sábado, 31 de octubre de 2009

"ENSAYO SOBRE EL DERECHO DE GENTES"por Concepción Arenal



Las ciencias naturales, físicas y matemáticas pueden cultivarse por algunos sabios y aplicarse, en cierta medida al menos, sin la cooperación reflexiva de las muchedumbres; las ciencias sociales, conocidas tan sólo de un corto número de iniciados, no pueden pasar a la práctica, que necesita la participación voluntaria e inteligente de grandes colectividades. Hay todavía más. En las ciencias físicas o matemáticas, cabe que el pueblo esté en la ignorancia, y no en el error; en las sociales, es raro que el error no acompañe a la ignorancia, de modo que no tan sólo niega apoyo, sino que sirve de obstáculo.

Limitándonos a la cuestión que nos ocupa, ¿basta que algunos pensadores vean claro y se demuestren entre sí que el Derecho de gentes es justo, para que sea positivo? Con una demostración científica, ¿se pueden suprimir esos millones de criaturas que se hacen la guerra con tarifas en las Aduanas, con tratados en las Cancillerías, con armas en los campos de batalla?

Trátese del coeficiente de dilatación, de las propiedades del triángulo, del derecho al trabajo, o del objeto de la pena, cierto que la verdad es siempre la verdad; pero al que la dice, en lo que se refiere a todas las ciencias sociales, si no halla eco, se le inmola, se le escarnece o se le deja sólo con ella, según las épocas. Por este doloroso via-crucis tiene que pasar, ya lo sabemos, pero que no se detenga más de lo preciso.

Prescindiendo de lo que debió y pudo hacerse en otras épocas, veamos lo que conviene hacer en la nuestra: creemos que hoy debe procurarse que las ciencias sociales salgan de la Academia y de la Cátedra, y lleguen al público, para preparar la hora en que el público sea el pueblo: sólo cuando el pueblo comprenda ciertas verdades, podrán convertirse en hechos.

Esta persuasión, marcándonos claramente el objeto de esta obra, nos da su plan, que en resumen es el siguiente:

1.º Dar una idea sucinta de lo que es el Derecho de gentes positivo, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra.

2.º Sin entrar en detalles, incompatibles con la índole de este trabajo e innecesarios para su objeto, exponer lo esencial respecto a las relaciones mutuas de los pueblos. Los puntos que no ofrezcan duda, anunciarlos simplemente; respecto a los dudosos, citar la opinión de autores reputados que han escrito en estos últimos tiempos, porque la opinión de los hombres eminentes, si no es el Derecho de gentes, influye en él. Expuesta la práctica y la teoría más autorizada hoy, haremos algunas observaciones.

3.º Considerar el Derecho de gentes en la historia, para saber si permanece estacionario o ha progresado.

4.º Ver lo que se ha hecho y se hace para definir el Derecho de gentes, y realizarle.

5.º Investigar por qué el Derecho de gentes no progresa tan rápidamente como el nacional.

6.º Apreciar toda la importancia de ciertas relaciones internacionales, que sin ser el Derecho de gentes, le preparan.

7.º Exponer algunas de las muchas razones que hay para que la justicia, dentro de una nación, no sea independiente de la que haga o reciba al otro lado de la frontera.

8.º Analizar las semejanzas y las diferencias que existen entre el individuo y la persona colectiva que se llama nación, en cuanto a los medios de establecer el Derecho, y una vez conocida la índole de esta persona, ver cuáles son las resistencias y las facilidades que ofrece para realizar la justicia internacional.

Tal es el plan de esta obra.

Se notará en ella, como en todas las de su índole, la extensión relativamente grande que se da al llamado derecho de la guerra, lo cual consiste en que no habiendo allí Derecho, ni pudiendo haberle, se quiere suplir con multitud de reglas en el sin número de casos en que necesariamente se infringe. Las enfermedades para que se dan más remedios, son aquéllas que no le tienen.




Qué es derecho de gentes. -Qué es nación

El Derecho de gentes, en principio, es la justicia en las relaciones de todos los hombres, a cualquiera nación que pertenezcan.

El que no pertenece a ninguna nación (pirata, salvaje o miembro de una colectividad que no respeta el Derecho de gentes), tiene siempre los de la humanidad, de que no puede ser despojado ni despojarse, porque no puede perder su calidad de hombre.

El Derecho de gentes positivo es el conjunto de leyes, tratados, convenios, principios admitidos tácita o expresamente, y usos generalmente seguidos por las naciones cultas, en sus relaciones mutuas, ya de nación a nación, de una nación con un súbdito de otra, o entre súbditos de naciones distintas.

El derecho positivo no impone de una manera explícita, ni practica constantemente el de humanidad, y no respeta siempre la calidad de hombre en el que no pertenece a nación alguna.

Se entiende por nación, una colectividad asociada de un modo permanente, para fines racionales, que comprenden todas las esferas de la actividad humana; que posee un territorio en el cual ejerce la soberanía, y tiene completa independencia respecto a otras colectividades, aunque se hallen en el mismo caso y sean soberanas.

Hemos dicho que posee un territorio, porque aunque en la antigüedad ha habido pueblos nómadas, a quienes no se podía negar el carácter de nación, en el modo de ser de los pueblos modernos, apenas se concibe nacionalidad sin cultura, ni cultura sin fijeza: en todo caso, aunque un pueblo sea nómada o salvaje, si respeta el Derecho de gentes, se le puede considerar como nación.

No se tendrá, pues, por nación, un conjunto de hombres que se asocien por poco tiempo, o para fines que no son racionales, o que no comprenden todas las esferas de la actividad humana, o que no posean un territorio en que tengan derechos soberanos, o que carezcan de independencia respecto a otras colectividades.

Toda nación, en virtud de su soberanía, tiene el derecho de constituirse y gobernarse como le parezca; de hacer leyes, de interpretarlas, y de no consentir que dentro de su territorio nadie ejerza más derechos que los que ella le conceda.

Los derechos de una nación están limitados por los de las otras igualmente soberanas.

La independencia de las naciones no significa rebeldía contra los principios de justicia, que están por encima de las voluntades soberanas; éstas deben someterse a ellos; así, las naciones no desconocen el Derecho de gentes, ni dejan de respetarle y de cumplirle, en cierta medida al menos.

Como la base del derecho es la justicia, cuyo carácter es la universalidad, a medida que se comprende mejor, se da más extensión al derecho, y el de gentes se extiende a todas las naciones, prescindiendo de su constitución política y de sus creencias religiosas.

No es ya el Derecho europeo, como antes se decía, ni el de los pueblos cristianos, sino del mundo. Australia, América, Asia, hasta África, entran en él, en la medida de su aptitud jurídica. Se hacen tratados de comercio con todos los países, se reciben y se envían embajadas a Marruecos, a la China, al Japón, en cuyos arsenales trabajan gran número de súbditos europeos protegidos por el Derecho de gentes, expresa o tácitamente admitido.

La nación, pues, soberana dentro, independiente fuera, halla límites en otras independencias, y en la ley internacional.

Una nación, dueña de establecer en su territorio las leyes que estime justas; dueña de interpretarlas y de que no se ejerzan derechos contra su voluntad, no tiene poder legislativo fuera de sus dominios, o lo que es lo mismo, no puede dictar leyes internacionales; las acepta o las rechaza, hasta puede infringirlas, tiene esa facultad, pero no la de imponerlas.

El Derecho de gentes, que se forma por el concurso de la inteligencia y de la conciencia humana, es moralmente obligatorio para toda nación moral y culta; pero la coacción no puede ser sino moral; ninguna nación puede obligar a otra por la fuerza a que cumpla una ley internacional, un convenio tácito o una costumbre que tenga fuerza de ley en el mundo civilizado; abolido el corso por todos los pueblos civilizados, tres naciones se reservaron la facultad de recurrir a él en caso de guerra, y esta facultad se ha respetado como un derecho: abolida la trata y la esclavitud, Rusia ha tenido siervos y España tiene aún esclavos1.

Las naciones existen de hecho. El Derecho internacional no tiene regla alguna ni de exclusión ni de admisión, para considerarlas como parte de la sociedad universal, o negarles este título. Su existencia se reconoce cuando aparece asegurada, y como los pareceres varían según las simpatías y los juicios, la nación que se presenta de nuevo en el mundo político, no es reconocida al mismo tiempo por todas las otras.

Una nación puede considerarse como tal, si entra en la definición que hemos dado de ella, aunque no sea reconocida por la mayor parte de las otras, o aunque no lo fuera por ninguna.

Una nación no deja de serlo porque pierda una parte de su territorio; existe mientras su voluntad de existir va unida al hecho de la existencia, explícitamente manifestado dentro por la soberanía, fuera por la independencia a que no renuncia.

Una nación no deja de serlo porque la anarquía la desorganice durante algún tiempo.

Cualquiera que sea la organización interior de una nación, tiene su soberanía un representante que comunica con las otras, pocas veces directamente, y en general por medio de Embajadores, Enviados, Encargados de Negocios, etc., etc.

El representante de una nación tiene, por el Derecho de gentes, grandes consideraciones y privilegios en aquella adonde es enviado. Es el principal, llamado de exterritorialidad, especie de ficción por la cual se le considera en su propio país; así, la casa que habita, el barco en que navega, el coche en que viaja, no pueden ser registrados ni ocupados por fuerza armada, y si comete un delito, en vez de ser juzgado por los Tribunales de la nación donde reside, se le entrega a la suya para que le juzgue. Tiene también derecho al libre ejercicio de su religión en capilla o templo, aunque esté en un país en que no haya libertad ni tolerancia de cultos; estos privilegios se extienden a su familia y comitiva, siempre que vivan bajo su techo, y él no haga renuncia de ellos.

No deben equivocarse estas inmunidades con el derecho de asilo, que de hecho ejercen a veces en los pueblos débiles los representantes de naciones poderosas. Una Embajada, en Derecho internacional, no es un sagrado a que pueden acogerse los delincuentes para ponerse a cubierto de la acción de la ley de su país.

Los Cónsules no son los representantes del Estado, sino más bien sus agentes para el servicio y protección de los intereses particulares de sus súbditos, teniendo, hasta cierto punto, el carácter de Magistrados para con sus compatriotas en ciertos casos urgentes, como si hay que poner a cubierto los bienes del que muere sin disponer de ellos, o sin herederos, o que estén ausentes; si se rebela la tripulación de un barco y hay que pedir auxilio a la fuerza pública del país donde reside, e informar sobre el hecho a su nación, tomar alguna medida disciplinaria, etc., etc. Los Cónsules no tienen los privilegios de los representantes de una nación, pero no dejan de ser objeto de consideraciones y protección especial: su papel, más modesto, es infinitamente más importante que el de los Embajadores: unos y otros deben ser aceptados por el Gobierno de la nación adonde van a representar o servir la suya: no basta que el cargo y sus atribuciones sea conforme al Derecho de gentes; es necesario que la persona que lo desempeñe sea aceptada y reciba el exequatur.

Las naciones se constituyen, aumentan en extensión, pierden una parte de sus dominios, y hasta dejan de existir: todos estos hechos suelen serlo de fuerza, que es la que hasta aquí, con raras excepciones, ha determinado el aumento de territorio o la cesión que de él se hace: la conquista, con este o el otro nombre; la rebelión, con tales o cuales circunstancias, son el origen de la independencia de unos pueblos, de la servidumbre de otros, del engrandecimiento de éstos, de la desmembración de aquéllos. El Derecho de gentes no le pide a ninguna nación títulos legales ni procederes equitativos para constituirse o engrandecerse, sino un poder efectivo, que es la medida de la consideración que ha de merecer. Las grandes potencias que ventilan y resuelven las cuestiones políticas internacionales, son las que pueden sostener grandes ejércitos: las potencias de primero, segundo, tercero y cuarto orden, se colocan en la escala según el número de soldados que arman y mantienen. Sobre esto no hay discusión, y apenas parece que cabe duda: se tendría por absurdo que en una conferencia europea, para tratar de política internacional, Bélgica y Suiza tuviesen voz y voto absolutamente lo mismo que Prusia e Inglaterra: aun los innovadores que pretenden sustituir los fallos de la ley a las soluciones de la fuerza, al constituirse el Tribunal Supremo Internacional, quieren que tengan más número de votos las naciones que tienen más poder.

Si se trata de congresos internacionales para acordar el modo de hacer la estadística o de comunicarse por el telégrafo o por el correo, las naciones, cualquiera que sea su fuerza armada, tienen igual importancia, e igual número de representantes con voz y voto envían España y Bélgica que Rusia y Austria; tan absurdo parecería que en los Congresos políticos tuviesen todos, fuertes y débiles, igual representación, como que para acordar el precio de las cartas o la forma que han de tener los telegramas, se concediera al Imperio alemán mayor representación que a Suiza.

Las naciones concluyen entre sí convenios, ya para pactar ventajas que mutuamente se conceden, ya para determinar puntos de derecho privado de sus súbditos respectivos, ya para hacer tratados de comercio, de extradición de criminales o con otros fines. Por punto general, hoy, en estos pactos, si hay injusticia en ellos, es más bien consecuencia del error que del abuso de la fuerza: las naciones débiles tratan de igual a igual con las fuertes, y niegan y conceden, según quieren y saben, aquello que les parece más útil. Prusia, por ejemplo, con toda su actual preponderancia, no impondrá a España la condición de que tome sus aceros sin pagar derechos de Aduanas, o de que admita en la legislación española, para mayor comodidad de los súbditos alemanes establecidos en la Península, las catorce causas de divorcio que admite la ley prusiana.

Como veremos más adelante, la persona colectiva llamada nación, no se puede equiparar absolutamente en sus relaciones con otras, al individuo en las suyas con otro individuo, según se ha pretendido; pero no llevando la analogía más allá de lo razonable, tal vez podría decirse que ahora, en la organización jurídica internacional, hay derechos civiles, pero no hay derechos políticos.

Si esto pareciese exagerado, reflexiónese que no puede llamarse derecho aquél de que se excluye a los débiles, ni ley la que se da por los que tienen fuerza, sin oír a los que tienen razón o pueden tenerla.

Hay, como veremos, algunas leyes internacionales, pocas, dadas en virtud de un sentimiento de humanidad, de justicia o decoro, pero derecho político internacional, no existe; en lugar de él, se pone la voluntad de las grandes potencias.

Sabido es que los derechos civiles se resienten de la falta de derechos políticos, y no deja de suceder así, más o menos, en la sociedad de naciones, como en la de individuos. Hay alianzas de los fuertes, para mejor mantener el orden, al decir de ellos, y realizar el derecho, que más veces huellan que sostienen: formadas con fines políticos internacionales, intervienen en la política nacional; suscitan rebeliones, o las auxilian para sofocarlas: sostienen Gobiernos o los derriban; aumentan el territorio de una nación, y disminuyen el de otra, o se la reparten, borrándola del mapa. En el interior no hay seguridad ni independencia completa; no puede haberla, cuando en el exterior unos cuantos poderosos trazan fronteras, conceden o niegan el acceso a estos ríos o los otros mares, modifican profundamente relaciones importantes de los pueblos, y considerándolos aún en estado de rebaño, sin consultar su voluntad, o contra ella muy explícita, los adjudican para satisfacer ambiciones, constituir equilibrios, o indemnizar gastos de guerra. Soberano se llama el Jefe de cualquier Estado; pero si es débil, su soberanía puede verse amenazada dentro, y fuera se prescinde de ella en las grandes ocasiones. Sólo los poderosos pueden ser intérpretes del Derecho político internacional, y variar las condiciones del equilibrio europeo, arrojando en la balanza suficiente cantidad de hierro afilado: no hay ley que lo impida.

Acostumbrados a vivir sin ella en sus relaciones políticas, las naciones preponderantes parecen creer de buena fe que su voluntad puede sustituir el derecho, y se adjudican a sí mismas misiones tutelares y otras. «Es deber nuestro, decía no ha mucho el Conde Andrassy, velar por los intereses de Austria y de la Europa», y el Príncipe de Bismarck llamaba política de periódicos a manifestar francamente lo que creía equitativo, porque su papel de árbitro exigía el previo conocimiento de las respectivas pretensiones de los pretendientes.

Al abrir cualquier tratado moderno de Derecho internacional hallamos éstas o equivalentes frases: Los Estados son personas de Derecho internacional: todos los Estados son iguales entre sí, porque son personas y participan igualmente del Derecho internacional. Pero si es cierto que se saludan con cierto número de cañonazos las banderas de todos los países amigos, y que hay el mismo ceremonial para recibir a todos los Embajadores, en cuanto al orden político internacional, estos Soberanos se parecen un poco a los de comedia, que sólo tienen majestad en tanto que dura la función. Mientras no hay algún grave asunto internacional que tratar, todos los Soberanos son iguales; así que una importante cuestión surge, las grandes potencias la discuten y la resuelven; las pequeñas, como si no fueran.

Si las naciones se forman, aumentan, disminuyen, se aniquilan, se clasifican, tienen voto o están privadas de él, todo según la fuerza de que disponen, no es exacto que sean personas de derecho, sino en ciertos casos, con grandes limitaciones, que pueden comprometer sus intereses, humillar su dignidad, prescindir de su justicia, y hasta aniquilar su existencia. Tal es en las relaciones políticas de las naciones el Estado del Derecho internacional, o para hablar con exactitud, la falta de derecho.

Como no le tienen por regulador y por guía, los pactos y las alianzas que con fines políticos hacen las naciones son más de temer que de desear, y su intervención en los asuntos de los otros no es un medio de realizar la justicia. La política de no intervención va preponderando, porque las necesidades de la paz van conteniendo los ímpetus que impulsan a la guerra; pero todavía la hace el que quiere y puede, para intervenir en los dominios ajenos, o para acrecentar los propios.


OBSERVACIONES.

Que el hecho se sustituya al derecho, y que se prescinda de la mayor parte de las naciones para resolver entre unas cuantas cuestiones de justicia que a todos interesan, y de que todas son igualmente aptas para juzgar, que se declare fuera de la ley internacional a las potencias que no son grandes, cuando se trata de graves cuestiones internacionales, y que esto lo tengan por bueno los diplomáticos y los soldados, aunque triste, se concibe; pero lo que es más de sentir y más difícil, casi imposible de comprender, es que los pensadores no condenen en absoluto el desorden de cosas establecido, y con frases equívocas o explícitas contribuyan a autorizarle. Citaremos poco, pero citaremos algo, porque las grandes autoridades en Derecho de gentes, dan idea del estado en que se encuentra, y contribuyen a modificarle.

Sobre el Derecho internacional dice Heffter:

«Las naciones que admiten entre sí la existencia de un derecho común, y se proponen el sostenimiento de un comercio recíproco, fundado sobre los principios de la humanidad, tienen incontestablemente derecho a poner término, de común acuerdo, a una guerra civil que devore a uno o muchos países. Libertarse, hasta por medio de una intervención armada, de un estado de inquietud prolongada, y procurar al mismo tiempo que no se reproduzca, si es posible, es estrechar los lazos internacionales relajados.

»Podrá intervenirse de un modo efectivo, siempre que llegue el caso de una guerra civil. En este caso, las potencias extranjeras podrán auxiliar aquél a quien juzguen que asiste justicia, si invoca su auxilio. La ley, en efecto, es la misma para los Estados que para los individuos. Si permite al individuo volar al socorro del prójimo amenazado en su existencia, o en sus derechos fundamentales, con más razón lo permitirá a los Soberanos.»

Sobre lo peligroso de esta doctrina, haremos algunas observaciones.

1.ª Cuando las naciones intervienen en los asuntos interiores de otra, no es de común acuerdo, sino por el acuerdo tomado entre las fuertes con exclusión de las débiles; como el acuerdo se supone que ha de tomarse en virtud de razones de justicia que puede comprender lo mismo un Soberano que tenga dos millones de súbditos que cuarenta, como estas razones de los más no se oyen siquiera, ni hay acuerdo común, ni el que se toma tiene siquiera en su favor el voto de la mayoría.

2.ª Cuando en una nación poderosa se hacen la guerra dos partidos muy fuertes, la intervención extranjera se retrae o sirve para irritarlos, de modo, que no es positiva ni eficaz, sino cuando se trata de débiles, es decir, cuando está menos motivada, y puede ser más abusiva.

3.ª La ley no es la misma para los Estados que para los individuos, entre otras razones, en el caso de que tratamos, por la poderosa de que los Estados no tienen ley. ¿Cuál aplican cuando intervienen? Ninguna; sustituyendo a ella su voluntad, sus cálculos de equilibrios, de intereses lastimados, de doctrinas que hay que extirpar con hierro, y otros, en que puede entrar la justicia, y puede no entrar, y de hecho no entrar las más veces. El individuo que vuela al socorro de otro, tiene definido por la ley su derecho de intervención; sabe que no debe prestar auxilio material, si no está material e injustamente atacado el que defiende, y que este auxilio no ha de ir más allá de lo estrictamente necesario. Además, el individuo tiene en general derecho a sacrificarse por salvar a otro que esté en verdadero peligro, y los Gobiernos no tienen derecho a sacrificar a miles de súbditos por salvar a otros de un peligro que tal vez es imaginario, que es inevitable, o de que no los pueden salvar si realmente existe.

A pesar de nuestro deseo de ser breves, vamos a citar con alguna mayor extensión a otro autor, que por la gran autoridad de que goza, y por la mucha circulación que sus obras tienen, contribuirá seguramente a acreditar opiniones cuyo descrédito deseamos. Bluntschli, en su obra Derecho internacional codificado, dice así:

«Cuando se recurre a la guerra, triunfa generalmente el más fuerte, y no el que tiene razón. La guerra es, pues, todo el mundo lo conoce, un modo bárbaro y muy poco seguro de proteger el derecho. No hay ninguna certidumbre de que la fuerza esté del lado del derecho, o que aquellos a quienes asiste el derecho sean los más fuertes.»

Hasta aquí todo es evidente; pero más adelante añade:

«Si los resultados de la victoria son durables, y por lo tanto, necesarios, esto prueba que son consecuencia del desenvolvimiento natural del derecho.»

Analicemos este sofisma. La victoria es o puede ser un hecho de fuerza sin derecho; el autor así lo reconoce, y le llama un medio bárbaro de proteger el derecho. Pero si la victoria injusta se ha alcanzado por un poder que continúa siendo fuerte, sus resultados serán durables, serán inevitables, dadas las circunstancias, no necesarios en el sentido de que en otras no podían (como era de desear) haberse evitado. Un hombre robusto despoja a otro débil; un rico consigue una ventaja injusta sobre un pobre; conservan y transmiten a sus herederos el objeto robado, mal adquirido, cuya posesión durable se perpetúa. ¿Puede decirse que sea el desenvolvimiento natural del derecho?

¿Puede darse semejante consagración a la injusticia? Dadas ciertas circunstancias, hay muchas injusticias inevitables, mas porque puedan ser permanentes, considerarlas como gérmenes de derecho, ¿no es autorizar los ataques contra él? Los que se han repartido la Polonia porque eran fuertes, la conservan de un modo durable, y desenvuelven el derecho natural de desgarrarla, como Inglaterra desenvuelve el suyo de tener una plaza fuerte en España.

¿Qué es lo que puede dar apariencias de razón a este peligroso sofisma? Helo aquí, a nuestro parecer.

La nación bastante fuerte para conservar el país conquistado, tiene una existencia robusta, de que participará tal vez en un tiempo más o menos lejano, aquella parte que por fuerza se agregó. Como es una cosa indispensable en toda asociación íntima de hombres cierta cantidad de derecho, no se les puede negar completamente a los vencidos, que año o siglo más o menos, van entrando en él: viene la posteridad, y halla los territorios agregados por fuerza formando un todo compacto con el resto de la nación: prescinde de las iniquidades, de los dolores, de los años y los siglos que ha costado aquella asimilación; prescinde de que los dominadores han sido opresores. Como se ha olvidado de los sajones abrumados por Guillermo y sus compañeros, se olvidará de los irlandeses que Inglaterra mata de hambre, y de los polacos que Rusia ha enviado a morir a Siberia. Todos estos martirios de grandes colectividades, martirios prolongados y cruelísimos, casi se borran de la memoria de los hombres; no se ve sino el espectáculo de grandes pueblos, pero el cemento que une los fragmentos de que están formados, tan duro ya como ellos mismos, se amasó un día con lágrimas y con sangre injustamente derramada.

Es decir, que el derecho se establece al fin, porque es imposible vivir sin él, pero que no puede tener por principio una injusticia, ni ser el desenvolvimiento natural de ella.

Bluntschli continúa:

«Cuando se contempla la historia de los pueblos, se nota que la violencia representa un gran papel en la formación de los Estados, y que se halla demasiadas veces bajo la forma grosera de fuerza física. Con el sable en la mano, en los campos de batalla, en medio del granizo de la metralla y del tronar de la artillería, se ventilan los destinos de las naciones... Los cantos de la victoria son para mí como aullidos de lobos, o cuando menos, como rugidos de león hambriento; pero no deja de ser cierta una cosa, y es, que la guerra, por lo mismo que manifiesta en grande las fuerzas de los pueblos, y el poder de los hechos, concurre a la creación del derecho. La guerra no es una simple manifestación del derecho y realmente un origen de derechos; no es el ideal de la humanidad, pero es desgraciadamente hoy un medio indispensable para asegurar el progreso necesario de la humanidad.»

Que en tiempo de Atila, y aun de Carlo Magno, se sostuviera que la guerra era un medio indispensable de progreso, se comprende; pero es para nosotros incomprensible que esto se afirme en el último tercio del siglo XIX por un hombre de espíritu humano y progresivo. La guerra no es sólo la campaña y la batalla; no es sólo esa fuerza a quien tantas veces no asiste el derecho, como Bluntschli confiesa; la guerra, no es sólo ese cúmulo incalculable de desdichas y de maldades que lleva consigo; la guerra, la de ahora es la paz armada: son millones de hombres desmoralizándose en una situación preternatural, y contribuyendo eficazmente a desmoralizar a un número poco menor de mujeres; la guerra es la riqueza de las naciones, empleada en mantener jóvenes ociosos, o adiestrándose en hacer daño; es la miseria del pueblo y su ignorancia, porque falta para instruirle el tiempo y el dinero, y se emplea en armar, vestir y mantener masas de combatientes; la guerra es la carencia de lo más necesario para el inválido del trabajo, para el enfermo pobre, para la débil mujer que la miseria arroja a la prostitución, porque las enormes sumas que consume no permiten socorrer a los necesitados, que abruma con los impuestos; la guerra es la muerte, el vicio, tal vez el crimen del niño abandonado que dejó huérfano, a quien no puede darse educación, porque los fondos que debían destinarse a ella se emplean en enseñar a los hombres a matar y proporcionarles máquinas cada vez más caras con este objeto. Si el presupuesto de guerra de cualquier país se empleara en instrucción pública, en obras públicas y en beneficencia pública, su aspecto cambiaría física, moral e intelectualmente en pocos años, y sería rápido, muy rápido su progreso.

La guerra es a la vez una prueba y una causa de atraso, no sólo por sus atentados contra el derecho, sino como elemento poderoso de miseria física y moral, de falta de pan y de educación. Que se diga que hasta aquí no ha podido evitarse, ya lo sabemos; que no puedan evitarla hoy los que con razón la anatematizan, tampoco lo ignoramos; pero calificar de bien un mal inevitable, no podemos comprenderlo. ¿Por cuánto tiempo se prolongará en las masas ignorantes y en los que las explotan la idea de la necesidad de la guerra, si se considera como elemento de progreso por los hombres superiores? Si esto afirma la ciencia, ¿qué dirá la ignorancia?

Lo que hay es que la guerra no tiene poder bastante para detener el progreso, que se verifica a pesar de ella; que en medio de sus atentados, no puede prescindir en absoluto del derecho, ni en medio de sus locuras desoír por completo la razón; lo que hay, es que los pueblos preponderantes, los que pueden hacer la guerra con éxito, no son pueblos en decadencia, tienen grandes elementos de vida, y con su prosperidad se hacen absolver de su injusticia. Sin duda sería peor que las naciones en decadencia fueran las victoriosas en el campo de batalla; pero sin duda, también sería mejor que los pueblos prósperos revelasen su poder de otro modo que vomitando plomo.

Alemania, ese gran pueblo de artistas y pensadores, no tiene medios más eficaces de activar el progreso humano que armar a todos sus hijos, que dar el tono en materia de armamentos y contribuir eficazmente a que cada día sean mayores. Alemania, ¿no puede cooperar al progreso del mundo sino por medio de Moltke y de Bismarck? ¿No puede ejercer influencia sin Krupp, ni llevar sus ideas sino a la grupa de sus hulanos?

¡Qué elemento de progreso la desmembración de la Francia!

Si cuando los pueblos no se comunicaban más que para hostilizarse, la guerra pudo contribuir al progreso, hoy que tienen medios racionales de comunicación y los emplean de una manera activa y permanente, la guerra, lejos de ser medio, es obstáculo para progresar: ya analizaremos más adelante cómo el empleo de la fuerza retrasa la realización del derecho; pero desde luego podemos comprender que, chupando la sustancia de los pueblos hasta dejarlos sin fuerzas para atender a sus necesidades intelectuales, y aun a las físicas, siendo un elemento perturbador de la moral, pudiendo conculcar impunemente la justicia, sustituyendo la ley con la voluntad de un hombre que manda un ejército victorioso, la guerra no puede ser un medio de progreso: en cuanto a decir que es indispensable, es un error de tal magnitud, que parece una errata.

Aunque lograra el fin que retrasa, el medio es tan abominable que no podría aceptarse en conciencia; pero no parece sino que se prescinde de ella al tratar de conseguir éste o el otro fin político, inmolando miles de hombres y dejando miles de viudas, de madres, de huérfanos, en el dolor y en el desamparo. La tristeza y la miseria, las lágrimas y la sangre, los sufrimientos más terribles, físicos y morales, parece que son cosa baladí, y que no deben tenerse en cuenta cuando se trata de cálculos políticos y altas combinaciones de hombres que se dicen de derecho.

¿Cómo se pesan las ventajas que se van buscando y se pesan los daños que se producen? ¿Cuántos miles de viudas inmoladas hay que echar en un platillo de la balanza para hacer equilibrio a la combinación que está en el otro? La vida de los hombres ¡ah! no se respeta, aunque otra cosa se diga. La humanidad no se ama bastante para no hacer cálculos prescindiendo de dolores y del derecho a vivir que tiene el último soldado que sin necesidad absoluta se sacrifica, como el general o el rey. Los mismos que sostienen ante el verdugo la inviolabilidad de la vida humana en la persona del criminal, abandonan a las combinaciones de la política miles de vidas inocentes, honradas, útiles, necesarias.

En resumen, la guerra que empobrece, embrutece, desmoraliza y conculca o puede conculcar impunemente el derecho; que contribuye a confundir sus nociones y retardar su realización, no puede ser un elemento de progreso cuando los hombres tienen medios racionales de comunicarse, que emplean de una manera activa y permanente, y por los cuales las naciones más morales e ilustradas pueden ejercer una influencia eficaz sobre las que les son inferiores.

En cuanto a que la guerra sea un origen de derechos, no lo comprendemos tampoco, por tener entendido que el origen del derecho es la justicia. ¿No dice Bluntschli que en la guerra triunfa generalmente el más fuerte y no el que tiene razón? ¿No dice que no hay ninguna certidumbre de que la fuerza esté del lado del derecho? ¿Cómo podrá, pues, ser origen de él, si con frecuencia no es ni su compañera?

La guerra puede hacer valer un derecho que no se respetaba; puede exigir una compensación justa por los sacrificios hechos, porque existía antes el derecho a la indemnización equitativa; pero esto no es ser origen de derechos que, según dijimos, no pueden tenerle sino en la justicia. La guerra, ¿es la justicia? ¿Sí, o no? ¿Quién se atreverá a decir que sí? Si no, no puede ser origen del derecho.

Y no es ésta cuestión de palabras, ni mucho menos, porque con semejantes principios, las poderosas máquinas de destrucción que se emplean en matar hombres, servirán también para crear derechos; y he aquí a Krupp, que no sale ya de sus fraguas tiznado, ensangrentado y cubierto de maldiciones, sino que rodeado de divina aureola desciende del Sinaí con las Tablas de la Ley.

El profesor de Heilderberg dice más adelante: «Un Estado puede excepcionalmente ceder una parte de su territorio por motivos políticos, y en una forma reconocida por el derecho público... El reconocimiento de la cesión por las poblaciones no puede pasarse en silencio ni suprimirse, porque éstas no son una cosa sin voluntad y sin derechos, cuya propiedad se transmite; son una parte esencial, viva, y la resistencia de la población hace imposible la toma de posesión pacífica del país. Pero el reconocimiento de la necesidad del nuevo orden de cosas es suficiente; el consentimiento libre y alegre de la población sería de desear, pero no es necesario. La necesidad, a la cual se somete con pena y a pesar suyo, pero comprendiendo que es inevitable, tratándose de derecho público, crea derechos nuevos.» Al parecer tenemos aquí otro origen de derecho, la necesidad; pero realmente es el mismo de que hablamos más arriba con otro nombre; es la guerra, es la victoria, es la fuerza. ¿Cómo se dice que los hombres no pueden cederse como cosas, prescindiendo de su voluntad y sus derechos, para decir a renglón seguido que basta el reconocimiento de la necesidad, aunque no sea libre ni alegre?

¿Qué es la voluntad, si no es libre, y el derecho que se estrangula con un dogal de hierro, en poblaciones oprimidas, ocupadas por ejércitos victoriosos, bajo el yugo de la ley marcial, materialmente imposibilitadas de resistir, ni aun de decir lo que desean? Vencida la Francia, ¿podían humanamente resistir por la fuerza la Alsacia y la Lorena? ¿Tenían medio de sustraerse al para ellas aborrecido Imperio alemán? ¿No hicieron cuantas manifestaciones de su voluntad pudieron para evitarle? ¿No corrían sus hijos a alistarse en los ejércitos de la patria, y no se les detenía en los pueblos neutrales, que atravesaban, como si fueran rebeldes? ¿No han emigrado a miles? ¿Para qué se habla de voluntad y de derechos? ¿Para qué se dice que los hombres no son cosas, si como a cosas se los trata, prescindiendo de sus derechos y de su voluntad?

Es menos repugnante la brutalidad de Breno y el cinismo de Maquiavelo, que esta violencia docta con que se intenta disfrazar los atentados de la fuerza con máscara de derecho.

Otro párrafo de Bluntschli, para concluir, sobre esta parte del Derecho de gentes:

«De ningún modo hay derecho para aniquilar a las naciones enfermas, a fin de enterrarlas en seguida. Es posible que un Gobierno profundamente conmovido y debilitado llegue a recuperarse. Pero cuando esta posibilidad desaparece y el estado de debilidad se prolonga, entonces la incapacidad de vivir lleva consigo la pérdida del derecho a la vida como Estado. El Derecho internacional no protege más que los Estados viables. Por más peligroso que sea este principio por los abusos sofísticos a que puede dar márgen, no cabe negar su exactitud. Sólo los vivos tienen derechos.»

En primer lugar, esto no es cierto; los muertos tienen también derechos: a que no se profanen sus restos, a que no se ofenda su memoria, a que se respete si es santa, a que se conserve si es gloriosa, y a que se cumpla la voluntad que tuvieron vivos si es hacedera y justa.

Prescindamos, no obstante, de los derechos de los muertos, para preguntar, tratándose de Estados, en virtud de qué ciencia y por qué doctores se los declara cadáveres. No sólo no hay reglas para el fúnebre diagnóstico, sino que a la falta de ciencia de los que han de formularle, debe añadirse la falta de conciencia, o por lo menos de imparcialidad, porque no se declara que un Estado dejó de vivir, sino para comérselo: esto es evidente. ¿Y se sabe tampoco el daño que puede hacer la carne muerta al que la traga? ¿Se sabe los gérmenes de enfermedad que puede llevar a un cuerpo sano? Aunque se digiera bien y no tenga elementos morbosos asimilables, ¿no puede producir plétora? ¿No está llena la historia de pueblos que se llenaron de humores por haber comido demasiado de los que declararon muertos, o que han muerto ellos mismos de apoplejía?

¡Que el Derecho internacional no protege más que los Estados viables! ¿Dónde está el Derecho político internacional? ¿Dónde están sus leyes, sus reglas, su jurisprudencia, su justicia ni su protección? ¿No tiene cada cual que armarse para protegerse a sí propio? ¡El Derecho internacional que declara viable el Principado de Mónaco, la República de Andorra, pone las garras de tres leones hambrientos sobre el corazón de Polonia para ver si late, y después que le despedazan dice que no palpita y le devora!

Es temeridad con medios tan imperfectos de investigar lo verdadero y de realizar lo justo, dar sentencias de muerte sobre las naciones, erigiéndose en árbitros infalibles de su presente, y negándoles porvenir. Es constituirse en Providencia sin su poder, su saber y su misericordia.

Que estas cosas las afirmen los Emperadores y los Reyes, los diplomáticos y los soldados, se comprende; pero los profesores de Derecho... Tu quoque!



Límites territoriales y jurisdiccionales de una nación.-Tratados que pueden hacerse con otras


Son límites de una nación, aquellas líneas, pasadas las cuales no puede ejercer soberanía, y que se llaman fronteras.

Cuando la frontera está constituida por montañas, la arista superior que divide las aguas forma el límite; si éste es un río, llega hasta la mitad la jurisdicción de las naciones ribereñas, y lo mismo si fuere un lago, salvo que otra cosa se disponga por tratados.

La alta mar es libre; no constituye propiedad exclusiva de ningún pueblo, y los que confinan con ella ejercen tan sólo soberanía en una zona que rodea sus costas, y que puede extenderse hasta el alcance de un cañón; como esta medida, poco exacta, lo es cada día menos, suele fijarse tres millas marinas (1.852 metros) como límite de las aguas jurisdiccionales.

Cuando el mar forma un estrecho, la jurisdicción de cada una de las naciones ribereñas llega hasta la mitad de él, o entrambas pueden tenerla sobre todo.

No sólo es libre la alta mar, sino los mares interiores; y si en otros tiempos las naciones ribereñas se atribuían sobre ellos dominio que ejercían cuando eran fuertes, hoy es un principio de Derecho internacional la libertad de los mares, que contra las pretensiones de Rusia, acabó de consagrar el tratado de París de 1856, cuyo art. 2.º, dice: «El mar Negro queda neutralizado y abierto a la marina mercante de todas las naciones.»

Los ríos que están en comunicación con el mar libre, se consideran como continuación de él respecto a la navegación, que en tiempo de paz es libre para todos los pueblos.

Los barcos de cada nación se considerarán como una parte flotante de su territorio, y en alta mar ninguna otra tiene jurisdicción sobre ellos, ni en tiempo de paz puede darles orden alguna; pero cuando navegan por un río, o anclan en un puerto de otra nación, quedan sujetos a su soberanía. Se exceptúan los buques a cuyo bordo está un Monarca o representante extranjero que navegan a su disposición, y los de guerra, si han entrado en el río o puerto extranjero con permiso del Soberano.

La jurisdicción de un Estado puede extenderse hasta el mar libre, cuando se persigue a un buque cuya tripulación ha infringido las leyes de dicho Estado en sus dominios: esta persecución se entiende que continúa la empezada en ellos; pero una vez suspendida, no puede intentarse de nuevo.

Los barcos llevan la bandera de su nación y documentos que acreditan pertenecer a ella.

Los barcos no autorizados por ninguna nación para llevar su bandera, y que se dedican a robar y hacer daño en los mares y en las costas, se tienen por piratas. Considerándolos con Cicerón communis hostis omnium, todos tienen derecho a tratarlos como enemigos, y los buques de guerra, a cualquiera nación que pertenezcan, pueden combatirlos y apresarlos en alta mar. El que visitare un buque por sospecha de piratería, que no resultase justificada, debe darle satisfacción e indemnizarle si hubiere lugar a ello.

Los buques mercantes atacados por piratas, tienen derecho a rechazar la fuerza con la fuerza, y además se da al capitán el de juzgarlos, condenarlos a muerte y hacerlos ejecutar, cuando después de vencidos no tiene medios de asegurar su custodia; la ley que les aplicará es la ley marcial, cuidando de formar en regla el sumario y conservarlo.

Un barco perteneciente a una nación y que lleva legítimamente su bandera, aunque cometa en alta mar, rebelándose, actos de piratería, no es justiciable por cualquier nación, sino que debe entregarse a la suya para que lo juzgue.

Los barcos negreros, asimilados por algunos a los piratas, infringen también el Derecho de gentes; la jurisdicción que tienen sobre ellos todas las naciones, y el derecho de visita para cerciorarse de la infracción de la ley internacional, recibe más o menos limitaciones, según el temor de que puedan abusar de él pueblos cuyo poder marítimo es preponderante.

Todos estos principios de Derecho de gentes pueden estar modificados, y lo están en muchos casos por tratados entre dos o más naciones.

Como hay todavía diferencias, y a veces son grandes, entre la cultura, costumbres y leyes de los diversos países; como tienen la idea de que sus intereses están, si no siempre, en muchos casos encontrados; como existen entre ellos antipatías, prevenciones y temores; como cada una es juez inapelable de su derecho y única apreciadora de su conveniencia; como además es soberana en su territorio, el número de leyes internacionales idénticas y solemnemente admitidas es muy corto, y se suplen con reglas apropiadas a la situación de los que las establecen. El tratado es el precursor de la ley; la prepara, pero no es la ley todavía; no tiene su generalidad, ni suele tener su justicia, porque con frecuencia se hace con miras estrechas y egoístas; no obstante, no puede dudarse que el conjunto de tratados, cada vez más numerosos, extendidos a mayor variedad de relaciones, a mayor número de pueblos, y más semejantes unos a otros, y más justos cada día, van constituyendo un verdadero Derecho de gentes.

Podrá decirse que este Derecho no es positivo, porque no se formula en ley general promulgada, admitida y obligatoria; que las naciones concluyen los tratados como les parece, los varían según les acomodan, y dejan de cumplirlos cuando quieren, si son fuertes. Si los tratados se refieren a intervenciones, conquistas, anexiones, desmembraciones, alianzas, declaraciones de guerra y condiciones de paz, lejos de representar el derecho, suelen ser una prueba de que no le hay; la política internacional, ya lo hemos dicho, carece de ley; pero van entrando cada vez más en ella las otras relaciones de los pueblos. La facultad que tienen de cumplir o no los tratados, es más aparente que real, porque el tratado resulta del convencimiento de su conveniencia o de su necesidad, y mientras este convencimiento exista, el tratado se cumplirá. No es necesario coacción física para que las determinaciones subsistan: un hombre en su cabal juicio está tan incapacitado de pensar que dos y dos son seis, y que el asesinato es una buena acción, como de escaparse si se le encierra en cárcel segura. Así, pues, las causas que determinan los tratados no políticos aseguran su cumplimiento; las naciones, si no quisieran, no los cumplirían; pero no pueden dejar de quererlos, como no está en mano de nadie dejar de ver la verdad y la justicia, cuando tiene en su espíritu medios de llegar a este conocimiento, ni dejar de desearla si se persuade de que le conviene.

Montesquieu ha dicho que las leyes son relaciones necesarias que resultan de la naturaleza de las cosas; siendo la naturaleza del hombre esencialmente igual, sintiendo cada vez más imperiosa la necesidad de comunicar, de sus relaciones tienen que resultar leyes; a eso camina la humanidad, y muy de prisa en nuestra época, y esto se desprende del estudio de los tratados, que, como dejamos dicho, se diferencian menos cada día de pueblo a pueblo, marchan rápidamente hacia la justicia, que, como la verdad, es una.

Los tratados, pues, aunque tengan apariencia de ser arbitrarios, no obligatorios, y una prueba de que no existe derecho, le constituyen verdaderamente, aunque imperfecto, porque lo son todavía los elementos que a él concurren.

Hay tratados postales, comerciales, telegráficos, relativos a los caminos de hierro, a establecimientos o empresas comunes, a pasaportes y emigraciones, a extradiciones de criminales, a propiedad intelectual, sea literaria o bien se refiera a inventos, a competencia judicial en materia civil, a la situación que los súbditos de un país han de tener en otro, de Aduanas, de servidumbres, etc., etc., etc.

Cada día se siente la necesidad de un nuevo tratado o de modificar el antiguo, y las modificaciones se hacen por lo común con tendencia a suprimir o disminuir privilegios, prohibiciones, diferencias de unos pueblos a otros, o lo que es lo mismo, en sentido de la unidad y de la libertad.

Por lo demás, el Derecho internacional, como el patrio, no faculta para hacer tratados que contengan cláusulas inmorales o en perjuicio de tercero, a menos que se trate de alianzas políticas, de cesión de territorios, rectificación de fronteras, capitulaciones de paz y de casi todo lo relativo a la guerra; en estos casos, suele y puede haber condiciones ilícitas y perjuicio de tercero, porque, como hemos dicho, se prescinde del derecho y se carece de ley. Los gérmenes de la ley equitativa, los principios de derecho, unas veces entrevistos o tímidamente aplicados, otras bien apreciados y desenvueltos, están en los tratados que no formulan combinaciones políticas, sino que sirven intereses más o menos elevados, pero siempre legítimos, y forman reglas que no dejan de serlo por tener alguna excepción.

La guerra suele suspender la ejecución de los tratados o convenios que no se refieren a ella; pero esto sucede más bien por el estado de violencia que lleva consigo y por el trastorno que produce en todas las relaciones, que por anular los pactos anteriores. Al contrario; como estos tratados corresponden a necesidades morales o materiales generalmente sentidas, reaparecen cuando la violencia cesa y los medios de proveer a ellas se ponen en práctica, hecha la paz.




Derechos del hombre respetados por el de gentes

Aunque muchos publicistas hagan salvedades en favor de la soberanía de los Estados, exponiendo que ninguno tiene el deber de admitir extranjeros en sus dominios, y que puede expulsarlos, además del caso de guerra y medidas que con ella se relacionan, siempre que lo estime conveniente, es lo cierto que ningún pueblo culto cierra sus fronteras a los extranjeros honrados, ni los expulsa de su territorio en tiempo de paz.

El hombre, pues, puede dirigirse libremente a cualquiera región de la tierra en que haya naciones civilizadas, seguro de que tendrá:

Respeto a su libertad, mientras no abuse de ella, estando abolida la servidumbre y la esclavitud;

Derecho a ejercer su actividad racional, aplicándola a todo género de trabajo;

Derecho a adquirir toda clase de propiedades;

Derecho al ejercicio público de su religión y, cuando menos, a que no se le inquiete por ella, ni menos se le imponga otra;

Protección en las leyes contra todo ataque, sea contra su persona o contra sus bienes;

Derecho a presentarse ante los Tribunales;

Derecho a contraer matrimonio con personas naturales de cualquiera nación;

Derecho a hacer contratos;

Derecho a hacer donación de sus bienes entre vivos, o por disposición testamentaria;

Derecho a disfrutar de un gran número de ventajas que a título gratuito tienen los naturales del país en que habita o en que está de paso;

Derecho a ser amparado, si su vida peligra, y socorrido si por pobreza u otra causa lo necesitare;

Combatiente vencido, derecho a que el país extranjero sea para él un asilo contra sus perseguidores;

Delincuente político, derecho a que, pasada la frontera, no puedan aplicársele las leyes penales de su país;

Acusado de delitos comunes, si son leves, derecho a que no se le persiga por ello; si graves, a que la nación donde habita le defienda de un modo tutelar y casi paternal, y no le entregue a los Tribunales de su patria sin haberse cerciorado de que lo reclama con justicia;

Derecho a elegir la patria que quiera, llenando ciertas condiciones para naturalizarse en ella, que, una vez cumplidas, le equiparan a los que han nacido en el país de su nueva adopción.

Estos derechos y reglas tienen algunas limitaciones y excepciones:

Un hombre de cierto color o de cierta raza, puede ser esclavizado de hecho y aun de derecho en algunas posesiones españolas;

No puede ser propietario de un barco que lleve bandera inglesa, el que no sea súbdito inglés;

En general, no pueden ser desempeñados por extranjeros los cargos públicos, incluso el de profesor de la enseñanza oficial;

Los títulos académicos de un país no sirven, en general, para otro, y prohibiendo al extranjero el ejercicio de su profesión, se infringe la ley de libertad del trabajo;

Los Tribunales exigen a veces del extranjero garantías que no está obligado a dar el compatriota;

Se niega a veces aptitud legal al extranjero, equiparándole al menor o al incapacitado, por ejemplo, inhabilitándole para la tutela del que no sea su compatriota, o para el prohijamiento en igual caso.

El industrial halla en el mercado extranjero gravámenes que le ponen en condiciones muy desventajosas respecto al nacional, y al comerciante le sucede lo propio cuando llega a puertos o fronteras que no son de su país.

Pero estas excepciones no destruyen la regla de que para la inmensa mayoría de los casos, y para las cosas más esenciales, son iguales ante la ley el nacional y el extranjero, y que éste goza de todos los derechos civiles para los que expresamente no se le incapacita: el número de casos de incapacidad es corto, lo es más cada día, y no parece lejana la época en que no existirá ninguno, vista la rapidez con que las legislaciones se uniforman, la conveniencia de uniformarlas, que será pronto necesidad, y lo mucho que se ha hecho en poco tiempo para equiparar a los extranjeros con los naturales en lo que se refiere a derechos civiles.

¿Qué le falta, pues, al hombre para ser ciudadano de todo el mundo? ¿De qué derechos está absolutamente privado cuando vive en tierra extraña? De los derechos políticos. Un extranjero puede ejercer gran influencia en un país, por bienes que posea en él u obras públicas que ejecute; puede ser dueño de gran parte de las líneas férreas, tener a su disposición centenares o miles de votos y determinar la elección de este o de aquel diputado, pero no puede votarle; sobre este punto, tratados, leyes, publicistas, todos están conformes.



OBSERVACIONES.

Por más que sea de desear que todos los hombres tengan en todas partes todos los derechos, se comprende la imposibilidad de conceder los políticos a los extranjeros, mientras no haya Derecho político internacional. Los súbditos de los diferentes países como industriales, comerciantes, artistas, jurisconsultos, literatos, científicos, poetas, como hombres, puede decirse, tienen relaciones de derecho e igualdad cada día mayores ante la ley; pero como franceses y alemanes, como ingleses y rusos, como súbditos de dos Estados que carecen de ley para condicionar ciertas relaciones, en todo lo que a ellas se refiere, no pueden tener derecho común. Los que se han hecho la guerra, se la hacen, se la harán, o por lo menos se hallan siempre preparados para hacérsela; no pueden prescindir de las necesidades que impone, de las ideas que inspira, de los sentimientos que determina. ¿Se concibe en el año 1870 un prusiano votando en las Cámaras francesas con Thiers, o un ruso en 1877 apoyando a Gladstone en el Parlamento inglés? ¿Lo toleraría la opinión, aunque el extranjero votase de buena fe, en razón y en justicia? No es posible. Mientras las grandes cuestiones de política internacional se resuelvan por las grandes potencias, con exclusión de las pequeñas; mientras la guerra sea la última razón, no se concederá a un extranjero la facultad de negar hombres y recursos para hacerla contra sus compatriotas, ni para intervenir en la constitución de un Estado del que ha sido, es, o puede ser enemigo.

Pero si es lógico e inevitable, dado el modo de ser actual de las naciones, que se prive de derechos políticos a los extranjeros, el goce de todos los civiles nos parece una cosa justa y asequible.

Sucede a veces que los sujetos que emigran, no son de los más recomendables de su nación; pero esto no es siempre ni aun las más veces, y así como la circunstancia de ser extranjero no es agravante para el que comete un delito, ¿por qué ha de dar lugar a una desconfianza depresiva que no se funda en razón ni la atiende? ¿Por qué el extranjero honrado, cuyos buenos antecedentes se conocen, cuya desahogada posición se sabe, no ha de tener la tutela de un menor, o prohijarle con provecho de entrambos? ¿Qué debe buscarse para el menor o para el hijo adoptivo? Honradez y ciertas condiciones económicas, que le permitan responder materialmente de los bienes del menor y de la educación y sustento del prohijado. Y estas circunstancias ¿no se pueden hallar y se hallan en un extranjero? Puede ser dueño de las vías férreas de un país, y ejercer en él una grande, grandísima influencia, y se le niega la facultad de ejercer la tutela de un menor, o de servir de padre a un huérfano. Hay en esto contradicción, injusticia, y por consiguiente daño. Desde el momento en que se conceden a los extranjeros medios legales de ser poderosos, debe procurarse que ellos no se consideren como extraños, que estrechen los lazos que los unen con el país donde tienen tantos intereses, a fin de que le miren con simpatía, le amen, si es posible, y no le tengan como una mina que se explota sin reparar en los medios, y se abandona una vez concluido el filón. La justicia manda y la conveniencia aconseja, que fraternicen entre sí todos los hombres, y muy principalmente aquellos que tienen relaciones íntimas.

La exclusión de los extranjeros para los cargos públicos es en parte consecuencia inevitable de carecer de derechos políticos, y en parte error que se podía rectificar. Comprendemos que un extranjero no esté al frente de una embajada, ni sea Ministro ni Gobernador de provincia; mas ¿por qué no ha de ser catedrático? La ciencia no tiene nacionalidad, ni está sujeta a los cálculos de la política, ni se presta a la combinación de los hombres de Estado, ni tiene compromisos con los Gobiernos ni deberes contradictorios con los pueblos. ¿Por qué un extranjero que es sastre puede enseñar a hacer gabanes, y si es matemático no puede enseñar geometría? ¿Qué razón hay para respetar la libertad del trabajo en uno y atentar contra ella en el otro? ¿Qué razón puede alegarse para declarar de peor condición el trabajo intelectual que el mecánico, y poner al hombre de ciencia en peores condiciones que el artesano? A un profesor no se le pueden racionalmente exigir más que tres condiciones: moralidad, conocimiento de la cosa que ha de enseñar y medios de comunicarla. Comprendemos que para ser diputado se necesite ser español; mas para enseñar física-matemática ¿es preciso haber nacido en España? Podrá ser un obstáculo para saberla, y hombres eminentes decían no hace muchos años que no conocían ningún español que la supiese.

Respecto a la no validez de los títulos académicos extranjeros para el ejercicio de las profesiones que los exigen, se comete igual injusticia, con más las contradicciones en algunos países, como en España, donde sin título alguno puede un extranjero hacer un palacio si constituye la estación de un camino de hierro, y no está autorizado para dirigir la más insignificante construcción urbana. Esta contradicción e injusticia es consecuencia de otras de que no podemos ocuparnos, porque se refieren al Derecho patrio y no al de gentes, y sólo insistimos en que éste debe hacer desaparecer exclusiones que nada tienen de razonables.

Comprendemos que los pueblos más adelantados, no den valor legal a los títulos académicos de otros, conocidamente inferiores en cultura; pero cuando sucede lo contrario, ¿qué inconveniente puede haber? ¿Ofrece más garantías para España el graduado por la Universidad de Oviedo que por la de Heilderberg? ¿No es el colmo del absurdo que un español no pueda enseñar en España ni ejercer una profesión, porque la aprendió donde con evidencia se sabe más, hay más rigor en los exámenes, está más elevado el nivel intelectual?

¿Y la reciprocidad? se dirá tal vez. La reciprocidad es buena cuando es razonable, y cuando no, absurda. El decoro de un pueblo no consiste en mentir igualdades que ni cree él ni ninguno de los que le escuchan, sino en confesar noble y valerosamente las diferencias desventajosas, y en procurar con firmeza borrarlas: lo demás es injusto y ridículo.

Como industriales y comerciantes, los extranjeros suelen sufrir grave perjuicio con los tratados de comercio y de Aduanas, por los que, según la bandera del barco o la procedencia del objeto manufacturado, se aumentan los gravámenes para recurso del fisco o protección de la industria. Estos tratados forman verdadera jurisprudencia, y su espíritu suele hacer de ellos una regla nada equitativa.

No hay para qué decir aquí por incidencia y mal, lo que bien y ex profeso se ha dicho en obras clásicas, cuyas razones no han sido atendidas, pero tampoco refutadas. En las relaciones económicas internacionales prevalece un egoísmo ignorante que se califica de conveniencia; utilidad mal entendida, a que se sacrifica la verdadera; intereses artificiales, como creados por el privilegio, y en fin, intereses que podrían llamarse inmorales, especie de rédito de un capital de injusticia e ilegalidad. Estos son los elementos de que suelen formarse los pactos en virtud de los cuales se perjudica al extranjero cuando llega al puerto o a la frontera con los productos de su trabajo. Sobre el tratado, y riéndose de él y rasgándole, está el contrabando, que en una u otra forma es la regla; está la inmensa máquina sobornadora, sobornable y sobornada, con piezas grandes y pequeñas, uniformes o diversas, que funcionan en tierra, o flotan en el mar; están los que en la lotería de la sustracción al pago de derechos de Aduana, les ha tocado el presidio, donde expían faltas, la mayor parte ajenas, y que otros benefician; está la industria en decadencia pidiendo más protección, como el ebrio más vino, empeñada en apagar su sed con lo mismo que la produce; están situaciones económicas verdaderamente enfermizas, porque circula por ellas la contravención a las reglas de la producción que quieren establecerse infringiendo las de la moral; y están, en fin, los extranjeros perjudicados o excluidos por las leyes económicas, fraternizando con los indígenas para infringirlas. En todo lo que a ellas se refiere, el Derecho de gentes positivo se aleja mucho de la justicia.



Derecho de gentes respecto al cumplimiento de la justicia penal

Si para evitar la impunidad de los delitos que puedan cometer los súbditos de todas las naciones, buscamos una ley internacional como el Convenio de Ginebra, no la hallaremos; pero si observamos que los países todos van concluyendo Tratados de extradición de criminales, que en estos tratados se incluyen cada día mayor número de infracciones de las leyes, que antes no comprendían sino crímenes gravísimos, y que ahora se extienden a delitos no muy graves, y en fin, que las cláusulas de estos convenios van teniendo una semejanza cada día mayor, no puede desconocerse que existe y se perfecciona rápidamente el Derecho de gentes positivo respecto al cumplimiento de la justicia penal.

A este progreso contribuye el de la ciencia del derecho, y la necesidad cada día mayor de no hacerle expirar en la frontera. Cuando eran difíciles los medios de comunicación, era corto el número de delincuentes que podía dejar la patria para evitar la acción de los Tribunales; además, no siendo el delito muy grave, la pena impuesta por la ley no sería más dura, ni acaso tanto, como la que le esperaba al extranjero en tierra extraña donde se le recibía con hostilidad y desprecio; los caminos por donde podía huir eran pocos y conocidos, y las naciones adonde podía emigrar, en corto número y próximas. Hoy, la calidad de extranjero no rebaja, y hasta puede recomendar al fugitivo; tiene muchos y rápidos medios de comunicación; dispone del telégrafo, de los ferrocarriles, de los buques de vapor, para trasladarse a los antípodas y burlar la acción de las leyes.

Por otra parte, aunque haya publicistas, y algunos muy modernos, que nieguen derecho para perseguir al criminal que ha pasado la frontera o los mares, otros jurisconsultos han comprendido el carácter universal de la justicia y el deber que todos los hombres, y por consiguiente todos los Gobiernos, tienen de coadyuvar a que se cumpla. Parécenos que los que niegan el derecho a la extradición de criminales no deben haberse fijado bien en las circunstancias todas de la negativa. Aunque no fuera un deber, como lo es, de todo Estado, como de todo hombre, contribuir en cuanto pueda a que se cumpla la justicia; dado que cada nación es soberana en su territorio, que en él no puede ninguna otra ejercer jurisdicción sin su permiso, ni coacción de ningún género, resulta que, cuando un criminal fugitivo pasa la frontera, la nación que le acoge y se convierte en asilo, no sólo se niega a contribuir activamente a que se capture, sino que materialmente lo impide; no es pasiva entre él y los Tribunales que le reclaman, sino activa contra ellos y a favor del culpable; la supuesta neutralidad es imposible; o está a favor de la ley y le presta el auxilio sin el cual no puede aplicarse, o negándosele está contra ella; no hay medio. Considerada así la cuestión, no parece dudosa.

Los jurisconsultos y los Gobiernos van comprendiendo lo que con verdad y elocuencia decía Rouher en el cuerpo legislativo francés: «El principio de extradición es el principio de solidaridad, de seguridad recíproca de los Gobiernos y de los pueblos, contra la ubicuidad del mal.»

Aun pueblos muy refractarios a la idea de entregar los criminales extranjeros, como son los ingleses de Europa y de América, además del espíritu de justicia, mayor en ellos cada vez, comprenden ya la poca conveniencia de aumentar con las probabilidades de impunidad, los estímulos a infringir las leyes por parte de sus súbditos, y de acoger los extranjeros criminales, y darles consideración y derechos de personas honradas.

La importancia del asunto, y el deseo de que se forme idea un tanto aproximada de lo que respecto a él es el Derecho de gentes positivo, nos mueve a copiar íntegro el Tratado entre España y Rusia: debemos advertir que es uno de los que dan más latitud a la obligación recíproca de entregar los delincuentes, que sólo siendo culpables de delitos más graves, quedan sujetos a la extradición por otros Tratados.

«Convenio de extradición celebrado entre España y Rusia en 21 (9) de Marzo de 1877.

»S. M. el Rey de España y S. M. el Emperador de todas las Rusias, habiendo juzgado útil regularizar por medio de un convenio la extradición de malhechores entre sus Estados respectivos, han nombrado con este objeto como sus plenipotenciarios, a saber:

»S. M. el Rey de España a D. Pedro Álvarez de Toledo y Acuña.

»Y S. M. el Emperador de todas las Rusias al príncipe Alejandro Gortschakoff.

»Los cuales, después de haberse comunicado sus plenos poderes respectivos, hallados en buena y debida forma, han acordado y firmado los artículos siguientes:

»Artículo 1.º Las altas partes contratantes se comprometen a entregarse recíprocamente, a excepción de sus súbditos, los individuos refugiados en cualquiera de ellas y que fueren perseguidos y condenados por las autoridades judiciales de la otra, a consecuencia de los actos penables mencionados en el artículo siguiente.

»Art. 2.º No habrá lugar a la extradición sino en el caso de condena o persecución por un acto voluntario cometido en el territorio del Estado que pide la extradición, y que según la legislación del Estado reclamante, pueda ser objeto de una pena superior a la de un año de prisión.

»La extradición se verificará también en los casos en que el crimen o delito por el cual se pide se hubiese cometido fuera del territorio de la parte reclamante, siempre que la legislación del país del que se reclama, autorice en igual caso la persecución de los mismos hechos cometidos fuera de su territorio.

»Con estas restricciones la extradición tendrá lugar por los actos penables siguientes, comprendiendo el caso de tentativa y de complicidad, a saber:

»1.º Todo homicidio voluntario, heridas y lesiones voluntarias.

»2.º Bigamia, rapto, violación, aborto, atentado al pudor cometido con violencia en la persona o con la ayuda de un niño, de uno u otro sexo, menor de catorce años; prostitución o corrupción de menores por los padres o por cualquiera otra persona encargada de su cuidado.

»3.º Sustracción, ocultación, supresión, sustitución o suposición, exposición o abandono de un niño.

»4.º Incendio.

»5.º Daños causados voluntariamente en los caminos de hierro, telégrafos, minas, diques u otras construcciones hidrotécnicas, navíos y todo acto voluntario que hiciese peligroso el uso o la explotación.

»6.º Extorsión, asociación de malhechores, rapiña, robo.

»7.º Falsificación, introducción, emisión de moneda falsa o alterada, así como papel de rentas u obligaciones del Estado, de billetes de Banco, o de cualquiera otro efecto público; introducción o uso de estos mismos títulos; falsificación de decretos, de sellos-punzones, timbres, y marcas del Estado o de la Administración pública, y uso de estos objetos falsificados.

»Falsedad cometida en escritura pública o auténtica privada de comercio o de banca, y uso de escrituras falsificadas.

»8.º Falso testimonio y declaraciones falsas de peritos, soborno de testigos y de peritos, para dar declaraciones falsas, calumnia.

»9.º Sustracciones cometidas por funcionarios o depositarios públicos, o concusión o cohecho.

»10. Quiebra fraudulenta.

»11. Abuso de confianza.

»12. Estafa y fraude.

»13. Actos de piratería.

»14. Sedición de la tripulación en el caso en que los individuos que forman parte de la misma se hubiesen apoderado del buque por engaño o violencia, o lo hubiesen entregado a los piratas.

»15. Ocultación de los objetos detenidos por cualquiera de los crímenes o delitos consignados en el presente convenio.

»Art. 3.º En ningún caso podrán ser obligadas las altas partes contratantes a entregar sus propios súbditos.

»Ambas se comprometen a perseguir, conforme a sus leyes respectivas, los crímenes y delitos cometidos por los súbditos de una parte contra las leyes de la otra desde el momento en que se presente la demanda, y en el caso en que los crímenes y delitos puedan ser clasificados en una de las categorías enumeradas en el art. 2.º del presente convenio.

»Cuando un individuo sea perseguido, según las leyes de su país, por una acción penable cometida en el territorio de la otra nación, el Gobierno de esta última está obligado a facilitar los informes, los documentos judiciales con el cuerpo del delito, y cualquiera otra aclaración necesaria para abreviar el procedimiento.

»Art. 4.º Están exceptuados del presente convenio los crímenes y delitos políticos, así como los actos u omisiones que tengan conexión con estos crímenes y delitos.

»El individuo que fuese entregado por alguna otra infracción de las leyes penales, no podrá en ningún caso ser juzgado ni condenado por ningún crimen o delito político cometido antes de la extradición, ni por ningún otro hecho relativo a este crimen o delito.

»Tampoco podrá ser perseguido o condenado por ninguna otra infracción anterior a la extradición si no ha sido objeto de la demanda, a menos que después de haber sido castigado o definitivamente absuelto del crimen o delito que motivó la extradición, no haya abandonado el país antes de cumplir el término de tres meses o haya vuelto después.

»No será reputado derecho político ni hecho relacionado con semejante delito el atentado contra la persona de un Soberano extranjero o contra la de los miembros de su familia, cuando este atentado constituya el hecho, sea de muerte, sea de asesinato, sea de envenenamiento.

»Art. 5.º No habrá lugar a la extradición:

»1.º Cuando se pida de una infracción, de la cual el individuo reclamado sufre o ha sufrido ya la pena en el país, al cual la extradición ha sido pedida, o por la que hubiese sido allí perseguido o declarado inocente o absuelto.

»2.º Si con respecto a la infracción que ha motivado la demanda de entrega se ha cumplido la prescripción de la acción o de la pena, según las leyes del país a quien se haya pedido la extradición.

»Art. 6.º Si algún súbdito de las altas partes contratantes, que hubiese cometido en un tercer Estado uno de los crímenes o delitos enumerados en el art. 2.º, se refugiase en territorio de la otra parte, se concederá la extradición cuando, según las leyes vigentes, no pudiese ser juzgado por los Tribunales de este país, y a condición de que no sea reclamado por el Gobierno del país donde hubiere cometido la infracción, sea que no haya sido juzgado, sea que no haya cumplido la pena que se le impuso.

»Las mismas reglas se observarán para el extranjero que hubiere cometido en las circunstancias antes indicadas dichas infracciones contra un súbdito de una de las partes contratantes.

»Art. 7.º Cuando el sentenciado o acusado sea extranjero en el territorio de las partes contratantes, el Gobierno que deba conceder la extradición podrá dar cuenta al del país a quien pertenece el individuo reclamado de la demanda que le haya sido dirigida; y si este Gobierno reclama a su vez el acusado o el detenido para hacerle juzgar por sus Tribunales, aquel a quien haya sido pedida la extradición podrá, a elección suya, entregarlo al Estado en cuyo territorio se hubiere cometido el crimen o el delito, o a aquel a quien pertenezca dicho individuo. Si el sentenciado o acusado cuya extradición se pide, en conformidad con el presente convenio, por una de las partes contratantes, fuese reclamado también por otro u otros Gobiernos a causa de otros crímenes o delitos cometidos por el mismo individuo, éste será entregado al Gobierno del Estado cuya demanda sea de fecha anterior; y por último, será entregado al Gobierno del Estado al cual pertenezca si concurren las circunstancias requeridas en el art. 6.º del presente convenio.

»Art. 8.º Si el individuo reclamado fuere perseguido o se hallase detenido por otro crimen o delito que contraviniese las leyes del país al cual se pidiere la extradición, se diferirá ésta hasta que haya sido absuelto o haya cumplido su pena: asimismo se diferirá si el individuo reclamado fuere detenido por deudas u otras obligaciones civiles en virtud de una providencia judicial u otra ejecutiva, dictada por autoridad competente, anterior a la demanda de extradición.

»Fuera de este último caso, se concederá la extradición aunque el individuo reclamado no pudiese por este hecho cumplir los compromisos particulares, los cuales podrán siempre hacer valer sus derechos ante las Autoridades judiciales competentes.

»Art. 9.º Se concederá la extradición cuando sea pedida por una de las partes contratantes a la otra por la vía diplomática, y mediante presentación de una acusación, o de un mandamiento de prisión, o de cualquier otro acto que tenga la misma fuerza que este mandamiento, indicando igualmente la naturaleza y gravedad de los hechos perseguidos, así como su denominación y el artículo del Código penal aplicable a estos hechos, vigente en el país que pide la extradición.

»Al mismo tiempo se facilitarán, si es posible, las señas del individuo reclamado o cualquiera otra indicación que pueda servir para identificar la persona.

»A fin de evitar todo peligro de fuga, se sobreentiende que el Gobierno al cual se haya dirigido la demanda de extradición, luego que le sean remitidos los documentos indicados en este artículo, procederá a la detención inmediata del acusado, sin perjuicio de resolver posteriormente respecto a dicha demanda.

»Art. 10. La prisión preventiva de un individuo por uno de los hechos especificados en el artículo 2.º, deberá llevarse a efecto, no sólo mediante la presentación de uno de los documentos mencionados en el art. 9.º, sino también previo aviso, transmitido por correo o por telégrafo, de la existencia de un mandamiento de prisión, a condición además de que este aviso sea dado en debida forma por la vía diplomática al Ministerio de Negocios extranjeros del país en cuyo territorio se haya refugiado el reo.

»La prisión preventiva cesará si en el término de dos meses, a contar desde el día en que se haya efectuado, no se hubiere pedido la extradición del detenido por la vía diplomática y en las formas establecidas por el presente convenio.

»Art. 11. Los objetos robados o cogidos en poder del condenado o acusado, los instrumentos o útiles que hubieren servido para cometer el crimen o delito, así como cualquiera otra prueba de convicción, serán entregados al mismo tiempo que se efectúe la entrega del individuo detenido, aun en el caso en que la extradición, después de concedida, no pueda verificarse por muerte o fuga del culpable.

»Esta entrega comprenderá también los objetos de la misma naturaleza que el acusado tuviere escondidos o depositados en el país donde se hubiese refugiado y que fueren hallados después.

»Quedan, sin embargo, reservados los derechos de tercero sobre los mencionados objetos, que deberán ser devueltos sin gastos después de la terminación del proceso.

»Igual reserva queda asimismo estipulada con respecto al derecho del Gobierno, al cual se hubiere dirigido la demanda de extradición, de detener provisionalmente dichos objetos mientras fueren necesarios para la instrucción del proceso ocasionado por el mismo hecho que hubiere dado lugar a la reclamación, o por otro hecho cualquiera.

»Art. 12. Los gastos de arresto, de manutención y trasporte del individuo cuya extradición hubiere sido concedida, así como los ocasionados por la entrega y transporte de los objetos que en virtud del artículo precedente deban ser devueltos o remitidos, serán de cuenta de las altas partes contratantes dentro de los límites de sus respectivos territorios.

»En el caso de que se juzgue preferible el transporte por mar, el individuo reclamado será conducido al puerto que designe el Gobierno reclamante, a cuyas expensas será embarcado.

»Queda sobrentendido que este puerto deberá ser siempre de los pertenecientes a la parte contratante a quien hiciere la demanda.

»Art. 13. Cuando en la instrucción de una causa criminal, no política, relativa a una demanda de extradición, uno de los Gobiernos juzgare necesario oír testigos domiciliados en el territorio de la otra parte contratante, u otro acto de instrucción judicial, se enviará al efecto por la vía diplomática un exhorto redactado en las formas prescritas por las leyes vigentes en el país de donde procede la reclamación, y se cumplimentará observando las leyes del país en que hayan de oírse los testigos.

»Art. 14. En el caso de que en una causa criminal, no política, sea necesaria la comparecencia personal de un testigo, el Gobierno de quien dependa le exhortará a acceder a la invitación que se le hubiere hecho por el otro Gobierno. Si los testigos requeridos consienten, se les expedirán los pasaportes necesarios, dándoles al mismo tiempo una cantidad destinada a sufragar los gastos de traslación y de permanencia, según la distancia y el tiempo necesario para el viaje, conforme a las tarifas y reglamentos del país en que haya de verificarse la comparecencia.

»En ningún caso podrán ser detenidos ni molestados estos testigos por un hecho anterior a la invitación para la comparecencia, durante su estancia obligatoria en el lugar donde ejerza sus funciones el Juez que deba oírlos, ni durante el viaje, sea de ida o de vuelta.

»Art. 15. Si con motivo de un proceso criminal, no político, instruido en uno de los dos países contratantes, se juzgase necesario el careo del acusado con individuos detenidos en el otro país, o la presentación de pruebas de convicción o documentos judiciales, se dirigirá la petición por la vía diplomática, y se le dará curso, salvo el caso de que se opongan a ello consideraciones excepcionales, y con la condición siempre de enviar lo más pronto posible los detenidos, y de restituir los documentos indicados.

»Los gastos de traslación de un país al otro de los individuos detenidos y de los objetos arriba mencionados, así como los que ocasionare el cumplimiento de las formalidades enunciadas en los artículos precedentes, salvo los casos comprendidos en los artículos 12 y 14, serán sufragados por el Gobierno que los ha reclamado dentro de los límites del territorio respectivo.

»En el caso de que se juzgue conveniente el transporte por mar, dichos individuos serán conducidos al puerto que designe el agente diplomático o consular de la parte reclamante, a costa de la cual serán embarcados.

»Art. 16. Las altas partes contratantes se comprometen a notificarse recíprocamente las sentencias condenatorias que dictaren los Tribunales de una parte contra los súbditos de la otra por cualquier crimen o delito. Esta notificación se llevará a efecto enviando por la vía diplomática la sentencia dictada en definitiva al Gobierno del país de quien es súbdito el sentenciado.

»Cada uno de los dos Gobiernos dará al efecto las instrucciones necesarias a las Autoridades competentes.

»Art. 17. Todos los documentos que se comuniquen recíprocamente por los Gobiernos respectivos en cumplimiento del presente convenio, deberán ir acompañados de una traducción francesa.

»Los Gobiernos respectivos renuncian por una y otra parte al reintegro de los gastos necesarios para el cumplimiento de las estipulaciones comprendidas en los artículos 13 y 16.

»Art. 18. Por el presente convenio, y dentro del límite de las estipulaciones, las partes contratantes se adhieren recíprocamente a las leyes en vigor en sus respectivos países, que tengan por objeto regularizar el procedimiento ulterior de la extradición.

»Art. 19. El presente convenio será ratificado, y las ratificaciones canjeadas en San Petersburgo lo más pronto posible; regirá veinte días después de su promulgación en las formas prescritas por las leyes en vigor en los países de las altas partes contratantes, y seguirá rigiendo hasta seis meses después de la declaración en contrario de una de las altas partes contratantes.

»En fe de lo cual, los plenipotenciarios respectivos han firmado el presente convenio, y han puesto en él sus sellos.

»Hecho en San Petersburgo en 21 (9) de Marzo de 1877.

»(L. S.) (Firmado.) -Toledo.

»(L. S.) (Firmado.) -Gortschakoff.

»Este convenio ha sido ratificado, y las ratificaciones canjeadas en San Petersburgo el 14 (26) de Julio.»



OBSERVACIONES.

En todos los tratados de extradición de delincuentes se exceptúan los delitos políticos; pero convendría fijar qué se entiende por delito político, y si debe dársele toda la latitud que hoy tiene, hasta convertirle en medio de impunidad para toda clase de crímenes.

Si por delito político se entendiera censurar razonadamente los actos del Gobierno; denunciar todo género de abusos, quien quiera que sea el que los cometiere; discutir la justicia de las leyes y las formas de Gobierno, y procurar derribar al que manda si no se cree bueno, por medios legales, y sin recurrir a la fuerza, comprendemos y nos parece justo que el perseguido por semejantes actos halle protección fuera de su patria, y no se le entregue, sustrayéndole así, no a sus jueces, sino a sus enemigos. Pero sustraer a la acción de la justicia reos de crímenes graves, porque tienen conexión con los políticos; es decir, que si se ha gritado viva la República, viva el Rey o la Religión, al mismo tiempo que se robaba, se incendiaba o se asesinaba, los Monarcas extranjeros han de amparar al autor de semejantes atentados y asegurar su impunidad, no nos parece equitativo. Si el hecho de muerte, asesinato o envenenamiento de la persona de un Soberano o de los miembros de su familia, no puede ser reputado como delito político ni relacionado con él, ¿por qué no ha de suceder lo mismo con cualquier otro asesinato? ¿Supone mayor maldad asesinar a un Rey que a un pastor? Convendría mucho que el Derecho de gentes fuese penetrándose de que el fin no justifica los medios, y que cuando éstos son malos, no debe asegurarse la impunidad del que a ellos recurre. Comprendemos que no es obra de poco tiempo rectificar la opinión, muy torcida a nuestro parecer, en esta materia; pero ¿no podría la ley internacional, transigiendo hasta cierto punto con la preocupación, combatirla en parte? ¿No podría negarse la inmunidad de delitos políticos a todos los atentados contra el pudor, y a todo homicidio que no se consumara combatiendo? ¿No es suficiente franquicia la de rebelarse, la de incendiar, como medida estratégica, la de robar, para sostener la causa, la de matar en la pelea a los que acuden a ella en defensa de la ley por la obediencia que le deben, y acaso contra su voluntad? ¿No basta que los Monarcas extranjeros tiendan el manto de su protección a ladrones, incendiarios y homicidas, sino que han de darla también a violadores y asesinos? ¡Qué trastorno de ideas, y que estímulo a los que no le necesitan para cometer grandes maldades, esta absolución que se les promete si pasan la frontera, asegurando impunidad y aun honra a los que merecían pena e ignominia!

No somos de los que tienen fe en la posibilidad actual, ni aun futura, de que las cuestiones de Derecho político internacional se fallen por un Tribunal formado por Jueces de todas las naciones, y que éstas contribuyan con fuerza armada a hacer valederos los fallos; pero tratándose de justicia penal, la cuestión varía, y con mucha ventaja nos parece posible el establecimiento de un Tribunal internacional, que en vista de los tratados particulares de cada nación, resolviese los casos dudosos. Así, el Estado conservaba íntegra su soberanía, en cuanto a establecer la regla que le pareciera mejor; pero al aplicarla y en los casos arduos, se sometía a la interpretación de personas imparciales e inteligentes, probablemente más acertada que la del que es juez y parte. Como esto no era cuestión de rectificar fronteras, anexionar provincias, ni indemnizarse de gastos de guerra, la medida nos parece posible, y con ella se evitaría a veces la impunidad de grandes criminales.

Suele practicarse en los tratados de extradición, que cuando un criminal es reclamado por varios Gobiernos, quede a voluntad del que le tiene en su territorio entregarle al que juzgue conveniente, o bien al que le reclamó primero. Ninguna de las dos cosas nos parece justa. Cualquiera que sea el concepto que se forme de la pena, el delincuente debe entregarse allí donde ha incurrido en mayor responsabilidad. ¿No es absurdo que un asesino sea entregado a una nación que le reclama por un delito leve, porque le reclamó antes? Para curar a un enfermo, no se atiende a los síntomas que se observaron primero sino a los más graves.

Antes de concluir un tratado de extradición, es necesario examinar detenidamente la legislación penal del Estado con quien se trata, en lo cual no suele repararse bastante. Cuando hay penas abolidas o cuya aplicación no se cree proporcionada a los delitos a que se aplican, no se puede entregar al delincuente para que las sufra. El Estado que ha abolido la pena de muerte, no puede entregar a la nación donde se impone un reo de crimen capital: el Estado donde no es delito el contrabando, no puede convenir en la extradición de contrabandistas.

Elevándose más el nivel moral de los pueblos, llegarán a pensar que el Derecho de gentes no autoriza los tratados de extradición con países donde el estado de las prisiones es tal, que el que entra en ellas, en vez de corregirse, se hace peor: el caso les parecerá grave, y lo es realmente.

Según el Derecho internacional vigente, un delito cometido por un extranjero se juzga por los Tribunales y se pena por las leyes del país donde se comete: lo contrario se creería que era menoscabar su soberanía. Pero habiendo la confianza que mutuamente se van infundiendo los pueblos respecto a la administración de justicia, y el convencimiento de que a todos interesa mucho hacerla; aumentando cada día el número de casos en que al extranjero se le aplica su ley; si conforme a ella testa, hereda o es declarado mayor, ¿no debería también ser condenado si delinque? Cuando el extranjero que delinquió está de paso porque comercia, viaja, navega, etc., al inconveniente de aplicarle una ley que no es la suya, hay que añadir el más grave aún de ser juzgado por Jueces que no conocen sus antecedentes, de la dificultad de hallar testigos de descargo que oponer a los que contra él se presentan; de no entender absolutamente, o entender mal, la lengua en que el Juez le interroga, en que el Fiscal le acusa, en que el defensor le pide datos para defenderle. En Inglaterra indudablemente se había comprendido ya en tiempo de Eduardo III la desventaja con que un acusado extranjero comparece ante los Tribunales, y se instituyó lo que se llamaba jury de medietates linguæ, que era un Jurado compuesto por mitad de ingleses y extranjeros, cuando lo era el que había de juzgarse. La reforma de 1870 ha suprimido este privilegio en favor de los extranjeros, innovación que no nos parece un progreso.

Creemos que fraternizando las naciones en el amor a la justicia, y desvanecido el temor de que puedan faltar a ella dejando impunes los delitos que cometen en el extranjero sus súbditos, éstos, cuando no están domiciliados en el país donde delinquen, y se hallan en él de paso, deberían ser enviados a su patria con todos los antecedentes del hecho ilícito, mucho más fáciles de remitir que los de la persona, cuya responsabilidad en justicia no puede apreciarse, prescindiendo de las ideas, de las creencias, del estado social y de las leyes de su país.

Los delitos de contrabando, aunque incurran en mayor pena que la marcada en los tratados de extradición, y den lugar a ella, debían exceptuarse, entre otras razones, para evitar que se contradigan la teoría y la práctica, y que los Tribunales establezcan con sus fallos una jurisprudencia en oposición con lo pactado. A las inmoralidades que las leyes sobre contrabando llevan consigo, no debiera añadirse la de que el mismo Juez que pena al contrabandista que defrauda a su país, le absuelva si el fraude es en perjuicio de otra nación: esto es repugnante y frecuente.



Conflictos a que da lugar en Derecho internacional la diferencia de legislaciones

Existen muchas concausas, y poderosas, que hacen necesaria alguna especie de jurisprudencia para los infinitos casos en que los extranjeros se presentan ante los Tribunales pidiendo justicia, o son demandados ante ellos. Se asocian súbditos de diferentes naciones para asegurar buques pertenecientes a cualquiera de ellas, y edificios o valores de todo género, para establecer industrias o establecimientos de crédito; para explotar minas y terrenos incultos, etc. Los extranjeros se casan, hacen donaciones, testamentos, contratos, heredan, contraen deudas, infringen las leyes o son perjudicados por alguno que las infringe, en un país que no es el suyo; miles de extranjeros tienen propiedades, viajan, viven y mueren en tierra extraña.

Es evidente que ha de ser necesaria la intervención de los Tribunales para resolver las diferencias y casos dudosos o litigiosos en justicia, y para aplicar la penal a los delincuentes. Si la legislación de todos los países fuera la misma, el asunto no ofrecía más dificultades que las propias de todo fallo, pero hay que agregar a ellas la muy grave de que un mismo hecho se califica de distinto modo, y un mismo derecho se concede o se niega, según el país en que se juzga.

El divorcio se permite o se prohíbe, y aun permitido, varían el número y circunstancias de los casos en que se considera como un derecho; la investigación de la paternidad está o no autorizada; se niega o se concede la patria potestad a la mujer, y la administración de sus bienes, así como varía la parte que le corresponde de los ganados durante el matrimonio; la mayor edad se declara a diferentes edades; la facultad de disponer de los bienes se halla más o menos restringida; a los hijos naturales se les conceden mayores o menores derechos en concurrencia con los legítimos, y pueden ser o no legitimados por subsiguiente matrimonio, y su adopción por sus padres es o no permitida; la capacidad jurídica, en fin, varía respecto a los extranjeros, así como las condiciones para ser tenidos como súbditos, etc., etc.

Además de la variedad en el fondo, la hay en la forma; la que es legal en un país, no lo es en otro, y para la validez de un contrato se exige mayor o menor solemnidad, estas o las otras garantías, tales o cuales requisitos.

En caso de responsabilidad criminal, los Códigos no son iguales ni las prisiones tampoco.

Ya se comprende que cuando median todas estas circunstancias respecto a un número de individuos como el que hoy tiene residencia o intereses en el extranjero, y derechos y responsabilidades en un país que no es el suyo, la diferencia de legislaciones dará lugar a numerosos conflictos. ¿Por qué ley se juzga al extranjero, y se le administra justicia tanto en materia civil como criminal? ¿Se le aplicará la ley de su país o de la nación donde son juzgados sus hechos, mantenidos sus derechos?

Hay que lamentar, no sólo la variedad que aun existe en las legislaciones, sino la falta de una regla común, de una jurisprudencia internacional, para que, dadas las diferencias, atenuase los males que producen, sujetando a un mismo criterio el modo de apreciarlas y de obrar dentro de ellas: aun no se ha llegado a este acuerdo, ni entre los Tribunales ni entre los jurisconsultos y publicistas.

Heffter2 nos parece que resume bien el estado de la cuestión, y vamos a copiarle literalmente.

«Todo lo que se refiere al estado civil de las personas, su capacidad de hacer contratos o cualesquiera otros actos, testamentos, sucesiones, etc., está comprendido en el estatuto personal3, y en su consecuencia, regido por las leyes y jurisdicción del país a que pertenecen como súbditos los extranjeros, por ejemplo, la duración de la menor edad, nombramiento de tutor, etc. La permanencia prolongada en un país extranjero, no deja sin efecto estas leyes personales, en tanto que no se cambie de nacionalidad. Esta regla corresponde mejor a la estabilidad e independencia de las relaciones privadas, así como al respeto que las naciones se deben mutuamente. Por manera, que este principio ha obtenido el asentimiento casi unánime de los publicistas y Tribunales, admitiéndose en la mayor parte de las legislaciones modernas. Suponiendo que un individuo reuniera en su persona varias nacionalidades4, sería necesario aplicar las leyes más en armonía con su situación actual; de otro modo, la cuestión sería insoluble.»

Las leyes de cada Estado rigen toda clase de bienes que se hallan en su territorio (estatuto real). No obstante, la mayor parte de las legislaciones modernas restringen los efectos del estatuto real, o los bienes inmuebles, ya por su naturaleza, por su destino o por el objeto a que se aplican. Es un principio constante en toda Europa, que los inmuebles están regidos por las leyes del lugar donde radican. Queda una duda: ¿debe darse a este principio un carácter absoluto, hasta el punto de que hasta la adquisición de inmuebles en un territorio se rija por sus leyes exclusivamente? El derecho internacional, sin responder de un modo explícito a esta cuestión, cuya solución varía según las leyes y la jurisprudencia de cada país, suministra, no obstante, con respecto a este asunto, los datos siguientes:

«Si las leyes locales no disponen otra cosa, se entienden válidas las extranjeras, y los actos autorizados en el extranjero relativos a los inmuebles situados en el territorio, siempre que se llenen las formalidades requeridas para la adquisición de inmuebles en el país.

»Los muebles poseídos por un extranjero, se rigen por las leyes de su domicilio, a menos que disposiciones especiales no se opongan a ello, tales como la máxima: en materia de muebles, la posesión equivale a título, y otras.

»En efecto; careciendo los muebles de asiento fijo, se los ha considerado siempre como dependientes de la persona a la que siguen y no tienen otra situación (mobilia ossibus inhærent, personam sequuntur); hay, no obstante, algunos Códigos que someten los muebles al régimen del estatuto real5.

»La validez de los actos lícitos del hombre se rige por las leyes del lugar donde deben producir sus efectos, cuando estas leyes han adoptado un sistema exclusivo. De lo contrario, la materia de los actos constitutivos de cierto estado, o de un derecho real sobre inmuebles, será lo que únicamente se rija por las leyes del lugar de su ejecución, quedando la capacidad de las partes interesadas sujeta a las leyes personales. En cuanto a las obligaciones de los que contratan, hay que recurrir generalmente a las leyes de domicilio de las partes. La interpretación de los actos se hará según las leyes del lugar donde se han formalizado. En cuanto a las formas, según la costumbre general, basta que tengan las prescritas por las leyes del lugar en que el acto se lleva a cabo. No obstante, es muy controvertida la opinión de si la observancia de las formas locales es facultativa o necesaria: la resolvemos en el primer sentido, cuando no se preceptúe nada en contrario. Las partes contratantes tienen con evidencia el derecho de elegir, ya las formas prescritas por las leyes locales, ya las del lugar de ejecución. Es cierto que, si para la autenticidad de los actos exigen las leyes que se autoricen por funcionarios del país, no pueden válidamente autorizarse por funcionarios extranjeros, aunque ejerzan cargos equivalentes.

»En cuanto a las obligaciones que no constituyen contrato solemne, se rigen a la vez por el estatuto personal en lo referente a la capacidad de las partes interesadas, y por la ley del lugar donde se ha verificado el hecho origen del contrato, si no existiere el hecho por la ley del domicilio.

»En cuanto a las obligaciones que provienen de hechos ilícitos, la teoría y la práctica vacilan entre la aplicación de la ley del lugar donde se persiguen (lex fori), del domicilio, o, en fin, de aquél en que el delito se ha consumado: la mayor parte de los jurisconsultos están por la ley ubi delictum admissum est.

»En cuanto a la fuerza ejecutoria, a la constitución de hipoteca, a los derechos privilegiados, las leyes no conceden en general estos efectos sino de los actos auténticos, autorizados en el país mismo, a menos que por tratados no se pacte lo contrario.

»En cuanto a las formalidades judiciales y competencia de los Tribunales, las reglas generalmente reconocidas son las siguientes:

»1.ª Compete a todo Estado determinar en justicia los efectos de las acciones que deben ejecutarse en su territorio, sea respecto a un natural o extranjero. No obstante, la competencia de sus Tribunales no tiene ningún carácter exclusivo ni obligatorio contra el axioma Nemo invitus ad agendum cogitur, que forma la base del procedimiento civil, ni tampoco en el sentido de que los Tribunales tengan deber de fallar con anuencia de las partes sobre cuestiones completamente extrañas a las leyes e intereses del país.

»2.ª La forma del procedimiento se rige por la ley del país en que se presenta la demanda. Según costumbre adoptada por todas las naciones, los Tribunales de los diferentes países se prestan voluntario y recíproco apoyo, cuando durante el curso de una instancia es necesario proceder a un acto cualquiera en lugar situado fuera de la jurisdicción del Juez que actúa, lo cual se verifica por medio de exhortos. El Juez requerido procede conforme a lo dispuesto por la ley de su país. Puede observar también las formas indicadas en el exhorto, con tal que no estén en contradicción con las leyes prohibitivas del territorio.

»3.ª Los fallos, en lo no concerniente a la forma del procedimiento, deben atenerse a las leyes que rigen en la materia, lo cual naturalmente se extiende a las excepciones que afectan el fondo mismo de la demanda, y a las pruebas.

»4.ª Los fallos que pasan en autoridad de cosa juzgada son ejecutorios en el territorio donde se han dado, y en el país donde su ejecución está garantizada por tratados y usos internacionales. No obstante, ningún Estado debería rehusar a los fallos dados por Tribunales competentes extranjeros la autoridad de un contrato jurídico, intervenido por las partes, y en consecuencia deberían declararse ejecutorios, después de examen previo, relativo tan sólo a la competencia del Tribunal, regularidad del procedimiento, no contener nada contra las leyes e instituciones del país, y en fin, sobre la fuerza de la cosa juzgada que tiene el juicio.

»Debe decirse lo mismo de las sentencias por medio de árbitros y excepciones de litispendiente de la cosa juzgada en país extranjero. Ofrecen el mismo carácter de contrato judicial, que forma la base de toda instancia formulada ante los Tribunales6.

»La ley penal es territorial y personal a la vez.

»Es territorial, en el sentido de que comprende todas las personas que se hallan en el territorio, así naturales como extranjeros.

»Es personal, en el sentido de que sigue a los naturales y reprime las infracciones que hayan podido cometer fuera del territorio.

»Los autores están lejos de convenir con nosotros en la última parte de la proposición: los hay que niegan al Estado el derecho de penar las infracciones cometidas fuera de su territorio. No obstante, la mayor parte de las legislaciones criminales autorizan hasta los procedimientos contra extranjeros que han cometido fuera del territorio crímenes contra la seguridad del Estado y sus instituciones fundamentales. En otro tiempo, hasta se admitía la competencia de los Tribunales del país para la represión de todos los crímenes tenidos por justiciables en interés humano, en cualquier lugar en donde se hubieran cometido, con tal que no se hubiera procedido contra sus autores. Pero aun cuando no pueda reprobarse el espíritu de justicia que ha presidido a estas disposiciones, a saber, que todos los Estados deben cooperar a la represión de los crímenes, no obstante, mientras que las leyes penales presenten divergencias fundamentales entre sí, su aplicación a actos no verificados bajo su jurisdicción o en país extranjero, ofrecerá siempre graves inconvenientes.

»El mandato procedente de Autoridades extranjeras para proceder a la represión de un delito, ¿podrá tener la jurisdicción de un Tribunal? En tesis general debería mirarse como lícito; pero es contra el principio constitucional de que nadie pueda sustraerse a sus jueces naturales.

»La ley del lugar de los procedimientos es la única aplicable al castigo del hecho ilícito imputado, con tal que esté comprendida en las disposiciones de dicha ley.

»Según la opinión de muchos autores antiguos, la ley del lugar donde se ha consumado el delito sería la única aplicable: no obstante, casi todos los autores modernos, y los últimos Códigos, han establecido el principio contrario que acabamos de enunciar. En efecto: la pena debe considerarse como consecuencia de una obligación ex lege, contraída con el Estado que ordena los procedimientos.

»Cuando una infracción es justiciable en varios Estados, los procedimientos comenzados en un territorio no constituyen ninguna especie de prioridad. Las reglas de litispendiente, no siendo obligatorias en materia penal, la misma infracción que ha sido penada o absuelta en un territorio podría perseguirse en otro, a menos que no se opusiera a ello la humanitaria máxima Non bis in idem.

»La justicia penal, siendo esencialmente territorial, ningún Estado autoriza en su territorio la ejecución de fallos dados en materia criminal por Tribunales extranjeros, contra la persona o bienes de un individuo7.

»Se admite hoy generalmente este principio, del cual sólo por medio de tratados se puede prescindir, y que conserva toda su fuerza hasta en los Estados federales. Los juicios no producen efecto en país extranjero, sino en cuanto a las incapacidades civiles que resultan de ellos para los naturales juzgados en su país. No obstante, la represión de las infracciones de las leyes criminales, siendo generalmente de interés común, ningún Estado, al ser requerido en regla por las Autoridades extranjeras competentes, rehúsa fácilmente su apoyo para la investigación de los crímenes y captura de los criminales. Pero también puede rehusarla concediendo su protección a los acusados, facultad que no se le ha de negar, siendo el único Juez de la justicia y oportunidad de los procedimientos.

»La validez, en cuanto a las formas de los trámites de la instrucción seguidos ante un Tribunal extranjero, se aprecia por las leyes del lugar en que la causa se ha incoado. Este principio se reconoce en casi todos los países; pero no se sigue de aquí que los Tribunales estén obligados a dar por sentados los hechos admitidos por los extranjeros.»


OBSERVACIONES.

Dado el plan que nos hemos propuesto, no podemos extendernos en consideraciones sobre los conflictos a que da lugar la diferencia de leyes en los diversos países cuyos naturales tienen trato íntimo, intereses cruzados, y moran más o menos tiempo en naciones a que no pertenecen; pero no podemos dejar de hacernos cargo, aunque sea muy brevemente, de la distinción del estatuto really del estatuto personal, y de la extensión de los derechos del Soberano sobre los inmuebles que radican en sus dominios: opiniones muy generalizadas sobre estos dos puntos, y a nuestro parecer erróneas, contribuyen a que el Derecho de gentes positivo se aparte del verdadero derecho.

LEYES REALES Y LEYES PERSONALES. «Sin perdernos en digresiones inútiles, dice Fiore, detengámonos a considerar el hecho de que treinta o cuarenta jurisconsultos de primer orden han discutido largamente sobre la realidad y sobre la personalidad de los estatutos, habiéndose después dividido en dos campos, etc.»

Por más que la discusión continúe, por más que en la práctica prevalezca la distinción del estatuto real y personal, y no haya desaparecido tampoco de la teoría, nosotros no podemos comprender el estatuto real, ni más leyes que físicas y personales.

A nuestro parecer, toda ley hecha por hombres y para ellos, es personal; la ley es la consagración de un derecho, la regla imperativa de un deber, y necesariamente se ha de dirigir a una inteligencia y a una conciencia, a un ser moral, a una persona. Que se dirija con motivo de una tierra, de un caballo, de un billete de Banco o de un homicidio, son circunstancias diversas que harán variar su forma; pero la esencia quedará siempre la misma, que es condicionar en justicia las relaciones de seres morales. No puede haber leyes de aguas sin agua, ni de deslindes sin tierra, de ferrocarriles sin hierro, de minas sin mineral, de telégrafos sin electricidad, o sin luz cuando eran ópticos, de billetes de Banco sin papel u otra materia que haga sus veces, de molinos de viento sin aire; mas porque la ley se aplique a los diferentes casos, ¿se sigue de aquí que según ellos ha de variar esencialmente? Un menor o un incapacitado, ¿no es inhábil para disponer lo mismo de una dehesa, de una fábrica, que de una acción del Banco de España? Si se disputa la propiedad de un prado, ¿no se alegan o se niegan los mismos derechos que si se trata de un buey o de un título de la Deuda? ¿No se intenta probar o negar posesión, adquisición, donación o herencia? Si se comete un delito por medio del plomo, del hierro o de la electricidad, ¿se consultan los tratados de metalurgia, de fluidos imponderables, o el daño que hizo el delincuente, y la intención dañada que su hecho revela? Cualquiera ley que se aplique o se imagine, no puede menos de tener por objeto la justicia en las relaciones de los hombres, sus deberes, sus derechos, y ser, en fin, personal. Imagínese una isla desierta; allí está la tierra con los ríos, valles y montañas, campos feraces, bosques espesos, saltos de agua, minas ricas, todo existe allí realmente; pero mientras no haya hombres no puede haber más leyes que las físicas; en vano vendrá el legislador con sus leyes reales; mientras no haya personas, verá que no puede legislar, porque con cualquiera motivo u ocasión que se haga una ley, su causa, su objeto, su elemento imprescindible es el hombre, e indefectiblemente tiene que ser personal. Ley es regla jurídicamente obligatoria entre personas, con motivo de cosas o sin ellas. Tan ley es la que obliga a devolver una tierra que contra derecho se poseía, un bolsillo que se había robado, como la que manda público desagravio de la imputación calumniosa. Se priva a un hombre de la hacienda o de la honra, realmente, en cuanto que es positivamente; personalmente en cuanto el hecho no puede verificarse sin la intervención, la culpa y la responsabilidad de las personas.

Para nosotros no hay, pues, estatuto real, porque no comprendemos más leyes que las personales.

ALTO DOMINIO DEL SOBERANO SOBRE SU TERRITORIO. Tampoco comprendemos el alto dominio del Soberano sobre la tierra de propiedad privada, por la misma razón que no comprendemos el estatuto real.

La misión del Soberano es condicionar conforme a justicia las relaciones de los poseedores de la tierra, lo mismo que las de los que poseen ovejas, coches o violines. Los límites, las fronteras, marcan la jurisdicción del Soberano; pero esta jurisdicción no se ejerce sobre la tierra, sino sobre los hombres que la habitan. A ellos se dirige para exigir tributos en proporción a su riqueza; a ellos para dictar condiciones a la propiedad; a ellos para que el egoísmo de uno no se oponga al bien de todos, o su maldad sea causa de público daño. El Soberano hace contribuir para las necesidades del Fisco, lo mismo al terrateniente que al criador de ganado, que al que ejerce un oficio o profesión cualquiera. Se expropia una tierra por utilidad pública, lo mismo que se embarga un carro para llevar agua a un fuego o cadáveres al camposanto en tiempo de epidemia. Si no es permitido galopar por las calles, tampoco tener en las casas propias depósitos de inmundicias en daño de la salud pública. El Soberano garantiza toda propiedad, y evita el abuso que por medio de ella se puede cometer, cualquiera que sea su forma; de manera que no tiene el alto dominio de la tierra, sino la misión de condicionar en justicia las relaciones de todos los que están bajo su jurisdicción, posean tierras, fábricas, ganados, libros, corbatas, azadones o teodolitos: que la propiedad consista en terrones o en diamantes, no se ejerce sobre ella más dominio que el determinado por las necesidades de la justicia. Para que ésta se cumpla, claro está que hay que variar, y a veces mucho, la forma del mandato: a un propietario de pescado puede haber derecho para destruirle su propiedad y aun para penarle, porque no la destruyó él mismo, cosa que no sucede con el dueño de un campo, etc., etc.; pero de nada de esto se deduce el alto dominio del Soberano sobre la tierra, ni la distinción de muchos efectos de la ley internacional entre bienes muebles e inmuebles.

La propiedad, porque varíe de forma, no debe tener privilegios ni gravámenes, ni eximir a su poseedor de los deberes que en calidad de tal contrae, ni privarle de los derechos que en este concepto tiene, puesto que su derecho a sus bienes es el mismo, consten éstos de cortijos o acciones de carreteras; igual facultad ha de tener para disponer de ellos, igual deber de pagar con ellos sus deudas y atender a sus obligaciones. Los inmuebles, se dice, siguen a la persona; manera bien mecánica, y casi diríamos bruta, de interpretar la justicia. Lo que sigue al hombre es su derecho, que no varía en la esencia con la calidad de las cosas sobre que recae.

Si no se reconocieran más que leyes personales; si no se hiciera para los fines jurídicos distinción esencial entre bienes muebles e inmuebles; si por el alto dominio del Soberano se entendiera la alta misión de condicionar en justicia las relaciones de los hombres sujetos a su autoridad, mucho se habría adelantado para realizar el Derecho de gentes8. No estarían los bienes de una misma persona regidos por diferentes leyes, según su forma; no se atribuiría el Soberano del territorio donde está una finca, autoridad que no tiene sobre el dueño, que no es su súbdito ni tal vez habita, ni aun de paso, en sus dominios; no se daría el contrasentido que un mismo hombre tenga diferente derecho, según la parte del globo donde radica su propiedad inmueble, y de sujetar la mueble a las leyes del lugar en que murió casualmente viajando o prisionero de guerra, y que a falta de herederos lo sea de sus bienes inmuebles el mismo que le cautivó, acaso en una guerra injusta. Todo esto se explica históricamente, pero no razonablemente; son restos de la propiedad social representada por el Soberano, y del llamado derecho de aduana, por el cual el señor de la tierra se atribuía la propiedad de lo que venía a parar a ella por vicisitudes de su dueño, aunque fuesen tan trágicas como caer herido en un combate o perecer en un naufragio.

En cuanto a la justicia penal, que dicen ser esencialmente territorial, nos parece esencialmente universal y personalísima. Más que de los bienes muebles creemos que puede decirse de los deberes ossibus inhærent personam sequuntur. Si el hombre, donde quiera que va, lleva su deber, donde quiera que le infrinja tiene la responsabilidad de haberle infringido, que ha de contribuir a hacer efectiva el Soberano que comprenda su misión verdadera. Todos los delitos considerados como tales por todos los hombres, son delitos de lesa humanidad, y ella los condena unánimemente en la persona del que los ha cometido. ¿Qué significan los tratados de extradición sino la universalidad de la justicia penal y el carácter personal de sus leyes? Como varían de una nación a otra, hay conflictos; pero tal estado de cosas no es permanente, porque no es efecto de causas esenciales, sino de circunstancias que se modifican; y tanto es así, que a medida que los Códigos se asemejan, los tratados de extradición se multiplican; este efecto lo es de varias causas; pero la principal, aquella sin la cual el hecho no podría verificarse, es, que con las diferencias en el modo de comprender la justicia desaparecen los obstáculos para que sea universal como es una. Si cada Soberano la entendiera de distinto modo, la manera de aplicarla sería verdaderamente territorial, y no pasaría la frontera: virtud del lado de acá, crimen del lado de allá, como decía Pascal. Ningún Soberano debe auxiliar a otro para que pene un hecho que no cree culpable, y no puede haber, para cumplimentar la ley, una armonía que no existe en las conciencias que la dictan. Las diferencias se determinan más en lo que se refiere a la justicia penal, porque si todo derecho es sagrado, nunca será tan grave la injusticia que coarta el de disponer de los bienes, como la que priva a un hombre de la libertad, de la vida o de la honra. Como la justicia penal es la que tiene mayor importancia, se procura con más cuidado, y todo Soberano evita que en su jurisdicción se atropelle. Aunque opine que es preferible declarar la mayor edad a los veinticinco años que a los veintiuno, podrá no convertir su parecer en ley respecto a súbditos de otra nación que están en su territorio; pero ¿cómo los entregará para que sean penados por delitos religiosos si establece la libertad de conciencia, presos por deudas contraídas de buena fe si no autoriza la prisión en tales casos, conducidos al patíbulo si él abolió la pena de muerte?

Si a medida que concuerdan los Soberanos en la idea que se forman de la justicia, uniforman las leyes y se identifican para hacer que se cumplan; prescindir de la distinción entre las reales y personales, de clasificar los bienes en muebles e inmuebles para nada esencial bajo el punto de vista jurídico, no dar al alto dominio del Soberano otro poder del que le compete, y trabajar cuanto sea dado para que se forme en todas partes igual concepto de la justicia, será el medio de evitar o ir disminuyendo los conflictos que resultan de la diferencia de legislaciones en los Estados.



El derecho de gentes, respecto a la propiedad, que por ser de índole especial necesita una protección particular

El Derecho de gentes, al asegurar al extranjero el exclusivo dominio de sus bienes muebles e inmuebles, había hecho mucho, pero aun le restaba que hacer; dada la frecuencia de las relaciones de todos los pueblos y la actividad de la inteligencia humana, que, abriéndose nuevos caminos, crea valores que bajo mil variadas formas pueden constituir propiedad, era necesario asegurarla adaptando la ley y extendiéndola a todos los casos en que su intervención fuese justa.

Las ideas no son legítima propiedad exclusiva de nadie; tan dueño es de ellas el último que las recibe, como el primero que las tiene, y todos pueden utilizarlas para cultivar su inteligencia, perfeccionarse y hacer progresar aquel orden de conocimientos a que se refieren. Pero en el orden moral, la buena fe exige que se diga quién ha sido el primero en emitirlas, y en el legal, que cuando para comunicarlas y extenderlas emplea medios materiales, éstos constituyen propiedad suya, con estas o las otras condiciones, pero propiedad al fin. La de este género necesita una protección especial contra nacionales y extranjeros, que reproducen el libro, aplican el invento, copian el cuadro o la estatua, lucrándose a costa del autor, cuyo beneplácito no tienen ni piden. El caso más notable tal vez de fraude en este género, le ofrecen los impresores y libreros belgas, imprimiendo y vendiendo libros franceses a un precio a que no podían darse en Francia; ya se sabía que las ediciones de Bruselas eran las más baratas, y allí acudían los comerciantes de libros. La causa de esta baratura era, que el editor francés pagaba al autor, y el belga le defraudaba, probablemente de buena fe, porque el despojo del extranjero, que fue un derecho, no podía pasar a la categoría de acto inmoral inmediatamente y bajo todas sus formas.

Semejante ataque al derecho de propiedad no podía dejar de ofender muchos sentimientos de rectitud, como lastimaba muchos intereses; se fueron concluyendo tratados entre las naciones para proteger la propiedad intelectual, y se han promulgado leyes. En los unos y en las otras se ve el progreso, y también la lentitud con que la verdad se sustituye al error. Ya la justicia se establece de una manera general, ya se limita y localiza, ya se ofrece incondicionalmente protección al derecho, ya se toma por regla la reciprocidad, negándole o concediéndole a medida que otros le niegan o le conceden. Así, verbigracia, la propiedad de las obras literarias y de arte halla en Francia la misma protección que se publiquen en sus dominios o fuera de ellos; pero la que consiste en un nombre acreditado, que con fraudes se suplanta en una marca de fábrica, no se protege sino en el caso de que el país de donde es súbdito el reclamante conceda a los franceses igual protección.

En el extranjero, sin el permiso de su autor y privándole de su legítima propiedad, se reimprime o se traduce el libro, se copia el cuadro, la estatua, el bajo relieve (la fotografía, que, con el auxilio de los colores, ha llegado a hacer copias que los inteligentes no distinguen del original); se explota un invento, se suplanta un nombre autorizado, se falsifica la marca de una fábrica acreditada; dentro de poco, con el fonógrafo, se le podrá robar la voz a un cantante, llevarla en el bolsillo, podríamos decir, y reproducirla en diferentes países.

Los tratados proveen en parte a las nuevas necesidades jurídicas que resultan de tantos descubrimientos e invenciones, pero en parte solamente, porque su esfera de acción es limitada, su punto de vista no bastante elevado; la reciprocidad suele tomarse por regla, no siéndolo de justicia, y además, no es posible que dos naciones, por medio de un pacto, realicen lo que necesita el concurso de todos los pueblos cultos.

Como el Derecho de gentes ha abolido el corso, no nos parece imposible (dado el estado de la opinión) que pudiera abolir esta rapiña internacional que se apropia los bienes de los extranjeros, cuando tienen cierta forma a que se adapta, la nueva especie de piratería. La ley podría amparar el derecho de propiedad e impedir que se abusase de ella, como, por ejemplo, generalizando cláusulas como las contenidas en los tratados de Francia con varios Estados de Alemania y Portugal, y por las cuales se reserva al autor el derecho de traducción respecto de las obras dramáticas; pero se le obliga a que le ejerza en el término de tres meses: el plazo es demasiado corto; pero reconocido el principio, fácil sería formularle de la manera más conveniente.

Field, en su Bosquejo de Código internacional formula ciertos artículos en este sentido, es de desear que pasen de proyecto, y que se amplíen y admitan por todas las naciones, para que la propiedad intelectual esté más eficazmente amparada por el Derecho de gentes.



Comunicaciones, pesas, medidas, monedas

La necesidad de armonizarse y asemejarse, o de otro modo, la tendencia a la unidad, se nota en cuanto se refiere a las relaciones de los pueblos cultos. Como se hacen tratados de extradición para cumplir la justicia, se concluyen convenios postales y telegráficos para activar y normalizar las comunicaciones. Los Estados convenidos están de acuerdo:

En el peso y precio de las cartas.

En aquellas que pueden circular gratuitamente.

En los privilegios concedidos a los buques correos.

En los aparatos que han de emplearse para transmitir los despachos telegráficos.

El idioma que ha de usarse, y puede ser el de cualquiera de las naciones convenidas, con más el latín (con autorización del Gobierno, por cuyos dominios pasa un despacho particular, éste puede ir en cifra).

En el precio de los telegramas y otras particularidades, todas encaminadas a facilitar la correspondencia entre los particulares y entre los Estados, proporcionando seguridad, regularidad y baratura, y dando iguales derechos a todos los súbditos de las naciones convenidas.

El sistema métrico para pesas y medidas, adoptado por los hombres de ciencia, lo ha sido también por las naciones siguientes:

España y sus colonias.
Francia y sus colonias.
Holanda y sus colonias.
Bélgica.
Portugal.
Italia.
Imperio y Confederación de la Alemania del Norte.
Grecia.
Rumanía.
India inglesa.
Méjico.
Nueva Granada.
Ecuador.
Perú.
Brasil.
Uruguay.
Confederación Argentina.
Chile.

La población total de los pueblos que han adoptado este sistema asciende a 336.419.595 habitantes.

Las naciones siguientes han adoptado divisiones métricas, aunque conservando el nombre de sus antiguas medidas:

Wurtemberg.
Baviera.
Baden.
Hesse.
Suiza.
Dinamarca.
Austria.
Turquía, cuya población asciende a 84.039.209 de habitantes.

En Inglaterra y los Estados Unidos de América el sistema métrico es permitido, pero no oficial; siendo de notar que el permiso no se ha dado en los Estados Unidos hasta 1870, y en la Gran Bretaña hasta 1871: en este mismo año, la proposición presentada en la Cámara de los Comunes para hacer obligatorio el sistema métrico, se perdió sólo por cinco votos, es de esperar que se venzan pronto las últimas resistencias de la tenacidad inglesa y de la prevención contra todo lo que no es inglés.

La adopción de un sólo talón monetario no se ha podido aún realizar; hay notables economistas que sostienen que, adoptando dos talones se obtiene mayor estabilidad en la medida del valor, evitando la gran perturbación en los precios que ocasionaría la escasez de uno u otro de los metales preciosos empleados en la moneda.

La conferencia internacional de París de 1867 declaró que una unidad idéntica debía establecerse para la acuñación del oro en todas las naciones.

La ley para la acuñación del oro es de nueve partes de oro puro con una de aleación, en los siguientes Estados:

España.
Francia.
Bélgica.
Suiza.
Italia.
Estados Unidos.
Prusia.
Baviera.
Austria.
Holanda.

La ley es de once partes de oro y una de aleación, en

Inglaterra.
Portugal.
Brasil.
Turquía.

La ley es de treinta y nueve partes de oro puro y una de aleación en Suecia, y en Egipto de siete por ocho.

Para los cuños de plata, la ley admitida varía también mucho; es de nueve décimas para la moneda mayor, en los Estados siguientes:

España.
Estados Unidos.
Francia.
Bélgica.
Suiza.
Italia.
Prusia.
Baviera.
Wurtemberg.
Baden.
Hesse.
Austria.

Inglaterra admite 925 milésimas como ley de la plata, y Holanda 945.

En todas estas naciones es menor la ley de la plata menuda.

Como se ve, la ley de nueve décimos es la que predomina, exceptuando algunos Estados, de los cuales el más importante es Inglaterra, cuyos comisionados en el Congreso internacional de 1867 se hallaban también dispuestos a admitir para en adelante la misma ley.