El tema de la modernidad ha sido tratado desde hace ya varias décadas. En México por ejemplo, Octavio Paz habló del asunto allá por los años de 1959 y 1961. En «Corriente alterna», el poeta lamenta que la modernidad no pueda volver a sus principios para, así, recobrar sus poderes de renovación. Sostiene que debemos volver al pasado del capitalismo para recobrar nuestras raíces modernas, con el fin de aliviar el trauma de una modernización que todo lo destruye. Pensó en la necesidad de recuperar los mundos perdidos, en la importancia de una reconciliación con nosotros mismos e incluso, con nuestros enemigos. Como el proceso de desarrollo implica inevitablemente una autodestrucción inovadora, la mirada hacia atrás puede obligarnos a poner el desarrollo en manos de hombres nuevos y a rescatar nuestras vidas, sobre todo los vínculos humanos de la vida moderna. Paz explica la modernidad con base en la idea del progreso: "el presente es insustancial e imperfecto frente al pasado y el mañana será el fin del tiempo. Esta concepción postula, por una parte, la virtud regeneradora del pasado; por la otra, contiene la idea del regreso a un tiempo original -para recomenzar el ciclo de la decadencia, la extinción y el nuevo comienzo".(1)
Marshall Berman indica que ser moderno es "formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, 'todo lo sólido se desvanece en el aire'".(2) Menciona que vivimos en un mundo inquietante, en un mundo paradójico, a la vez promisorio y desalentador, porque todo lo que se ha creado hasta ahora debe ser destruido. Ésta es la tragedia del desarrollo, del desarrollo fáustico sin límites: la ruina es inherente al proceso del desarrollo humano.
A partir de la década de los ochenta, el fantasma de una nueva época empezó a recorrer las páginas del modernismo: la posmodernidad.
Adquirió cuerpo la conciencia de un mundo sin salida ni esperanza al haberse perdido la fe en los grandes ideales humanos. Si bien la modernidad fue definida, por Engels, como, "el Gran Discurso de la Razón Histórica", ahora la posmodernidad quiere apoyarse en una razón sin sentido finalista. Nada hay que hacer, y el mundo es imposible de cambiar. Comparativamente, en los sesenta exigíamos la realidad de lo imposible, vivíamos de la utopía, teníamos esperanza y nos hartábamos de idealismo. Ahora estamos en un mundo sin ilusión, de indiferencia política, de pasividad. El nihilismo ocupó el sitio del idealismo. La modernidad económica y política hizo que el modernismo de las ideas y de la cultura disolvieran los gigantescos discursos de la Razón Absoluta de Hegel y Marx. Al entrar en crisis las grandes nociones de lo Absoluto, de la Historia como realización de la idea, el proyecto histórico del hombre entró igualmente en crisis. La homogeneidad del modernismo es sustituida por una pluralidad de concepciones diferentes en busca de la individualidad. El hombre se preocupará por él y no por la sociedad. Y no es para menos, de nada sirvió el sacrificio del destino personal en aras de un ideal absoluto hecho trizas por el paradójico progreso de la humanidad. Ahora se dice que el hombre posmoderno busca en la vida privada el estímulo que ha perdido ante la realidad de una vida política y económica que se volvió en su contra. Y, por si fuera poco, el fracaso de la modernidad nunca alcanzada en los países del Este, borró para siempre en la mente del hombre la quimera de una sociedad feliz, de bienestar, realmente humana.
El concepto de posmodernidad es amplísimo. Sobre todo en el campo del arte y la literatura. Podríamos hacer un listado interminable. Valgan como ejemplo los siguientes: es una corriente emocional que ha introducido en el medio cultural los términos de posmodernidad, poshistorias y posilustración. Si atendemos a la epistemología de Foucault, podemos pensar en la sustitución de las unidades de pensamiento humanista histórico tales como tradición, influencia, desarrollo, evolución, fuente y origen por conceptos como discontinuidad, ruptura, umbral, límite y trasformación. También se habla de ella como una manifestación de la crisis de la autoridad cultural. Y en este mismo sentido, como la coexistencia de culturas diferentes en contra del etnocentrismo; como una reacción específica contra las formas establecidas del modernismo superior dominante que conquistó la universidad, el museo, las galerías de arte y las fundaciones. En la lingüística, como la nueva tiranía del significante, o sea, su liberación de la tiranía del significado. O bien, como un proceso en el que se difuminan los límites de la vieja distinción entre cultura superior y la llamada cultura popular, de masas o industrial.(3)
El concepto de posmodernidad en el ámbito social y político es, quizá, más sencillo de aprehender. Líneas más arriba intentamos cierto acercamiento. Sentimos que los exámenes de Habermas y de Lyotard -según él, la sociedad posmoderna demuestra el sentir de una clase media afanosa de seguridad y bienestar, una sociedad que sólo confía en un progreso pacífico y paulatino- son demasiado intelectuales. Digamos que a veces difíciles de comprender por su gran densidad. Nosotros preferimos recurrir a la literatura. Y en este caso concreto a una novela: «La hoguera de las vanidades», de Tom Wolfe. En este relato, la ciudad de Nueva York, como personaje literario y no como simple telón de fondo, nos ofrece una anatomía realista de la vida posmoderna: la vida cotidiana, el estado emocional de las clases sociales, la lucha por el poder, la paradoja del desarrollo y algo que nos importa mucho: el desenvolvimiento de las instituciones jurídicas. Lo que teóricamente nos explica Marshall Berman en «Todo lo sólido se desvanece en el aire», lo hallamos descrito en una historia magnífica, en un discurso literario que convierte el tema de la posmodernidad en algo muy cercano a nuestros sentimientos y a nuestra comprensión. A partir de esta obra, ubicamos a la posmodernidad como la etapa de decadencia que abre el ciclo del progreso hacia un nuevo comienzo del que nos habla Octavio Paz en «Corriente alterna».
Nueva York en los ochenta aparece como un caso ejemplar o paradigmático, como centro moderno del universo, condensa el desarrollo ilimitado e insatisfecho y la extinción del ayer, de lo obsoleto, de lo pasado de moda. Parafraseando a Berman, en Nueva York se desenmascara el nihilismo demoníaco que habita el corazón de nuestra sociedad establecida y se revela lo que hace un siglo Dostoievski llamaba "el desorden que es en realidad el grado más alto del orden burgués". En «La hoguera de las vanidades», Tom Wolfe abre la caja de Pandora valiéndose de una anécdota, de la grandeza de un hecho nimio, de un suceso fortuito, de la insignificancia de la vida personal que abre el conocimiento del mundo: un accidente de tránsito. (Por eso dice Octavio Paz que "la historia es una caja de sorpresas", que "la historia es el campo de juego de la fortuna, como llamaban los antiguos al accidente y a la contingencia").(4) La microhistoria de la novela levanta el telón de la ciudad posmoderna: la convivencia de Wall Street y del Bronx, de Park Avenue y del sector devastado de la gran ciudad.
El dinamismo propio de la ciudad aniquiló todo lo que había creado, desde los ambientes físicos hasta las instituciones sociales y los valores humanos. La recreación capitalista del mundo al infinito dejó a su paso, como símbolo inequívoco del progreso, la destrucción, el abandono, la marginación. Así, la dialéctica del desarrollo se resume en la confrontación de elementos distintos y aun opuestos. Las prácticas jurídicas, por lo mismo, se escindirán en dos planos de aplicación diferentes, con base en el ámbito social para el que están dispuestas. Aquí nos referiremos al mundo normativo del Bronx. Una normatividad que sólo adquiere trascendencia histórica y literaria a través de un personaje que, paradójicamente, no forma parte activa de ese mundo de marginación. De otro modo, dichas prácticas jurídicas seguirían en la sombra, en las crónicas de los sótanos de Nueva York, en la vida anónima e intrascendente de las gentes que las padecen. En esta sociedad, la realidad de la injusticia es un proceso natural, ordinario y sin tintes morales hasta que se afectan los intereses de uno de sus más nobles protagonistas.
En «La hoguera», Wolfe teje magistralmente la ironía de una ciudad como Nueva York: la vida de un "yuppie" que trabaja en una importante firma "brokers" como asesor financiero y el submundo de la policía y los tribunales del Bronx, así como el mafioso mundo de Harlem; o sea, el esplendor y la miseria. La justicia se desenvuelve en una red de sucesos inusitados e imprevistos para cualquier teoría sobre la lógica del desenvolvimiento normativo. Lo jurídico, aquí no posee límites operativos. Y no los tiene en razón de la interdependencia de aquellos dos órdenes (de esplendor y de miseria), que nos revelan al mundo como un caos, como un estado de confusión en el que se hallan las cosas desde su creación hasta su extinción; una dialéctica que relativiza la visión foucaultiana de la sociedad, sustentada en el análisis unívoco de la función negativa de lo normalizante. En efecto, Foucault analizó las modernas instituciones de confinamiento -el asilo, la clínica y la prisión- y sus respectivas formaciones discursivas: la locura, la enfermedad y la criminalidad. Para la década de los setenta, este descubrimiento permitió el examen de la otra cara de la moneda pero, sin exagerar, nos llevó a considerar a todas las prácticas e instituciones sociales como dispositivos esencialmente opresores. Todo era vigilar y castigar. Y nos obsesionamos por las llamadas "instituciones totales". Como señala Berman, "Foucault desarrolla estos temas con una inflexibilidad obsesiva y, de hecho, con rasgos sádicos, imponiendo sus ideas a sus lectores como barrotes de hierro, haciendo que cada dialéctica penetre en nuestra carne como una nueva vuelta de tornillo".(5)
O quizá nuestra lectura fue parcial o tendenciosa. Acaso era, por qué no, la interpretación más cercana a nuestras emociones, a nuestras necesidades. Para Berman era una coartada histórica (ofrecida a los refugiados de los sesenta) para explicar el sentimiento de pasividad e impotencia que se apoderó de tantos en los setenta.(6) No obstante que Foucault dijo que ningún Estado podría permanecer en el poder con el solo uso de la fuerza -dado que ahí residiría su debilidad- y que el Estado ejercía una economía del poder de índole estratégico, nos quedamos con la percepción trágica de lo normativo. Para nosotros todo cambio o intento de trasformación implicaba una "regresión de lo jurídico", y toda ley o código eran "formas que tornan aceptable un poder esencialmente normalizador".(7)
La imagen literaria del derecho que nos ofrece Wolfe en «La hoguera» es más versátil. Aparece como un mecanismo dilógico, ambiguo, paradójico o polisémico. Resulta ser un orden permeado por las relaciones humanas, mismas que lo convierten en una institución menos determinable de lo que pretende la cerrada estructura de Foucault.
Wolfe lo describe como un proceso lleno de fisuras y susceptible de ser trasgredido en sí mismo, ya que puede moldearse según las circunstancias. Este sistema, por lo tanto, no puede examinarse bajo los parámetros de abstracción que tanto critica Bachelard y que él denomina peyorativamente como "quintaesencia". Por ello la teoría del derecho debe ser más sensible a los procesos inductivos del conocimiento, con el fin de acercarnos a lo que Bachelard pide en la investigación científica: "el arte de la inteligencia".
"Me doy cuenta que no he escrito más que ficciones", decía Foucault, pero la ficción no es necesariamente mentira ni tampoco necesariamente irreal. Ficción de ficciones puede ser «La hoguera», pero permite una lectura diferente en donde se entrecruzan el discurso ficcional de la literatura y la realidad. Veamos, pues, sin un orden riguroso, las apreciaciones de Wolfe sobre lo jurídico criminal.(8)
Las relaciones humanas nos enseñan a eludir posturas extremas con respecto a su interpretación. Nada en este mundo puede decirnos verdades absolutas. Ningún esquema teórico puede ambicionar la certeza, a menos que desee mitificar el conocimiento de la realidad a la manera de la magia y la religión. Y menos la ciencia jurídica. El derecho no es absolutamente represor ni totalmente positivo o justiciero. Es ambas cosas: todo depende del momento, de la geografía y de las gentes que viven de las instituciones legales. También cuenta el azar, la fortuna. De igual modo la posición social de cada persona: el ambiente físico, el carácter y el comportamiento, los sitios que frecuentamos. Hasta la pasión y la melancolía. Y todavía más el alcohol y la droga. Incluso nuestras necesidades económicas diarias. Todo ello influye determinantemente en la certidumbre judicial. Rompe esquemas, hace atravesar el derecho por una red interminable de sucesos y de comportamientos, que ninguna teoría de lo universal es capaz de prever. Esto es la ficción de lo real. Todo es simulacro, simulación. Estamos metidos en un juego de ajedrez interminable en el que nunca habrá un ganador. Sobre todo el ganador definitivo que, como triunfo, imponga las reglas del terror o de la justicia para siempre. Ello es imposible. El sino que el hombre se impuso transita del orden al caos y de la certidumbre a la incertidumbre. De otro modo, como dice Cioran acerca de alguna certeza, en estos momentos la tierra ya no tendría habitantes. Curiosamente, caos es sinónimo de "mundo", y apocalipsis significa "revelación".
En el Bronx, los acusados llegan por toneladas. Cada uno de ello tiene una historia especial. El derecho criminal es incompetente para otorgarles el mismo tratamiento procesal. Incluso es incapaz de enjuiciarles, de incluirlos en las cifras punitivas. "El número de causas pendientes era tan abrumador que nadie perdía el tiempo tratando de hacer que avanzaran los casos menos seguros, a no ser que la prensa estuviese al acoso". La creación de chivos expiatorios no obedece a criterios de cantidad sino a razones ejemplares, de calidad. Hasta el terror se dosifica. Sobre todo porque los pobres encerrados detrás de la malla metálica no son delincuentes en el sentido romántico del término, como podrían catalogarlos autores como Revueltas, De Quincey o Genet. No son tipos que traten de conseguir cierto objetivo, cierta finalidad política que pueda enmarcarse dentro de la teoría estética del crimen. Hasta ni siquiera son seres tan desamparados o desesperados que no les importe emplear métodos ilegales. En absoluto, no son personajes que hayan hecho uso del "acto profundo" (Revueltas), de esa posibilidad única para los privilegiados que, haciendo uso de su fuerza, se enfrentan al Estado. No, en el Bronx "la mayoría de los acusados sólo eran subnormales incompetentes que hacían cosas increíblemente estúpidas y espantosas": "Arthur Rivera y otro traficante se pusieron a discutir por culpa de una pizza, y sacaron la navaja, y Arthur dijo: 'Dejemos la navaja y peleemos cuerpo a cuerpo'. Y así lo hicieron, y Arthur aprovechó la ocasión para sacar otra navaja, clavársela al otro en el pecho, y matarle..."
Sin embargo, aun para estos casos de tanta intrascendencia, los edificios de los juzgados tienen que ostentar monumentalidad. Toda sala de justicia requiere "expresar la seriedad y omnipotencia del imperio de la ley", aunque su majestuosidad no vaya de acuerdo con su efectividad. "Cada año habría en el Bronx siete mil procesamientos por delitos mayores, pero sólo se podían juzgar seiscientas cincuenta causas anuales. De modo que los jueces tenían que sacudirse de encima las otras seis mil trescientas cincuenta causas por uno de estos dos procedimientos: o bien absolviendo al acusado, o bien permitiendo que éste se declarase culpable de una acusación más leve, a cambio de que librase al tribunal de juzgarle".
Por lo mismo, la justicia habría que ponderarla con base en una estadística de rebajas, absoluciones y juicios propiamente dichos. La saturación administrativa, la capacidad financiera de los tribunales, los recursos humanos disponibles, en efecto, tienen mayor injerencia en la procuración de justicia que los principios generales del derecho, tales como la comprobación de la culpabilidad, la reparación del daño, el debido procedimiento o la garantía de legalidad.
Esta laxitud de la ley, excesivamente acomodaticia, tiene sus razones sociales y, quizás, también refleja aspectos relacionados con el inconsciente. Los que pisan los tribunales no son los únicos que han cometido actos delictivos. Como nada en este mundo es totalmente criminal ni nada totalmente virtuoso, según el marqués de Sade, los que imparten justicia inconscientemente se ven a través de la mirada del procesado. Por ejemplo, es de todos conocido que los guardias de seguridad en Nueva York (y de cualesquier otra ciudad) tienen antecedentes penales. La única limitante para ejercer como tales es que no hayan sido condenados, al menos una vez, por algún delito con agravante de violencia. Entonces, si los miembros de los aparatos legales han estado en la acera de la criminalidad, ¿por qué no pueden los propios criminales aducir alguna vinculación con las instituciones que dicen justicia para exculparse?
"Una de las formas de buscar una rebaja de la categoría delictiva, y por lo tanto del grado de sentencia, consiste en declarar que el acusado tiene un empleo. Si lo tiene, se supone que eso demuestra que está arraigado en la comunidad y esas cosas. De modo que el juez suele preguntarles a esos chicos si trabajan en algún sitio. Bueno, y estoy hablando de chicos a los que se acusa de atraco a mano armada, robo con escándalo, homicidio, intento de homicidio, de todo. Y no hay ninguno que, en caso de tener trabajo, no nos salga con lo de que 'Soy guardia de seguridad'".
La maleabilidad del derecho se pone a prueba en las maquinaciones de los abogados, aunque sus recursos no sean estrictamente legales. Y aun en los casos de homicidio todo puede funcionar de una manera especial. No obstante que está en juego la vida humana, los litigantes son capaces de triscar las pasiones humanas más disparatadas. Pueden ser genios a la hora de confundir a la gente, a la hora de manipular a un jurado. En el momento del juicio, el abogado puede parecer "un ser desconsolado, y eso forma parte del espectáculo, y sabe muy bien lo que tiene que hacer para fomentar la compasión por sus clientes".
El abogado penalista no sólo recurre a la elusión legal, sino a todo tipo de acciones extralegales. La piedra monolítica que parece ser el derecho penal filtra sus poderes de represión a través de los intermediarios del mundo legal. Por ejemplo, "todo lo que ocurre en el sistema legal de Nueva York, funciona a base de favores. Todos hacemos favores a todos los demás. En cuanto alguien tiene la más mínima oportunidad, corre a hacer algún depósito en el Banco de Favores". El código penal tiene muchas zonas borrosas, y es precisamente en esas zonas donde puede actuar. Todo, si quieres, lo puedes conseguir: hasta violar la intimidad de las personas, ya que en el estado de Nueva York "tienes todo el derecho a grabar tus propias conversaciones, tanto telefónicas como cara a cara", para tratar de exculpar a tus clientes.
Veamos otro ejemplo: un médico de pueblo se metió en la ambulancia con un paciente que padecía una enfermedad tropical con dirección a un hospital de Westchester. El enfermo se murió en cuanto lo ingresaron a urgencias. Pues la demanda la presentaron en el Bronx: "el abogado de la familia tuvo la genial idea de asegurar que la negligencia se produjo en el Bronx, y exigió, por tanto, que el juicio se celebrase en el Bronx. Les han dado ocho millones de dólares". Ahora sabemos que, en cualquier demanda civil, los jurados del Bronx actúan como auténticos redistribuidores de la riqueza.
En fin, el jurado y los testigos tienen un importantísimo papel. De su libre actuación o de su manipulación psicológica pende todo el entramado de la certeza judicial. "Darle brillo a un testigo era una técnica psicológica utilizada corrientemente por los fiscales. En un caso de delito mayor, lo más probable era que el testigo estelar de la acusación procediera del mismo mundillo que el acusado, y que fuera alguien con historial delictivo". Sin embargo, el fiscal trataba de iluminarlo con los focos de la verdad y la credibilidad. "Y no solamente para mejorar su imagen a los ojos del juez y del jurado, sino porque el propio fiscal acababa sintiendo necesidad de mejorar la imagen del testigo ante sus propios ojos". Llega a veces a ocurrir que el fiscal termina trabajando en estrecha colaboración con alguno de sus testigos.
La institución del Gran Jurado se remonta a la Inglaterra de 1681 y consistía en que aquélla debía proteger a los ciudadanos frente a fiscales poco escrupulosos. Los hechos demuestran que, desgraciadamente, los grandes jurados sólo servían para respaldar la acusación. "Las sesiones de gran jurado habían terminado convirtiéndose en grandes espectáculos cuyo director de escena era el fiscal. Con muy raras excepciones, todo gran jurado hacía siempre lo que el fiscal le decía que hiciera. Y en el noventa y nueve por ciento de los casos los fiscales querían que el acusado fuese llevado a juicio, y los grandes jurados acostumbraban doblegarse a los deseos de los fiscales".
Por último, quisiéramos señalar lo siguiente. "Los abogados criminalistas no son precisamente el 'bout en train', pero en determinados casos hay que usar sus servicios." En la selva del Bronx, la gente se pasa el día cruzando la frontera que separa la legalidad de la ilegalidad. Y para los "brokers" de Park Avenue las leyes no constituyen ningún tipo de amenaza. "Porque eran tus leyes, las leyes hechas para ti y para tu familia y la gente como vosotros". Pues bien, los que crecen en el Bronx están siempre dando saltos a uno y otro lado de esa frontera, "como un montón de borrachos incapaces de andar rectos". Entre los chicos y chicas de buena familia, en cambio, "la culpa y el instinto que impulsan a obedecer la ley se convierten en actos reflejos, en fantasmas inerradicables de la máquina".
México es un país con apenas cincuenta años de modernidad. El Bronx es su realidad generalizada, triste, al lado del edificio de la Bolsa de Valores, como símbolo apabullante de una modernización incipiente. Su sistema jurídico, sin más, merece el calificativo simple de corrupto, lo mismo que el del Bronx de Nueva York. Vivimos un abismo entre modernismo y modernidad. No obstante, hablamos de posmodernidad, recurrimos a los autores más vigentes y yuxtaponemos patrones de interpretación a un mundo atrasado y miserable. Como dice Berman, "en los países relativamente atrasados, donde el proceso de modernización todavía no se ha impuesto, el modernismo, allí donde se desarrolla, adquiere un carácter fantástico, porque está obligado a nutrirse no de la realidad social, sino de fantasías, espejismos, sueños".(9) Y concluye, los seudo-Faustos del Tercer Mundo, en apenas una generación, se han hecho notoriamente expertos en la manipulación de las imágenes y los símbolos del progreso, pero visiblemente incapaces de generar un auténtico progreso que compense la miseria y la devastación reales que trae consigo.(10)
Notas
1. Octavio Paz, «Corriente alterna», México: Siglo XXI, 1970, p. 22. (La creación literaria; ensayo.)
2. Marshall Berman, «Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad», México: Siglo XXI, 1988, p. 1.
3. Cfr. Hal Foster et al., «La posmodernidad», Barcelona: Kairós, 1986, 238 p.
4. Octavio Paz, «Pequeña crónica de grandes días», México: FCE, 1990, p. 8 y 37.
5. Marshall Berman, op. cit., p. 24.
6. Ibíd., p. 25.
7. Michel Foucault, «Historia de la sexualidad», vol. I, "La voluntad de saber", Madrid: Siglo XXI, 1978.
8. Cfr. Tom Wolfe, «La hoguera de las vanidades», Barcelona: Anagrama, 1990, 635 p. Por ser muy abundantes, nos ahorraremos las citas de este libro, sólo las entrecomillaremos cuando sean literales.
9. Marshall Berman, op. cit., p. 244.
10. Ibíd., p. 70-71.
sábado, 8 de septiembre de 2007
"EL DERECHO Y LA MODERNIDAD" por Eduardo Larrañaga Salazar
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DERECHO
Publicado por DARÍO YANCÁN en 3:57
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1 comentario:
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