sábado, 17 de mayo de 2008

" BIOÉTICA: NUEVAS REFLEXIONES SOBRE TEMAS CLÁSICOS" por Florencia Luna y Arleen L. F. Salles

VI. Una reseña sobre la anticoncepción





1. Introducción

Son anticonceptivas todas aquellas prácticas que tienen como objetivo
evitar que la actividad sexual resulte en un embarazo. La
anticoncepción ha sido practicada por los seres humanos desde
tiempos remotos. En la Antigüedad, los métodos anticonceptivos más
comunes eran los de barrera: infusiones, sustancias químicas,
ungüentos y cremas que se irrigaban en la vagina con el objeto de que
funcionaran como espermicidas. Existen referencias egipcias, judías,
griegas y romanas sobre la anticoncepción, desde recetas de pociones
mágicas y amuletos hasta la introducción de bolas de lana en la
vagina.2

La primera descripción de un condón se encuentra en la obra
de Gabriello Fallopio en el siglo XVI.3

El desarrollo de la tecnología anticonceptiva moderna comenzó a
prosperar recién a partir del año 1945 y fue motivada por dos factores:
el crecimiento de la población y los movimientos de derechos de las
mujeres, que, especialmente en la década del sesenta, aportaron
propuestas a la discusión sobre población e insistieron que los
derechos individuales de las personas tienen prioridad por sobre los del
Estado.4

Entre los métodos anticonceptivos de mayor utilización se
cuentan el diafragma, el profiláctico femenino, los anticonceptivos
hormonales orales o inyectables y los dispositivos intrauterinos.5

En las últimas décadas, la tecnología anticonceptiva ha puesto el
foco en el desarrollo de métodos para la mujer. Las razones son varias.
Desde el punto de vista social, en primer lugar, son las mujeres las que
deben asumir las molestias y correr los riesgos asociados con el
embarazo, lo cual hace que tengan un interés significativo en controlar
su fertilidad.
En segundo lugar, justa o injustamente, a lo largo de la
historia la tarea de criar a los hijos ha recaído en las mujeres, teniendo
un gran impacto sobre sus actividades diarias y sus planes de vida, por
lo cual la existencia de anticonceptivos femeninos efectivos y seguros
les da potencialmente mayor control e independencia. Como
contrapartida, también se ha argumentado que el foco en el control de
la fertilidad de las mujeres constituye una manifestación de sexismo y
de inequidad de género, en tanto promueve la idea de que la
responsabilidad sobre la anticoncepción debe recaer fundamentalmente
sobre la mujer y es ella quien debe asumir los riesgos inherentes.6
Desde el punto de vista científico, por otro lado, la posibilidad de
controlar un óvulo que se desprende cíclicamente una vez por mes es
mayor que la de controlar o desactivar millones de espermatozoides
presentes en cada eyaculación.7

La tecnología anticonceptiva ha afectado, y sigue afectando, a más
seres humanos que cualquier otra tecnología. En general, en la
actualidad su utilización es aceptada cuando se trata de personas
adultas. Pero esto no significa que su estatus moral sea indisputable.
Algunas personas argumentan que no utilizar anticoncepción cuando se
quiere evitar el embarazo implica una falta de responsabilidad y se ha
sugerido que la contracepción debe ser impuesta cuando alguien no
quiere o puede asumir la paternidad. Por otro lado, las prohibiciones
religiosas de su uso existen desde tiempos remotos y algunas de ellas
fueron incorporadas en los códigos penales de naciones diversas
durante el siglo XX.

En la actualidad, la anticoncepción es legal en la mayoría de los
países. Esto es compatible con la necesidad de limitar el crecimiento
desmedido de la población mundial. Pero, al mismo tiempo, existen
grupos organizados que tratan de que se limite el acceso a los métodos
anticonceptivos.8


2. El estatus moral de la anticoncepción


El debate sobre la moralidad de la anticoncepción opone dos
perspectivas que parten de supuestos metafísicos divergentes. De
acuerdo con la primera, de tinte religioso, la antinaturalidad de la
anticoncepción la hace intrínsecamente incorrecta. Como complemento
de esta postura, frecuentemente se argumenta que tiene efectos
nocivos sobre la familia y la sociedad.
La segunda, influenciada por la perspectiva evolutiva del origen de la
humanidad, considera que la distinción entre actos naturales y
antinaturales no tiene demasiada fundamentación, y que el carácter
normativo que se atribuye a lo natural es injustificable sin la aceptación
de ciertos supuestos valorativos específicos. Por ello, considera a la
anticoncepción en general como una práctica moralmente
incuestionable que además resulta en beneficios claros para las
mujeres y la sociedad. A continuación me detengo en las líneas
argumentativas correspondientes.




NOTAS

2 Sin embargo, se ha señalado que la anticoncepción no era el método principal
utilizado para controlar la natalidad. Durante la Antigüedad, el infanticidio era la
práctica preferida. Durante la Edad Media, fue reemplazado por el abandono de niños
o las ofrendas. Véase Linda Gordon, Woman’s Body, Woman’s Right: A Social History
of Birth Control in America, Nueva York, Penguin, 1990; y Christine Gudorf,
“Contraception and Abortion in Roman Catholicism”, en Daniel Maguire (ed.), Rights:

The Case for Contraception and Abortion in World Religions, Nueva York, Oxford
University Press, 2003.

3 James Knight y Joan Callahan, Preventing Birth, Salt Lake City, University of Utah
Press, 1989.

4 Donald T. Critchlow, Intended Consequences, Nueva York, Oxford University Press,
1999.

5 Pero éstos no son los únicos métodos disponibles. Para controlar la natalidad, se
puede utilizar también el llamado método de lactancia, métodos basados en la
fertilidad de la mujer (calendario, temperatura basal) e intervenciones quirúrgicas
(esterilización).

6 Nelly Oudshoorn, “Imagined Men: Representations of Masculinities in Discourses on
Male Contraceptive Technology”, en Ann Saetnan, Nelly Rudinow Oudshoorn y Marta
Kirejcxyk (eds.), Bodies of Technology, Columbus, Ohio State University Press, 2000.

7 Ibid., pp. 11 y 12.

8 Russell Shorto, “Contra-Contraception”, en The New York Times Magazine, 7 de
mayo de 2006.

9Para un debate sobre la libertad reproductiva, véase Arleen L. F. Salles,
“Introducción a la libertad reproductiva y sus límites”, en Florencia Luna y Arleen L. F.Salles (comps.),
Bioética. Investigación, muerte, procreación y otros temas de éticaaplicada, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.

"LA NOCIÓN DE ORDEN PÚBLICO: ENTRE LA TÓPICA JURÍDICA Y EL ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO" por LUCÍA MARÍA ASEFF

XVII JORNADAS DE FILOSOFÍA JURÍDICA Y SOCIAL
CÓRDOBA – 30 de octubre al 1° de noviembre de 2.003








La aproximación a la noción de orden público que habré de intentar en este trabajo parte del convencimiento de que la ciencia, los procesos culturales y la subjetividad humana están socialmente construidos y discursivamente interconectados en tanto constituyen sistemas abiertos que coexisten en toda sociedad moderna y como tal, compleja, y que también el derecho es un sistema abierto que participa de estas características aunque ello se advierta en menor grado, puesto que, visto desde afuera, aparece más bien como un sistema cerrado, menos permeable a los cambios y las intersecciones. Sin embargo, de la intersección entre estos sistemas, sus descentramientos y sus conflictos, surgen las configuraciones científico culturales complejas – en tanto transversales y multidimensionales, heterogéneas y dinámicas - que conforman y caracterizan el espíritu que atraviesa una época.
La cultura contemporánea, en la que se superponen lenguajes, tiempos y proyectos diversos, tiene una trama plural cuya consecuencia más evidente es la disolución de los discursos homogeneizantes y/o totalizantes de la ciencia y la cultura, característica que se extiende también al ámbito de lo jurídico – que, por otra parte, siempre ha sido plural más allá de los intentos de uniformar su discurso – y que a mi criterio se pone de manifiesto en la conceptualización de nociones como la de “orden público” que atraviesa no solo gran parte de la historia del derecho sino también muchas de sus ramas, y que es de tan significativa importancia al momento de considerar una norma jurídica como integrada al sistema, así también como al interpretarla o aplicarla, importancia que a ningún operador del derecho se le escapa.
La noción de orden público tiene un origen histórico ciertamente remoto: fue tomada del Derecho Romano y pasó al Código Napoleón, y de allí a todo el sistema continental europeo al cual originariamente pertenecemos, más allá de las interpenetraciones que hace tiempo comenzaron a producirse entre este sistema y el del common law. Doctrinarios como Salvat consideraban el orden público como el conjunto de principios que en una época y en una sociedad determinada son considerados esenciales para la conservación del orden social, mientras que Busso, por ejemplo, señalaba que se expresa en aquellas leyes que se dictan en interés de la sociedad por oposición a las que se promulgan teniendo en mira el interés individual, existiendo, además, una coincidencia bastante generalizada en que se trata de una noción externa a la norma, que la trasciende y que resulta de su naturaleza específica, y no de que ella así lo determine.
No será el fin de este trabajo proporcionar un exhaustivo catálogo de las distintas acepciones con las que se ha presentado esta noción según las épocas y los autores, más allá de que cabe destacar que se trata de una cuestión de enorme interés práctico porque las leyes de orden público exhiben algunas características que les son propias, de fundamental importancia para el funcionamiento del derecho. En este sentido cabe señalar que la mayoría coincide en que las leyes de orden público presentan, en principio, cuatro elementos distintivos:

1. Que no pueden ser derogadas por las partes por acuerdo de voluntades.
2. Que impiden la aplicación de la ley extranjera no obstante cualquier norma legal que así lo disponga.
3. Que pueden y a veces deben aplicarse retroactivamente ya que no se pueden invocar a su respecto derechos adquiridos.
4. Que no se puede alegar válidamente el error de derecho si ha recaído sobre esta clase de normas.
A pesar de estas mínimas características comunes sobre las que habría - aparentemente – un cierto acuerdo, se trata de un concepto de muy difícil precisión, que ha tenido infinidad de definiciones y caracterizaciones según los autores que lo hayan tratado: esencialmente vago y hasta misterioso (Japiot), un enigma (Bartin) inaprensible (Fedozzi) y si nos detenemos en lo sostenido por Bibiloni cuando dice que “Los jurisconsultos más famosos no saben que es esto del orden público”, básicamente, una noción singularmente equívoca. Más allá de lo cual, cualquiera sea la posición adoptada, hay coincidencia en sostener que la violación de los principios de orden público acarrea la nulidad absoluta, manifiesta y por ende inconfirmable de toda norma o precepto que lo vulnere, por lo que constituye un principio sin duda rector al momento de interpretar o aplicar la ley.
Clásico ejemplo de la importancia asignada al orden público es el art. 19 de la Constitución Nacional cuando exime de la autoridad de los magistrados a las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofrendan al orden ni la moral pública, que es sin duda uno de los más importantes de nuestro ordenamiento en tanto consagra el principio de legalidad y su consecuente, el principio de reserva, en orden a preservar la libertad y la privacidad de las personas, atributos que no obstante su personalísimo carácter, también se encuentran sometidos a esta noción.
Bastaría, según otros autores, atenerse al significado mismo de estas dos palabras para entender que se alude con esta noción a normas que no pueden ser dejadas de lado por convenciones particulares (art. 21 del Código Civil) porque responden a un interés público, es decir, general, colectivo, generalmente ligado a la moral y las buenas costumbres, por oposición a cuestiones de orden privado en las que solo juega un interés particular, y cuyo apartamiento trae como sanción la nulidad del acto en cuestión por tratarse, en todos los casos, de normas imperativas (Cf. Borda G., Tratado de Derecho Civil, Parte General, Tomo I, Par. 45 y ss.). Por eso hay coincidencia casi generalizada en que la mayoría de las normas del derecho público son de orden público aunque no todas las de orden público pertenecen al derecho público.
En el ámbito del derecho civil son de orden público gran cantidad de normas relacionadas con el derecho de propiedad y también con el instituto de la prescripción, siendo interesante destacar, además, que existen ramas como el derecho de familia o más particularmente el derecho de menores donde se ha llegado a sostener que allí todo es de orden público por el especial interés que el Estado tiene en su protección. Sin embargo, cuando los civilistas precitados sostenían estas premisas, seguramente estaban muy lejos de suponer que pocas décadas después se legalizarían las uniones entre personas del mismo sexo, se estaría discutiendo su derecho a la adopción o se estarían regulando en algunas provincias métodos de anticoncepción y de planificación familiar por fuera de los ideales entonces vigentes de moral y buenas costumbres, al calor de una nueva concepción de familia que se aleja ada vez más del modelo entonces vigente.
El objetivo de este trabajo, ante tamañas dificultades, estará destinado a poner de manifiesto, en la medida de lo posible, y sintéticamente, cómo esta noción se sitúa en un terreno que, a mi criterio, tanto le debe a la tópica jurídica como a las teorías del análisis crítico del discurso, en tanto puede ser considerada como un topoi, como un lugar común que puede ser definido - como toda expresión lingüística - por su uso y por sus connotaciones, pero que más allá de esta asignación no dejará de estar ligada a todo aquello que el Estado, o quienes lo administran en función del sistema representativo de gobierno que nos rige, quiera preservar como zona infranqueable cuya conceptualización se reserva a sí mismo y para lo cual, en función de esta reserva, pretende la exclusividad, tratando de que los otros poderes formales que lo integran – el legislativo y el judicial – actúen en consonancia con él en la sanción de las leyes, pero mucho más en su aplicación.
Así, la noción de “orden público”, más allá de sus numerosas y diversas definiciones, constituye una barrera o límite que no puede ser traspasado bajo pena de invalidar una argumentación, una creación normativa, una justificación de procederes y consecuencias o una sentencia judicial. Es aquella ante la cual nos detenemos o nos rendimos y si bien no es la única noción que exhibe esta característica liminar - puesto que muchos de los conceptos jurídicos fundamentales también la poseen – estimo que tiene un peso altamente significativo porque, entre otras cosas importantes, marca siempre la presencia de lo público, de lo que pertenece al exclusivo resorte del Estado y que conforme a ello solo el Estado puede definir, sin que los particulares tengan al respecto ni ingerencia ni autonomía ninguna de decisión.
Dicho esto sin perder de vista que el Estado no decide sobre este tópico al margen de lo que considera valioso en orden a los clásicos fundamentos ligados a la moral y las buenas costumbres, pero teniendo en cuenta que nociones como la de orden público laboral u orden público económico, por ejemplo, indudablemente trascienden esta concepción que ha merecido la atención de tantos civilistas.
Prueba de lo que digo lo constituyen las leyes de emergencia sancionadas a partir de enero del pasado año de 2.002, por citar un caso reciente, que también se consideran de orden público. Porque si bien han afectado la estabilidad económica, la previsibilidad o algunas variantes del derecho de propiedad, lo que sin duda alguna amplía su registro y lo vincula más bien a un cierto concepto de justicia distributiva – conforme a lo que el Estado o el gobierno de un país consideran como posible en una situación histórica determinada, dicho esto más allá de la valoración que particularmente nos suscite – se han sancionado en función de una situación del todo extraordinaria que requería un plus de protección legal destinado a restablecer cierto equilibrio en la relación entre las partes, como sucede por ejemplo específicamente en el derecho del trabajo.
Me ha parecido revelador vincular la noción de orden público a la “administración” de la emergencia para ver cómo funciona en los hechos, en orden a su desacralización, porque no han sido pocos los períodos de emergencia, más bien todo lo contrario, habida cuenta de que en verdad aun estamos dentro de ella aunque no parezca tan cercana a la catástrofe como el año que pasó. Ya decía Eugenio Cardini hace muchos años (en su monografía “Orden Público”, Abeledo Perrot,. Bs. As., 1959) en relación al régimen de la llamada “emergencia” que “se sabe cuando empieza pero desgraciadamente no cuando termina” y la definía como un estado de necesidad imperfecto e incompleto que lleva ínsito en sus rasgos incisivos de urgencia y de necesidad que la fundamentan el sello inconfundible del orden público, por lo cual que las leyes que se refieran a ella – indebidamente, según su criterio – se autodenominen enfáticamente de orden público constituye una circunstancia enteramente superflua, porque necesariamente lo son.
El mismo autor define al orden público como un standard jurídico, como toda directiva, norma, pauta, cartabón o valla, impuesto expresamente, o ínsito en el ordenamiento positivo para indicar al intérprete una línea media de conducta social razonablemente correcta en la administración del Derecho acorde a su objeto y a su finalidad y con una pretensión de orden, seguridad, solidaridad y justicia, superiores principios jusfilosóficos que lo fundamentan y le otorgan su majestuosa jerarquía.
Definición que no por abundosa resulta esclarecedora, más bien al contrario.
En este punto resulta incluso interesante preguntarse – he tomado esta idea de R. Vigo, expuesta en su artículo “Orden público y orden público jurídico” (en “Interpretación Jurídica”, Rubinzal Culzoni Editores, Santa Fe, 1999) - si la presencia de la noción de orden público es necesaria en el derecho o si se puede prescindir de ella. Y aunque tal vez no corresponda referirse a la cuestión en términos de necesidad, es claro que a nadie escapa que se trata de un término de gran utilidad – muchas veces apto tanto para un barrido como para un fregado, para decirlo en términos populares – del que se podría eventualmente prescindir pero al que casi nadie querría renunciar, porque constituye una formidable herramienta de regulación del sistema social y normativo.
Adelantaría entonces en este punto una definición: el de orden público es un término estratégico de todo orden jurídico positivo, perteneciente en primer lugar por legitimidad de origen al ámbito de la política jurídica, pero también, en una instancia posterior pero no de inferior jerarquía, al ámbito de la política estatal propiamente dicha. Vigo también ha sostenido en el artículo antes citado que el orden público tiene un núcleo de inmutabilidad que transciende lo jurídico porque no todo el orden público tendrá proyección al campo jurídico en tanto su noción integral es la forma de la sociedad constituida por las normas consuetudinarias, morales, de trato social, etc. de carácter ético social. La cita no es textual pero es fiel, y aunque no habré de ocuparme de esta versión de la noción de orden público porque me resulta un tanto inasible por su carácter metafísico - en tanto creo advertir que lo único inmutable es el cambio que más tarde o más temprano a todo se impone - me ha parecido interesante destacar su existencia.
Cuando indico la pertenencia de la noción de orden público al ámbito de la política jurídica hago alusión a los conceptos de Alf Ross cuando en el Capítulo XV de “Sobre el Derecho y la Justicia” se refiere a ella. Así, recordemos, nos explica que una teoría idealista del derecho le asignará como tarea específica perfeccionar la idea de justicia - inherente al concepto mismo de derecho – y en ese caso la política jurídica será entendida como la doctrina que enseña cómo alcanzar este objetivo. Pero seguidamente señala que si rechazamos la concepción de una idea específica del derecho que acuerde a éste un valor absoluto por sí mismo, y en lugar de ello lo consideramos como una técnica social o como un instrumento para alcanzar objetivos sociales de distinto tipo (económicos, culturales y políticos) la cuestión se torna más compleja y podemos advertir que la política jurídica no está determinada por un objetivo específico sino más bien por una técnica específica: abarcaría entonces todos los problemas prácticos que origina el uso, para el logro de estos objetivos sociales, de la técnica del derecho, en particular de la legislación, pero no solamente. Porque la política jurídica no solo cumple el papel de guía para el legislador (política jurídica de lege ferenda) sino también para las autoridades que administran el derecho, en particular los jueces (política jurídica de sentencia ferenda), siendo la contribución que la doctrina hace a la interpretación a la manera de una especie de consejo jurídico-político que indica al juez cómo debe reaccionar, buscando sus premisas en el nivel que corresponde a la tradición cultural de una sociedad, en el cuerpo de ideas compartidas relativamente permanentes. No advierto inconvenientes (con las reservas del caso) en extender este tipo de concepción a la conceptualización del derecho que se hace desde la crítica jurídica - entendiéndolo como una práctica social específica de naturaleza discursiva de fuerte intervención en todo lo que hace al control social - la que para alcanzar sus objetivos debe necesariamente valerse de una política jurídica determinada, explícita o implícitamente asumida.
Conforme a lo expuesto, analizar detenidamente su función y sus articulaciones con el contexto en el cual habitualmente se utiliza puede contribuir a una configuración crítica de la noción de orden público que, en definitiva, apunte a su transformación y fundamentalmente a su reconstrucción, en orden a una concepción dinámica del sistema normativo y de su aplicación.
Y en este sentido me ha sido muy útil tomar la noción de orden público en el derecho del trabajo a través de los conceptos de orden público laboral y orden público económico - que desarrollara en un trabajo recientemente presentado a unas jornadas de derecho laboral que llevara, precisamente, ese nombre – así como en otra ponencia referida al principio de la autonomía de la voluntad en las relaciones personales del derecho de familia, porque el de orden público es
un concepto que atraviesa transversalmente toda la materia jurídica, con mayor o menor énfasis según cuál sea la rama de que se trate.
A modo de ejemplo de lo que mencionaba en el artículo sobre orden público laboral y haciendo un poco de historia, señalaba que ya en el año 1947 (Fallos, Vol. 208, Pp. 430 y ss) la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al pronunciarse sobe la constitucionalidad del pago del aguinaldo (decreto 33.302/45) y el derecho de propiedad, sostuvo que éste, como los otros derechos individuales, está supeditado en sus alcances y modos de ejercicio a lo que requiera el orden público, y que es inviolable en cuanto su ejercicio no obste al bien común, fundamento de todo derecho individual y, por ende, anterior y superior a ellos, muestra evidente de una típica posición
jusnaturalista que tiene su considerable dosis de utilidad en la medida en que puede ser la vía adecuada para una crítica metapositiva del sistema normativo y su consiguiente transformación. Confirmaba en este fallo – sin distinguir claramente la figura del contrato de trabajo de la locación de servicios – una sentencia de 1946 que no sólo había hecho referencia al Acta de Chapultepec sino que también había tenido en cuenta la época de sanción del decreto, la posguerra, y su finalidad: legislar sobre el punto básico en la relaciones contractuales entre trabajo y capital, esto es, el salario, recordando el “cuadro de espanto, tristeza y miseria en que se debate la vieja Europa y el estado de desocupación, inseguridad y huelgas que impera en la joven América”, refiriéndose a la facultad del Estado – que se fundaba en ese momento en su poder de policía - de regular el contrato de trabajo con cita de un precedente del año 1938 obrante al Tomo 181, sobre las bases del principio de solidaridad social o de fraternidad humana que inspiraba la doctrina social de la Iglesia y se expresaba y aun se expresa en las conocidas encíclicas papales.
Más allá de la descripción del estado imperante en “la joven América” que parece no haber cambiado pese al tiempo transcurrido, interesa destacar la consideración que hace la Corte respecto de factores externos a la normativa jurídica propiamente dicha ligados con la economía, la política y la paz social, porque esta relación entre derecho, política y economía que los críticos reivindicamos como definitoria del concepto de derecho – y que se ha expresado en términos más actuales, también, como la relación entre texto y
contexto - no siempre aparece con tanta claridad en otras ramas del derecho como lo hace en el derecho del trabajo. Estimo que es, precisamente, atendiendo a esta recíproca relación que reiteradamente la Corte ha expresadoque “no siempre es método recomendable el atenerse estrictamente a las palabras de la ley”, que “en todos los casos debe buscarse una interpretación valiosa de lo que en las normas, jurídicamente, se ha querido mandar, porque no es posible admitir soluciones notoriamente injustas cuando se pueden arbitrar otras de mérito contrario, ya que esto no resulta compatible con el fin común de la tarea legislativa y judicial” (doctrina de Fallos: 300:317, 302: 1209, 1284; 303:248 y sus citas, entre muchos otros), y concomitantemente a lo expuesto, que no se puede prescindir de las consecuencias que importa la admisión de determinado criterio ya que éste es el mejor medio para verificar su razonabilidad y equidad, puesto que si de la aplicación de un criterio determinado en una causa se derivan consecuencias insostenibles por su iniquidad y es posible arbitrar otras soluciones, debe estarse a ellas en tanto se las debe compatibilizar con el marco de la realidad a la cual están destinadas, ya que corresponde tener en cuenta el contexto general de las normas y los fines que las informan de la forma en que mejor se compadezcan con los principios y garantías constitucionales.
Estos criterios se compadecen con la definición que Perelman hace de los principios como la síntesis entre la equidad y la ley que permite flexibilizar esta última merced a la intervención creciente de reglas de derecho no escritas, representadas por los principios generales del derecho y por la toma en consideración de tópicos jurídicos, uno de los cuales sería, precisamente, la noción de orden público. Constituye ya un patrimonio incorporado a la teoría general del derecho que no requiere mayor abundamiento por conocido la significativa contribución que implicó la aparición de la obra de R. Dworkin al poner de relieve la importancia de los principios y su relación con las normas, dentro de una concepción sobre el derecho que necesariamente incluye a unos y a otros, por lo que considero innecesario extenderme en este punto, no obstante lo cual quería mencionarlo por su significación.
Si acordamos entonces en la existencia de la inevitable y estrecha relación entre derecho, economía y política – de la cual siempre dan precisa cuenta, como antes mencionara a modo de ejemplo, las situaciones de emergencia - y en la consideración del carácter estratégico que tiene para la política jurídica la noción de orden público, aparece como lógica consecuencia la necesidad de redefinir el concepto de orden público a fin de que deje de ser un lugar común meramente programático vacío de contenido real y se constituya en una noción que por su carácter consistente, razonable, justo y con capacidad para imponerse por su fuerza de convicción se convierta en plenamente operativa.
El ser cambiante constituye una de las propiedades definitorias del concepto de orden público, ya que se refiere a intereses que el legislador –a veces también el juez - considera prevalentes en la sociedad en un momento determinado, motivo por el cual deben ser especialmente protegidos: obviamente su caracterización dependerá entonces de las circunstancias sociales, económicas y políticas vigentes y, en nuestro ejemplo, del modelo de relaciones laborales que un Estado expresa o implícitamente adopta.
En este punto me parece importante rescatar la vocación de diálogo puesta de manifiesto por las teorías de la argumentación elaboradas en la segunda mitad del siglo pasado por autores como Perelman, Habermas o Alexy, en tanto proponen una racionalidad procedimental universalista donde la verdad acerca de determinada cuestión se construye intersubjetivamente en el intercambio de ideas que sostengan los participantes de un diálogo, para lo cual, como se sabe, deben tener la misma competencia comunicativa y la misma posibilidad de participar introduciendo cualquier aserción o pudiendo asimismo cuestionarla, expresando sus opiniones, deseos y necesidades sin que ningún hablante pueda ser impedido a través de ningún tipo de coacción dentro o fuera del discurso para ejercer sus derechos. Y si bien la observancia de las reglas del discurso no garantiza la bondad de los argumentos, la posibilidad de acordar sobre las reglas del consenso y las del disenso es el primer paso, el fundamental, para delimitar un concepto. Para llegar luego a conformar el contenido de las premisas tendremos que recurrir además a algunas cuestiones de hecho que, a mi criterio, se pueden relacionar por su importante contenido ético con los dos elementos que Habermas destaca cuando propone llegar a la legitimidad por la vía de la legalidad: la defensa de los derechos humanos y del principio de soberanía del pueblo.
Con lo expuesto quiero expresar que nociones como la de orden público requieren ser sometidas a una discusión racional que tenga en cuent la opinión fundada de los representantes del pueblo y de los sectores afectados por ella - mucho más si constituyen una minoría - porque ello hace a la esencia del sistema democrático de gobierno que nos rige y que es necesario sostener más allá de todas sus deficiencias.
Volviendo ahora a la referencia inicial de este trabajo, es decir, a la consideración de la noción de orden público como un tópico, cabe destacar que ya en Aristóteles el concepto de topoi remite al carácter instrumental de todo punto de vista argumentativo generalmente aplicable, mientras que el concepto de endoxa se refiere al momento del reconocimiento social generalde tales puntos de partida. “La tópica no constituye para él una disciplina autónoma sino un aspecto común a otros dos disciplinas estrechamente ligadas entre sí: la dialéctica y la retórica, puesto que en ambas se lleva a cabo una actividad argumentativa en campos carentes de verdades necesarias y con fines pragmáticos, a la cual la tópica proporciona un conjunto de argumentos de carácter general y susceptibles de utilización alternativa que proporcionan a la argumentación los puntos de partida necesarios para que pueda estructurarse en torno a un conjunto de criterios, reglas y enunciados comúnmente aceptados y base, por lo tanto, de la ulterior reconstrucción dialógica o retórica de las verdades prácticas…. En tanto los tópicos eran entendidos como recursos para enfrentarnos con cada uno de los problemas” (Cf. Juan A. García Amado en “Teorías de la Tópica Jurídica”. Civitas
Monografías, Madrid, 1988).
Considerar a la noción de orden público como un tópico es importante porque nos coloca de lleno en el ámbito discursivo. Y si como lo he sostenido en mi tesis “Teorías de la argumentación, discurso jurídico y semiosis social” desde un análisis crítico del discurso de los juristas se puede entender al derecho como un texto compuesto de diversas materias significantes lo que implica un abordaje que remite a aspecto extratextuales, es decir, que no se agota en la mera escritura de la ley, sino que intenta captar la producción social de sentido que se inviste en las distintas manifestaciones de nuestra disciplina al vincularla a lo que en un sentido amplio llamamos las prácticas sociales - siempre atravesadas por la ideología y el poder - es claro que la noción de orden público tal como la hemos analizado en los párrafos anteriores constituye un claro ejemplo de esta investidura, mostrando cómo – y reitero aquí conceptos expresados en otros trabajos - hay una producción de sentido socialcontenida en lo jurídico que es al mismo tiempo su producto. Porque analizar estos conceptos en clave de semiosis social es lo que nos permite entender cómo circulan en la sociedad, es decir, cómo existe un momento en que se producen, ubicados en un universo discursivo determinado (lo que Eliseo Verón llama gramáticas de producción) y otro momento donde se recepcionan y se consumen tras ese proceso de circulación, con efectos de sentido plural y a veces distintos de los iniciales (lo que el mismo autor denomina gramáticas dereconocimiento). Esta constante mutación del sentido social asignado a la noción que nos ocupa es, en definitiva, lo que explica tanto su variabilidad como su carácter inasible y, para algunos, hasta misterioso, que solo podrá ser develado en tanto, para decirlo sencillamente, se pueda desentrañar adecuadamente la relación entre un texto y su contexto.
Porque leer un texto tomando en cuenta la noción de discurso – o desentrañar un concepto como el de orden público – significa interpretarlo en relación con otros discursos (puede ser el del poder, el de la ciencia, el de la religión o cualquier otro de significativo predominio) en tanto su proceso de producción muestra una multiplicidad de huellas de valoración, de interpretación, ideológicas, etc., que la condiciones de producción han dejado en el texto, lo que remite necesariamente a una articulación entre producción, circulación y consumo a la que la noción de orden público no escapa. Articulación que tal vez nos permita decir, parafraseando a Genaro Carrió - cuando sostuvo luego de analizar minuciosamente el término, que arbitrariedad es “lo que la Corte dice que es” - que orden público es lo que el legislador y en algunos casos el juez dicen que es y no una cualidad intrínseca o un ser esencial que distingue a ciertas normas en función de su contenido.
Cabe preguntarse, entonces, además, si la noción de orden público es un núcleo argumentativo, un recurso retórico, un topoi que permite - como lo quiere Viehweg – enfrentarnos con el problema e ir del problema al sistema, o si habremos de considerarlo como uno de los conceptos jurídicos fundamentales que define en parte a un sistema normativo estatal, a partir del cual, entre otros, se puede conceptualizar el concepto mismo de derecho.
Conviene recordar en este punto que para este autor un problema es toda cuestión que aparentemente admite más de una respuesta y que necesariamente presupone una comprensión provisional a partir de la cual aparece como cuestión a considerar seriamente y para la que se busca precisamente una respuesta como solución que siempre constituirá, en definitiva, una elección entre diversas alternativas, en una consideración semejante a la definición que hace Kelsen de la norma jurídica como un marco abierto a varias posibilidades, y de la interpretación como un acto de voluntad antes que de conocimiento.
En este marco estimo que poder dilucidar esta cuestión no habrá de ser, entonces, un mero ejercicio teórico, sino la posibilidad cierta de adquirir una herramienta acaso transformadora en la permanente tarea de reconstrucción del orden jurídico vigente que hacen los juristas cuando lo interpretan y lo aplican en consonancia – a veces armónica y a veces discordante - con los tiempos que históricamente se suceden.
De lo que se trata, en definitiva, es de no otorgar a esta noción un carácter esencialista que impida desmontar su proceso de construcción así como sus usos y sus modos de aplicación – esto que antes designaba como la articulación entre producción, circulación y consumo - porque sea que lo consideremos como un concepto jurídico fundamental o como un núcleo argumentativo – manteniendo en ambos casos la concepción que lo percibe como un recurso estratégico de política jurídica y general - advierto que la inmensa mayoría de las veces es utilizado como un elemento retórico de carácter funcional apto para diversos usos que como texto podemos relacionar con el contexto en que se produce, lo que tal vez lo haga tanto más útil pero también más maleable y por lo tanto, al mismo tiempo, eventualmente más riesgoso, como se puso de manifiesto en la relación a menudo percibida en nuestro pasado reciente entre orden público laboral y orden público económico.
Esta nota de riesgo no es menor y debemos atenderla especialmente, porque si hay un pecado que a esta altura de las cosas no podemos cometer es el de la ingenuidad, dejando que civilistas, comercialistas o laboralistas definan en apariencia asépticamente qué es esto casi misterioso del orden público, sin reparar como opera en él la producción de sentido social.
Al respecto no es ocioso recordar, a modo de ejemplo, que disminuir el tristemente célebre “costo laboral” y flexibilizar las condiciones del contrato de trabajo también fueron consignas casi de orden público en la década pasada aun cuando no siempre se hayan asumido con ese nombre, porque sin duda alguna funcionaron con esa intencionalidad en la medida en que colocaban un supuesto interés social por sobre el de los particulares.
A modo de colofón - provisorio como todos - en este punto y en esta concreta circunstancia histórica que atraviesa el país se me ha ocurrido que tal vez sea conveniente, entonces, volver a algunas de la clásicas definiciones de orden público centradas en el interés protegido por el Estado en función de la defensa de derechos y principios socialmente valiosos, por encima de aquellos particularmente legítimos pero fundamentalmente individuales, mas no en abstracto, sino ligados a la necesaria revalorización de la idea de Estado. Me refiero a un Estado democrático de derecho como lo entiende, por ejemplo, Elías Díaz, es decir, que funcione como garante de una ética pública, como instancia de control de las fuerzas del capital en armonía con las fuerzas del trabajo, como aspiración y motor de una auténtica legitimidad representativa y como promotor del desarrollo de una imprescindible mejora de la calidad institucional.
Solo así esta noción dejará de ser un clisé vacío de contenido a la mano para cualquier uso y podrá, eventualmente, adquirir un sentido transformador abandonando el lugar de recurso retórico, de mero contenido casi programático, que tantas veces ha exhibido. De esta forma podrá convertirse - en estrecha relación de significación con el contexto histórico en que es producido - en un concepto enteramente operativo pleno de contenido ético que señale claramente y ponga en funcionamiento el límite que hace a la dignidad e integridad de los sujetos abarcados por el derecho, posibilitando la construcción de una sociedad distinta, más solidaria y más justa que la que hemos transitado en los últimos años.

jueves, 15 de mayo de 2008

"LA INTIMIDAD COMO ESPECTÁCULO" por Paula Sibilia





I. El show del yo


Me parece indispensable decir quién soy yo. […] La
desproporción entre la grandeza de mi tarea y la
pequeñez de mis contemporáneos se ha puesto de
manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni
tampoco me han visto siquiera. […] Quien sabe
respirar el aire de mis escritos sabe que es un aire de
alturas, un aire fuerte. Hay que estar hecho para ese
aire, de lo contrario se corre el peligro nada pequeño
de resfriarse.
FRIEDRICH NIETZSCHE


Mi personaje es atractivo por diferentes motivos; de
hecho, [en mi blog] tengo como público a las madres,
a las chicas de mi edad, los hombres maduros, los
estudiantes de Derecho, entre otros. Además, a la
gente le gusta cómo escribo. […] Creo que soy
honesta y cero pretenciosa. La gente re-valora que
uno sea honesto y sabe que lo que lee es verdad, que
no es una pose. […] No soy una delikatessen (para
pocos), sino un Big Mac (para muchos).
LOLA COPACABANA


¿Cómo se llega a ser lo que se es? Esto se preguntaba Nietzsche en el subtítulo de su autobiografía escrita en 1888, significativamente titulada Ecce Homo y redactada en los meses previos al “colapso de Turín”.
Después de ese episodio, el filósofo quedaría sumergido en una larga década de sombras y vacío hasta morir “desprovisto de espíritu”, según algunos amigos que lo visitaron. En los chispazos de ese libro, Nietzsche revisaba su trayectoria con la firme intención de decir “quién soy yo”. Para eso, solicitaba a sus lectores que lo escucharan porque él era alguien, “pues yo soy tal y tal, ¡sobre todo, no me confundáis con otros!”. Está claro que atributos como la modestia y la humildad quedan radicalmente ausentes de ese texto, lo cual no sorprende en alguien que se enorgullecía de ser lo contrario a “esa especie de hombres venerada hasta ahora como virtuosa”; en fin, nada extraño en alguien que prefería ser un sátiro antes que un santo.1 Tal actitud, sin embargo, motivó que sus contemporáneos vieran en la obra de Nietzsche una mera evidencia de la locura. Sus fuertes palabras, eso tan “inmenso y monstruoso” que él tenía para decir, se leyeron como síntomas de un fatídico diagnóstico sobre las fallas de carácter de ese yo que hablaba: megalomanía y excentricidad, entre otros epítetos de igual calibre.
¿Por qué comenzar un ensayo sobre la exhibición de la intimidad en Internet, al despuntar el siglo XXI, citando las excentricidades de un filósofo megalómano de fines del XIX? Quizás haya un motivo válido, que permanecerá latente a lo largo de estas páginas e intentará reencontrar su sentido antes del punto final. Por ahora, bastará tomar algunos elementos de esa provocación que viene de tan lejos, como una tentativa de disparar nuestro problema.

Calificadas en aquel entonces como enfermedades mentales o desvíos patológicos de la normalidad ejemplar, hoy la megalomanía y la excentricidad no parecen disfrutar de esa misma demonización. En una atmósfera como la contemporánea, que estimula la hipertrofia del yo
hasta el paroxismo, que enaltece y premia el deseo de “ser distinto” y “querer siempre más”, son otros los desvaríos que nos hechizan. Otros son nuestros pesares porque también son otros nuestros deleites, otras las presiones que se descargan cotidianamente sobre nuestros cuerpos, y otras las potencias -e impotencias- que cultivamos.

Una señal de los tiempos que corren surgió de la revista Time, todo un ícono del arsenal mediático global, al perpetrar su ceremonia de elección de la “personalidad del año” que concluía, a fines de 2006. De ese modo se creó una noticia rápidamente difundida por los medios
masivos de todo el planeta, y luego olvidada en el torbellino de datos inocuos que cada día se producen y descartan. La revista estadounidense repite ese ritual hace más de ocho décadas, con la intención de destacar “a las personas que más afectaron los noticieros y nuestras vidas, para bien o para mal, incorporando lo que ha sido importante en el año”. Así, nadie menos que Hitler fue elegido en 1938, el Ayatollah Jomeini en 1979, George W. Bush en 2004. ¿Y quién ha
sido la personalidad del año 2006, según el respetado veredicto de la revista Time? ¡Usted! Sí, usted. Es decir: no sólo usted, sino también yo y todos nosotros. O, más precisamente, cada uno de nosotros: la gente común. Un espejo brillaba en la tapa de la publicación e invitaba a los
lectores a que se contemplasen, como Narcisos satisfechos de ver sus personalidades resplandeciendo en el más alto podio mediático.

¿Qué motivos determinaron esta curiosa elección? Ocurre que usted y yo, todos nosotros, estamos “transformando la era de la información”. Estamos modificando las artes, la política y el comercio, e incluso la manera en que se percibe el mundo. Nosotros y no ellos, los grandes
medios masivos tradicionales, tal como ellos mismos se ocupan de subrayar. Los editores de la revista resaltaron el aumento inaudito del contenido producido por los usuarios de Internet, ya sea en los blogs, en los sitios para compartir videos como YouTube o en las redes de relaciones sociales como MySpace y FaceBook. En virtud de ese estallido de creatividad -y de presencia mediática- entre quienes solían ser meros lectores y espectadores, habría llegado “la hora de los
amateurs”. Por todo eso, entonces, “por tomar las redes de los medios globales, por forjar la nueva democracia digital, por trabajar gratis y superar a los profesionales en su propio juego, la personalidad del año de Time es usted”, afirmaba la revista.2

Durante las conmemoraciones motivadas por el fin del año siguiente, el diario brasileño O Globo también decidió ponerlo a usted como el principal protagonista de 2007, al permitir que cada lector hiciera su propia retrospectiva a través del sitio del periódico en la Web. Así, entre las imágenes y los comentarios sobre grandes hitos y catástrofes ocurridos en el mundo a lo largo de los últimos doce meses, aparecían fotografías de casamientos de personas “comunes”, bebés sonriendo, vacaciones en familia y fiestas de cumpleaños, todas acompañadas de epígrafes del tipo: “Este año, Pedro se casó con Fabiana”, “Andrea desfiló en el Sambódromo”, “Carlos conoció el mar”, “Marta logró superar su enfermedad” o “Walter tuvo mellizos”.

¿Cómo interpretar estas novedades? ¿Acaso estamos sufriendo un brote de megalomanía consentida e incluso estimulada por todas partes? ¿O, por el contrario, nuestro planeta fue tomado por un aluvión repentino de extrema humildad, exenta de mayores ambiciones, una
modesta reivindicación de todos nosotros y de cualquiera? ¿Qué implica este súbito enaltecimiento de lo pequeño y de lo ordinario, de lo cotidiano y de la gente común? No es fácil comprender hacia dónde apunta esta extraña coyuntura que, mediante una incitación
permanente a la creatividad personal, la excentricidad y la búsqueda de diferencias, no cesa de producir copias descartables de lo mismo.

¿Qué significa esta repentina exaltación de lo banal, esta especie de satisfacción al constatar la mediocridad propia y ajena? Hasta la entusiasta revista Time, pese a toda la euforia con que recibió el ascenso de usted y la celebración del yo en la Web, admitía que este movimiento revela “tanto la estupidez de las multitudes como su sabiduría”. Algunas joyitas lanzadas a la vorágine de Internet “hacen que nos lamentemos por el futuro de la humanidad”, declararon los
editores, y eso tan sólo en razón de los errores de ortografía, sin considerar “las obscenidades o las faltas de respeto más alevosas” que suelen abundar en esos territorios.

Por un lado, parece que estamos ante una verdadera “explosión de productividad e innovación”. Algo que estaría apenas comenzando, “mientras que millones de mentes que de otro modo se habrían ahogado en la oscuridad, ingresan en la economía intelectual global”.

Hasta aquí, ninguna novedad: ya fue bastante celebrado el advenimiento de una era enriquecida por las potencialidades de las redes digitales, bajo banderas como la cibercultura, la inteligencia colectiva o la reorganización rizomática de la sociedad. Por otro lado, también conviene prestar oídos a otras voces, no tan deslumbradas con las novedades y más atentas a su lado menos luminoso. Tanto en Internet como fuera de ella, hoy la capacidad de creación se ve capturada sistemáticamente por los tentáculos del mercado, que atizan como nunca esas fuerzas vitales pero, al mismo tiempo, no cesan de transformarlas en mercancía. Así, su potencia de invención suele desactivarse, porque la creatividad se ha convertido en el combustible de lujo del capitalismo contemporáneo: su protoplasma, como diría la autora brasileña Suely Rolnik.3

No obstante, a pesar de todo eso y de la evidente sangría que hay por detrás de las maravillas del marketing, especialmente en su versión interactiva, son los mismos jóvenes quienes suelen pedir motivaciones y estímulos constantes, como advirtió Gilles Deleuze a principios de los años noventa. Ese autor agregaba que les corresponde a ellos descubrir “para qué se los usa”; a ellos, es decir, a esos jóvenes que ahora ayudan a construir este fenómeno conocido como Web 2.0. A
ellos también les incumbiría la importante tarea de “inventar nuevas armas”, capaces de oponer resistencia a los nuevos y cada vez más astutos dispositivos de poder: crear interferencias e interrupciones, huecos de incomunicación, como una tentativa de abrir el campo de lo posible desarrollando formas innovadoras de ser y estar en el mundo.4

Quizás este nuevo fenómeno encarne una mezcla inédita y compleja de esas dos vertientes aparentemente contradictorias. Por un lado, la festejada “explosión de creatividad”, que surge de una extraordinaria “democratización” de los medios de comunicación. Estos nuevos recursos abren una infinidad de posibilidades que hasta hace poco tiempo eran impensables y ahora son sumamente promisorias, tanto para la invención como para los contactos e intercambios. Varias
experiencias en curso ya confirmaron el valor de esa rendija abierta a la experimentación estética y a la ampliación de lo posible. Por otro lado, la nueva ola también desató una renovada eficacia en la instrumentalización de esas fuerzas vitales, que son ávidamente capitalizadas al servicio de un mercado que todo lo devora y lo convierte en basura.

Es por eso que grandes ambiciones y extrema modestia parecen ir de la mano, en esta insólita promoción de ustedes y yo que se disemina por las redes interactivas: se glorifica la menor de las pequeñeces, mientras pareciera buscarse la mayor de las grandezas. ¿Voluntad de poder y de impotencia al mismo tiempo? ¿Megalomanía y escasez de pretensiones? En todo caso, puede ser inspirador preguntarse por la relación entre este cuadro tan actual y aquellas intensidades “patológicas” que inflamaban la voz nietzschiana a fines del siglo XIX, cuando el filósofo alemán incitaba a sus lectores a que abandonasen su humana pequeñez para ir más allá. Inclusive más allá del propio maestro, que no quería ser santo ni profeta ni estatua, proponiendo a sus seguidores que se arriesgasen, que lo perdieran para encontrarse y, de ese modo, que ellos también fuesen alguien capaz de llegar a ser “lo que se es”. ¿Cuál es la relación de este yo o de este usted tan ensalzados hoy en día, con aquel alguien de Nietzsche?

Algo sucedió entre uno y otro de esos eventos, un acontecimiento que tal vez pueda aportar algunas pistas. El siglo pasado asistimos al surgimiento de un fenómeno desconcertante: los medios de comunicación de masa basados en tecnologías electrónicas. Es muy rica, aunque no demasiado extensa, la historia de los sistemas fundados en el principio de broadcasting, tales como la radio y la televisión, medios cuya estructura comprende una fuente emisora para muchos receptores. Pero a principios del siglo XXI hizo su aparición otro fenómeno igualmente perturbador: en menos de una década, las computadoras interconectadas mediante redes digitales de alcance global se han convertido en inesperados medios de comunicación. Sin embargo, estos nuevos medios no se encuadran de manera adecuada en el esquema clásico de los sistemas broadcast. Y tampoco son equiparables con las formas low-tech de comunicación tradicional –tales como las cartas, el teléfono y el telégrafo-, que eran interactivas avant la lettre. Cuando las redes digitales de comunicación tejieron sus hilos alrededor del planeta, todo cambió raudamente, y el futuro aún promete otras metamorfosis. En los meandros de ese ciberespacio a escala global germinan nuevas prácticas difíciles de catalogar, inscriptas en el naciente ámbito de la comunicación mediada por computadora. Son rituales bastante variados, que brotan en todos los rincones del mundo y no cesan de ganar nuevos adeptos día tras días.

Primero fue el correo electrónico, una poderosa síntesis entre el teléfono y la vieja correspondencia, que sobrepasaba claramente las ventajas del fax y se difundió a toda velocidad en la última década, multiplicando al infinito la cantidad y la celeridad de los contactos.

Enseguida se popularizaron los canales de conversación o chats, que rápidamente evolucionaron en los sistemas de mensajes instantáneos del tipo MSN o Yahoo Messenger, y en las redes sociales como MySpace, Orkut y FaceBook. Estas novedades transformaron a la pantalla de la computadora en una ventana siempre abierta y conectada con decenas de personas al mismo tiempo. Jóvenes de todo el mundo frecuentan y crean ese tipo de espacios. Más de la mitad de los adolescentes estadounidenses, por ejemplo, usan habitualmente esas redes. MySpace es la favorita: con más de cien millones de usuarios en todo el planeta, crece a un ritmo de trescientos mil miembros por día.

No es inexplicable que este servicio haya sido adquirido por una poderosa compañía mediática multinacional, en una transacción que involucró varios centenares de millones de dólares.

Otra vertiente de este aluvión son los diarios íntimos publicados en la Web, para cuya confección se usan palabras escritas, fotografías y videos. Son los famosos webblogs, fotologs y videologs, una serie de nuevos términos de uso internacional cuyo origen etimológico remite a los diarios de abordo mantenidos por los navegantes de otrora. Es enorme la variedad de estilos y asuntos tratados en los blogs de hoy en día, aunque la mayoría sigue el modelo confesional del diario íntimo. O mejor dicho: diario éxtimo, según un juego de palabras que busca dar cuenta de las paradojas de esta novedad, que consiste en exponer la propia intimidad en las vitrinas globales de la red. Los primeros blogs aparecieron cuando el milenio agonizaba; cuatro años después existían tres millones en todo el mundo, y a mediados de 2005 ya eran once millones. Actualmente, la blogósfera abarca unos cien millones de diarios, más del doble de los que hospedaba hace un año, según los registros del banco de datos Tecnorati. Pero esa cantidad tiende a duplicarse cada seis meses, ya que todos los días se engendran cerca de cien mil nuevos vástagos, de modo que el mundo ve nacer tres nuevos blogs cada dos segundos.

A su vez, las webcams son pequeñas cámaras filmadoras que permiten transmitir en vivo todo lo que ocurre en las casas de los usuarios: un fenómeno cuyas primeras manifestaciones llamaron la atención en los últimos años del siglo XX. Ahora ya son varios los portales que ofrecen links para miles de webcams del mundo entero, tales como Camville y Earthcam. Hay que mencionar, además, a los sitios que permiten exhibir e intercambiar videos caseros. En esta categoría, YouTube constituye uno de los furores más recientes de la red: un servicio que permite exponer pequeñas películas gratuitamente y que ha conquistado un éxito estruendoso en poquísimo tiempo. Hoy recibe cien millones de visitantes por día, que ven unos setenta mil videos por minuto. Después de que la empresa Google lo comprara por una cifra cercana a los dos mil millones de dólares, YouTube recibió el título de “invención del año”, una distinción también concedida por la revista Time a fines de 2006. Existen, además, otros sitios menos conocidos que ofrecen servicios semejantes, tales como MetaCafe, BlipTV, Revver y SplashCast.

Además de todas estas herramientas -que constantemente se diseminan y dan a luz innumerables actualizaciones, imitaciones y novedades-, existen otras áreas de Internet donde los usuarios no son sólo los protagonistas, sino también los principales productores del contenido, tales como los foros y grupos de noticias. Un capítulo aparte merecerían los mundos virtuales como Second Life, cuyos millones de usuarios suelen pasar varias horas por día desempeñando diversas actividades on-line, como si tuvieran una vida paralela en esos ambientes digitales.

En resumen, se trata de un verdadero torbellino de novedades, que ganó el pomposo nombre de “revolución de la Web 2.0” y nos convirtió a todos en la personalidad del momento. Esa expresión fue acuñada en 2004, en un debate en el cual participaron varios representantes de la
cibercultura, ejecutivos y empresarios del Silicon Valley. La intención era bautizar una nueva etapa de desarrollo on-line, luego de la decepción provocada por el fracaso de las compañías puntocom: mientras la primera generación de empresas de Internet deseaba vender cosas, la 2.0 “confía en los usuarios como codesarrolladores”.

Ahora la meta es “ayudar a las personas para que creen y compartan ideas e información”, según una de las tantas definiciones oficiales, de una manera que “equilibra la gran demanda con el autoservicio”.5 Sin embargo, también es cierto que esta peculiar combinación del viejo
eslogan hágalo usted mismo con el flamante nuevo mandato muéstrese como sea, está desbordando las fronteras de Internet. La tendencia ha contagiado a otros medios más tradicionales, inundando páginas y más páginas de revistas, periódicos y libros, además de invadir las pantallas del cine y la televisión.

Pero, ¿cómo afrontar este nuevo universo? La pregunta es pertinente porque las perplejidades son incontables, acuciadas por la novedad de todos estos asuntos y la inusitada rapidez con que las modas se instalan, cambian y desaparecen. Bajo esta rutilante nueva luz, por ejemplo, ciertas formas aparentemente anacrónicas de expresión y comunicación tradicionales parecen volver al ruedo con su ropaje renovado, tales como los intercambios epistolares, los diarios íntimos e incluso la atávica conversación. ¿Los e-mails son versiones actualizadas de las antiguas cartas que se escribían a mano con primorosa caligrafía y, encapsuladas en sobres lacrados, atravesaban extensas geografías? Y los blogs, ¿podría decirse que son meros upgrades de los viejos diarios íntimos? En tal caso, serían versiones simplemente renovadas de aquellos cuadernos de tapa dura, garabateados a la luz trémula de una vela para registrar todas las confesiones y secretos de una vida. Del mismo modo, los fotologs serían parientes cercanos de los antiguos álbumes de retratos familiares. Y los videos caseros que hoy circulan frenéticamente por las redes quizá sean un nuevo tipo de postales animadas, o tal vez anuncien una nueva generación del cine y la televisión. Con respecto a los diálogos tipeados en los diversos Messengers con atención fluctuante y ritmo espasmódico, ¿en qué medida renuevan, resucitan o le dan el tiro de gracia a las viejas artes de la conversación?

Evidentemente, existen profundas afinidades entre ambos polos de todos los pares de prácticas culturales recién comparados, pero también son obvias sus diferencias y especificidades.

En las últimas décadas, la sociedad occidental ha atravesado un turbulento proceso de transformaciones que alcanza todos los ámbitos y llega a insinuar una verdadera ruptura hacia un nuevo horizonte. No se trata apenas de Internet y sus mundos virtuales de interacción
multimedia. Son innumerables los indicios de que estamos viviendo una época limítrofe, un corte en la historia, un pasaje de cierto “régimen de poder” a otro proyecto político, sociocultural y económico. Una transición de un mundo hacia otro: de aquella formación histórica anclada en el capitalismo industrial, que rigió desde fines del siglo XVIII hasta mediados del XX -y que fue analizada por Michel Foucault bajo el rótulo de “sociedad disciplinaria”-, hacia otro tipo de organización social que empezó a delinearse en las últimas décadas.6 En este nuevo contexto, ciertas características del proyecto histórico precedente se intensifican y ganan renovada sofisticación, mientras que otras cambian radicalmente. En ese movimiento se transforman también los tipos de cuerpos que se producen cotidianamente, así como las formas de ser y estar en el mundo que resultan “compatibles” con cada uno de esos universos.

¿Cómo influyen todas estas mutaciones en la creación de “modos de ser”? ¿Cómo alimentan la construcción de sí? En otras palabras, ¿de qué manera estas transformaciones contextuales afectan los procesos mediante los cuales se llega a ser lo que se es? No hay duda de que esas fuerzas históricas imprimen su influencia en la conformación de cuerpos y subjetividades: todos esos vectores socioculturales, económicos y políticos ejercen una presión sobre los sujetos de los
diversos tiempos y espacios, estimulando la configuración de ciertas formas de ser e inhibiendo otras modalidades. Dentro de los límites de ese territorio plástico y poroso que es el organismo de la especie homo sapiens, las sinergias históricas -y geográficas- incitan algunos desarrollos corporales y subjetivos, al mismo tiempo que bloquean el surgimiento de formas alternativas.

¿Pero qué son exactamente las subjetividades? ¿Cómo y por qué alguien se vuelve lo que es, aquí y ahora? ¿Qué es lo que nos constituye como sujetos históricos o individuos singulares, pero también como inevitables representantes de nuestra época, compartiendoun universo y ciertas características idiosincrásicas con nuestros contemporáneos? Si las subjetividades son formas de ser y estar en el mundo, lejos de toda esencia fija y estable que remita al ser humano como una entidad ahistórica de relieves metafísicos, sus contornos son elásticos y cambian al amparo de las diversas tradiciones culturales. De modo que la subjetividad no es algo vagamente inmaterial, que reside “dentro” de usted -personalidad del año- o de cada uno de nosotros. Así como la subjetividad es necesariamente embodied, encarnada en un cuerpo; también es siempre embedded, embebida en una cultura intersubjetiva. Ciertas características biológicas trazan y delimitan el horizonte de posibilidades en la vida de cada individuo, pero es mucho lo que esas fuerzas dejan abierto e indeterminado. Y es innegable que nuestra experiencia también está modulada por la interacción con los otros y con el mundo. Por eso, resulta fundamental la influencia de la cultura sobre lo que se es. Y cuando ocurren cambios en esas posibilidades de interacción y en esas presiones culturales, el campo de la experiencia subjetiva también se altera, en un juego por demás complejo, múltiple y abierto.

Por lo tanto, si el objetivo es comprender los sentidos de las nuevas prácticas de exhibición de la intimidad, ¿cómo abordar un asunto tan complejo y actual? Las experiencias subjetivas se pueden estudiar en función de tres grandes dimensiones, o tres perspectivas diferentes. La primera se refiere al nivel singular, cuyo análisis enfoca la trayectoria de cada individuo como un sujeto único e irrepetible; es la tarea de la psicología, por ejemplo, o incluso del arte. En el extremo opuesto a este nivel de análisis estaría la dimensión universal de la subjetividad, que engloba todas las características comunes al género humano, tales como la inscripción corporal de la subjetividad y su organización por medio del lenguaje; su estudio es tarea de la biología o la lingüística, entre otras disciplinas. Pero hay un nivel intermedio entre esos dos abordajes extremos: una dimensión de análisis que podríamos denominar particular o específica, ubicada entre los niveles singular y universal de la experiencia subjetiva, que busca detectar los elementos comunes a algunos sujetos, pero no necesariamente inherentes a todos los seres humanos. Esta perspectiva contempla aquellos elementos de la subjetividad que son claramente culturales, frutos de ciertas presiones y fuerzas históricas en las cuales intervienen vectores políticos, económicos y sociales que impulsan el surgimiento de ciertas formas de ser y estar en el mundo. Y que las solicitan intensamente, para que sus engranajes puedan operar con mayor eficacia. Este tipo de análisis es el más adecuado en este caso, pues permite examinar los modos de ser que se desarrollan junto a las nuevas prácticas de expresión y comunicación vía Internet, con el fin de comprender los sentidos de este curioso fenómeno de exhibición de la intimidad que hoy nos intriga.




1 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo. ¿Cómo se llega a ser lo que se es?, Buenos Aires,
Elaleph.com, 2003, pp. 3 y 4.
2 Lev Grossman, “Time‘s person of the year: You”, en Time, vol. 168, núm. 26, 25 de
diciembre de 2006.
3 Suely Rolnik, “A vida na berlinda: Como a mídia aterroriza com o jogo entre
subjetividade-lixo e subjetividade-luxo”, en Trópico, San Pablo, 2007.
4 Gilles Deleuze, “Posdata sobre las sociedades de control”, en Christian Ferrer
(comp.), El lenguaje libertario, vol. II, Montevideo, Nordan, 1991, p. 23.
5 Para evitar la sobrecarga de referencias de naturaleza efímera, cuyo sentido para el
tema analizado no depende prioritariamente de la fuente emisora, se omiten las notas
correspondientes a las abundantes citas de este tipo que aparecen a lo largo de este
ensayo, relativas a datos y testimonios extraídos de diversos periódicos de circulación
masiva, revistas de actualidad, sitios de Internet, gacetillas corporativas, material
publicitario y otras informaciones provenientes del universo mediático contemporáneo.
6 Michel Foucault, Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, 1976.

"EL PRINCIPIO DE IDENTIDAD" por Martin Heidegger

Der Staz der Identität


Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, en HEIDEGGER, M., Identidad y Diferencia, Antrhopos, Barcelona, 1990.






Según una fórmula usual, el principio de identidad reza así: A = A. Se considera este principio como la suprema ley del pensar. Intentaremos meditar durante algún tiempo sobre este principio, pues desearíamos que nos condujera a saber qué es la identidad.

Cuando el pensar, llamando por una cosa, va tras ella, puede ocurrirle que en el camino se transforme. Por ello, en lo que va a seguir, es aconsejable cuidarse más del camino que del contenido. El propio desarrollo de la conferencia nos impide ya deternos en el contenido.

¿Qué dice la formula A = A con la que suele presentarse el principio de identidad? La formula menciona la igualdad de A y A. Para una igualdad se requieren al menos dos términos. Un A es igual a otro. ¿Es esto lo que quiere enunciar el principio de identidad? Evidentemente no. Lo idéntico, en latín ídem, es en griego tò aétñ. Traducido a nuestra lengua alemana tò aétñ quiere decir «das Selbe» [lo mismo].

Cuando alguien dice siempre lo mismo, por ejemplo, la planta es la planta, se está expresando en una tautología. Para que algo pueda ser lo mismo, basta en cada caso un término. No precisa de un segundo término como ocurre con la igualdad.

La fórmula A = A habla de igualdad. No nombra a A como lo mismo. Por consiguiente, la fórmula usual del principio de identidad encubre lo que quiere decir el principio: A es A, esto es, cada A es él mismo lo mismo.

Al describir de este modo lo idéntico, resuena una antigua palabra con la que Platón nos hace percibir qué es tal, palabra que apunta a otra más antigua aún. En el diálogo «Sofista» 254 d, Platón habla de st‹siw y kÛnhsiw, de quietud y movimiento. En este pasaje Platón le hace decir al extranjero: oékoèn aétÇn §kaston toÝn m¢n duoÝn §teron ¤stin, aétò dƒ¥autÒ taétñn.

«Ciertamente cada uno de ellos es otro que los otros dos, pero él mismo lo mismo para sí mismo.» Platón no dice sólo: §kaston aétò taétñn, «cada uno es él mismo lo mismo», sino §kaston ¥autÒ taétñn, «cada uno es él mismo lo mismo para sí mismo».

El dativo ¥autÒ significa: cada algo mismo es restituido a sí mismo, cada algo mismo es lo mismo -concretamente para sí mismo, consigo mismo-. Nuestra lengua alemana ofrece en este caso, al igual que la griega, la ventaja de designar lo idéntico con la misma palabra, pero reuniendo sus diferentes aspectos.

Así, la fórmula más adecuada del principio de identidad, A es A, no dice sólo que todo A es él mismo lo mismo, sino, más bien, que cada A mismo es consigo mismo lo mismo. En la mismidad yace la relación del «con», esto es, una mediación, una vinculación, una síntesis: la unión en una unidad. Este es el motivo por el que la identidad aparece a lo largo de la historia del pensamiento occidental con el carácter de unidad. Pero esta unidad no es de ningún modo el vacío inconsistente de lo que, privado en sí mismo de relación, se detiene y persiste en una uniformidad. El pensamiento occidental ha precisado más de dos mil años para que la relación. de lo mismo consigo mismo que reina en la identidad y se anunciaba desde tiempos tempranos, salga decididamente con fuerza a la evidencia como tal mediación, así como para encontrar un lugar a fin de que aparezca la mediación en el interior de la identidad. Pues la filosofía del idealismo especulativo, preparada por Leibniz y Kant, y mediante Fichte, Schelling y Hegel, fue la primera en fundar un lugar para la esencia en sí misma sintética de la identidad. Tal lugar no puede ser mostrado aquí. Sólo hay que tener en cuenta una cosa: que desde la época del idealismo especulativo, al pensamiento le ha sido vedado representar la unida de la identidad como la mera uniformidad y prescindir de la mediación que reina en la unidad. En donde esto ocurre, la identidad se representa de modo solamente abstracto.

También en la fórmula enmendada «A es A» aparece sólo la identidad abstracta. ¿Lo consigue?, ¿expresa el principio de identidad algo sobre la identidad? No, al menos directamente. Antes bien, el principio presupone el significado de identidad y el lugar al que pertenece. ¿Cómo podremos conseguir una información acerca de esta presuposición? Nos la da el principio de identidad si escuchamos cuidadosamente su tono fundamental y lo meditamos, en lugar de repetir irreflexivamente la fórmula «A es A». En realidad, ésta reza: A es A. ¿Qué escuchamos? Con este «es», el principio dice cómo es todo ente, a saber: él mismo consigo mismo lo mismo. El principio de identidad habla del ser de lo ente. El principio vale sólo como ley del pensar en la medida en que es una ley del ser que dice que a cada ente en cuanto tal le pertenece la identidad, la unidad consigo mismo.

Lo que expresa el principio de identidad, escuchado desde su tono fundamental, es precisamente lo que piensa todo el pensamiento europeo occidental, a saber, que la unidad de la identidad constituye un rasgo fundamental en el ser de lo ente. En todas partes, donde quiera y como quiera que nos relacionemos con un ente del tipo que sea, nos encontramos llamados por la identidad. Si no tomase voz esta llamada, lo ente nunca conseguiría aparecer en su ser. En consecuencia, tampoco se daría ninguna ciencia. Pues si no se le garantizara de antemano la mismidad de su objeto, la ciencia no podría ser lo que es. Mediante esta garantía, la investigación se asegura la posibilidad de su trabajo. Con todo, la representación conductora de la identidad del objeto no le aporta nunca a las ciencias utilidad tangible. Así, el éxito y lo fructífero del conocimiento científico, reposan en todas partes sobre algo inútil. La llamada de la identidad del objeto habla, tanto si las ciencias escuchan esta llamada como si no, tanto si lo escuchado son palabras echadas al viento como si dejan que les afecte.

La llamada de la identidad habla desde el ser de lo ente. Pero donde el ser de lo ente toma voz por vez primera y propiamente dentro del pensamiento occidental, en Parménides, allí habla tò aétñ, lo idéntico, en un sentido casi excesivo. Una de las frases de Parménides dice así:



tò gŒr aétò noeÝn ¤stÛn te kaÜ eänai.
«Lo mismo es en efecto percibir (pensar) que ser.»


Aquí, lo distinto, pensar y ser, se piensan como lo mismo. Qué quiere decir esto? Algo totalmente distinto respecto a lo que solemos conocer como enseñanza de la metafísica, a saber, que la identidad pertenece al ser. Parménides dice que el ser tiene su lugar en una identidad. ¿Qué significa aquí identidad? ¿Qué quiere decir en la frase de Parménides la palabra tò aétñ, lo mismo? Parménides no nos da ninguna respuesta a esta pregunta. Nos sitúa ante un enigma que no debemos esquivar. Tenemos que reconocer que en la aurora del pensar la propia identidad habla mucho antes de llegara ser principio de identidad, y esto en una sentencia que afirma que pensar y ser tienen su lugar en lo mismo y a partir de esto mismo se pertenecen mutuamente.

Sin darnos cuenta, acabamos de explicar tò aétñ, lo mismo. Interpretamos la mismidad como mutua pertenencia. No hace falta ir muy lejos para representar esta mutua pertenencia en el sentido de la identidad tal y como fue pensada posteriormente y resulta generalmente conocida. ¿Qué podría impedírnoslo? Nada menos que la propia frase que leemos en Parménides, puesto que dice otra cosa, a saber: el ser tiene su lugar -con el pensar- ­en lo mismo. El ser se halla determinado, a partir de una identidad, como un rasgo de ésta. Por el contrario, la identidad pensada posteriormente en la metafísica, es representada como un rasgo del ser. Por lo tanto, a partir de esta identidad representada metafísicamente no podemos pretender determinar la que enuncia Parménides.

La mismidad de pensar y ser que habla en la frase de Parménides, procede de más lejos que la identidad determinada por la metafísica a partir del ser y como un rasgo de éste.

La palabra rectora de la frase de Parménides, tò aétñ, lo mismo, permanece oscura. Dejémosla en la oscuridad. Pero al mismo tiempo dejemos que nos dé una señal la frase a cuyo principio se encuentra la palabra.

Entretanto, ya hemos establecido la mismidad de pensar y ser como la mutua pertenencia de ambos. Esto ha sido precipitado, pero tal vez inevitable. Tenemos que deshacer este carácter precipitado, y podemos hacerlo mientras no consideremos la citada mutua pertenencia como la interpretación definitiva, la única que se puede tomar como autoridad de la mismidad de pensar y ser.

Si pensamos la mutua pertenencia al modo habitual, el sentido de la pertenencia, como ya indica la acentuación de la palabra, se determina por lo mutuo, esto es, por su unidad. En este caso «pertenencia» significa tanto como ser asignado y clasificado en el orden de una dimensión mutua, integrado en la unidad de una multiplicidad, dispuesto para la unidad del sistema, mediado a través del centro unificador de una síntesis determinadora. La filosofía presenta esta mutua pertenencia como nexus y connexio, como el enlace necesario del uno con el otro.

Sin embargo, la mutua pertenencia también se puede pensar como mutua pertenencia. Esto quiere decir que lo mutuo es ahora determinado a partir de la pertenencia. Pero aquí nos resta por preguntar qué quiere decir «pertenecer», y cómo sólo a partir de él se determina su propia dimensión mutua. La respuesta a estas preguntas se encuentra más próxima a nosotros de lo que pensamos, pero no está a la vista. Ahora basta con que esta indicación nos alumbre la posibilidad de no seguir representando la pertenencia desde la unidad de lo mutuo, sino de experimentar lo mutuo a partir de la pertenencia. Pero, ¿no se agota la indicación acerca de esta posibilidad en un juego de palabras vacío que simula algo y al que le falta todo apoyo en un estado de cosas que se pueda comprobar?

Así parece, al menos hasta que nuestra observación sea más rigurosa y dejemos hablar a las cosas.

El pensamiento de una mutua pertenencia en el sentido de la mutua pertenencia, surge desde la consideración de un estado de cosas ya nombrado. Naturalmente, debido a su simplicidad, es difícil tenerlo a la vista. Pero con todo, este estado de cosas nos resultará más próximo en cuanto tengamos presente que al explicar la mutua pertenencia como mutua pertenencia teníamos ya en mente, a raíz de la señal hecha por Parménides, tanto pensar como ser, en definitiva, aquello que se pertenece lo uno a lo otro en lo mismo.

A1 entender el pensar como lo distintivo del hombre, estamos recordando una mutua pertenencia que atañe al hombre y al ser. Al instante nos vemos asaltados por las preguntas, ¿qué significa ser?, ¿quién o qué es el hombre? Todos pueden ver fácilmente que sin una respuesta satisfactoria a estas preguntas, nos falta el suelo sobre el que pudiéramos construir algo firme acerca de la mutua pertenencia del hombre y el ser. Pero mientras preguntemos de este modo, quedaremos prisioneros en el intento de representar la dimensión mutua del hombre y el ser como una coordinación, y de integrar y explicar ésta, ya sea a partir del hombre o desde el ser. Con ello, los conceptos tradicionales de hombre y ser configuran las bases para la coordinación de ambos.

¿Qué ocurriría si en lugar de representar continuamente sólo una ordenación conjunta de ambos para establecer su unidad, tomásemos por una vez en cuenta de qué modo y si acaso en esta dimensión conjunta está sobre todo en juego una pertenencia del uno al otro? Pues bien, existe incluso la posibilidad de divisar ya la mutua pertenencia de hombre y ser, aunque sólo sea de lejos, en las determinaciones tradicionales de su esencia. ¿De qué modo?

Manifiestamente el hombre es un ente. Como tal, tiene su lugar en el todo del ser al igual que la piedra, el árbol y el águila. Tener su lugar significa todavía aquí: estar clasificado en el ser. Pero lo distintivo del hombre reside en que, como ser que piensa y que está abierto al ser, se encuentra ante éste, permanece relacionado con él, y de este modo, le corresponde. El hombre es propiamente esta relación de correspondencia y sólo eso. «Sólo» no significa ninguna limitación, sino una sobreabundancia. En el hombre reina una pertenencia al ser que atiende al ser porque ha pasado a ser propia de él. ¿Y el ser? Pensémoslo en su sentido inicial como presencia. E1 ser no se presenta en el hombre de modo ocasional ni excepcional. El ser sólo es y dura en tanto que llega hasta el hombre con su llamado.

Pues el hombre es el primero que abierto al ser, deja que éste venga a él como presencia. Tal llegada a la presencia necesita de lo abierto de un claro, y con esta necesidad, pasa a ser propia del hombre. Esto no quiere decir de ningún modo que el ser sea puesto sólo y en primer lugar por el hombre; por el contrario, se ve claramente lo siguiente: el hombre y el ser han pasado a ser propios el uno del otro Pertenecen el uno al otro. Desde esta pertenencia del uno al otro, nunca considerada de más cerca, es desde donde el hombre y el ser han sido los primeros en recibir las determinaciones esenciales con las que la filosofía los entiende de modo metafísico.

Ignoraremos obstinadamente esta mutua pertenencia que prevalece en el hombre y el ser, mientras sigamos representando todo sólo a base de ordenaciones y mediaciones, con o sin dialéctica. De este modo encontramos siempre conexiones que han sido enlazadas, bien a partir del ser, bien a partir del hombre, y que presentan la mutua pertenencia de hombre y ser como un entrelazamiento.

No nos detendremos todavía en la mutua pertenencia. ¿Pero, cómo podríamos adentrarnos allí?: apartándonos del modo de pensar representativo. Este apartarse hay que entenderlo como un salto que salta fuera de la representación usual del hombre como animal racional, que en la época moderna llegó a convertirse en sujeto para su objeto. .Al mismo tiempo, el salto salta fuera del ser. Ahora bien en, éste ha sido interpretado desde la aurora del pensamiento occidental como el fundamento en el que se funda todo ente en cuanto ente.

¿a dónde salta el salto cuando salta desde el fundamento? ¿Salta a un abismo? Si, mientras nos limitemos a representar el salto, y en concreto, en el horizonte del pensar metafísico. No, mientras saltemos y nos dejemos ir. ¿A dónde? Allí, a donde estamos ya admitidos: la pertenencia al ser. Pero el ser mismo nos pertenece, pues sólo en nosotros puede presentarse como ser esto es. llegar a la presencia.



Por lo tanto, para experimentar propiamente la mutua pertenencia de hombre y ser. es necesario un salto, es necesaria la brusquedad de la vuelta sin puentes al interior de aquella pertenencia que es la primera en conceder la mutua relación de hombre y ser, y, con ello, la constelación de ambos. El salto es la puerta que abre bruscamente la entrada al dominio en el que el hombre y el ser se han encontrado desde siempre en su esencia porque han pasado a ser propios el uno del otro desde el momento en el que se han alcanzado. La puerta de entrada al dominio en donde esto sucede, acuerda y determina por vez primera la experiencia del pensar.

Extraño salto el que nos hace ver que todavía no nos detenemos lo suficiente en donde en realidad ya estamos. ¿En dónde estamos? ¿En qué constelación de ser y hombre?

Según parece, hoy, ya no necesitamos como hace años de indicaciones detalladas para llegar a contemplar la constelación desde la que el hombre y el ser se dirigen el uno al otro. Se podría pensar que es suficiente nombrar el término «era atómica» para que lleguemos a tener la experiencia de cómo llega hoy a nuestra presencia el ser en el mundo técnico.

Pero, ¿acaso podemos tomar sin más el mundo técnico y el ser como si fueran una sola cosa? Evidentemente no, ni siquiera si representamos este mundo como el todo en el que está encerrados la energía atómica, el plan calculador del hombre y la automatización. ¿Por qué una indicación de esta índole acerca del mundo técnico, aunque lo describa exhaustivamente, no nos pone ya a la vista en absoluto la constelación de ser y hombre? Porque todo análisis de la situación se queda corto al interpretar por adelantado el mencionado todo del mundo técnico desde el hombre y como su obra. Se considera lo técnico, representado en el sentido más amplio y en toda la diversidad de sus manifestaciones, como el plan que el hombre proyecta y que finalmente le obliga a decidir sí quiere convertirse en esclavo de su plan o quedar como su señor.

Mediante esta representación de la totalidad del mundo técnico, todo se reduce al hombre, y, como sumo, se exige una ética del mundo técnico. Atrapadas en esta representación, nos reafirmamos en la opinión de que la técnica es sólo una cosa del hombre. Se hace oído sordo a la llamada del ser que habla en la esencia de la técnica.

Dejemos de una vez de representar lo técnico sólo técnicamente, esto es, a partir del hombree de sus máquinas. Prestemos atención a la llamada bajo cuyo influjo se encuentran en nuestra época, no sólo el hombre, sino todo ente, naturaleza e historia en relación con su ser.

¿A qué llamada nos referimos? En todas partes se provoca a nuestro existir -a veces como juego, otras oprimido, acosado o impelido- a dedicarse a la planificación y cálculo de todo. ¿Qué se expresa en este desafío? ¿Resulta sólo de un capricho del hombre? ¿O es que lo ente mismo viene hacia nosotros de tal manera que nos habla sobre su capacidad de planificación y cálculo? Y en tal caso, ¿se encontraría provocado el ser a dejar aparecer lo ente en el horizonte de la calculabilidad? En efecto. Y no sólo esto. En la misma medida que el ser, el hombre se encuentra provocado, esto es, emplazado, a poner en lugar seguro lo ente que se dirige hacia él, corno la substancia de sus planes y cálculos, y a extender ilimitadamente tal disposición.

El nombre para la provocación conjunta que dispone de este modo al hombre y al ser el uno respecto al otro, de manera que alternan su posición , reza: com-posición. [Ge-Stell] Habrá chocado este uso de la palabra, pero también decimos en lugar de «poner», «disponer», y no objetamos nada al empleo de la palabra dis-posición.[Ge-setz] ¿Por qué no también entonces com-posición, si lo exige una mirada al estado de cosas?

Aquello, en lo que, y, a partir de lo que, hombre y ser se dirigen el uno al otro en el mundo técnico, Habla a la manera de la com-posición. En la posición alternante de hombre y ser escuchamos la llamada que determina la constelación de nuestra época. La com-posicion nos concierne en todo lugar directamente. La com-posición tiene más ser, case de que aún podamos hablar de esta manera, que toda la energía atómica y todas las máquinas, más ser que el peso de la organización, información y automatización. A primera vista, la com-posición resulta extraña porque ya no encontramos lo que significa en el horizonte de la representación, que es el que nos permite pensar el ser de lo ente como presencia -la com-posición ya no nos concierne como algo presente-. La com-posición resulta ante todo extraña porque no es una dimensión última, sino la primera en procurarnos, incluso a nosotros, lo que rige propiamente en la constelación de ser y hombre.

La mutua pertenencia de hombre y ser a modo de provocación alternante, nos muestra sorprendentemente cerca, que de la misma manera que el hombre es dado en propiedad a ser, el ser, por su parte, ha sido atribuido en propiedad al hombre. En la com-posición reina un extraño modo de dar o atribuir la propiedad. De lo que se trata es de experimentar sencillamente este juego de propiación en el que el hombre y el ser se transpropian recíprocamente, esto es, adentrarnos en aquello que nombramos Ereignis. La palabra Ereignis ha sido tomada de la lengua actual. Er-einen significa originariamente: asir con los ojos, esto es divisar, llamar con la mirada, a-propiar. La palabra Ereignis, pensada a partir del asunto indicado, debe hablar ahora como palabra conductora al servicio del pensar. Pensada como palabra conductora, se deja traducir tan poco como la palabra conductora griega lñgow, o la china Tao. La palabra Ereignis ya no significa aquí lo que en otros lugares denominamos como algún tipo de acontecimiento, algo que sucede. La palabra se utiliza ahora como singulare tantum. Lo que nombra acontece sólo en la unidad, esto es, ni siquiera en un número, sino de modo único. Lo que experimentamos en la com-posición como constelación de ser y hombre, a través del moderno mundo técnico, es sólo el preludio de lo que se llama acontecimiento de transpropiación. Pero la com-posición no se queda necesariamente detenida en su preludio, pues en el acontecimiento de transpropiación habla la posibilidad de sobreponerse al mero dominio de la com-posición para llegar a un acontecer más originario. Tal modo de sobreponerse a la com-posición a partir del acontecimiento de transpropiación para llegar a esto último, traería consigo el retroceso eventual, esto es imposible de llevar a cabo sólo por el hombre, del mundo técnico desde su papel dominante a la servidumbre, dentro del ámbito gracias al cual el hombre llega más propiamente al acontecimiento de transpropiación.



¿A dónde ha conducido el camino? A un alto de nuestro pensar en esto simple que nosotros llamamos Ereignis en el sentido más estricto de la palabra. Parece como si ahora cayésemos en el peligro de dirigir nuestro pensar con demasiada despreocupación hacia algo general muy distante, mientras que lo qué sé nos dice con aquello que quiere nombrar la palabra Er-eignis, es sólo lo más próximo de aquella proximidad en la que ya estamos. Pues, ¿qué podría resultarnos más próximo que lo que nos aproxima hacia aquello a lo que pertenecernos, en donde tenemos nuestro lugar, esto es, el acontecimiento de transpropiación?

El acontecimiento de transpropiación es el ámbito en sí mismo oscilante, mediante el cual el hombre y el ser se alcanzan el uno a otro en su esencia y adquieren lo que les es esencial al perder las determinaciones que les prestó la metafísica.

Pensar el Ereignis como acontecimiento de transpropiación, significa trabajar en la construcción de este ámbito oscilante en sí mismo. El pensar recibe del lenguaje la herramienta de trabajo para esta construcción en equilibrio. Pues el lenguaje es la oscilación más frágil y delicada que contiene a todo dentro de la construcción en equilibrio del Ereignis. En la medida en que nuestra esencia dependa del lenguaje, habitamos en el Ereignis.

Hemos llegado a un punto del camino en el que se impone la pregunta algo burda pero inevitable: ¿qué tiene que ver el Ereignis con la identidad? La respuesta es: nada. Por el contrario, la identidad tiene que ver mucho, si no todo, con el Ereignis. ¿En qué medida? Contestaremos dando unos pasos atrás por el camino andado.

El Ereignis une al hombre y al ser en su esencial dimensión mutua En la com-posición vemos un primer e insistente destello del Ereignis. Ella constituye la esencia del mundo técnico moderno. En la com-posición divisamos una mutua pertenencia de hombre y ser en la que el dejar pertenecer es lo primero que determina el modo de la dimensión mutua y de su unidad. La frase de Parménides, «lo mismo es en efecto el pensar que el ser», es la que nos conduce a la pregunta por una mutua pertenencia en la que la pertenencia tenga la preeminencia sobre lo mutuo. La pregunta por el sentido de este «lo mismo», es la pregunta por la esencia de la identidad. La doctrina de la metafísica representa la identidad como un rasgo fundamental del ser. Aquí se muestra que el ser tiene su lugar, junto con el pensar, en una identidad cuya esencia procede de ese dejar pertenecer mutuamente que llamamos Ereignis. La esencia de la identidad es una propiedad del acontecimiento de transpropiación.

En el caso de que hubiese algo sostenible en el intento de dirigir nuestro pensar al lugar de origen de la esencia de la identidad, ¿qué habría sucedido entonces con el título de la conferencia? El sentido del título: «El principio de identidad», habría cambiado.

Tal principio se presenta en primer lugar bajo la forma de un principio fundamental que presupone la identidad como un rasgo del ser, esto es, del fundamento de lo ente. Este principio, entendido como enunciado, en camino se ha convertido en un principio a modo de un salto que se separa del ser como fundamento de lo ente y, así, salta al abismo. Pero este abismo no es ni la nada vacía ni una oscura confusión, sino el acontecimiento de transpropiación. En el acontecimiento de transpropiación oscila la esencia de lo que habla como lenguaje y que en una ocasión fue denominado la casa del ser. «Principio de identidad» quiere decir ahora un salto exigido por la esencia de la identidad, ya que lo necesita si es que la mutua pertenencia de hombre y ser debe alcanzar la luz esencial del Ereignis.

En el camino que va desde el principio entendido como un enunciado sobre la identidad, hasta el principio entendido como un salto al origen de la esencia de la identidad, el pensar se ha transformado; por ello, mirando de frente la actualidad, pero pasando su mirada por encima de la situación del hombre, ve la constelación de ser y hombre a partir de aquello que los hace propios el uno del otro, a partir del acontecimiento de transpropiación.

Suponiendo que espere a nuestro encuentro la posibilidad de que la com-posición, esto es, la provocación alternante de hombre y ser en el cálculo de lo calculable, nos hable como el Ereignis que expropia al hombre y al ser para conducirlos a lo propio de ellos, habría entonces un camino libre en el que el hombre podría experimentar de modo originario lo ente, el todo del mundo técnico moderno, la naturaleza y la historia, y antes que todo su ser.

Mientras en el mundo de la era atómica, y a pesar de toda la seriedad y la responsabilidad, la reflexión sólo sienta el impulso, pero también sólo ahí se tranquilice como en la meta, de usar pacíficamente la energía atómica, el pensar quedará a medio camino. Este resultado a medias es el único que le sigue asegurando al mundo técnico su predominio metafísico de manera suficiente.

Pero, ¿en dónde se encuentra ya decidido que la naturaleza como tal tenga que seguir siendo siempre la naturaleza de la Física moderna y que la historia tenga que presentarse sólo como objeto de la Historia? Es cierto que no podemos desechar el mundo técnico actual como obra del diablo, y que tampoco podemos destruirlo, caso de que no se cuide él mismo de hacerlo.

Pero aún menos debemos dejarnos llevar por la opinión de que el mundo técnico sea de tal manera que impida totalmente separarse de él mediante un salto. Esta opinión toma a lo actual, obsesionada por ello, como lo único real. Esta opinión es en efecto fantástica, pero no lo es, por el contrario, un pensar por adelantado que mira de frente lo que viene a nosotros como palabra de la esencia de la identidad de hombre y ser.

El pensar necesitó más de dos mil años para comprender propiamente una relación tan fácil como la mediación en el interior de la identidad. ¿Acaso podemos opinar nosotros que la entrada con el pensamiento en el origen de la esencia de la identidad pueda llegar a realizarse algún día? Justamente porque tal entrada necesita un salto, precisa su tiempo, el tiempo del pensar, que es diferente al del calcular, que hoy tira en todo lugar de modo violento de nuestro pensar. Hoy en día, la máquina del pensar calcula en un segundo miles de relaciones: a pesar de su utilidad técnica están privadas de esencia.

De cualquier modo que intentemos pensar y pensemos lo que pensemos, pensarnos en el campo de la tradición. Esta prevalece cuándo nos libera del pensar en lo pasado para pensar por adelantado, lo que ya no es ningún planear.

Sólo cuando nos volvemos con el pensar hacia lo ya pensado, estamos al servicio de lo por pensar.

"¿POR QUE CONSTRUIR AL PUEBLO ES LA PRINCIPAL TAREA DE UNA POLÍTICA RADICAL?" por Ernestoa Laclau

Me ha sorprendido bastante la crítica de Slavoj Žižek2 a mi libro La razón populista.3 Dado que ese libro es altamente crítico del enfoque de Žižek, esperaba, desde luego, alguna reacción de su parte. Sin embargo, ha elegido para su respuesta un camino por demás indirecto y oblicuo: no ha respondido a una sola de mis críticas a su trabajo y formula, en cambio, una serie de objeciones a mi libro que sólo tienen sentido si uno acepta enteramente su perspectiva teórica, que es exactamente lo que estaba en cuestión. Para evitar continuar con este diálogo de sordos, tomaré el toro por las astas, voy a reiterar lo que considero fundamentalmente erróneo en el enfoque de Žižek y, en el curso de mi argumentación, refutaré también sus críticas.

Populismo y lucha de clases

Dejaré de lado las secciones del ensayo de Žižek que se refieren a los
referendos francés y holandés, un aspecto en el que mis opiniones no
difieren demasiado de las suyas,4 y me concentraré en cambio en los
argumentos teóricos, en los que señala nuestras divergencias. Žižek
comienza afirmando que yo prefiero el populismo a la lucha de clases.5
Ésta es una manera bastante absurda de presentar el argumento, pues
sugiere que el populismo y la lucha de clases son dos entidades
realmente existentes, entre las que uno tendría que elegir, tal y como
cuando uno elige pertenecer a un partido político o a un club de fútbol.
La verdad es que mi noción del pueblo y la clásica concepción marxista
de la lucha de clases son dos maneras diferentes de concebir la
construcción de las identidades sociales, de modo que si una de ellas
es correcta la otra debe ser desechada, o más bien reabsorbida y
redefinida en términos de la visión alternativa. Žižek realiza, sin
embargo, una descripción adecuada de los puntos en que las dos
perspectivas difieren:
La lucha de clases presupone un grupo social particular (la clase obrera) como
agente político privilegiado; este privilegio no es el resultado de la lucha
hegemónica, sino que se funda en la “posición social objetiva” de este grupo, la
lucha ideológico-política se reduce así, en última instancia, a un epifenómeno de
los procesos sociales y poderes “objetivos” y a sus conflictos. Para Laclau, por el
contrario, el hecho de que cierta lucha sea elevada a un “equivalente universal” de
todas las luchas no es un hecho predeterminado sino que es el resultado de una
lucha contingente por la hegemonía. En una cierta constelación, esta puede ser la
lucha de los trabajadores, en otra constelación, la lucha patriótica anticolonialista,
en otra, la lucha antirracista por la tolerancia cultural. No hay nada en las calidades
positivas inherentes a una lucha particular que la predestine al rol hegemónico de
ser el “equivalente general” de todas las luchas.6
Aunque esta descripción del contraste es obviamente incompleta, no
tengo objeciones al cuadro general de las diferencias entre los dos
enfoques que provee. Sin embargo, a dicha descripción Žižek añade un
rasgo del populismo que yo no habría tomado en consideración. En
tanto que yo habría señalado correctamente el carácter vacío del
significante amo que encarna el enemigo, no habría mencionado el
carácter seudoconcreto de la figura que lo encarna. Debo decir que no
encuentro ninguna sustancia en esta crítica. El conjunto de mi análisis
se basa, precisamente, en afirmar que todo campo político discursivo se
estructura siempre a través de un proceso recíproco, por el que la
dimensión de vacío debilita el particularismo de un significante concreto
pero, a su vez, esa particularidad reacciona brindando a la universalidad
un cuerpo que la encarne. He definido la hegemonía como una relación
por la cual una cierta particularidad pasa a ser el nombre de una
universalidad que le es enteramente inconmensurable. De modo que lo
universal, careciendo de todo medio de representación directa,
obtendría solamente una presencia vicaria a través de los medios
distorsionados de su investimiento en una cierta particularidad.
Pero dejemos de lado esta cuestión por el momento, ya que Žižek
tiene una adición mucho más fundamental que proponer a mi noción
teórica de populismo. Según él:
Uno tiene que considerar también el modo en que el discurso populista desplaza el
antagonismo y construye el enemigo. En el populismo el enemigo es externalizado
o reificado en una entidad ontológica positiva (aun si esta entidad es espectral)
cuya aniquilación restauraría el equilibrio y la justicia; simétricamente, nuestra
propia identidad -la del agente político populista- es también percibida como
preexistente al ataque del enemigo.7
Desde luego, yo nunca he dicho que la identidad populista preexista al
ataque del enemigo, sino exactamente lo opuesto: que tal ataque es la
precondición de toda identidad popular. Incluso he citado, para describir
la relación que tenía en mente, la afirmación de Saint-Just de que la
unidad de la república es sólo la destrucción de lo que se opone a ella.
Pero veamos cómo se desarrolla el argumento de Žižek. Él afirma que
reificar el antagonismo en una entidad positiva implica una forma
elemental de mistificación ideológica, y que aunque el populismo puede
avanzar en una variedad de direcciones (reaccionaria, nacionalista,
nacionalista progresiva, etc.), “en la medida en que, en su noción
misma, él desplaza al antagonismo social inmanente hacia un
antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo, él alberga,
en la última instancia, una tendencia protofascista”.8 A esto añade sus
razones para pensar que los movimientos comunistas no pueden ser
nunca populistas, dado que mientras que en el fascismo la Idea estaba
subordinada a la voluntad del líder, en el comunismo Stalin era un líder
secundario -en el sentido freudiano- ya que se encontraba subordinado
a la Idea. ¡Un bonito piropo para Stalin! Como todo el mundo sabe, él
no estaba subordinado a ninguna ideología sino que manipulaba a esta
última en la forma más grotesca para usarla como instrumento de su
agenda política. Por ejemplo, el principio de la autodeterminación
nacional ocupaba un lugar privilegiado en el universo ideológico
estalinista; se agregaba, sin embargo, que tenía que ser aplicado
“dialécticamente”, lo que significaba que podía ser violado tantas veces
como se considerara conveniente políticamente. Stalin no era una
particularidad subsumible bajo una universalidad conceptual; por el
contrario, era la universalidad conceptual la que era subsumida bajo el
nombre de Stalin. Desde este punto de vista, Hitler tampoco carecía de
ideas políticas -la Patria, la Raza, etc.-, que manipulaba del mismo
modo por razones de conveniencia política. Con esto no estoy
afirmando, desde luego, que los regímenes nazi y estalinista no fueran
diferentes entre sí, sino que esas diferencias no pueden fundarse en un
tipo de relación distinta entre el líder y la Idea.9 (Volveré más adelante a
la cuestión de la relación entre populismo y comunismo.)
Pero retornemos a los pasos lógicos a través de los cuales se
estructura el argumento de Žižek, es decir, cómo concibe su
suplemento a mi construcción teórica. Dicho argumento no es nada más
que una sucesión de conclusiones non sequitur. La secuencia es la
siguiente: 1) comienza citando un pasaje de mi libro en el que,
refiriéndome al modo en que las identidades populares se constituyeron
en el cartismo inglés, muestro que los males de la sociedad no eran
presentados como derivados del sistema económico sino como
resultantes del abuso del poder por parte de grupos parasitarios y
especulativos;10 2) encuentra que algo similar acontece en el discurso
fascista, en el que la figura del judío pasa a ser la encarnación concreta
de todos los males de la sociedad (esta concretización es presentada
por él como una operación de reificación); 3) concluye entonces que
esto muestra que en todo populismo (¿por qué?, ¿cómo?) hay “una
tendencia protofascista de largo plazo”; 4) el comunismo, sin embargo,
sería inmune al populismo porque en su discurso la reificación no tiene
lugar y el líder permanece a buen resguardo en su carácter secundario.
No es difícil percibir la falacia de todo este argumento. Primero, el
cartismo y el fascismo son presentados como dos especies del género
populismo; segundo, el modus operandi de una de las especies (el
fascismo) es concebido como reificación; tercero, por razones no
especificadas (en este punto el ejemplo cartista es convenientemente
olvidado), eso transforma al modus operandi de la especie en el rasgo
definitorio del género en su conjunto; cuarto, una de las especies, en
consecuencia, pasa a ser el destino teleológico de todas las otras
especies pertenecientes a ese género. A esto habría que agregar, en
quinto lugar, como otra conclusión no fundamentada, que si el
comunismo no puede ser una especie del género populismo, esto es
presumiblemente (el punto no es afirmado explícitamente) porque en él
la reificación no tiene lugar. En el caso del comunismo, tendríamos una
universalidad sin mediaciones; éste sería el motivo por el que la
suprema encarnación de lo concreto, el líder, estaría enteramente
subordinado a la Idea. De más está decir, esta ultima conclusión no
está fundada en ninguna evidencia histórica sino en un puro argumento
apriorístico.
Más importante, sin embargo, que insistir en la obvia circularidad del
argumento de Žižek, es explorar los dos supuestos no explicitados en
los que se funda. Ellos son: 1) que toda encarnación de lo universal en
Žižek, una mecánica diferenciación entre un régimen (comunista) en el que el líder
sería puramente secundario y otro (fascista) en el que tendría una primacía irrestricta.
lo particular debe ser concebida como reificación; y 2) una tal
encarnación es inherentemente fascista. A estos postulados opondremos
dos tesis: 1) que la noción de reificación es enteramente inadecuada
para entender el tipo de encarnación de lo universal en lo particular que
es inherente a la construcción de una identidad popular; y 2) que esta
última encarnación -si se la entiende correctamente- lejos de ser una
característica del fascismo o de cualquier otro movimiento político, es
inherente a todo tipo de relación hegemónica -es decir, al tipo de
relación constitutiva de lo político como tal-.
Comencemos con la reificación. Éste no es un término del lenguaje
corriente sino que tiene un contenido filosófico muy específico. Fue en
primer término introducido por Georg Lukács, aunque la mayor parte de
sus dimensiones ya operaban avant la lettre en varios de los textos de
Karl Marx, especialmente en la sección de El Capital referida al
fetichismo de la mercancía. La omnipotencia del valor de cambio en la
sociedad capitalista haría imposible el acceso al punto de vista de la
totalidad; las relaciones entre los hombres adquirirían un carácter
objetivo y, mientras que los individuos serían convertidos en cosas, las
cosas aparecerían como los verdaderos agentes sociales. Ahora bien,
si prestamos atención a la estructura de la reificación, su rasgo
dominante resulta inmediatamente visible: ella consiste esencialmente
en una operación de inversión. Lo que es derivativo aparece como
originario; lo que es apariencial es presentado como esencial. La
inversión de la relación sujeto/predicado es el meollo de la reificación.
En tal sentido, es enteramente un proceso de mistificación ideológica, y
su correlato subjetivo es la noción de falsa conciencia. El conjunto
categorial reificación/falsa conciencia sólo tiene sentido, sin embargo, si
la distorsión ideológica puede ser revertida; si fuera constitutiva de la
conciencia, no podríamos hablar de distorsión. Ésta es la razón por la
que Žižek, para sostener su noción de falsa conciencia, tiene que
concebir los antagonismos sociales como fundados en algún tipo de
mecanismo inmanente que ve la conciencia de los agentes como
meramente derivativa; o más bien, en el cual esta última, en la medida
en que es admitida, es vista como una expresión transparente de dicho
mecanismo. Lo universal hablaría en forma directa, sin requerir ningún
papel mediador de lo concreto. En sus palabras: el populismo “desplaza
el antagonismo social inmanente hacia el antagonismo entre el pueblo
unificado y el enemigo externo”. Es decir, que la construcción discursiva
del enemigo es presentada como una operación de distorsión. Y,
verdaderamente, si lo universal, que es inherente al antagonismo,
tuviera la posibilidad de una expresión no mediada, la mediación a
través de lo concreto sólo podría ser concebida como reificación.
Desafortunadamente para Žižek, el tipo de articulación entre lo
universal y lo particular que presupone mi enfoque acerca de la
cuestión de las identidades populares es radicalmente incompatible con
nociones tales como reificación y distorsión ideológica. No es cuestión
de una falsa conciencia opuesta a otra verdadera -que nos estaría
aguardando como un destino teleológicamente programado- sino, pura
y simplemente, con la construcción contingente de una conciencia. Por
lo tanto, lo que Žižek presenta como su suplemento a mi enfoque, no es
en absoluto un suplemento, sino la puesta en cuestión de sus premisas
básicas. Estas premisas se derivan de un acercamiento a la relación
entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto, que he
discutido en mi trabajo desde tres perspectivas -psicoanalítica,
lingüística y política- que resumo a continuación para mostrar su
incompatibilidad con el crudo modelo de falsa conciencia de Žižek.
Comencemos con el psicoanálisis. He intentado mostrar en La razón
populista cómo la lógica de la hegemonía y la del objeto a lacaniano se
superponen en buena medida y se refieren ambas a una relación
ontológica fundamental en la cual lo pleno (fullness) sólo puede ser
tocado a través de su investimiento en un objeto parcial; que no es una
parcialidad dentro de la totalidad sino una parcialidad que es la
totalidad. En este punto, mis análisis se han beneficiado en gran
medida de los trabajos de Joan Copjec, que ha hecho una seria
exploración de las implicaciones lógicas de las categorías lacanianas,
sin distorsionarlas al estilo Žižek con superficiales analogías hegelianas.
El punto relevante para nuestro tema es que lo pleno -la Cosa
freudiana- es inalcanzable; es tan sólo una ilusión retrospectiva que es
sustituida por objetos parciales que encarnan esa totalidad imposible.
En palabras de Lacan: la sublimación consiste en elevar un objeto a la
dignidad de la Cosa. Como he intentado mostrar, la relación hegemónica
reproduce todos estos momentos estructurales: una cierta particularidad
asume la representación de una universalidad que siempre se aleja.
Como vemos, el modelo de la reificación / distorsión / falsa conciencia
es radicalmente incompatible con el de la hegemonía/objeto a; mientras
que el primero presupone el acceso a lo pleno a través de la reversión
del proceso de reificación, el segundo concibe lo pleno (la Cosa) como
inalcanzable porque carece de todo contenido. Y mientras que el
primero ve la encarnación en lo concreto como una reificación
distorsionante, el segundo ve el investimiento radical en un objeto como
el solo camino para lograr una cierta plenitud. Žižek sólo puede
mantener su enfoque en términos de reificación/falsa conciencia al
precio de erradicar radicalmente la lógica del objeto a del campo de las
relaciones políticas.
Nueva etapa: significación. (Lo que he llamado la perspectiva
lingüística se refiere no sólo a lo lingüístico en el sentido restringido sino
también a todos los sistemas de significación. Como estos últimos
coinciden con la totalidad de las relaciones sociales, las categorías y las
relaciones exploradas por el análisis lingüístico no pertenecen a áreas
regionales sino al campo de una ontología general.) Aquí encontramos
la misma imbricación entre particularidad y universalidad que habíamos
encontrado en la perspectiva psicoanalítica. He mostrado en otros
escritos que la totalización de un sistema de diferencias es imposible
sin una exclusión constitutiva.11 Sin embargo, esta última tiene, como
un efecto lógico primario, la división de todo elemento significativo entre
una dimensión equivalencial y una dimensión diferencial. Como estas
dos dimensiones no pueden ser lógicamente suturadas, la consecuencia
es que toda sutura será retórica; una cierta particularidad, sin cesar de
ser particular, asumirá un cierto rol de significación universal. Es decir,
que el desnivel al interior de la significación es el único terreno en el
cual el proceso de significación puede desarrollarse. Catacresis =
retoricidad = posibilidad misma del sentido. La misma lógica que
encontramos en el psicoanálisis entre la Cosa (imposible) y el objeto a
la hallamos nuevamente como la condición misma de la significación. El
análisis de Žižek no se refiere directamente a la significación, pero no
es difícil extraer la conclusión que se derivaría, en este campo, de su
enfoque fundado en la reificación: que todo tipo de sustitución retórica
que no alcanza una reconciliación literal plena equivale a una falsa
conciencia.
Por último, la política. Tomemos un ejemplo al que me he referido en
varios puntos de La razón populista: Solidaridad en Polonia. Tenemos
ahí una sociedad en la que la frustración de una pluralidad de
demandas por parte de un régimen represivo creó una equivalencia
espontánea entre ellas que, sin embargo, necestaban expresarse a
través de alguna forma de unidad simbólica. Tenemos aquí una clara
alternativa: o bien hay un último contenido conceptualmente especificable
que es negado por el régimen opresivo -en cuyo caso ese contenido
puede ser directamente expresado en su identidad diferencial positiva-,
o bien las demandas son radicalmente heterogéneas y lo único que
ellas comparten es un rasgo negativo -su común oposición al régimen
represivo-. En ese caso, como no es cuestión de la expresión directa de
un rasgo positivo subyacente a las diversas demandas sino que lo que
tiene que expresarse es una negatividad irreductible, su representación
tendrá necesariamente un carácter simbólico.12 Las demandas de
Solidaridad pasarán a ser el símbolo de una cadena más extendida de
demandas cuya equivalencia inestable en torno a ese símbolo
constituirá una identidad popular más amplia. Esta constitución
simbólica de la unidad del campo popular -y su correlato: la unificación
simbólica del régimen opresivo a través de medios discursivo /
equivalenciales similares- es lo que Žižek sugiere que debemos
concebir como reificación. Pero está enteramente equivocado. En la
reificación tenemos, como hemos visto, una inversión en la relación
entre expresión verdadera y distorsionada, mientras que para nosotros
la oposición verdadera/distorsionada carece de todo sentido. Dado que
el vínculo equivalencial se establece entre demandas radicalmente
heterogéneas, su “homogeneización” a través de un significante vacío
es un puro passage à l’acte, la construcción de algo esencialmente
nuevo y no la revelación de una “verdadera” identidad subyacente. Ésta
es la razón por la que en mi libro he insistido en que el significante
vacío es un puro nombre que no pertenece al orden conceptual. No se
trata, por consiguiente, de verdadera o falsa conciencia. Como en el
caso de la perspectiva psicoanalítica -la elevación de un objeto a la
dignidad de la Cosa-, y como en el caso de la significación -donde la
presencia de un término figural que es catacréstico porque nombra y da
así presencia discursiva a un vacío esencial dentro de la estructura
significante-, tenemos también en la política la constitución de nuevos
agentes -pueblos, en nuestro sentido- a través de la articulación entre
lógicas equivalenciales y diferenciales. Estas lógicas implican
encarnaciones figurales resultantes de una creatio ex nihilo que no es
posible reducir a ninguna literalidad precedente o final. Por lo tanto:
olvidémosnos de la reificación.
Lo que hemos dicho hasta este punto ya anticipa que, en nuestra
opinión, la segunda tesis de Žižek, según la cual la representación
simbólica -que él concibe como reificación- sería esencialmente o, al
menos, tendencialmente, fascista, es igualmente insostenible. Aquí
Žižek usa un arma demagógica: el rol del judío en el discurso nazi, que
inmediatamente evoca todos los horrores del Holocausto y provoca una
instintiva reacción negativa. Ahora bien, es verdad que el discurso
fascista utilizó formas de representación simbólica, pero no hay nada
específicamente fascista en el hecho de hacerlo, ya que no hay
discurso político que no construya sus propios símbolos de ese modo.
Incluso diría que esta construcción es la definición misma de lo que es
la política. El arsenal de posibles ejemplos ideológicos diferentes del que
ha elegido Žižek es inagotable. ¿Qué otra cosa que una encarnación
simbólica está implicada en un discurso político que presenta a Wall
Street como fuente de todos los males económicos? ¿O en la quema de
la bandera estadounidense por parte de manifestantes del Tercer
Mundo? ¿O en los emblemas rurales, antimodernistas, de las agitaciones
de Gandhi? ¿O en la quema de la Catedral de Buenos Aires por parte
de las masas peronistas? Nos identificamos con algunos de esos
símbolos en tanto que rechazamos otros, pero esto no es motivo para
afirmar que la matriz de una estructura simbólica varía de acuerdo con
el contenido material de los símbolos. Afirmar lo contrario no es posible
sin alguna noción de reificación estilo Žižek, que permitiera adscribir
algunos contenidos a la verdadera conciencia y otros a la falsa. Pero
incluso esta operación ingenua no tendría éxito sin adicionar el
postulado de que toda forma de encarnación simbólica sería una
expresión de la falsa conciencia, en tanto que la verdadera conciencia
estaría exenta de toda mediación simbólica. (Éste es el punto en que la
teoría lacaniana pasa a ser la némesis de Žižek: eliminar enteramente
la mediación simbólica y afirmar la posibilidad de una pura expresión de
la conciencia verdadera es lo mismo que afirmar tener un acceso
directo a la Cosa en cuanto tal, en tanto que a los objetos a sólo se les
atribuiría el estatus de representaciones distorsionadas.




* Este artículo fue publicado en Critical Inquiry, año 32, verano de 2006, pp. 646-680.
Traducción al español de Ernesto Laclau.
2 Véase Slavoj Žižek, “Against the Populist Temptation”, en Critical Inquiry, año 32,
primavera de 2006, pp. 551-574.
3 Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2005.
4 Excepto, desde luego, cuando él identifica los rasgos específicos de las campañas
por el “no” con los rasgos definitorios de todo populismo posible.
5 Véase Slavoj Žižek, op. cit., p. 554.
6 Ibid.
7 Ibid., p. 555.
8 Slavoj Žižek, op. cit., p. 557.
9 Un subterfugio barato que puede encontrarse en muchos puntos de los trabajos de
Žižek consiste en identificar la afirmación de ciertos autores acerca de un grado de
comparabilidad entre rasgos de los regímenes nazi y estalinista con la imposibilidad
de distinguir entre ellos, postulada por autores conservadores como Nolte. La relación
entre un líder político y su “ideología” es un asunto sumamente complicado, que
involucra muchos matices. No hay nunca una situación en la que el líder sea
totalmente exterior a su ideología y que tenga respecto a ella una relación puramente
instrumental. Muchos errores estratégicos cometidos por Hitler en el curso de la
guerra, especialmente durante la campaña de Rusia, sólo pueden explicarse por el
hecho de que él se identificaba con aspectos básicos de su discurso ideológico, de
que él era, en tal sentido respecto a ese discurso, un líder “secundario”. Pero si es
erróneo hacer de la relación de manipulación entre el líder y su ideología la esencia de
un régimen “totalitario” indiferenciado, es igualmente erróneo afirmar, como lo hace
10 En el pasaje citado por Žižek estoy simplemente resumiendo, con aprobación, el
análisis del cartismo de Gareth Stedman Jones, “Rethinking Chartism”, en Languages
of Class, Studies in Working Class History, 1832-1902, Cambridge, Cambridge
University Press, 1983 [trad. esp.: Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la
clase obrera inglesa, Madrid, Siglo XXI, 1989].
11 Véase Ernesto Laclau, “Why do Empty Signifiers Matter to Politics?”, en
Emancipation(s), Londres, 1996, pp. 36-46 [trad. esp.: “Por qué los significantes
vacíos son importantes para la política?”, en Emancipación y diferencia, Buenos Aires,
1996].
12 No usamos aquí el término simbólico en el sentido lacaniano sino en otro que se
encuentra frecuentemente en discusiones relativas a la representación. Véase, por
ejemplo, Hanna Fenichel Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University
of California Press, 1967, cap. 5 [trad. esp.: El concepto de representación, Madrid,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1985].