viernes, 2 de octubre de 2009

"LA VOZ PÚBLICA DE LA RELIGIÓN" por Jürgen Habermas.

Respuesta a las tesis de Paolo Flores d’Arcais


Comprendo claramente que Die Zeit quiera avivar las apacibles escaramuzas que tienen lugar en la República de Berlín y, la verdad, yo no tengo nada en contra de las polémicas. Sin embargo, las once tesis de mi admirado colega de Milán Paolo Flores d’Arcais no son ciertamente las tesis de Marx sobre Feuerbach (aunque me gustaría poder compararme con este menospreciado Joven Hegeliano). En lugar de entretenerme
con extensas puntualizaciones y de aseverar una vez más que me he hecho mayor, pero no piadoso, los lectores de Die Zeit deben saber qué es lo que realmente he afirmado. Recientemente he discutido en el Teatro Eliseo de Roma con dos colegas italianos y un obispo sobre el papel de la religión en la esfera pública. Mi intervención en ese marco, publicada en el número de diciembre de la revista Blätter für deutsche und internationale Politik debería aclarar mi posición1.

El tema “Estado secular y pluralismo religioso” nos evoca una de las raíces históricas del Estado moderno. La secularización del poder estatal representaba la respuesta adecuada a las guerras de religión y los conflictos confesionales de la modernidad temprana.
Su creciente independencia de las autoridades eclesiásticas habilita al Estado para pacificar una sociedad dividida en términos confesionales y establecer seguridad en su
seno. Paso a paso el gobierno atribuyó derechos a las minorías religiosas: primero, la libertad en general de adherirse a una corriente religiosa diferente a la iglesia establecida (esto es, la libertad de creencia); después, la libertad de confesar públicamente su fe (la libertad de confesión); y, finalmente, también el derecho a practicar sus discordantes convicciones religiosas en todas las formas (el libre ejercicio de la religión).

El carácter secular del Estado era una condición necesaria, pero no suficiente, para garantizar a todas las personas iguales derechos de libertad religiosa. Para los ciudadanos creyentes no era suficiente con acogerse a la benevolencia de un poder estatal secularizado que se digna a transigir con las minorías. Únicamente un Estado liberal protege la libertad religiosa como un derecho humano.

Una aplicación no partidista del principio de tolerancia exigiría algo más. Si el principio debe estar situado por encima de cualquier sospecha, no basta con la subordinación del
poder estatal secular al imperio del derecho (esto es, al Estado de derecho). Elementos ineludibles para la definición de dicho principio, como es lo que debe ser tolerado en un caso particular o con lo que no se debe transigir,únicamente pueden ser determinados mediante un proceso democrático, esto es, razones que todas las partes pueden aceptar de igual modo.

Las partes mismas del conflicto tienen que alcanzar un acuerdo entre sí, por ejemplo, sobre las siempre controvertidas líneas divisorias entre la libertad religiosa positiva, esto es, el derecho a profesar la propia fe, y el derecho de libertad negativa a quedar exento de las prácticas religiosas de los que tienen una fe distinta.

(Experimentamos ahora un conflicto de este tipo en Colonia y en Francfort, donde se discute sobre la erección de grandes mezquitas).

Estado secular, liberalismo y democracia

De las dos revoluciones de finales del siglo xviii procede el Estado constitucional plenamente configurado, que vincula el poder estatal secularizado con el liberalismo y la democracia. En realidad, la democracia no sólo requiere que sus ciudadanos estén dispuestos a seguir las leyes. El exigente tipo de la autolegislación democrática espera de los ciudadanos, más allá de la obediencia a la ley, el reconocimiento de la constitución, esto es, una identificación que no puede ser exigida legalmente, sino que tiene que estar basada en buenas razones y convicciones. Un ordenamiento semejante no puede ser impuesto a los ciudadanos y ciudadanas, sino tiene que echar raíces en sus conciencias. (Por eso entre nosotros no existe una obligación de votar. Si se participa en las elecciones políticas, tiene que ser una decisión que debe dejarse a cada cual).
Hago hincapié en este rasgo de un ethos cívico-democrático porque confronta particularmente a las personas creyentes y a las asociaciones religiosas con una expectativa sumamente exigente. En un Estado constitucional no se espera únicamente de las comunidades religiosas que se adapten y se embarquen en un frágil modus vivendi. Más bien, deben hacer propia la legitimación de tipo secular de la comunidad política bajo las premisas de la propia fe (!). (En esto insiste, sobre todo, John Rawls en su Political Liberalism).
La Iglesia Católica, como es sabido, sólo comenzó a reconocer el liberalismo y la democracia durante el Concilio Vaticano II (1965); y en los países de lengua alemana las iglesias protestantes tampoco se han comportado de manera distinta.
Para poder comprender mejor el carácter doloroso de este proceso de aprendizaje, debemos traer a la memoria que la legitimación del Estado constitucional se ha ido desarrollando a lo largo de la tradición del derecho natural (que, partiendo de Locke y pasando por Rousseau, llega hasta Kant). Esta corriente de la Ilustración contaba exclusivamente con la razón “natural” o secular; o dicho de otro modo: única y exclusivamente con argumentos que son accesibles en igual medida a todos. Durante toda la Edad Media y también en la Modernidad temprana, los enunciados teóricos de la metafísica griega y de la ciencia natural moderna habían planteado la cuestión de la compatibilidad de “razón y fe”. Pero desde la Ilustración, las tradiciones religiosas se han visto desafiadas por las pretensiones prácticas del humanismo moderno. Por primera vez tuvieron que entender que la política y la sociedad se basan en representaciones seculares fundamentadas de manera autónoma.


La secularización de la sociedad
Hasta ahora solamente he explicado el signifi- cado jurídico de eso que nosotros, de manera abreviada, designamos como “la separación Iglesia-Estado”. Pero no deberíamos confundir en ningún caso la secularización del poder estatal con la secularización de la sociedad. La corriente principal de la sociología parte con razón del supuesto de que las iglesias y las comunidades religiosas se han circunscrito de manera creciente a la función básica de la praxis pastoral y han desistido de sus amplias
competencias en otros ámbitos sociales. Al mismo tiempo el ejercicio de la religión y la
praxis confesional se han replegado a ámbitos protegidos e íntimos. La especificación funcional del sistema religioso corresponde a una individualización de la praxis religiosa.

Sin embargo, la pérdida de función y la privatización no tienen que comportar como consecuencia ninguna pérdida de significado de la religión, ni en la esfera pública política y en la cultura de una sociedad, ni tampoco en los modos de vida personales. La conciencia pública en los países europeos puede describirse hoy en día con la categoría de una “sociedad post-secular”, que por de pronto tiene que adaptarse a la pervivencia de las comunidades religiosas en un entorno cada vez más fuertemente secularizado.
Independientemente de su peso cuantitativo, las comunidades religiosas pueden pretender tener un “lugar” en la vida de las sociedades modernas. Pueden influir en la formación de la opinión y la voluntad pública con contribuciones relevantes, ya sean convincentes o chocantes, en los correspondientes temas en cuestión. Nuestras sociedades pluralistas en lo que concierne a las visiones del mundo conforman una caja de resonancia sensible para tales intervenciones, porque se encuentran cada vez más a menudo escindidas por conflictos de valores que requieren de regulaciones políticas.

Las comunidades religiosas pueden afirmarse en la vida política de las sociedades seculares como comunidades de interpretación.
En las polémicas sobre la legalización del aborto o de la eutanasia, sobre las cuestiones bioéticas de la medicina reproductiva, sobre las cuestiones de la protección de los animales y del cambio climático, en todas estas cuestiones y en similares el estado de la argumentación es tan intrincado que en absoluto puede vislumbrarse de antemano qué parte puede invocar las intuiciones morales correctas.


Reservas de fundación de sentido e identidad

Quien somete a debate la “voz pública de la religión” está suscitando la cuestión relativa al lugar adecuado de la religión en la esfera pública política. A primera vista, el carácter secular del Estado constitucional rechaza la participación de los ciudadanos religiosos o de las comunidades religiosas que toman la palabra en cuanto que creyentes o como organizacionesreligiosas. Por esta razón, liberales como John Rawls o Robert Audi proclaman el deber cívico (civic duty) de “no defender o apoyarleyes o políticas […] a menos que se dispongade adecuadas fundamentaciones seculares y se esté dispuesto a aportarlas”. Yo mismotiendo a mantener abierta la comunicación política en el espacio público para cualquier contribución, sea cual fuere el lenguaje en que se presente. La admisibilidad en la esfera pública de expresiones religiosas no traducidas no puede fundamentarse tan sólo con respecto a personas que ni están dispuestas ni son capaces de desdoblar sus convicciones y su vocabulario en una parte profana y en otra sacra. Existe también una razón funcional para ello, a saber: que no deberíamos reducir precipitadamente la complejidad de la diversidad de voces públicas. El Estado democrático no debería disuadir ni a los individuos ni a las comunidades a la hora de expresarse espontáneamente porque no puede saber si de lo contrario a la sociedad se le privan de posibles reservas de fundación de sentido e identidad.
Especialmente en referencia a ámbitos vulnerables de la convivencia social, las tradiciones religiosas disponen de la fuerza para articular intuiciones morales. ¿Por qué los ciudadanos seculares no pueden reconocer intuiciones propias en el contenido de verdad de las expresiones de fe, ya sean ocultas o reprimidas?
Debemos diferenciar, por supuesto, de manera clara los procesos institucionalizados de deliberación y toma de decisiones en el nivel de los parlamentos, tribunales, ministerios y autoridades administrativas del compromiso informal de los ciudadanos en la sociedad civil y en la esfera pública. La “separación Iglesia-Estado” requiere una suerte de filtro entre ambas esferas. Esta exigencia de filtro sólo permite pasar las contribuciones seculares desde la confusión babilónica de lenguas propia de la comunicación pública. Así, por ejemplo, debe ser una regla en el parlamento que el presidente en funciones excluya las declaraciones religiosas del reglamento de sesiones.
Posibles contenidos de verdad de las contribuciones religiosas pueden fluir de modo efectivo mediante decisiones vinculantes de la política si alguien los captura y los traduce en una argumentación accesible para todos. Si el dominio del Estado, que dispone de los medios de violencia legítima, se abre a la discusión entre las diversas comunidades religiosas, el gobierno podría llegar a ser el órgano ejecutivo de una mayoría religiosa que impone su voluntad a la oposición. En el Estado constitucional es una exigencia de legitimación que las decisiones políticas aplicables por el Estadose formulen en un lenguaje que todos los ciudadanos puedan comprender. Además tienen
que poder ser justificadas de una manera igualmente comprensible para todos los ciudadanos.

El poder democrático de la mayoría se convierte en tiranía religiosa si una mayoría en el proceso de elaboración de leyes y en el de su aplicación se empeña en usar argumentos religiosos y se niega a proporcionar cualquier tipo de fundamentación públicamente accesible, que la minoría sometida, ya seaahora secular o de una creencia diferente,
pueda juzgar a la luz de criterios válidos universalmente.


La separación entre ciudadanos y creyentes

Equipados con esta comprensión básica de la relación Iglesia-Estado volvamos ahora la mirada hacia las comunidades religiosas que quieren seguir una agenda propia en la esfera pública política y quieren impedir políticas que niegan sus propias creencias: ¿socavan con ello la separación Iglesia-Estado? Depende de cómo estos actores religiosos comprendan y practiquen su papel. Si actúan comouna suerte de “comunidad de interpretación” en el interior del marco constitucional, se limitarán a la propagación de argumentoscomprensibles y plausibles universalmente, en vez de emplear argumentos de tipo dogmático.
Preferirán, pues, invocar argumentos tales que apelen igualmente a las intuiciones
morales tanto de los propios seguidores como de los no creyentes o de los creyentes enotras religiones.
Cuando las iglesias se dirigen expresamente sólo a sus propios creyentes deben considerarlos como ciudadanos orientados religiosamente, esto es, como miembros orientados religiosamente de una comunidad política.
Por el contrario, las iglesias sobrepasarían las fronteras de una cultura política liberal si pretendieranalcanzar sus objetivos políticos de manera estratégica, esto es, apelando de manera directa a la conciencia religiosa. Pues entonces querrían influir en sus miembros en cuanto que creyentes y no como ciudadanos.
Intentarían ejercer una coacción sobre las conciencias e imponer su autoridad espiritual en lugar de aquel tipo de fundamentaciones que en el proceso democrático sólo pueden llegar a ser eficaces porque superan el umbral de la traducción en un lenguaje comprensible para todos. Recuerdo el mal ejemplo de la carta pastoral con la que desde el púlpito se pidió el voto para Adenauer.
Para mí es claro que esta forma de ver lascosas a ciertas personas le resultará ingenua o ajena al mundo. Pero los principios requieren siempre de la aplicación e implementación adecuada al contexto. En las sociedades occidentales encontramos una gran diversidad de regulaciones jurídicas que deben poner en
práctica un único principio: mantener al Estado y a la Iglesia separados uno del otro. Por lo demás, las iglesias y las comunidades religiosas están insertas en culturas políticas muy diferentes.
Como consecuencia de esta diversidad, esto que propongo aquí puede desencadenar reacciones completamente diferentes: por ejemplo, en los Estados Unidos, donde el presidente reza en su despacho oficial porque allí muchas comunidades religiosas descentralizadas coinciden en un vago patriotismo religioso; o en Francia, donde la laicité es un firme componente de una religión civil secular; o en Italia, donde la monocultura católica de una única iglesia sigue disfrutando de una influenciaabrumadora.
Admito que mi modelo se adecua mejor a la cultura política de Alemania que hoy en
día está impregnada de la benevolencia del Estado hacia las comunidades religiosas de los protestantes, los católicos y los judíos (mientras que la posición del Islam aún resulta conflictiva). Pero de estas reacciones disonantes
podría concluirse también que tal propuesta no es tan abstracta, sino que, por el contrario, precisa una generalización más amplia.


Traducción de Juan Carlos Velasco
Jürgen Habermas es filósofo alemán. Entre las obras traducidas al castellano: Facticidad y validez, La inclusión del otro, La constelación postnacional e Israel o Atenas.



1 Una exposición mucho más pormenorizada de la postura del autor sobre este mismo tema se encuentra en: “La religión en la esfera pública. Los presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos y seculares”, en Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2006, págs. 121-155 (N. del T.).

"NUESTRO LADO OSCURO" por Darío Yancán


A veces ver ayuda a entender,
veamos lo evidente, e-vidente...

y la pobreza bajó al 13%!!!!
Gracias INDEC.

Veamos el siguiente informe:
http://www.rtve.es/mediateca/videos/20090927/trece-millones-pobres-argentina/593559.shtml

miércoles, 30 de septiembre de 2009

"BIBLIOFYL, otra biblioteca digital offline" por Darío Yancán



Indudablemente la avanzada sobre el general intellect,
es grande y extensa...

Sobre todos los sitio que apoyan la emancipación
por la via del pensamiento.

Antes, "alpargatas si, libros no", hoy "FUTBOL PARA TODOS"

Viva la Consecuencia Peronista!!!

Finalmente, los crudos que nominaron,"ALUVIÓN ZOOLÓGICO"
eran los gorilas!!!!. Hipócritas.....

"CUESTIONES DE HERENCIA. FANTASMA, DUELO Y MELANCOLIA EN JACQUES DERRIDA" por Horacio Potel


Conferencia pronunciada el martes 22 de septiembre en el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en el marco del III Simposio Internacional, Filosofía(s) y Psicoanálisis: “(Con)fines del Arte”

La herencia es aquello de lo que no puedo apropiarme […] Heredo algo que también tengo que transmitir: ya sea chocante o no, no hay derecho de propiedad sobre la herencia. […] Siempre soy el locatario de una herencia. Su depositario, su testigo o su relevo… »

Jacques Derrida, Ecografías de la televisión



En el principio está la muerte, ella marcó desde un principio el sueño del principio, sueño de un origen puro e incontaminado, por lo tanto eterno; es decir: más allá del tiempo, de ese tiempo que marca nuestra irremediable desaparición, el fin de nuestros amores, la caducidad sin fin de todo lo que nos ha sido dado. Soñar la muerte como la desapropiante absoluta, como aquello fuera de mí que termina con todo en mí, es soñar necesariamente y a la vez, con un origen a salvo, salvado, sagrado. Ya se sabe: el cambio ha sido siempre la peor objeción, fuera del pasar, fuera de lo cambiante, fuera de lo pasajero, fuera de lo finito, fuera de la vida y fuera de la muerte es donde debería estar nuestra patria, nuestra morada, nuestro hogar. Olvidar la angustia de la ausencia, el dolor del pasar, de la finitud, de la falta. Por ello el pensar siempre ha buscado la seguridad, la presencia plena asegurada, completa, eterna, toda ahí junta siempre en un instante que no acabe nunca porque el pasar y el no ser no son, ni han sido, ni deben ser, nunca. «Es inegendrado e imperecedero; integro, único en su género, inestremecible y perfecto; nunca fue ni será, puesto que es ahora, todo a la vez, uno, continuo». Esta frase de Parménides traza una de las primeras marcas de nuestra tradición, de nuestra herencia. El sueño de tener un solo padre en una única patria, un solo nombre, el sueño perfecto, pues ya sabemos que lo perfecto lo tiene todo en sí, no necesita de nada ni de nadie, se mantiene solo y puro para siempre congelado en eterna presencia. Un sueño sin sueños entonces: el sueño negro de la luz continúa que no deja pasar a los fantasmas de la muerte.

Pero los fantasmas siempre pasan.

Y es necesario que lo hagan, la ruina del sueño eterno, su imposibilidad, la imposibilidad de una vida eterna es lo que salva de la muerte eterna y hace posible la vida, la sobrevida, o para decirlo en la lengua de Jacques Derrida: la survie. El anhelo de fundamento y de un fundamento puro, implica necesariamente, la pretensión de que lo derivado sea subsumido por lo originario, absorbido, canibalizado. Para construir al Dios perfecto, o al Sujeto perfecto, es preciso que todo lo real haya quedado bajo su nombre, que lo que se le oponía en tanto singular, en tanto finito sea completamente absorbido por la instancia fundadora. Un camino de homogeneización generalizada para terminar con toda diferencia, con toda singularidad en el imperio absoluto de lo Mismo. El sueño de la vida eterna y la pureza absoluta es el sueño de la muerte de toda alteridad, porque esa es la única forma de completar el círculo. Si se piensa que todo es conciliable, el origen debe terminar apoderándose de todo lo existente; contra ello admitir que nunca se cerrarán las totalidades, es decir que el sueño de la metafísica está siempre condenado al fracaso, es la condición para evitar el fin de todo, en una momificación absoluta del sentido.

La imposibilidad como condición de posibilidad es un tema recurrente en Derrida, abordado ya en escritos relativamente tempranos, como es el caso de «Firma acontecimiento contexto» del año 1971. Detenernos un momento en el mismo, quizá nos sirva para aclarar lo que sigue. Curiosamente «aclarar», reducir la oscuridad, apagarla en la luz del sol pleno, ha sido siempre según Derrida la meta de la filosofía y unos de los motivos de los continuos reproches a esa forma de telecomunicación de la que siempre han desconfiado los filósofos -desconfianza que se ha extendido a todas las formas de telecomunicación como tantos discursos moralistas y escandalizados sobre la Web, nos lo recuerdan todos los días- : la escritura. La oscuridad, la equivocidad, lo no claro, que serían para la filosofía predicados de este artilugio técnico: la escritura -y en tanto técnico no natural, sospechoso- se ubican del lado de lo derivado y lo no-originario. Tarea del trabajo filosófico será entonces denunciar su condición derivada y reducirla a la univocidad. Por otro lado, el pensamiento de la filosofía ha pensado a la escritura como representación, representación de una representación. Representación grafica, material, del pensamiento el cual representa idealmente al ser-presente. La escritura ocurre entonces para la filosofía dentro del sistema de la presencia. Es decir, es una manifestación derivada o secundaria de la presencia. Es aquí donde Derrida introduce uno de sus grandes temas: la ausencia. Para él la escritura es no-presente, no se determina por la presencia. Se escribe antes de ser, substrayéndose así a la autoridad ontológica del reino de la presencia. No sólo no pertenece a la presencia, sino que es la condición de posibilidad de esta. Si la escritura se escribe antes de ser, ya no corresponde preguntarse sobre la «esencia» de la escritura, sino sobre la forma en que la escritura se escribe, se traza. Y la escritura se escribe repitiéndose, iterándose. Entonces el signo escrito ocurre en la repetición, acontece repitiéndose. El trazo es ya un acto de desdoblamiento. El origen una repetición. Y toda repetición presupone un desdoblamiento. Por tanto el signo escrito logra su identidad en el mismo acto en que la pierde y gracias a esa pérdida. Lo que le da identidad es lo que al mismo tiempo produce alteridad. La identidad y la alteridad se construyen en el mismo acto en que se destruyen, esto es se deconstruyen. Para la filosofía, la escritura no es más que una modificación de la presencia, y le asigna la identidad derivada que corresponde a una forma de representación. Derrida, por el contrario, le asigna una identidad originaria pero una identidad que clausura toda posibilidad de identificación. La iterabilidad es lo que impide que lo originario: la escritura, se convierta en un fundamento metafísico. Dato tanto más importante, por cuanto Derrida, en el texto que estamos comentando extiende los rasgos de la escritura a «todo el campo de lo que la filosofía llamaría la experiencia, incluso la experiencia del ser: la llamada “presencia”». Lo que es lo mismo que decir que la presencia sólo es posible como imposible. Ya que al no haber origen puro que lleve a una presencia pura, esta solo se constituye como tal gracias a la repetición que al mismo tiempo que la constituye la desconstituye. O mejor que la constituye desconstituyéndola. La marca escrita no está entonces bajo la autoridad del ser-presente. Es por el contrario la inscripción de este, la condición que lo precede y a partir de la cual éste es posible. Como ha escrito Derrida en Elipsis: «La muerte está al alba porque todo ha comenzado por la repetición.»

En «Psyché. Invenciones del otro» se decía que «la deconstrucción más rigurosa no se ha presentado jamás [...] como algo posible ». Y es que lo posible, al igual que la vida eterna tiene cerrado todo acceso al por-venir. No hay posibilidad en el reino cerrado de lo posible. No hay por-venir. Que no haya posible como tal, es entonces la condición de posibilidad del por-venir. Si viene lo posible, viene lo conocido, lo repetido, lo asegurado, lo esperado, no pasa nada con lo posible, no es posible que venga el acontecimiento. Por eso, si hay acontecimiento, si hay evento, si este viene, sólo puede venir de lo imposible.

La herencia misma es imposible: nunca se re-une, nunca es una consigo misma. El legado de un nombre, de una firma nunca se deja leer, más que como un secreto. «Si la legibilidad de un legado fuera dada, natural, transparente, unívoca, si no apelara y al mismo tiempo desafiara a la interpretación, aquél nunca podría ser heredado» escribe Derrida en Espectros de Marx. Traer a la «vida» a un fantasma es acabar con su existencia, con sus legados, con sus inyunciones. Porque es acabar con su secreto y éste, el secreto, es el lugar de donde surge el movimiento de diseminación de la herencia y la supervivencia del legado. El secreto es lo que se resiste al movimiento de reapropiación, ese deseo de canibalizar al otro, por ejemplo aquí, escribir lo que «Derrida» dijo, dejarlo sentado y establecido de una vez y para siempre, si tal cosa fuera posible, sería el fin de la herencia, el entierro y la lápida colocados como trofeo en el interior del caníbal-interpretador. El legado sobrevive al sustraerse, esta sobrevida le da su porvenir al no cerrar el trazo, la herencia está siempre por venir.

Lo cual claro está es un tormento, tormento por la infinita divisibilidad que afecta todo lo posible, anhelo de completar el círculo, de hacer pie en algún sitio; inestabilidad, inquietud, desasosiego por el fracaso de todo intento de volver posible lo imposible, acoso del fantasma de todo aquello que nunca nos será dado en cuanto tal. Pero este duelo de sí mismo en sí mismo, lo sabemos, es lo que da vida, lo que posibilita la supervivencia. La inadecuación, la inestabilidad, la interrupción, dan tiempo, dan el tiempo, como ya se dice en 1968 en Ousia y Grama: « El tiempo es el nombre de esta imposible posibilidad ».

El acontecimiento, l’événement, es la venida de(lo) otro, la llegada del revenant, del revenido, del arribante y este viene aún antes de poder esperarlo. Llegó antes que nosotros. Por venir no indica una dirección en el tiempo, si toda huella es huella inscripta es entonces huella de huella, su origen siempre la precede. Lo otro está en mí, viene a mí desde antes que se establezca una división entre el otro y yo, la llegada del por venir es originaria. Lo que somos lo heredamos, no somos más que lo que heredamos. Ser es heredar. El origen de todo está en ésta venida de(lo) otro. Y ésta venida nunca termina. Los fantasmas sobreviven, la esencia nunca se hace presente. Al igual que el tormento, que es a la vez, el alivio y la esperanza. El tormento de no alcanzar la esencia es el acoso de los fantasmas: ni vivos ni muertos: sobrevivientes, revenants. Somos fantasmas, asediados por fantasmas. Y esa condición espectral, la-vida-la-muerte, o la survie: estructura original que no se deja derivar ni de la vida, ni de la muerte, es la forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable. «La vie est survie» ha dicho Derrida en la última entrevista antes de su (no) muerte. La survie viene. Y abrirse a esa venida, abrir la venida, levantar las barreras, abrir las fronteras, para todo lo que venga, es hacer lo que hay que hacer, hacer lo imposible. Si hay algo que detener es aquello que impidiendo la venida pueda obstruir el por venir, traer la muerte, impedir la posibilidad de una llegada otra, cerrar la apertura afirmativa para la llegada de(lo) otro, es decir cerrar la experiencia misma, que para Derrida es siempre la experiencia del otro.

El acontecimiento: es decir lo que viene, adviene, sobreviene, está desde luego ligado con ese «Ven» del que Derrida ha hablado tantas veces. Más que ligado ya que en realidad, el evento, el acontecimiento del «Ven», precede y abre la venida, el evento del acontecimiento. Para que algo pase, para que haya evento, historia, es preciso que un «Ven» se dirija al otro, a lo incalculable, a lo improgramable, a lo imprevisible, a la venida de ese otro que no sé, ni debo saber si es animal, Dios o persona, máquina, cyborg, replicante, hombre, mujer, vivo o no vivo, espectro o (re)aparecido. «Ven» venido del otro, pero, a la vez, «Ven» como respuesta imperiosa, «Ven» afirmativo y siempre plural. Un sí entonces en el origen. Un sí que antes de todo promete y compromete con el otro que está siempre antes – y del cual por tanto soy heredero -.

La repetición, como todo, nunca puede completar su círculo, porque lo que debe repetirse nunca llega siquiera a ser él mismo, no hay repetición como tal, porque no hay como tal que pueda repetirse como tal. De lo que se deducen al menos dos cosas: 1) La repetición al no poder nunca repetirse está condenada a producir lo nuevo, es decir el acontecimiento, lo otro. Si la repetición es alter-acción entonces lo que se vuelve inconcebible es lo mismo o lo que es lo mismo: el uno, el origen, el autor, 2) Si la repetición no se repite cada singularidad es absolutamente única. 3) El eterno retorno de lo mismo es la eterna amenaza, eternamente condenada a fracasar. 4) El origen es retorno, re-venida, re-aparición espectral, la herencia ni comienza ni termina.

Dejar una huella en general, es siempre dejar constancia de nuestra desaparición, de nuestra muerte, porque desde que se traza un trazo, desde que se inscribe un huella, esa huella se me va, puede repetirse, me sobrevive, sobrevive, al instante de su inscripción y al supuesto autor-productor de la misma. No hay presencia sin huella ni huella sin muerte. Huella –lo sabemos- implica siempre repetición, ausencia, riesgo de pérdida, muerte. Por otra parte, el envío del otro implica un «retraso» este retraso, no posibilita sólo la pérdida o el robo o la falsificación del envío, su no llegada a destino, sino la posibilidad de la muerte del autor del mismo. Y esta muerte es a la vez, la posibilidad de la vida del envío. La muerte abre la carta, la marca, la huella; a la alteridad más indiscriminada y general, la sitúa en la peor de las intemperies y por eso mismo impide su llegada definitiva es decir su fin. La escritura es infinita porque la muerte la habita. La posibilidad de la muerte es la condición de imposibilidad de la muerte. La huella, la carta, la marca, el trazo necesita no solo de su «autor» sino también de su destinatario, no es mensaje sin el otro, pero el otro, tampoco le es necesario al texto, su muerte también está inscripta en la estructura general de la escritura, que se convierte así en el trayecto infinito de una herencia, en el traspaso de un don que nunca puede hacerse presente, de un sentido que nunca puede ser apropiado, con lo cual la muerte es la condición de la vida o mejor de la survie.

Si alguna vez lográramos encontrar nuestro yo, si alguna vez pudiéramos cerrar la herida, borrar todo resto, toda resistencia, convertirnos en sujetos «libres» y «soberanos», ese día terminaría toda posibilidad, toda vida, toda pervivencia. Sólo la ruina y la alteridad, dan una posibilidad a la libertad, y por tanto a la responsabilidad. Sólo la pasividad, una cierta pasividad da una posibilidad al poder elegir. Sólo lo imposible posibilita lo posible. Sólo la afirmación de lo que se me escapa de lo que me es previo, de mi herencia, de lo otro, sólo el decir sí a esto que está antes que cualquier intento de constitución de un yo es lo que permite que ese yo, pueda buscarse. El sí como respuesta es lo primero. El otro es lo primero. La herencia es lo primero. No hay primero. Porque primero está otro. Por eso que se escape siempre la traza que se traza, que no esté asegurado su camino, es la única manera de no caer en el circulo de lo calculable, lo previsible, en el eterno retorno de lo mismo. El otro antes de mí. La presencia fantasmática de la alteridad, el fantasma originario, como re-aparecido re-apareciente desbarata a cada nuevo momento todo intento de cierre, de sepultura, de fin de la herencia infinita e inacabable. Somos herederos y no porque tengamos o vayamos a tener alguna determinada herencia. Estamos-en-herencia. Desde siempre, sin posibilidad de aceptar o negar. La herencia no se da, se está dando todo el tiempo, es la promesa de un don infinito, no es algo dado, es una tarea, una tarea infinita, la tarea con la cual nos hemos comprometido desde siempre en la acogida originaria al otro. La herencia se testimonia. Somos herencia que testimonia su herencia a través de lo heredado.

Lo que viene como imposible, como incalculable, el acontecimiento, es lo inapropiable, aquello en lo que la apropiación, la asimilación, deben fracasar. Al ser in-apropiable no se deja subsumir por ningún concepto, por ningún nombre, aunque ese nombre sea el del Ser.

El 11 de septiembre de 2007, la embajada de Francia y la Cámara Argentina del libro, mediante una denuncia ponen en funcionamiento contra el que habla la maquinaria penal del Estado Argentino. El delito: violar los derechos del «autor» Jacques Derrida, o si se quiere los de los herederos legítimos del mismo que según se desprende de la causa serían Les Editions de Minuit, las cuales han dicho: «durante siete años, Horacio Potel a puesto en línea gratuitamente y sin autorización versiones completas de numerosas obras de Jacques Derrida, lo que es nefasto para la difusión de su pensamiento». Singular frase que seguramente habría hecho las delicias del autor supuestamente defendido y que se prestaría a innumerables ejercicios deconstructivos, si no fuera que en su tremenda ingenuidad se delata a sí misma inmediatamente. Pero de la infinidad de lecturas que la misma da a lugar, preferimos aquella que le da la razón a Minuit: Es cierto, es nefasto para la difusión de el pensamiento de Jacques Derrida que un sitio web ponga a disposición de todos y todas las obras de Jacques Derrida. Si el pensamiento de Jacques Derrida es uno, si hay algo así como «su pensamiento», así en singular: «El pensamiento de Jacques Derrida» - defendido por su herederos legales, sus abogados, el gobierno francés y los editores argentinos agrupados en la CAL -, si tal cosa existe, es claro que nada puede ser peor para la difusión de ese pensamiento, que la difusión de sus textos. Porque en esos textos, a los que nos negamos a llamar obras, está la survie de Jacques Derrida, el lugar de donde salen todos sus fantasmas, el lugar de la infección, el medio de transmisión de tantos y tantos fantasmas acosadores todos llamados Jacques Derrida y ninguno igual al otro. Tal cantidad de fantasmas no puede hacer más que problemática la distribución de las ganancias –que como se ve para algunos es el verdadero nombre de la herencia. La difusión de sus textos -y para colmo por ese escándalo para la justa localización que es la Web- es una violación de la tumba que trata de impedir el duelo, que como ha escrito uno de los fantasmas de Derrida en un libro que habla de los espectros, consiste siempre en: «intentar ontologizar restos, en hacerlos presentes, en primer lugar en identificar los despojos y en localizar a los muertos» Difundir sus textos[1], sin el permiso, la censura y el filtro de aquellos que están autorizados a hacerlo es violar la tumba del muerto, para hacer vivir a sus fantasmas, para que lo propio de un nombre propio esté siempre por venir, para tratar de cumplir con la inyunción que Derrida nos ha heredado respecto de los espíritus, de los fantasmas: «Pues ésta será nuestra hipótesis o más bien nuestra toma de partido: hay más de uno, debe haber más de uno.» Si hay algo criminal es detener los envíos, la deconstrucción no puede aceptar esto porque se juega por la afirmación de la vida, o mejor de la survie.

Con lo que viene, con lo que llega, con lo que heredo: ni apropiación ni expropiación sino un movimiento por el cual me dirijo hacia el otro para apropiármelo, para comerlo, si, pero este comer que es también un cargar un portar, un llevar, un hacerse cargo, es al mismo tiempo saber y deseo de que el otro permanezca como otro, extraño, extranjero a mí, trascendente, alejado, otro en su irreductible singularidad.

Portar al otro no es entonces anular la exterioridad en la caverna del yo, cada vez más poderoso, más único, más cerrado a fuerza de devorar lo ajeno en una loca carrera que termine con todo en el Todo, es decir en la Nada, de una única y totalitaria soledad.

El cierre perfecto en un punto, es la muerte, pero no la muerte que nos constituye en cuanto moribundos, fantasmas, sobrevivientes, marranos, habitando la-vida-la-muerte; sino la muerte como el fin de toda apertura, la muerte como cierre de toda posibilidad. La muerte como lo que no tiene ni espacio, ni tiempo. Con lo cual abrir, abrirse a lo que vendrá es la tarea, tarea infinita, tarea destinada a nunca triunfar a menos que se hunda en el fracaso absoluto, es decir en aquello mismo que pretendía combatir. Para Derrida la filosofía debe levantar acta de esta tragedia, mostrar cómo solo en la amenaza está la oportunidad y comprometerse todo lo posible en la venida de lo imposible, sabiendo que no ocurrirá jamás pero que esta es una tarea que no se puede no volver a empezar una y otra vez. Volver a empezar y sin saber qué hacer, ya que, claro, lo indecidible es la condición de posibilidad de la decisión, decisión nunca garantizada, decisión siempre en riesgo mortal, decisión que no me garantiza no ya el éxito sino siquiera la llegada a destino, «destinerrancia», llama Derrida a esta estructura que es la posibilidad misma de la vida y por supuesto no «La Vida», en el sentido absoluto que hace un segundo le dimos a la muerte, sino la vida mezclada con la muerte, la muerte contaminada con la vida, la survie: «Préférez toujours la vie et affirmez sans cesse la survie…». Estas son las últimas palabras de Jacques Derrida dichas, por su hijo Pierre, el martes 12 de octubre de 2004, en su ceremonia fúnebre, palabras escritas por un Derrida vivo para ser leídas ante y en nombre de un Derrida muerto. Un Derrida muerto que a la manera del Sr. Valdemar de Poe, nos dice que está muerto y al decirlo niega su muerte. Nos habla desde su muerte por la voz de su hijo y nos habla para dejarnos una inyunción, una orden, un mandato, un testamento, una deuda y un don: «Prefieran siempre la vida y afirmen sin cesar la pervivencia»

Hipertexto de hipertextos, la web, hace estallar la iterabilidad; texto en construcción continua, texto sin autor, se convierte en máquina hiperdiseminante. Como sabemos, según Derrida, el texto singular se independiza desde siempre de su supuesto autor para devenir máquina productora, diseminante del sentido, separada de la conciencia y por tanto de las intenciones y de la plenitud del querer-decir de éste, y de cualquier otro que quiera erigirse en el dueño, o el restaurador de un supuesto sentido originario. La Web, la tela de araña, siempre estuvo implícita en el concepto de escritura, la iterabilidad el surgimiento de lo otro en la repetición, desarrolla las posibilidades que desde siempre habitaron a la escritura, siempre hubo injertos de textos, copias, hibridaciones, ex-apropiaciónes, contaminación, sin que fuera posible encontrar el texto pleno, el primero, el padre de los demás. La producción textual no siguió nunca una línea recta sino que estuvo desde siempre sumergida en un laberinto, en una red, en una máquina autoproductora; el texto se teje a sí mismo, nadie puede y nadie pudo jamás dominar sus hilos. El origen no-originario no se deja llevar ni a un presente de origen simple, ni a una presencia escatológica. La ausencia rompe el límite del texto, con lo cual queda impedido su totalización y su cierre, nunca acaba el querer-decir, la firma siempre está abierta a una nueva contrafirma. La herencia no termina.

En la película Ghost Dance de 1982, Derrida haciendo de Derrida dice: «La moderna tecnología de las imágenes, del cine y las telecomunicaciones, contrariamente a las apariencias, aunque sea científica decuplica el poder de los fantasmas, el retorno de los fantasmas». El discurso sobre lo «virtual» cree como lo obvio mismo, que este concepto se opone a lo actual, a la realidad efectiva; como la muerte se opondría a la vida, como el simulacro se opondría a la presencia real. Desde sus comienzos Derrida, ha sostenido que la vida es la muerte, porque la vida es huella, porque la vida se protege como repetición, como différance, como ceniza, porque no es del orden de la presencia, porque no hay vida presente primero que luego se resguarde en la repetición, en el suplemento, en la huella; sino que es la huella, la différance, el retardo, la repetición lo que es originario o dicho de otro modo que es el no-origen lo originario. Del mismo modo los medios técnicos en general, las tele-tecnologías no están ni vivas ni muertas, son fantasmas espectralizantes. No están ausentes ni presentes, no dependen de la esencia de la vida ni de la esencia de la muerte, ya que la esencia está fatalmente contaminada por la técnica, que es otra forma de decir que la repetición es lo originario. La vida y la técnica no se oponen. La vida en su proceso autoinmune debe recibir a lo otro dentro de sí para constituirse en sí, la iterabilidad, la prótesis, el simulacro, estas figuras de la muerte protegen a la vida. La vida es técnica asediada por la repetición. Con lo cual la ontología cede su lugar a la «hantologie», una ontología asediada por fantasmas tele-tecno-mediáticos. Y debe suplantarla para poder pensar el acontecimiento, es decir lo que viene y está por venir, por venir que no se puede pensar desde una lógica binaria o dialéctica que oponga lo virtual, lo fantasmal, el simulacro a lo real, efectivo, presente, vivo.

El autor, lo sabemos, es una figura en deconstrucción. La Red, con su capacidad infinita de copiar, injertar, tejer, yuxtaponer textos en todas las formas de la reiteración y de la modificación, es otro de los mecanismos que arruina el concepto de autor y sus concepciones conexas: el sujeto, el sujeto soberano, la identidad, la conciencia, la intención, la presencia a sí, la autonomía, la propiedad, el origen; pero como ya vimos la identidad está asediada por la diferencia, la propiedad está habitada desde siempre por una impropiedad irremediable, la presencia encuentra su origen siempre en la ausencia. El deseo de autoría es el de un querer-decir-correcto, de una intención-de-significación, de un querer-comunicar-esto y solo esto, de ser el padre y el dueño del texto. Esto, sabemos es imposible, el texto se escapa siempre, resiste siempre a todo intento de apropiación. No debemos imponer nuestra autoridad al texto que producimos y al mismo tiempo no debemos permitir que se le imponga una interpretación que cierre toda interpretación en un sentido único. Pero este ejercicio de responsabilidad sobre lo dado, este tratar de evitar que se lo convierta en un presente envenenado, no es y no debe confundirse con el copyright, el paradójico derecho de copia, como si alguien pudiera ser dueño de la iterabilidad maquínica. Habrá que cambiar algo de esos derechos que se pretenden absolutos, y que de creerles a las tapas de los libros prohíben no sólo las bibliotecas, sino hasta el préstamo, el don, el regalo; el libro sólo puede ser mercancía para ellos, cualquier otro uso está prohibido es malo e ilegal. Lo menos que se puede decir de este planteo es que su ingenuidad no tiene ningún por venir y ninguna inocencia.

El 22 de septiembre de 2001 en Frankfurt, Derrida, tras haber recibido el premio Theodor W. Adorno termina su discurso de esta manera:

«Pero no sabemos cómo ni sobre qué soporte, sobre qué velas para qué Schleiermacher de una hermenéutica por venir, sobre qué tela y sobre qué fichu WWWeb se empeñará mañana el artista de este tejido (hyphantes, dira el Platon del Político). Nosotros no sabremos nunca sobre qué fichu Web pretenderá sellar o enseñar nuestra historia un Weber por venir.»

Siendo su última palabra una de Celan: «Nadie testimonia por el testigo».

Aceptar la herencia de Derrida es también ser los Webers, los tejedores, los fabricantes de redes, los enredadores, los que no podemos testimoniar por Derrida, justamente porque elegimos su herencia, no podemos hablar por él ni en su nombre, no pretendemos sellar su historia, pero no podemos hacer otra cosa que inscribirla, con lo cual ya comienza el borrado de la huella, y a la vez una construcción otra de la ceniza, todos sus textos, le guste o no a sus «herederos legítimos», están estuvieron estarán en alguna fichu Web. Ellas son una de las formas de la sobre-vida de Jacques Derrida, sus fantasmas, habitan la tela que tejemos y destejemos, en un duelo imposible e infinito.

¡Larga vida a los fantasmas!




--------------------------------------------------------------------------------

[1] Este problema del copyright es uno de los principales problemas políticos de nuestro ahora, su tratamiento excede los propósitos de esta conferencia, Sería bueno, sin embargo recordar unas palabras de Jacques Derrida en 1995: « Por supuesto, la cuestión de una política del archivo nos orienta aquí permanentemente […]. Jamás se determinará esta cuestión como una cuestión política más entre otras. Ella atraviesa la totalidad del campo y en verdad determina de parte a parte lo político como res publica. Ningún poder político sin control del archivo, cuando no de la memoria. La democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación. A contrario, las infracciones de la democracia se miden por lo que una obra reciente y notable por tantos motivos llama Archivos prohibidos.» Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana. Traducción de Paco Vidarte. Tomado de la edición digital de Derrida en castellano: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/mal+de+archivo.htm

martes, 29 de septiembre de 2009

"EL COMPLEJO MINARQUISTA" por La Rev. Naturalista.

El inventor del término "minarquismo" fué como es sabido un anarquista, Samuel Edward Konkin, autor de The New Libertarian Manifesto y partidario de una forma revolucionaria de anarco-capitalismo conocida como "agorismo". La idea del "estado mínimo", en consecuencia, aparece lastrada desde sus orígenes por el peso de una concepción utópica de lo político. Y ello reconociendo que autores asociados comúnmente con el minarquismo no han dejado de ofrecer definiciones políticas plausibles, como esta de Robert Nozick:

Nuestras conclusiones generales acerca del Estado son que un Estado mínimo, limitado a las funciones de protección contra la violencia, el robo, el fraude, la violación de contratos y otros parecidos, es justificable; cualquier otro Estado mas grande violaría el derecho de las personas a no ser forzadas a hacer ciertas cosas y es injustificable; y que el Estado mínimo es inspirador así como correcto. Dos implicaciones dignas de notarse son que el Estado no debe usar su aparato coercitivo con el propósito de lograr que algunos ciudadanos ayuden a otros, o para prohibirle a las personas actividades en su propio beneficio o protección.

Merece la pena recordar que Aristóteles, el fundador de la filosofía política, no tuvo la ocurrencia de pensar lo máximo o lo mínimo político como parámetros para clasificar los tipos de gobierno. A Aristóteles le interesaba poner en crisis lo que Gustavo Bueno ha llamado "los dos sofismas de Pericles"; esto es, 1) la idea de que la mayoría del cuerpo electoral representa al todo y 2) que esta representación tiene por añadidura una orientación justa y beneficiosa en sí. Para Aristóteles y Platón, en cambio "los pocos", sí podían llevar adelante un buen gobierno.

Esta teoría política "clásica" -por contraposición a la moderna, basada en la matriz anarquista de cantidades "mínimas" y "máximas"-, empezaba dando por supuesto que el estado debe perseverar para evitar la anarquía, debe tener eutaxia (buen orden), y ofrecía como parámetros el sujeto de la soberanía cruzado con criterios lógicos cuantificacioneles.

Cuando el sujeto soberano lo constituye uno solo, se habla de Monarquía, capaz de degenerar en una tiranía.
Cuando el sujeto soberano lo constituyen unos pocos (paurárquicamente), se habla de Aristocracia, capaz de degenerar en oligarquías.
Cuando el sujeto soberano lo constituyen muchos (poliárquicamente), hablaremos de República o Democracia, degenerada como demagogia, populismo, oclocracia, etcétera.
Debido a su carga teórica anarquista, el minarquismo suele desplazarse fácilmente hacia una crítica de tipo moral y sentimental del estado, concebido como el animal monstruoso de la libertad. Al situar el "óptimo" no tanto en el gobierno de la mayoría (república) sino en el mínimo gubernamental posible para mantener el orden (estado mínimo), cualquier desvío del modelo original se interpreta frecuentemente como una agresión a la libertad política original, identificada con la libertad individual. Y lo cierto es que este elemento pasaba con frecuencia más desapercibido en la teoría clásica, quizás a causa de su tendencia al organicismo, según el cual, el todo político es superior a sus partes, los ciudadanos.

Con todo, si no queremos extraviarnos por el liberalismo utópico, sigue siendo muy interesante la distinción de Francis Fukuyama entre el "alcance" y la "fuerza" del poder político, junto con el recordatorio clásico de que el buen gobierno, y las libertades ciudadanas, no han de identificarse siempre con una mayoría soberana metafísicamente incluída en el "bien común". El liberalismo escéptico supone la necesidad política, pero entiende que una soberanía popular sin un sistema de balances es políticamente ineficaz y moralmente peligrosa.

" ONE NATION, TWO SYSTEMS: THE DOUGHNUT MODEL" for Roderick T. Long


A Free Nation: Persuading Statists

The idea of forming a new libertarian nation is an attractive one for two reasons: first, as an alternative to persuasion; second, as a tool of persuasion.

Let's start by considering a new nation as an alternative to persuasion. As libertarians, we have been trying to persuade our neighbors and fellow-citizens to choose freedom for the past 350 years. (I date the beginning of the libertarian movement from the English Levellers in the 1640s.) But our neighbors, it seems, do not want the freedom we offer them. We champion personal responsibility — only to have the right wing call us moral nihilists. We attack corporate privilege — only to have the left wing call us apologists for big business. We reject the initiation of force — and both sides call us militant extremists.

With frustration and sadness, many libertarians find they are ready to say: "Enough already. We give up. You win. Brothers and sisters, we have fought for your freedom for many long years, and received in return only insults, incomprehension, and indifference. Very well. Let it be as you wish. If you do not want freedom, if you insist on spiraling ever more quickly downward into the morass of statism, we will, finally, leave you alone. You may proceed happily with your own enslavement, without further pestering from us. But do not drag us down with you. Go your own way, but let us go ours as well. Just leave us one miserable strip of land, in swamp or desert, jungle or tundra, where we can live in the freedom that we, at least, still value. With your own lives, do what you want. Barter your birthright for a leash, if you will. Bow to the jackboot and the gilded crown. But let our people go."

The appeal of a "libertarian homeland," then, is that it would offer a haven for those who have despaired of persuading their fellow-citizens to accept the libertarian ideal. For many libertarians, the odds of convincing the government of some third-world country to lease a portion of its territory to a consortium of libertarian nation-builders, while admittedly slim, seem a good deal likelier than the odds of convincing 51% of the electorate in their nations to vote libertarian (or engage in massive civil disobedience, or whatever might be needed to bring about the new libertarian regime). To those libertarians who have given up on persuasion, the free nation movement offers a new hope.

But what about libertarians who are not ready to give up on persuasion? Have they any reason to participate in the free nation movement? After all, few libertarians would be content with achieving freedom for themselves alone, knowing that the rest of the human race was dooming itself to penury and servitude. Is it too soon to give up the hope of winning through persuasion, of achieving liberty, security, and prosperity, not only for libertarians but for our fellow-citizens as well?

As libertarians, we have all felt, from time to time, the frustration expressed in the "enough already" speech I recited above. Yet we all persist in the task of persuasion. For example, the Free Nation Foundation's own writers and speakers, despite their commitment to the new country idea, regularly engage in more traditional libertarian activism as well, be it through education, electoral politics, or both. We are not, most of us, ready to surrender the dream of freedom for everyone.

So if we haven't really given up on persuasion, on outreach, on the project of working for freedom in our own home countries, why pursue what some have called the "Libertarian-Zionist" notion of a new free nation?

One answer is that, as Rich Hammer puts it, we should not put all our eggs in the basket of persuasion:

"It seems to me that we are spending perhaps 80% of our political energy trying to convince the majority of our neighbors to disavow statism. And it seems to me that we are losing. Many libertarians respond to this threat with an obvious strategy: increase the energy invested in the fight to 90% or 99%. But what if even this increment will not stem the tide? ... is it wise for us to spend the last 20% of our energy this way? ... Maybe we should invest a fraction on planning a refuge."
(Richard Hammer, "Let the Wookiee Win," Formulations, Vol. I, No. 2 (Winter 1993-94).)

In other words, even as we persist in the effort to free our neighbors, we have to face the possibility that we may fail. We need an insurance policy. And we have a responsibility — to ourselves, to our families, to our fellow libertarians — to ensure that those who do value liberty can experience it now, in our lifetimes, without having to wait for everyone else to see the light.
That, then, is part of the answer. But I think there is still another answer. We do not necessarily need to look at the persuasion-and-outreach effort and the new-nation effort as competing goals, pulling us in different directions, with time spent on one counting as time stolen from the other. They can instead be seen as complementary.

Every contribution to the conventional persuasion effort also forwards the free-nation movement. Why? Because as the number of libertarians increases, the number of potential participants in the free-nation movement increases too. Successful libertarian outreach brings in that many more people to invest money in the free-nation effort, to contribute ideas to the process of constitutional design, to settle in the new nation, and, if necessary, to take up arms to defend it.

But the converse is also true: every contribution to the free-nation movement also counts, in the long run, as advancing the project of persuasion. That is why I opened this article by describing the free-nation effort not only as a possible alternative to persuasion, but also as a possible tool of persuasion.

How so? Consider: when we tell non-libertarians how a non-libertarian society would work, they generally do not believe us. They're convinced that the rich would rule, that the poor would starve, that crime and pollution would be rampant. In response, we often appeal to economic, political, and sociological theorizing that, we feel, supports the libertarian position. But our opponents have their own statist theories which, thanks to successful governmental indoctrination, they generally find more plausible.

So theory isn't enough. They don't believe our theories. We need to show them that libertarianism works in real life, not just in theory. To do this, we generally appeal to historical examples of societies with successful libertarian policies and institutions.

The problem with this approach is that none of these societies was purely libertarian. Each was a mix of libertarian and non-libertarian elements. And so it is open to our libertarian opponents to claim that the positive aspects of those societies were the result of the non-libertarian elements rather than the libertarian ones; instead, the libertarian elements get the blame for the negative aspects. We, of course, respond that they've got things backwards: for example, in discussions of 19th-century America our opponents seek to blame the depredations of the Robber Barons on unfettered capitalism, while giving government intervention on behalf of labor the credit for rising wages — while we, armed with our dusty tomes and dreary charts, insist that unfettered capitalism must be given the credit for rising wages, while blaming the depredations of the Robber Barons on government intervention on behalf of big business.1

We know we're right, of course! But the only grounds we can give for accepting our interpretation of history rather than theirs is an appeal, once more, to theory — the same theory they reject.

Once again, what weakens our empirical case in their eyes is the fact that the societies we laud for their libertarian elements generally had statist elements as well, giving statists an opening to claim that the statist elements were necessary for the society's success. And their interpretation of history seems plausible to them, because it fits in so well with their economic, political, and sociological theories — just as our own background of theory leads us to find our interpretations of history natural and obvious.

If, however, there were a successful libertarian country we could point to, one from which statist elements were entirely purged, this tactic would not be available to the statists. We would finally have a real-world test of the entire libertarian theory all at once, not just bits and pieces of it scattered across different societies in different eras. An actually existing, fully libertarian country that was socially and environmentally responsible, safe, prosperous, and humane would be the best possible tool of persuasion we could ever hope for.

It worked once before. In the 17th and 18th centuries it was a commonplace to argue that a constitutional republic, with widespread suffrage, periodic elections, a strict balance of powers, and no hereditary element, was an impossible dream. The argument of such critics was not the prophetic one that a constitutional republic would eventually develop, over the centuries, into a bureaucratic welfare-warfare state, but rather the short-sighted one that it would collapse, within a decade, into mob rule, anarchy, or dictatorship. As I said, this latter argument was common before 1776. It has not been much heard since. The advocates of constitutional republics won their argument — by creating the system they advocated, and thereby demonstrating to the world its feasibility. Constitutional republics dominate Europe today, in large part because people in those countries were inspired by the American model to work for similar changes at home. This is the precedent that a libertarian nation should seek to emulate.


Two Free Nations in One: Persuading Libertarians

I've talked about the role of persuasion in disputes between libertarians and statists. But the libertarian camp itself is divided by the dispute between anarchists and minarchists. Although my own sympathies lie with the anarchist camp, throughout my work for the Free Nation Foundation I have promoted the idea that the free-nation movement should be aiming neither at a strictly anarchist nor at a strictly minarchist free nation, but rather at some sort of compromise between the two camps.

My reasons for this position have been two. First, I see no point in delaying the foundation of a free nation until the anarchists have convinced the minarchists or vice versa. That dispute is not going to be resolved any time soon. If a free nation is to be established, the work must be done by the libertarian movement as it currently exists, containing both anarchists and minarchists. But anarchists may be reluctant to sacrifice time and effort to found a minarchist nation, just as minarchists may be reluctant to sacrifice time and effort to found an anarchist one. After all, each side thinks the other's favored political system is unstable and unlikely to work. The fledgling free-nation movement cannot afford to dispense with the services of either its anarchist or its minarchist supporters, so it needs to envision a goal that can attract both sides — namely, a constitutional structure that combines minarchist and anarchist elements.

My second reason for favoring such a compromise between minarchism and anarchism is as follows. As an anarchist, I think anarchist institutions are likely to be more successful than minarchist ones; hence my desire to see anarchist elements in the free nation's political structure. As a political realist, however, I realize that other nations are more likely to recognize the legitimacy of a minarchist free nation than of an anarchist one, and a libertarian country just starting out cannot afford to give the world powers any excuse to invade to "restore order" (and in addition, if the free nation holds its territory via a long-term lease from some other country, there has to be some single agency representing the free nation that can be identified as the lessee); hence the need for minarchist elements as well.

Until recently, then, I have seen this compromise between anarchism and minarchism as a matter of combining anarchist "elements" with minarchist "elements" together in a single constitution. This was the motivation behind my Virtual-Canton Constitution (see my "Imagineering Freedom: A Constitution of Liberty" series, in Formulations I. 4, II. 2, II. 3, and II. 4), which combines a centralized, territorially-based, balance-of-powers national government (the free nation's foreign-policy interface) with competing, non-geographical "local" associations (the virtual cantons).

I still defend the merits of my virtual-canton system. But now I also see a different, perhaps complementary, way in which minarchist and anarchist aspirations might be harmonized. Minarchists want some place in which to try out their minarchist ideas; anarchists want some place in which to try out their anarchist ideas. Why not the divide the free nation in two, turning one half over to the minarchists, and the other half over to the anarchists?

My first thought was to slice the free nation's territory right down the middle, as in Figure A. But that would leave the anarchist section exposed to the outside world, which as we've seen is extremely risky, at least in the free nation's early years when it is still struggling for international recognition. My suggestion, then, is to place the anarchist region entirely within the territory of the minarchist region, thus forming a kind of political doughnut, as in Figure B — a free nation suitable for dunking, as it were.


Under the constitution of Outer Zimiamvia, Inner Zimiamvia would be regarded as an independent anarchy, not under Outer Zimiamvia's jurisdiction. But to the outside world, Inner Zimiamvia would simply be an internal province of Outer Zimiamvia, and so not a stateless region begging to be invaded. An analogous situation might be that of the internal republics within the borders of South Africa, which are regarded as part of South Africa's territory by everyone except South Africa itself. Placement within Outer Zimiamvia's borders would allow Inner Zimiamvia to free-ride on the national defense provided by Outer Zimiamvia, thus freeing the fledgling anarchy from the burden of having to solve the national-defense problem instantaneously, before market alternatives to government have had time to evolve.

Thus the doughnut model, like the virtual-canton model, allows the free nation to turn a governmental face to other nations. In addition, however, the doughnut model does a better job than the virtual-canton model of satisfying both the minarchist and the anarchist camps. The virtual-canton system might well be too anarchistic to satisfy all the minarchists, yet not anarchistic enough to satisfy all the anarchists; the doughnut model, by contrast, gives both the minarchists and the anarchists everything they want. Better still, those who fear that one of the systems might be unstable will be cheered by the proximity of the other system that they trust more, a system that could in principle intervene in an emergency to prevent the deterioration of its sister system.

With minarchy and anarchy side by side, each could serve as a safeguard against any un-libertarian tendencies the other might be feared to have.

The doughnut model is not necessarily an alternative to my earlier virtual-canton model, of course. Outer Zimiamvia might very well have a constitution closely similar to the one I proposed; indeed, that is what I would advocate. But if minarchists prove uncomfortable with some of the more anarchistic provisions of my Virtual-Canton Constitution — like my prohibition on a monopoly in the enforcement of rights — they can eliminate those provisions and still keep the anarchists happy, so long as Inner Zimimavia remains off-limits.

But the doughnut model offers yet another benefit; and this is where I return to my original point about persuasion. One reason minarchists and anarchists can't convince each other is that we don't believe each other's theories. Anarchists fear that a minarchist state would eventually develop into Leviathan; minarchists fear that an anarcho-capitalist regime would degenerate into gang warfare between private associations until the wealthiest and toughest won out. Neither minarchism nor anarcho-capitalism has ever been tested, as a whole, in the real world (although various aspects of minarchism and various aspects of anarcho-capitalism have been tried out at various points in history). The doughnut model offers the best prospect for collecting the sort of empirical evidence that could resolve this dispute.

For all these reasons, then, I think there is a strong case for designing our free nation (once we get one) along the lines of the doughnut model, allowing free-market anarchism to take its first infant steps within the sheltering circle of the minimal state. D


Notes

1 This dialectic goes on all the time. For years the statists held up the Wild West as evidence that the absence of gun control leads to social chaos. Now that historical research has established that the American frontier was in fact relatively peaceful, and that the violent land of shootouts and lynchings is an invention of Hollywood, some statists are beginning to take a new line, saying that if the West was peaceful it's because they did have gun control after all — citing Wyatt Earp's disarmament campaign (and making no attempt to compare violence statistics for the regions that had gun control with the many regions that relied for crime control entirely on the armed citizen, as well as ignoring the evidence that the historical Earp, unlike his many cinematic incarnations, was a murderous thug arguably more dangerous than the criminals he was supposed to be protecting people from).



Roderick T. Long is Assistant Professor of Philosophy at the University of North Carolina at Chapel Hill. He holds an A.B. from Harvard and a Ph.D. from Cornell. A frequent lecturer on libertarian topics, he is the author of a book manuscript tentatively titled Aristotle on Fate and Freedom.

lunes, 28 de septiembre de 2009

"ENSEÑAR AHORA ES DELITO" por Fundación Via Libre



Las palabras son baratas, dicen los sajones, y por eso conviene observar más atentamente lo que alguien hace que lo que dice. En el caso de las editoriales, el episodio alrededor de Horacio Potel no hace más que confirmar que la difusión de la cultura no sólo les importa un bledo, sino que están dispuestos a hacer pagar con la cárcel a aquellas personas que tienen la impertinencia de preocuparse por ella...
(leer mas...)