sábado, 17 de septiembre de 2011

"LA DECONSTRUCCIÓN DEL ACONTECIMIENTO" por Silvia Bleichmar





La problemática del acontecimiento quedó relegada en psicoanálisis durante años. En un comienzo, porque el abandono de Freud de la teoría traumática de las neurosis y a partir de ello del relevamiento del acontecimiento eficiente capaz de producirlas dejó en segundo plano, al menos en los escritos metapsicológicos, la función de lo histórico en la producción del sufrimiento psíquico. Y si bien en los historiales, o en algunos textos del final de su vida como “Moisés y el monoteísmo” o “Análisis terminable e interminable” se rescata la función de lo histórico vivencial no sólo en el desencadenamiento de las neurosis sino incluso en la constitución subjetiva, el acento principal estuvo puesto en una teoría endógena de la representación (representante-representativo pulsional, delegación de lo somático en lo psíquico) o en un reingreso de la historia, en este caso por la ventana, a través de la teoría filogenética de los fantasmas originarios que derivaba lo traumático al orden de la especie y fijaba su carácter hereditario a través de la existencia de un inconciente – un ello – existente desde los orígenes de la vida.

Oscilación entre determinaciones endógenas y exógenas de la vida psíquica, que no deja de marcar la profunda complejidad del origen de la representación en el psiquismo. Y ello en razón de que si la teoría traumática originaria se veía limitada para una explicación de la etiología de las neurosis sin pretender una extensión más general a la vida psíquica en su conjunto(2), y la teoría posterior, de la fantasía, que aparece en principio determinada por los estadios libidinales -en Tres ensayos- y luego, como hemos señalado en el párrafo anterior, por la delegación de lo somático en lo psíquico tal como es propuesto en la Metapsicología.

Esta oscilación marca claramente las dificultades presentes no sólo en la obra freudiana sino en la obra de los grandes psicoanalistas que lo sucedieron, para pensar la vida psíquica como una recomposición metabólica en la cual lo exterior no deviene interno sino sobre la base de un procesamiento que requiere un trabajo psíquico definido por líneas determinadas por las posibilidades del aparato de pensamiento que lo recibe. Para decirlo de manera directa: lo interior no siendo engendrado desde el interior, ni recibido a través de la implantación de ideas provenientes de un sujeto trascendental, sea el Ello de Groddeck o el Orden significante de Lacan, pero tampoco como mero producto de la acción exterior o de la incorporación de un “otro” internalizado.



El balance de los años posteriores recién comienza, y no puede ser realizado sin un estudio profundo, intrateórico, de las virtudes e impasses a las cuales llevó cada una de los grandes corpus posteriormente generados. Si Melanie Klein ayudó a refundar y a sostener, con un militantismo admirable, el concepto de realidad psíquica a través de la existencia de phantasys que se sostenían en mociones deseantes que desamarraban a la vida psíquica de todo genetismo lineal, anticipando a partir del concepto de posición el carácter estructural de la vida psíquica, el endogenismo es llevado al extremo de que el mundo exterior no opere sino como pantalla de proyección de lo internamente producido. Y esta dificultad para concebir la función de lo real se abre, a su vez, en una dimensión nueva de la cual sólo pude reparar en estos últimos años y dar todo el peso que corresponde: el hecho de que lo real no se aprehende en sí mismo sino bajo el vidrio de color de lo ya inscripto en el sujeto psíquico, no siendo, sin embargo, esta proyección ni de origen endógeno ni tampoco patológica(3), sino efecto de la inscripción metabólica de lo real significativo.

Si en Melanie Klein la historia deviene “historia de las vicisitudes de la pulsión”, en Lacan, lisa y llanamente, se convierte en “Logos encarnado”, desde una perspectiva que vuelve a poner la cuestión de cabeza(4), y arrasa, si no definitivamente, al menos temporariamente con el acontecimiento subsumiendo toda la teoría sobre la base de una reificación estructuralista donde lo ajeno al significante casi no cobra valor de existencia.

El debate aún no ha encontrado, en psicoanálisis, puntos de anclaje. Y ello tal vez se deba al hecho de que no es tarea sencilla intentar articular estos dos planos que han quedado escindidos entre el “exterior real” y el “interior psíquico”

De hecho, todo mi trabajo de estos años está destinado a fracturar esta falsa opción poniendo en juego la idea de un “externo interno” relativo al inconciente, y un “externo exterior” correspondiente a lo real que se encuentra por fuera del aparato psíquico. Sostenido esto en aspectos centrales de la obra freudiana, donde la “realidad psíquica” no es, en términos estrictos, subjetividad, sino materialidad ajena a la conciencia y voluntad del sujeto.

Y bien, retomar la problemática del acontecimiento. Lo intenté en un trabajo inicial que constituyó parte de mi tesis doctoral(5), recuperando allí la posición de Foucault cuando afirmó: “Se admite que el estructuralismo ha sido el esfuerzo más sistemático por desterrar, no sólo de la etnología sino de toda una serie de ciencias e incluso en el límite de la historia misma el concepto de acontecimiento. Pero lo importante no es hacer con el acontecimiento lo que se ha hecho con la estructura. No se trata de poner todo sobre un mismo plano, que sería aquel del acontecimiento, sino de considerar que existe toda una serie de rangos de acontecimientos diferentes que no tienen ni el mismo alcance, ni la misma amplitud cronológica, ni la misma capacidad de producir efectos(6)”.

“Capacidad de producir efectos”: a esto se refiere Freud cuando intenta separar, precisamente, en el interior del cúmulo de acontecimientos, la idoneidad determinadora y la eficacia traumática, de lo acaecido: “En el caso de la neurosis traumática la causa eficiente de la enfermedad no es la ínfima lesión corporal; lo es, en cambio, el efecto de horror, el trauma psíquico.”(7) Agregando a continuación, tras preguntarse a qué debemos denominar “trauma psíquico”: “En calidad de tal obrará toda vivencia que suscite los afectos penosos del horror, la angustia, la vergüenza, el dolor psíquico y, desde luego, de la sensibilidad de la persona afectada (así como de otra condición, que mencionaremos más adelante”, refiriéndose al respecto para señalar el hecho de que lo vivido, o su recuerdo, opera al modo de un cuerpo extraño, que aún mucho tiempo después de su intrusión conserva “eficacia presente

No cualquier acontecimiento, entonces, sino uno capaz de despertar ciertos afectos y, sobre todo, que tiene carácter inligable, vale decir, inmetabolizable, para emplear un término que nos es familiar cuando nos referimos a la dificultad para engarzar una representación en el interior de los sistemas psíquicos. El acontecimiento que me interesa en psicoanálisis es entonces aquel que de alguna manera se engarza con la producción traumática o sintomal que encuentro. Y de modo más general, es aquel elemento vivencial que puede producir efectos en la vida psíquica, lo cual nos lleva a posicionarnos respecto a la historia del sujeto para considerar que no es la historia relato lo que constituye la fuente de toda información posible sino, precisamente, sus fracturas y baches, no para ser entendido esto en el sentido clásico de la amnesia histérica, sino de todo aquello inligable capaz de producir efectos y que debe ser volcado a una simbolización eventualmente posible para evitar los efectos compulsivos que acarrea para el psiquismo.

Historia y acontecimiento



Si la problemática de lo acontencial y su función en derroteros que hasta hace poco se consideraban prefijados es esencial para el psicoanálisis, debemos reconocer que se trata de una problemática que atraviesa a un conjunto muy importante de campos del conocimiento. En un texto maravilloso de Stephen J. Gould que se llama “Los signos insensatos de la historia”(8) vemos una propuesta metodológica muy similar a la que nos enfrentamos en psicoanálisis: “Como paleontólogo y biólogo evolucionista, mi oficio consiste en la reconstrucción de la historia. La historia es única y compleja, no puede ser reproducida en una matriz. Los científicos que estudian la historia, particularmente una historia primitiva e inobservable, no registrada en las crónicas humanas ni en las geológicas, deben utilizar métodos de inferencia en lugar de métodos experimentales. Deben examinar los resultados modernos de los procesos históricos e intentar reconstruir el camino que lleva de las palabras, organismos o accidentes geográficos primitivos a los contemporáneos”. Cuestión del mismo orden a la lo que se nos plantea cuando nos aproximamos a la prehistoria de la neurosis en función de lo que ha ocurrido, cuáles son los traumatismos, aquello vivenciado que se ha inscripto en una época en la cual el lenguaje no podía significarlo.

En el psicoanálisis de niños, la dificultad de esta reconstrucción llevó a remitirse al discurso de los padres a la búsqueda de significación, sin tener en cuenta que se trataba de una “historia oficial”, con las censuras que el psiquismo de cada uno de los relatores pone en juego, con las dificultades de significar lo ocurrido desde parámetros que no sean los del “sentido común. Como toda historia oficial tiende a nivelar los desniveles y a disimular las saliencias a nivel narrativo en el relato. Como toda historia atravesada por el proceso secundario y por las defensas del yo, escamotea el traumatismo en tanto no elaborado y no significado. Lo que a nosotros nos interesa, psicoanalistas, la historia traumática, debe ser buscada entonces colándose en el interior de la historia relatada. Y, como luego afirma Gould: “Una vez localizado el camino recorrido podemos llegar a especificar las causas que llevaron a la historia a recorrer ése precisamente y no otro.” Construcción que exige entonces una deconstrucción previa, para abordar aquello que se cuela en los intersticios del relato.

Pero ¿cómo podemos deducir los caminos recorridos a partir de los resultados actuales? En particular ¿cómo podemos estar seguros de que se recorrió algún camino? ¿Cómo sabemos que un resultado actual es un producto de alteraciones a lo largo de la historia, y no una parte inmutable de un universo inmutable? Este es el problema con el que se enfrentaban tanto Darwin como Freud. Y Gould concluye: “¿Cómo probaba Darwin que las especies modernas son producto de la historia? Podríamos suponer que se había aferrado a los resultados más imponentes de la evolución; las complejas y perfeccionadas adaptaciones de los organismos a su ambiente, la mariposa que se hace pasar por una hoja muerta, el ave toro por una rama, la soberbia obra de ingeniería que es una gaviota en vuelo o un atún en el mar. Paradójicamente, hizo exactamente lo contrario. Buscó rarezas e imperfecciones. La gaviota puede ser una maravilla de diseño si uno cree de antemano en la evolución. Entonces la ingeniería de sus alas refleja el poder configurador de la selección natural. Pero no puede demostrarse la evolución a través de la perfección, porque la perfección no tiene por qué tener historia.”

Podemos percibir aquí, en los “signos insensatos de la historia”, que se expresan en las ridículas patitas con las cuales tiranosaurius da cuenta de una evolución ligada a lo aleatorio -patitas que aún no sabemos si le servían para algo- y no en el vuelo perfecto de la gaviota, el mismo recorrido que propone Freud: desde los desechos psíquicos a la búsqueda de un sentido que Ustedes se dan cuenta de lo genial de esta propuesta, que es que la historia se percibe en aquello que precisamente hace a la singularidad y fractura lo que se esperaba como evolución dada. En esa forma que plantea Gould, la evolución a través de la selección natural, vemos el mismo método con el cual rastrear la historia traumática, no sólo de la neurosis sino constitutiva del sujeto. ¿tuvo alguna razón de ser, esto, en algún momento, qué fue lo que precipitó los síntomas que encontramos?



Volvamos ahora a la relación entre acontecimiento y traumatismo para buscar allí nuevas vías para cercar su relación. Los estudiosos de la comunicación y los historiadores han venido abordando esta cuestión del acontecimiento respecto a la relación discursiva que lo construye como tal. En el Diccionario Filosófico de Lalande(9) el acontecimiento es definido en los siguientes términos: “Lo que adviene en una fecha y en un lugar determinados, cuando se hace presente una cierta unidad y se distingue del curso uniforme de los fenómenos de la misma naturaleza.”. Pero esta definición implica alguien que relate, sitúe, temporalice, el recuerdo. Y lo traumático, precisamente, es eficaz en la producción de síntomas -o compulsiones- cuando se ve arrancado de toda historización posible. Su representación es del orden de la “reminiscencia”, lo cual equivale a decir que se presenta al psiquismo desarticulado de los enlaces que pueden historizarlo y brindarle la significación necesaria.

Vemos cómo la definición de acontecimiento que nos propone Lalande implica un sujeto “historiador”, y es precisamente esto lo que está en caída en el momento del traumatismo.

A posteriori, cuando se recupere el acontecimiento luego de haberse producido, el yo actuará bajo la regla que un historiador como Pierre Nora define cuando analiza el modo con el cual se construyen los acontecimientos: si siempre alguien relata, releva, da sentido, para el caso de la realidad actual esta función la cumplen los mass media, que definen qué y cómo deben ser vistos los hechos cotidianos. Por eso, afirma este historiador, el acontecimiento se trata de algo no acaecido sino producido sobre lo acaecido, y su paradoja está, precisamente, en el hecho de que “el desplazamiento del mensaje narrativo a su virtualidad imaginaria tiene por efecto subrayar en el acontecimiento la parte no acontencial.”(10) Si el acontecimiento es entonces un modo de subrayado que, en definitiva, por efecto de relato, deja afuera la parte acontencial estrictamente acaecida, podemos señalar que, del mismo modo, el traumatismo es lo que escapa al relato, aquello que no puede ser recubierto por el yo, en tanto es la parte motora de lo acontencial que acosa y llega a derribar, precisamente por su imposibilidad de cercamiento, las formas habituales de defensa del yo que no pueden hacerle frente a esta efracción de la significación. En ese sentido, el acontecimiento producido puede ser, como dice Pierre Norah, “lo que tapa lo acontencial” en tanto lo vivido y en tanto lo potencialmente traumático, o capaz de producir traumatismo en el sentido patógeno.

Vemos cómo lo traumático se desprende de la idea de acontecimiento, y lo “histórico vivencial”, en términos de Freud, reemplaza el relato histórico y marca sus desfallecencias.

Oponer lo histórico-vivencial al acontecimiento es marcar la imposibilidad radical de que todo lo vivido sea transcripto, metabolizado, plausible de elaboración o de simbolización y, en tal sentido, señalar cómo la construcción de una historia-relato no es la función del análisis, sino el modo con el cual se estabiliza, temporariamente, a partir de reconstrucciones y recomposiciones, la teoría que el sujeto realiza respecto a las causas históricas de su propio sufrimiento.

La historia de los seres humanos y la historia en general está constituida por elementos del orden de lo acontencial devenidos acontecimiento. Y este acontencial, que definimos a nivel psíquico como del orden de lo exógeno, sólo deviene significativo – capaz de producir efectos, no de construir significación – cuando cobra idoneidad determinadora capaz de poner en desbalance los modos habituales de funcionamiento. Lo acaecido como tal sólo cobra carácter traumático por su capacidad de devenir traumático, y deviene acontecimiento en la medida en que es ubicado en una serie temporal significativa sin que por ello esta ubicación pueda capturar el total de lo vivenciado, vale decir recomponer lo traumático. Esto último es cuestión de significación, y esto remite no a su carácter de real-vivido sino a los modos con los cuales el lenguaje y las formas dominantes del discurso permiten apropiarlo.

Vayamos primero a un ejemplo histórico. Se trata del famoso incendio del Reichstag, el Parlamento alemán, producido por los nazis y del cual se culpabilizó a un grupo de militantes antifascistas. El incendio del Reichstag se convierte en acontecimiento en la medida en que provoca un corte en los modelos represivos de la Alemania de ascenso del nazismo. Y en la forma con la cual es tomado como un síntoma, a posteriori, en la medida en que se incendia el parlamento para liquidar a la oposición y se acusa a esta oposición misma de haber producido el incendio. Se incendia el parlamento, que es una forma de liquidar la democracia, y se acusa al enemigo de haberlo incendiado. En ese sentido es extraordinaria la forma sintomal que tiene. El incendio realmente ocurre, es del orden de lo acaecido, pero el acontecimiento es construido por el poder, y sólo puede ser desbaratado por un discurso que devele su mecanismo. Su carácter de acontecimiento toma forma distinta de acuerdo al relato que lo signifique, sin embargo, el relato que lo define como acción de la oposición es fracturado por el discurso opositor que señala sus contradicciones y marca los efectos que conlleva. Es en la fractura de la lógica de construcción del acontecimiento que se devela su insuficiencia y obliga a un trabajo de simbolización distinto. Para decirlo en nuestra terminología: se historiza de manera diferente, y es entonces capaz de tener diversos destinos de acuerdo al entramado que lo engarza.

Indicio y traumatismo



He seguido durante años, en mi investigación, una perspectiva que permita conservar la conservación de la propuesta freudiana fundamental, que remite a la causalidad psíquica, sin quedar adherida a un determinismo a ultranza que impida comprender las vicisitudes por las que atraviesa el psiquismo en su contingencia instituyente.

La idea de un aparato psíquico abierto a lo real, constituido a partir de inscripciones provenientes del exterior y sometidas constantemente a su embate ha sido una preocupación central en mi tarea y en la generación de nuevas herramientas para su abordaje. Tuvo importancia decisiva en ello el hecho de que el estructuralismo del cual partí en los primeros tiempos de mi trabajo se mostrara insuficiente para abordar las tareas que la práctica clínica me imponía, entre ellos la búsqueda de una determinación que se viera más cercana a la vivencia del sujeto. Cercar los efectos de lo real en el psiquismo, pero de ese real que se define como “real libidinal”, fue lo que me permitió reposicionar los tiempos míticos como tiempos históricos, y me llevó luego a la búsqueda del traumatismo en la determinación tanto de la compulsión como de los trastornos no sintomatizados en la clínica de adultos. Ello a partir del descubrimiento de las limitaciones del concepto de “interpretación” en razón de que las representaciones que producen el sufrimiento psíquico no son todas – ni en ciertos casos la mayoría – del orden de lo secundariamente reprimido, atravesadas por el proceso secundario y luego tornadas inconcientes, es decir constituidas a partir de la descualificación del código de la lengua en la cual estaban insertas y recuperables así mediante la libre asociación

La carta 52 de Freud – hoy 112 en la nueva edición – permite ubicar un esquema válido para rastrear modos de inscripción no transcribibles espontáneamente, los cuales vemos aparecer bajo una denominación que luego se pierde en la obra y nunca es recuperada, la de “signos de percepción”, que aparecen en el esquema originario de lo que veremos luego formar parte del inconciente en la tópica más elaborada.

Mi aporte consistió en considerar que estos signos de percepción no sólo eran lo intraducible de los orígenes, sino que podían producirse a lo largo de la vida como materialidad irreductible a todo ensamblaje a partir de ser producto de experiencias traumáticas inmetabolizables, o simplemente, de restos no transcriptos de las vivencias por las cuales atraviesa el sujeto psíquico.

La lingüística se muestra insuficiente para esta captura. Se trata no sólo de lo no hablable, sino incluso de lo no encadenable en el lenguaje, quedando entonces absuelto de toda significación. Es aquí donde la semiótica de Pearce viene en nuestro auxilio, con su sistema triádico en indicios, íconos y símbolos, para marcar que el signo no se reduce a lo lenguajero aunque a su significación sólo se pueda acceder por medio del lenguaje.

El “indicio” sería la categoría semiótica para abordar estos signos de percepción, con la intención de dar cuenta de un elemento dentro del conjunto heterogéneo de representaciones que constituyen el psiquismo. Haciendo la salvedad de que las diferencias entre “signo de percepción” e “indicio” no son sólo efecto de pertenecer a campos conceptuales distintos – el primero es un concepto psicoanalítico, metapsicológico, que da cuenta de los elementos psíquicos que no se ordenan bajo la legalidad del inconciente ni del preconciente, que pueden ser manifiestos sin por ello ser concientes, que aparecen en las modalidades compulsivas de la vida psíquica, en los referentes traumáticos no sepultables por la memoria y el olvido, desprendidos de la vivencia misma, no articulables, mientras que el segundo es parte del ordenamiento que propicia la construcción de un sistema en el cual el sujeto se ve inmerso en un mundo de signos que operan a la búsqueda o produciendo significación, en cuyo caso el indicio es inseparable de la categoría de sujeto del enigma, volcado a la resolución de un interrogante.

El indicio, en términos de Peirce, no es equivalente al signo de percepción. Alude a un método de lectura de la realidad, no a su inscripción(11). Siguiendo el modelo popularizado con el cual el texto de Carlo Guinsburg trabajó la relación existente entre el método de Freud y el de Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, y sus orígenes en Giovanni Morelli, investigador acerca de la autenticidad de las obras de arte, se trata de la elaboración de hipótesis a través de elementos que intentan dar cuenta de una conexión que los hace probables como explicación de la génesis de un hecho. Si Sherlock Holmes puede saber que la huella de los pies en la tierra da cuenta del paso de un rengo, por la diferencia de impresión entre uno y otro pie, y articular una hipótesis a partir de ello, y Giovanni Morelli podía detectar la falsedad de una obra de arte no por su aspecto general sino porque era en las orejas o en las manos de los personajes representados donde buscaba el detalle que permitía rubricar realmente que había sido pintada por quien firmaba, es porque, en ambos casos, cada uno de ellos sabía lo que buscaba. Del mismo modo Freud puede encontrar el sentido del sueño buscando a través de las asociaciones y reconstruir el deseo inconciente, o articular en el caso Hans que el caballo temido corresponde a aquel del carruaje que lo llevó a Gmunden cuando la madre estaba embarazada, y que el freno que lo angustia es un desplazamiento del bigote del padre amado y odiado simultáneamente.

A diferencia del símbolo, siguiendo la clasificación de Peirce, lo que caracteriza al indicio es que no hay, a su respecto, regla de interpretación, no hay “interpretante”, no es triádico. En el caso del símbolo existe el elemento presente, aquel al cual remite, y un tercero que permite su interpretación. Hay allí convención posibilitadora del sentido, por eso el signo lingüístico es el prototipo del símbolo – sabemos que esto no es así en Saussure ni en Piaget, para quienes la diferencia entre signo y símbolo pasa por la arbitrariedad de la relación establecida. El índice – o indicio – está en contigüidad con el objeto, es, podríamos decir hoy, metonímico, pero a diferencia del ícono, no representa al objeto, sino que da cuenta de su presencia (en el caso de los íconos, pensemos en el sistema de señalización de rutas, con sus dibujitos que dan cuenta de las curvas, la presencia de animales, o el riesgo de deslave, y que está a mitad de camino entre algo que conserva siempre un atributo del objeto en su grafía pero que puede ser leído dentro de un universo compartido y tomar carácter simbólico.

El indicio, por su parte, no puede ser más que entendido término a término, dentro de una cadena singular de elementos. Si las huellas del caballo en la nieve señalan, como lo refiere Umberto Eco en El nombre de la rosa, que por allí pasó recientemente un jinete, esto alude a ese jinete en particular, a esa circunstancia, y sirve como hipótesis sobre lo ocurrido en esta circunstancia. Del mismo modo operan los objetos autoeróticos: desprendidos del objeto de placer, restos de la presencia del agente sexualizante, no lo representan, y por eso no son símbolos que puedan ser interpretados como búsqueda de aquél. El niño que se chupa el dedo no quiere el pecho de la madre, quiere los restos del cuerpo primordial que reencuentra en ese dedo; el objeto no es metafórico, sino metonímico.

Por ello el método de “interpretación” -y va entre comillas luego veremos por qué- no puede ser ni inductivo ni deductivo, sino la abducción, que consiste en el establecimiento de la relación término a término, y que tiene carácter hipotético: Es probable que, si estas huellas existen, por acá haya pasado un caballo. La construcción freudiana, en última instancia, tiene algún tipo de relación con este método abductivo: “Posiblemente cuando su hermana nació Ud. sintió que…” “Probablemente cuando Ud. pasó ese verano en Gmunden -Freud le podría interpretar a un hipotético Hans adulto- Ud. haya visto a sus padre tener relaciones sexuales, sus piernas agitándose como las del caballo del carruaje que lo llevó el año siguiente con su madre embarazada…”

Para Aristóteles, la abducción consistía en un silogismo cuya premisa mayor era verdadera pero la segunda probable, definida como verosímil, no verdadera. Para Peirce, la abducción es la hipótesis que implica mayor racionalidad posible: descartado lo imposible, lo verosímil puede ser verdadero. Dicho en sencillo: “Si el dinero no vuela solo, y acá sólo estuvo mi primo Pancho, por muy horrible que sea, debo pensar que él se lo llevó” – lo cual no es necesariamente verdadero, hasta que se demuestre.

Pero dije antes que es necesario separar el modelo indiciario en su conjunto, que bien puede aplicarse a organizaciones de símbolos, para buscar la función que puede ocupar en psicoanálisis cuando se trata de concebir al signo de percepción como un índice o indicio, que es lo que nos interesa para el tema que estamos desarrollando, en razón de que son las vivencias traumáticas que escapan al relato del acontecimiento como datado históricamente, lo que hace signo en nuestra práctica sin que haya referente lenguajero con el cual cercarlas. Y ello en razón de que no es, necesariamente, el que permite la interpretación del indicio cuando estamos ante elementos que no han sido leídos previamente ni tipificados en un código. Supongamos un cazador que encuentra huellas de un animal que nunca conoció: puede tener el método, pero no puede, en modo alguno, acceder al conocimiento del animal. Más aún, puede suponer que por el tamaño de la huella está ante un pequeño ejemplar, o por el contrario ante uno grande, lo cual no es necesariamente así si se tratara de una especie absolutamente desconocida, incluso no definida por las legalidades conocidas hasta el momento. Las huellas, por otra parte, no le permiten conocer ni el color ni el tipo de membrana envolvente, ni tampoco la velocidad o ritmo de su marcha. En fin, el cazador, lo único que sabrá, es que por allí pasó un animal, e incluso no sabe todavía si es su presa o su cazador.

Es de subrayar que el signo de percepción devenido indicio para quien busca significarlo, vale decir enlazarlo en una serie que permita su dominio, no es del orden metafórico sino metonímico: no simboliza al objeto, sino que guarda restos de él. Por lo cual su recomposición no pasa por otorgarle, en primera instancia, sentido, sino por relacionarlo con aquello de lo cual proviene. Esta ubicación desplaza, necesariamente, al acontecimiento construido y obliga a encontrar en sus intersticios lo resto de lo real eficiente.

Vayamos a los ejemplo: Un niño, cuyo padre acaba de chocar su automóvil contra un taxi, dibuja una banderita de “libre” que da cuenta de cómo este choque se engarza con una fantasía de parricidio que lo tornaría libre de la constricción a la cual lo somete la figura paterna en sus aspectos más irracionales. En este caso, el indicio tiene claramente un camino de recomposición porque responde a una fantasía preconciente que se activa a partir del episodio de un accidente del cual el niño está ausente y sólo recibe por referencias. No hay en este caso traumatismo, al menos por el momento, sino representaciones activadas que, salvo que el azar conduzca a la realización fantasmática, no cobran carácter traumático. Por el contrario, en el caso de una niña que tuve ocasión de recibir en consulta, en la que habían emergido terrores nocturnos que en el relato parental se veían determinados por un acontecimiento registrable: el choque presenciado unos meses antes de la consulta, se vio claramente en la exploración posterior que el elemento traumático “eficiente” que había desencadenado el trastorno – producido varios meses después del accidente y a la vuelta de unas vacaciones – no había sido el choque en sí mismo sino la articulación de este con el coito parental al cual se vio expuesta durante la cohabitación en la cual se vio inmersa durante el viaje. Los terrores no lograban articularse como fobia, si bien se producían de noche y en la cama, lo cual la obligaba compulsivamente a trasladarse a la cama de sus padres, lo cual lógicamente era significado como reaseguro por parte de estos. Sin embargo, en este retorno al lecho parental se marcaba la presencia de algo no resuelto, algo no articulado, en el cual la impronta metonímica del traumatismo emergía bajo formas no simbolizables.

El acontecimiento –accidente- tapaba el traumatismo -cohabitación y sometimiento a la escena de coito- por lo cual era necesario insertarlo en una serie en la cual el choque de los cuerpos había recapturado la huella mortífera pero término a término, y no de manera metafórica. La interpretación, construcción, abducción (para usar este término que debemos a Peirce) recondujo paso a paso los signos de percepción eficaces devenidos indicios en el interior del proceso analítico.

Vemos claramente cómo tanto la interpretación simbólica como el abrochamiento al acontecimiento en sí mismo obstaculizan la posibilidad de establecer significación capaz de capturar de más cerca lo histórico-vivencial, vale decir aquellos elementos que quedan en estos casos librados a un engarce metonímico con lo acaecido sin lograr simbolización a posteriori.

He definido como simbolizaciones de transición, a esas intervenciones capaces de establecer un enlace a la búsqueda de captura de restos de lo real insistente en formaciones sintomáticas o compulsivas, para permitir una apropiación representacional de aquello que no puede ser capturado por medio de la libre asociación. Estas intervenciones que propician simbolizaciones de pasaje se caracterizan por el empleo de auto-transplantes psíquicos, vale decir de la implantación de contextos que han sido relatados o conocidos en el interior del proceso de la cura pero que no han sido aún relacionados con el elemento emergente. En el caso de los niños, las fracturas del relato establecido por los padres, mediante la indagación de elementos que puedan dar cuenta de otras corrientes de la vida psíquica presentes, es fundamental para la aplicación del método. En el caso antes relatado, más que detenerme en las características de las vacaciones, fui directamente a la indagación de las condiciones del dormir, apuntando a la hipótesis de que es frecuente este tipo de exposición de los niños durante viajes fuera del hogar.



Antes que darle entonces una interpretación a los elementos que escapan a la transcripción significante, es necesario reconocerlos como metonímicos, desprendimientos representacionales del real vivido, para poder ensamblarlo con la situación originaria, con lo acaecido en el interior del acontecimiento, fracturando la historia-relato para hacer emerger lo histórico-vivencial.

De no hacerlo de este modo, la interpretación no tiene el menor valor para el sujeto. En esto consiste la operatoria que yo llamo “simbolizaciones de transición”, puentes, auto-transplantes, en los cuales inevitablemente el analista incluye la perspectiva teórica pero la entreteje con los restos vivenciales y excitantes de las representaciones de quien las padece.

De la intervención del azar



La ilusión determinista protege, en última instancia, de la indefensión a la cual el azar condena. Mientras los analistas piensen que todo lo que ocurre en la vida de un ser humano está determinado por su inconciente, el ideal de analizabilidad puede conducir incluso a la peregrina idea de salvarse de la muerte o la pobreza.

Correlacionar el modo de funcionamiento psíquico con la eventualidad de lo real es entonces una cuestión central de nuestro trabajo. No se trata de que todo quede librado a la casualidad, porque en realidad lo que nos interesa, en tanto analistas, es la comprensión de aquello que lo real produce en el psiquismo. Lo real no ingresa sino bajo ciertas líneas de fuerza, que transforman lo exterior en materialidad psíquica: sea significándolo bajo las redes discursivas que la cultura impone, sea inscribiéndolo más allá de toda articulación posible en un espacio que lo conservará “en latencia” o en caso de activarse, dejará al sujeto psíquico sometido a su insistencia.

En este sentido es que el análisis no consiste en dejar en suspenso la realidad, sino en capturar los modos de su incidencia en el sujeto psíquico. Sólo desde una perspectiva endogenista se puede hacer verdadera epogé de lo real. Se trata, por el contrario, de analizar cuidadosamente las líneas de fuerza que conjugan su articulación, sin establecer una alianza fácil entre psiquismo y realidad exterior. Esta realidad, en sus diversas formas: como realidad significada o significable, como real incognoscido pero incidente, como inscripción metonímica no articulada, pero siempre como representación vivencial que conserva eficacia para poner en marcha la vida psíquica y someter a caución sus defensas, no puede ser desdeñada.

Pero no es posible articularla sin tener en cuenta que su ingreso no se produce como reflejo del mundo real existente, y que sus líneas de significación son del orden libidinal -sexual en sentido estricto o sublimado- y no del conjunto mediatizado de estímulos que componen la red social en la cual el sujeto está inscripto.

La fuerza de lo acaecido cobra eficacia productiva cuando lo que ingresa no es devastador, y puede encontrar modos de recomposición simbólica. En tal sentido, nadie está exento de que su acaecer sea desarticulado o interrumpido por el azar, pero todos tenemos la posibilidad de que la inscripción de lo imprevisible sea tolerada. En sus formas ya canonizadas, el psicoanálisis llamó a esto “posición depresiva” o “tolerancia a la angustia de castración”. Se trata. desde el punto de vista teórico, de reconocernos tan vulnerables como plausibles de domeñar intrapsiquicamente lo que nos acaece. En esto radica la sabiduría que el análisis puede brindar.







(1) Publicado en Tiempo, Historia y Estructura – Su impacto en el psicoanálisis contemporáneo, Lugar Editorial y APA Editorial, Buenos Aires, 2006

(2) Si bien el Proyecto de psicología, intenta, ya en 1905, constituirse como una teoría general de la vida psíquica, recién a partir de 1900, con La interpretación de los sueños en primer lugar, Freud da cuenta de un salto en su pensamiento que lo desliga tanto del pensamiento psiquiátrico de su época como de la biología fantasmática y anticipatorio de descubrimientos posteriores a la cual queda anudado el Proyecto.

(3)En este punto es interesante como la teoría de un principio de realidad que se establece a partir de un dualismo epistémico en el cual hay sujeto de conocimiento y objeto cognoscente – principio al cual Freud no podía sino quedar subordinado en función de los conocimiento de su época y, fundamentalmente, porque las líneas de ruptura de esta dualidad provenían de un pensamiento que le era ajeno, como el Peirce (en EEUU) y posteriormente el de Saussure, en Francia – constituye una traba para que el pensamiento de Klein se despliegue en su máxima potencialidad.

(4) Luego del intento de Marx de volver a parar la relación entre el Logos y lo real sobre sus pies, y generando el concepto de materialidad como “ajeno a la voluntad y conciencia de los hombres”.

(5) Editada luego bajo la forma del libro “En los orígenes del sujeto psíquico”, Amorrortu, 1

(6) M. Foucault, “Verité et pouvoir”, en L´arc, París, n° 70, 1977. El subrayado es nuestro.

(7) J. Breurer y S. Freud, “Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos: comunicación preliminar”, en S.F, O.C, Vol II, p. 31.

(8) S. J. Gould, El pulgar del panda, Ed. Crítica, Barcelona, 1992

(9) A. Lalande, Vocabulaire technique et critique de la filosphie, P.U.F, 1980

(10) P. Nora, “Le retour de l´evenement”, en Faire de l´histoire. Nouveaux problemees, París, Gallimard, 1974, p. 212

(11) C. Ginzburg,n Crisis de la razón, Siglo XXI Ed. México. U.Eco y T. A. Sebeok: El Signo de los tres: Dupin, Holmes, Peirce, Ed. Lumen, Barcelona, 1989