lunes, 28 de mayo de 2012

"De la escritura a la huella [trace]". Entrevista a Jacques Derrida de Catherine Paoletti en el programa «A voix nue» del 15 de diciembre de 1998




Entrevista a Jacques Derrida de Catherine Paoletti en el programa «A voix nue» del 15 de diciembre de 1998

Pr.: -Sus primeros trabajos filosóficos se inscriben bajo el rótulo de la filosofía de Husserl: en 1954 redacta una memoria sobre «El problema de la génesis en la filosofía de Husserl» (obra que no será publicada en PUF hasta 1990) y en 1962 hace la introducción a El origen de la geometría. Eligió usted traducir ese texto precisamente porque Husserl tropezaba con el problema de la escritura en la constitución de objetos tan ideales como los objetos matemáticos. Los cuestionamientos que usted elabora en aquella época ya no le abandonarán, puesto que todas sus investigaciones derivan de esa problemática de la escritura entre literatura, filosofía y ciencia, a las que usted añadirá más adelante otros registros discursivos, los de la lingüística, de la antropología, del psicoanálisis, peto asimismo los que no pertenecen a registros discursivos, como son la fotografía, la pintura, la arquitectura. (Por qué, finalmente, esa fascinación por la inscripción?



J. Derrida: -Por un lado, porque eso es lo que viene a ser el deseo de escribir, es como si tuviese que forzarme a una especie de transacción, de compromiso entre el afán de escribir literatura, de pensar filosóficamente lo que son la literatura y la escritura literaria, y de hacer las dos cosas a la vez. Durante los primeros años de mis estudios filosóficos, cuando empecé a leer y a escribir sobre Husserl, al principio de los años cincuenta, después de que Sartre y Merleau-Ponty introdujesen la fenomenología, sentía la necesidad de plantear la cuestión de la ciencia, de la epistemología, a partir de la fenomenología, cosa que Sartre y Merleau-Ponty en cierto modo no habían hecho. Por lo tanto, escribí mis primeros ensayos sobre Husserl orientándolos hacia las cuestiones de la objetividad científica y matemática: Cavaillès, Tran-Duc-Tao, y también la cuestión marxista. A lo largo de esos primeros escritos buscaba, por fidelidad a ese anhelo de escritura, lo que dentro de la fenomenología husserliana podía permitirme problematizar la escritura. ¿Dónde habla de la escritura? ¿Qué hace con ella? ¿Cómo articular esas cuestiones de la ciencia, de la fenomenología y de la escritura? Encontré ese lugar en El origen de la geometría, que, por consiguiente, empecé a interpretar en esa primera memoria a la que usted aludía, y que inmediatamente después decidí traducir. Justo después de la agregación recuerdo haber ido a ver a Jean Hyppolite y haberle dicho: «Quiero traducir El origen de la geometría y trabajar sobre ese texto». Porque en el . había una observación breve y elíptica sobre la escritura, sobre la necesidad que tenían las comunidades de sabios de constituir objetos ideales comunicables a partir de intuiciones del objeto matemático. Husserl decía que la escritura era la única que podía darles a esos objetos ideales su idealidad final, que era la única que en cierto modo les permitiría entrar en la historia: su historicidad les venía de la escritura. No obstante, esa observación de Husserl seguía siendo equívoca y oscura, y yo traté, por consiguiente, de formar un concepto de escritura que me permitiese a la vez dar cuenta de lo que pasaba en Husserl y, si era preciso, plantearle cuestiones a la fenomenología y al intuicionismo fenomenológico y, por otra parte, desembocar en la cuestión que seguía interesándome: la inscripción literaria. ¿Qué es una inscripción? ¿A partir de que momento y en que condiciones una inscripción se torna literaria?.



Pr.: -Pero, en esa época, la cuestión de la escritura no se trabajaba sólo en los círculos filosóficos, sino que también se planteaba en los círculos más literarios o vinculados con la lingüística, puesto que es también en esa época, después de sus trabajos sobre Husserl, cuando conoce a Philippe Sollers y se lanza momentáneamente a la aventura de Tel Quel.



J. Derrida: -Después de publicar El origen de la geometría me puse a escribir para revistas como Critique: escribí sobre Jabès, sobre Foucault, y para Tel Quel sobre Artaud, precisamente; en ese texto es donde el concepto de différance con una «a» apareció por primera vez, antes incluso de que escribiese «La différance» y, por consiguiente, en ese momento, en los años 1964-1968, es cuando en efecto, gracias a Tel Quel en cierto modo y en unas condiciones de complicidad que me fueron muy favorables, pude elaborar un discurso que tratase de mantener unidas las cuestiones filosóficas, fenomenológicas, las cuestiones antropológicas, históricas sobre la escritura, y las cuestiones de la literatura, de la explicación del escritor con su firma, de la relación entre habla y escritura, etc.



En ese momento estaba eso que llamaban el estructuralismo, representado por Lévi-Strauss, Lacan y algunos más. Yo sentía a la vez mucha simpatía e interés por lo que allí ocurría y, al mismo tiempo, tenía la impresión de que el concepto de escritura que me interesaba seguía siendo ignorado, desconocido o mantenido al margen por esos grandes discursos. De la gramatología fue muy bien acogida por una parte y levantó muchas sospechas por otra. El entorno de Tel Quel, en la persona de Sollers sobre todo, la acogió muy bien, y ése fue él momento en el que, sin dejar de proseguir con lo que había iniciado, comencé a plantear cuestiones críticas, «deconstructivas» por decir la palabra, con respecto a lo que prevalecía en esos discursos estructuralistas de la época con cierto Saussure, cierto Lacan, cierto Lévi-Strauss, cierto Foucault, mediante un gesto que no era sólo negativo, sino de aprobación desconfiada, de aprobación y de desconfianza, tratando de discutir sin rechazar, lo que provocó todo tipo de malentendidos e, incluso, reacciones de mal humor.



Pr.: -Lo que me parece un poco sorprendente en su relación con la literatura es que usted parece concederle a la literatura que puede decirlo todo, y que incluso puede expresar el engaño; en Droit de regards escribe usted: «Se puede leer un texto (que no existe «en sí») como un testimonio así llamado serio o auténtico, como un archivo o como un documento, como un síntoma o como la obra de una ficción literaria que simula todos los estatus enumerados». Usted concede ese privilegio a la literatura, como si la filosofía conceptualmente normativizada careciese de él.



¿Acaso el sentido de su trabajo no es también, finalmente, el de restituir a la filosofía aquello de lo que está privada, logrando que el texto filosófico mismo se estremezca mediante unos subterfugios o unas escenificaciones textuales que se han podido encontrar en algunos de sus libros como Glas, La tarjeta postal, Circonfesión?



J. Derrida: -Sin renunciar a la filosofía, lo que me ha interesado es devolverles sus derechos a unas cuestiones sobre cuya represión se construyó la filosofía, al menos en lo que tiene de predominante, de hegemónico. Lo que es hegemónico en la filosofía se constituyó por el desconocimiento, la negación, la marginación de unas cuestiones que algunas obras literarias permiten formular, que son el cuerpo mismo de esos escritos literarios. He tratado de agudizar la responsabilidad filosófica ante una posibilidad que no es simplemente literaria, pero que también forma parte de los discursos filosófico, jurídico, político, ético: la posibilidad de simulacro, de ficción.,



Insisto en general en la posibilidad de «decirlo todo» como derecho reconocido en principio a la literatura, para marcar no la irresponsabilidad del escritor, de cualquiera que firma literatura, sino su hiper-responsabilidad, es decir, el hecho de que su responsabilidad no responde ante las instancias ya constituidas. Poder decirlo todo en nombre de la ficción, incluso de la fantasía, es señalar que la institución literaria (considero la literatura una institución, por eso distingo con frecuencia la literatura en sentido estricto, que es algo moderno, relativamente reciente, de las «Bellas Letras», de la poesía, del teatro o de la épica en general), la literatura en sentido estricto es una institución indisociable del principio democrático, es decir, de la libertad de hablar, de decir o de no decir lo que se quiere decir. Por supuesto, sé que la literatura no ha vivido siempre en un régimen democrático y que la suspensión de la censura, masiva o sutil, es una historia muy complicada. Sin embargo, el concepto de literatura está-construido sobre el principio de «decirlo todo» interroga, pues, el acontecimiento, lo qué está llamado a llegar mediante simulacros y ficciones, y así también interroga la estructura de ficción que puede constituir cualquier discurso, sobre todo los discursos performativos, aquellos que producen derecho y normas.



 Pr.: -Sí, pero lo que resulta paradójico es que usted dice, por ejemplo en La tarjeta postal, que la literatura siempre le ha parecido inaceptable, la falta moral por excelencia, como si estuviera a punto de transgredir la ley.



J. Derrida: -Tomemos la precaución de señalar que, en La tarjeta postal, es el firmante ficticio de ciertos envíos el que representa con seriedad esa escena. Si se enfurece con la literatura es precisamente debido a su posibilidad de decirlo todo. Ya que ésta, al no asumir nada aparentemente, puede irresponsabilizar.



Ciertamente soy yo quien otorga ese discurso a un personaje cuyas palabras tomo bastante en serio, pero no lo diría en mi nombre ni como una tesis. Creo que, en la literatura, existe en efecto el riesgo de la irresponsabilidad, o bien de la no-firma (digo cualquier cosa, puesto que no soy yo), o bien el riesgo de confundir la ética con la estética, el riesgo de parecer, el del fetichismo; todos esos riesgos son: inherentes como posibilidad a la literatura. Hay, por lo tanto, una voz en La tarjeta postal que dice: «Desde el momento en que lo que te escribo se convierte en literatura, ya no me dirijo a ti y, por consiguiente, falto a ese deber que me ordena que me dirija a ti de forma singular». La literatura puede conducir a la mayor responsabilidad, pero también es la posibilidad de la peor traición.



Pr.: -Es también la posibilidad de la peor desposesión, incluso de lo que se ha escrito.



J. Derrida: -Eso es. Y la desposesión es también el riesgo de no firmar siquiera una declaración de amor. En el fondo, no soy yo quien firma; desde el momento en que algo se lanza al mercado literario, ya no viene de mí, no se dirige a ti, la huella se me escapa, cae en el mundo, un tercero dispone de ella, y con esa condición se convierte en literatura, y esa literatura es la que pervierte mi relación contigo. El sujeto. que firma esos envíos no oculta esta inquietud.



El problema es que no se puede negociar esto desde el punto de vista filosófico; no es negociable, al menos, es una negociación siempre desgraciada. Si hay filosofía, en todo caso como deseo de lucidez y de verdad, ésta consiste en levantar acta de esta tragedia, de esta necesidad, que es una amenaza pero también una oportunidad, porque se trata de la oportunidad de hablar. Si yo quisiera escapar de este riesgo a cualquier precio, ya no diría nada, ni siquiera me dirigiría al otro; por consiguiente, el riesgo de perversión, de corrupción, de deriva, es al mismo tiempo la única oportunidad de dirigirme al otro. Y, por lo tanto, si la oportunidad es una amenaza (asocio constantemente la oportunidad con una amenaza), lo que aquí se denomina filosofía consiste por lo menos en decirlo, en formalizarlo y en asumir nuestras responsabilidades en cada momento, teniendo en cuenta este doble postulado.



Pr.: -Parece, justamente, que por todos los medios y formas de escritura nunca ha dejado de enfrentarse a esa amenaza. Se la puede detectar en todos sus trabajos. ¿Sigue teniendo usted la misma relación con esa amenaza?



J. Derrida: -Sí. Nunca he dejado de tenerla, porque la solución o la respuesta adecuada no llega o sólo llega en parte. En cualquier caso, cuando esa imposibilidad toma la forma de un texto, el texto queda como una huella que ya no me pertenece y hay que volver a empezar, y no dejo de volver a empezar la misma historia de forma diferente. Ya sé que la respuesta apaciguadora no vendrá, pero al intentar hacer que esa oportunidad llegue, sé también que asumo cada vez la responsabilidad que puedo. Sentenciar esa doble inyunción no puede ser más que una sentencia de muerte. La muerte tampoco es una respuesta satisfactoria, pero es la única que puede disponer que la doble inyunción no opere con doble filo. Eso es lo que hace hablar primero y eso es lo que hace escribir: es lo que a la vez hace posible y amenaza todo lo que se intenta cuando nos dirigimos al otro.



Pr.: -Si le parece bien, me gustaría abordar la cuestión: de la presencia de lo femenino, de la feminidad, en su trabajo. El primer aspecto de la. feminidad es que usted la asocia a menudo con la cuestión de la ley, lo cual puede parecer extraño, a pesar del carácter femenino de la palabra. El segundo aspecto es que usted parece tener con el texto una relación como la de una madre que porta a su criatura. He extraído una frase de La tarjeta postal en donde escribe: «Mientras no sepas lo que es una criatura, no sabrás lo que es un fantasma ni, por supuesto, por las mismas, un saber».



J. Derrida: -En cierto modo, la cuestión de la diferencia sexual atraviesa en efecto todos mis textos desde el principio, y el hecho de que la deconstrucción haya sido, de entrada, una deconstrucción del falocentrismo, de manera esencial, o del falogocentrismo, subraya muy bien que lo que la deconstrucción pone en cuestión es cierta autoridad masculina, en nombre si no de la feminidad, sí al menos de la diferencia sexual. En lo que respecta a la ley, si en este o aquel texto he reconocido en ella una figura femenina, pienso especialmente en un texto sobre La locura de la luz de Blanchot, esto es algo que no es constante, la figura masculina también le resulta apropiada.



La ley está indiscutiblemente vinculada con la diferencia sexual, a veces con una inflexión femenina, a veces con una inflexión paterna o masculina. El hecho de que la palabra «ley» sea femenina en francés sólo importa en el texto de Blanchot al que aludía. La palabra «ley» no es femenina en todas las lenguas. Podría citar muchos textos en donde, por el contrario, es la figura paterna de la ley, la que es interrogada, puesta en escena. Por otra parte, el discurso que mantengo al respecto no es un discurso feminista; puede encontrar aliadas entre las mujeres, lo mismo que enemigas entre las feministas. Más allá de la dualidad masculino/femenino, si la cuestión de la diferencia sexual es efectivamente indisociable de todos estos textos, no creó que se pueda inmovilizar su alcance sobre una posición feminista.

domingo, 27 de mayo de 2012

"TIEMPO Y SER". Conferencia pronunciada por Martin Heidegger - (1962)




La conferencia que sigue precisa un breve prólogo. Si en este momento nos fuesen mostrados en su original dos cuadros: la acuarela «Santos desde una ventana » y la témpera sobre arpillera «Muerte y fuego», que Paul Klee pintó el año de su muerte, nos gustaría quedar mirándolos un rato largo… abandonando toda pretensión de entenderlos de inmediato.

Si en este momento pudiese sernos recitado, y por el propio poeta Georg Trackl, su poema «Séptuple cántico de la muerte», nos gustaría volver a escucharlo una y otra vez, abandonando toda pretensión de entenderlo de inmediato.

Si en este momento quisiera Werner Heisenberg exponernos un resumen de sus pensamientos de física teórica en torno a la fórmula del mundo por él buscada, a lo mejor pudieran seguirle, tal vez, dos o tres de los oyentes, pero los demás abandonaríamos sin rechistar toda pretensión de entenderlo de inmediato.

No es ése el caso del pensar llamado filosofía. Pues éste debe proporcionar «sabiduría mundana», cuando no, incluso, una «guía para la vida feliz». Pero bien pudiera haber venido a parar hoy un pensar semejante a una situación en la que fuesen menester reflexiones largamente distantes de una útil sabiduría de la vida.

Puede que haya llegado a ser perentorio un pensar que se halle forzado a cavilar sobre aquello de donde reciben su determinación incluso las pinturas y la poesía y la teoría físico‐matemática recién mentadas. También aquí tendríamos que abandonar, entonces, toda pretensión de entender el asunto de inmediato. Mas en este caso, sin embargo, sería ineludible que nos aprestásemos a escuchar, pues se impone la tarea de un pensar que se adelante a recorrer lo que se resiste a ser explorado.

De ahí que no deba ni sorprendernos ni maravillarnos que esta conferencia escandalice a la mayoría de los asistentes. Si algunos, empero, se sienten, ahora o más tarde, estimulados por ella para una reflexión ulterior, es cosa que no se deja precisar. Algo se impone decir acerca del intento de pensar el ser sin tomar en consideración una fundamentación del ser a partir de lo que es, de lo ente. El intento de pensar el ser sin lo ente se torna necesario, pues en caso contrario no subsiste ya, a mi parecer, posibilidad alguna de traer con propiedad a la mirada el ser de aquello que hoy es en todo el derredor del globo terráqueo, y menos aún de determinar suficientemente la relación del hombre con aquello que hasta ahora llamamos «ser».

Valga esto de mínimo aviso para la escucha. No se trata de prestar oídos a una serie de proposiciones enunciativas, sino de seguir la marcha de lo que se va indicando. ¿Qué es lo que da ocasión a nombrar conjuntamente tiempo y ser? Desde el alba del pensar occidental europeo hasta hoy, ser quiere decir lo mismo que asistir o estar presente. Desde el estar presente, desde la presencia o asistencia, nos habla ese modo verbal, el presente, que, de acuerdo con la representación usual, constituye con el pasado y el futuro la característica del tiempo. El ser es determinado como presencia por el tiempo. Que así sean las cosas pudiera ser ya suficiente para
que se suscitase en el pensar una permanente inquietud. Inquietud que sube de punto tan pronto como nos aprestamos a reflexionar en qué medida se da esta determinaciónndel ser por el tiempo.

¿En qué medida? Esto implica los siguientes interrogantes: ¿por qué motivo, de qué manera y desde dónde habla en el ser algo así como el tiempo? Todo intento de pensar suficientemente la interna relación de ser y tiempo con ayuda de las usuales e imprecisas representaciones de tiempo y ser queda enredado al punto en una inextricable madeja de referencias que apenas han sido aún pensadas a fondo.

Al tiempo lo nombramos al decir: Cada cosa tiene su tiempo.

Lo que con ello se mienta es: Todo lo que en cada caso es, cada ente, viene y va en el tiempo que le es oportuno y permanece por un tiempo, durante el tiempo que le ha sido asignado.

Cada cosa tiene su tiempo.

Pero ¿es el ser una cosa, una cosa real y concreta? ¿Es o está el ser, igual que un ente cualquiera, en el tiempo? ¿Es, en general, el ser? Si lo fuera, entonces es innegable que tendríamos que reconocerlo como algo ente, y, en consecuencia, encontrarlo como un tal entre los demás entes. Esta sala es. La sala está iluminada. A la iluminada sala la reconoceremos sin más y sin reserva como algo ente. Pero ¿dónde, en toda la sala, encontramos al «es»? En ningún lugar entre las cosas encontramos al ser. Toda casa real y concreta tiene su tiempo. Pero ser no es ninguna cosa real y concreta, no es o está en el tiempo. Y, sin embargo, el ser como estar presente, como presente actual, sigue estando determinado por el tiempo, por lo temporal.

A lo que es o está en el tiempo y es así determinado por el tiempo, se lo llama lo temporal. Cuando un hombre muere y es arrebatado de las cosas de este mundo, decimos: se ha cumplido su tiempo. Lo temporal quiere decir lo pasajero, lo que pasa o perece con el curso del tiempo. Nuestra lengua dice con aún mayor precisión: lo que pasa con el tiempo. Porque el tiempo mismo pasa. Y sin embargo, mientras pasa constantemente, permanece como tiempo. Permanecer quiere decir: no desaparecer y, por tanto, estar presente. De este modo resulta el tiempo determinado por un ser. ¿Cómo entonces debe seguir el ser estando determinado por el tiempo? Desde la constancia del pasar del tiempo, habla el ser. Y, sin embargo, en ningún lugar encontramos al tiempo como ente alguno igual que una cosa real y concreta.

El ser no es ninguna cosa real y concreta, y por tanto nada temporal, mas es, empero, determinado como presencia por el tiempo.

El tiempo no es ninguna cosa real y concreta, y por tanto nada ente, pero permanece constante en su pasar, sin ser él mismo algo temporal como lo ente en el tiempo.

Ser y tiempo se determinan recíprocamente, pero de una manera tal que ni aquél —el ser— se deja apelar como algo temporal ni éste —el tiempo— se deja apelar como ente. Al cavilar sobre todo esto, nos sorprendemos vagando erráticamente entre enunciados contradictorios.

(Para tales casos la filosofía conoce una vía de escape. Se deja estar a las contradicciones y hasta se las agudiza y se intenta conciliar lo que se‐contradice, y es por tanto inconciliable, en una unidad más amplia. A este procedimiento se lo llama Dialéctica. Suponiendo que enunciados mutuamente contradictorios sobre el ser y sobre el tiempo se dejasen poner en regla por una unidad que los sobreabarcase, ésta sería, ciertamente, entonces una vía de escape, a saber, un camino que se desvía de las cosas y de la índole o condición natural de ellas, porque no se compromete ni con el ser como tal, ni con el tiempo como tal, ni con la relación interna que uno y otro guardan entre sí. De paso queda totalmente excluida la pregunta de si la relación entre ser y tiempo es una mera referencia externa, que se deja ulteriormente producir por la yuxtaposición de ambos, o si la conjunción «ser y tiempo» nombra una condición natural de la cosa, tan sólo a partir de la cual resultan tanto el ser como el tiempo.)



Pero ¿cómo debemos comprometernos, haciendo justicia a la cosa, con la condición natural de ésta nombrada por los títulos «Ser y tiempo», «Tiempo y ser»?



Respuesta: En la medida en que, ojo avizor, sigamos con el pensamiento el rastro de las cosas aquí nombradas. Ojo avizor: esto significa por de pronto: no lanzarse precipitadamente sobre las cosas con representaciones no contrastadas, sino más bien seguirles cuidadosamente el rastro con el pensamiento.

Pero ¿nos está permitido tratar al ser, tratar el tiempo como cosas? Ninguno de ambos es cosa alguna, si «cosa» quiere decir: algo ente. La palabra «cosa», «una cosa», debe significar ahora para nosotros aquello de lo que se trata en un sentido decisivo, un asunto o cuestión en cuyo interior se esconde algo insoslayable. Ser: una cosa, un asunto o cuestión, presumiblemente la cosa, el asunto o cuestión del pensar.



Tiempo: una cosa, un asunto o cuestión, presumiblemente la cosa, el asunto o cuestión del pensar, si es que, de otra parte, en el ser como presencia habla algo así como el tiempo. Tiempo y ser, ser y tiempo nombran la relación interna de ambas cosas, la índole o condición natural de la cosa, que pone a ambas, manteniéndola, en interna relación. Meditar sobre esta índole es tarea del pensar, suponiendo que éste no desista de la intención de perseverar en su asunto.



Ser: una cosa, un asunto o cuestión, pero nada ente.



Tiempo: una cosa, un asunto o cuestión, pero nada temporal.



Del ente decimos: es. En lo que respecta a la cosa o cuestión «ser» y en lo que respecta a la cosa o cuestión «tiempo» nos mantenemos ojo avizor. No decimos: el ser es, el tiempo es, sino: se da el ser y se da el tiempo. Con este giro no hemos hecho por de pronto más que cambiar el uso lingüístico. En vez de «es» decimos «se da».

Para retrotraernos a la cosa, más allá de la expresión verbal, tenemos que demostrar cómo se deja mirar y experienciar este «Se da». El camino apropiado para ello es dilucidar qué es lo que es dado en el «Se da», qué es lo mentado por el «ser» que… se da; que es lo mentado por el «tiempo» que… se da. De acuerdo con esto intentamos divisar, proyectando hacia delante la mirada, el Se o Ello que da ser y tiempo. Así, mirando hacia delante, volvemos a estar, en otro sentido, ojo avizor.

Intentamos traer ante nuestra mirada al se y a su dar y escribimos el «Se» con mayúscula.

Le seguimos primero el rastro con el pensamiento al ser, para pensarlo en lo que tiene de propio.

Le seguimos después el rastro con el pensamiento al tiempo, para pensarlo en lo que tiene de propio.

Merced a ello tiene que mostrarse el modo como se da el ser y como se da el tiempo. En este dar se torna claro cómo haya de determinarse ese dar, que, como relación interna que es entre uno y otro, los mantiene a ambos en su recíproca pertenencia y los dispensa como don.

Ser, aquello por lo que es señalado cualquier ente como tal, quiere decir estar presente. Pensado por referencia a aquello que está presente, dicho estar presente se muestra como un dejar que se esté presente. Mas entonces procede pensar en propiedad este dejar‐estar‐presente, en la medida en que por él es dejado el estar presente. Así se muestra semejante dejar en lo que tiene de propio, que es sacar de lo oculto. Dejar estar presente quiere decir: desocultar, traer a lo abierto. En el desocultar entra en juego un dar: ese dar que, en el dejar‐estar presente, da dicho

estar presente, es decir, el ser. (Pensar propiamente la cosa «ser», la cuestión o el asunto «ser», exige que nuestras cavilaciones sigan las señales que se van mostrando en el dejar estar presente. Lo que éstas muestran en dicho estar es el desocupar. Pero desde este último habla un dar, un «Se da».)

Ciertamente, el «dar» que se acaba de mencionar se nos antoja tan oscuro como el recién mentado «Se», o «Ello», que da.

Pensar propiamente el ser exige hacer caso omiso del ser tal y como es justificado e interpretado al estilo de toda metafísica, exclusivamente desde y para lo ente, como fundamento suyo. Pensar propiamente el ser exige dejar que siga su ruta el ser como fundamento de lo ente, mientras otorgamos nuestra preferencia al dar que entra ocultamente en juego en el desocupar, es decir, al Se da. En tanto que don, en tanto que donación de este Se da, el ser pertenece al dar. El ser como don no queda al margen del dar. El ser, el estar presente, se transfigura. Como deja restar‐ presente pertenece al desocupar, como don de éste queda retenido en el dar El ser no es. El ser Se da como el desocupar del estar presente.

Con alguna mayor nitidez podría mostrarse el «Se da», si nos disponemos a seguir más decididamente con el pensamiento las trazas del aquí mencionado dar.

Ello se logra si dirigimos nuestra atención a la riqueza de transformaciones de lo que harto indeterminadamente es denominado el ser, al que se desconoce a la vez en lo que tiene de más propio mientras se lo tenga por el más vacío de todos los conceptos vacíos. Esta representación del ser como lo puramente abstracto tampoco es todavía en principio abandonada, sino sólo confirmada, si el ser como lo puramente abstracto es conservado y superado en lo puramente concreto de la realidad del espíritu absoluto, lo cual ha alcanzado su culminación en el más potente pensar de los tiempos modernos, en la dialéctica especulativa de Hegel, quien así lo expone en su Ciencia de la Lógica.

Un intento de rastrear con el pensamiento la plenitud de transformaciones del ser alcanza el primer lugar de asentamiento, que a la vez indica el camino a seguir, cuando se piensa el ser en el sentido de estar presente.

(Quiero decir pensar, no meramente parlotear sobre el asunto y hacer así como si se entendiera de suyo la explicación del ser en tanto que estar presente.)

Pero ¿de dónde nos tomamos el derecho a caracterizar al ser como estar presente?

La pregunta llega demasiado tarde. Porque esta acuñación o modelación del ser hace largo tiempo que está decidida sin nuestra intervención ni siquiera nuestro mérito. Consiguientemente, estamos atados a la caracterización del ser como estar presente. Semejante atadura nos obliga desde el inicio de la desocultación del ser como algo decible, esto es, pensable. Desde el inicio del pensar occidental con los griegos todo decir del «ser» y del «es» está guardando memoria de la determinación, que vincula al pensar, del ser como estar presente. Esto vale también para el pensar que gestiona la más moderna técnica e industria, si bien todavía, por supuesto, sólo en un cierto sentido. Desde que la técnica moderna ha implantado la vastedad de su dominio sobre la entera faz de la tierra, no sólo giran en torno a nuestro planeta los sputniks y su cortejo de vástagos, sino que el ser como estar presente en el sentido de lo que cuenta como un stock de mercancías, como un depósito calculable de utilidades disponibles habla ya uniformemente a todos los habitantes de la Tierra, sin que quienes moran en las zonas no europeas de ésta sepan propiamente de ello ni tan siquiera puedan saber de la procedencia de semejante determinación

del ser. (Los menos amigos de un tal saber son, manifiestamente, los industriosos promotores del desarrollo, que hoy se afanan por poner a los llamados países subdesarrollados a la escucha de esa apelación del ser que habla desde lo más propio de la técnica moderna.)

Pero en modo alguno percibimos sólo y primero al ser como estar presente en la remembranza de la temprana exhibición del desocultamiento del ser que llevaron a cabo los griegos. Del estar presente nos percatamos en toda sencilla reflexión, suficientemente libre de prejuicios, sobre el estar delante y el estar a mano de lo ente. El estar a mano como el estar delante son modos del estar presente. Del modo más apremiante se nos muestra el vasto alcance del estar presente si reflexionamos que también, y precisamente, el estar ausente queda determinado por un estar presente a veces exasperado por la extrañeza.

En todo caso podemos constatar también históricamente la plenitud de transformaciones del estar presente mediante la indicación de que el estar presenten se muestra como el Ἕν, el Uno único y unificador, como el Λόγος, la recolección que salvaguarda todo, como la ἰδέα, οὐσία, ἐνέργεια, substantia, actualitas, perceptio, mónada, como objetividad, como legalidad o positividad legal del autoponerse en el sentido de la voluntad de razón, de amor, de espíritu, de poder, como voluntad de querer en el eterno retorno de lo semejante. Lo historiográficamente constatable se deja hallar dentro de la historia. El despliegue de la plenitud de transformaciones del ser tiene el parecido de una historia del ser. Pero el ser no tiene una historia, tal y como tiene su historia una ciudad o un pueblo. Lo histórico de la historia del ser se determina manifiestamente por y sólo por cómo acontece el ser, y esto quiere decir de acuerdo con lo que se acaba de exponer, por la manera como Se da el ser.

En el alba del desocultamiento del ser es ciertamente pensado el ser, εἶναι, ἐόν, mas no el «Se da». En vez de ello dice Parménides ἔστιν γὰρ εἶναι, «Es, pues, el ser».

Hace años (1946) que en la Carta sobre el humanismo se llamó la atención (p. 32) sobre la mencionada sentencia de Parménides: «ἔστιν γὰρ εἶναι está hoy aún impensado.» Esta indicación quisiera hacer notar que no nos está permitido someter precipitadamente la mencionada sentencia, «Es, pues, el ser», a una interpretación que nos salga cómodamente al paso y haga inaccesible lo pensado en ella. Todo aquello de lo que digamos que sea, es de acuerdo con esto representado como algo ente. Pero el ser no es nada ente. Por ende, el ἔστι sobre el que se ha cargado el acento en la sentencia de Parménides no puede representar como algo ente al ser, al que nombra. El acentuado ἔστι significa por cierto, literalmente traducido, «es».

Sólo que en esa acentuación resuena desde el ἔστι lo que ya antaño pensaron los griegos en el acentuado ἔστι y que nosotros podemos transcribir por «puede». En todo caso continúa siendo el sentido de este poder, antaño y posteriormente, tan impensado como el «Se» o «Ello» que puede ser. Poder ser quiere decir dispensar y dar ser. En el ἔστι se oculta o alberga el Se da.

Al comienzo del pensar occidental es pensado el ser, mas no el «Se da» como tal. Éste se retira a favor del don, que Se da, el cual don será en adelante exclusivamente pensado y conceptualizado como ser por referencia a lo ente.

A un dar que se limita a dar su don, su dádiva, y que, sin embargo, se reserva a sí mismo y se retira, a un tal dar lo llamamos el destinar. Conforme al sentido que así hay que pensar de dar, es el ser, que se da, lo destinado. De esta manera destinada queda cada una de sus transformaciones. Lo histórico de la historia del ser se determina desde lo destinable de un destinar, no desde un acontecer al que se considera indeterminado.

Historia del ser quiere decir destino del ser, destinaciones del ser en las cuales tanto el destinar como también el Se o Ello que destina se abstienen o contienen en la manifestación de sí mismos. Abstenerse, contenerse, se dice en griego ἐποχὴ.

De ahí el discurso acerca de épocas del destino del ser. Época no quiere decir aquí una sección temporal en el acontecer, sino el rasgo fundamental del destinar, el retener‐ se‐a‐sí‐mismo en cada caso a favor de la perceptibilidad del don, es decir, del ser por referencia a la fundamentación de lo ente. La sucesión de las épocas en el destino del ser ni es casual, ni se deja calcular como necesaria. En el destino se anuncia, sin embargo, lo «destinal» en el destino, lo pertinente en la copertenencia de las épocas. Éstas se recubren en su sucesión, de modo que la destinación inicial del ser como presencia (οὐσία) es de distinta manera más y más encubierta.

Sólo el desmantelamiento de estos encubrimientos —tal significa la «destrucción»— suministra al pensar una mirada precursora a lo que entonces se desvela como el destino‐del‐ser. Puesto que por doquier se representa el destino‐del‐ser sólo como historia y ésta como acontecer, en vano se intenta interpretar este acontecer a partir de lo que se dijo en Ser y tiempo sobre la historicidad del estar humano (no la historicidad del ser). El único camino posible sigue siendo, por el contrario, pensar anticipadamente ya desde Ser y tiempo los ulteriores pensamientos sobre el destino‐del‐ser, pensar a fondo lo que en Ser y tiempo se expone sobre la destrucción de la doctrina ontológica del ser de lo ente.

Si Platón se representa al ser como ἰδέα y como χοινωνία de las ideas, Aristóteles como ἐνέργεια, Kant como posición, Hegel como el concepto absoluto, Nietzsche como voluntad de poder, no son éstas doctrinas producidas al azar, sino palabras del ser como respuestas a una apelación que habla en el destinar que se oculta a sí mismo, en el «Se da el ser». En cada caso retenido en la destinación que se retira, el ser con su plenitud de transformaciones es desocultado al pensar. En la tradición de las épocas del destino‐del‐ser queda atado el pensar, y también cuando, y precisamente cuando, cobra memoria de cómo y de dónde recibe en cada caso el ser mismo la determinación que le es propia, a saber, desde el: Se da el ser. El dar se mostró como destinar.

Pero ¿cómo hay que pensar el «Se», el «Ello», que da el ser? Nuestra inicial observación sobre la conjunción de «tiempo y ser» señalaba que el ser como presencia (οὐσία, Anwesenheit, ser‐entrar‐en‐presencia), el presente, acusa, en un sentido todavía no determinado, la impronta de un rasgo temporal, y consiguientemente del tiempo. Esto da pie para conjeturar que el Se o Ello que da ser, que determina al ser como estar presente y dejar presente, pudiera dejarse hallar en lo

que en el titulo “Tiempo y ser» recibe la denominación de «tiempo».

Nos interesamos por esa conjetura y le seguimos el rastro al tiempo con el pensamiento. «Tiempo» nos es conocido por representaciones usuales de la misma manera que «ser», pero también de igual manera desconocido no bien nos proponemos dilucidar lo que tiene de peculiar. Mientras de esa manera hemos estado pensando a propósito del ser se ha demostrado cabalmente: lo peculiar del ser, aquello a donde pertenece y en donde permanece retenido, se muestra en el Se da y en el dar de éste como destinar. Lo peculiar del ser no es ningún tipo de ser. Si le seguimos propiamente el rastro con el pensamiento al ser, entonces la cosa misma nos desvía en cierta manera del ser, y pensamos el destino, que da al ser como don.

Tan pronto como atendemos a ello nos percatamos de que tampoco lo peculiar del tiempo se deja ya determinar con ayuda de la característica usual del tiempo comúnmente representado. La conjunción de tiempo y ser contiene empero la invitación a dilucidar, con la mirada puesta en lo dicho del ser, lo peculiar del tiempo.

Ser quiere decir: estar presente, dejar‐estar‐presente: presencia. En cualquier lugar, no importa dónde, podemos leer, por ejemplo, una comunicación como ésta: «La fiesta se celebró con la presencia, o asistencia, de numerosos invitados.» Una proposición que hubiera podido ser igualmente formulada diciendo: «Con la concurrencia» de numerosos invitados, o siendo numerosos los invitados «presentes».



El presente: apenas nombramos esta palabra y ya estamos pensando en el pasado y el futuro, el antes y el después a diferencia del ahora. Sólo que el presente entendido desde el ahora no es lo mismo en absoluto que el presente en el sentido de la presencia de los invitados (παροὐσία). Pues tampoco decirnos nunca ni tampoco podríamos decir: «La fiesta se celebró con el ahora de numerosos invitados.»

Si debemos, empero, caracterizar al tiempo desde el presente, entendemos éste como el ahora a diferencia del ahora‐ya‐no del pasado y del ahora‐todavía‐no del futuro. Pero el presente significa a la vez presencia o asistencia. Sin embargo, no estamos acostumbrados a determinar lo propio del tiempo desde la perspectiva del presente en semejante sentido. Mucho más es representado el tiempo —la unidad de presente, pasado y futuro desde el ahora. Ya dice Aristóteles que lo que es del tiempo, es decir, lo que está presente del tiempo, es el ahora de cada instante.

Pasado y futuro son un μὴ ὄν τι: algo no ente, que no es desde luego una pura nada, sino más bien algo que está presente, pero al que algo falta, la cual falta es nombrada mediante el «ya no»‐ahora y el «todavía no»‐ahora. Visto así, el tiempo aparece como la secuencia de los ahora, cada uno de los cuales, apenas nombrado, se desvanece ya en lo recién pasado y es ya seguido por lo inmediatamente venidero.

Kant dice del tiempo así representado: «Tiene sólo una dimensión» (Crítica de la razón pura, A31, B47). El tiempo conocido como secuencia en la sucesión de los ahora es el que se tiene en la mente cuando se mide y calcula el tiempo. El tiempo calculado está —así lo parece— a nuestro inmediato alcance, cuando echamos mano del reloj, el aparato que mide el tiempo, miramos la posición de las agujas y constatamos:

«ahora son las 20 (horas) 50». Al decir «ahora» tenemos en mente al tiempo.

Pero en ninguna parte del reloj, que nos indica el tiempo, encontramos el tiempo, ni en la esfera ni en el aparato de relojería. Igual de escasamente encontramos al tiempo en los modernos cronómetros técnicos. Cabe afirmar: cuanto más técnico es el cronómetro, es decir, más exacto y expedito en el efecto de la medición, tanto menos aún nos da la ocasión de pensar a fondo lo propio del tiempo.

Pero ¿dónde está el tiempo? ¿Es en general el tiempo? ¿Tiene un lugar? Evidentemente, no es que el tiempo sea nada. Ojo avizor nos mantuvimos al decir: Se da el tiempo. Con el ojo más avizor aún nos mantenemos y miramos cuidadosamente a lo que se nos muestra como el tiempo, dirigiendo anticipadoramente nuestra vista al ser en el sentido de presencia, del presente. Sólo que el presente en el sentido de la presencia es tan remotamente distinto del presente en el sentido del

ahora, que en modo alguno se deja determinar el presente como presencia desde el presente como ahora. Más bien parece posible la inversa (cfr. Ser y tiempo, § 81). Si tal fuese el caso, el presente como presencia y todo lo que pertenece a tal presente tendría que llamarse el tiempo auténtico o propiamente dicho, a pesar de que no tenga inmediatamente en sí nada del tiempo habitualmente representado en el sentido de la calculable sucesión‐de‐ahoras.

Mas hasta ahora no nos hemos ocupado de mostrar con mayor nitidez lo que quiere decir el presente en el sentido de presencia. Por ésta es determinado el ser unitariamente como estar presente y dejar estar presente, es decir, como desocultamiento.

¿En qué cosa pensamos cuando decimos asistir o estar presente? El sistere del asistir, el estar del estar presente, quiere decir permanecer. Mas harto rápidamente nos damos por satisfechos al entender el permanecer como mero durar y al durar tomando como hilo conductor la representación habitual del tiempo como un trecho temporal de un ahora a otro que le sigue. El discurso del estar‐presente, el discurso del a‐sistir, demanda, sin embargo, que percibamos en el permanecer como per‐manecer el aguardar y seguir aguardando. El estar presente nos atañe, la palabra alemana que designa al tiempo presente, Gegenwart, quiere decir: aguardar‐nos a nosotros, los humanos.

¿Quiénes somos nosotros? Persistimos en nuestra actitud de mantenernos ojo avizor con la respuesta. Pues bien pudiera ser que lo que caracteriza al hombre como hombre, se determina precisamente desde lo que tenemos que meditar aquí: el hombre, aquel a quien atañe o importa la presencia, el que desde tal atingencia, desde tal importancia, asiste, está a su manera presente, a todo lo que está presente y ausente.

El hombre, íntimamente instalado en el hecho de que le atañe la presencia, y esto empero de modo que recibe como don el estar presente que Se da, mientras percibe lo que aparece en el dejar estar presente. Si no fuera el hombre el constante receptor del don desde el «Se da presencia», si no alcanzase al hombre lo ofrendado o regalado en el don, entonces, por ausencia de este don, no sólo permanecería el ser oculto, no sólo permanecería además clausurado, sino que el hombre quedaría excluido del alcance de la regalía del: Se da el ser. El hombre no sería hombre.

Ahora parece como si al hacer referencia al hombre nos hubiéramos desviado del camino por el que queríamos seguir el rastro con el pensamiento a lo propio del ser. En cierto modo, así es. Sin embargo, estamos más cerca de lo que creemos de esa cosa, de ese asunto que se llama tiempo y que debe mostrarse propiamente desde el presente como presencia.

Presencia quiere decir: el constante seguir aguardando que atañe al hombre, que lo alcanza y que le es ofrendado. Pero ¿de dónde entonces este alcanzar ofrendador, al que pertenece el tiempo presente como asistir o estar presente, en la medida en que da presencia? Ciertamente al hombre le afecta y atañe siempre el estar presente de un algo que está en cada caso presente, sin que él repare propiamente con ello en el estar presente mismo. Pero con harta frecuencia, que es tanto como decir siempre, nos atañe también el estar ausente. En primer lugar por lo que respecta a muchas cosas que no están ya presentes de la manera que sabemos del estar presente en el sentido del presente. Y, sin embargo, también este ya‐no‐presente está inmediatamente presente en su estar ausente, a saber, según el modo del pasado que nos atañe. Éste no se desvanece como lo meramente consumido de lo que antes fue ahora. Lo pasado está más bien presente, pero a su propia manera. En el pasado se extiende el estar presente.

Pero el estar ausente nos atañe en el sentido de lo todavía no presente según el modo del estar presente en el sentido del ad‐venir‐nos. El discurso del ad‐venirnos ha llegado a convertirse en un tópico. Así se oye decir: «El futuro ha empezado ya», lo cual no es el caso, porque el futuro nunca jamás comienza, en la medida en que el estar ausente como el estar presente de lo todavía‐no‐presente nos atañe siempre ya de alguna manera, es decir, está presente tan inmediatamente como el pasado. En el por‐venir, en el ad‐venir‐nos se extiende el estar presente.

Pero si atendemos todavía más avizoradoramente a lo dicho, entonces encontramos en el estar ausente, ya sea el pasado, ya sea el futuro, una manera de estar presente y de atingencia que en modo alguno coincide con el estar presente en el sentido del presente inmediato. De acuerdo con esto conviene tener en cuenta que no todo estar presente es, cosa extraña, necesariamente el tiempo presente. Pero ese estar presente, esto es, el atañer o concernir que nos alcanza, lo encontramos también en el tiempo presente. También en él se extiende el estar presente.

¿Cómo debemos determinar esta regalía, esta extensión del estar presente que entra en juego en el presente, en el pasado, en el futuro? ¿Reposa este extender en que nos alcanza, o nos alcanza porque es en sí un extender? Lo último es el caso.

Advenir como todavía no presente, extiende y aporta simultáneamente lo ya no presente, el pasado, y a la inversa éste, el pasado, se extiende hasta alcanzar el futuro.

La relación de cambio de ambos extiende y aporta simultáneamente al presente.

Decimos «simultáneamente» y con ello adjudicamos al recíproco extenderse de futuro, pasado y presente, esto es, a su propia unidad, un carácter temporal.

Este proceder no es, manifiestamente, conforme a la cosa, supuesto que tengamos que nombrar «tiempo» a la ahora mostrada unidad del extender y exactamente a ella. Pues el tiempo no es él mismo nada temporal, tan escasamente como es algo ente. De ahí que no nos esté permitido decir que futuro, pasado y presente estén «simultáneamente» ante nosotros. Sin embargo, su recíproco ofrendar‐se les pertenece en común. Su unificante unidad sólo puede determinarse desde lo que

les es propio, que se ofrendan mutuamente. Pero ¿qué ofrendan mutuamente?

No otra cosa que a sí mismos, y esto quiere decir: el estar‐presente en ellos ofrendado. Con esto se esclarece lo que llamamos el espacio‐tiempo. Pero con la palabra «tiempo» no mentamos ya la secuencia de la sucesión de ahoras. De acuerdo con esto, espacio‐tiempo tampoco significa ya sólo la distancia entre dos «ahora» puntuales del tiempo calculado, al que tenemos en mente cuando, por ejemplo, constatamos: en el espacio temporal de cincuenta años sucedió esto y aquello. Espacio‐ tiempo nombra ahora lo abierto, que se esclarece en el recíproco‐ofrendar‐sede porvenir, pasado y presente. Solamente éste y sólo él abre o espacia al espacio que nos es habitualmente conocido su posible extensión. El esclarecedor y recíproco ofrendar‐se de futuro, pasado y presente es él mismo preespacial; sólo por ello puede espaciar, esto es, dar espacio.

El espacio de tiempo comúnmente entendido en el sentido de la distancia medida de dos puntos temporales es el resultado del cálculo del tiempo. Por ella es el tiempo representado como línea y parámetro y, por ende, unidimensional, medido numéricamente. Lo dimensional así pensado del tiempo como la secuencia de la sucesión de ahoras es sustraído a la representación tridimensional del espacio.

Antes de todo cálculo del tiempo y con independencia de él, lo propio del espacio‐tiempo del tiempo auténtico reposa, empero, en el esclarecedor y recíproco ofrendar‐se de futuro, pasado y presente. De acuerdo con esto es propio del tiempo auténtico y sólo de él lo que llamamos, dando fácilmente lugar a malinterpretado, dimensión, mensuración. Ésta reposa en el caracterizado ofrendar esclarecedor, en tanto que el porvenir aporta el pasado, este aquél, y la mutua relación de cambio de ambos el esclarecimiento de lo abierto. Pensado desde este triple ofrendar, se demuestra el tiempo propio como tridimensional. Dimensión —repitámoslo— es aquí pensada no sólo como ámbito de la posible medición, sino como el extenderse de un cabo a otro, como el ofrendar esclarecedor. Sólo éste permite representar y delimitar un ámbito de medida.

Pero ¿de dónde recibe entonces su determinación la unidad de las tres dimensiones del tiempo auténtico, esto es, de sus tres maneras, implicadas en mutuo juego, del ofrendar de cada propio estar presente? Acabamos de escuchar. Tanto en el advenir de lo todavía‐no‐presente como también en el haber sido de lo ya‐nopresente y hasta en el presente mismo juega en cada caso una especie de atingencia y aportación, es decir, de estar presente. Este estar presente que así hay que pensar no lo podemos adjudicar a una de las tres dimensiones del tiempo, a saber, a la que tenemos más cerca, el presente. Mucho más bien descansa la unidad de las tres dimensiones del tiempo en el juego de cada una con cada una de las otras. Este juego se muestra como el auténtico ofrendar que juega en lo propio del tiempo, y por tanto algo así como la cuarta dimensión no sólo algo así como, sino desde la cosa.

El tiempo auténtico es tetradimensional.

Lo que nosotros, empero, llamamos en nuestra enumeración la cuarta dimensión es la primera según la cosa, a saber, la regalía que todo lo determina. Ella aporta en el porvenir, en el pasado y en el presente el estar presente que le es propio a cada uno, los mantiene esclarecedoramente separados y los mantiene también juntos en la cercanía, de la cual quedan las tres dimensiones mutuamente cercanas.

Por eso denominamos al primero, inicial y en el sentido literal in‐iciante extender, en el que reposa la unidad del tiempo auténtico, la cercanía acertante, «cercanidad» [«Naheit»] —una antigua palabra todavía utilizada por Kant—. Pero ella acerca mutuamente porvenir, pasado y presente, en la medida en que los aleja.

Pues mantiene abierto lo sido, en tanto le recusa su porvenir como presente. Este acercar de la cercanía mantiene el advenir desde el futuro, en tanto que precontiene el presente en el venir. La cercanía acertante tiene el carácter de la recusación y de la retención. Ella mantiene juntos de antemano, en su unidad, los modos del extender de pasado, advenir y presente.

El tiempo no es. Se da el tiempo. El dar, que da tiempo, se determina desde la recusante‐retinente cercanía. Procura lo abierto del espacio‐tiempo y preserva lo que permanece recusado en el pasado, retenido en el futuro. Denominamos al dar que se da el tiempo auténtico, la regalía esclarecedora‐ocultadora. En la medida en que la regalía misma es un dar, se oculta en el tiempo auténtico el dar de un dar.

Pero ¿dónde se da el tiempo y el espacio‐tiempo? Por acuciante que pueda parecer a primera vista esta pregunta, no nos está ya permitido preguntar de semejante manera por un dónde, por el lugar del tiempo. Porque el tiempo auténtico mismo, la región de su triple regalía determinada por la cercanía acercante, es la localidad preespacial, sólo merced a la cual se da un posible donde.

Ciertamente la filosofía ha preguntado también, siempre que ha rastreado con el pensamiento al tiempo, adónde pertenece. Con ello se tenía preferentemente en la mirada el tiempo calculado como curso de la secuencia de la sucesión de ahoras.

Se explicaba que el tiempo enumerado con el que calcular, no puede darse sin la ψυὴ, no sin el animus, no sin el alma, no sin la consciencia, no sin el espíritu. El tiempo no se da sin el hombre. Ahora bien, ¿qué mienta este «no sin»? ¿Es el hombre el donante del tiempo o su receptor? Y si es esto último, cómo recibe el hombre el tiempo? ¿Es el hombre primero hombre, para tomar luego en recepción ocasionalmente, esto es en algún tiempo, al tiempo y asumir la relación a éste? El tiempo auténtico es la cercanía que concilia en unidad su triple y esclarecedora regalía de estar presente desde el presente, el pasado y el futuro. Ella ha alcanzado ya y de tal manera al hombre en cuanto tal, que éste sólo puede ser hombre en la medida en que está en el interior de la triple regalía y ante la recusante‐retinente cercanía que lo determina. El tiempo no es ningún producto del hombre, el hombre no es ningún producto del tiempo. Aquí no se da ningún producir. Se da sólo el dar en el sentido del denominado ofrendar o extender esclarecedor del espacio‐tiempo. Mas, una vez acordado que la manera del dar en la que el tiempo se da exige la caracterización

expuesta, seguimos estando siempre ante el enigmático Se o Ello que nombramos en el habla: Se da el tiempo, Se da el ser. Crece el peligro de que con el nombramiento del «Se» o «Ello» introduzcamos arbitrariamente una potencia indeterminada que debe poner en marcha todo dar de ser y de tiempo. Sin embargo, escapamos a la indeterminación y evitamos el arbitrio en cuanto nos atenemos a las determinaciones del dar, que hemos intentado mostrar, y ciertamente desde el mirar, ojo avizor, al ser como presencia y al tiempo como región de la regalía del esclarecimiento de un múltiple estar presente. El dar en el «Se da el ser» se mostró como destinar y como destino de presencia en sus transformaciones epocales.

El dar del «Se da el tiempo» se mostró como regalía esclarecedora de la región tetradimensional.

En la medida en que en el ser como presencia se anuncia algo así como el tiempo, se robustece la ya mencionada conjetura de que el tiempo auténtico, la cuádruple regalía de lo abierto, se deja hallar como el «Se» o «Ello», que da el ser, es decir, el estar presente. La conjetura parece confirmarse por entero si reparamos en que también el estar ausente se anuncia en todo caso como una manera de estar presente. Entonces se mostró en el sido, que deja estar presente lo ya‐no‐presente por recusación del presente, se mostró en el ad‐venir‐nos, que deja o hace estar presente lo aún‐no‐presente mediante retención del presente, esa especie de regalía esclarecedora, que da a lo abierto todo estar presente.

Así el tiempo auténtico aparece como el Se o Ello al que nombramos al decir:

Se da el ser. El destino en el que se da el ser reposa en la regalía del tiempo. ¿Se demuestra por esta indicación el tiempo como el Se o Ello que da ser? En modo alguno.

Porque el tiempo sigue siendo él mismo el don de un «Se da» cuyo dar preserva la región en la que es tendida la presencia. Enigmático sigue siendo, pues, el Se, y nosotros mismos seguimos estando perplejos. En tal caso es sensato determinar el Se o Ello, que da, desde el ya caracterizado dar. Éste se mostró como destinar del Ser, como tiempo en el sentido del regir o regalar esclarecedor.

(¿O nos sentimos ahora perplejos sólo porque nos dejamos inducir a error por el lenguaje o, para ser más precisos, por la exégesis gramatical del lenguaje, y por causa de este error nos aferramos a un «Se» o «Ello» que debe dar, pero que él mismo precisamente no da? Al decir: Se da el ser, Se da el tiempo, estamos enunciando proposiciones. Según la gramática, una proposición consta de sujeto y predicado.

El sujeto de la proposición no tiene que ser necesariamente un sujeto en el sentido de un yo o de una persona. De ahí que la gramática y la lógica conciban a las proposiciones de «se» o de «ello» como impersonales y como proposiciones sin sujeto. En otros lenguajes indogermánicos, en griego y en latín, falta el «Se» o «Ello», al menos como palabra y forma fonética, lo cual empero no significa que el mentado Se o Ello no esté co‐pensado: en latín pluit, llueve; en griego χρὴ, hace

necesario.

Pero ¿qué significa este «Se»? La ciencia y la filosofía del lenguaje han reflexionado profusamente al respecto, sin que se haya encontrado una aclaración válida.

El círculo de significaciones mentado por el «Se» fluctúa desde lo irrelevante hasta lo demoníaco. El «Se» dicho en el habla «Se da el ser», «Se da el tiempo» nombra presumiblemente algo privilegiado en lo que aquí no hay que entrar. Por eso nos damos por contentos con una reflexión fundamental.

De acuerdo con la explicación lógico‐gramatical, aquello de lo cual se enuncia o predica algo aparece como sujeto: ὑποκείμενον, lo ya subyacente, lo que de alguna manera está presente. Lo que es adjudicado al sujeto como predicado, se muestra como lo que está ya co‐presente con lo que está presente, el συμβεβηκός, accidens: la sala está iluminada. En el «Se» del «Se da el ser» habla un estar presente de algo que está presente, por tanto en cierto modo un ser. Si ponemos esto en lugar del Se, entonces la proposición «Se da el ser» dice tanto como «El ser da el ser».

Con ello volvemos a caer en las dificultades mencionadas al comienzo de la conferencia: el ser es. Pero en tan escasa medida «es» el ser como lo «es» el tiempo. De ahí que abandonemos ahora el intento de que, caminando sin más en solitario, el Se o Ello se determine por sí mismo. Queda, empero, fijo en nuestra mirada que: El «Se» nombra, en todo caso en la interpretación de momento disponible, un estar presente del estar ausente.

Teniendo en cuenta que en el decir «Se da el ser», «Se da el tiempo», no se trata de enunciados sobre el ente, mientras que la estructura proposicional de las proposiciones fue, sin embargo, transmitida por los gramáticos greco‐romanos por exclusiva referencia a tales enunciados, consideremos asimismo la posibilidad de que al decir: «Se da el ser», «Se da el tiempo», no se trate, contra toda apariencia, de enunciados, que estén siempre fijos en la estructura proposicional de la relación‐ sujeto‐predicado. Pero ¿de qué otro modo debemos traer a la mirada el «Se» dicho en el mencionado decir «Se da el ser», «Se da el tiempo»? Sencillamente así: que pensemos al «Se» desde el modo del dar que le pertenece: el dar como destino, el dar como regalía esclarecedora. Ambos se pertenecen mutuamente, en la medida en que aquél, el destino, reposa en ésta, la regalía esclarecedora.)

En el destinar del destino del ser, en la regalía del tiempo se muestra un apropiarse, un super‐apropiarse, que lo es del ser como presencia y del tiempo como ámbito de lo abierto en lo que uno y otro tienen de propio. A lo que determina a ambos, ser y tiempo, en lo que tienen de propio, esto es, en su recíproca copertenencia, lo llamamos: el acaecimiento [das Ereignis]. Lo que esta palabra nombra, sólo lo podemos pensar ahora desde lo que se anuncia cuando se mira con ojo avizor al ser y al tiempo como destino y como regalía, allí donde ser y tiempo tienen su asiento y origen. A ambos, tanto al ser como al tiempo, los hemos llamado cosas o asuntos, cuestiones. La «y» entre ambos deja sin determinar su recíproca relación.

Por añadidura se muestra lo siguiente: Lo que deja que ambas cosas se pertenezcan recíprocamente, lo que no sólo trae a ambas cosas a lo que tienen de propio, sino que las conserva y mantiene en su recíproca pertenencia, la condición natural de ambas cosas, la índole de la cosa es el acaecimiento. La condición o índole de la cosa no se le sobreañade supletoriamente, como una relación superpuesta, al ser y al tiempo. La índole de la cosa se apropia primero al ser y al tiempo desde la interna relación que uno y otro guardan entre sí en lo que tienen de propio, y ello,

ciertamente, mediante el apropiar que se oculta en el destino y en la regalía esclarecedora.

De acuerdo con esto el Se, el Ello que da en «Se da el ser», «Se da el tiempo», se acredita como el acaecimiento. Este enunciado es justo y, sin embargo, a la vez incierto, por cuanto nos oculta la índole de la cosa; pues en vano nos la hemos representado como algo que está presente, cuando lo que intentamos es, empero, pensar la presencia como tal. Mas quizá nos hayamos desembarazado de un solo golpe de todas las dificultades, de todas las prolijas y aparentemente infructuosas explicaciones, si planteamos y le damos respuesta a la sencilla pregunta que hace tiempo nos acucia: ¿qué es el acaecimiento?

Permítasenos intercalar al respecto una pregunta. ¿Qué quiere decir aquí «responder» y «respuesta»? Por responder se entiende el decir que corresponde a la índole de la cosa a pensar, esto es, al acaecimiento. Mas, si la índole de la cosa prohíbe el decir de ella al modo de un enunciado, entonces es menester que renunciemos a la proposición enunciativa a esperar en la planteada pregunta. Esto significa, empero, confesar la impotencia de pensar de conformidad con la cosa lo que aquí hay que pensar. ¿O es más aconsejable renunciar no sólo a la respuesta, sino antes aún a la pregunta? Entonces, ¿qué es lo que pasa con esta pregunta que no estamos planteando forzadamente, que está justificada y es ilustradora: qué es el acaecimiento? Con ella preguntamos por el qué, por la esencia, por cómo es y está, en consecuencia, presente el acaecimiento.

Con la aparentemente inocente pregunta: ¿qué es el acaecimiento?, demandamos un informe sobre el ser del acaecimiento. Pero, si resulta que el ser mismo en cuanto tal se muestra como lo que pertenece al acaecimiento y recibe de él la determinación de presencia, entonces la pregunta formulada anteriormente nos retrotrae a aquello que reclama ante todo su determinación: el ser desde el tiempo. Esta determinación se mostró al mirar ojo avizor al «Se» que da, al escrutar con la mirada los mutuamente trabados modos del dar, el destinar y el extender. El destinar del ser reposa en la esclarecedora‐ocultante regalía del múltiple estar presente en la región abierta del espacio‐tiempo. Pero la extensión de la regalía reposa, a una con el destinar, en el acaecer como apropiar. Esto, es decir, lo peculiar del acaecimiento, determina también el sentido de aquello que aquí es denominado el reposar.

Lo ya dicho permite, y en cierto modo exige incluso, decir cómo no hay que pensar el acaecimiento. Lo nombrado con el nombre alemán das Ereignis (el acaecimiento) no podemos representárnoslo ya tomando como hilo conductor el significado usual de la palabra; pues éste la entiende en el sentido de evento y suceso — no desde el apropiarse como el esclarecedor y salvaguardante extender y destinar.

Así se ha oído recientemente el comentario de que la proyectada unificación dentro de la Comunidad Económica Europea sea un acaecimiento europeo de importancia histórica mundial. Mas si en el contexto de una dilucidación del ser nos sale al paso la palabra «acaecimiento» y se presta oídos a esta palabra sólo según la significación usual, entonces se impone formalmente hablar del acaecimiento del ser. Pues sin el ser no puede ser ningún ente como tal. De acuerdo con esto, cabe poner en circulación al ser atribuyéndole el carácter de acaecimiento supremo, el

más importante de todos.

Sólo que el único objetivo de esta conferencia se encamina a traer a la mirada al ser mismo como acaecimiento. Sólo que lo nombrado con las palabras «el acaecimiento» [das Ereignis] dice enteramente otra cosa. De acuerdo con esto hay que pensar también el inaparente, y siempre capcioso porque polisémico, vocablo «como». Supuesto que, con vistas a la dilucidación de ser y tiempo, dejemos seguir su camino a la significación usual de la palabra alemana Ereignis (acaecimiento) y, en lugar de a dicha significación, sigamos al sentido que se indica en el destinar de la presencia y en la regalía esclarecedora del espacio‐tiempo, entonces queda también así aún indeterminada el habla del «ser como acaecimiento». «Ser como el acaecimiento»: Antaño pensó la filosofía al ser, desde el ente, como ἰδέα, como ἐνέργεια, como actualitas, como voluntad y ahora —cabría pensar— como acaecimiento. Así entendido, mienta «acaecimiento» una interpretación declinada del ser que, si resulta legítima, representa una continuación de la metafísica.

El «como» significa en este caso: acaecimiento como una especie del ser, subordinada al ser, que constituye el establecido concepto conductor. Si pensamos empero, como se intentó, ser en el sentido de estar presente y dejar estar presente, que se da en el destino, el cual reposa por su parte en la esclarecedora‐ocultadora regalía del tiempo auténtico, entonces el ser pertenece al [acaecer como] apropiar. Desde éste reciben su determinación el dar y su don. Entonces sería el ser una especie de acaecimiento y no el acaecimiento una especie del ser.

La huida a semejante inversión sería demasiado fácil. Soslaya con el pensamiento la índole de la cosa. El acaecimiento entendido como «apropiación» o acaecimiento apropiador no es el concepto abarcante superior, bajo el cual se dejan ordenar ser y tiempo. Las relaciones de ordenación lógica aquí no dicen nada. Pues, si buscamos con el pensamiento el rastro al ser mismo y seguimos lo que tiene de propio, el ser se demuestra como el don, concedido en verdad mediante la regalía del tiempo, del destino de la presencia. El don, la donación del estar presente es propiedad del apropiar. El ser desaparece en el acaecimiento apropiador. En la frase «el ser como el acaecimiento» significa el «como» ahora: ser, dejar estar presente destinado en el apropiar, tiempo ofrendado en el apropiar. Ser y tiempo apropiados en el acaecimiento apropiador. ¿Y este mismo? ¿Cabe decir todavía más del acaecimiento apropiador?

Más se pensó, aunque no fue dicho con propiedad, durante el camino, y ello es: que al dar como destinar le pertenece el contenerse, y, asimismo, que en el ofrendarse de pasado y porvenir entran en juego la recusación de presente y la retención de presente. Lo ahora nombrado: contenerse, recusación, retención, muestra algo así como un retirarse, dicho brevemente: la retirada. Pero en la medida en que los modos por ésta determinados del dar, el destinar y el tender, reposan en el apropiar, ha de pertenecer la retirada a lo peculiar del acaecimiento apropiador.

Dilucidar esto no es ya asunto de la presente conferencia. (Con toda brevedad y con la insuficiencia inherente al estilo de una conferencia, valgan las siguientes indicaciones sobre lo peculiar en el acaecimiento apropiador.

El destinar en el destino del ser fue caracterizado como un dar, en el que lo destinante mismo se retiene y retira en el retenerse del desocultamiento.

En el tiempo auténtico y su espacio‐tiempo se mostró el ofrendar del pasado, y por tanto de lo ya‐no‐presente, la recusación de éste. En el ofrendar del futuro, y por tanto de lo aún‐no‐presente, se mostró la reserva de éste. Recusación y retención acusan el mismo rasgo que el contenerse en el destinar: a saber, el retirarse.

En la medida, pues, en que el destino del ser reposa en la regalía del tiempo y éste con aquél en el acaecimiento apropiador, se anuncia en el apropiar lo que le es peculiar a dicho acaecimiento, que lo que tiene de más propio lo retira el desocultamiento sin límite. Pensado desde el apropiar, esto quiere decir: el acontecimiento apropiador se expropia, en el mencionado sentido, de sí mismo. A la apropiación del acaecimiento apropiador como tal pertenece la expropiación. Por ella no se abandona el acaecimiento apropiador, sino que preserva su propiedad.

Otro rasgo peculiar del acaecimiento apropiador lo divisamos, tan pronto como meditemos lo ya dicho con la suficiente nitidez. En el ser como estar presente se anuncia la atingencia, que hasta tal extremo nos atañe a nosotros, los hombres, que es al percatarnos de ella y aceptarla como alcanzamos lo distintivo del ser hombre. Pero este aceptar la atingencia del estar presente reposa en el estar instalado en el interior de la región de la regalía, por cuya virtud nos alcanza el tiempo

auténtico en sus cuatro dimensiones.

En la medida en que tiempo y ser sólo se dan en el apropiar, a este último pertenece lo peculiar que trae al hombre a lo que él tiene de propio como aquel que se percata del ser, mientras persiste en el interior del tiempo auténtico. Así apropiado pertenece el hombre al acaecimiento apropiador.

Este pertenecer reposa en la reapropiación que caracteriza a dicho acaecimiento.

Por ella está el hombre a él comprometido. Aquí reside el que no podamos poner ante nosotros el acaecimiento apropiador, ni como algo que se nos enfrenta, ni como lo que todo lo abarca. De ahí que el pensar fundamentante‐representante corresponda tan escasamente al acaecimiento apropiador como el decir meramente enunciativo.)

En la medida en que tanto el tiempo como el ser, en su condición de dones del apropiar, sólo han de ser pensados desde éste, tiene que ser también correlativamente meditada la relación del espacio al acaecimiento apropiador. Esto, ciertamente, sólo puede salir bien, si antes hemos divisado la procedencia del espacio de lo peculiar, suficientemente pensado, del lugar. [Cfr. «Construir Habitar Pensar» (1951), en Conferencias y artículos (1954), pp. 145 ss.]

El intento, abordado en Ser y tiempo, § 70, de reducir la espacialidad del estar humano a la temporalidad ya no se deja mantener.

El escrutinio del ser mismo, el escrutinio del tiempo mismo, el poner la mira en el destino del ser y en la regalía del espacio‐tiempo hicieron, ahora, ciertamente divisable qué dice «acaecimiento apropiador». Ahora bien, ¿arribamos por este ca mino a algo que no sea una mera construcción de pensamientos? Desde la trastienda de esta sospecha habla la opinión de que el acaecimiento apropiador tiene que «ser», no obstante, algo ente. Empero, el acaecimiento apropiador ni es ni se da. Decir tanto lo uno como lo otro significa una inversión de la índole de la cosa, igual que si quisiéramos hacer manar la fuente del torrente.

¿Qué queda por decir? Sólo esto: el acaecimiento apropiador acaece apropiadoramente [o: la apropiación apropia]. Con lo cual, yendo de lo mismo a lo mismo, decimos lo mismo. Aparentemente, esto no dice nada. Tampoco dice nada mientras escuchemos lo dicho como una mera proposición y lo entreguemos al interrogatorio de la lógica. Pero ¿qué pasa si aceptamos sin desmayo lo dicho como el punto de apoyo para la meditación y acto seguido advertimos, reflexionando, que esto mismo ni siquiera es algo nuevo, sino lo más antiguo de lo antiguo en el pensar occidental: lo primordialmente antiguo, que se oculta en el nombre Ἀ‐λήθεια?

Desde lo que es anticipadamente dicho por este que es el inicial de todos los motivos conductores del pensar, habla una vinculación que obliga a todo pensar, supuesto que éste se someta a aquello a que apela lo que ha de ser pensado.

Mediante el escrutinio del tiempo propiamente dicho en lo que tiene de propio —desde el acaecimiento como apropiación— ha resultado procedente pensar el ser sin referencia a la relación del ser a lo ente.

Pensar el ser sin lo ente quiere decir: pensar el ser sin referencia a la metafísica.

Pero una tal referencia continúa siendo también dominante en la intención de superar la metafísica. De ahí que convenga desistir de ese superar y abandonar la metafísica a sí misma.

Si sigue siendo necesaria una superación, ésta concierne entonces a ese pensamiento que se compromete propiamente en, desde y hacia el acaecimiento apropiador, para decirlo.

Conviene porfiar en la superación de los impedimentos que con facilidad hacen insuficiente un tal decir.

Un impedimento de esta suerte lo sigue siendo también el decir acerca del acaecimiento apropiador al modo de una conferencia. Ésta ha hablado sólo en proposiciones enunciativas.