jueves, 6 de septiembre de 2007

"EL PRINCIPIO DE HOSPITALIDAD" por Jacques Derrida

Comentario Previo


Las paradojas de la globalización nos enfrentan a sensaciones incomodas. Una de ellas es el deber operar un cambio de terminología, una adaptación de los alcances de los términos adaptados a nuevos contextos . Este en un caso.

La brecha que se profundiza entre los términos TOLERANCIA y HOSPITALIDAD es de tal magnitud que ya se hace insalvable. Tolerancia sigue conservando su sentido de posicionamiento en localidad, donde hay residentes que aceptan a extraños. La Hospitalidad se da con el invitado, esperado o no pero parte de la total aceptación aún a disgusto. La Hospitalidad sin condición nos integra indistintamente con el visitante hasta tal punto que nos indistingue.

Jacques Derrida recorre este camino desde dos entrevistas, con sutiles diferencias, arribando al terreno de la bienvenidad del visitante inesperado.

Para RECONSTRUYENDO EL PENSAMIENTO por Darío Yancán.





Le Monde, 2 de diciembre de 1997.

Entrevista realizada por Dominique Dhombres. Trad. de Cristina de Peretti y Paco Vidarte.






Le Monde. —En su último libro, La hospitalidad, opone usted «la ley incondicional de la hospitalidad ilimitada» y «las leyes de la hospitalidad, esos derechos y esos deberes siempre condicionados y condiciona-les». ¿Qué quiere usted decir con ello?

J.D. —Es entre estas dos figuras de la hospitalidad como, en efecto, deben asumirse las responsabilidades y como deben tomarse las decisiones. Prueba temible porque si estas dos hospitalidades no se contradicen, permanecen heterogéneas en el momento mismo en que se reclaman una a la otra, de modo desconcertante. Todas las éticas de la hospitalidad no son las mismas, sin duda, pero no hay cultura ni vínculo social sin un principio de hospitalidad. Este ordena, hace incluso deseable una acogida sin reserva ni cálculo, una exposición sin límite al arribante. Ahora bien, una comunidad cultural o lingüística, una familia, una nación, no pueden no poner en suspenso, al menos, incluso traicionar este principio de hospitalidad absoluta: para proteger un «en casa», sin duda, garantizando lo «propio» y la propiedad contra la llegada ilimitada del otro; pero también para intentar hacer la acogida efectiva, determinada, concreta, para ponerla en funcionamiento. De ahí las «condiciones» que transforman el don en contrato, la apertura en pacto vigilado; de ahí los derechos y los deberes, las fronteras, los pasaportes y las puertas, de ahí las leyes sobre una inmigración, cuyos «flujos», según se dice, hay que «controlar».

Es cierto que lo que está en juego en la «inmigración» no se solapa con todo rigor, es preciso recordarlo, con lo que está en juego en la hospitalidad, que va más allá del espacio cívico o propiamente político. En los textos que usted cita, analizo lo que, entre «lo incondicional» y lo «condicional», no es, sin embargo, una simple oposición. Si ambos sentidos de la hospitalidad permanecen irreductibles uno al otro, siempre es preciso, en nombre de la hospitalidad pura e hiperbólica, para hacerla lo más efectiva posible, inventar las mejores disposiciones, las condiciones menos malas, la legislación más justa. Esto es preciso para evitar los efectos perversos de una hospitalidad ilimitada cuyos riesgos he intentado definir. Calcular los riesgos, sí, pero no cerrar la puerta a lo incalculable, es decir, al porvenir y al extranjero, he aquí la doble ley de la hospitalidad. Esta define el lugar inestable de la estrategia y de la decisión. Tanto de la perfectibilidad como del progreso. Este lugar se busca hoy en día, por ejemplo en los debates sobre la inmigración.

Con frecuencia se olvida que es en nombre de la hospitalidad incondicional (la que da su sentido a toda acogida del extranjero) como es preciso intentar determinar las mejores condiciones, a saber, tales límites legislativos, y sobre todo tal puesta en funcionamiento de las leyes. Esto se olvida siempre en la xenofobia, por definición; pero también se puede olvidar en nombre de una cierta interpretación del «pragmatismo» y del «realismo». Por ejemplo, cuando se cree deber hacer promesas electorales a fuerzas de exclusión o de oclusión. Esta táctica, dudosa en sus principios, bien podría perder más que su alma: por descontado el beneficio.



L.M.-En la misma obra, plantea usted esta cuestión: «Consiste la hospitalidad en interrogar al arribante?», en primerísimo lugar, preguntándole su nombre, «¿o bien comienza la hospitalidad por la acogida sin preguntas?». ¿La segunda actitud es más conforme al principio de «hospitalidad ilimitada» que usted evoca?

J.D. —Una vez más, la decisión se toma en el corazón de lo que parece un absurdo, lo imposible mismo (una antinomia, una tensión entre dos leyes igualmente imperativas pero sin oposición). La hospitalidad pura consiste en acoger al arribante antes de ponerle condiciones, antes de saber y de pedirle o preguntarle lo que sea, ya sea un nombre o ya sean unos «papeles» de identidad. Pero también supone que nos dirijamos a él, singularmente, que lo llamemos, pues, y le reconozcamos un nombre propio: «¿Cómo te llamas?». La hospitalidad consiste en hacer todo lo posible para dirigirse al otro, para otorgarle, incluso preguntarle su nombre, evitando que esta pregunta se convierta en una «condición», una inquisición policial, un fichaje o un simple control de fronteras. Diferencia a la vez sutil y fundamental, cuestión que se plantea en el umbral del «en casa», y en el umbral entre dos inflexiones. Un arte y una poética, pero toda una política depende de ello, toda una ética se decide ahí.



L.M.—Usted señala en el mismo texto: «El extranjero es ante todo extraño a la lengua del derecho en la que se formula el derecho de hospitalidad, el derecho de asilo, sus límites, sus normas, su custodia. Debe pedir hospitalidad en una lengua que, por definición, no es la suya». ¿Podría ser esto de otro modo?

J.D.—Sí, porque ésa es quizás la primera violencia que sufre el extranjero: tener que hacer valer sus derechos en una lengua que no habla. Suspender esta violencia es casi imposible, una tarea interminable en todo caso. Razón de más para trabajar urgentemente para cambiar las cosas. Un inmenso y temible deber de traducción se impone aquí, que no es únicamente pedagógico, «lingüístico», doméstico y nacional (formar al extranjero en la lengua y en la cultura nacionales, por ejemplo en la tradición del derecho laico o republicano). Esto pasa por una transformación del derecho, de las lenguas del derecho. Por muy oscuro y doloroso que sea, este progreso está en curso. Afecta a la historia y a los axiomas más fundamentales del derecho internacional.



L.M.—Usted recuerda la abolición por Vichy del decreto Crémieux de 1870 que concedía la ciudadanía francesa a los judíos de Argelia. Usted ha vivido esta situación extraña de verse, así, sin nacionalidad, en su juventud. ¿Cómo ve usted retrospectivamente este período?

J.D.—Demasiado que decir aquí, una vez más. En lugar de lo que me acuerdo, desde el fondo de mi memoria, he aquí solamente lo que querría recordar hoy: la Argelia de esa época se parece ahora, con posterioridad, a un laboratorio experimental, en el que el historiador puede aislar científicamente, objetivamente, lo que fue una responsabilidad puramente francesa en la persecución de los judíos, esa responsabilidad que le habíamos pedido a Miterrand que reconociera, como afortunadamente hizo después Chirac. Porque nunca hubo un solo alemán en Argelia. Todo ha dependido de la aplicación, por los franceses, sólo por ellos, de dos Estatutos de los Judíos. En la función pública, en el colegio y en la universidad, en los procedimientos de expropiación, esta aplicación ha sido a veces más brutal que en la propia Francia. Lo que habría que incluir en los dossiers de los procesos y de los arrepentimientos en curso.



L.M.-Michel Rocard había declarado, hace ya algunos años, que «Francia no podía acoger toda la miseria del mundo». ¿Qué le inspiran estas palabras? ¿Qué piensa usted de la forma en la que el gobierno Jospin procede actualmente a la regulación parcial de los inmigrados clandestinos?

J.D. —Creo recordar que Michel Rocard retiró esa frase desafortunada. Porque, o bien es un truismo (¿quién ha pensado jamás que Francia, o cualquier otro país, ha podido nunca «acoger toda la miseria del mundo»?, ¿quién lo ha pedido nunca?), o bien es la retórica de una fantochada destinada a producir efectos restrictivos y a justificar el repliegue, la protección, la reacción («como no podemos acoger toda la miseria, ¿verdad?, que no se nos reproche nunca no hacerlo lo bastante o incluso no hacerlo en absoluto»). Este es sin duda el efecto (económico, economista y confuso) que algunos han querido explotar y que Michel Rocard, como tantos otros, ha lamentado. En lo que se refiere a la política actual de inmigración, si hay que hablar de ello así de rápido, inquieta a los que han militado por los sin papeles (y que los albergan cuando es preciso, como hago yo hoy también), a aquellos a los que ciertas promesas habían llenado de esperanza. Podemos lamentar al menos dos cosas:



1. Que las leyes «Pasqua-Debré» no hayan sido abolidas, sino más bien retocadas. Aparte de que un valor simbólico estuviese vinculado con esto (y no es cualquier cosa), ocurre una de dos: o bien se conserva lo esencial de ellas y no es preciso pretender lo contrario; o bien se las modifica esencialmente y no hay que intentar seducir o apaciguar, pegándole la sola etiqueta «Pasqua-Debré», a una oposición electoral de derecha o de extrema derecha. Esta, de todos modos, sacará los beneficios de esta retirada y no se dejará desarmar. Tenemos necesidad, aquí, de coraje político, de cambio de dirección, de fidelidad a las promesas, de pedagogía cívica. (Hay que recordar, por ejemplo, que el contingente de inmigrados no crece —ni resulta amenazador, muy al contrario— desde hace décadas.)

2. En los límites oficialmente en vigor, los procedimientos de regularización prometidos parecen lentos y minimalistas, en una atmósfera triste, crispada, contrariada. De ahí la inquietud de aquellos que, sin pedir nunca la pura y simple apertura de las fronteras, han luchado a favor de otra política y lo han hecho apoyándose en cifras y estadísticas (a partir de trabajos respaldados por expertos y asociaciones competentes que trabajan sobre el terreno desde hace años) de modo «responsable», y no «irresponsable» como se atrevió a decir, creo, uno de esos ministros que calculan más o menos bien hoy en día, y siempre es una mala señal, sus salidas de tono y sus «frasecitas». El límite decisivo, aquél desde el que se juzga una política, pasa entre el «pragmatismo», incluso el «realismo» (indispensables para una estrategia eficaz) y su doble sospechoso, el oportunismo.



Entrevista en Staccato, programa televisivo de France Culturel producido por Antoine Spire, del 19 de diciembre de 1997,
traducción de Cristina de Peretti y Francisco Vidarte en DERRIDA, J., ¡Palabra!.









Pregunta: -Emmanuel Lévinas ha contado mucho para usted. Usted ha publicado, por una parte, el discurso que pronunció durante su entierro y, por otra parte, un estudio sobre su obra, que se llama Adiós a Emmanuel Lévinas. Lo que resulta muy sorprendente en su relación con Lévinas es que éste es, ante todo, el filósofo del otro, alguien que dice que el otro seguirá siendo siempre otro y que, incluso aunque uno imagine al otro como uno mismo, aunque se imagine al otro igual que uno, siempre hay un residuo de alteridad que nunca se podrá rodear del todo. Ahora bien, para usted es un punto esencial...

J. D.: -El de Lévinas es un gran pensamiento del otro. He de decir, antes de tratar de contestar a su pregunta, que actualmente las palabras «otro», «respeto del otro», «apertura al otro», etc., empiezan a resultar un poco latosas. Hay algo que se torna mecánico en este uso moralizante de la palabra «otro» y, a veces, también hay, en la referencia a Lévinas, algo que resulta un poco mecánico, un poco fácil [y edificante] desde hace años. Me gustaría por consiguiente, en nombre de ese pensamiento difícil, protestar contra esa facilidad.

En nombre de un pensamiento del otro, es decir, de la irreductibilidad infinita del otro, Lévinas ha tratado de volver a pensar toda la tradición filosófica. Refiriéndose con una perseverancia, con una insistencia tenaz, a aquello que en el otro sigue siendo irreductible, es decir, infinitamente otro, ha cuestionado y desplazado lo que denomina la ontología. Rebautizó la ontología, a saber, un pensamiento que, en nombre del ser, como lo mismo, terminaba siempre reduciendo esa alteridad, desde Platón hasta Heidegger; asimismo contrapuso a esa ontología aquello que denominó a su manera la «metafísica» o la «filosofía primera», y esa reestructuración de la filosofía extrae todas sus consecuencias de la trascendencia infinita del otro. Desde este punto de vista, su relación con la historia de la filosofía era compleja porque, en cierto modo, a partir de una tradición judaica y de una reinterpretación de la fenomenología, hizo que la tradición se tambalease, al tiempo que marcó unos puntos de anclaje importantes: se opuso a la fenomenología pero refiriéndose a un determinado Platón que hablaba de «lo que está más allá del ser», conservando cierta fidelidad a Descartes, es decir, a la idea de infinito que precede en mí a toda finitud.

Lévinas tenía, pues, una relación de fidelidad infiel con la ontología, y esto ha convertido su pensamiento en una de las mayores sacudidas de nuestro tiempo. Se trata de un pensamiento que me ha acompañado durante toda mi vida adulta. Naturalmente, ha habido explicaciones, comienzos; quizás, si no desacuerdos, al menos desplazamientos que me han mantenido siempre en vilo.



Pr.: -¿Nos puede explicar cómo es que esa distancia infinita con el otro, ese no-saber irreductible acerca del otro, es para Lévinas un elemento de la amistad, de la hospitalidad y de la justicia?

J. D.: -Refiriéndonos al simple sentido común -por así decirlo-, no puede haber amistad, hospitalidad o justicia sino ahí donde, aunque sea incalculable, se tiene en cuenta la alteridad del otro, como alteridad -una vez más- infinita, absoluta, irreductible. Lévinas recuerda que el lenguaje, es decir, la referencia al otro, es en su esencia amistad y, hospitalidad. Y, por su parte, éstos no eran pensamientos fáciles: cuando hablaba de amistad y hospitalidad, no cedía a los «buenos sentimientos».



Pr.: -Dicho eso, el término de hospitalidad no es tan claro como parece, y usted mismo lo explica remontándose a su genealogía, sobre todo con los análisis de Benvéniste. Me da la impresión de que Lévinas trata de romper con una concepción posible de la hospitalidad, que lo vincula con la ipseidad, es decir, con la concepción de lo mismo, del sí mismo hospitalario que cobra poder sobre el otro.

J. D.: -La hospitalidad, en el uso que Lévinas hace de este término, no se reduce simplemente, aunque también lo sea, a la :acogida del extranjero en el hogar, en la propia casa de uno, en su nación, en su ciudad. Desde el momento en que me abro, doy, «acogida» -por retomar el término de Lévinas- a la alteridad del otro, ya estoy en una disposición hospitalaria. Incluso la guerra, el rechazo, la xenofobia implican que tengo que ver con el otro y que, por consiguiente, ya estoy abierto al otro. El cierre no es más que una reacción a una primera apertura. Desde este punto de vista, la hospitalidad es primera. Decir que es primera significa que incluso antes de ser yo mismo y quien soy, ipse, es preciso que la irrupción del otro haya instaurado esa relación conmigo mismo. Dicho de otro modo, no puedo tener relación conmigo mismo, con mi «estar en casa», más que en la medida en que la irrupción del otro ha precedido a mi propia ipseidad. Por eso, en la trayectoria de Lévinas que trato en cierto modo de reconstruir en ese librito se parte de un pensamiento de la acogida que es la actitud primera del yo ante el otro; de un pensamiento de la acogida a un pensamiento del rehén. Soy en cierto modo el rehén del otro, y esta situación de rehén en la que ya soy el invitado del otro al acoger al otro en mi casa, en la que soy en caza casa el invitado del otro, esta situación de rehén define mi propia responsabilidad. Cuando digo «heme aquí», soy responsable ante el otro, el «heme aquí» significa que ya soy presa del otro («presa» es una expresión de Lévinas). Se trata de una relación de tensión;. esta hospitalidad es cualquier cosa menos fácil y serena. Soy presa del otro, el rehén del otro, y la ética ha de fundarse en esa estructura de rehén.



Pr.: -Se comprende, al escucharle, lo que diferencia este pensamiento de un pensamiento de buenos sentimientos. Pero ¿acaso las palabras de respeto de la alteridad no dan cuenta mejor del pensamiento de Lévinas? Respeto de la alteridad en la medida en que la alteridad es siempre algo que está distanciado de mí.

J. D.: -Esa noción de respeto tiene una larga historia filosófica. Cuando Kant habla del respeto, habla del respeto de la ley, y no sólo del respeto del otro. El respeto de la persona humana no es para Kant sino un ejemplo; la persona humana no es sino un ejemplo de la ley que he de respetar. Para Lévinas la noción de respeto, antes de ser un mandamiento, describe la situación de distancia infinita de la que hablábamos: el respeto es la mirada, la mirada a distancia. Y, como sabe, Lévinas redefine a la persona, al yo y al otro como rostros. Lo que denomina el rostro, a la vez en la tradición judaica y según una nueva terminología, tiene derecho al respeto. Desde el momento en que estoy, en relación con el rostro del otro, en que hablo al otro y en que escucho al otro, la dimensión del respeto está abierta. Después resulta preciso, naturalmente, hacer que la ética esté en consonancia con esa situación y que resista a todas las violencias que consisten en reprimir el rostro, en ignorar el rostro o en reducir el respeto.



Pr.: -Hay otro término que usted analiza en esa obra sobre Lévinas: se trata del término «paz». Y el concepto de paz, a su vez, lo mismo que el de hospitalidad, es primero.

J. D.: -Digamos que para él la paz es primera, lo mismo que la hospitalidad y la amistad; es la estructura misma del lenguaje humano. Esto no excluye la guerra, y Lévinas parece aceptar que la guerra pueda tener lugar. Cuando opone el Estado de David al Estado de César, acepta dicha eventualidad. Está en relación de contradicción o de quiasmo con la posición kantiana: para Kant el estado originario de las relaciones entre los hombres, el estado natural, es una relación de guerra. Por eso, la paz debe ser una institución, debe ser construida como un conjunto de artificios, de proyectos culturales en cierto modo, propiamente políticos, para reducir esa hostilidad originaria.

En Lévinas ocurre en cierto modo lo contrario: se trata de dar gracias a una paz primera, de reconocer esa paz primera para tratar, a veces a través de la guerra, de tender hacia una paz en cierto modo escatológica. Es un gesto a la vez diferente del de Kant y, al mismo tiempo, análogo, ya que Kant también quiere, a través de la institución -las instituciones de paz universal, los tratados de paz universal por ejemplo-, recuperar una hospitalidad universal. Kant explica que, aunque haya un estado de guerra en la naturaleza, el derecho natural implica la hospitalidad universal: los hombres no pueden dispersarse de forma infinita sobre la superficie de la tierra y deben, por consiguiente, cohabitar. Y sobre la base de este derecho natural es sobre el que deben construirse las constituciones.

En ambos casos hay, pues, en el horizonte de la historia, una paz universal y perpetua. En este punto Kant y Lévinas, como ocurre a menudo, se vuelven a encontrar a través de los quiasmos.



Pr.: -Cuando. usted trabaja sobre lo político, lo hace con frecuencia para inquietar los conceptos tradicionales: pienso especialmente en el concepto de cosmopolitismo, o en el de tolerancia, que usted considera insatisfactorio y que, sin embargo, fue muy importante para la Ilustración, pero que hoy en día no basta; en el concepto de fraternidad, que también critica usted, dado que éste enfanga una determinada democracia por venir.

Me gustaría que nos hablase de esa forma de inquietar unos conceptos demasiado tradicionales.

J. D.: -Se trata, en efecto, de tres nudos esenciales. Por supuesto, invito a que haya más cosmopolitismo. El título ¡Cosmopolitas de todos los países..., un esfuerzo más!, que está jugando con Sade y con Marx, quiere decir que todavía no somos suficientemente cosmopolitas, que hay que abrir las fronteras; pero al mismo tiempo el cosmopolitismo no basta. La hospitalidad que estuviese simplemente regulada por el Estado, por la relación con unos ciudadanos en cuanto tales, no parece bastar. La prueba, la terrible experiencia de nuestro siglo, fue, sigue siendo, el desplazamiento de poblaciones masivas que ya no estaban constituidas por ciudadanos y para las cuales las legislaciones de los Estados-naciones no bastaban. Por consiguiente, habría que ajustar nuestra ética de la hospitalidad, nuestra política de la hospitalidad, al un más allá del Estado y, por lo tanto, habría que ir más allá del cosmopolitismo. En una lectura de Kant trato de señalar hasta qué punto el cosmopolitismo universal de Kant es algo notable hacia lo cual hay que tender, pero que también hay que saber transgredir.

En lo que concierne a la tolerancia; intenté mostrar, en una notita, hasta qué punto el concepto de tolerancia, por el cual siento el mayor respeto, naturalmente, como todo el mundo, estaba marcado en los textos que lo incorporan, por ejemplo en Voltaire, por una tradición cristiana. Se trata de un concepto cristiano, respetable en ese sentido, pero quizás insuficiente con vistas a la apertura o a la hospitalidad para con unas culturas o dentro de unos espacios que no estén simplemente dominados por un pensamiento cristiano. Lo mismo diría en lo que respecta a la fraternidad. Siento el mayor respeto por la fraternidad, es un gran motivo del lema republicano, a pesar de que, durante la revolución, surgieron muchos problemas para hacer que se aceptase la fraternidad, que se consideraba demasiado cristiana. En Políticas de la amistad he intentado mostrar hasta qué punto el concepto de fraternidad resultaba inquietante por varias razones: en primer lugar, porque enraíza con la familia, con la genealogía, con la autoctonía; en segundo lugar, porque se trata del concepto de fraternidad y no de sororidad, es decir, que subraya la hegemonía masculina. Por consiguiente, en la medida en que convoca a una solidaridad humana de hermanos y no de hermanas, debe inspirarnos algunas preguntas, no necesariamente una oposición. No tengo nada en contra de la fraternidad, pero me pregunto si un discurso dominado por el valor consensuado de fraternidad no arrastra consigo unas implicaciones sospechosas.



Pr.: -En su libro sobre la hospitalidad usted no deja de explicar que hay una ley incondicional de la hospitalidad ilimitada, pero cuando se hace entrar dicha hospitalidad ocasionalmente dentro de las leyes y de lo jurídico, por lo tanto, dentro del derecho, estamos dentro de algo limitado, en el orden de los derechos y de los deberes tradicionales. Ahora bien, entre las leyes que forzosamente imponen límites a la hospitalidad y la ley que es forzosamente ilimitada, hay que tratar de encontrar algo que dé juego y una manera de intervenir.

J. D.: -Ese «juego» es el lugar de la responsabilidad. A pesar de que la incondicionalidad de la hospitalidad debe ser infinita y, por consiguiente, heterogénea a las condiciones legislativas, políticas, etc., dicha heterogeneidad no significa una oposición. Para que esa hospitalidad incondicional se encarne, para que se torne efectiva, es preciso que se determine y que, por consiguiente, dé lugar a unas medidas prácticas, a una serie de condiciones y de leyes, y que la legislación condicional no olvide el imperativo de la hospitalidad al que se refiere. [Hay ahí heterogeneidad sin oposición, heterogeneidad e indisociabilidad.]

Por eso, es preciso que distingamos constantemente el problema de la hospitalidad en sentido estricto de los problemas de la inmigración, de los controles de los flujos migratorios: no se trata de la misma dimensión a pesar de que ambos sean inseparables. La invención política, la decisión y la responsabilidad políticas consisten en encontrar la mejor legislación o la menos mala. Ese es el acontecimiento que queda por inventar cada vez. Hay que inventar en una situación concreta, determinada, por ejemplo hoy en día en Francia, la mejor legislación para que la hospitalidad sea respetada de la mejor manera posible. Ahí es donde se instaura el debate político, parlamentario, entre todas las fuerzas sociales. No hay ningún criterio previo, ni ninguna norma preliminar; hay, que inventar sus normas. Ahí es donde se enfrentan hoy todas las fuerzas sociales y políticas en Francia para definir lo que cada uno considera que es la mejor norma.



Pr.: -;La justicia es inseparable. del derecho?

J. D.: -He intentado mostrar, en efecto, que la justicia era irrecluctible al derecho, que hay un exceso de la justicia en relación con el derecho, pero que, no obstante, la justicia exige, para ser concreta y efectiva, encarnarse en un derecho, en una legislación. Naturalmente, ningún derecho podrá resultar adecuado a la justicia y, por eso, hay una historia del derecho, por eso los derechos del hombre evolucionan, por eso hay una determinación interminable y una perfectibilidad sin fin de lo jurídico, precisamente porque la llamada de la justicia es infinita. [Una vez más, ahí, justicia y derecho son heterogéneos e indisociables. Se requieren el uno al otro.]



Pr.: -Usted aborda en varias ocasiones la cuestión de la lengua. Dice que lo mínimo es tener en cuenta la diferencia de lenguas que hay con el extranjero cuando se quiere hablar de la hospitalidad. Cuando se le lee a usted, primero de una forma muy sencilla, parece que sólo se trata de la cuestión de la lengua hablada y que habría que traducir esa lengua. De hecho, también se trata de la cuestión de los modelos culturales, de los tipos de intervención, de tomar en consideración un patrimonio diferente del nuestro. Escuchar al otro, por volver a Lévinas, en su totalidad, en su alteridad, es tener en cuenta su patrimonio en su total alteridad, incluida la alteridad lingüística.

J. D.: -Dramático problema. Acoger al otro en su lengua es tener en cuenta naturalmente su idioma, no pedirle que renuncie a su lengua y a todo lo que ésta encarna, es decir, unas normas, una cultura (lo que se denomina una cultura), unas costumbres, etc. La lengua es un cuerpo, no se le puede pedir que renuncie a eso... Se trata de una tradición, de una memoria, de nombres propios. Evidentemente, también resulta difícil pedirle hoy en día a un Estado-nación que renuncie a exigirles a aquellos a los que acoge que aprendan su lengua, su cultura en cierto modo.

Es el modelo integracionista que domina hoy día en Francia, por parte de la izquierda y de la derecha. Se dice que está bien acoger al extranjero, pero a condición de la integración, es decir, de que el extranjero, el inmigrante o el nuevo ciudadano francés reconozca los valores de laicidad, de república, de lengua francesa, de cultura francesa. Lo comprendo. La decisión justa ha de hallarse, una vez más, entre el exceso del modelo integracionista que desembocaría simplemente en borrar toda alteridad, en pedirle al otro que se olvide, desde el momento en que llega, de toda su memoria, de toda su lengua, de toda su cultura, y el modelo opuesto que consistiría en renunciar a exigir que el arribante aprenda nuestra lengua.

Por consiguiente, tanto en el terreno político como en el terreno de la traducción poética o filosófica, el acontecimiento que hay que inventar es un acontecimiento de traducción. No de traducción en la homogeneidad unívoca, sino en el encuentro de idiomas que concuerdan, que se aceptan sin renunciar en la mayor medida posible a su singularidad. En todo momento se trata de una elección difícil.

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