnistía, y es necesario integrar siempre este 
cálculo en nuestros análisis. “Reconciliación nacional”, ése fue también, como 
dije, el lenguaje explícito de De Gaulle cuando volvió por 
primera vez a Vichy y pronunció allí un famoso discurso sobre la unidad y la unicidad 
de Francia; ése fue literalmente el discurso de Pompidou, que habló también, en 
una famosa conferencia de prensa, de “reconciliación nacional” y de división 
superada cuando indultó a Touvier; ése fue también el lenguaje de Mitterrand 
cuando sostuvo, en varias ocasiones, que él era garante de la unidad nacional, y 
muy precisamente cuando rehusó declarar la culpabilidad de Francia bajo el 
régimen de Vichy (al que calificaba, como usted sabe, de poder no-legítimo o 
no-representativo, apropiado por una minoría de extremistas, mientras que 
sabemos que la cosa es más complicada, y no sólo desde el punto de vista formal 
y legal, pero dejemos esto). Inversamente, cuando el cuerpo de la nación puede 
soportar sin riesgo una división menor o ver incluso su unidad reforzada por 
procesos, por aperturas de archivos, por “levantamientos de represión”, entonces 
otros cálculos dictan hacer justicia en forma más rigurosa y más pública a lo 
que se llama el “deber de memoria”.
Siempre el mismo 
desvelo: actuar de modo que la nación sobreviva a sus discordias, que los 
traumatismos cedan al trabajo de duelo, y que el Estado-nación no se vea ganado 
por la parálisis. Pero aun ahí donde se lo podría justificar, ese imperativo 
“ecológico” de la salud social y política no tiene nada que ver con el “perdón” 
de que se habla en ese caso muy ligeramente. El perdón no corresponde, jamás 
debería corresponder, a una terapia de la reconciliación. Volvamos al notable 
ejemplo de Sudáfrica. Todavía en prisión, Mandela sintió el deber de asumir él 
mismo la decisión de negociar el principio de un procedimiento de amnistía. Para 
permitir sobre todo el regreso de los exiliados del Congreso Nacional Africano. 
Y con miras a una reconciliación nacional sin la cual el país hubiera sido 
barrido a sangre y fuego por la venganza. Pero igual que la absolución, el 
sobreseimiento, e incluso el “indulto” (excepción jurídico-política de la que 
volveremos a hablar), tampoco la amnistía significa el perdón. Ahora bien, 
cuando Desmond Tutu 
fue 
nombrado presidente de la Comisión Verdad 
y 
Reconciliación, cristianizó el 
lenguaje de una institución destinada a tratar únicamente crímenes de motivación 
“política” (problema enorme que renuncio a tratar aquí, como renuncio a analizar 
la compleja estructura de la mencionada comisión, en sus relaciones con las 
otras instancias judiciales y procedimientos penales que debían seguir su 
curso). Con tanta buena voluntad como confusión, me parece, Tutu, arzobispo anglicano, 
introduce el vocabulario del arrepentimiento y del perdón. Esto le fue 
reprochado, además, y entre otras cosas, por una parte no cristiana de la 
comunidad negra. Sin hablar de los peligrosos riesgos de traducción que aquí 
sólo puedo mencionar pero que, como el recurso al lenguaje mismo, atañen también 
al segundo aspecto de su pregunta: la escena del perdón, ¿es una confrontación 
personal o bien apela a alguna mediación institucional? (Y el lenguaje mismo, la 
lengua, es aquí una primera institución mediadora.) En principio, entonces, 
siempre para seguir una concepción de la tradición abrahámica, el perdón debe 
comprometer dos singularidades: el culpable (el “perpetrator”, como se dice en 
Sudáfrica) y la víctima. Desde el momento en que interviene un tercero se puede 
a lo sumo hablar de amnistía, de reconciliación, de reparación, etc. Pero 
ciertamente no de perdón puro, en sentido estricto. El estatuto de la 
Comisión Verdad y Reconciliación es sumamente ambiguo 
en este asunto, como el discurso de Tutu, que oscila entre una 
lógica no penal y no reparadora del “perdón” (la llama “restauradora”) y una 
lógica judicial de la amnistía. Se debería analizar con más detalle la 
inestabilidad equívoca de todas esas autointerpretaciones. 
Gracias a una 
confusión entre el orden del perdón y el orden de la justicia -pero abusando 
tanto de su heterogeneidad como del hecho de que el tiempo del perdón escapa del 
proceso judicial-, siempre es posible remedar el escenario del perdón 
“inmediato” y casi automático para escapar de la justicia. La posibilidad de 
este cálculo está siempre abierta y se podrían dar muchos ejemplos. Y 
contraejemplos. Así, Tutu cuenta que un día 
una mujer negra atestigua ante la Comisión. Su marido había sido asesinado por 
policías torturadores. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas 
oficialmente reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la 
traduce más o menos así, en su idioma cristiano (anglo-anglicano): “Una comisión 
o un gobierno no puede perdonar. Sólo yo, eventualmente, podría hacerlo. 
(And 
I am rot ready to forgive.) Y 
no 
estoy dispuesta a perdonar -o lista para perdonar-”. Palabras muy difíciles de 
entender. Esta mujer víctima, esta mujer de víctima[iii] quería seguramente 
recordar que el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede 
perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de hacerlo; y eso no tendría además 
ningún sentido. El representante del Estado puede juzgar, pero el perdón no 
tiene nada que ver con el juicio, justamente. Ni siquiera con el espacio público 
o político. Incluso si el perdón fuera “justo”, lo sería de una justicia que no 
tiene nada que ver con la justicia judicial, con el derecho. Hay tribunales de 
justicia para eso, y esos tribunales jamás perdonan, en el sentido estricto de 
este término. Esta mujer quería tal vez sugerir otra cosa: si alguien tiene 
alguna calificación para perdonar, es sólo la víctima y no una institución 
tercera. Porque por otra parte, incluso si esta esposa también era una víctima, 
de todos modos, la víctima absoluta, si se puede decir así, seguía siendo su 
marido muerto. Sólo el muerto hubiera podido, legítimamente, considerar el 
perdón. La sobreviviente no estaba dispuesta a sustituir abusivamente al muerto. 
Inmensa y dolorosa experiencia del sobreviviente: ¿quién tendría el derecho de 
perdonar en nombre de víctimas desaparecidas? Éstas están siempre ausentes, en 
cierta manera. Desaparecidas por esencia, nunca 
están ellas mismas absolutamente presentes, en el momento del perdón invocado, 
como las mismas, las que fueron en el momento del crimen; y a veces están 
ausentes en su cuerpo, incluso a menudo muertas.
Vuelvo un instante 
al equívoco de la tradición. A veces el perdón (concedido por Dios o inspirado 
por la prescripción divina) debe ser un don gratuito, sin intercambio e 
incondicional; a veces, requiere, como condición mínima, el arrepentimiento y la 
transformación del pecador. ¿Qué consecuencia resulta de esta tensión? Al menos 
ésta, que no simplifica las cosas: si nuestra idea del perdón se derrumba desde 
el momento en que se la priva de su polo de referencia absoluto, a saber, de su 
pureza incondicional, no obstante continúa siendo inseparable de lo que le es 
heterogéneo, a saber, el orden de las condiciones, el arrepentimiento, la 
transformación, cosas todas que le permiten inscribirse en la historia, el 
derecho, la política, la existencia misma. Estos dos polos, el incondicional y 
el condicional, son absolutamente 
heterogéneos y deben permanecer irreductibles uno al otro. Sin embargo, son 
indisociables: si se quiere, y si es preciso, que el perdón devenga efectivo, 
concreto, histórico, si se quiere que venga, que tenga lugar 
cambiando las cosas, es necesario que su pureza se comprometa en una serie de 
condiciones de todo tipo (psico-sociológicas, políticas, etc.). Es entre esos 
dos polos, irreconciliables pero indisociables, donde deben tomarse 
las decisiones y las responsabilidades. Pero pese a todas las confusiones que 
reducen el perdón a la amnistía o a la amnesia, a la absolución o a la 
prescripción, al trabajo de duelo o a alguna terapia política de reconciliación, 
en suma a alguna ecología histórica, jamás habría que olvidar que todo esto se 
refiere a una cierta idea del perdón puro e incondicional, sin la cual este 
discurso no tendría el menor sentido. Lo que complica la cuestión del “sentido” 
es nuevamente esto, como lo sugería recién: el perdón puro e incondicional, para 
tener su sentido estricto, debe no tener ningún “sentido”, incluso ninguna 
finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura de lo imposible. Habría que 
seguir ocupándose sin descanso de las consecuencias de esta paradoja o 
aporía.
Lo que se denomina 
el derecho de gracia es un ejemplo de 
esto, a la vez un ejemplo entre otros y el modelo ejemplar. Porque si es verdad 
que el perdón debería permanecer heterogéneo al orden jurídico-político, 
judicial o penal; si es verdad que debería cada vez, en cada caso, seguir siendo 
una excepción absoluta, hay una excepción a esta ley de excepción, en cierto 
modo, y es justamente, en Occidente, esa tradición teológica que concede al 
soberano un derecho exorbitante. Porque el derecho de gracia es precisamente, 
como su nombre lo indica, del orden del derecho, pero de un derecho que inscribe 
en las leyes un poder por encima de las leyes. El monarca absoluto de derecho 
divino puede indultar a un criminal, es decir, practicar, en nombre del Estado, 
un perdón que trasciende y neutraliza el derecho. Derecho por encima del 
derecho. Como la idea de soberanía misma, este derecho de gracia fue readaptado 
en la herencia republicana. En algunos Estados modernos de tipo democrático, 
como Francia, se diría que ha sido secularizado (si esta palabra tuviera un 
sentido fuera de la tradición religiosa que mantiene, aunque pretenda sustraerse 
a ella). En otros, como los Estados Unidos, la secularización no es siquiera un 
simulacro, puesto que el presidente y los gobernadores, que tienen el derecho de 
gracia (pardon, 
clemency), prestan ante todo 
juramento sobre la Biblia, sostienen discursos oficiales de tipo religioso e 
invocan el nombre o la bendición de Dios cada vez que se dirigen a la nación. Lo 
que importa en esta excepción absoluta que es el derecho de gracia, es que la 
excepción del derecho, la 
excepción al derecho está situada 
en la cúspide o en el fundamento de lo jurídico-político. En el cuerpo del 
soberano, encarna lo que funda, sostiene o erige, en lo más alto, con la unidad 
de la nación, la garantía de la Constitución, las condiciones y el ejercicio del 
derecho. Como siempre ocurre, el principio trascendental de un sistema no 
pertenece al sistema. Le es extraño como una excepción.
Sin discutir el 
principio de este derecho de gracia, por más “elevado” que sea, por más noble 
pero también más “escurridizo” y más equívoco, más peligroso, más arbitrario que 
sea, Kant 
recuerda la estricta limitación que habría que imponerle para que 
no diera lugar a las peores injusticias: que el soberano sólo pueda indultar ahí 
donde el crimen lo afecta a él mismo (y afecta por lo tanto, en su cuerpo, la 
garantía misma del derecho, del Estado de derecho y del Estado). Como en la 
lógica hegeliana de la que hablábamos antes, sólo es imperdonable el crimen 
contra lo que da el poder de perdonar, el crimen contra el perdón, en definitiva 
-el espíritu según Hegel, y lo que él llama “el espíritu del cristianismo”-, pero es 
justamente esto imperdonable, y sólo esto imperdonable, lo que el soberano tiene 
todavía el derecho de perdonar, y solamente cuando “el cuerpo del rey”, en su 
función soberana, es afectado a través del otro “cuerpo del rey”, que es aquí lo 
“mismo”, el cuerpo de carne, singular y empírico. Fuera de esta excepción 
absoluta, en todos los demás casos, en cualquier parte donde los daños afecten a 
los sujetos mismos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia no podría 
ejercerse sin injusticia. De hecho, se sabe que siempre es ejercido por el soberano en forma 
condicional, en función de una interpretación o de un cálculo en cuanto a lo que 
entrecruce un interés particular (el propio o el de los suyos o de una fracción 
de la sociedad) y el interés del Estado. Un ejemplo reciente lo daría Clinton, 
quien nunca estuvo inclinado a indultar a nadie y que es un partidario más bien 
aguerrido de la pena de muerte. Ahora bien, él llega, utilizando su right 
to pardon, a indultar a unos 
portorriqueños encarcelados desde hacía tiempo por terrorismo. Pues bien, los 
republicanos no dejaron de cuestionar este privilegio absoluto del Ejecutivo, 
acusando al Presidente de haber querido así ayudar a Hillary Clinton en su 
próxima campaña electoral en Nueva York, donde, como sabemos, los 
puertorriqueños son muchos.
En el caso a la vez 
excepcional y ejemplar del derecho de gracia, allí donde lo que excede lo 
jurídico-político se inscribe, para fundarlo, en el derecho constitucional, 
hay y no hay ese encuentro o esa 
confrontación personal, y del cual puede pensarse que es exigido por la esencia 
misma del perdón. Ahí donde éste debería sólo comprometer singularidades 
absolutas, no puede manifestarse en cierta forma sin 
apelar al tercero, a la institución, al carácter de social, a la herencia 
transgeneracional, al sobreviviente en general; y ante todo a esa instancia 
universalizante que es el lenguaje. ¿Puede haber ahí, de una o de otra parte, un 
escenario de perdón sin un lenguaje compartido? No se comparte sólo una lengua 
nacional o un idioma, sino un acuerdo sobre el sentido de las palabras, sus 
connotaciones, la retórica, la orientación de una referencia, etc. Ésa es otra 
forma de la misma aporía: cuando la víctima y el culpable no comparten ningún 
lenguaje, cuando nada común y universal les permite entenderse, el perdón parece 
privado de sentido, uno se encuentra precisamente con lo imperdonable absoluto, 
con esa imposibilidad de perdonar de la que decíamos sin embargo hace un momento 
que era, paradójicamente, el elemento mismo de cualquier perdón posible. Para 
perdonar es preciso por un 
lado que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la 
falta, saber quién es culpable de qué mal hacia quién, etc. Cosa ya muy 
improbable. Porque imagínese lo que una “lógica del inconsciente” vendría a 
perturbar en ese “saber”, y en todos los esquemas en que detenta no obstante una 
“verdad”. Imaginemos además lo que pasaría cuando la misma perturbación hiciera 
temblar todo, cuando llegara a repercutir en el “trabajo del duelo”, en la 
“terapia” de la que hablábamos, y en el derecho y en la política. Porque si un 
perdón puro no puede -no debe- presentarse 
como tal, exhibirse por lo tanto en el teatro de la conciencia sin, 
en el mismo acto, negarse, mentir o reafirmar una soberanía, ¿cómo saber lo que 
es un perdón -si algún día tiene lugar-, y quién perdona a quién, o qué a quién? 
Porque por otro lado, si es preciso, como decíamos recién, que 
ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta, saber, a 
conciencia, quién es culpable de qué mal hacia quién, etc., y esto sigue siendo 
muy improbable, lo contrario también es verdad. Al mismo tiempo, es preciso 
efectivamente que la alteridad, la no-identificación, la incomprensión misma 
permanezcan irreductibles. El perdón es, por lo tanto, loco, debe hundirse, pero 
lúcidamente, en la noche de lo ininteligible. Llamemos a esto lo inconsciente o 
la no-conciencia, como usted prefiera. Desde que la víctima “comprende” al 
criminal, desde que intercambia, habla, se entiende con él, la escena de la 
reconciliación ha comenzado, y con ella ese perdón usual que es cualquier cosa 
menos un perdón. Aun si digo “no te perdono” a alguien que me pide 
perdón, pero a quien comprendo y me comprende, entonces ha comenzado un proceso 
de reconciliación, el tercero ha intervenido. Pero se acabó el asunto del perdón 
puro.
M. W. En las situaciones 
más terribles, en África, en Kosovo, ¿no se trata, precisamente, de una barbarie 
de proximidad, donde el crimen se produce entre personas que se conocen? ¿El 
perdón no implica lo imposible: estar al mismo tiempo en algo diferente de la 
situación anterior, antes del crimen, comprendiendo simultáneamente la situación 
anterior?
 J. Derrida: En lo que usted 
llama la “situación anterior” podría haber, en efecto, todo tipo de 
proximidades: lenguaje, vecindad, familiaridad, incluso familia, etc. Pero para 
que el mal surja, el “mal radical” y quizá peor aún, el mal imperdonable, el 
único que hace surgir la cuestión del perdón, es preciso que, en lo más íntimo 
de esta intimidad, un odio absoluto venga a interrumpir la paz. Esta hostilidad 
destructora sólo puede dirigirse a lo que Lévinas llama el “rostro” del otro, el 
otro semejante, el prójimo más próximo, entre el bosnio y el servio, por 
ejemplo, dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la misma familia. 
¿El perdón debe entonces tapar el agujero? ¿Debe suturar la herida en un proceso 
de reconciliación? ¿O bien dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía, 
fusión o confusión? Por supuesto, nadie se atrevería decentemente a objetar el 
imperativo de la reconciliación. Es mejor poner fin a los crímenes y a las 
discordias. Pero, una vez más, creo que hay que distinguir entre el perdón y el 
proceso de reconciliación, esta reconstitución de una salud o de una 
“normalidad”, por necesarias y deseables que puedan parecer a través de las 
amnesias, el “trabajo de duelo”, etc. Un perdón “finalizado” no 
es un perdón, es sólo una estrategia política o una economía psicoterapéutica. 
En Argelia hoy, pese al dolor infinito de las víctimas y el daño irreparable que 
sufren para siempre, se puede pensar, ciertamente, que la supervivencia del 
país, de la sociedad y del Estado pasa por el anunciado proceso de 
reconciliación. Desde este punto de vista se puede “comprender” que un comicio 
haya aprobado la política prometida por Bouteflika. Pero creo inapropiada la 
palabra “perdón” que fue pronunciada en esa ocasión, en particular por el jefe 
del Estado argelino. Me parece injusta a la vez por respeto a las víctimas de 
crímenes atroces (ningún jefe de Estado tiene derecho a perdonar en su lugar) y 
por respeto al sentido de esta palabra, a la incondicionalidad no negociable, 
aneconómica, a-política y no-estratégica que éste prescribe. Pero, una vez más, 
ese respeto por la palabra o por el concepto no traduce solamente un purismo 
semántico o filosófico. Todo tipo de “políticas” inconfesables, todo tipo de 
maniobras estratégicas pueden ampararse abusivamente tras una “retórica” o una 
“comedia” del perdón para saltear la etapa del derecho. En política, cuando se 
trata de analizar, de juzgar, hasta de oponerse prácticamente a esos abusos, es 
de rigor la exigencia conceptual, incluso allí donde ésta toma en cuenta, 
embrollándose en ellas y declarándolas, paradojas o aporías. Ésta es, una vez 
más, la condición de la responsabilidad.
M. W. ¿Entonces usted 
está permanentemente repartido entre una visión ética “hiperbólica” del perdón, 
el perdón puro, y la realidad de una sociedad ocupada en procesos pragmáticos de 
reconciliación?
 J. Derrida: Sí, permanezco 
“repartido”, como usted dice tan acertadamente. Pero sin poder, ni querer, ni 
deber optar. Ambos polos son irreductibles uno a otro, ciertamente, pero siguen 
siendo indisociables. Para modificar el curso de la “política” o de lo que usted 
acaba de llamar los “procesos pragmáticos”, para cambiar el derecho (que se 
encuentra atrapado entre los dos polos, el “ideal” y el “empírico” -y lo que me 
interesa aquí es, entre ambos, esa mediación universalizante, esa historia del 
derecho, la posibilidad de ese progreso del derecho-), es necesario referirse a 
lo que usted acaba de llamar “visión ética ‘hiperbólica’ del perdón”. Aunque yo 
no esté seguro de las palabras “visión” o “ética”, en este caso, digamos que 
sólo esta exigencia inflexible puede orientar una historia de las leyes, una 
evolución del derecho. Sólo ella puede inspirar, aquí, ahora, con urgencia, sin 
esperar, la respuesta y las responsabilidades.
Volvamos a la 
cuestión de los derechos del hombre, al concepto de 
crimen contra la humanidad, pero también de la 
soberanía. Más que nunca, esos tres motivos están ligados 
en el espacio público y en el discurso político. Aunque a menudo una cierta 
noción de la soberanía esté positivamente asociada al derecho de la persona, al 
derecho a la autodeterminación, al ideal de emancipación, por cierto a la idea 
misma de libertad, al principio de los derechos del hombre, es con frecuencia en 
nombre de los derechos del hombre y para castigar o prevenir crímenes contra la 
humanidad como se llega a limitar, al menos a pretender limitar, con 
intervenciones internacionales, la soberanía de ciertos Estados-nación. Pero de 
algunos, más que de otros. Ejemplos recientes: las intervenciones en Kosovo o en 
Timor oriental, por otra 
parte diferentes en su naturaleza y su orientación. (El caso de la Guerra del 
Golfo es complicado de modo diferente: se limita hoy la soberanía de Irak pero 
después de haber pretendido defender, contra él, la soberanía de un pequeño 
Estado -y de paso algunos otros intereses, pero no nos detengamos en eso-.) 
Estemos siempre atentos, como Hannah Arendt advierte tan 
lúcidamente, al hecho de que esta limitación de soberanía nunca es impuesta sino 
ahí donde esto es “posible” (física, militar, económicamente), es decir, siempre 
impuesta a pequeños Estados; relativamente débiles, por Estados poderosos. Estos 
últimos, celosos de su propia soberanía, limitan la de los otros. Y pesan además 
de modo determinante sobre las decisiones de las instituciones internacionales. 
Se trata de un orden y de un “estado de hecho” que pueden ser consolidados al 
servicio de los “poderosos” o bien, por el contrario, poco a poco dislocados, 
puestos en crisis, amenazados por conceptos (es decir, performativos 
instituidos, acontecimientos por esencia históricos y transformables), como el 
de los nuevos “derechos del hombre” o el de “crimen contra la humanidad”, por 
convenciones sobre el genocidio, la tortura o el terrorismo. Entre las dos 
hipótesis, todo depende de la política que recurre a estos conceptos. Pese a sus raíces y sus fundamentos 
sin edad, estos conceptos son muy jóvenes, al menos en tanto dispositivos del 
derecho internacional. Y cuando, en 1964 -apenas ayer- Francia juzgó oportuno 
decidir que los crímenes contra la humanidad seguirían siendo imprescriptibles (decisión que hizo 
posibles todos los procesos que usted conoce -ayer incluso el de Papon-), para 
eso apeló implícitamente a una especie de más allá del derecho en el derecho. Lo 
imprescriptible, 
como 
noción jurídica, no es ciertamente lo imperdonable, acabamos de ver por qué. 
Pero lo imprescriptible, vuelvo sobre esto, 
señala hacia el orden trascendente de lo incondicional, del perdón y de lo 
imperdonable, hacia una especie de ahistoricidad, incluso de eternidad y de 
Juicio Final que desborda la historia y el tiempo finito del derecho: para 
siempre, “eternamente”, en cualquier parte y siempre, un crimen contra la 
humanidad será pasible de un juicio, y jamás se borrará su archivo judicial. Por 
lo tanto, una cierta idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto más allá 
del derecho (de toda determinación histórica del derecho), ha inspirado a los 
legisladores y los parlamentarios, los que producen el derecho, cuando por 
ejemplo instituyeron en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la 
humanidad o, en forma más general, cuando transforman el derecho internacional e 
instalan tribunales universales. Esto muestra claramente que, pese a su 
apariencia teórica, especulativa, purista, abstracta, toda reflexión sobre una 
exigencia incondicional está anticipadamente comprometida, y por completo, en 
una historia concreta. Ésta puede inducir procesos de transformación -política, 
jurídica-verdaderamente sin límite.
Dicho esto, puesto 
que usted me señalaba hasta qué punto estoy “repartido” ante estas dificultades 
aparentemente insolubles, estaría tentado de dar dos tipos de respuesta. 
Por un 
lado, 
hay, debe 
haber, es preciso aceptarlo, algo “insoluble”. En política y más 
allá. Cuando los datos de un problema o de una tarea no aparecen como 
infinitamente contradictorios, ubicándome ante la aporía de una doble inyunción, 
entonces sé anticipadamente lo que hay que hacer, creo saberlo, ese saber 
organiza y programa la acción: está hecho, ya no hay decisión ni responsabilidad 
que asumir. Un cierto no-saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo 
que tengo que hacer para que tenga que hacerlo, para que me sienta libremente 
obligado a ello y sujeto a responder. Debo entonces, y sólo entonces, hacerme 
responsable de esta transacción entre dos imperativos contradictorios e 
igualmente justificados. No es que haga falta no saber. Al contrario, es 
preciso saber lo más posible y de la mejor manera posible, pero entre el saber 
más extenso, el más sutil, el más necesario, y la decisión responsable, sigue 
habiendo y debe seguir habiendo un abismo. Volvemos a encontrar aquí la 
distinción de los dos órdenes (indisociables pero heterogéneos) que nos preocupa 
desde el comienzo de esta entrevista. Por otro lado, si llamamos “política” a lo que usted designa “procesos pragmáticos 
de reconciliación”, entonces, tomando al mismo tiempo seriamente esas urgencias 
políticas, creo también que no estamos definidos por completo por la política, y 
sobre todo tampoco por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un 
Estado-nación. ¿No debemos aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo 
cuando se trata del “perdón”, algo arriva que excede toda institución, 
todo poder, toda instancia jurídico-política? Se puede imaginar que alguien, 
víctima de lo peor, en sí mismo, en los suyos, en su generación o en la 
precedente, exija que se haga justicia, que los criminales comparezcan, sean 
juzgados y condenados por un tribunal y, sin embargo, en su corazón 
perdone.
M. W. ¿Y lo 
inverso?
 J. Derrida: Lo inverso también, 
por supuesto. Se puede imaginar, y aceptar, que alguien no perdone jamás, 
incluso después de un procedimiento de absolución o de amnistía. El secreto de 
esta experiencia perdura. Debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la 
política, a la moral misma: absoluto. Pero yo haría de este principio 
transpolítico un principio político, una regla o una toma de posición política: 
también es necesario, en política, respetar el secreto, lo que excede lo 
político o lo que ya no depende de lo jurídico. Es lo que llamaría la 
“democracia por venir”. En el mal radical del que hablamos y en consecuencia en 
el enigma del perdón de lo imperdonable, hay una especie de “locura” que lo 
jurídico-político no puede abordar, menos aún apropiarse. Imaginemos una víctima 
del terrorismo, una persona cuyos hijos han sido degollados o deportados, u otra 
cuya familia ha muerto en un horno crematorio. Sea que ella diga “perdono” o “no 
perdono”, en ambos casos, no estoy seguro de comprender, incluso estoy seguro de 
no comprender, y en todo caso no tengo nada que decir. Esta zona de la 
experiencia permanece inaccesible y debo respetar ese secreto. Lo que queda por 
hacer, luego, públicamente, políticamente, jurídicamente, también sigue siendo 
difícil. Retomemos el ejemplo de Argelia. Comprendo, comparto incluso el deseo 
de los que dicen: “Hay que hacer la paz, este país debe sobrevivir, basta ya, 
esos asesinatos monstruosos, hay que hacer lo necesario para que esto se 
detenga”, y si para eso es necesario falsear hasta la mentira o la confusión 
(como cuando Bouteflika dice: “Vamos a liberar a los prisioneros políticos que 
no tienen las manos ensangrentadas”), pues bien, vaya por esta retórica abusiva, 
no habrá sido la primera en la historia reciente, menos reciente y 
sobre todo colonial de este país. Comprendo por lo tanto esta “lógica”, pero 
también comprendo la lógica opuesta, que rechaza a toda costa, y por principio, 
esta útil mistificación. Pues bien, ése es el momento de la mayor dificultad, la 
ley de la transacción responsable. Según las situaciones y según los momentos, 
las responsabilidades a asumir son diferentes. No debería hacerse, me parece, en 
la Francia de hoy, lo que se aprestan a hacer en Argelia. La sociedad francesa 
de hoy puede permitirse sacar a la luz, con un rigor inflexible, todos los 
crímenes del pasado (incluso los que se prolongan en Argelia, precisamente -y 
esto no ha terminado todavía-, puede juzgarlos y no dejar que se adormezca la 
memoria. Hay situaciones donde, por el contrario, es necesario, si no adormecer 
la memoria (esto no habría que hacerlo jamás, si fuera posible), al menos hacer 
como si, en el escenario público, se renunciase a sacar todas las consecuencias 
de esto. Nunca estamos seguros de hacer la elección justa -uno nunca sabe, nunca 
lo sabrá- de lo que se llama un saber. El futuro no nos lo hará saber mejor, 
porque habrá estado determinado, él mismo, por esa elección. Es ahí donde las 
responsabilidades deben reevaluarse a cada instante según las situaciones 
concretas, es decir, las que no esperan, las que no nos dan tiempo para la 
deliberación infinita. La respuesta no puede ser la misma en Argelia hoy, ayer o 
mañana, que en la Francia de 1945, de 1968-1970, o del año 2000. Es más que 
difícil, es infinitamente angustiante. Es la noche. Pero reconocer esas 
diferencias “contextuales” es algo muy distinto de una renuncia empirista, 
relativista o pragmatista. Justamente porque la dificultad surge en nombre y en 
razón de principios incondicionales, por lo tanto irreductibles a esas 
facilidades (empiristas, relativistas o pragmatistas). En todo caso, yo no 
reduciría la terrible cuestión de la palabra “perdón” a esos “procesos” en los 
que se encuentra anticipadamente implicada, por complejos e inevitables que 
éstos sean.
M. W. Lo que sigue siendo 
complejo es esta circulación entre la política y la ética hiperbólica. Pocas 
naciones escapan al hecho, quizás fundador, de que ha habido crímenes, 
violencias, una violencia fundadora, para hablar como René Girard, y el tema del perdón 
se vuelve muy cómodo para justificar, luego, la historia de la 
nación.
 J. 
Derrida: Todos los Estados-nación nacen y se fundan en la violencia. Creo 
irrecusable esta verdad. Sin siquiera exhibir a este respecto espectáculos 
atroces, basta con destacar una ley de estructura: el momento de fundación, el 
momento instituyente, es anterior a la ley o a la legitimidad que él instaura. 
Es, por lo tanto, fuera de la ley, y violento por eso 
mismo. Pero usted sabe que se podría “ilustrar” (¡qué palabra, aquí!) esta 
verdad abstracta con documentos terroríficos, y procedentes de las historias de 
todos los Estados, los más viejos y los más jóvenes. Antes de las formas 
modernas de lo que se llama, en sentido estricto, el “colonialismo”, todos los 
Estados (me atrevería incluso a decir, sin jugar demasiado con la palabra y la 
etimología, todas las culturas) tienen su origen en una 
agresión de tipo colonial. Esta violencia fundadora 
no es sólo olvidada. La fundación se hace para ocultarla; 
tiende por esencia a organizar la amnesia, a veces bajo la celebración y la 
sublimación de los grandes comienzos. Ahora bien, lo que parece singular hoy, e 
inédito, es el proyecto de hacer comparecer Estados, o al 
menos jefes de Estado en cuanto tales (Pinochet), e incluso jefes de Estado en 
ejercicio (Milosevic) ante instancias universales. Se trata ahí sólo de 
proyectos o de hipótesis, pero esta posibilidad basta para anunciar una 
mutación: ésta constituye de por sí un acontecimiento capital. La soberanía del 
Estado, la inmunidad de un jefe de Estado ya no son, en principio, en derecho, 
intangibles. Evidentemente, subsistirán por largo tiempo muchos equívocos, ante 
los cuales es necesario redoblar la vigilancia. Estamos lejos de pasar a los 
actos y de poner estos proyectos en marcha, porque el derecho internacional 
depende todavía demasiado de Estados-nación soberanos y poderosos. Además, 
cuando se pasa al acto, en nombre de derechos universales del Hombre o contra 
“crímenes contra la humanidad”, se lo hace a menudo en forma interesada, en 
consideración de estrategias complejas y a veces contradictorias, en una 
situación donde se depende enteramente de Estados no solamente celosos de su 
propia soberanía, sino dominantes en el escenario internacional, apurados por 
intervenir aquí más bien o más pronto que allá, por ejemplo en Kosovo más bien 
que en Chechenia, para limitarse a ejemplos recientes, etc., y excluyendo, por 
supuesto, toda intervención en ellos; de allí por ejemplo la hostilidad de China 
a cualquier injerencia de este tipo en Asia, en Timor, por ejemplo -esto 
podría dar ideas del lado del Tíbet-; o también de ciertos países llamados “del 
Sur”, ante las competencias universales prometidas a la Corte penal 
internacional, etcétera.
Volvemos 
regularmente a esta historia de la soberanía. Y puesto que hablamos del perdón, 
lo que hace al “te perdono” a veces insoportable u odioso, hasta obsceno, es la 
afirmación de soberanía. Esta se dirige a menudo de arriba abajo, 
confirma su propia libertad o se arroga el poder de perdonar, ya sea como 
víctima o en nombre de la víctima. Ahora bien, es necesario además pensar en una 
victimización absoluta, la que priva a la víctima de la vida, o del derecho a la 
palabra, o de esa libertad, de esa fuerza y ese poder que 
autorizan, que permiten acceder a la posición del “te 
perdono”. Ahí, lo imperdonable consistiría en privar a la víctima de ese derecho 
a la palabra, de la palabra misma, de la posibilidad de toda manifestación, de 
todo testimonio. La víctima sería entonces víctima, además, de verse despojada 
de la posibilidad mínima, elemental, de considerar 
virtualmente perdonar lo imperdonable. Este crimen absoluto 
no adviene solamente en la figura del asesinato.
Inmensa dificultad, 
pues. Cada vez que el perdón es efectivamente ejercido, parece suponer algún 
poder soberano. Puede ser el poder soberano de un alma noble y fuerte, pero 
también un poder de Estado que dispone de una legitimidad incuestionada, de la 
potencia necesaria para organizar un proceso, un juicio aplicable o, 
eventualmente, la absolución, la amnistía o el perdón. Si, como lo pretenden 
Jankélévitch y Arendt (ya he expresado mis reservas al respecto), sólo se 
perdona allí donde se podría juzgar y castigar, por lo tanto evaluar, entonces 
la instalación, la institución de una instancia de juicio supone un poder, una 
fuerza, una soberanía. Usted conoce el argumento “revisionista”: el tribunal de 
Nuremberg era la invención de los vencedores, estaba a su disposición, tanto 
para establecer el derecho, juzgar y condenar, como para exculpar, 
etcétera.
Con lo que sueño, 
aquello que intento pensar como la “pureza” de un perdón digno de ese nombre, 
sería un perdón sin poder: incondicional, pero sin 
soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente 
imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y 
soberanía. ¿Se hará algún día? C’est pas demain la veille,[iv] como se dice. Pero, 
puesto que la hipótesis de esta tarea impresentable se anuncia, aunque sea como 
una ilusión para el pensamiento, esta locura no es quizás tan loca...
[i] 
Esta entrevista entre Jacques Derrida y Michel Wieviorka 
fue publicada con 
este título en el número 9 de 
Monde des débats (diciembre de 
1999).
[iii] 
Habría mucho para decir aquí sobre las diferencias sexuales, 
ya se trate de las víctimas o de su testimonio. Tutu cuenta también cómo algunas mujeres perdonaron en presencia de los 
victimarios. Pero Antje Krog, en 
un libro admirable, The Country of my Skull, 
describe además la situación de mujeres militantes 
que, violadas y ante todo acusadas por los torturadores de no ser militantes 
sino rameras, no podían siquiera atestiguarlo ante la Comisión, ni tampoco en su 
familia, sin desnudarse, sin mostrar sus cicatrices o sin exponerse una vez más, 
por su testimonio mismo, a otra violencia. La “cuestión del perdón” no podía 
siquiera plantearse públicamente a estas mujeres, algunas de las cuales ocupan 
actualmente altas responsabilidades en el Estado. En Sudáfrica existe una 
Gender Commission para este tema.
[iv] 
Del lenguaje familiar, literalmente “no es mañana la 
víspera”, para significar “no será en lo inmediato”. [N. de la 
T.]
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DARÍO YANCÁN
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lunes, 17 de septiembre de 2012
"FUNDAMENTOS. LA PROPUESTA DE REFORMA CONSTITUCIONAL." por Plataforma 2012
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DERECHO,
MANIFIESTO
Septiembre de 2012
Para abordar la cuestión Constitucional el presente documento de Plataforma 2012 propone reflexionar sobre cuatro áreas fundamentales que pueden ser resumidas en las siguientes proposiciones: 
I- El principal problema constitucional que hoy enfrenta el país no se relaciona con lo que la Constitución incluye u omite incluir en su texto, sino con las violaciones a derechos fundamentales que sufre día a día nuestro pueblo, con las acciones que el actual gobierno ha llevado adelante para desvirtuar la Constitución, y las omisiones en que ha incurrido, impidiendo cumplirla.
II- La Constitución vigente ya incluye la mayoría de las reformas que el gobierno demanda.
III- La Constitución vigente no es ni ha sido un freno a políticas reformistas.
IV- Existen razones para cambiar la matriz del modelo constitucional que tenemos, pero en una dirección muy diferente a la propuesta por el gobierno.
Veamos cada una de estas proposiciones:
I. El principal problema constitucional que hoy enfrenta el país no se relaciona con lo que la Constitución incluye u omite incluir en su texto, sino con las violaciones a derechos fundamentales que sufre día a día nuestro pueblo, con las acciones que el actual gobierno ha llevado adelante para desvirtuar la Constitución, y las omisiones en que ha incurrido, impidiendo cumplirla.
Cuando uno presta atención a las razones que invoca el oficialismo a favor de una reforma constitucional, advierte que en realidad los problemas que se señalan no encuentran su fuente en la Constitución, sino en indebidas acciones y omisiones constitucionales del gobierno. Dichas acciones y omisiones son numerosas, y tan preocupantes como llamativas, sobre todo teniendo en cuenta la amplia mayoría legislativa con la que cuenta el oficialismo -una mayoría que le permitiría remediar prontamente algunos de los problemas jurídicos que hoy se enfrentan y que no justifican una reforma constitucional. Para ilustrar lo dicho, tomemos algunos casos relevantes.
En primer lugar, ¿es necesaria una reforma constitucional para incorporar a la Constitución elementos de protección del ambiente, necesarios para estar a la altura de los tiempos? En realidad, la Constitución ya incluye múltiples e interesantes referencias relacionadas con la protección del ambiente, su preservación, su utilización racional, el respeto del patrimonio natural y cultural y de diversidad biológica, a través de normas que son obligatorias tanto para la Nación como las provincias (especialmente, art. 41 CN). No. Las violaciones a los derechos del ambiente, que hoy padecemos, se vinculan con acciones que hoy se llevan a cabo, en violación (y no por requerimiento) de la Constitución. Y, en relación con lo anterior, ¿qué decir del argumento que sugiere la necesidad de una reforma constitucional para promover los derechos de los pueblos indígenas, sobre todo en cuestiones relacionadas con el ambiente y el territorio en el que viven? Tampoco es un argumento relevante. El texto fundamental, por ejemplo, ya hace referencias directas a la participación de los pueblos indígenas en “la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten” (art. 75 inc. 17 CN). Ocurre, en todo caso, que a pesar de las exigencias constitucionales, el gobierno se ha negado a dictar leyes más protectoras de las comunidades indígenas, a la vez que ha violentado sistemáticamente los derechos territoriales de los pueblos originarios, que no han sido consultados -como era obligatorio hacerlo, de acuerdo con la Constitución- cada vez que se decidió explotar los recursos que se sitúan en sus territorios.
Cabe agregar, por lo demás, que el oficialismo tampoco se ha animado a iniciar otros debates orientados a consolidar el carácter colectivo de los derechos, o a afirmar la interdependencia de los derechos, o a establecer nuevos paradigmas bajo los cuales no puedan realizarse interpretaciones y aplicaciones desarrollistas o economicistas de los derechos ya reconocidos. Discusiones con esta profundidad y sentido se han dado en otros países latinoamericanos en la última década (en países como Bolivia o Ecuador), al momento de pensar sus nuevas constituciones (incluyendo referencias a otras democracias, como la comunitaria y la participativa; o al derecho a proteger y conservar los bienes comunes, entre otros).
Un ejemplo particularmente ilustrativo de la política del gobierno en la materia (que evidencia su permanente doble discurso), se advierte en el actual proceso de reforma del Código Civil. A pesar de lo que exige la Constitución al respecto, y en contra además de lo establecido por el Convenio 169 de la OIT, y la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, el gobierno se ha empeñado en aprobar el Código Civil sin implementar los mecanismos de consulta contemplados en la normativa señalada. Más específicamente, el nuevo Código Civil propuesto por el oficialismo viola gravemente los derechos de los pueblos originarios ya protegidos jurídicamente, al querer someter la propiedad comunitaria al régimen tradicional y conservador del derecho privado. Y la violación no es sólo sustantiva (como en el caso señalado), sino además procedimental, ya que no se ha hecho un proceso de consulta previa con los pueblos indígenas afectados. Lo ocurrido no sólo resulta ofensivo respecto de los derechos de tales minorías étnicas y culturales (que el gobierno reivindica en las palabras pero agrede y excluye en los hechos), sino que además amenaza con convertir en inconstitucional a la propia reforma del Código Civil.
Más en general, podríamos decir que es el gobierno y no la Constitución quien viene impidiendo la puesta en marcha de mecanismos favorables a la participación política de la ciudadanía. De hecho, la Constitución ya contiene algunos mecanismos de avanzada para promoverla. Ello así, por ejemplo, a través de sus arts. 39 –referido a la iniciativa popular- y 40 –referido a la consulta popular. Sin embargo, si instituciones tales no se han puesto en marcha todavía, ello se debe, en parte, al hecho de que el gobierno desalienta la participación política de la ciudadanía (salvo aquella dirigida a aclamar lo que la elite gobernante ya ha decidido), y en parte al hecho de que la legislación necesaria para activar tales mecanismos (legislación elaborada en las últimas décadas pero aún no modificada), se ha dirigido a obstaculizar el funcionamiento de los instrumentos participativos dispuestos en la Constitución (un hecho que se ve ratificado por la pobre práctica que ha seguido a la legislación anterior).
En efecto, ambas instituciones –la iniciativa ciudadana y la consulta popular- han sido objeto de reglamentaciones legislativas fuertemente restrictivas. La Ley 24.747, de 1996, estableció requisitos exigentes en términos de las firmas que deben juntarse para poder motorizar una iniciativa (1, 5% del padrón); la proveniencia de las mismas (seis provincias diferentes); y las condiciones que debe reunir el grupo promotor para financiar la operación. Todo ello agravado por la decisión de permitirle al Congreso que no trate la iniciativa, en caso de no tener la voluntad de hacerlo (ello, frente a otras alternativas posibles, como la de someter la iniciativa a una consulta popular vinculante, por ejemplo). Es decir, fue el Congreso el que decidió degradar la voluntad de la Constitución, dificultando la puesta en marcha de la institución constitucional de la iniciativa popular, y desincentivando en definitiva su realización.
Algo similar puede decirse en relación con la consulta popular. La misma fue reglamentada a través de la Ley 25.432, del 2001, que volvió a poner trabas al desarrollo de tal medio de participación cívica. Así, por caso, exigiendo –contra lo que resulta ya parte del sentido común en la materia- que la consulta no coincida con ningún otro acto eleccionario, lo que implica elevar enormemente los costos de la realización de la misma.
De manera similar, la Constitución incluye cláusulas vinculadas con la necesidad de asegurar la participación del pueblo en la justicia, a través del juicio por jurados (art. 24 CN) –una institución propia de la Constitución histórica de 1853, que la política ha decidido no implementar desde hace casi dos siglos.
Otra reforma institucional necesaria, que la Constitución avala pero el gobierno bloquea, se relaciona con los mecanismos destinados a prevenir y erradicar la tortura. Al respecto, convendría destacar la negativa del actual gobierno a dar sanción plena al Sistema Nacional de Prevención de la Tortura, que ya cuenta con media sanción de parte de la Cámara de Diputados desde el 2011. Esta particular omisión del gobierno resulta especialmente sorprendente a la luz del informe 2012 del Comité Provincial de la Memoria, que informa que en las cárceles de la Provincia de Buenos Aires aumentaron las torturas, las muertes violentas (en un 30 % respecto de 2010), y los hechos violentos informados (un 31% en relación con el mismo año).
Por lo demás, ¿podría decirse que es necesaria una reforma constitucional para garantizar la transparencia de los actos administrativos y mejorar el acceso a la información de la población? No. Por el contrario, aquí también se advierten fallas graves en relación con la política constitucional del gobierno, que contrastan –otra vez- con una Constitución clara, que consagra en su art. 38 garantías para la difusión de ideas políticas y acceso a la información pública. Lamentablemente, tales compromisos constitucionales resultan denigrados en la práctica gubernamental, de varias maneras. Ante todo, el gobierno se ha negado a dictar una ley de acceso a la información pública. Mucho peor que eso, este gobierno es el principal responsable de un gravísimo proceso de negación de información pública y distorsión de cifras relevantes, como pocas veces ha sufrido la Argentina en su historia democrática. Por ello, recientemente, la Argentina ha sido denunciada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por los graves retrocesos que se han producido en el área. Como sostuvieran entonces representantes de la Asociación de Derechos Civiles frente a la CIDH, “al no haber una autoridad central promoviendo políticas de transparencia, la información de oficio disponible para los ciudadanos varía de acuerdo a las prácticas de distintas dependencias que no coordinan esfuerzos ni comparten estándares”. Dichos retrocesos se extreman debido a la ausencia de una autoridad de aplicación independiente; por la sistemática negativa de organismos públicos (como la Inspección General de Justicia o la Auditoría General de la Nación) a suministrar datos públicos; por la persecución y sanción a quienes ofrecen información pública que difiere de la que ofrece el gobierno; y por la destrucción del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. Ello provoca que hoy carezcamos de cifras públicas confiables en relación con temas vitales para la producción racional de políticas pública, como los relacionados con los índices de inflación, pobreza, desigualdad o indigencia.
Por todo lo expuesto, podemos concluir que es el gobierno el que no respeta derechos ya consagrados, y no cumple con normas que favorecerían claramente a la población y sobre todo a grupos marginados de la misma. Más que reformar la Constitución por ser conservadora, el gobierno debería cumplir con los mandatos de una Constitución que es más progresista que sus políticas.
II. La Constitución ya incluye la mayoría de las reformas que el oficialismo demanda.
A veces de modo implícito, otras de modo explícito, la Constitución incorpora ya la mayoría de los cambios que hoy el oficialismo propone para reformarla.
En primer lugar, la Constitución Nacional, como la mayoría de las constituciones del mundo, apela (sobre todo en el Preámbulo y en la sección referida a los derechos) a un lenguaje abstracto, a la vez que se compromete con principios generales (como los de libertad e igualdad), destinado a hacer posible un texto que pueda ser suscripto desde concepciones diferentes, y que a la vez pueda perdurar en el tiempo. La idea constitucional es, justamente, la de tornar innecesaria una modificación en el texto vigente frente a cada nuevo matiz o variación que aparezca a partir de los desarrollos que vayan teniendo ideales como los de libertad e igualdad.
En segundo lugar, y en apoyo de lo anterior, el art. 33 CN deja en claro que los derechos y garantías no enumerados explícitamente por el texto constitucional no deben entenderse como negación de los derechos no enumerados explícitamente en el texto de la misma.
En tercer lugar, la Constitución argentina se encuentra entre las más completas que se conocen, en materia de derechos. Más aún, ella ha otorgado jerarquía constitucional a más de una decena de tratados de derechos humanos (incluyendo a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; al Pacto de San José de Costa Rica; a la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer; o a la Convención sobre los Derechos del Niño; o la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, entre otros), en una decisión plenamente innovadora dentro de la región. Dicha robustez constitucional en materia de derechos pone en duda que la misma pueda ser fácilmente descripta como “de carácter neoliberal.” Por otro lado –y tal como señalara el actual Presidente de la Corte Suprema- tal robustez constitucional no deja demasiado espacio para la incorporación de nuevos derechos, que no se encuentren ya formando parte integral de la misma.[1]
En cuarto lugar, el artículo 75 inc. 22 de la Constitución, referido a la incorporación de tratados sobre derechos humanos, permite la reforma de la Constitución por medios diferentes al procedimiento tradicional establecido en el art. 30 CN. Dicha modificación puede darse a través de la aprobación por parte del Congreso, de tratados internacionales en la materia. De ese modo, se prevé que el país pueda actualizar su sistema jurídico, y no quede al margen de los avances en materia de derechos humanos que son objeto de consensos extendidos a nivel internacional (una actualización que ya ha ocurrido por lo menos dos veces desde el dictado de la Constitución de 1994).
III. La Constitución no es ni ha sido un freno a políticas reformistas
Por razones como las antedichas, referidas al lenguaje abstracto de la Constitución; a su explícito compromiso con reformas igualitarias; a su explícita vocación inclusiva hacia grupos tradicionalmente marginados; o a su toma de partido por los derechos de los consumidores y usuarios frente a las pretensiones del puro mercado; la Constitución actual no puede verse de ningún modo como un obstáculo para avanzar en reformas legales contrarias a políticas “neoliberales” del tipo de las que marcaron al país desde la década de los 90. De todos modos, resulta especialmente importante reafirmar esta idea, dado que algunos grupos han invocado esta excusa como razón fundamental para propiciar una reforma de la Constitución.
La mejor prueba de que la Constitución no obstaculiza la introducción de reformas económicas puede encontrarse en el hecho de que en los últimos años se adoptaron una diversidad de medidas que el gobierno reivindica enfáticamente, y que no encontraron el mínimo obstáculo constitucional para su aprobación: desde el decreto que instaló la Asignación Universal por Hijo, hasta la modificación de la carta orgánica del Banco Central, la estatización de las AFJP o la “expropiación” de YPF promovidas desde el Congreso.[2]
Es decir, en estos últimos años se pudieron poner en marcha una serie de medidas económicas nuevas con completa anuencia constitucional, y si no se adoptaron más o mejores medidas al respecto, ello de ningún modo puede atribuirse a la estructura constitucional vigente.[3]
Más allá de lo señalado, muchos de nosotros propiciamos una relación distinta entre la Constitución y la economía. En este aspecto, nuevamente, nuestra posición difiere de la que ha sido propiciada desde el oficialismo. Para algunos de los que simpatizan con el gobierno, resulta necesario utilizar la Constitución para construir un muro o “barrera antineoliberal.” Sin embargo, si el muro antineoliberal en el que están pensando tuviera que ser capaz de amparar las bases de la política económica de estos últimos diez años –una política que ha implicado, sistemáticamente, la concentración y extranjerización de la economía a niveles inéditos, índices históricos de desigualdad, la explotación abusiva e inconsulta de los bienes naturales, o niveles extraordinarios de trabajo precario y en negro- nos encontraríamos con un “muro antineoliberal” con filtraciones y grietas portentosas –un resultado que nos invitaría a proponer, otra vez, una construcción constitucional muy diferente a la que en los hechos propone el gobierno.
Lo anterior nos remite al mito principal que propicia la coalición gobernante, es decir, el mito según el cual sus políticas promueven una transformación social a favor de los sectores populares. Desde aquí rechazamos la idea de que esa transformación social se haya dado o se esté produciendo. Más aún, señalamos que las principales reformas institucionales promovidas por el gobierno hasta el momento, no sólo contradicen la vocación reformista (favorable a una política de la “transversalidad”) alegada por el oficialismo años atrás, en los comienzos de su gobierno; sino que además muestran al mismo como un actor desleal hacia los sectores no oficialistas, y en particular hacia los partidos minoritarios.[4]
IV. Existen razones para cambiar la matriz del modelo constitucional que tenemos, pero en una dirección muy diferente a la propuesta por el gobierno.
Muchos de los miembros de Plataforma consideramos que podría resultar valioso cambiar la matriz que organiza la Constitución. Sin embargo, entendemos que dicha reforma sería en algunas ocasiones distinta, y en otras directamente contraria a la sugerida o propuesta por la coalición gobernante y sus defensores. Si tomamos en cuenta, por caso, todo lo que han dicho los voceros del gobierno sobre el tema de la reforma constitucional, nos encontramos con que sus propuestas se relacionan persistentemente con la reforma en la sección dogmática de la Constitución, es decir, la referida a los derechos incorporados en la Constitución (la coalición gobernante reniega, por caso, de un cambio hacia un sistema parlamentario como el que propone uno de los miembros de la Corte Suprema Argentina, afín al gobierno). Muchos de nosotros, en cambio, cuando pensamos en la reforma, concentramos nuestra atención en la sección orgánica de la Constitución, esto, es la dedicada a la organización del poder. Ello así, a partir de preocupaciones que resultan contradictorias con las que aparecen como propias del gobierno.
En efecto, muchos de los integrantes de Plataforma rechazamos el aspecto más conservador de la Constitución, relacionado con la concentración del poder político en el Ejecutivo. Dicho sistema de concentración de la autoridad se acompaña en nuestra práctica (como suele ocurrir en estos casos) con dos agregados preocupantes, que representan derivados propios del modelo presidencialista extremo, hoy vigente: por un lado, la erosión (en la actualidad, un directo vaciamiento) del sistema constitucional de frenos y contrapesos (valioso, al menos, como primera estrategia destinada a evitar la concentración del poder en cualquiera de las ramas de gobierno); y por otro, bajos niveles de participación popular. Éste ha sido, sin dudas, el modelo de organización del poder que el oficialismo ha usufructuado y extremado en todos estos años –un modelo que se corresponde con una práctica política elitista del gobierno, que cultiva la adulación de sus simpatizantes, y se muestra arrogante y agresivo con quienes lo critican.
La re-reelección presidencial –como tantas veces, la verdad no dicha de la iniciativa a favor de la reforma constitucional- solamente extrema el costado más conservador de la Constitución. Se trata de la misma iniciativa que utilizó históricamente el conservadurismo (incluyendo, arquetípicamente, al gobierno de Menem), con el declarado objeto de “transformar” a la sociedad, basada finalmente en la incapacidad que atribuye a la ciudadanía para tomar las riendas de la política en sus propias manos, y en la tradicional desconfianza elitista frente al pueblo como responsable de su propio destino. Para el conservadurismo, el destino de una Nación depende siempre de una figura salvadora, y no de la voluntad soberana y democrática del pueblo, puesto de pie como sujeto emancipado, capacitado para actuar por sí mismo, e independiente de tutores y guías providenciales.
Finalmente, una Constitución más igualitaria y democrática, como la que muchos de los miembros de Plataforma defendemos, procuraría revertir la matriz de organización conservadora del poder que el constitucionalismo oficialista ha propiciado durante casi una década. Para esta mirada igualitaria sobre el derecho, la parte orgánica de la Constitución debería ser reemplazada por otra que articule un sistema institucional asambleario y participativo; que asegura la decisión y el control ciudadanos sobre los asuntos públicos. Esto es decir, pensamos en un sistema de gobierno contradictorio con el verticalismo, la falta de controles, y la baja intensidad participativa que el oficialismo ha exigido para consolidarse. En definitiva, consideramos que la ciudadanía debe poder tomar a su cargo la organización del poder definida en la Constitución, que hoy se deja bajo la custodia de los servidores del poder. Más específicamente, consideramos que dicha reforma sobre la organización del poder debe orientarse en una dirección precisa: la de democratizar el poder constitucional, en lugar de seguir concentrándolo para el usufructo de unos pocos que actúan para su propio beneficio pero bajo el nombre impropio de todos.
De este modo, tornaríamos más consistente la sección constitucional referida a los derechos, que se ha ido “democratizando” (luego de haber estado al servicio de la limitación de los derechos políticos), con la referida a la organización del poder, que continúa trabajando a favor de una institucionalidad política jerárquica y poco democratizada, y que considera al voto periódico como exclusiva forma real de la participación política.
La perspectiva democrática que reivindicamos no consiste en fantochadas leguleyas como las que hoy la coalición gobernante alega para esconder su propósito reeleccionista, sino en la recuperación del pueblo como sujeto emancipado, no dependiente de nadie y responsable de las decisiones que por sí mismo toma.
Firmantes:
Osvaldo. J. Acerbo, Raúl Albanece, Graciela B. Alonso, César Altamira, Mirta Antonelli, Omar Arach, Adriana Armanino, Diego Hernán Armesto, Abel Ayala, Jonatan Baldiviezo, Pedro Antonio Barbagelata, Alberto Barbeito, Liliana Barletta, Santiago Bauer, Enrique Bernis, Aníbal G. Bibiloni, Héctor Bidonde, Mario Raúl Bordón, Jorge Brega, José Emilio Burucúa, Pablo Esteban Cabo, Alberto Campos Carlés, Ana Candioti, Ricardo Domingo Cantore, Marcela Car, María Emilia Carabelli, Martín Casalongue, Aldo Castagnari, Ana María Cecchini, Antonio Célico, Juan Antonio Córdoba, Nora Correas, Bibiana Apolonia del Brutto, Blanca Dieguez, Gaia Dimitriu, Diana Dowek, Diego Martín Durán, Lucila Edelman, David Encina, Federico Esswein, Juan Eduardo Fentanes, Cristian Hernán Fernández, Carlos Figueroa, Ana Flores, Carlos Maria Freire, Mario Galvano, Paula Gandino, Juan García Gayo, Stella Maris García, Roberto Gargarella, Adriana Genta, Elsa Beatriz Gil, Facundo Giuliano, Analía González, Eliana González, Alejandro Haimovich, Liliana Helman, Germán Hernandez Araguna, Eduardo Iglesias Brickles, Alicia Jardel, Alejandro Katz, Mario Kiektik, Leandro Klink, Diana Kordon, Gabriel Kordon, María Laura Kufalescis, María Dulce Kugler, Silvana Inés Lado, Darío Lagos, Christian Lange, Alba Lanzillotto, Ruben Laporte, Gustavo Lattarulo, Gabriel Levinas, Javier Lindenboim, Alicia Lissidini, Rubén Lo Vuolo, Andrea Lopetegui, Julián López, María Inés Luchetti, Isabel Lucioni, Francisco Martini, Gabriela Massuh, María Carolina Mauri, Horacio Medrano, Francisco Menéndez, Carlos Micucci, Horacio Micucci, Juan Domingo Miranda, Carlos F. Mosquera, Carlos E. Moya, Nora Moyano, Juan Pablo Mugnolo, Marta Muhlrad, José Onaindia, Ana Pagano, Nora Paladino, Vanina Papalini, Carlos Penelas, María Rosa Pfeiffer, Alberto Pinus, Dolores Plana, Marcelo Plana, Roberto Pozzo, Luis A. Quesada Allué,Sergio E. Quintero, Daniel Rodriguez, Mabel Ruggiero, Alfredo Saavedra, Horacio Safons, Liliana Saguin, Silvio Saks, Sergio Salvatore, Agustín Salvia, Alicia E. Sánchez, Norma E. Sánchez, Ana Sarchione, Sebastián Sayago, Mónica Scandizzo, Alejandro Schweitzer, Diego Seguí, Claudio Simiz, Pablo Stefanoni, Carlos abel Suárez, Teresa Suarez, Maristella Svampa, Pablo Tassart, Nicolás Tauber Sanz, Osvaldo Tcherkaski, Jaco Tieffenberg, Sergio Torrado, Enrique Viale, Franco Vico, Susana Vior, Walter Walker, Dennis Weisbrot, Bernardino Zaffrani, Patricia Zangaro, Juan Zanoni, Horacio Miguel Hernán Zapata, Maximiliano Zwenger,
Para adherir: plataforma.2012@yahoo.com.ar
[1] Por citar sólo un caso, el “derecho a la salud,” invocado por algunos como “faltante” en la Constitución, se encuentra recogido ya en el PIDESC, un tratado internacional con jerarquía constitucional.
[2] En sentido similar, el “matrimonio igualitario”, convertido en ley recientemente, fue defendido en los debates legislativos en nombre de la Constitución, y no a pesar de ella.
[3] Por lo demás, cabría recordar que algunas de las cláusulas constitucionales que hoy se describen como “neoliberales” –típicamente, la referida a la propiedad de recursos naturales por parte de las provincias- son hijas directas de la intervención de la actual Presidenta y su marido en la Convención Constituyente.
[4] Por otro lado, las pocas reformas institucionales en las que se ha involucrado la coalición gobernante, han sido reformas destinadas a servirse a sí mismo, expandiendo su propio poder y limitando el de los grupos que le son contrarios –reformas que, por ello mismo, deberían considerarse como contrarias a la Constitución. La reforma del Consejo de la Magistratura, por caso, ha venido a desafiar el propio equilibrio propuesto por la Constitución, y a favorecer la influencia del Ejecutivo en el poder sobre el Consejo existente. Del mismo modo, la reforma a la Ley de Partidos Políticos vigente, ha venido a hacer más difícil la participación política de las fracciones políticas minoritarias. En esta ocasión, cabe recordarlo, los grupos minoritarios aceptaron la ley a cambio de la aprobación de dos artículos -los arts. 107 y 108 de la misma-, que diferían los plazos de entrada en vigencia de la ley, dándole a los partidos más chicos cierto tiempo, y así la oportunidad de reorganizarse y cumplir con las exigencias de la ley. Sin embargo, la propia Presidenta, vetó los arts. 107 y 108 de la ley en cuestión, de modo inconstitucional (dado que el art. 80 CN impide alterar el espíritu y la unidad del proyecto sancionado por el Congreso), y en contra de la única razón que se había ofrecido a la izquierda para avalar el proyecto.
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