sábado, 6 de octubre de 2007

"Las cuatro muertes de Diógenes el perro" por Roxana Kreimer.




En culturas de transmisión de conocimiento primariamente oral y subsidiariamente escrito, en las que la poesía en general y el mito y el enigma en particular aún figuran como formas de verdad, la idea de historia aún no ha perdido su sentido original de narración, de relato[1], connotación que tiende a diluirse casi por completo con el acrecentamiento del prestigio de la letra impresa y la escrupulosidad en las citas propios de la modernidad. Es ese sentido primigenio de la noción de historia el que conservan las anécdotas como composiciones colectivas de enunciación que, a la manera de los fastos romanos, en tanto registros públicos que atesoran acciones memorables, animan las Vidas de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio.

Entre las narraciones sobre los filósofos antiguos acopiadas o fabuladas por Laercio –no será relevante aquí discernir si en efecto los hechos relatados tuvieron o no lugar, ya que en uno u otro caso se trata de panegíricos de los que en mayor o menor medida la posteridad se ha hecho eco-, las que corresponden a las distintas versiones acerca de la muerte de Diógenes el cínico resultan de peculiar significación. Una de ellas presume que Alejandro el Grande y Diógenes el perro murieron el mismo día del mismo año.[2] “Hay varias versiones sobre la muerte de Diógenes –escribe Laercio-. Una es que murió de un cólico luego de ingerir un pulpo crudo. Otra indica que habría muerto voluntariamente conteniendo la respiración (...). Otra versión afirma que, al tratar de compartir un pulpo con los perros, fue mordido con tal ferocidad en que esto causó su muerte”.[3] El fin de Diógenes el perro sugiere menos un fenómeno biológico que narrativo: la razón cínica aparece abreviada en un puñado de réquiems que no solo resultan consecuentes con su vida sino que en cierto modo la crean.

Apunta Laercio que de acuerdo al trabajo de Demetrio Hombres con el mismo nombre, “el día que Alejandro murió en Babilonia, Diógenes murió en Corinto”.[4] Michel Onfray niega la coincidencia de ambas muertes: “Hoy sabemos que Diógenes murió a causa de la ingestión del pulpo crudo cinco años antes que Alejandro”.[5] Sea como fuere, subyace en la coincidencia marcada por Demetrio la voluntad de reunir a dos figuras disímiles en una fecha precisa (el día de su muerte), y en un sitio preciso (la plaza de Atenas): “Alejandro se paró delante de Diógenes y le dijo: ´Pídeme lo que quieras, que te lo concederé´, a lo que Diógenes respondió: ´Córrete, que me tapas el sol´”.[6] Ambas citas –en espacio y tiempo- oponen por un lado a Alejandro el Grande, el conquistador que sueña con adueñarse del mundo erigiendo una monarquía universal, con la cuota de crímenes y rapiña que supone tamaña empresa; y por el otro a Diógenes el perro, el “linyera” dueño de sí mismo que recusa radicalmente toda forma de poder.

Razón de Estado y razón individual confrontadas en la frase que consigna Hecato en Anécdotas, de acuerdo al testimonio de Laercio: “Si no hubiera sido Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes”[7]. Los siglos que median entre la existencia histórica del cínico y el escrito de Laercio parecen haber enhebrado dos emblemas divergentes en la megalomanía y en la práctica iconoclasta de Alejandro y Diógenes respectivamente (el perro simbolizó la impudicia entre los griegos; “Una breve reflexión sobre las cosas que los perros hacen en público –advierte Amstrong- pondrá de manifiesto cuál fue la dirección seguida por los cínicos en su escarnio de las convenciones. De manera particular, Diógenes llevó al extremo está actitud”).[8]

Expuesto a la venta por unos piratas que lo habían capturado como esclavo en Aegina, un posible comprador le pregunta por sus destrezas: “Gobernar hombres”, responde.[9] La ironía plantea una ética lúdica que no está ausente en la simultaneidad cronológica de las muertes de Diógenes y Alejandro, coincidencia que hoy sabemos que solo tuvo lugar en el imaginario de la antigüedad clásica..

Otra de las versiones acerca de la muerte de Diógenes indica que murió voluntariamente conteniendo la respiración, tal como habrían consignado sus amigos y Cercidas de Magalópolis.[10] Conocida técnica de autodominio, el control de la respiración permite a Diógenes adueñarse de su muerte del mismo modo que se adueña de su vida. Muerte biológica improbable –es imposible asfixiarse apretando los dientes y conteniendo la respiración-, la metáfora pretende que hasta el último acto de Diógenes encarne su voluntad de autodeterminación. Cercidas vincula el dominio que Diógenes ejerce sobre sí mismo con la auténtica estirpe divina: en la morada de los dioses Diógenes es consagrado “sabueso celestial”.

Exponente de la más puntual tradición socrática, Diógenes estima que solo puede ser dueño de sí mismo quien toma a la sabiduría como única moneda de buena ley y por ella está dispuesto a cambiar todas las demás cosas. Como Sócrates, que pasea por el mercado y exclama “Cuántas cosas hay que no necesito”[11], Diógenes sabe que solo es pobre quien desea más de lo que puede adquirir. De las narraciones de Laercio se infiere que los discípulos de Diógenes menosprecian el dinero de manera espectacular. Crates lo deposita en casa de un cambista con la condición de que lo distribuya entre sus hijos si se convierten en “gente común”, y entre la gente de pueblo si sus hijos deciden ser filósofos. Diocles arroja su dinero al mar y dona sus tierras para pasto de ganado. Mónimo Siracusano finje un brote de locura y desparrama por la calle buena parte de la moneda depositada en el banco corintio para el que trabaja.[12]

El emblema de autodeterminación cifrado en la asfixia por mano propia –muerte que también habría elegido el cínico Metrocles[13], no aparece vinculado solo a condiciones sociales sino también a un estado del espíritu que aqueja tanto al amo como al esclavo. La razón cínica juzga esclavo a quien complica su existencia innecesariamente, a quien prefiere ser conducido a gobernarse a sí mismo, a quien impone a los demás y se impone a sí mismo trabajos inútiles, y a quien debe velar por objetos y sujetos que figuran servirlo. Esclavo es para el cínico quien se propone dominar y pone a todas las cosas –y especialmente a sí mismo- en tensión. Porque esclavo es también quien ignora su propia esclavitud. Crates propone filosofar “hasta el punto en que los generales del ejército parezcan conductores de monos”.[14]

Morir conteniendo la respiración supone también cierta economía para eludir la servidumbre que puede deparar la prolongación de la vida. Aguardar la muerte como un descanso erige a la inmortalidad y no al fin de la vida en verdadera amenaza. La muerte es para Diógenes una instancia de reunión con la naturaleza. Por ello, tal como escribe Laercio, dejó órdenes estrictas para que después de muerto lo arrojaran en una zanja y esparcieran cenizas sobre su cadáver.[15] Razones análogas justifican su aceptación de la antropofagia, práctica cuya naturalidad, recalca Diógenes, atestiguan las costumbres de varios pueblos.[16] Explica Laercio que para Diógenes “todos los elementos están contenidos en todas las cosas: la carne constituye el pan así como el pan constituye los vegetales”.[17]

El principio de autodeterminación, pilar de la razón cínica, supone el rechazo del trabajo como precio para ser admitido en la civilización. La tradición prefiere recordar a Diógenes viviendo en un tonel, desprovisto de posesiones, aguijoneando como un tábano a sus conciudadanos en los espacios públicos a la manera de Sócrates: también para el cínico la sabiduría está en la plaza y se adquiere en la vida práctica. Pero, a diferencia de la dominante tradición platónico-aristotélica, Diógenes no rechaza el trabajo para que otros lo realicen por él. Cuenta Laercio que, de acuerdo a ciertos autores, cuando Platón vio a Diógenes lavando lechuga, se acercó calladamente y le dijo: ´Si estuvieras en la corte de Dionisos, no estarías lavando lechuga´”[18], y que Diógenes, con idéntica calma, respondió: ´Si lavaras lechuga, no precisarías seducir a Dionisos´”. Tal como se señaló párrafos atrás, poco importa si el relato de Laercio corresponde o no a una verdad histórica; el valor de la narración reside en el contraste entre dos modelos de comportamiento, en la confrontación de dos actitudes antagónicas respecto al trabajo manual[19], al poder y a la esclavitud. Diógenes no precisa convencer a ningún dictador acerca de la posibilidad de llevar a cabo una utopia: la suya nunca extralimita su propia voluntad de autodeterminación. El relato confronta dos “precios” opuestos: lavar lechuga y negociar con el tirano; Diógenes no duda acerca de cual de los dos salvaguarda su libertad.

Poner fin a la propia vida conteniendo la respiración y lavar lechuga aparecen así como fórmulas simbólicas análogas. En este punto la continuidad socrática es claramente encarnada por Diógenes y no por Platón (que no por casualidad llamaba al cínico “El Sócrates loco”[20]). La tradición platónico-aristotélica suele eclipsar la consideración de que no todos los atenienses aprobaban la esclavitud ni despreciaban el trabajo manual[21], tarea ineludible si se trata de no lograr la propia emancipación en base a la esclavitud del prójimo.

La autonomía cínica prescribe contentarse con lo que se tiene y pasar a otro deseo cuando un combate exige demasiada voluntad. “Los amantes derivan sus placeres de sus infortunios”, declara Diógenes[22]. Frente a los amores desavenidos, promueve la masturbación, una práctica que le resulta infinitamente más accesible que la satisfacción del hambre: “Ojalá pudiéramos saciar nuestro hambre restregándonos el estómago”, afirma.[23]

La autonomía cínica es esencialmente económica: Diógenes arroja su vaso y su plato al ver que un hombre come sobre un trozo de pan y otro bebe en la palma ahuecada de la mano.[24]

La razón cínica resume una crítica general al estado civilizado, presente en la fórmula simbólica que cifra otro réquiem concebido para Diógenes, el que pretende una muerte ocasionada por la ingestión de pulpo crudo[25], víctima de la náusea provocada por el emblema del fuego prometeico como símbolo de la civilización, fuego que (junto con las técnicas) Zeus juzga responsable de volver la espalda a la naturaleza e introducir crecientes dosis de lujuria y corrupción.

Diógenes derriba uno a uno los valores encomiados por la civilización: impugna el trabajo, la propiedad (incluso la de mujeres e hijos), la lógica del honor y la vanidad expresada en la profusión de mercancías, palabras e indumentaria. Vida de los filósofos más ilustres es pródigo en ejemplos que ilustran esta posición. Crates, discípulo de Diógenes, recibe una cachetada de Nicódromo y no responde con otra cachetada ni lo reta a duelo ni pide a un tercero que lo defienda; se pega un cartel en la frente que testimonia: “Nicódromo lo hizo”.[26] Sócrates promueve una economía equivalente cuando explica a sus discípulos por qué no lo ofenden las sátiras de Aristófanes: “Si satiriza mis verdaderas faltas, nos hará un bien, pero si sus sátiras carecen de fundamento, ¿para qué molestarme si no se aplican a mí?”.[27]

El cínico utiliza como única indumentaria una capa que le sirve de sábana por la noche.[28] Años antes Sócrates había incriminado al maestro de Diógenes, Antístenes, cuando doblaba su capa para que luciera más vistosa: “Veo que buscas la vana gloria”, dijo.[29] Un hombre lee en voz alta un texto larguísimo; Diógenes, que está cerca de él, ve que falta poco para que termine y vocifera al grupo que escucha: “Aleluya, amigos, por fin diviso la orilla”.[30]

En la clave simbólica cifrada en la ingestión de carne cruda figura, junto al rechazo del fuego, el escarnio a las falsas promesas de felicidad que imponen sacrificios en aras de la patria, la familia y la producción: “Trabajar, casarse, criar niños y defender a la patria –advierte Michel Onfray en relación a la actualidad que presenta hoy el pensamiento cínico-, tal el programa virtuoso que las iglesias, los estados y los moralistas nos presentan como ideal, todas instancias por las que es necesario sacrificarse. Producir riquezas, niños, nacionalismo y orden: tal la actividad programada para el ciudadano modelo”.[31] Nemotécnica como la rima, la narración cínica alude, es implícita, lúdica y económica; no urge a comer carne humana, a romper la vajilla y a masturbarse en la plaza pública. Como todo lenguaje simbólico renuncia a presentar el original en todas y cada una de sus cualidades y dimensiones concretas: su estirpe hiperbólica desfocaliza toda posible literalidad.

En tanto epigrama oral, la muerte poética resume en un único acto –el último- el sentido de toda una vida. El leit-motiv de Heráclito, cifrado para la tradición en las aguas que fluyen como imagen del cambio, es objeto de la metáfora según la cual Heráclito muere de hidropesía, preguntando enigmáticamente a los médicos si acaso podrá convertir la lluvia en sequía. La muerte de Heráclito, desencadenada por superabundancia de fluidos (o de cambios: la muerte lo es), trasunta una atmósfera que no está ausente en una última versión sobre la muerte de Diógenes, según la cual habría sido mordido fatalmente por unos perros tras compartir con ellos un pulpo crudo.[32] La narración podría ser leída en la misma clave que la muerte que simboliza el rechazo al fuego prometeico, o como una ironía formulada contra el cinismo, o incluso por quienes simpatizan con él y con la posibilidad de reirse de sí mismos. Diógenes se reconoce como perro porque satisface cada una de sus necesidades al aire libre. Del mismo modo que Heráclito muere por superabundancia de agua –junto al fuego, emblema con que lo identifica la tradición-, Diógenes el perro muere como consecuencia de las heridas que le infligen tarascones análogos a los suyos.

Dos equívocos signan la valoración de la anécdota que proviene de culturas en las que la oralidad sigue siendo la forma predominante en la transmisión de conocimientos: por un lado su elucidación como verdad histórica; por el otro su vinculación a un sujeto individual. En tanto discurso referido, como relato oral que se crea cuando la leyenda ya ha sido fundada y pulida, la anécdota pierde así su carácter mítico y polisémico de construcción simbólica.

Las muertes de Diógenes articulan la fábula de su vida. Rechazo a la civilización en el emblema de la carne cruda. Sublevación e ironía en la mordedura del perro. Autonomía en el control de la respiración. Poder (Alejandro) y resistencia (Diógenes).

Un puñado de epitafios orales simbolizan la crítica más radical a la civilización que nos ha legado la antigüedad clásica, la carcajada más tenaz e irreverente que revela el único método que un cínico griego considera digno de aplicar a la filosofía: el de preguntarse si es posible o no vivir de acuerdo a sus principios.







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[1] Aún hoy la palabra historia también es sinónimo de relato.

[2] Diógenes Laercio. Lives of eminent Philosophers, trad. R. D. Hicks, London, William Heinemann Ltd. VI 79

[3] Ibid. VI 76

[4] Ibid. VI 79

[5] Michel Onfray. Cynismes. París. Grasset & Fasquelle. 1990 p.129

[6] Diógenes Laercio. Ibid VI 38

[7] Ibid VI 32

[8] Amstrong. Introducción a la filosofía antigua. Trad. De Carlos Fayard. Buenos Aires. Edueba. 1983 p 195

[9] Diógenes Laercio. Ibid VI 74

[10] Ibid. VI 46

[11] Ibid. II 25

[12] Ibid. VI 87

[13] Ibid. VI 92

[14] Ibid. VI 92

[15] Ibid. VI 79

[16] Ibid. VI 73

[17] Ibid. VI 73

[18] Ibid. VI 58

[19] Rodolfo Mondolfo (Los orígenes de la filosofía de la cultura, “Trabajo manual y trabajo intelectual desde la antigüedad hasta el renacimiento”, Buenos Aires, Hachette, 1960 p.137) demuestra cómo el desprecio por el trabajo manual no fue unívoco en la antigüedad. En referencia a los cínicos apunta: “Los cínicos proclaman la necesidad recíproca e indisoluble de las dos actividades, manual e intelectual: “hay un doble ejercicio, el del cuerpo y el del alma, y el uno sin el otro queda imperfecto´. (Cf. Diógenes Laercio. VI. 70 y ss)

[20] Diógenes Laercio. Ibid. VI 53

[21] Con todo, en Política Aristóteles da cuenta de que no todos aprobaban la esclavitud: “Para otros, la dominación del amo va contra la naturaleza: es solamente en virtud de la ley que uno es esclavo y otro libre; según ellos por naturaleza no hay ninguna diferencia y, por tanto, la esclavitud no es justa por su violencia”.

[22] Diógenes Laercio. Ibid. VI 68

[23] Ibid. VI 46

[24] Ibid. VI 37

[25] Ibid VI 76

[26] Ibid. VI 89

[27] Ibid II 36

[28] Ibid. VI 76

[29] Ibid II 36

[30] Ibid VI 38

[31] Onfray Ibid p.133

[32] Ibid VI 77

"CATEGORIAS DE LO IMPOLÍTICO". Prefacio del libro por Roberto Espósito.




1. Hace exactamente diez años, cuando daba a imprenta 'Categorías de lo impolítico', mis expectativas de éxito no eran por cierto elevadas. Y supongo que las del editor lo eran menos todavía, aunque la confianza que dispensara al libro, ante todo por mérito de amigos como Carlo Galli y de maestros como Nicola Matteucci y Ezio Raimondi, se reveló de todos modos decisiva. ¿Podía suponerse que nuestra filosofía política, conquistada ya por las certezas apodícticas de la 'political science' y por el carácter normativo de las distintas éticas públicas, llegaría a interesarse por lo "impolítico"? Además, ¿podía proponerse para un debate casi íntegramente ocupado en alzar divisiones metodológicas entre ciencia, teoría y filosofía de la política a autores sin un estatuto disciplinario real, y hasta decididamente indisciplinados, como eran los examinados en el libro, y no sólo establemente "indecisos" entre política, filosofía, teología y literatura, sino también alérgicos por principio a toda teoría de los modelos, fuera ella descriptiva o normativa? Por cierto que en el campo ya existían perspectivas de investigación más sofisticadas y, particularmente, una nueva atención por la historia de los conceptos políticos, sustancialmente tributaria de la 'Begriffsgeschichte' alemana, que constituía seguramente un importante paso hacia adelante respecto de la tradicional 'history of ideas', pero siempre dentro de un cuadro hermenéutico caracterizado todavía por un abordaje frontal y directo de las categorías políticas, y por lo tanto incapaz de cruzarlas oblicuamente o, mucho menos, de remontarse al patio trasero de su imprevisto. Era como si la filosofía política hubiera quedado inmune o no suficientemente aprehendida por aquel torbellino desconstructivo que en todos los otros ámbitos del saber novecentista -desde la teoresis hasta la antropología, desde el psicoanálisis hasta la estética- había puesto radicalmente en discusión la posibilidad de enunciación "positiva" de su propio objeto, difiriéndola más bien a la individualización de su "no", del cono de sombra del cual surgía y del margen diferencial que la atravesaba como una alteridad irreductible. Es decir, como si no aprehendiera hasta el fondo la productividad heurística consistente en pensar los grandes conceptos, las palabras de larga duración de nuestro léxico político, no como entidades en sí cerradas, sino como "términos", marcas de confín, y al mismo tiempo lugares de superposición contradictoria, entre lenguajes diversos. O como si descuidase la búsqueda del sentido último de cada concepto, más que en su estratificación epocal, también en la línea de tensión que lo conecta de modo antinómico con su propio opuesto. Pero ciertamente, este 'déficit' de complejidad no regía para toda la extensión de la filosofía política italiana, pues justamente aquellos años veían aparecer libros importantes e innovadores sobre el poder, la modernidad, la soberanía, junto a los primeros intentos de reconstrucción genealógica y de indagación topológica de la semántica política, aunque más como experimentos personales de determinados estudiosos y no como salto de cualidad total de la investigación. Resulta inútil decir que, en esta situación un tanto estancada, "arriesgar" un libro sobre lo impolítico podía parecer por lo menos aventurado.
En cambio, tal como sucede a veces por una convergencia no previsible de distintas circunstancias, las cosas se dieron de otro modo. La "ola atlántica" había tocado el ápice de su fortuna a fines de la década de 1980, y empezaba a descender, también a causa de la evidente imposibilidad de utilizar modelos, parámetros y alternativas de tan esforzada construcción. Entonces, el pensamiento continental más radical adquirió nuevo impulso. En la década de 1970, Schmitt defendió de modo egregio las posiciones ya conquistadas, aun entre algún equívoco ideológico a derecha y a izquierda. Heidegger resistió el último proceso político no sin dificultades, pero confirmando justamente a través de esta experiencia extrema su propio e indiscutible carácter central en nuestro siglo. Wittgenstein se reveló absolutamente inasimilable a la metodología neopositivista a la que había sido asimilado de modo apresurado, llevando de nuevo al centro del debate el problema del límite del lenguaje, o de su fondo indecible. Mientras tanto, inesperadamente, se difundían las primeras traducciones de Leo Strauss, y ellas eran acompañadas por otras que, por lo menos, ponían en duda el perfil literalmente reaccionario que le habían endosado los custodios de nuestro historicismo. Pero una suerte todavía más rápida e impetuosa le tocaría a Hanna Arendt, justamente por el carácter inclasificable de su obra respecto de las tradicionales tipologías filosófico-políticas. Al mismo tiempo, se abría un espacio de atención cada vez más aguda por aquel segmento radical de la escritura filosófica francesa entre las dos guerras, que tiene en sus extremos el pensamiento, o mejor dicho la experiencia, de Simone Weil y de Georges Bataille. Sin subestimar otras decisivas coyunturas favorables, tales como la rajadura o por lo menos el anudamiento de la bipartición ideológica entre "derecha" e "izquierda", el fuerte impulso de la filosofía femenina de la diferencia, además del desembarco de Derrida 'in parte infedelium'* más allá del Atlántico, creo no ceder a un estallido de presunción si reivindico una migaja de mérito sobre este desplazamiento general de intereses también para el libro que ahora se vuelve a publicar. Acaso con mayor verosimilitud, debería decirse que este libro intuyó con cierta anticipación el tránsito del período. Es un hecho que todos los autores tratados en el libro han consolidado o incluso han acrecentado su peso específico en la cultura italiana y no sólo en ella durante esta década.
Pero el elemento determinante para la reedición del libro ha sido la circunstancia de que tal fortuna no se limitaba a cada autor, sino también, y más explícitamente, se extendía a la misma "categoría" que de algún modo unificaba sus órbitas en una misma elipsis representativa: es decir, justamente, la elipsis de lo impolítico. El término, en realidad, se salía poco a poco del ámbito de pertenencia fijado por el libro -y todavía antes, de un ensayo de Massimo Cacciari sobre Nietzsche-, (1) para cubrir una gama amplia y a menudo heterogénea de referentes. Y cuando, como conclusión del ciclo, y también montado en la ola de dicha proliferación semántica, la casa Adelphi decidía justamente romper las vacilaciones, reeditando las 'Consideraciones' de Thomas Mann,(2) el adjetivo "impolítico" circulaba ya no solamente en los circuitos editoriales -atribuido de oficio a una cantidad siempre creciente de filósofos y de escritores-,(3) sino también en las redacciones de los diarios, en los comentarios de prestigiosos editorialistas y hasta en las crónicas políticas. Naturalmente, todo ello tiene que ver sólo mínimamente con la difusión del libro en cuestión, circunscrita por lo general a un sector más bien restringido de lectores. En cambio, mucho tiene que ver con las dinámicas socioculturales encapsuladas por los hechos que han señalado nuestra historia más reciente, y en particular con la extraordinaria aceleración de la crisis -o sería mejor decir la tempestad- que ha recorrido y conmovido a todas las instituciones políticas de este país, y no solamente a los partidos, sino también a los denominados movimientos, por no hablar de las ideologías en cuanto tales. Aquí no podemos profundizar todo lo que este aspecto merecería en sus tantas potencialidades y ambigüedades: por lo tanto, queda por valorar en qué medida la pérdida de influencia del político sobre la sociedad, la cultura y los lenguajes colectivos ha influido sobre la proliferación del término "impolítico". Pero lo cierto es la sobrecarga de complicación y también de confusión(4) que este poderoso factor exógeno, aunque no totalmente indiferente a la cuestión planteada por el libro, ha determinado respecto de una categoría ya de por sí de no fácil interpretación. Y si a tal impedimento semántico se le agrega una serie de equívocos hermenéuticos, de obstáculos analíticos, de prejuicios defensivos recurrentes también en la recepción más estrictamente científica y en las numerosas discusiones, réplicas y problematizaciones a que el libro ha dado lugar en los últimos años, se entiende bien la oportunidad de una primera precisión, necesariamente provisional, sobre el estado de estos trabajos.
Esa precisión puede avanzar justamente a lo largo del hilo de las reservas, o por lo menos de los interrogantes que el texto ha suscitado de parte de los estudiosos, no absolutamente independientes del escenario general recién recordado. Diría que tales reservas, por lo menos las más relevantes, pueden ser clasificadas en cuatro modalidades distintas de argumentaciones, tampoco totalmente independientes entre sí: 1) lo impolítico es una filiación de la antipolítica hoy dominante, aunque particularmente sofisticada; 2) lo impolítico es una suerte de teología política negativa de carácter gnóstico, y como tal fijado en un supuesto dual que bloquea toda potencialidad hermenéutica propia; 3) lo impolítico es una categoría interna a la modernidad, y más precisamente al segmento extremo de su crisis, a la que se limita a reflejar de modo invertido; 4) lo impolítico es una filosofía que, justamente por su abandono de la política, hereda de ella la máxima voluntad de potencia a través del monopolio del juicio a su respecto. Una última advertencia, antes de intentar una respuesta: en ciertos aspectos, hubiera podido limitarme a disponer estas y otras críticas a lo largo de una línea que evidenciara su yuxtaposición recíproca, de modo tal que se neutralizaran mutuamente. Pero, sin más, prefiero discutirlas en el fondo. Diré algo más. Dicha discusión no quita que cada una de ellas conserve una parte, si no de "verdad", por lo menos de legitimidad, que no me propongo negar, y a la que he tenido en cuenta en los trabajos que han seguido al planteo inicial del libro, profundizándolo y redefiniéndolo a la vez, hasta modificarlo también. Un pensamiento que quiera medirse consigo mismo no menos que con su propio objeto también, y ante todo, debe estar dispuesto a escuchar las objeciones que despierta, aun para confirmar sus propias convicciones, pero también para redefinir el lecho natural de su propia trayectoria.
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* En países de infieles. [N. del T.]
1. M. Cacciari, "L’impolitico nietzscheano", en F. Nietzsche, 'Il libro del filosofo', al cuidado de M. Beer y M. Ciampa, Roma, 1978, pp. 105-120 [trad. esp.: en 'Desde Nietzsche. Tiempo, arte, política', Buenos Aires, Biblos, 1994].
2. Acerca de la naturaleza de lo "impolítico" en Mann, útiles consideraciones están desarrolladas ahora en L.Monti, "Thomas Mann e le 'Categorie dell’impolitico' di Roberto Esposito", en 'Filosofia politica' (en prensa).
3. Para una referencia intrínseca y motivada de la categoría de lo impolítico en un autor aparentemente alejado de esta semántica, remito al feliz ensayo de S. Borutti titulado justamente "¿Wittgenstein impolitico?", en curso de publicación en un volumen colectivo sobre Wittgenstein.
4. A pesar del esfuerzo de esclarecimiento terminológico, me parece que el volumen de J. Freund, 'Politique et impolitique', París, 1987, produce un incremento de la confusión existente sobre la categoría de lo impolítico.