viernes, 18 de abril de 2008

"El ARCHIPIÉLAGO : FIGURAS DEL OTRO EN OCCIDENTE” por Massimo Cacciari (cap. 4)





Traducción de Mónica B. Cragnolini, publicada por EUDEBA, Buenos Aires, 1999.






THEÓS XÉNOS

I. EL VIAJE

Todos los ‘tipos’ de hombre hasta aquí encontrados tienen como presupuesto la obra del más feo de los hombres (“der hässlichste Mensch”).[i] Allí, donde el sendero gira hacia el reino de la Muerte, él espera, como la Esfinge, el paso de Zarathustra. No es ni siquiera una figura, sito un gorgoteo, un resuello, “corno gorgotea y resuella de noche el agua en tuberías atrancadas”. Zarathustra (como le ocurre continuamente al Dante peregrino en su itinerario) debe vencer la compasión (das Mittleid) que le acomete, para poder mirar con el rostro duro la extraordinaria profundidad del ‘pecado’ en el que se abate.

“Yo te reconozco bien -dice con voz de bronce-: ¡tú eres el asesino de Dios!” El enigma no es la muerte Dios (en toda la Hélade estaban diseminadas las tumbas de los dioses y aún antes en el arcaico Egipto); que Él haya sido asesinado por obra del hombre constituye, verdaderamente una noticia tremenda, pero no indecible e insoportable cono ésta que aquí se anuncia: Dios ha sido asesinado por el más feo de los hombres. Precisamente por aquel que es tan feo que no soporta en modo alguno ser visto. Que exista Alguien, un Otro, capaz de verlo, de penetrarlo de cabo a cabo, de poner al desnudo su “oculta fealdad”, tornan imposible la vida para el más feo de los hombres. Aut-aut: o vive Él -“este curioso hasta el exceso, super-vidente, super-compasivo” - o vive este hombre. O vive el Testigo, o vive el hombre que no soporta testimonio alguno.

Pero, ¿quién no soporta ser visto, quién quiere sustraerse a la mirada del otro -y llamar a esta fuga ‘libertad’ - sino el más feo? El héroe exige, por el contrario, ser visto y escuchado, él prepara la escena de su agón frente al pueblo de la ciudad reunido en torno a los muros y frente a todos los dioses. Él no soporta el no ser dicho. El ‘más feo’, por el contrario, es indecible (der Unaussprechliche). Vive solamente si no vive Quien lo mira y lo llama por su nombre. Vive si todos los pasajes y todos los senderos que recorren las voces y las miradas son confiscados y devastados. Vive si nada más puede alcanzarlo.

Pero su gesto también es grandioso: él ha asumido el terrible trabajo de asesinar a Dios. Él se ha hecho reo del hecho más grande y más horrible, ha tomado sobre sí la culpa, consciente y voluntariamente. De este modo, el mundo ha quedado como ‘habitable’ para todos los géneros del último hombre: ellos ya no se sienten más vistos, escuchados, llamados, pueden vivir ‘en paz’ en su miseria, solamente porque ‘el más feo’ ha realizado el asesinato. Ellos viven sin vergüenza el mundo de la muerte de Dios, porque ha existido quien se atrevió a asesinarlo. ‘El más feo’ les ha concedido la gran fuerza que proviene del considerarse ‘inocentes’. ‘El más feo’ ha tocado esta altura del ánimo: llegar al máximo del desprecio de sí -o, mejor dicho, llegar a amarse tanto (no tolerar que otros puedan verte, hablarte, y tampoco amarte) para probar en sí el más grande desprecio (¿cómo puede no despreciarse, en suma, quien llega a esconderse tanto que se convierte en un resuello de agua en tuberías atrancadas?). Él paga en sí todo el desprecio que los últimos hombres deberían probar en su propia naturaleza: él lo ‘esconde’ en sí y libera su mundo. De este modo, el mundo puede durar, de este modo el último hombre puede seguir ‘amando’ la propia psyché. De otra forma permanecería ‘encantado’ por el horror de su culpa, no soportaría su responsabilidad.

‘El más feo’ debe permanecer escondido, desterrado, atrapado. Su presencia revelaría en qué condiciones puede vivir el último hombre. La “pequeña gente” que tiene ahora el poder, ‘wohlwollige und wohlwillige’, bien protegida por su bella piel y por su buen sentido, persigue ‘al más feo’, lo odia, lo rechaza, ya que para vivir debe remover la propia imagen. Pero no es la persecución lo que lo angustia, ésta, más bien lo hace feliz: él conoce y casi comparte el motivo de la misma. Lo que le resulta insoportable es la compasión de aquel “zumbido de grises, pequeñas olas, voluntades y almas”. Es sobre todo con la compasión que el último hombre aleja de sí al ‘más feo’, es con la compasión que él se lo representa como totalmente extraño y le inflige la más tremenda pena de la ley del Talión: que el que había asesinado a Dios porque no soportaba su mirada, ahora debe soportar la nauseabunda piedad del rebaño sin pastor.

El hombre “del gran desprecio” no es un chivo expiatorio: él ha querido asumir la tarea de asesinar a Dios. Y sin embargo es un phármakon para el último hombre. Lo conoce y lo desprecia, sólo teme su compasión, y sin embargo está a su servicio. Anhela escapar a su mirada, pero precisamente su gesto -ese gesto de hybris inaudita, del que jamás hubiera sido capaz el último hombre­- inaugura su Edad. El último hombre vive por que Dios ha muerto, pero más aún en virtud del sacrificio del ‘más feo’, que ha asumido su culpa. Esconderse la verdad efectual es fisiológicamente necesario a la koinonía kakón. Puesto que ésta exige tutela, custodia, por ello quiere que esté protegida la propia autonomía, por eso perseguirá siempre a los que proclaman, no tanto que Dios ha muerto, sino que el hombre lo ha asesinado y continúa haciéndolo. Si lo proclamase, el último hombre se transformaría en el ‘más feo’ -se despreciaría por ello a sí mismo, huiría de sí-; ninguna ‘comunidad’ sería entonces concebible, porque ninguna ‘comunidad’ puede erigirse sobre el más desesperado desengaño.

La “altura de ánimo” de este sacrificio puede entenderse solamente comparándola con aquel otro, el de la Cruz. Allí el ‘más bueno’ se había entregado para que el hombre imitase Su libertad con respecto a toda philopsychía y aprendiese a ser visto y escuchado por Otro. Aquí el ‘más feo’, convencido de la más perfecta desperatio de homine, no obstante, ‘amando’ su miseria de algún modo, se sacrifica para ponerlo a salvo de toda mirada y de toda responsabilidad. Decisiones contrapuestas, en tanto íntimamente relacionadas, no sólo porque ambas son maldecidas, sino porque son reveladoras de lo mismo: que el hombre puede matar a Dios -y que eso ha sido hecho.

Una singular conexión, lo hemos visto, hace aún depender al ‘más feo’ de la “pequeña gente convertida en gobernante” (der Pöbel-Mischmasch,[ii] la mezcolanza plebeya, el ‘grumo’): él obra aún, al fin, en la forma del katéchon; ‘gratuitamente’ asume sobre sí el horror del último hombre, para permitirle sobrevivir. En el hombre superior, por el contrario, en los “höheren Menschen”, la desesperación es finalmente perfecta. Ellos ya no están más simplemente resignados al último hombre, a sus pequeñas astucias y sabidurías (Klugheiten), sino que pueden ahora contemplarlo con infinita distancia. Su miseria ya no los toca, más bien, pueden reírse de ella. A diferencia del ‘más feo’, que jamás podría reír (y para Nietzsche tampoco Jesús ha reído nunca), los hombres superiores pueden finalmente aprender de Zarathustra a santificar la risa. Para una mirada muchacha, la Tierra ofrece infinitos motivos para reír. Y la risa separa, purifica de “los ojos de la plebe”. La desesperación del ‘más feo’ era pesada, grave, aprisionaba la figura del desesperado como si fuese la última, como si el último hombre fuese la última posibilidad sobre la Tierra. La desesperación-que-ríe descubre la necedad de tal pensamiento: lanza sus dados, inicia el juego de nuevo, se burla de las combinaciones que ya salieron, no quiere detenerse ni siquiera un instante, está lista para saltar hacia No-dónde.

Pero, ¿no será tal vez que los hombres superiores podrían reír de todo, pero no de sí mismos? Ellos se separan también de su mundo, en este mundo eran los mejores -reyes, sacerdotes, pontífices-, habían penetrado todos sus secretos, insomnes como el Gran inquisidor, hasta la “gran náusea”. ¿Cómo podrían no sufrir su recuerdo? Sobre sus espaldas pesa el “enano perverso” de la memoria de aquello de lo que quieren escapar. Por eso el rostro de ellos está aún “torcido y deforme”, y no existe invento, no existe risa en el mundo que lo “pueda enderezar”.[iii] Los hombres superiores saben “cuántas cosas son aún posibles”, aprenden también a reír de sí mismos, pero justamente porque deben reconocerse, al final, como “malogrados” (“Missgerathen”). Ellos son “los medio-fracturados”, Halb-Zerbrochenen, en el sentido más pleno: han medio-separado su conexión con la ‘dialéctica’ entre el último hombre y ‘el más feo’ (sólo persiste su recuerdo) y, al mismo tiempo, son medio-rotos, medio-abiertos al irrumpir gratuito, imprevisible, de un futuro, de un Adveniens. Ellos se agitan, en su misma risa, grávidos de un fruto que no recogerán, están cercanos a él, pero sólo cercanos.

Por eso su risa está enferma de melancolía. Anuncian la posibilidad de algo que no podrán ver. Sus obras son intentos o promesas, la forma de las mismas, experimentos. Son un pasaje, un puente sutil: a cada instante pueden precipitarse. Entonces, la melancolía perdería todo carácter creativo y se transformaría en tristeza, en espíritu de pesadez. Ellos deben luchar para que su melancolía se mantenga como anhelo. Y para que la risa de la que son capaces no anule la esperanza. El ‘más feo’ tiene los ojos fijos en el suelo del último hombre, ellos, por el contrario, “los grandes anhelantes” (“die Grossen Sehnsüchtigen”) espían en el cielo la estrella que los pueda conducir a la cuna de nuevos dioses. “Espíritus libres”, “sin cadenas”, están listos para el viaje. Por su aversión a todo ‘fijarse’, por su largo “errar, buscar, cambiar”,[iv] están ya en la vía de la ‘curación’. No se trata, en efecto, de aquel viajar que es sobre todo un “ser viajados”, ni de un simple ver y hacer experiencias, y ni siquiera de aquellas especies más altas de viaje que consisten en revivir lo que se ha experimentado, de modo que se pueda morir, cumplir el peregrinaje de la vida, habiendo consumado todo lo que ella nos ha ofrecido.[v] Aquí en verdad el viaje parece asumir la forma del ‘gran viaje’ místico hacia lo Inalcanzable.

O más bien la máscara. Como los sufíes, en verdad, “los grandes anhelantes” podrían llamarse a sí mismos sālikūna, viajeros; y, del mismo modo que para los peregrinos místicos, su áskesis, su ejercicio se desarrolla por grados, por estaciones, por moradas. El viaje exige una durísima disciplina: angustia por el propio estado, por la propia ‘casa’ de origen, renuncia, separarse-abrirse a lo ignoto, concentración paciente sobre cada paso. El final del viaje desvelará su fruto: lo que el viajero ocultaba en sí, su propio.[vi] El viaje es iniciación y creación. Pero el viaje místico no puede darse sin Ángel, sin escolta, guía, jeque.[vii] Es verdad, “los grandes anhelantes” invocan a Zarathustra como guía, pero Zarathustra camina absolutamente solo. Es cierto que también el sālik inicia su propio itinerario desde la ‘selva oscura’, pero, como sabemos, él no afronta el vuelo solamente por nostalgia o por amor del hijo que presagia en sí, como “los grandes anhelantes”, sino porque Amore detta, porque Amor lo llama. Es por esta luz que él no puede extraviarse. Los hombres superiores son provocados al viaje solamente por la propia desesperación. De sí mismos traen toda luz y toda ‘desesperada esperanza’.

Amargo para ellos es siempre “el saber del viaje”, y si un Ángel los acompaña es la curiosidad que los atormenta, Ange cruel (Baudelaire, Le Voyage). No pueden liberarse del “demoniaque cortège” del Tiempo: recuerdos, llantos, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras, nervios (Le Spleen de Paris, v). Su viaje tiene siempre el aspecto de una fuga sin fin. El horror por el “habitáculo de fango” (Les Paradis artificiels) en el que nos encontramos ‘arrojados’, impide estar antes que llamar a la revelación del propio nombre. “A mí me parece que estaría siempre bien allí donde no estoy. Esta cuestión del déménagement es una de aquellas que sin pausa discuto con mi alma” (Le Spleen de Paris, XLVIII). Déménagement traduce de manera exacta desarraigo, Entortung. Por el contrario, el peregrino no está nunca verdaderamente desarraigado, ya que está siempre en el Amor que lo llama; jamás está solo, y conoce el fin de su andar: el aniquilamiento de Sí en el abismo divino. También para los hombres superiores el viaje es ek-tasi, transgresión y superación, pero pronunciado por la “gran náusea”, ‘artificialmente’ producido, dirigido esencialmente al “viejo capitán”, a la Muerte. “Il faut étre toujours ivre... Mais de quoi? De vin, de poésie ou de vertu, á votre guise. Mais enivrez-vous" (Le Spleen de Paris, XXXIII); “Ó Mort, vieux capitaine, il est temps! levons 1'ancre!/ Ce pays nous ennuie, ó Mort! Appareillons!... Verse-nous ton poison pour qu'il nous réconforte!” (Le Voyage). Excitación angélica proporciona la ivresse, y gusto por el infinito (Les Paradis artificiels), pero su vuelo parece verdaderamente gemelo del de Ulises, de un Ulises desencantado con respecto a los frutos de “virtud y ciencia canónica”. Es un vuelo que sueña y que sigue “los cielos que estallan en luces”, albas que se exaltan “ainsi qu'n peuple de colombes”, “olas que asaltan los arrecifes, como histéricos rebaños de ovejas”, “floraciones increíbles”, “nieves, suelos de plata”; pero asaltado, finalmente, por el melancólico cortejo del Tiempo: “Yo que temblaba oyendo gemir a cien leguas/ el Behemot en calor y los densos Maelström... Je regrette 1'Europe aux anciens parapets" (Rimbaud, Le Bateau ivre). Los viejos diques se han separado, el dios Término se ha retirado, pero la gran náusea se relaciona, de ahora en adelante, con el orgullo del viaje, “l'orgueil des drapeaux et des flames”, el orgullo por la perenne transgresión del ‘nefas afgonautico’. “¡Oh, que mi quilla estalle! Que se hunda en el fondo del mar!”.

La excitación angélica vuelve a caer, el viaje hacia No-dónde, hacia no importa dónde “pourvu que ce soit hors de ce monde”, porque está fuera de este mundo (Le Spleen de Paris, XLVIII), se descubre en sí mismo interminable, eterna duración, y acaba entonces generando el mismo tedio del que quería huir. Retornan, en esta experiencia del viaje, los acentos del éktasis, del itinerarium, pero no queda ninguna Gracia. Y el aniquilamiento último, de imágenes de la hénosis, de la Reunión, deviene abismamiento y naufragio. Pero también el viaje de-lirante, el viaje siempre-más allá del vigor y del orgullo de Europa vuelve a caer aquí: “En la canaleta/ negra y fría donde/ hacia la hora del crepúsculo abandona/ Un niño arrodillado lleno de tristeza/ un barco ligero como una mariposa de mayo” (Le Bateau ivre). Uliseicos desengañados con respecto a la propia curiositas, abiertos únicamente a la misma espera, peregrinos dantescos sin Gracia y sin Luz, ek-státicamente dirigidos al propio naufragio: mediante estas figuras, en esta forma de mística desesperada -que es quizás la forma de la gran poesía contemporánea-, hablan los viajes de los hombres superiores.

Ellos viajan para custodiar todavía la loca esperanza del Adveniens, o aquella otra esperanza, también loca pero opuesta, de despertarse una mañana “en un aire de vidrio, árido”, y al darse vuelta, ver cumplirse el milagro: “La nada a mis espaldas, el vacío detrás/ de mí, con un terror de embriagado” (Montale, “Tal vez una mañana andando”, en Huesos de sepia). Pero ¿es posible, sin una experiencia de este tipo, hacer-vacío en nosotros hasta dejar-lugar a esa espera? Si el viaje no es abandono, radical abandono, hasta no-ver-nada, ¿cómo podrá, al final del mismo, aparecer lo Inalcanzable y lo Inaudito?



II. EL AMIGO

Los hombres superiores abandonan y renuncian. Pero, ¿esperan? ¿Qué? ¿Qué cosa parece prometer su melancolía? ¿Qué contragolpe con respecto a la historia del último hombre, y de su profeta, ‘el más feo’? Por esto, es cierto, los saluda Zarathustra: tened esperanza, se puede sobrevivir al último hombre. Que el último hombre no sea lo Último. En vuestro mismo silencio haced señas a posibles no-nacidos. Pero, precisamente vuestro silencio jamás podrá decir su figura, su carácter jamás podrá decir que ellos pueden ‘hacerse existentes’. Si vuestro silencio lo pudiese, el no-nacido aparecería aún como expresable-proyectable, y por lo tanto todavía como perteneciente a la historia-destino del último hombre, historia que, no obstante, el hombre superior está obligado a recordar.

Pero en qué sentido aún buscar, en su viaje, esto sí lo pueden indicar “los grandes anhelantes”, los hombres de la “gran náusea”.[viii] En qué dirección ir buscando que pueda resistir al dominio planetario del hombre: en esto consiste su débil fuerza mesiánica.[ix] Fuerza opuesta a la del katéchon, que teme el cumplimiento de la época, que quiere, y no padece solamente, lo “malogrado”, lo “fragmentado”. El hombre superior, por el contrario, quiere declinar, aferra este ‘oriente’: el propio declinar. Ninguna vía conduce allí, ningún método. El declinar de todas las figuras y los viajes y los naufragios que el hombre superior recuerda y compendia en sí, es el ‘lugar’ donde puede aparecer -no alcanzarse-, donde puede darse -no ser producido-, ‘eso’ que se distingue absolutamente de la historia hasta aquí recordada, y por lo tanto ‘eso’ que es absolutamente irrepresentable en sus confines.

Über-mensch: ningún nombre ha sido más infantilmente malentendido.[x] No es el hombre superior a la enésima potencia: es lo totalmente otro con respecto a toda afirmación determinada de fuerza o de potencia. Y sin embargo no es tampoco el “hombre póstumo”, aunque comparta su inactualidad.[xi] El hombre póstumo es aún caminante, y su viaje consiste en una especie de “retiro” en lo originario com-posible. Über-mensch es, por el contrario, el término que querría indicar ‘eso’ que resiste ‘más allá’ de todas las máscaras del hombre y las muertes de sus dioses, después de haberlas atravesado a todas -‘eso’ que en su historia ha permanecido inaudito, pero que ha acompañado, sin embargo, a esa historia.

Inaudita no es ciertamente la voluntad de poder del hombre, ni su capacidad de trascenderse siempre, el carácter ek-stático de su existir. Solamente en su declinar puede aparecer el Übermensch. Aquellos “que no saben vivir sino declinando”, los Untergehende (“Zarathustra's Vorrede”), pueden ser sus imágenes. Los Untergehende son la especie más alta de los “höheren Menschen”, sólo ellos presagian el Über. Puesto que ellos renuncian a la antigua figura, ni siquiera quieren conservarse a sí mismos (mientras que el último hombre se quería indestructible); puesto que inventan y sufren solamente por el Adveniens, por esto, porque obran su propio declinar, Zarathustra los ama y los llama mensajeros del Ultrahombre. Su anhelo está dirigido a ‘eso’ que está más allá de todo sujeto, de toda voluntad y de toda potencia. Quien “dona siempre y no quiere conservarse a sí mismo”, quien se horroriza frente a la especie degenerada que dice “todo para mi”,[xii] quien resiste ‘abierto’ a la más pura dépense, quien sabe apagar en sí toda voluntad de apropiarse de las cosas que ama, quien se vacía, sólo éste señala al Ultrahombre.

Es en la culminación del declinar que se presagia su mediodía. Cuando todas las corrientes y energías que han rubricado y entrelazado todas las historias narradas desemboquen en el Mar que las acoge, declinen en él, y allí encuentren una nueva medida de recíproca acogida, entonces tendrá lugar aquel nuevo inicio que se piensa con el término Ultrahombre. Lo Abierto podría ser su nomen propinquius: ‘lugar’ que acoge y que da, ‘lugar’ que no se apropia de lo que recibe, sino que lo alimenta, ‘lugar’ que no retiene, que no captura, sino que vuelve-a-dejar toda cosa en su declinar. Ninguna otra cosa que esta idea -absolutamente no icónica- es el Ultrahombre. Sus ‘mensajeros’ pueden todavía aparecer en la red de la voluntad de poder. En efecto, la voluntad de poder debe llegar con ellos a la propia akmé: voluntad de no querer. Por esto, como hemos visto, su tarea está destinada a entrelazarse aún con la de los últimos hombres. Y sin embargo desde el “río inmundo” ellos saben levantar la mirada hacia el Mar donde declinará, y allí quieren perecer, anunciando el contragolpe a la voluntad de poder de Europa, contragolpe que sólo el “rayo”[xiii] del Ultrahombre podría representar.

Eckhartianamente, el Ultrahombre es el abandono de todas las imágenes y de sí mismo, el devenir disímil y extranjero a todo, pero tan disímil como para ser disímil del mismo disímil, y entonces abierto y amigo de todo, donador y don para todos. Es la misma situación que se encuentra al término del viaje: los nombres del “hombre noble”,[xiv] del itinerarium místico, retornan, pero abandonados. Retornan, pero testimoniando su radical imposibilidad, ya que ninguna Gracia los justifica y sostiene. El Ultrahombre es el “hombre noble”, pero que se considera alcanzable solamente per philosophica documenta, y a lo largo de un ék-tasis solitario. Es la antigua hybris del pensar que quiere superarse, esto es, pensarse como causa de salvación. Última máscara de los Uliseicos, más allá de toda virtud y experiencia, de todo desengaño y esperanza.

Sin embargo, no solamente hybris. En lo Abierto que el Ultrahombre significa, en su Mar que es el fin y el término de los Untergehenden (y esto significa que el Ultra sólo se alcanza declinando, kenóticamente), existen vías para repensar el Cum, para reflexionar sobre aquel Xynón paradojal, absurdo, átopon, que se expresa en la comunidad de los perfectamente diferentes. Es verdad, la idea del Übermensch parece indicar una absoluta singularidad: su mirada desacralizante con respecto a la idolatría del homo democraticus no tiene en absoluto como fin la construcción ni de póleis, ni de civitates, ni de respublicae, ni de comunidades en el sentido de la Gemeinschaft. La idea de Ultrahombre parece “intratable” práctico-políticamente. Sin embargo en ella ‘trabaja’ un pensamiento, el mismo que ya ha brillado en la relación entre hospes y hostis, en el ‘escándalo’ de la philía con el distante, con el extranjero, más bien: justamente con el enemigo,[xv] y en el descubrir tal relación y tal ‘escándalo’ como nuestro propio carácter-daímon del alma.

En su singularidad el Ultrahombre no posee nada -ninguna identidad, entonces. Su ‘articulación’ es abierta, hospitalaria, su esencia es co-esencia (ego sum=ego cum)[xvi] en el sentido, diría, de la com-posibilidad. El Ultrahombre expresa la idea de una dimensión libre del juego de las determinaciones, donde los posibles se participan justamente en el custodiar su distinción. Ninguna comunidad ‘obligada’, fundada sobre idola insuperables sino comunidad de aquellos “que aman únicamente separase, alejarse” “comunidad de los que no tienen comunidad”[xvii] -y por esto perfectamente responsables: de la propia distinción y de la propia hospitalidad, inmanente a esa distinción. Una comunidad de “amistades estelares”, donde la philía se dé verdaderamente en los términos de la xenía, como conexión de acogida, vínculo de hospitalidad con respecto a quien es verdaderamente extranjero, a quien permanece ‘inalcanzable’ para nosotros; donde la presencia frente a nosotros de ese problema, de ese skándalon que expresa el extranjero, se nos aparezca como un don: motivo inagotable de interrogación, esto es, precisamente, donación de sentido, Sinn-gebung.

Dos naves, hostis y hospes, “cada una de las cuales tiene su meta y su camino”, pueden encontrarse y celebrar fiestas entre sí, pero jamás detenerse, jamás devenir-uno, jamás reducirse a lo mismo. justamente en el momento en el que se reconocen, “la omniposesiva violencia de nuestra tarea nos obliga a separarnos de nuevo, a andar por mares y por suelos diversos”.[xviii] Ésta es la ley que está por sobre ellos: ser amigos en el ser extraños. Y estar por esto siempre ‘abiertos’ a la posible catástrofe de la propia xenía, ya que nada asegura lo xénos al phílos, nada garantiza tal relación. Ésta es, por el contrario, la más arriesgada.[xix] Sólo esto sabemos: que “el justo nombre de amistad” (Derrida) no puede ser más que el de xenía. No es amistad el ser amigo del similar, del que se conoce, del que de algún modo nos pertenece. Es amistad creer que “existe verdaderamente una extraordinaria, invisible curva y órbita estelar, en la cual nuestros tan diversos caminos y metas podrían ser contenidos, como si fuesen exiguos tramos de la calle”.[xx] A este pensamiento se eleva la imposible amistad.[xxi] Ultrahombre es “el que” será capaz de esto, los declinantes, los que ya lo ‘agitan’ en sí.

Tal vez, en el lenguaje de Europa, esta idea se refleja con la máxima intensidad en el símbolo del theòs xénos. No se trata simplemente de la protección que la divinidad concede al extranjero, de la philoxenía del dios, que encontraba en el Zeùs Xénios su más alta expresión (pero así también en Deuteronomio 10, 18, Dios “ama al extranjero”). Ni siquiera solamente del vestir a los desnudos, del compartir el pan con el hambriento (Isaías 58, 7; Ezequiel 18, 7), del abrir la puerta al caminante (Job 31, 32). Aquí lo inaudito consiste en el hecho de que Dios se revela propiamente a sí mismo como extranjero: “Fui xénos, y me acogisteis” (Mateo 25, 35), fui hostis y me hospedasteis. Así se presenta Él, como extranjero, como el disímil, y llama para ser reconocido en ese aspecto, no a pesar de él. Él se re-vela, por tanto, en el sentido literal del término: se muestra justamente en el aspecto del Otro.

Sólo declinando toda identidad fija, toda individualidad egoísta, es pensable tal amistad estelar. El Evangelio repite esta idea como su propio inaudito, y que es necesario apurarse al declinar, no ‘retardarlo’.

El Evangelio es martilleado por esta pregunta: ¿quién eres Tú? Es extranjero al mundo, es el Extranjero.[xxii] Pero justamente en tanto extranjero, máximamente hospedante. Participando en su esencia en la xenía, Él no puede hacer otra cosa que hospedarse siempre. Quien encuentra en sí mismo, en lo propio del Sí, lo xénos, necesariamente será su hospes. Solamente podrá separar este símbolo destruyéndose. Existe, en tanto él subsiste. Pero tal símbolo no podría subsistir si no es en peligro, ya que los amigos son naves, constantemente impulsadas lejos la una de la otra. Y justo entonces se amarían máximamente: en su distinguirse, en el ver y reconocer cada una la ‘singular’ vía de la otra. ¿Quién eres Tú? ¿Cómo entenderlo? Él es el Extranjero, es más: el Abandonado, la criatura en exilio, que sin embargo hospeda, que trae de su ser en exilio la energía del más perfecto hospedar. ¿Cómo imitarlo? Sólo esto podemos decir: que su figura es el contragolpe de todas las figuras del último hombre, lo imposible para él y a partir de él.

Pero la philoxenía no es simplemente diálogo y distancia entre Yo y Tú. El ser singular-plural de lo xénos no puede ser comprendido en los términos de esa antropología para la cual “la esencia del hombre está contenida solamente en la comunidad”, para la cual “el hombre con el hombre, la unidad de Yo y Tú es Dios”.[xxiii] El Cum de toda forma de cohabitación y de diálogo permanece sin embargo como lugar de la diferencia y del contraste de los valores; su logos no podrá valer jamás como “la exposición de Dios” (Feuerbach). Si la dimensión Yo-Tú es absolutizada necesariamente, o bien el viaje se detendrá en la contemplación del abismo insuperable entre anhelo de la Forma y tinieblas de lo que es,[xxiv] o bien las contradicciones y conflictos que habitan ese anhelo y esas tinieblas serán restringidas a unidades idolatricas. Esto está implícito en la página nietzscheana recién citada: solamente si ‘los amigos’ permanecen fieles a la idea de que sus caminos están reunidos en una órbita más alta, inaudita, su necesaria diferencia será también, inmediatamente, necesaria relación. El diálogo entre los dos subsiste mientras es diálogo de ambos, diferente en ambos, con un Tercero, que jamás aparecerá como tal en sus diferentes órbitas. Entonces, no solamente ‘los amigos’ son el uno para el otro xénoi, extranjeros, sino que cada uno se determina por su propia esencial relación con el Extranjero. En su relación, que es siempre también pólemos, si no se traiciona en indiferencia o tolerancia, puede expresarse una luz común, únicamente en la medida en la que cada uno, por la vía que le es propia, se decida hacia aquella órbita inalcanzable, hacia su Luz inaccesible. Entonces, solamente entonces, la responsabilidad convencida de la propia órbita coincidirá con la necesidad de la otra. Quien es plenamente responsable del propio daímon y al mismo tiempo reconoce el carácter conjetural de toda fe y de todo ‘dogma’ propios, y se reconoce a sí mismo por esto como ‘reo’ frente a toda otra fe y a todo otro ‘dogma’; aquel que no juzga sino que acoge; aquel que deja declinar la propia philautiá y da-lugar a la escucha, y en esta misma escucha permanece obediente a la búsqueda de sí, de ese sí que es lo xénos en él, hostis que invoca ser hospedado, y, al mismo tiempo, hospes que ninguna morada, ningún oikos podrá jamás asegurar, jamás podrá ponerlo a reparo del peligro del exilio y del abandono: éste será el único ícono posible del theòs xénos.

¿Es éste el dios que ha sido asesinado? ¿Han asesinado a este dios los últimos hombres por mano de su profeta desesperado, ‘el más feo’? ¿O Él permanece en las tinieblas para ellos? ¿Y si la heterogénesis de los fines que gobierna su acción hubiese llegado a esta suprema ‘astucia’: hacer ‘justamente’ asesinar por sus manos al dios que se expresa en los contenidos de la lógica o a aquel que se realiza y se encarna en la contraposición de valores? También el último hombre podría, entonces, aparecer como agente de ese declinar que, solamente, puede señalar al Mar, a lo Abierto del Ultrahombre... Jamás, sin embargo, su fe en el Verum-Factum podría ‘comprehender’ la verdad del Adveniens. Semper Adveniens es el extranjero, el hostis, cuya presencia llama a la responsabilidad del hospedar: aún cuando haya sido alcanzado, él, en tanto xénos, permanece adviniente y comprensible solamente en las figuras de la espera.

Y sin embargo, tal vez, aún cuando no haya podido asesinarlo, el último hombre ha tornado inaudible el Adveniens -o tal vez ha llegado a reconocer su peligro y a saber cómo combatirlo: ya no más como “muda carga de odio”[xxv] con respecto al extranjero, como voluntad de degradarlo o de anularlo en sí, sino como ley de la universal equivalencia e intercambiabilidad. En el pseudodiálogo perfectamente ‘horizontal’ entre individuos equivalentes son fagocitados, como ‘bienes’ entre otros, también los nombres de lo Inalcanzable y del Extranjero. Pero que estos nombres puedan custodiarse, según su intacta nobleza, en algún otro lugar, en algún resto, de eso jamás podrá ser decretada la negación. Tal vez ésta es la época: ‘estelar’ conflicto entre el rebaño sin pastor de los últimos hombres, y los declinantes, mensajeros del Ultrahombre. Estos últimos quieren ir hacia el declinar de la historia-destino que ha llevado hasta el último hombre (y en este querer está su límite insuperable), y arriesgarse en aquel Mar que puede revelarse Archipiélago; los primeros luchan para sobrevivir y dudar, para que nunca cese el sueño de su philedonía, el sueño de su ‘felicidad’ o esperanza de ‘felicidad’ en tanto individuos, imparticipable bienestar en tanto philautiá[xxvi] Juntos representan la época. Y pueden llegar a habitar juntos la misma alma. Cuando esto acontece, la persona se fragmenta. Y el instante de su fragmentarse constituye, si se observa bien, el signo, la Figura de nuestro tiempo, que nuestro pensamiento ha representado de múltiples modos.

Pero ningún pensamiento, ningún arte podrán decir al Ultrahombre.[xxvii]

Massimo Cacciari





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[i] F. NIETZSCHE, “Luomo più brutto”, en Cosí parló Zarathustra, cuarta parte [en la trad. esp., “El más feo de los hombres”. pp. 353-358]. Las citas que siguen están extraídas de este capítulo.

[ii] F. NIETZSCHE, “Dell’ uomo superiore’, Ibid, p. 349 [trad. esp. “Del hombre superior”, cit. p. 384].

[iii] F. NIETZSCHE, “Il saluto”, Ibid., p. 343 [trad. esp., “El saludo”, cit., p. 337].

[iv] F. NIETZSCHE, Umano troppo umano II, en Opere complete, ed. ital. cit., tomo III, Milano, 1967, p. 8.

[v] Ibid., pp. 92-93.

[vi] Ciertamente es universal el simbolismo del viaje como peregrinaje, pero el autor que tal vez ha recorrido más ek‑státicamente sus enigmas es lbn' Arabi, al-Shaykh al-Akbar, “el más grande Maestro”. De su obra inmensa, recuérdese por lo menos, en este tema, II libro dello svelamento degli efetti del viaggio [Kitāb al-isfār], ahora en bella edición francesa de D. Gril, Combas, 1994.

[vii] El viaje siempre debe tener lugar en la presencia de los santos, como señala el título de un opúsculo de lbn' Arabi (Tuhfat al-safrah, traducido al español por Mohamed Reda, Murcia, 1990). En el Islam se repite que quien viaja solo viaja con el demonio.

[viii] O, por lo menos, ellos indican que siempre se debe buscar, representan el género extremo, consumado, de los interrogantes agustinianos, de aquellos que extienden su búsqueda continuamente sobre toda determinación finita, que se superan continuamente en el interrogar (“Quis est ille super caput animae meae? Per ipsam animan meam ascendam ad illum. Transibo vim meam...” Confesiones, X, 7, 11).

[ix] Como el Ángel Nuevo de Benjamin, también ellos tienen la mirada vuelta hacia atrás, mientras que su anhelo los impulsa no saben hacia dónde. En su mirada intenta ser custodiado (salvar = custodiar) lo que en el “río inmundo” sin embargo ha señalado la posibilidad del Übermensch. Malogrados y fragmentados son también los Ángeles de Paul Klee.

[x] ‘Dramaticamente’ por el mismo C. SCHMITT, Donoso Cortés (1950), trad. ital. 1996, Milano, pp. 112-113 [trad. esp. Interpretación europea de Donoso Cortés, Madrid, Rialp, 1963].

[xi] De este ‘tipo’ de hombres Nietzsche habla en La gaia scienza y luego en el Creposcolo degli idoli, a este tema está dedicado mi libro Dallo Steinhof. Prospettive viennesi del primo Novecento, Milano, 1980. [Traducido como Hombres Póstumos. la cultura vienesa del primer novecientos, trad. F Jarauta, Barcelona, Península, 1989.]

[xii] F. NIETZSCHE, “Della virtù che dona”, en Cosi parló Zarathustra, cit. [trad. española, cit, pp. 118-123]

[xiii] F NIETZSCHE, “Prologo” de Cosi parló Zarathustra, ibid, p.10 [trad. esp., cit., p. 38].

[xiv] El hombre noble, el hombre de la perfecta distinción, es nuevo, joven, amigo, pero “sonríe al Padre celeste” (Eckhart), es Uno con el Uno. Philia, sí, entre el gran místico y el Ultrahombre -pero amistad estelar.

[xv] 15. Cfr. F NIETZSCHE, “Dell amico”, en Cosi parló Zarathustra, cit., parte primera, pp. 64-66 [trad. esp. cit., pp. 92-94].

[xvi] J.-L. NANCY, Étre singulier pluriel, Paris, 1996, p. 51.

[xvii] J. DERRIDA, Politiche dell'amicizia, Milano, 1995, pp. 50-52. trad. esp. Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998. De la democracia como “lugar común del desarraigo” o “paradojal comunidad de los sin-comunidad” habla también G. MARRAMAO (Dopo il Leviatano, Torino, 1995, p. 49). Imágenes, metáforas, que ciertamente indican el problema -siempre que (como, por otra parte, esclarece MARRAMAO mismo) se explicite rigurosamente su sentido anti-relativista. Un juego no relativista de diferencias es el Archipiélago: una búsqueda inexorable del Tercero-no-dado, del Otro, de lo Común ausente, de la Harmoníe kreísson; siempre y cuando tampoco se olvide la pena (el pónos, la labor) que signa el desarraigarse, ya que es un proceso constitutivamente agónico, lo opuesto de una ‘marcha triunfal’. Éste no es sino en tanto es contradicho por la voluntad de identidad y pertenencia, así como la polis no podría ser sino en tanto contradicha por el oikos que lleva en sí y por el que es llevada.

[xviii] F. NIETZSCHE, La gaia scienza, en Opere complete, ed. ital., cit., Vol. V, tomo II, Milano, 1991, “Amicizia stellare”, par. 279 [trad. esp. de José Jara, La ciencia jovial. La gaya scienza, Caracas, Monte Avila, 1989, p. 181].

[xix] El huésped no es el invitado que esperas y a cuya visita te preparas. El huésped sorprende, viene de lejos, mide distancias. “Mucho antes de la noche/ se detiene ante ti, quien ha saludado a la oscuridad/ Mucho antes del día/ se despierta y resucita un sueño, antes de irse,/ un sueño perseguido por los pasos:/ tú lo oyes medir las distancias/ y lanzas hacía allí tu alma" (P CELAN, “Der Gast”, en Von Schwelle zu Schwelle).

[xx] F. NIETZSCHE, La gaia scienza, cit. “Amicizia stellari”, p. 279. [trad. esp. cit. p. 162].

[xxi] “Pero decidme, vosotros, ¿quién de vosotros es capaz de amistad?”, F. NIETZSCHE, “Dell’ amico”, en Cosi parlò Zaratustra, cit., parte primera, p. 66 [trad. esp., cit., p. 94]

[xxii] Louis MASSIGNON tiene una página extraordinaria sobre la Visita del Extranjero en Parola data, ed. ital. de Claudia Tiresso, Milano, 1995, pp. 295-297.

[xxiii] Se trata, como es evidente, de las tesis centrales de la Filosofia dell’avvenire de FEUERBACH. Trad. esp.: La filosofía del futuro, Hyspamerica, Buenos Aires, 1986. Muchas “filosofías dialogicas” revelan todavía esta matriz feuerbachiana fundamental.

[xxiv] EMIL LASK es quizás quien ha pensado más rigurosamente la diferencia entre el existente como “morada originaria del disvalor” y forma lógica, que sin embargo no puede no tener a ese existente como su contenido; entre la ateoricidad fundamental de la vida y “la luz” de la forma lógica, que podrá iluminarla pero jamás residir en ella, jamás transformarla -y lo ha hecho en los años de la ‘crisis’, de Persuasione e la retorica, de El Alma y las formas, del Tractatus, los años de aquella “metafísica de la juventud” (Benjamín) invalid des Lebens, que no sabe vivir, como no sabe vivir el hombre superior nietzscheano. De E. LASK véase en particular Die Logik der Philosophie und die Kategorienlehre (1911) y Die Lehre vom Urteil (1912), en Gesammelte Schriften, vol II, Tübingen, 1923. En Italia le han dedicado atención a este gran ausente en el debate filosófico actual A. CARRINO (L’irrazionale nel concetto. Comunitá e diritto in Emil Lask, Napoli, 1983) y M. SGALAMBRO en su La morte del sole, Milano, 1982.

[xxv] E. CANETTI, Massa e potere, Milano, 1982, p. 481 [trad. esp. de H. Vogel, Masa y poder, Barcelona, Muchnik, 1977].

[xxvi] Pero, en tanto también, y sobre todo, demostración de que el ‘cumplimiento’ de la historia, la Befriedigung, la ‘satisfacción’ hegeliana como término de la lucha por el Reconocimiento recíproco, son lo imposible sobre la base de la afirmación de individualidades absolutas -que presuponen la firme posesión del propio Sí y quieren que esto sea reconocido. El último hombre ‘cumple’ la historia en tanto desvela tal imposibilidad. La figura del Ultrahombre no se opone, entonces, vulgarmente, a la dialéctica de la Fenomenología en nombre de Nondum patético-sentimentales, se podría más bien afirmar que acepta sus conclusiones, el término, la ‘perfección’. Cumplida la dialéctica del reconocimiento en tanto efectualidad del ser-reconocido (no importa si en términos ‘no previstos’ por Hegel, y no importa aquí ni siquiera si la ‘satisfacción’ del proceso coincide con la ‘alegría’ de sus sujetos), se abre (o solamente aquí puede abrirse) lo imposible de otro reconocimiento, que acontece mediante el salir-de sí de la individualidad, que justamente en su abdicar-declinar se reencuentra, que justamente abdicando obra, opera, crea, esto es: abre y da-lugar.

[xxvii] Sin embargo, tal vez sí exista un ícono del Ultrahombre: la figura del Resucitado pintada por Pedro en el Santo Sepulcro. ¿Resurrección? Ninguna estuvo nunca más lejana de los colores de la gloria, de la dóxa, del triunfo. Sobre todo, retorno, parusía última, extrema. Él cumple su visita hasta el fin, consumado el gran experimento que su muerte en la cruz había inaugurado. Su mirada proviene de la más paciente espera: y ahora traspasa con implacable mansedumbre. No juzga: venía a salvar. Pero, ¿qué queda ahora por salvar? Más allá de todo resentimiento, más allá de toda acusación, más allá de la misma desesperación, con silencioso, sobrio desencanto, él refleja el sentido de aquel desnudo y áspero paisaje y de los durmientes que lo habitan. Un velo de nostalgia para la loca esperanza a la que, a pesar de todo, se había aferrado durante el Siglo de la espera, resplandece aún en sus rasgos, pero no existe de ahora en adelante más que en su memoria, contemplada con pietas, es verdad, pero tan absolutamente privada de todo patetismo o sentimentalismo que parece, casi, ironía. La fuerza de una sobrehumana separación ha plasmado este rostro y esta figura: separación de todo: también de su esperanza contra toda esperanza, también de su ‘gran grito’. No queda otra cosa que su pura presencia. Él se da. Fuerte, porque lleva en sí la contradicción, porque la ‘salva’ en sí mismo, no porque consuele o ‘redima’ de ella. Está perfectamente solo con los durmientes, con los que no creen y no ven y no escuchan. Y sin embargo aparece, hace donación de sí, don perfectamente gratuito e inútil. Retorna para ‘mostrarse’ a los ciegos. Retorna, por esto, sin esperar nada, más allá de toda ‘lógica’ del contracambio, perfectamente fiel a la propia palabra. Pero su palabra está más allá del hombre [ultra hombre].

"El archipiélago europeo" por ROBERTO TOSCANO




La cultura ha ocupado recientemente el centro de las reflexiones sobre las relaciones internacionales. Los expertos y comentaristas, al analizar los principales problemas de la política exterior, ya no se limitan a hablar de estrategia, geopolítica, recursos económicos y fórmulas políticas, sino que cada vez con mayor frecuencia afrontan también la dimensión cultural.

Esto, a simple vista, parecería un enriquecimiento, un necesario perfeccionamiento de los instrumentos de análisis y de acción política, que desde luego no deberían prescindir de este componente esencial de la vida del hombre en sociedad, es más, de su misma naturaleza. El problema es que hoy la cultura se ve principalmente como un elemento no sólo de diversificación objetiva, sino de división, de conflicto. En la visión, ya muy difundida, aunque inevitablemente en su forma más superficial y vulgarizada, contenida en el famoso ensayo de Huntington sobre el "choque de civilizaciones", el mundo se divide en grandes e irreconciliables bloques culturales, destinados a chocar casi inevitablemente en los puntos geográficos de contacto (considero que el hecho de que Huntington defina estas zonas con el término "fallas", típico de la terminología sísmica, refleja precisamente esta pretendida inexorabilidad científica del modelo).

La reciente irrupción en la escena mundial del fenómeno de un nuevo terrorismo de inspiración islámica parece confirmar estas teorías, que inducen a trazar, con una gran dosis de fatalismo, el inquietante cuadro de un conflicto generalizado y prolongado entre el islam y Occidente, un conflicto que, dada su naturaleza cultural (y, hay que añadir, religiosa), no admite compromisos, no permite tener esperanza en treguas o pacificaciones definitivas.

Aun sin querer apoyar estos vastos y apocalípticos supuestos, la cultura se concibe hoy, cada vez más a menudo, y también dentro de cada sociedad, incluidas las democráticas, como algo atribuible a la búsqueda de una identidad que permita constituir una especie de núcleos de resistencia contra el efecto de aplastamiento de la sociedad contemporánea, y en particular contra la homologación universal que, según algunos, podría ser la inevitable consecuencia de la globalización. El problema se ve agravado por el hecho de que la reivindicación de una especificidad cultural propia por parte de grupos concretos puede llevar, aun cuando no se traduzca en impulsos que tiendan a la fragmentación política de los Estados, a un cierre hostil y a menudo agresivo frente a los diferentes, es decir, a los portadores de otras culturas. Durante mucho tiempo los europeos han mirado con ojos extremadamente críticos a la sociedad norteamericana, una sociedad donde la naturaleza étnica y culturalmente compuesta de la población no siempre se ha traducido en un armonioso crisol de pueblos, el llamado melting pot. Este mismo problema ha llegado hoy a nuestra casa, y por lo tanto, también nosotros tenemos que hacer frente a un doble problema de relación entre culturas: interior y exterior.

¿Cómo gestionarlo? Una respuesta aparentemente noble y humanista la han proporcionado los proyectos de asimilación que se identifican sobre todo con las tradiciones de la Revolución Francesa. Sólo existen el Estado, democrático, y el ciudadano, libre. Todas las demás determinaciones (étnicas, religiosas, sociales) constituyen datos puramente personales y no tienen que traducirse en culturas alternativas, que acabarían por romper la homogeneidad de la nación. Pero aunque plena igualdad y no discriminación son valores indudablemente positivos, no tenemos que dejarnos engañar sobre la validez político-moral, y sobre la factibilidad, de un diseño asimilacionista: en primer lugar, hay que decir que las características culturales del "ciudadano" son en realidad las del grupo original; por lo tanto, la asimilación no es ni un pacto ni un encuentro, sino una transposición de culturas y valores. Por otra parte, ¿qué se puede hacer cuando alguien, y sobre todo algún grupo, no quiere ser asimilado?

¿Y entonces? Entonces quizá el camino justo sea el opuesto, el de una "diferenciación" respetuosa con la pluralidad cultural. Una diferenciación que prevé espacios, instituciones, reglas distintas, incluso dentro de un mismo territorio, para grupos que son diferentes en el aspecto cultural y religioso. También esta respuesta multicultural parece a simple vista inspirada en elevados principios humanistas, aunque en este caso, a diferencia de la propuesta asimilacionista, se privilegia la libertad sobre la igualdad. ¿Todo bien, por lo tanto? Por desgracia, también este camino, si se recorre de forma integral, está plagado de trampas y contradicciones. ¿Cómo garantizar que los espacios multiculturales no se conviertan en guetos? ¿Cómo asegurar que una ley común puede garantizar la convivencia? ¿Cómo impedir que dentro de cada comunidad se coaccione a los individuos para que asuman esquemas de comportamiento que no asumirían libremente?

¿Y qué decir si proyectamos esta alternativa en el plano global? ¿Debemos propiciar una unificación cultural del mundo? ¿Será que el único modo de tener una paz duradera es realizar un diseño cosmopolita, con una única lengua, con una cultura universal y valores unificados? La perspectiva no parece muy cautivadora. Es más, creo que el objetivo de protección de la biodiversidad debería extenderse del mundo natural al de la cultura.

Y sin embargo sentimos intensamente, aunque no compartimos las tesis demasiado esquemáticas y apocalípticas de Huntington, que el problema de la relación entre culturas requiere un empeño colectivo para impedir que la diversidad cultural, que es en sí un valor positivo, se convierta en cierre, en negación del otro, en conflicto.

Si analizamos la naturaleza de lo que podríamos definir como "propuesta europea" -una propuesta desarrollada gradualmente a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero que tiene unas raíces mucho más lejanas- vemos que contiene un claro objetivo de compatibilizar la diversidad con un proyecto común, la pluralidad de culturas y tradiciones con un cuadro de convergencias tanto de políticas como de ideales. La propuesta europea evita ambos extremos: asimilacionismo y diferenciación. No pretende ni prevé una unificación de la cultura, de las lenguas, de las religiones. Son igualmente erróneas, por un lado, la caricatura de la integración europea como si estuviera destinada a producir un Superestado de tendencias monolíticas incluso desde el punto de vista cultural y, por otro, la caricatura de un continente destinado a convertirse en una Babel de tribus que viven en un mismo espacio, pero que sólo se comunican en un terreno de intercambios comerciales y exigencias materiales, sin compartir nada en el plano ideal.

Creo, en cambio, que es necesario insistir sobre un concepto fundamental. La esencia cultural de Europa, en sus orígenes, pero también en su realidad contemporánea, es la diversidad, la pluralidad de componentes culturales, religiosos, políticos. Su polifonía. El hecho, por citar a un filósofo italiano, Massimo Cacciari, de ser un archipiélago, en el sentido de evitar tanto la uniformidad del continente como la autorreferencia de las islas totalmente separadas entre sí. Cacciari escribe: "El archipiélago europeo existe en razón de este doble peligro, realizarse en un espacio ordenado jerárquicamente, o bien en individualidades inhóspitas, 'idiotas', incapaces de buscarse y volverse a llamar, en partes que ya no tienen nada que compartir". Y esta particularidad es a la vez la gran fuerza de Europa, que explica que a través de los acontecimientos históricos, a veces trágicos, que ha vivido haya mantenido la vitalidad típica de los organismos que saben enriquecerse con la contribución de muchos nutrientes, de diferentes impulsos. Europa siempre ha demostrado en su propia historia la verdad de lo que sostiene la Unesco: que toda la cultura es intercultural. Como ha escrito el gran sociólogo Zygmunt Bauman: "Nosotros los europeos hemos crecido en la variedad, y pasamos la vida en la diferencia".

Llegados a este punto hay que señalar que si pasamos del ámbito filosófico al político-constitucional, se trata de una inspiración europea de base federalista. A esto hay que añadir la otra característica fundamental de Europa: su inquieta proyectividad, su constante empuje hacia el futuro. También en este caso, como en el del pluralismo, estamos en el extremo opuesto al cierre y al estatismo, y en el punto máximo en cuanto a capacidad de dialogar, transmitir, absorber y crecer.

Y entonces, quizá Europa puede no sólo vivir en su propio proyecto, sino también proponer al mundo un modelo que es exactamente lo contrario a un esquema estandarizado, ya que es un modelo de crecimiento permanente, de diálogo abierto, de respeto por la diversidad, pero también de aspiración a una convivencia no superficial y rica en idealismos. Quizá también, en el aspecto terminológico, podríamos contribuir a aclarar la aparente contradicción entre impulso unitario y realidad múltiple. No habrá una cultura europea: Dante seguirá siendo italiano; Shakespeare, inglés; Cervantes, español. Y tampoco habrá una lengua europea, cualesquiera que sean las decisiones prácticas para garantizar una comunicación accesible a todos. Seguiremos produciendo arte nacional, cocina nacional, fórmulas políticas nacionales. Pero existe una civilización europea, una civilización que se caracteriza precisamente por un continuo intercambio entre culturas diferentes. Sobre esto, y no precisamente sobre el respeto a cada cultura, no podemos ser relativistas, en el sentido de que en el momento en que en nuestro continente se intentara -como ocurrió por ejemplo con el diseño del Tercer Reich o con el estalinista- imponer un único modelo, un único sistema de valores, una única ideología, sería la propia civilización europea la que estaría amenazada de nuevo. Que en esto se nos permita ser intransigentes.

La propuesta europea, hay que decirlo muy claramente, no tiene valor sólo como base para la integración del continente, para definir las relaciones entre naciones y culturas europeas. Creo que también, en su respeto por la diversidad combinada con la búsqueda de reglas comunes, puede ofrecer una importante contribución a la difícil búsqueda de una gobernabilidad mundial en la época de la globalización. Para que no se persigan proyectos funestos de aplastamiento cultural del mundo basándose en algunos estándares fuertemente difundidos por una comunicación y un comercio global, pero también para evitar la resignación respecto a una diversidad experimentada como incomprensión, hostilidad y conflicto.

En conclusión, la propuesta europea es una propuesta universal no porque se base en la pretensión de imponer una determinada cultura, sino porque indica la posibilidad concreta de una convivencia global basada en el respeto a la dignidad y el valor de una pluralidad de culturas en un mundo cada vez más unido por la economía y la tecnología, pero (permítanme que diga: por suerte) tercamente ligado a sus propias diversidades.

miércoles, 16 de abril de 2008

"¿QUE ES LA JUSTICIA?" por Hans Kelsen

INTRODUCCIÓN






Jesús de Nazaret, al ser interrogado por el gobernador romano, admitió ser un
rey, mas agregó: "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio de la verdad ". Pilato preguntó entonces:"¿Qué es la verdad? ".
Es evidente que el incrédulo romano no esperaba respuesta al interrogante: el
Justo, de todos modos, tampoco la dio. Lo fundamental de su misión como rey
mesiánico no era dar testimonio de la verdad. Jesús había nacido para dar
testimonio de la justicia, de esa justicia que deseaba se realizara en el reino de
Dios. Y por esa justicia fue muerto en la cruz.
De tal manera, de la interrogación de Pilato:"¿Qué es la verdad? " y de la
sangre del Crucificado, surge otra pregunta de harto mayor importancia, la
sempiterna pregunta de la humanidad:"¿Qué es la justicia? "
No hubo pregunta alguna que haya sido planteada con más pasión, no hubo
otra por la que se haya derramado tanta sangre preciosa ni tantas amargas
lágrimas como por ésta; no hubo pregunta alguna acerca de la cual hayan
meditado con mayor profundidad los espíritus más ilustres, desde Platón a
Kant. No obstante, ahora como entonces, carece de respuesta. Tal vez se deba
a que constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido
ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva: sólo cabe
el esfuerzo por formularla mejor.
I
1
La justicia es, en primer lugar, una característica posible mas no necesaria del
orden social. Recién en segundo término constituye una virtud del individuo
pues un hombre es justo cuando su obrar concuerda con el orden considerado
justo. Mas, ¿cuándo es justo un orden social determinado? Lo es cuando regla
la conducta de los hombres de modo tal que da satisfacción a todos y a todos
les permite lograr la felicidad. Aspirar a la justicia es el aspirar eterno a la
felicidad de los seres humanos: al no encontrarla como individuo aislado, el
hombre busca la felicidad en lo societario. La justicia configura la felicidad
social, es la felicidad que el orden social garantiza. Es en este sentido que
Platón identifica justicia con felicidad cuando afirma que sólo el justo es feliz y
desdichado el injusto.
Va de suyo que al sostener que la justicia es la felicidad, no se ha respondido al
interrogante sino que únicamente se lo ha desplazado. De inmediato se plantea
entonces otra cuestión: ¿qué es la felicidad?
2
Sin duda, no puede existir un orden justo —vale decir, que garantice a todos la
felicidad— si se entiende por felicidad lo que es en su sentido originario, esto
es, lo que cada uno considera tal. En este caso, resulta imposible evitar que la
felicidad de uno roce la felicidad de otro. Por ejemplo: el amor es la fuente
primera de felicidad, aunque también la más importante fuente de desdicha.
Supongamos que dos varones aman a una misma mujer y que ambos, con o sin
razón, creen que sin ella no serían felices. No obstante, conforme a la ley —y
tal vez conforme a sus propios sentimientos— esa mujer no puede pertenecer
más que a uno de los dos. La felicidad de uno acarreará irremediablemente la
desdicha del otro. No existe un orden social capaz de dar solución a semejante
problema de manera justa, esto es, de hacer que ambos varones sean
dichosos. Ni siquiera el célebre juicio del rey Salomón podría conseguirlo. Tal
como se sabe, el rey resolvió que un niño cuya posesión disputaban dos
mujeres, fuera partido en dos con objeto de entregarlo a aquella que retirara la
demanda a fin de salvar la vida de la criatura. Dicha mujer, suponía el rey,
probaría de esta suerte que su amor era verdadero. El juicio salomónico
resultará justo únicamente en el caso que sólo una de las mujeres ame
realmente a la criatura. Si las dos la quisieran y ansiaran tenerla —lo cual es
posible e incluso probable— y ambas retirasen las respectivas demandas, el
conflicto permanecería irresoluto. Por último, cuando la criatura debiera ser
entregada a una de las partes el juicio sería, por supuesto, injusto pues
causaría la desdicha de la parte contraria. Nuestra felicidad depende, con
demasiada frecuencia, de la satisfacción de necesidades que ningún orden
social puede atender.
Otro ejemplo: es preciso designar al jefe de un ejército. Dos varones se
presentan a concurso, pero sólo uno de ellos podrá ser el elegido. No cabe
duda que se ha de nombrar a aquel que sea más apto. Mas, ¿si ambos fuesen
igualmente aptos? Resultaría entonces imposible encontrar una solución justa.
Supongamos que sea considerado más apto el que tiene buena apostura y un
rostro agradable que le dan el aspecto de personalidad fuerte, en tanto el otro
es pequeño y de apariencia insignificante. En caso de recaer la designación en
aquél, este otro no aceptará lo resuelto como justo, dirá, por ejemplo: "¿por
qué no tengo yo un físico tan bien dotado como él? ¿por qué la Naturaleza me
ha dado un cuerpo tan poco atractivo? "
Por cierto, cuando analizamos la Naturaleza desde el punto de vista de la
justicia, debemos convenir que no es justa: unos nacen sanos y otros
enfermos, unos inteligentes y otros tontos. Y no hay orden social alguno que
pueda reparar por completo las injusticias de la Naturaleza.
3
Si justicia es felicidad, no es posible la existencia de un orden social justo, si por
justicia se entiende la felicidad individual. Empero, el orden social justo
tampoco será posible en el caso que éste procure lograr, no ya la felicidad
individual de todos sino la mayor felicidad posible del mayor número posible.
Ésta constituye la célebre definición de justicia formulada por el jurista y
filósofo inglés jeremías Bentham.
De todas maneras, la fórmula de Bentham tampoco es aceptable si a la palabra
felicidad se le da un sentido subjetivo, ya que diversos individuos tienen ideas
todavía más diversas acerca de lo que constituye la felicidad. La felicidad
garantizada por el orden social no puede ser considerada en sentido individualsubjetivo
sino colectivo-objetivo.
Esto significa que por felicidad se ha de entender sólo la satisfacción de ciertas
necesidades, reconocidas en tal carácter por la autoridad social o el legislador.
Dichas necesidades merecerán entonces ser satisfechas. Así, verbigracia, está la
necesidad de alimentos, de ropas, morada y otras por el estilo. No cabe duda
que la satisfacción de necesidades socialmente aceptadas no guarda relación
alguna con el sentido primigenio del término felicidad, que es profunda y
esencialmente subjetivo. Por ello, por ser expresión de un insaciable deseo de
felicidad propia y subjetiva, el deseo de justicia es primordial y está
hondamente enraizado en el corazón del hombre.
4
El concepto de felicidad ha de soportar un cambio radical de significación para
que la felicidad de la justicia pueda convertirse en categoría social. Las
transformaciones que sufre la felicidad individual y subjetiva para convertirse en
la satisfacción de necesidades socialmente aceptadas, son similares a las que
debe soportar el concepto de libertad para llegar a ser un principio social.
El concepto de libertad con frecuencia es identificado con la idea de justicia, de
tal manera que un orden social será justo cuando garantice la libertad
individual. Dado que la verdadera libertad —esto es, la ausencia de toda
coacción, de todo tipo de gobierno— es incompatible con el orden social —
cualquiera que éste fuera— la idea de libertad no puede ostentar meramente la
significación negativa de ser libre de todo gobierno. El concepto de libertad ha
de comprender la importancia que tiene una forma de gobierno determinada.
La libertad incorporará el gobierno de la mayoría de ciudadanos que, en caso
necesario, ha de estar contra la minoría. La libertad de la anarquía se
metamorfosea de este modo en la autodeterminación de la democracia. De
igual modo, la idea de justicia se transforma, de un principio que garantiza la
libertad individual de todos, en un orden social que salvaguarda determinados
intereses, precisamente aquellos reconocidos como valiosos y dignos de
protección por la mayoría de los súbditos.
5
Empero, ¿qué intereses ostentan ese valor y cuál es la jerarquía de esos
valores? El problema aparece cuando se plantean intereses en conflicto. Y
solamente donde existen esos conflictos se manifiesta la justicia como
problema. De no haber intereses en conflicto, no hay tampoco necesidad de
justicia. El conflicto se genera cuando un interés se podrá ver satisfecho
exclusivamente a costa de otro o, lo que es igual, cuando entran en
contraposición dos valores y no es posible hacer efectivos ambos, cuando
pueden ser realizados únicamente en tanto y cuanto el otro es pospuesto o
cuando es inevitable tener que inclinarse por la realización de uno y no del otro,
decidiendo qué valor es más importante, lo cual, por ende, establecerá el valor
supremo. El problema de valores es, sobre todo, un problema de conflicto de
valores. Problema que no puede resolverse mediante el conocimiento racional.
La respuesta al problema planteado es siempre un juicio que, en última
instancia, está determinado por factores emocionales, ostentando, por
consiguiente, un carácter altamente subjetivo. Esto significa que es válido
únicamente para el sujeto que formula el juicio siendo, en ese sentido, relativo.
II
1
Lo que se acaba de enunciar es pasible de ilustrarse con algunos ejemplos. La
vida humana, la vida de cada quien, constituye el valor supremo para una
determinada convicción moral. Consecuencia de semejante convencimiento es
la abstención absoluta de dar muerte a un ser humano, aun en caso de guerra
o en cumplimiento de la pena capital. Esta posición, como se sabe, es la de
quienes se niegan a prestar servicio militar y la de quienes rechazan por
principio la pena de muerte. En oposición a esta postura existe otra convicción
moral, la que afirma que el valor supremo es el interés y el honor de la nación.
Por lo tanto, cuantos sigan esta teoría están obligados a sacrificar su vida y a
matar en caso de guerra a los enemigos de la nación, cuando los intereses de
ésta así lo requieran. Por ende, pareciera justificable la condena a muerte de
los grandes criminales. En esta conformidad, resulta imposible decidirse de
manera científico-racional por cualquiera de estos juicios de valor fundados en
concepciones contradictorias.
En último extremo, nuestros sentimientos, nuestra voluntad, no nuestra razón,
es lo que decide el conflicto: lo emocional, no lo racional de nuestra conciencia
es lo que tiene a su cargo la resolución del conflicto.
2
Otro ejemplo: a un esclavo o a un prisionero de un campo de concentración del
que es imposible fugarse, se le presenta la disyuntiva de saber si el suicidio es
moral o no. Este problema, que se plantea de continuo, jugó un papel muy
importante en la ética de los antiguos. La solución yace en decidir cuál de los
dos valores es superior: vida o libertad. Si la vida es el valor más elevado, el
suicidio no es justo; si el más alto es la libertad, careciendo de valor una vida
sin libertad, entonces el suicidio no sólo estará permitido, sino que se
impondrá. Se trata evidentemente de la jerarquía que se le asigne al valor vida
o al valor libertad. En este caso, lo único posible es una solución subjetiva, una
solución cuyo valor está limitado al sujeto que juzga y que de ningún modo
alcanza la validez universal que tiene, verbigracia, la frase que afirma que el
calor dilata los metales. Este último es un juicio de realidad y no de valor.
3
Supongamos —lo cual no significa sostenerlo— que sea posible demostrar que
los llamados planes económicos pueden mejorar la situación del pueblo de tal
manera que resulte asegurada la estabilidad económica individual y que tal
organización sólo sea factible merced al renunciamiento de la libertad individual
o, por lo menos, a una limitación considerable de esa libertad. La respuesta al
interrogante de qué es preferible, si un sistema económico libre o una
economía planificada, dependerá entonces de que nos decidamos por el valor
libertad individual o por el valor seguridad económica. Una persona con fuertes
inclinaciones individualistas ha de preferir la libertad individual, en tanto otra
que padezca cierto complejo de inferioridad se ha de pronunciar por la
seguridad económica. Esto quiere decir que ante el interrogante de si la libertad
individual es un valor superior a la seguridad económica o si la seguridad
económica es un valor más alto que la libertad individual, sólo es posible dar
una respuesta subjetiva: bajo ningún concepto se podrá formular un juicio
objetivo como lo es el que sostiene que el acero es más pesado que el agua y
el agua más pesada que la madera. En estos casos se trata de juicios de
realidad, verificables experimentalmente, y no de juicios de valor que no son
pasibles de tales comprobaciones.
4
Tras un detenido examen de su paciente, el médico descubre un mal incurable
que en poco tiempo provocará la muerte del enfermo.
¿Tiene el médico que decirle la verdad al enfermo o puede y hasta debe mentir
diciendo que la enfermedad es curable y que no hay peligro inmediato? La
decisión depende de la jerarquía que se establezca entre los valores de verdad
y compasión. Decirle la verdad al enfermo implica afligirlo con el temor a la
muerte; mentirle significa ahorrarle ese dolor. Si el ideal de la verdad se
considera superior al de la compasión, el médico debe decir la verdad; en caso
contrario, deberá mentir. No obstante, sea cual fuere la jerarquía asignada a
estos valores, resulta imposible darle a esta pregunta una respuesta cimentada
en consideraciones científico-racionales.
5
Tal como se dijera anteriormente, Platón sostiene que el justo —para él
sinónimo del que se conduce legalmente— y sólo el justo es feliz, en tanto el
injusto —esto es, el que no obra legalmente— es desdichado.
Platón dice: "la vida más justa es la más feliz ". No obstante, admite que en
ciertos casos el justo puede ser desdichado y el injusto feliz. Sin embargo —
añade el filósofo— es absolutamente preciso que los ciudadanos sometidos a la
ley crean en la verdad de la frase que afirma que sólo el justo es feliz, aun
cuando ésta no sea verdadera. De lo contrario, nadie querría obedecer a la ley.
Por consiguiente el Estado, según Platón, tiene el derecho de difundir entre los
ciudadanos, por todos los medios posibles, la doctrina de que el hombre justo
es feliz y desdichado el injusto, aun cuando esto sea falso. En caso que esta
afirmación no sea verdadera, es una mentira necesaria pues garantiza la
obediencia a la ley. "¿Puede un legislador que sirva para algo encontrar una
mentira más útil que ésta o alguna otra que pueda lograr en forma más
efectiva que los ciudadanos, en libertad y sin coacción, se conduzcan
rectamente? " "Si yo fuese legislador, obligaría a todos los escritores y a todos
los ciudadanos a expresarse en este sentido, es decir, a afirmar que la vida más
justa es la más feliz ". Conforme a Platón, el gobierno está autorizado a utilizar
aquellas mentiras que considere convenientes.
De este modo, Platón ubica la justicia —esto es, lo que el gobierno por tal
entiende, o sea, lo legal— por encima de la verdad. Sin embargo, no existe
razón alguna que nos impida poner la verdad por encima de la legalidad y
rechazar la propaganda del Estado por hallarse fundada en la mentira, aun en
el caso que esta última sirva para la prosecución de un buen fin.
6
La solución dada al problema de la jerarquía de los valores —vida-libertad,
libertad-igualdad, libertad-seguridad, verdad-justicia, verdad-compasión,
individuo-nación— será distinta si el problema se le plantea a un cristiano, para
quien la salvación del alma, vale decir, el destino sobrenatural, es más
importante que las cosas terrenas, o si se le presenta a un materialista que no
cree que el alma sea inmortal. De igual manera, la solución no puede ser la
misma cuando se acepta que la libertad es el valor supremo —punto focal del
liberalismo— que cuando se supone que la seguridad económica es el fin último
del orden social —punto focal del socialismo—. La respuesta, entonces, tendrá
siempre el carácter de un juicio subjetivo, por lo tanto, relativo.
III
1
El hecho de que los verdaderos juicios de valor sean subjetivos, siendo por lo
tanto posible que existan juicios de valor contradictorios entre sí, no significa de
ninguna manera que cada individuo tenga su propio sistema de valores. En
rigor, muchos individuos coinciden en sus juicios evaluativos. Un sistema
positivo de valores no es la creación arbitraria de un individuo aislado, sino que
siempre constituye el resultado de influencias individuales recíprocas dentro de
un grupo dado (familia, raza, clan, casta, profesión)y en determinadas
condiciones económicas. Todo sistema de valores, especialmente el orden
moral, con su idea descollante de justicia, configura un fenómeno social que,
por lo tanto, será diferente según el tipo de sociedad en que se genere. El
hecho de que ciertos valores sean generalmente aceptados dentro de una
sociedad dada no es incompatible con el carácter subjetivo y relativo de los
valores que afirman esos juicios. Que varios individuos concuerden en un juicio
de valor no prueba de ningún modo que ese juicio sea verdadero, es decir, que
tenga validez en sentido objetivo. De manera similar, que muchos hayan creído
que el sol giraba alrededor de la Tierra no prueba en absoluto que esta creencia
esté cimentada en la verdad. El criterio de justicia, al igual que el criterio de
verdad, se manifiesta con harto poca frecuencia en los juicios de realidad y en
los de valor. En la historia de la civilización humana muchas veces los juicios de
valor aceptados por la mayoría han sido reemplazados por otros juicios de valor
más o menos opuestos aunque no por eso menos aceptados. Así, por ejemplo,
las sociedades primitivas consideraban que el principio de responsabilidad
colectiva (verbigracia, la venganza de sangre) era un principio absolutamente
justo. En cambio, la sociedad moderna sostiene que el principio opuesto —esto
es, el de la responsabilidad individual— es el que responde mejor a las
exigencias de una recta conciencia. No obstante, en ciertas áreas, como por
ejemplo en las relaciones internacionales, el principio de responsabilidad
colectiva no es incompatible con los sentimientos del hombre actual.
Lo propio ocurre en el campo de las creencias religiosas con la responsabilidad
hereditaria, el pecado original, que es también una especie de responsabilidad
colectiva. Asimismo, no resulta del todo imposible que en el futuro —si el
socialismo llega al poder— vuelva a ser considerado moral en el terreno de las
relaciones internacionales un principio de responsabilidad colectiva
independiente de cualquier concepción religiosa.
2
Si bien la pregunta respecto al valor supremo no puede contestarse
racionalmente, el juicio relativo y subjetivo con que, de hecho, se responde a la
misma, se presenta generalmente como una afirmación de valor objetivo o, lo
que es igual, como norma de validez absoluta.
Un rasgo distintivo del ser humano es sentir la profunda necesidad de justificar
su conducta, esto es, tener una conciencia. La necesidad de justificación o
racionalización es, tal vez, una de las diferencias existentes entre el hombre y el
animal. La conducta externa del hombre no difiere mucho de la animal: el pez
grande se come al chico, tanto en el reino animal como en el humano. Sin
embargo, cuando un "pez humano", movido por el instinto, se conduce de tal
manera, de inmediato procura justificar su conducta ante sí mismo y los demás,
tranquilizando su conciencia con la idea de que su conducta respecto al prójimo
es buena.
3
Dado que el hombre, en una u otra medida, es un ser de razón, intenta
racionalmente, es decir, por medio de la función de su entendimiento, justificar
una conducta determinada por el temor o el deseo.
Esta justificación racional es posible sólo hasta determinado punto, vale decir,
en tanto su temor o deseo se refieran a un medio dado merced al cual puede
lograrse determinado fin. La relación de medio a fin es semejante a la de
causa-efecto, por ende, puede determinarse empíricamente, o sea, mediante
procedimientos científico-racionales. Está claro que esto no será posible cuando
los medios para lograr un fin determinado sean medidas específicamente
sociales. El estado actual de las ciencias sociales no nos permite tener una
comprensión neta y definida del nexo causal de los fenómenos sociales. En
consecuencia, no podemos tener suficiente experiencia como para determinar
con precisión cuáles son los medios adecuados para lograr un fin social
determinado. Tal es el caso, verbigracia, del legislador cuando se enfrenta con
el problema de establecer la pena de muerte o, meramente, la de prisión, para
evitar ciertos actos delictivos. Este conflicto puede formularse también con una
pregunta: "¿cuál es la pena justa, la de muerte o la de prisión?" Resolver esta
cuestión implica que el legislador conozca el efecto que la amenaza de ambas
penas producirá en el hombre que, por inclinación natural, busca cometer los
delitos que el legislador procura evitar. Por desgracia, no gozamos del
conocimiento exacto de esos efectos y no estamos en condiciones de llegar a
tal conocimiento, pues aun en el caso que ello fuera posible mediante el empleo
de la experimentación, la experimentación en la esfera de la vida social sólo es
aplicable en muy limitada medida. De aquí que el problema de la justicia no
pueda siempre ser solucionado racionalmente, aun cuando se lo reduzca a la
cuestión de saber si una medida social es medio adecuado para lograr un fin
dado. Empero, incluso en el caso que estos problemas pudieran solucionarse
puntualmente, la solución de los mismos no podría proporcionar una
justificación completa de nuestra conducta, esto es, la justificación exigida por
nuestra conducta. Con medios extremadamente adecuados pueden lograrse
fines extremadamente problemáticos. Basta pensar en la bomba atómica. El fin
justifica o, como acostumbra decirse, justifica los medios. En cambio, los
medios no justifican el fin. Y es precisamente la justificación del fin, de ese fin
que no es medio para otro fin, que precisamente, es el fin último y supremo, lo
que constituye la justificación de nuestra conducta.
4
En el momento de justificar algo, especialmente una conducta humana, como
medio para un determinado fin, aparece insoslayablemente el problema de
saber si ese fin también es justificable. Esta cuestión lleva en última instancia al
reconocimiento de un fin supremo, lo cual constituye precisamente el problema
de la moral en general y de la justicia en particular.
La justificación de una conducta humana como medio apropiado para el logro
de un fin dado, cualquiera que sea, es un justificar condicional: depende de que
el fin propuesto esté justificado o no. Una justificación condicionada y, en
cuanto tal, relativa, no resulta justificatoria del fin y tampoco del medio. La
democracia es una forma de gobierno justa pues asegura la libertad individual.
Esto significa que la democracia es una forma de gobierno justa tan sólo
cuando su fin supremo es la atención y solicitud de la libertad individual. Si en
lugar de la libertad individual se considera que la seguridad económica es el
valor supremo, y se prueba además que en una organización democrática
aquella no puede ser suficientemente garantizada, entonces no la democracia
sino otra forma será considerada el gobierno justo. Otros fines requieren otros
medios. La democracia como forma de gobierno puede justificarse
relativamente, no en lo absoluto.
5
Nuestra conciencia no se contenta con estas justificaciones condicionadas sino
que pide una justificación absoluta, sin reservas. Por ende, nuestra conciencia
no se tranquiliza cuando justificamos nuestra conducta sólo como medio
adecuado para un fin cuya justificación es dudosa sino que demanda, en
cambio, que justifiquemos nuestra conducta como fin último o, lo que es lo
mismo, que nuestra conducta coincida con un valor absoluto. No obstante, no
es posible acceder a tal justificación por medios racionales. Toda justificación
racional es esencialmente justificación de algo en tanto medio adecuado, pero,
precisamente, el fin último no es medio para ningún otro fin. Nuestra conciencia
pide una justificación absoluta de nuestra conducta, es decir, postula valores
absolutos, pero nuestra razón no está en condiciones de satisfacer esas
exigencias. Lo absoluto en general y los valores absolutos en particular están
allende la razón humana que sólo puede lograr una solución limitada —y, en tal
sentido, relativa— del problema de la justicia como problema de la justificación
de la conducta humana.
6
No obstante, la necesidad de una justificación absoluta parece ser más fuerte
que toda justificación racional. Por ello el hombre busca esa justificación, esto
es, la justicia absoluta, en la religión y la metafísica.
Lo cual significa que la justicia es desplazada de este mundo a un mundo
trascendente. Se convierte así en la característica esencial —y su puesta en
acto la función esencial— de una autoridad sobrenatural, de una deidad cuyas
características y funciones son inaccesibles al conocimiento humano. El hombre
cree en la existencia de Dios, esto es, en la existencia de una justicia absoluta,
pero es incapaz de comprenderla, es decir, de puntualizarla conceptualmente.
Quienes no aceptan esta solución metafísica del problema de la justicia pero
mantienen la idea de los valores absolutos, en la esperanza de poder definirla
racional y científicamente, se engañan a sí mismos con la ilusión de que es
posible encontrar en la razón humana ciertos principios fundamentales
configuradores de esos valores absolutos que, en rigor, están compuestos por
elementos emocionales de la conciencia. La determinación de valores absolutos
en general y la definición de justicia en particularlogradas según este modo son
fórmulas hueras mediante las cuales es posible justificar cualquier orden social.
Por ello no es de extrañar que las numerosas teorías sobre la justicia que desde
épocas pretéritas hasta hoy en día se han venido formulando, puedan ser
reducidas a dos tipos fundamentales: metafísico-religioso uno y el otro
racionalista o, mejor dicho, pseudo-racionalista.
IV
1
Platón es el clásico representante del tipo metafísico. La justicia constituye el
problema central de toda su filosofía. En procura de la solución de este
problema desarrolla su célebre "teoría de las ideas ".
Las ideas son entidades trascendentes que existen en otro mundo, en una
esfera inteligible, sin acceso para los hombres, prisioneros de sus sentidos.
Representan esencialmente valores, valores absolutos que deben ser realizados
en el mundo de los sentidos aunque, en verdad, nunca pueden serlo
completamente. El concepto fundamental al cual está subordinado el resto y del
cual obtiene su validez es la idea de bien absoluto: está idea desempeña en la
filosofía de Platón el mismo papel que la idea de Dios en la teología de
cualquier religión. La idea de bien conlleva la idea de justicia, esa justicia a
cuyo conocimiento tienden prácticamente todos los diálogos de Platón. La
pregunta "¿qué es la justicia?" coincide con el interrogante "¿qué es bueno?" o
"¿qué es lo bueno?" Platón efectúa en sus diálogos múltiples intentos para
responder a esas preguntas en forma racional. Sin embargo, ninguno de esos
intentos arriba a un resultado definitivo. Cuando pareciera que ha logrado
definir algo, por boca de Sócrates, de inmediato Platón aclara que son
necesarias todavía más investigaciones. Platón remite a menudo a un método
específico de razonamiento abstracto, carente de toda representación sensible,
la llamada dialéctica, que —como asegura el filósofo— capacita a quienes la
dominan para comprender las ideas. De todas maneras, el mismo Platón no
emplea este método en sus diálogos o, al menos, no nos transmite los
resultados de dicha dialéctica. Incluso llega a decir palmariamente que la idea
del bien absoluto está más allá de todo conocimiento racional, o sea, allende
todo razonamiento. En una de sus cartas, la VII, donde explica los motivos
profundos y los fines últimos de su filosofía, declara que no puede existir una
definición del bien absoluto sino tan sólo una especie de visión del mismo, y
que esta visión se realiza en forma de vivencia mística —vivencia que logran
sólo quienes gozan de la divina gracia—. Por otra parte, resulta imposible
describir con palabras el objeto de esta visión mística, es decir, el bien absoluto.
Tal es la razón —y ésta configura la conclusión última de esta filosofía— que no
pueda darse ninguna respuesta al problema de la justicia. La justicia es un
secreto que Dios confía a muy pocos elegidos —si es que lo hace—, secreto que
nunca deja de ser tal pues no puede transmitirse a los demás.
2
Es digno de nota cómo la filosofía de Platón se acerca en este punto a la
prédica de Jesús, cuyo contenido sobresaliente es también la justicia. Tras
haber rechazado con energía la fórmula racionalista del Antiguo Testamento
"ojo por ojo y diente por diente" —el principio de represalia— Jesús proclama la
nueva y verdadera justicia, el principio de amor: el mal no debe devolverse con
mal sino con bien, hay que rechazar al mal, no al delincuente, y amar al
enemigo. Esta justicia está más allá de toda realidad social de un orden posible:
el amor que informa a esta justicia no es el sentimiento humano que llamamos
amor. No sólo porque amar al enemigo va contra la naturaleza humana sino
también porque Jesús rechazaba con toda energía el amor humano que une al
varón con la mujer, a los padres con los hijos. El que desee seguir a Jesús y
alcanzar el reino de Dios debe abandonar su casa y sus propiedades, padres,
hermanos, mujer e hijos. El que no aborrezca a su padre, a su madre, sus hijos,
sus hermanos, sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser discípulo de
Jesús. El amor que predica Jesús no es el amor de los hombres. Es el amor que
hará que los hombres sean tan perfectos como su Padre en el Cielo, el que
hace salir el Sol sobre malos y buenos y deja que la lluvia caiga por igual sobre
justos e injustos. Es el amor de Dios. Lo más extraño de este amor es que debe
aceptarse como compatible con la tremenda y eterna pena que les será
impuesta a los pecadores en el Juicio Final y, por lo tanto, con el pavor más
grande que sea capaz de sentir el hombre: el temor de Dios. Jesús no abordó el
aclarar esta contradicción: tampoco es posible hacerlo. Se trata de una
contradicción sólo para la limitada razón humana, no para la razón absoluta de
Dios que el hombre no puede comprender. Por eso Pablo, el primer teólogo de
la religión cristiana, enseñó que la sabiduría de este mundo es necedad para
Dios, que la filosofía, esto es, el conocimiento lógico-racional no es la vía que
conduce a la justicia divina encerrada en la oculta sabiduría de Dios, que la
justicia es confiada por Dios a los fieles y que la fe es actuada por el amor.
Pablo se mantiene fiel a la nueva doctrina de Jesús sobre la nueva justicia, el
amor de Dios. Sin embargo, admite que el amor que Jesús enseña supera el
conocimiento racional: es un misterio, uno de los muchos misterios de la fe.
V
1
El tipo racionalista que intenta dar solución al problema de la justicia mediante
la razón humana, esto es, que se esfuerza por definir la idea de justicia, está
representado por la sabiduría popular de muchas naciones y también por
algunos sistemas filosóficos célebres. Se atribuye a uno de los siete sabios de
Grecia la conocida frase que sostiene que la justicia significa dar a cada cual lo
suyo. Esta fórmula ha sido aceptada por notables pensadores y especialmente
por filósofos del derecho. No resulta difícil demostrar que se trata de una
fórmula completamente hueca. El interrogante fundamental "¿qué puede
considerar cada cual como «suyo »realmente? "queda sin respuesta. Por ello, el
principio "a cada cual lo suyo "es aplicable únicamente cuando se presume que
dicha cuestión ya ha sido resuelta. Sin embargo, sólo puede estarlo mediante
un orden social que la costumbre o un legislador hayan establecido como moral
positiva u orden jurídico. En consecuencia, la fórmula "a cada cual lo suyo
"puede servir como justificación de cualquier orden social, sea capitalista o
socialista, democrático o aristocrático. En todos ellos se da a cada cual lo suyo,
sólo que "lo suyo "difiere en cada uno de los casos. El que esta fórmula pueda
defender cualquier orden social por ser justo —y lo es en tanto esté de acuerdo
con la fórmula "a cada cual lo suyo"— explica el que haya tenido una tan
general aceptación y demuestra a la vez que es una definición de justicia
totalmente insuficiente, ya que ésta debe fijar un valor absoluto que no puede
asimilarse a los valores relativos que una moral positiva o un orden jurídico
garantizan.
2
Lo propio puede decirse de ese otro principio que con harta frecuencia se
presenta como esencia de la justicia: bien por bien, mal por mal. Se trata del
principio de represalia. Carece de todo sentido, a menos que se haya hecho
clara la respuesta a las preguntas "¿qué es lo bueno? "y "¿qué es lo malo? ". No
obstante, esta pregunta no es de ningún modo clave, pues el concepto de
bueno y malo difiere según los distintos pueblos y las diferentes épocas. El
principio de represalia sirve para expresar la técnica específica del derecho
positivo que vincula el mal del delito con el mal de la pena. De todos modos,
éste es el principio que subyace básicamente en toda norma jurídica positiva;
por ello, todo orden jurídico puede ser justificado en tanto realización del
principio de represalia. El problema de la justicia es, en último término, el
problema de saber si un orden jurídico se muestra justo en la aplicación del
principio de represalia, vale decir, si el acto ante el cual el derecho reacciona
con el mal de la pena como si se tratase de un delito, es en realidad un mal
para la sociedad y si el mal que el derecho establece como pena conviene a
aquél. El principio de represalia no da ninguna respuesta a este problema.
3
La represalia, en tanto significa pagar con la misma moneda, es una de las
muchas formas bajo las que se presenta el principio de igualdad, que también
ha sido considerado como esencia de la justicia.
Este principio parte del supuesto de que todos los hombres —todos los que
tienen rostro humano— son iguales por naturaleza, para acabar con la
exigencia de que todos los hombres deben ser tratados de la misma manera.
Sin embargo, dado que el supuesto es enteramente falso, pues de hecho los
hombres son muy distintos y no hay dos que sean realmente iguales, este
requerimiento tan sólo puede significar que el orden social debe hacer caso
omiso de ciertas desigualdades al otorgar derechos e imponer deberes.
Resultaría absurdo tratar a los niños de igual manera que a los adultos, a los
locos igual que a los cuerdos.
¿Cuáles son entonces las diferencias que deben tenerse en cuenta y cuáles no?
Ésta es la pregunta decisiva, a la que el principio de igualdad no da ninguna
respuesta. En rigor, las respuestas de los órdenes jurídicos positivos son muy
diversas. Todas están de acuerdo en la necesidad de ignorar algunas
desigualdades de los hombres, pero no existen dos órdenes jurídicos distintos
que coincidan en lo atinente a las diferencias que no deben ignorarse sino que
deben tenerse en cuenta para otorgar derechos e imponer obligaciones. Unos
les conceden derechos políticos a los varones y no a las mujeres, otros tratan
por igual a ambos sexos pero obligan sólo a los varones a prestar servicio
militar, en tanto otros más no establecen distinción alguna en este sentido. Por
consiguiente, ¿cuál es el orden justo? El individuo al que la religión le resulte
indiferente, sostendrá que las diferencias religiosas carecen de importancia. El
creyente, en cambio, considerará que la diversidad fundamental es la que
existe entre los que comparten su fe —que él, como creyente, considera la
única verdadera— y los demás, esto es, los no creyentes. Según su criterio,
será completamente justo concederles a aquellos derechos y a éstos
negárselos. Habrá aplicado así con toda rectitud el principio de igualdad que
exige que los iguales sean tratados de igual modo. Esto demuestra que el
principio de igualdad es inepto para responder a la pregunta fundamental "¿qué
es lo bueno?". En el tratamiento dispensado a los súbditos por un orden jurídico
positivo, cualquier diferencia puede ser considerada esencial y servir, por lo
tanto, de apoyo para un tratamiento diferente, sin que por eso el orden jurídico
contradiga el principio de igualdad. Este principio está harto carente de
contenido para hallarse en condiciones de determinar la estructura esencial del
orden jurídico.
4
Tomemos ahora el principio especial de la llamada igualdad ante la ley. No
significa otra cosa sino que los órganos encargados de la aplicación del derecho
no han de hacer distinción alguna que no esté establecida por el derecho a
aplicar. Si el derecho otorga derechos políticos únicamente a los varones y no a
las mujeres, a los ciudadanos nativos y no a los extranjeros, a los miembros de
determinada raza o religión y no a los de otra, el principio de igualdad ante la
ley será respetado cuando los órganos encargados de la aplicación del derecho
resuelvan en los casos concretos que una mujer, un ciudadano extranjero o un
miembro de determinada raza o religión no tienen ningún derecho político. Este
principio raramente se relaciona con la igualdad.
Expresa únicamente que el derecho deberá ser aplicado de acuerdo con su
propio sentido. Se trata del principio de juridicidad o legalidad, que por esencia
propia es inmanente a todo ordenamiento jurídico, no interesando que tal
ordenamiento sea justo o injusto.
5
La aplicación del principio de igualdad a las relaciones entre trabajo y producto
del mismo conduce a la exigencia de que a igual trabajo corresponde igual
participación en los productos. Esta es, según Karl Marx la justicia subyacente
del orden capitalista, el supuesto "igual derecho"de este sistema económico. En
verdad se trata de un derecho desigual, pues no tiene en cuenta las diferencias
de capacidad de trabajo que existen entre los hombres, no siendo por lo tanto
un derecho justo sino injusto. El mismo monto de trabajo que produce un
obrero fuerte y diestro y un individuo débil e incapaz es sólo en apariencia
igual: cuando los dos reciben por su trabajo la misma cantidad de producto, se
entrega a ellos algo igual por algo desigual. La verdadera igualdad y por ende,
la verdadera justicia, no la aparente, se logra únicamente en una economía
comunista, donde el principio fundamental es: de cada uno según sus
capacidades, a cada uno según sus necesidades.
Aplicado este principio a un sistema económico, cuya producción, vale decir, su
fin último, está regulado sistemáticamente por una autoridad central, de
inmediato surge una pregunta: ¿cuáles son las capacidades de cada uno, para
qué tipo de trabajo es apto y qué quantum de trabajo puede pretenderse que
realice de acuerdo a sus capacidades naturales? Es obvio que semejante
cuestión no cabe se resuelva conforme a la opinión de cada cual sino que se
hará mediante un órgano de la comunidad creado a tal efecto y de acuerdo a
normas generales establecidas por la autoridad social. A la vista de esto se
presenta otro interrogante: ¿cuáles son las necesidades que pueden ser
satisfechas? Sin ninguna hesitación, aquellas a cuyo contentamiento asiste el
sistema de producción planificado, esto es, dirigido por una autoridad central. A
pesar de que Marx afirma que en la sociedad comunista del futuro "la fuerza de
producción debe aumentar" y que "todas las fuentes de riqueza social fluirán
plenamente", la selección de necesidades que el proceso de producción social
ha de preocuparse en contentar planificadamente y la determinación de cuál es
la medida en que deben satisfacerse dichas necesidades no deben quedar al
libre arbitrio de cada uno. Será competencia de la autoridad social resolver esta
cuestión, de acuerdo con principios generales. En consecuencia, vemos que el
principio comunista de justicia presupone —tal como la fórmula "a cada cual lo
suyo"— una respuesta del orden social positivo a la pregunta que fundamenta
su aplicación. Y, por cierto, este orden social —tal como en el caso de la
fórmula "a cada cual lo suyo"— no es un orden cualquiera sino que está
perfectamente determinado. Sin embargo, nadie está en condiciones de prever
el modo en que funcionará el orden social comunista de efectivizarse en un
lejano futuro, ni la manera en que se resolverán las cuestiones fundamentales
para la aplicación del principio comunista de justicia.
De tomarse en cuenta estos hechos, el principio comunista de justicia —en la
medida que éste aspire a ser considerado tal— acaba en la norma: de cada cual
según sus capacidades reconocidas por el orden social comunista, a cada cual
de acuerdo a las necesidades determinadas por ése orden social. Que este
orden social reconozca las capacidades individuales respetando la idiosincrasia
de cada quien y que garantice la satisfacción de toda necesidad de manera que
en la armónica comunidad constituida por dicho orden coexistan la totalidad de
los intereses colectivos e individuales y, por ende, la libertad individual
ilimitada, pertenece al terreno de la ilusión utópica. Es la típica utopía de una
futura edad dorada, de una situación paradisíaca en que —como Marx
profetizaba— sería dejado atrás no sólo "el estrecho horizonte del derecho
burgués" sino también (puesto que no existiría ningún conflicto de intereses), el
amplio horizonte de la justicia.
6
Una nueva aplicación del principio de igualdad es la fórmula conocida bajo el
nombre de "regla de oro", la cual afirma: "no hagas a los demás lo que no
quieras que te hagan a ti". Lo que cada uno no quiere que los demás le hagan
es lo que le provoca dolor; y lo que cada uno ansía que los demás le hagan es
lo que causa placer. Así pues la regla de oro desemboca en la siguiente
exigencia: no le causes dolor al prójimo sino que proporciónale placer. Sólo que
con frecuencia ocurre que brindarle placer a un individuo es causa de dolor en
otro. Al significar esto una violación de la regla de oro, se presenta entonces el
problema de dilucidar cómo conducirse ante el infractor. Exactamente éste es el
problema de la justicia, ya que si nadie le causara dolor al prójimo sino sólo
placer, no habría ningún problema de justicia. No obstante, si se busca aplicar
la regla de oro, habiendo una infracción a ésta, se verá en seguida que su
aplicación conduce a consecuencias absurdas. Nadie quiere ser castigado, aun
habiendo cometido un delito. En consecuencia, coherentemente con la regla de
oro, el delincuente no debe ser castigado. A ciertas personas les puede dar lo
mismo que se les mienta o no, dado que con o sin razón pretenden ser lo
bastante inteligentes como para ser capaces de descubrir la verdad y
protegerse a sí mismas del mentiroso. Entonces, siguiendo la regla de oro, a
ellas les está permitido mentir. En caso de interpretarse esta regla con todo
rigor, se arriba a la abolición de toda moral y todo derecho. Va de suyo que
ésta no es la intención de la regla que, por el contrario, procura mantener la
moral y el derecho. Sin embargo, si la regla de oro ha de ser interpretada
según la intención que encierra, entonces no puede configurarcomo proclama
su texto —un criterio subjetivo de conducta justa y, en consecuencia, tampoco
puede exigirle al hombre que se conduzca con los demás como desearía que los
demás se condujeran con él. Un criterio subjetivo de este tipo es incompatible
con cualquier orden social.
Por ende, ha de interpretarse la regla de oro en el sentido de que establece un
criterio objetivo. Su significado será: condúcete con los demás como éstos
debieran conducirse contigo; mas éstos, en realidad, deben conducirse según
un orden objetivo. Empero, ¿cómo deben conducirse? Esta es la pregunta de la
justicia. Y la respuesta no ha de encontrarse en la regla de oro, que sólo la
presupone. Y puede presuponerla porque aquello que presupone es
precisamente el orden de la moral positiva y del derecho positivo.
VI
1
En caso de sustituir, a manera de interpretación, el criterio subjetivo contenido
en el texto de la regla de oro por un criterio objetivo, la regla desembocará en
la siguiente exigencia: actúa conforme a las normas generales del orden social.
No obstante tratarse de una fórmula tautológica, pues todo orden social se
funda en normas generales conforme a las cuales debemos conducirnos, ésta
sugirió a Manuel Kant el enunciado de su célebre imperativo categórico, que
configura el resultado fundamental de su filosofía moral y su solución al
problema de la justicia. El imperativo categórico afirma: obra de acuerdo con
aquella máxima que tú desearías se convirtiera en ley general. En otras
palabras: la conducta humana es buena o justa cuando está determinada por
normas que los hombres que actúan pueden o deben desear que sean
obligatorias para todos. Mas, ¿cuáles son las normas que podemos o debemos
desear sean obligatorias para todos? . Ésta es la pregunta axial de la justicia. Y
a esta pregunta —lo mismo que ocurría con la regla de oro— no da ninguna
respuesta el imperativo categórico.
2
Al considerar los ejemplos concretos con que Kant procura ilustrar la aplicación
del imperativo categórico, se comprueba que constituyen preceptos de la moral
tradicional y del derecho positivo de su época: en ningún caso fueron deducidos
del imperativo categórico como pretende su teoría, pues de esa fórmula vacía
no puede deducirse nada. Sin embargo, todo precepto de cualquier orden social
es conciliable con dicho principio, dado que éste no dice sino que el hombre
debe actuar con arreglo a las normas generales. Tal es la razón de que el
imperativo categórico, al igual que el principio de "a cada cual lo suyo "o la
regla de oro, pueda servir de justificación a cualquier orden social en general y
a cualquier disposición general en particular. Y en este sentido es como han
sido utilizados. Esta eventualidad explica por qué estas fórmulas, a pesar de ser
absolutamente huecas —o, mejor dicho, por serlo— son, y también serán en el
futuro, aceptadas como solución satisfactoria al problema de la justicia.
VII
1
La "Ética "de Aristóteles agrega un nuevo y significativo ejemplo al estéril
esfuerzo por definir la idea de justicia absoluta merced a un método racional,
científico, o cuasi científico. La de Aristóteles es una ética de la virtud, es decir,
apunta hacia un sistema de virtudes entre las cuales la justicia es la virtud más
alta, la virtud perfecta. El filósofo griego asegura haber encontrado un método
científico, esto es, geométrico-matemático, para determinar las virtudes o, lo
que es igual, para responder al interrogante "¿qué es lo bueno? ". La filosofía
moral, asegura Aristóteles, tiene por fin la virtud, cuya esencia procura
determinar de la misma manera —o, al menos, de una forma muy similar— a la
que permite al geómetra apartado a equidistancia de los puntos finales de una
recta, encontrar el punto que divide la misma en dos partes iguales. Del mismo
modo, la virtud es el punto medio entre dos extremos, es decir, entre dos
vicios: el vicio de exceso y el vicio de defecto.
Así, por ejemplo, la virtud del valor constituye el punto medio entre el vicio de
la cobardía, "falta de coraje ", y el vicio de la temeridad, "exceso de coraje ".
Ésta es la conocida doctrina del término medio. Para poder juzgar esta doctrina,
conviene no olvidar que un geómetra sólo puede dividir una línea en dos partes
iguales siempre que los puntos finales estén dados. En el caso que nos ocupa,
el punto medio ya está también dado con aquellos, es decir, está dado de
antemano. Si sabemos qué es el vicio, podremos saber consiguientemente qué
es la virtud, pues la virtud es lo contrario del vicio. En caso que la mentira sea
un vicio, la verdad será una virtud. Empero, Aristóteles da por evidente la
existencia del vicio y por vicio entiende lo calificado de ese modo por la moral
tradicional de su época. Esto significa que la ética de la doctrina del medio
soluciona sólo en apariencia su problema, vale decir, el problema de saber ¿qué
es lo malo?, ¿qué es un vicio? y, por ende, ¿qué es lo bueno? ¿qué es una
virtud? Así, pues, la pregunta ¿qué es lo bueno? recibe la respuesta de otra
pregunta ¿qué es lo malo? : la ética aristotélica traspasa de este modo la
respuesta a ese interrogante a la moral positiva y al orden social existente.
La autoridad de ese orden social —y no la fórmula del medio— será quien
determine qué es lo "demasiado "y qué lo "poco ". Asimismo, decidirá cuáles
son los dos extremos, esto es, los dos vicios y, por ende, la virtud situada entre
ambos. Esta moral, al dar por tácita la validez del orden social existente, se
justifica a sí misma. Ésta es en realidad la función de la fórmula tautológica del
medio que finaliza diciendo que lo bueno es aquello que es bueno para el orden
social existente. La función de esta moral es fundamentalmente conservadora:
mantiene el orden social existente.
2
El carácter tautológico de la fórmula del medio surge con claridad en la
aplicación de la misma a la virtud de la justicia. Aristóteles enseña que la
conducta justa es el término medio entre hacer el mal y sufrirlo. Lo primero es
"demasiado", lo último "poco". En este caso, la fórmula que dice que la virtud
es el punto medio entre dos vicios, no es una metáfora apropiada, ya que la
injusticia que se efectúa y la que se sufre no son dos vicios o males sino que la
injusticia es una sola: la que efectúa éste y padece aquél. La justicia es,
sencillamente, lo contrario de esta injusticia. La fórmula del medio no da
respuesta al interrogante fundamental: ¿qué es la injusticia? La respuesta está
tácita y Aristóteles supone evidente que injusticia es aquello injusto para el
orden moral positivo y el derecho positivo. Lo aportado por la doctrina del
medio no es la definición de la ciencia de la justicia sino el fortalecimiento del
orden social existente establecido por la moral positiva y el derecho positivo. Es
éste un aporte eminentemente político que protege a la ética aristotélica contra
todo análisis crítico que apunte a su falta de valor científico.
VIII
1
El tipo metafísico de filosofía jurídica así como el racionalista, están
representados por la escuela del derecho natural que predominó durante los
siglos XVII y XVIII y fue abandonada casi por completo en el XIX, para volver a
cobrar influencia en nuestros días. La teoría del derecho natural afirma que
existe una regulación completamente justa de las relaciones humanas surgida
de la Naturaleza: de la Naturaleza en general y de la naturaleza del hombre en
tanto ser dotado de razón. La Naturaleza aparece presentada como autoridad
normativa, como una especie de legislador. Un análisis atento de la Naturaleza
nos llevará a encontrar en ella normas inmanentes que prescriban la conducta
recta —esto es, justa— del hombre. En el supuesto de que la Naturaleza sea
creación divina, sus normas inmanentes —el derecho natural— serán
expresiones de la voluntad divina. En este caso, la teoría del derecho natural
adquiere un carácter metafísico. Cuando el derecho natural se hace derivar de
la naturaleza del hombre en cuanto ser dotado de razón —sin remitirse a un
origen divino de la razón— cuando se acepta que el principio de justicia se halla
en la razón humana —no necesitándose apelar a la voluntad divina— estamos
entonces ante la teoría del derecho natural con ropajes racionalistas. Desde el
punto de vista de una ciencia racional del derecho, la postura metafísicoreligiosa
de la teoría del derecho natural no puede ser tenida en cuenta.
Por otra parte, la posición racionalista resulta evidentemente insostenible. La
Naturaleza, en tanto sistema de hechos vinculados entre sí por el principio de
causalidad, no tiene voluntad propia y, por lo tanto, no puede determinar
conducta humana alguna. De un hecho, es decir, de lo que es o sucede
realmente, no puede deducirse lo que debe ser o acontecer. La teoría
racionalista del derecho natural se basa en un sofisma cuando intenta extraer
de la Naturaleza normas para la conducta humana. Lo propio puede decirse del
propósito de deducir tales normas de la razón humana. Las normas que
prescriben la conducta humana pueden originarse únicamente en la voluntad y
esta voluntad será exclusivamente humana si se deja de lado la especulación
metafísica. La afirmación de que el hombre debe conducirse de una
determinada manera —cuando quizá no se conduce realmente de ese modo—
será formulada por la razón humana únicamente en el supuesto de que por un
acto de voluntad humana se haya establecido una norma que prescriba dicho
comportamiento. La razón humana puede comprender y describir, mas no
ordenar. Pretender hallar en la razón normas de conducta para los hombres es
una ilusión similar a la de querer extraer tales normas de la Naturaleza.
2
No resulta sorprendente, por lo tanto, que los diversos partidarios de la teoría
del derecho natural hayan deducido de la Naturaleza Divina o encontrado en la
naturaleza humana principios de justicia sumamente contradictorios entre sí. En
conformidad con uno de los más distinguidos representantes de esta escuela,
Roberto Filmer, la autocracia, la monarquía absoluta es la única forma de
gobierno natural, vale decir, justa. No obstante, otro teórico del derecho
natural, igualmente relevante, Juan Locke, demuestra, siguiendo el mismo
método, que la monarquía absoluta no puede ser considerada en ningún caso
como forma de gobierno y que tan sólo la democracia tiene tal valor, pues
únicamente ésta se acuerda a la Naturaleza, siendo, por lo tanto, la única justa.
La mayor parte de los representantes de la doctrina del derecho natural
sostienen que la propiedad privada —base del orden feudal y capitalista—
constituye un derecho natural, siendo, por ende, sagrado e inalienable. Por
consiguiente, la propiedad colectiva o comunidad de bienes, es decir, el
comunismo, significa algo contrario a la Naturaleza y la razón, siendo, por lo
tanto, injusto. Sin embargo, el movimiento del siglo XVIII, que jugó cierto papel
en la Revolución Francesa y que pretendía la abolición de la propiedad privada
y la institucionalización de un orden social comunista, se basaba también en el
derecho natural: sus argumentos ostentan el mismo vigor probatorio que los
tendientes a defender la propiedad privada del actual ordenamiento social, es
decir, su vigor probatorio es nulo. Merced a un método basado en un sofisma,
como ocurre en el caso de la teoría del derecho natural, se puede demostrar
todo o, lo que es igual, no es posible demostrar nada.
IX
1 Si hay algo que podemos aprender de la historia del conocimiento humano es
lo estériles que resultan los esfuerzos por encontrar a través de medios
racionales una norma de conducta justa que tenga validez absoluta, vale decir,
una norma que excluya la posibilidad de encontrar justa la conducta opuesta. Si
hay algo que puede aprenderse de la experiencia espiritual del pasado es que la
razón humana puede concebir sólo valores relativos; en otras palabras, que el
juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de
un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta configura una perfección
suprema irracional. Desde la perspectiva del conocimiento racional sólo existen
intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses.
Zanjar los mismos supone dos soluciones posibles: o satisfacer a uno de los
términos a costa del otro o establecer un equilibrio entre ambos.
Resulta imposible demostrar cuál es la solución justa. Dado por supuesto que la
paz social es el valor supremo, el equilibrio representará la solución justa. De
todos modos, también la justicia de la paz es meramente una justicia relativa
que, en ningún caso, puede erigirse en absoluta.
2
Mas, ¿cuál es la moral de esta filosofía relativista de la justicia? ¿Acaso tiene
una moral? ¿O se trata tal vez de un relativismo amoral o inmoral, como
muchos sostienen? No lo creo. El principio ético fundamental subyacente a una
teoría relativista de los valores —o inferible de la misma— lo configura el
principio de tolerancia, vale decir, el imperativo de buena voluntad para
comprender las concepciones religiosas o políticas de los demás, aunque no se
las comparta o, mejor dicho, precisamente por no compartirlas, no impidiendo,
además, su exteriorización pacífica. Resulta obvio que de una concepción
relativista no puede deducirse ningún derecho a una tolerancia absoluta sino
únicamente una tolerancia encuadrada en un orden positivo que garantice la
paz a quienes se le subordinan, prohibiéndoles el empleo de la violencia, sin
limitarlos en la exteriorización pacífica de sus opiniones. Tolerancia significa
libertad de pensamiento. Los valores morales más elevados sufrieron el
menoscabo de la intolerancia de sus defensores.
En las piras que la Inquisición española encendió para defender la religión
cristiana, no sólo fueron abrasados los cuerpos de los herejes sino que,
asimismo, se sacrificó una de las enseñanzas más importantes de Cristo: no
juzgues para no ser juzgado. En las tremendas guerras religiosas del siglo XVII,
en que la Iglesia perseguida estaba de acuerdo con la perseguidora
exclusivamente en el propósito de terminar con la otra, Pedro Bayle, uno de los
más grandes emancipadores del espíritu humano, a quienes creían poder
guardar el orden político o religioso existente merced a la intransigencia con los
demás, les objetaba lo siguiente: "El desorden no surge de la tolerancia sino de
la intransigencia". Una de las páginas más gloriosas de la historia de Austria la
constituye el decreto de tolerancia de José II. En el supuesto que la democracia
constituya una forma de gobierno justa, lo es en cuanto significa libertad y
libertad quiere decir tolerancia. Sin embargo, surge una pregunta: ¿puede
permanecer tolerante la democracia cuando tiene que defenderse de ataques
antidemocráticos? Sí, en tanto y cuanto no reprima la exteriorización pacífica de
las concepciones antidemocráticas. Exactamente esa tolerancia es lo que
diferencia la democracia de la autocracia. En tanto esta diferenciación se
mantenga, tendremos razón para rechazar la autocracia y estar orgullosos de
nuestra forma democrática de gobierno. La democracia no debe salvaguardarse
renunciando a sí misma. Sin embargo, un gobierno democrático tendrá también
el derecho de reprimir por la fuerza y evitar con los instrumentos adecuados
todo intento que pretenda derrocarlo violentamente.
El ejercicio de tal derecho no se contrapone al principio democrático ni al de
tolerancia. En ocasiones puede resultar difícil discurrir una línea divisoria entre
la divulgación de ciertas ideas y la preparación de un golpe revolucionario. De
todos modos, el mantenimiento de la democracia depende de la posibilidad de
hallar dicha línea divisoria. Asimismo, tal vez ocurra que ese deslindar conlleve
cierto riesgo, mas es honra y esencia de la democracia correr ese riesgo. Una
democracia que no sea capaz de afrontarlo, no es merecedora de que se la
defienda.
3
Dado que la democracia es por naturaleza profunda libertad y libertad significa
tolerancia, no existe forma alguna de gobierno más favorecedora de la ciencia
que la democracia, la ciencia sólo puede desarrollarse cuando es libre. Ser libre
quiere decir no sólo no estar sometida a influencias externas, esto es, políticas,
sino ser libre interiormente: que impere una total libertad en su juego de
argumentos y objeciones. No existe doctrina que pueda ser eliminada en
nombre de la ciencia, pues el alma de la ciencia es la tolerancia.
Comencé este estudio con el interrogante: "¿qué es la justicia?"
Ahora, al llegar a su fin, me doy perfectamente cuenta que no lo he
respondido. Mi disculpa es que en este caso me hallo en buena compañía. Sería
más que presunción de mi parte hacerles creer a mis lectores que puedo
alcanzar aquello que no lograron los pensadores más grandes. En rigor, yo no
sé ni puedo decir qué es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de
la humanidad. Debo conformarme con la justicia relativa: tan sólo puedo decir
qué es para mí la justicia. Puesto que la ciencia es mi profesión y, por lo tanto,
lo más importante de mi vida, la justicia es para mí aquello bajo cuya
protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la
sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la
democracia, la justicia de la tolerancia.