lunes, 11 de mayo de 2009

"PASION POR LOS MUERTOS. Una pasión argentina" por Omar Lopez Mato




A los argentinos nos persigue una larga historia de necrolatrías. No pensemos que esta veneración a los muertos es una costumbre nacional. No, no somos tan originales. Nos precedieron los griegos, desatando una guerra para apoderarse del cadáver de Alejandro Magno, y continuaron los romanos con la adoración de sus emperadores muertos. La Iglesia impuso la veneración de las reliquias de beatos, profetas y apóstoles. Tanto valor adquirieron que se estableció un mercado negro de recuerdos santos (no podía ser de otro color tratándose de muertos). Así comenzó una diáspora ósea de reliquias que tomaron caminos insólitos, como la cabeza de San Juan Bautista, o el cuerpo incorrupto de Santa Teresa de Avila mutilado para ser expuesto como reliquia. Entonces, y aún hoy, la veneración de estos santos recuerdos movilizan multitudes.

Tampoco fue esta costumbre exclusiva de la Iglesia; poco después de la Revolución Francesa, se estableció el Panteón como centro de veneración de los nuevos santos laicos. El primer habitante de este Parnaso cívico fue Mirabeau (1749-1791), que, por esas cosas de la política, fue expulsado un año más tarde sin pompa ni circunstancia. Voltaire sería admitido en el Panteón después de que su osamenta fuese saqueada por fervientes admiradores deseosos de guardar un souvenir de su ídolo.

Como vemos, desde antaño hubo quienes intentaron adueñarse del aura carismática de los muertos ilustres.

Nuestro derrotero necrológico comienza con la exhumación de los restos del coronel Dorrego, enterrado en Navarro, cerca del lugar donde fuera fusilado. Después de una misa solemne, la urna con sus restos fue trasladada a pie desde la Catedral hasta el Cementerio de la Recoleta. Allí, bajo la incierta luz de las antorchas, fue despedido por Rosas. “La mancha más negra en la historia de los argentinos ha sido lavada con las lágrimas de un pueblo”, clamó el Restaurador. Desde entonces, muchas lágrimas más han lavado ríos de sangre. La muerte es para algunos el comienzo de la inmortalidad, y el general San Martín sabía que las naciones que había ayudado a liberar del yugo español tenían esa deuda de honor. Lo que jamás imaginó es que le llevaría 30 años volver a su patria. De hecho, su yerno Mariano Balcarce se hizo presente en la Alcaidía de Boulogne Sur Mer al día siguiente de la muerte del general para solicitar que sus restos reposasen transitoriamente en la cripta de la Basílica de Notre Dame, donde se encuentra la réplica de la tumba de Godofredo Bouillon, primer rey cristiano de Jerusalén. Todos pensaban que pronto los restos del general descansarían en Buenos Aires; sin embargo, el ataúd de San Martín pasó once largos años en esta cripta histórica. En 1861 su féretro fue trasladado al Cementerio de Brunoy por decisión de su hija, ya que a raíz de la muerte de Merceditas la familia Balcarce había adquirido allí una bóveda. Mientras tanto, en Buenos Aires, lugar en el que el general deseaba que su corazón fuese depositado, se sucedían los gobiernos y los proyectos de ley para repatriar al Libertador, sin que se concretase ninguno de ellos. Al parecer, la entrega del sable corvo a Juan Manuel de Rosas por la defensa de la soberanía durante el bloqueo anglo-francés pesaba en el ánimo de las nuevas autoridades, que ya habían repatriado con festejos los restos de Rivadavia, Lavalle, Varela y otras figuras afines al unitarismo.

Fue el presidente Avellaneda quien promovió la repatriación “del más glorioso de sus hijos”.

Una comisión nacional encabezada por Mariano Acosta (quien a su vez estaba casado con una sobrina de Remedios de Escalada) se encargó de recaudar los fondos y organizar el retorno del general. No fue este un acto desinteresado, ya que Avellaneda necesitaba entrar en componendas con el mitrismo, que después de la Revolución de 1874 permanecía en la más obstinada oposición. Como Mitre había terminado su historia del gran capitán, Avellaneda lo invitó a participar en esta repatriación del cuerpo del general, invitación que aceptó con gusto y sirvió para reanudar la relación entre las distintas facciones. Con la anuencia del obispo de Buenos Aires, monseñor Aneiros, se dispuso que San Martín descansase en la Catedral. Como el lugar designado para el monumento mortuorio (obra de E. Carriere Belleuse) era insuficiente, se construyó una capilla en el lugar que antes ocupaba el antiguo cementerio. Al final en 1880 el ataúd de San Martín viajó de Brunoy a L’Hauvre en tren y de allí a Montevideo en el transporte Villarino. La ciudadanía uruguaya quiso honrar al general regalándole un nuevo ataúd que se sumaba a los tres que ya lo cobijaban. A bordo del vapor Talita llegaron los restos del Libertador al puerto de Buenos Aires. Después del traslado a la Catedral, en un carruaje copiado del que había conducido a Wellington en su viaje final a Westminster Abbey, y luego de los discursos y bendiciones del caso, el ataúd quedó en la cripta de la Catedral. Un último problema se avecinaba. El escultor había tomado las medidas de los tres féretros que llevaban el cuerpo del general, nada sabía del cuarto y, con éste, los ataúdes del general no entraban en la tumba. ¿Qué hacer? La obra no podía ampliarse y eliminar el cuarto ataúd era desairar al pueblo uruguayo. La decisión fue unánime: deberían ubicarlo en forma inclinada, y así quedó, alimentando los mitos urbanos de que San Martín no está en tierra santa (lo está, por estar ubicado donde estuvo el cementerio de la Catedral), y que el ataúd está inclinado 33 grados por su condición de masón, infundio que desmiente la historia que acabamos de relatar.

Ahora existe un proyecto de ley firmado por el diputado Roy Cortina de trasladar los restos de San Martín a la Recoleta, donde yace “su esposa y amiga”, Remedios de Escalada. Quizá se aproveche la oportunidad para comparar su ADN con el de un descendiente de Diego de Alvear, que algunos señalan como su progenitor.

El general debió esperar treinta años hasta reposar en tierra argentina. Belgrano, que murió en la misma casa donde había nacido, debió esperar casi cien hasta que sus huesos descansaran en un sarcófago glorioso. El 20 de junio de 1903 se retiró la lápida que lo cubría (hecha con el mármol de una cómoda, por falta de medios) para trasladar sus restos al monumento realizado por Ettore Ximenes en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo. Las autoridades en pleno asistieron al acto. Mientras se extraían los huesos, el ministro Joaquín V. González tomó algunos dientes del prócer y como al pasar se los extendió al general Ricchieri, por entonces ministro de Guerra. Creyendo que nadie los miraba, se llevaron al bolsillo los dientes de Belgrano. Esta inocente toma de souvenirs habría pasado desapercibida si no fuera porque días más tarde un periodista del diario La Prensa denunció la sustracción. “Que devuelvan los dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida de los dineros de la Nación”, decía el artículo. Un balbuceante general Ricchieri aseguró que era un recuerdo para el general Mitre, y González devolvió los dientes sin hacer declaraciones. Como se sabe, cada muerto tiene su apropiador; en este caso ni Ricchieri ni González pudieron quedarse con Belgrano, pero el abuelo del general Perón sí pudo adueñarse de la cabeza de uno de los personajes míticos de la historia nacional, Juan Moreira. La tumba de Moreira se había convertido en sitio de peregrinación. En 1879, el intendente de Lobos, Del Mármol, quizá para evitar el endiosamiento del bandido, le regaló los huesos de Moreira al Dr. Tomás Perón, un entusiasta frenólogo. Por esos años, se creía que estudiando los accidentes del cráneo se podían conocer los vericuetos de la personalidad, especialmente de los marginales.

El Dr. Perón analizó detalladamente los promontorios y fosetas de la cabeza de Moreira sin encontrar una causa a su criminalidad. Intrigado por la falta de características patológicas, le cedió el cráneo al Dr. Chávez, el más afamado frenólogo nacional. Este, después de largos estudios, llegó a la conclusión de que Juan Moreira era un hombre normal llevado a la delincuencia por las injusticias de la sociedad y las vanidades de la política.

La historia del cadáver de Perón es por todos conocida. No podemos olvidar los enfrentamientos entre hordas sindicales el día que su cuerpo fue trasladado a la Quinta de San Vicente. Arder, un estudioso de este fenómeno del poder político que emana de los cadáveres de estos líderes populares, decía que la tumba es el lugar luminoso donde el cielo y la tierra se tocan.

De haber presenciado las peleas en San Vicente, habría hablado del infierno.