miércoles, 21 de octubre de 2009

"DECONSTRUIR LA REALIDAD". Entrevista a Jacques Derrida


(Passages, n° 57, septiembre de 1993, pp. 60- 75). Palabras recogidas por Stéphane Douailler, Émile Malet, Cristina de Peretti, Brigitte Sohm y Patrice Vermeren. Trad. C. de Peretti. El Ojo Mocho. Revista de Crítica Cultural (Buenos Aires) 5 (Primavera 1994).


-A menudo da la impresión –y se trata de una impresión que según hemos comprobado, es compartida tanto en Bogotá y en Santiago de Chile, en Praga y en Sofía, como en Berlín o en París- de que su pensamiento incide en la actualidad. ¿Comparte usted esta sensación? ¿Es usted, si no ya un filósofo del presente, sí al menos un filósofo que piensa su tiempo?

-¿Quién puede estar seguro de hacerlo? Además “incidir en la actualidad” y “pensar su tiempo” no es lo mismo. En ambos casos, habría que hacer algo, algo más, o algo distinto, que comprobar y describir: formar parte, tomar partido y pertenecer. A partir de ahí, se “incide” y, por consiguiente, se transforma, por poco que sea, se “interviene”, como suele decirse, en un tiempo que ni está ante uno ni está dado de antemano. Nunca hay normas preestablecidas para estar seguros de que se “incide en la actualidad” o, por utilizar su expresión, de que se “piensa su tiempo”. En el caso de algunos, lo uno va a menudo sin lo otro. Pero me considero incapaz de improvisar una respuesta para semejantes cuestiones. Es preciso que contemos con el tiempo de la entrevista –y lo tenemos contado. Hoy en día más que nunca, pensar su tiempo, (sobre todo cuando al hacerlo se corre el riesgo o la suerte de la palabra pública) consiste en tomar nota, para ponerlo en práctica, del hecho de que el tiempo de esa misma palabra se produce artificialmente. Es un artefacto. En su mismo acontecer, el tiempo de ese gesto público es calculado, forzado, “formateado”, “inicializado” por un dispositivo mediático (hagamos uso de estas palabras para ir de prisa). Esto merecería un análisis casi infinito. ¿Quién pensaría su tiempo hoy y, sobre todo, quién hablaría de él, les pregunto, si en primer lugar no prestara atención a un espacio público, por lo tanto a un presente político transformado a cada instante, en su estructura y su contenido, por la teletecnología de lo que tan confusamente se denomina información o comunicación.
Su pregunta no nombraba sólo el “presente” sino lo que se denomina la “actualidad”. Permítanme marcar, esquemáticamente, dos de los rasgos más actuales de la “actualidad”. Resultan demasiado abstractos para delimitar lo más propio de mi experiencia o de cualquier otra experiencia filosófica de la susodicha “actualidad” pero designan lo que constituye la actualidad en general. Podríamos arriesgarnos a darles dos apodos compuestos: artefactualidad y actuvirtualidad. El primer rasgo es que la actualidad, precisamente, está hecha: para saber de qué está hecha, no es menos preciso saber que lo está. No está dada sino activamente producida, cribada, utilizada y performativamente interpretada por numerosos dispositivos ficticios o artificiales, jerarquizadores y selectivos, siempre al servicio de fuerzas e intereses que los “sujetos” y los agentes (productores y consumidores de actualidad -a veces también son “filósofos” y siempre intérpretes-) nunca perciben lo suficiente. Por más singular, irreductible, testaruda, dolorosa o trágica que sea la “realidad” a la cual se refiere la “actualidad”, ésta nos llega a través de una hechura ficcional. No es posible analizarla más que al precio de un trabajo de resistencia, de contrainterpretación vigilante, etcétera. Hegel tenía razón al exhortar al filósofo de su tiempo a la lectura cotidiana de los periódicos. Hoy, la misma responsabilidad exige también que sepa cómo se hacen y quién hace los periódicos, los diarios, los semanarios, los noticieros de televisión. Sería preciso que pudiera ver del otro lado, tanto del de las agencias de prensa como del teleprompter. No olvidemos jamás todo el alcance de este indicio: cuando parece que un periodista o un hombre político se dirigen a nosotros, en nuestras casas, mirándonos directamente a los ojos, están leyendo en una pantalla, con el dictado de un “apuntador”, un texto elaborado en otra parte, en otro momento, a veces por otros, incluso toda una red de redactores anónimos.

-Tendría que ser un deber cultivar la crítica sistemática de lo que se denomina la artefactualidad. Usted dice: “sería preciso.

-Si se trata de una cultura crítica, de una especie de educación, pero nunca diré “sería preciso”, nunca hablaré de ese deber tanto del ciudadano como del filósofo, sin añadirle dos o tres precauciones de principio.
La primera concierne a la cosa nacional (por responder en parte a aquello a lo que apuntaba su pregunta, como si, de vuelta del extranjero, hubiera alguna razón para arrancarla de un diario de viaje: “esto es lo que se dice de usted en el extranjero, ¿qué pensar de esta noticia?” Me hubiera gustado comentar ese gesto. Pero dejémoslo). Entre las filtraciones que “informan” la actualidad, y pese a una internacionalización acelerada pero tanto más equívoca, está ese privilegio indesarraigable de lo nacional, lo regional, lo provincial -o de lo occidental-, que sobredetermina todas las otras jerarquías (en primer lugar el deporte, luego el “político” -y no lo político-, después lo “cultural”, por orden de demanda, espectacularidad y legibilidad supuestamente decrecientes). Ese privilegio secundariza una masa de acontecimientos: los que se creen alejados del interés (supuestamente público) y de la proximidad de la nación, la lengua nacional, el código y el estilo nacional. En la información, la “actualidad” es espontáneamente etnocéntrica, excluye lo extranjero, a veces dentro del país, antes de toda pasión, doctrina o declaración nacionalista, y aun cuando esas “actualidades” hablen de los “derechos del hombre”. Algunos periodistas hacen esfuerzos meritorios para escapar a esta ley pero, por definición, nunca se hace lo suficiente, y esto no depende en última instancia de los periodistas profesionales. No hay que olvidarlo, principalmente hoy, cuando viejos nacionalismos asumen formas inéditas con la explotación de las técnicas mediáticas más “avanzadas” (la radiotelevisión oficial de la ex-Yugoslavia no sería sino uno de sus ejemplos sobrecogedores). Dicho sea de paso, algunos creyeron no hace mucho que había que volver a discutir la crítica del etnocentrismo o, si simplificamos mucho su imagen, la deconstrucción del eurocentrismo. Aquí o allá, todavía hoy es de buen tono, como si estuviéramos ciegos a lo que trae la muerte en nombre de la etnia, en el corazón de la misma Europa, una Europa que no tiene hoy otra realidad, otra “actualidad” que la económica y nacional, y cuya sola ley, tanto para las alianzas como para los conflictos, es la del mercado.
Pero la tragedia, como siempre, obedece a la contradicción o la doble postulación: la internacionalización aparente de las fuentes de información se realiza a menudo a partir de una apropiación y concentración de los capitales de información y difusión. Recuerden lo que pasó durante la guerra del Golfo. Que eso haya representado un momento ejemplar de toma de conciencia y, aquí o allá, de rebelión, no debe disimular la generalidad y la constancia de esta violencia en todos los conflictos, en Medio Oriente y otras partes. A veces, también puede imponerse una resistencia “nacional” a esta homogeneización aparentemente internacional. Primera complicación.
Otra precaución: esta artefactualidad internacional, esta monopolización del “efecto de actualidad”, esta apropiación centralizadora de los poderes artefactuales de “crear el acontecimiento” pueden ir a la par con un progreso de la comunicación “en directo” o en tiempo llamado real, en presente. El género teatral de la “entrevista” hace sacrificios, al menos ficticiamente, a esta idolatría de la presencia “inmediata”, en directo. Un diario siempre prefiere publicar una entrevista con un autor fotografiado, más que un artículo que asuma la responsabilidad de la lectura, la evaluación, la pedagogía. Entonces, ¿cómo hacer para no privarse de los nuevos recursos de la emisión en directo (videocámara, etcétera), al mismo tiempo que se siguen criticando sus mistificaciones? Y en primer lugar, mientras se sigue recordando y demostrando que el “directo” y el “tiempo real” nunca son puros: no nos entregan ni intuición ni transparencia, ninguna percepción despojada de interpretación o intervención técnica. Una demostración semejante apela ya, por sí misma, a la filosofía.
En definitiva -lo sugería demasiado a la ligera hace un instante-, la deconstrucción necesaria de esta artefactualidad no debe servir de coartada. No tendría que ceder a un afán de emulación en el simulacro y neutralizar toda amenaza en lo que podría llamarse el embuste del embuste, la denegación del acontecimiento: “Todo -se diría entonces-, y aun la violencia; el sufrimiento, y la guerra y la muerte, todo está construido, ficcionalizado, constituido por y con vistas a los dispositivos mediáticos, nada sucede, no hay más que simulacro y embuste”. Al llevar lo más lejos posible una deconstrucción de la artefactualidad, hay que hacer, por lo tanto, todo lo que esté a nuestro alcance para prevenirse de ese neoidealismo crítico y recordar no sólo que una deconstrucción consecuente es un pensamiento de la singularidad, por ende del acontecimiento, de lo que conserva de irreductible, sino también que la “información” es un proceso contradictorio y heterogéneo; puede y debe transformarse, puede y debe servir, como lo hizo a menudo, al saber, la verdad y la causa de la democracia venidera, como a todas las cuestiones que entrañan. Por más artificial y manipuladora que sea, no puede no esperarse que la artefactualidad se rinda o se pliegue a la venida de lo que viene, al acontecimiento que la transporta y hacia el cual se transporta. Y del que aportará testimonio, aunque sea en defensa propia.

-Hace un momento, propuso otro apodo que hacia referencia no ya a la técnica ni al artificio sino a la virtualidad.

-Si tuviéramos tiempo para ello, yo insistiría sobre otro rasgo de la “actualidad”, de lo que sucede hoy y de lo que le sucede hoy a la actualidad. Insistiría no sólo en la síntesis artificial (imagen sintética, voz sintética, todos los complementos protéticos que pueden hacer las veces de actualidad real) sino, en primer lugar, sobre un concepto de virtualidad (imagen virtual, espacio virtual y por lo tanto acontecimiento virtual) que sin duda no puede ya oponerse, con toda serenidad filosófica, a la realidad actual, como no hace mucho se distinguía entre la potencia y el acto, la dynamis y la energeia, la potencialidad de una materia y la forma definidora de un telos, y en consecuencia también de un progreso, etcétera. Esta virtualidad se imprime directamente sobre la estructura del acontecimiento producido, afecta tanto el tiempo como el espacio de la imagen, el discurso, la “información”; en suma, de todo lo que nos refiere a la mencionada realidad, a la realidad implacable de su presente supuesto. Entre otras cosas, un filósofo que “piensa su tiempo” debe estar hoy atento a las implicaciones y consecuencias de ese tiempo virtual. A las novedades de su puesta en marcha técnica, pero también a lo que lo inédito recuerda de posibilidades tanto más antiguas.

-¿Podemos de nuevo proponerle que vuelva a una actualidad más concreta?

-Quizá piensen que, desde hace un rato, estoy derivando o desviándome de su pregunta. No contesto a ella de modo directo. Algunos dirán: está perdiendo el tiempo, el suyo, el nuestro. O bien, está ganando tiempo, retrasa el momento de contestar. Lo último que puede aceptarse hoy en televisión, en la radio o en los diarios, es que en ellos algunos intelectuales se tomen su tiempo, o pierdan el tiempo de los otros. Esto es, tal vez, lo que habría que cambiar en la actualidad: el ritmo. Se supone que los profesionales de los medios no pierden nada de tiempo. Ni del suyo ni del nuestro. Cosa que, al menos, están seguros de lograr con frecuencia. Conocen el costo, si no el valor del tiempo. Antes de denunciar el silencio de los intelectuales, como se hace habitualmente, ¿por qué no interrogarse sobre esta nueva situación mediática? ¿Y sobre los efectos de una diferencia de ritmo? Ésta puede reducir al silencio a ciertos intelectuales (los que necesitan un poco más de tiempo para los análisis necesarios y no aceptan adaptar la complejidad de las cosas a las condiciones que se les imponen para hablar de ellas), puede hacerlos callar o hacer que sus voces queden ocultas bajo el ruido de algunos otros, al menos en los lugares donde dominan ciertos ritmos y ciertas formas de habla. Ese otro tiempo, el tiempo de los medios, produce sobre todo otra distribución, otros espacios, ritmos, relevos, formas de toma de la palabra e intervención pública. Lo que es invisible, ilegible, inaudible en la pantalla de la mayor exposición puede ser activo y eficaz, de inmediato o en último término, y no desaparecer más que a los ojos de quienes confunden la actualidad con lo que ven o creen hacer en la vidriera de “gran superficie”. En todo caso, esta transformación del espacio público obliga a trabajar, y el trabajo se realiza, creo, se lo percibe más o menos bien en los lugares donde se lo suele esperar demasiado. El silencio de quienes leen, escuchan o ven los noticieros, y también los analizan, no es tan silencioso como parece precisamente del lado en que esos espacios de noticias parecen o se vuelven sordos o ensordecen todo lo que no habla según su ley. Por ello, habría que invertir la perspectiva: cierto ruido mediático con respecto a una pseudoactualidad cae como el silencio, hace silencio sobre todo lo que habla y actúa. Y se escucha en otra parte o por otra parte, si se sabe prestar oídos. Es la ley del tiempo, terrible para el presente y que siempre hace esperar y hasta contar con lo intempestivo. Habría que hablar aquí de los límites efectivos del derecho a réplica (por lo tanto, a la democracia): antes que a toda censura deliberada, obedecen a la apropiación del tiempo y el espacio público, a su ordenamiento técnico por quienes ejercen el poder mediático.
De todas formas, si me permito esta pausa o esta pose, una manera como otras, pues son maneras, sí, de pensar nuestro tiempo, será en la medida en que, en efecto, intento responder de todas las maneras posibles: responder a vuestras preguntas al responder a una entrevista. Para asumir esta responsabilidad, hay que saber al menos a qué y a quién se destina una entrevista, en particular con alguien que además escribe libros, enseña o publica en otra parte, a otro ritmo, en otras situaciones, calculando de otra manera sus frases. Una entrevista debe procurar una instantánea, como una fotografía de película, una imagen detenida: he aquí cómo alguien, tal día, en tal lugar, con tales interlocutores, se debate como un animal en una situación difícil. Éste, por ejemplo, cuando se le habla de actualidad, de lo que pasa todos los días en el mundo, y si se le pide que diga en dos palabras lo que piensa, resulta que retrocede hacia su guarida, como un animal perseguido, multiplica los ardides, nos arrastra a un laberinto de precauciones, de dilaciones y relevos, y nos repite con todos los tonos: “esperen, no es tan simple” (lo que siempre inquieta o hace reír burlonamente a los imbéciles, para quienes las cosas siempre son más simples de lo que se cree), o si no: “uno a veces complica para evitar, pero la simplificación es una estrategia de evitación aún más segura”. Tenemos por lo tanto una fotografía virtual: ante una pregunta como la que ustedes me hicieron, he aquí mi gesto más probable. No es ni puramente espontáneo ni absolutamente calculado. Consiste en no negarse a responder una pregunta o a alguien, pero para eso mismo intentar respetar, lo más posible, sus condiciones indirectas o sus desvíos invisibles.
Por ejemplo, ustedes han distinguido entre “filósofo del presente” y “filósofo que piensa su tiempo”. Y en su opinión, yo me parecería más a éste que a aquel. Eso puede entenderse de varias maneras. Tal filósofo puede ocuparse del presente, de lo que se presenta en el día presente, de lo que sucede actualmente, sin preguntarse, hasta el abismo, qué significa, presupone u oculta ese valor de presencia. ¿Será un filósofo del presente? Sí, pero no. Otro puede hacer lo contrario: hundirse en la meditación sobre la presencia o la presentación del presente sin prestar la menor atención a lo que sucede en el día presente en el mundo o a su alrededor. ¿Será un filósofo del presente? No, pero sí. Sin embargo, estoy seguro de que ningún filósofo digno de ese nombre aceptaría esta alternativa. Como cualquiera que trate de ser filósofo, está claro que yo no querría renunciar ni al presente ni a pensar la presencia del presente -ni a la experiencia que nos los sustrae al dárnoslos-. Por ejemplo, en lo que hace un momento llamábamos la artefactualidad. ¿Cómo enfocar ese tema de la presencia y el presente? ¿En qué condiciones interrogarse al respecto? ¿Qué enlazan esas preguntas? ¿Este lazo no es, en el fondo, la ley que gobernaría, directa o indirectamente, todo? Trato de someterme a ella. Por definición, esa ley es inaccesible, permanece más allá de todo.
Pero esa es otra manera más –dirán ustedes- de evadirse y de no hablar de lo que ustedes, por su lado, llaman el presente o la actualidad. Por consiguiente, la primera pregunta, aquella que les había devuelto, como un eco sería: ¿Qué quiere decir hablar del presente? Desde luego, sería fácil mostrar que, en efecto, no me ocupé más que de problemas de actualidad, de política institucional o de política a secas. Se multiplicarían entonces los ejemplos, las referencias, los nombres, las fechas, los lugares, etcétera. Pero no quiero ceder a esta facilidad mediagógica y aprovechar esta tribuna para entregarme a alguna autojustificación. No considero tener ningún derecho para ello y haga lo que haga, al respecto, para no huir de las responsabilidades políticas, eso nunca es bastante, siempre me reprocharé no hacer nunca bastante.
Pero también trato de no olvidar que a menudo son los enfoques intempestivos de lo que se denomina actualidad los que más se “ocupan” del presente. Dicho de otra manera, ocuparse del presente, en filosofía por ejemplo, es tal vez no confundir constantemente el presente y la actualidad. Hay una manera anacrónica de abordar esta última que no deja escapar necesariamente lo que hay hoy de más presente. La dificultad, el riesgo o la posibilidad, lo incalculable, quizás, tendría la forma de una intempestividad que llega a tiempo: ésta y no otra, la que llega justo a tiempo?, justo porque es anacrónica y está desajustada (como la justicia que siempre carece de mesura, extraña a la justeza o a la norma de adaptación, heterogénea al derecho mismo al que debería regir), más presente que el presente de actualidad, más de acuerdo con la singular desmesura que marca la fractura del otro en el transcurso de la historia. Esta fractura tiene siempre una forma intempestiva, profética o mesiánica, y no necesita para ello ni de clamor ni de espectáculo. Puede mantenerse casi inaparente. Por las razones de que hablábamos hace un momento, no es en los diarios donde más se habla de ese pluscuampresente del hoy. Lo que no quiere decir que eso suceda todos los días en los mensuarios o semanarios.
La respuesta, una respuesta responsable a la urgencia de la actualidad exige estas precauciones. Exige el desacuerdo, lo desacordado o discordante de esta intempestividad, el justo desajuste de esta anacronía. Hay que diferir, alejarse, demorarse y precipitar, a la vez. Hay que hacerlo como es debido para acercarse lo más posible a lo que pasa a través de la actualidad. A la vez cada vez, cada vez que es otra vez, la primera y la última. En todo caso, me gustan los gestos (tan raros, sin duda incluso imposibles, en todo caso no programables) que alían en ellos lo hiperactual a lo anacrónico. Y preferir la alianza o la aleación de esos estilos no podría ser únicamente una cuestión de gustos. Es la ley de la respuesta o la responsabilidad, la ley del otro.

-¿Qué relación vería usted entre esa anacronía o esa intempestividad y lo que denomina, escribiéndola con una a, la différance?

-Esto vuelve a conducirnos, tal vez, a un orden más filosófico de la respuesta, aquel por el cual comenzamos, al hablar de la temática del presente o la presencia, es decir, también del tema de la différance al que a menudo se acusó de favorecer la dilación, la neutralización, el suspenso, y por consiguiente relajar demasiado la urgencia del presente, en particular su urgencia ética o política. Nunca advertí oposición entre la urgencia y la différance. ¿Me atreveré a decir al contrario? Sería simplificar una vez más. “Al mismo tiempo” que marca una relación (una ferencia) -una relación con lo que es otro, con lo que difiere en el sentido de la alteridad, por lo tanto con la alteridad, con la singularidad del otro-, la différance remite también, y por eso mismo, a lo que viene, lo que llega de manera a la vez inapropiable, inopinada, y por lo tanto urgente, imprevisible: la precipitación misma. El pensamiento de la différance es entonces también un pensamiento de la urgencia, de lo que no puedo ni eludir ni apropiarme, porque es otro. El acontecimiento, la singularidad del acontecimiento: ésa es la cosa de la différance. (Es por eso que recién decía que significa muy otra cosa que esa neutralización del acontecimiento con el pretexto de que es artefactualizado por los medios.) Aun si ella también lleva consigo, inevitablemente, “al mismo tiempo” (ese “a la vez”, ese “mismo tiempo” de lo que lo mismo se destempla todo el tiempo, un tiempo out of joint, un tiempo descompuesto, dislocado, desordenado, desproporcionado, como dice Hamlet), un movimiento contrario para reapropiar, desviar, aflojar, para amortiguar la crueldad del acontecimiento y muy simplemente la muerte a la que se entrega. Por lo tanto la différance es un pensamiento que intenta entregarse a la inminencia de lo que viene o va a venir, del acontecimiento, por ende a la experiencia misma, en tanto que ésta tiende también inevitablemente, “al mismo tiempo”, con vistas al “mismo tiempo”, a apropiarse de lo que sucede: economía y aneconomía del otro a la vez. No habría différance sin la urgencia, la inminencia, la precipitación, lo ineluctable, la llegada imprevisible del otro en quien recaen la referencia y la deferencia.

-Con relación a esto, ¿qué sentido tiene, para usted, hablar de acontecimiento?

-Es otro nombre para lo que, en lo que llega, no se llega a reducir ni a negar (o sólo a negar). Es otro nombre para la experiencia misma que es siempre la experiencia del otro. El acontecimiento no se deja subsumir en ningún otro concepto, ni siquiera el de ser. El “hay” o el “que haya algo y no más bien nada” compete tal vez a la experiencia del acontecimiento más que a un pensamiento del ser. La llegada del acontecimiento es lo que no puede ni debe impedirse nunca, otro nombre del futuro mismo. No es que sea bueno, bueno en sí, que suceda todo o cualquier cosa; no es que haya que renunciar a impedir que ciertas cosas se produzcan (no habría entonces ninguna decisión, ninguna responsabilidad, ética, política u otra), pero uno no se opone jamás sino a acontecimientos de los que se piensa que obstruyen el porvenir o traen la muerte consigo, acontecimientos que ponen fin a la posibilidad del acontecimiento, a la apertura afirmativa para la venida del otro. Es en ese punto donde un pensamiento del acontecimiento abre siempre cierto espacio mesiánico, tan abstracto, formal y desértico, tan poco “religioso” como debe serlo, y es también en ese punto donde esta pertenencia mesiánica no se separa de la justicia, que distingo aquí una vez más del derecho (como propongo hacerlo en Force de loi y Spectres de Marx de los que en el fondo es la primera afirmación). Si el acontecimiento es lo que viene, adviene, sobreviene, no basta decir que ese venir no “es”, que no viene a ser lo mismo que alguna categoría del ser. El sustantivo (la venida) o el verbo sustantivado (el venir) no agotan tampoco el “ven” del que vienen. A menudo intenté, en otros lugares, analizar esta especie de apóstrofe performativo, este llamado que no se pliega al ser de nada de lo que es. Dirigido al otro, no dice todavía, simplemente, ni el deseo, ni la orden, ni la súplica, ni la demanda, que anuncia, es cierto, y después puede hacer posibles. Hay que pensar el acontecimiento a partir del “ven”, no a la inversa. “Ven” se dice al otro, a otros a los que aún no se estableció como personas, como sujetos, como iguales (al menos en el sentido de la igualdad calculable). Es con la condición de ese “ven” que hay experiencia del venir, del acontecimiento, de lo que llega y por consiguiente de lo que, porque llega del otro, no es previsible. Ni siquiera hay horizonte de expectativa para ese mesiánico anterior al mesianismo. Si lo hubiera, si hubiera previsión, programación, no habría ni acontecimiento, ni historia (hipótesis que, paradójicamente, y por las mismas razones, jamás puede excluirse con toda racionalidad: es casi imposible pensar la ausencia de un horizonte de expectativa). Para que haya acontecimiento e historia, es preciso por lo tanto que un “ven” se abra y se dirija a alguien, a algún otro que no puedo ni debo determinar de antemano, ni como sujeto, yo, conciencia, ni como animal, dios o persona, hombre o mujer, vivo o no vivo (se debe poder llamar a un espectro, apelar a él, por ejemplo, y creo que no es éste un ejemplo entre otros: tal vez haya un aparecido y un “vuelve” en el origen o el fin de todo “ven”). Aquel, aquella, quienquiera sea a quien se dice “ven”, no debe dejar determinarse por anticipado. Para esta hospitalidad absoluta, es el extranjero, el recién venido. No tengo que pedir al recién venido absoluto que comience por dar su identidad, por decirme quién es, en qué condiciones voy a ofrecerle hospitalidad, si va a integrarse o no, si voy a poder “asimilarlo” o no a la familia, la nación o el Estado. Si es un recién venido absoluto, no debo proponerle ningún contrato ni imponerle ninguna condición. No debo hacerlo y además, por definición, no puedo. Es por eso que lo que se parece aquí a una moral de la hospitalidad va mucho más allá de una moral, y sobre todo de un derecho y una política. El nacimiento, que se parece a lo que intento describir, tal vez ni siquiera sea adecuado, de hecho, a este arribo absoluto. En las familias, aquél es preparado, condicionado, nombrado, colocado en un espacio simbólico que amortigua el arribo. Lo cierto es que, pese a esas previsiones y nominaciones, el acaso no se deja reducir, el niño que llega sigue siendo imprevisible, habla de sí mismo como en el origen de otro mundo, o en otro origen de este mundo.
Lucho desde hace tiempo con este concepto imposible, el arribo mesiánico. Trato de precisar al menos su protocolo en Apories y Spectres de Marx. Lo más difícil es justificar, por lo menos provisoria, pedagógicamente, ese atributo “mesiánico”: se trata de una experiencia a priori mesiánica, pero a priori expuesta, en su expectativa misma, a lo que no será determinado sino a posteriori por el acontecimiento. Desierto en el desierto (uno que hace señas al otro), desierto de un mesiánico sin mesianismo, por lo tanto sin doctrina y sin dogma religioso, esta expectativa árida y privada de horizonte no conserva de los grandes mesianismos del Libro más que la relación con el recién venido que puede venir -o no venir jamás- pero del que por definición no debo saber nada por anticipado. Salvo que se trate de la justicia, en el sentido más enigmático de esta palabra. Y por eso mismo de la revolución, a causa de lo que liga el acontecimiento y la justicia a ese desgarramiento absoluto en la concatenación previsible del tiempo histórico. Desgarramiento de la escatología en la teleología que hay que disociar aquí de ella, lo que siempre es difícil. Se puede renunciar a cierta imaginería o a toda retórica revolucionaria, incluso a cierta política de la revolución, por decirlo así, tal vez a toda política de la revolución; no se puede renunciar a la revolución sin renunciar al acontecimiento y la justicia.
El acontecimiento no se reduce al hecho de que algo acontezca. Esta tarde puede llover o no llover, y eso no será un acontecimiento absoluto porque sé qué es la lluvia, al menos si y en la medida en que lo sé, y además no es una singularidad absolutamente otra. Lo que llega con ello no es un recién llegado. El recién llegado debe ser absolutamente otro, un otro que espero no esperar, que no espero, cuya espera está hecha de una no espera, una espera sin lo que en filosofía se llama horizonte de expectativa, cuando cierto saber anticipa aún y amortigua de antemano. Si estoy seguro de que habrá acontecimiento, no será un acontecimiento. Será alguien con quien tengo una cita, tal vez el Mesías, tal vez un amigo, pero si sé que llega, y estoy seguro de que llegará, en esa medida al menos no será un recién llegado. Pero desde luego la llegada de alguien que espero también puede, por tal o cual otro lado, sorprenderme cada vez como una oportunidad inaudita, siempre nueva, y por lo tanto sucederme una y otra vez. Discretamente, en secreto. Y el recién llegado siempre puede no llegar, como Elías. Es en el hueco siempre abierto de esta posibilidad, a saber, la no venida, la inconveniencia absoluta, que me relaciono con el acontecimiento: éste también es lo que siempre puede no tener lugar.

-¿Es decir que para que haya acontecimiento es preciso que haya sorpresa?

-Si, eso mismo

-Por tomar un ejemplo reciente, ¿le ha sorprendido que hay habido esa mezcolanza que de pronto se ha descubierto entre la extrema derecha y un pensamiento de izquierda?

-¡Vuelta brutal a una “cuestión de actualidad”! Tienen razón, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir, es preciso no eludirla. La “mezcolanza” de la que hablan es complicada, pero quizá menos improbable de lo que parece a primera vista. Habría que avanzar con cautela, es difícil hacerlo improvisando, y tener en cuenta un gran número de rasgos de datos (¿qué extrema derecha, qué “pensamiento de izquierda”, etc., qué “mezcolanza”, quién, dónde y cuándo, dentro de que limites?, etc.) Antes de considerar algunos gestos singulares y atípicos, siempre los más interesantes y más innovadores, aquí como en todas partes, podemos recordar ciertas cadenas de inteligibilidad general, ciertos programas o ciertas lógicas que no sorprenden: no es la primera vez que posiciones de extrema derecha pueden, en ciertos temas aliarse con posiciones de extrema izquierda. A partir de motivaciones o de análisis distintos, cierta oposición a Europa puede alentar estrategias con aire nacionalista, tanto en la izquierda como en la derecha. A partir de inquietudes que pueden considerarse legítimas con respecto al economicismo o simplemente a la política económica, incluso monetaria, y hasta a la política a secas en la que están embarcados los Estados que dominan Europa, cierta izquierda puede encontrarse repentinamente en posiciones de alianza objetiva con un nacionalismo o un antieuropeísmo de extrema derecha. En este momento, Le Pen insiste en su oposición al “librecambismo” o al “liberalismo económico”. Esta retórica oportunista puede hacer su “aliado objetivo”, como se decía no hace mucho, de quienes, a la izquierda y con otras motivaciones, critican una ortodoxia capitalista y monetarista en la que se hunde Europa. Sólo la vigilancia y la claridad de los actos, así como la de los discursos, pueden disolver tales amalgamas, resolverlas al análisis. El riesgo es constante, más grave que nunca y a veces “objetivamente” irreductible: en el momento de votar, por ejemplo. Aun si se agudizan las distinciones y los clivajes, como siempre hay que intentar hacerlo, en los análisis, en los considerandos, en todo lo que se emparenta con una “explicación del voto”, y por último en los lugares de publicación, manifestación y acción, en oportunidad de una coyuntura electoral dada (¿y dada por quién, cómo, exactamente?), los votos antieuropeos de izquierda y derecha se suman. Los votos proeuropeos de derecha e izquierda también, por otra parte. Del mismo modo, ustedes saben que hubo revisionismos de izquierda (aclaro, como siempre hay que hacerlo: los revisionismos negacionistas con respecto a la Shoah) que se deslizaron hacia el antisemitismo (a menos que se hayan inspirado en él). Algunos de ellos se alimentaban, de manera más o menos confusa, de un antiisraelismo de principio o, más estrechamente aún, de un rechazo de la política de hecho del Estado de Israel durante una muy larga secuencia, incluso a lo largo de toda la historia de Israel. ¿Resistirían esas confusiones un análisis honesto y valeroso? Es preciso ser capaz de oponerse a tal o cual política de tal o cual gobierno del Estado de Israel sin hostilidad de principio a la existencia de ese Estado (yo diría, incluso: ¡al contrario!), y sin antisemitismo ni antisionismo. Iría aún más lejos con otra hipótesis: llegar a interrogarse con inquietud acerca de la fundación histórica de ese mismo Estado, sus condiciones y lo que siguió, puede no implicar, aun por parte de algunos judíos, aunque sean adeptos a la idea del sionismo, ninguna traición al judaísmo. La lógica de la oposición al Estado de Israel o a su política de hecho no entraña con toda necesidad ningún antisemitismo, ni siquiera ningún antisionismo, y sobre todo ningún revisionismo, en el sentido en que lo especificaba hace un momento. Podrían mencionarse ejemplos muy grandes (así Buber, para hablar en pasado). Para limitarnos a los principios y las generalidades, ¿no creen que el deber, hoy, exige denunciar la confusión y cuidarse de ambos lados? Están, por una parte, la confusión nacionalista de quienes se deslizan de izquierda a derecha confundiendo todo proyecto europeo con el hecho de la política actual de la Comunidad Europea de hoy, o la confusión antijudía de quienes no reconocen la frontera entre la crítica al Estado israelí y el antiisraelismo, y luego el antisionismo, el antisemitismo, el revisionismo, etcétera. Aquí tenemos cinco posibilidades que deben seguir siendo absolutamente distintas. Esos deslizamientos metonímicos son tanto más graves, política, intelectual, filosóficamente, porque amenazan entonces desde los dos lados, por decirlo de algún modo, tanto a quienes ceden a ellos en la práctica como a quienes, por otra parte, los denuncian con la adopción simétrica de su lógica: como si no se pudiera hacer esto sin hacer aquello, por ejemplo oponerse a la política actual de Europa sin ser antieuropeo por principio, o como si no fuera posible interrogarse sobre el Estado de Israel, su política pasada o presente, y hasta sobre las condiciones de su fundación y lo que pudo derivarse de ella durante medio siglo, sin ser pese a ello antisemita y ni siquiera antisionista o revisionista negacionista, etcétera. Esta simetría de los adversarios une la confusión oscurantista al terrorismo. Hacen falta obstinación y valor para resistir esas estrategias ocultas (ocultadoras, ocultistas) de la amalgama. Para hacer frente a esta doble maniobra de la intimidación, la única respuesta responsable es no renunciar nunca a las distinciones y los análisis. Yo diría: a sus Luces, es decir, también a la manifestación publica de ese discernimiento (y no es tan fácil como podría creerse). Esta resistencia es tanto más urgente por el hecho de que nos encontramos en una fase en que el nuevo trabajo de elaboración crítica de la historia de este siglo está condenado a una peligrosa turbulencia. Habrá que releer bien, reinterpretar, exhumar archivos, desplazar las perspectivas, etcétera. ¿Adónde iremos si toda crítica política y toda reinterpretación histórica resultan asociadas automáticamente al revisionismo negacionista? ¿Si toda pregunta sobre el pasado o más generalmente sobre la constitución de la verdad en historia es acusada de hacerle el juego al revisionismo (en Spectres de Marx cito un ejemplo particularmente chocante de esta necedad represiva en un gran diario estadounidense)? ¡Qué victoria para todos los dogmatismos si a cada momento se levanta un fiscal para acusar de complicidad con el adversario a quienquiera intente plantear nuevas preguntas, perturbar las buenas conciencias o los estereotipos, complicar o reelaborar, en una nueva situación, el discurso de izquierda o el análisis del racismo o el antisemitismo! Desde luego, para dar el menor asidero posible a esos procesos, hay que redoblar la prudencia en el discurso, el análisis y la intervención pública. Es cierto que jamás se promete, y menos aún se da, ninguna seguridad absoluta. Algunos ejemplos recientes podrían además servirnos de lección, si fuera necesario.
Vuelvo a la literalidad de su pregunta: “¿Le ha sorprendido, se preguntaban, semejante mezcolanza?” No he propuesto más que una respuesta general y de principio: éstos son los esquemas de inteligibilidad, éstos los programas que hacen que dicha mezcolanza sorprenda menos de lo que podría parecer a primara vista, pero he ahí por qué, sin embargo, no hay que mezclarlo todo. En lo que concierne a los casos singulares los más interesantes, necesitaríamos más tiempo y otra situación para analizarlos. Este es el lugar de las “sorpresas” y de los contratiempos. Entre las lógicas más generales (la mayor previsibilidad) y las singularidades más impredecibles, está el esquema intermedio del ritmo. Por ejemplo, desde los años cincuenta lo que desacreditaba y condenaba al hundimiento a los totalitarismos de Europa del este se conocía, era el pan cotidiano de la gente de mi generación (con el viejo discurso, hoy remendado, del tipo “Fukuyama”, sobre el presunto “fin de la historia”, el “fin del hombre”, etcétera). Lo que seguía siendo imprevisible eran el ritmo, la velocidad, la fecha: por ejemplo la de la caída del muro de Berlín. En 1986-1987, nadie en el mundo podía tener una idea siquiera aproximada. No es que ese ritmo fuera ininteligible. Es posible analizarlo a posteriori si se tienen en cuenta nuevas causalidades que hasta no hace mucho escapaban a los expertos (en primer lugar por el efecto geopolítico de las tele­comunicaciones en general: toda la secuencia en que se inscribe una señal tal como, por ejemplo, la caída del muro de Berlín, sería imposible e ininteligible sin una cierta densidad de la red de telecomunicaciones, etcétera).

-Para prologar de otro modo lo que dice hoy día no hay más inmigración de la que había hace medio siglo. Sin embargo, hoy en día la inmigración sorprende. Da la impresión de que ha sorprendido al cuerpo social y a la clase política, y que, al rechazar a los inmigrados clandestinos, los discursos de derechas y de izquierdas han pegado, inesperadamente un patinazo hacia la xenofobia.

—Al respecto y, al menos en el discurso de las dos mayorías así llamadas republicanas, hay sobre todo diferencias de acento. La línea política declarada es la misma en rasgos generales. El axioma común. El consenso, como suele decirse, es siempre: nada de inmigración clandestina, nada de hospitalidad desmedida, improductiva, excesivamente perturbadora La puesta en marcha de dicho consenso resultaría más difícil hoy en día, la atmósfera ha cambiado, y se trata de una diferencia que no hay que pasar por alto. Pero los principios siguen siendo los mismos- hay que proteger a la comunidad nacional contra aquello que podría afectar en exceso su cuerpo propio, es decir la conciencia que se cree debería tener de su cuerpo propio (axioma a partir del cual, dicho sea de paso, habría que prohibir todo tipo de injertos biológicos o culturales, y eso llevaría muy lejos a menos que no lleve a ninguna parte, a la muerte sin más). Cuando François Mitterrand habló de umbral de tolerancia (algunos de nosotros reaccionarnos públicamente ante esa fórmula que se le escapó y que, luego, tuvo el insigne mérito, el coraje o la habilidad de corregir), ese lapsus tan torpe decía la verdad de un discurso común a los partidarios republicanos de izquierdas y de derechas, incluso de extrema derecha: no tiene que haber recién llegados en el sentido en él que hablábamos hace un ralo, hay que controlar la llegada, filtrar la inmigración.
No crean que quiero ocultarlo, el discurso que pronunciaba hace un momento con respecto al recién llegado es políticamente inaceptable, al menos si la política se ajusta, como lo hace siempre en cuanto tal, a la idea de la identidad de un cuerpo propio al que se denomina Estado nación. Hoy no existe en el mundo un solo Estado nación que como tal acepte declarar: “Abrimos las puertas a todos, no ponemos límites a la inmigración”. Que yo sepa, y no sé si ustedes me podrían citar un contraejemplo, todo Estado nación se constituye a partir del control de las fronteras, el rechazo de los inmigrantes clandestinos y una estricta limitación del derecho a la inmigración y el derecho de asilo. Este concepto de frontera constituye, justamente como su frontera misma, el concepto de Estado-nación.
A partir de allí el concepto puede abordarse de diferentes maneras, pero esas diferencias políticas, por más importantes que sean, siguen siendo secundarias con respecto al principio político general, a saber, que lo político es nacional. Autoriza a filtrar los pasos y a proscribir la inmigración clandestina aun si se reconoce que en realidad es imposible e incluso, en condiciones económicas dadas (hipocresía complementaria), poco deseable.
De lo que decía hace un momento sobre el recién llegado absoluto no puede extraerse una política en el sentido tradicional de la palabra política, una política que un Estado nación pueda poner en práctica. Pero sin ocultarme que lo que señalaba del acontecimiento y el recién llegado era, desde el punto de vista de ese concepto de la política, una proposición apolítica e inadmisible, sostengo no obstante que una política que no conserve una referencia a ese principio de hospitalidad incondicional es una política que pierde su referencia a la justicia. Conserva tal vez su derecho (que distingo aquí una vez más de la justicia), el derecho de su derecho, pero pierde la justicia. El derecho de hablar de ella de manera creíble. Por otra parte, aunque aquí no podamos ocuparnos de ello, habría que tratar de distinguir entre una política de la inmigración y el respeto del derecho de asilo. En principio, éste (tal como, todavía por un tiempo, se lo reconoce en Francia por razones políticas) es paradójicamente menos político, porque no debe ajustarse a los intereses del cuerpo propio del Estado nación que lo garantiza. Pero además de que es difícil distinguir entre los conceptos de inmigración y asilo, es casi imposible delimitar la naturaleza propiamente política de los motivos de un exilio, los que en nuestra Constitución justifican, en principio, una solicitud de asilo. Después de todo, la desocupación en un país extranjero es un disfuncionamiento de la democracia y una especie de persecución política. Además -es también la parte del mercado-, los países ricos siempre tienen una parte de responsabilidad (aunque sea por los intereses de la deuda externa y todo lo que ésta simboliza) en las situaciones político-económicas que empujan al exilio o la emigración. Tocamos aquí los límites de lo político y lo jurídico: siempre podrá demostrarse que, en cuanto tal, un derecho de asilo puede ser nulo o infinito. Este concepto, por lo tanto, carece siempre de rigor, aun cuando sólo nos preocupemos por ello en los momentos de turbulencia mundial. Habría que reelaborarlo de arriba abajo si se quiere comprender o cambiar algo en el debate en curso (por ejemplo entre el constitucionalismo por una parte y, por la otra, el neopopulismo de quienes, como el señor Pasqua, querrían cambiar en el acto la Constitución para adaptar el artículo sobre el derecho de asilo a las voluntades presuntas de un nuevo o muy antiguo “pueblo francés”, que repentinamente no sería ya el que votó su propia Constitución). Pero debería tratar de volver a la perspicacia de su pregunta Parece., decían, que el “cuerpo social y la clase política” de hoy en día están “sorprendidos”. ¿Por la inmigración o por la xenofobia?

-Por la xenofobia

-Aquello a lo que se adapta la clase política, la que estuvo en el poder desde 1981 y la que hoy la sucede, no es tanto a la xenofobia misma que a las nuevas posibilidades de explotarla o abusar de ella abusando de la credibilidad del ciudadano. Se disputan un electorado, en líneas generales el de los “securitarios” (como se habla de los sanitarios, porque, se nos dice, se trata verdaderamente de la salvación y la salud de un cuerpo social en torno del cual hay que tender un cordón, como también se dice, sanitario), el electorado del Frente Nacional, para el que domina una cierta imagen de la higiene casi biológica del cuerpo propio nacional. (Casi biológica porque el fantasma nacionalista, como la elocuencia de los políticos, pasa con frecuencia por esas analogías organicistas. Tomo como ejemplo, entre paréntesis, la retórica de una intervención reciente de Le Pen (véase Le Monde del 24 de agosto de 1993), notable, como siempre, por su lucidez sonámbula. A la idea clásica de la frontera territorial como línea de defensa, Le Pen prefiere en lo sucesivo la figura, oportuna y anticuada a la vez, de una “membrana viva que deja pasar lo que es favorable pero no lo que no lo es”. Si fuera capaz de calcular de antemano esa filtración, un ser viviente alcanzaría tal vez la inmortalidad, pero para ello también tendría que morir por anticipado, dejarse morir o hacerse matar por anticipado, por temor a verse alterado por lo que viene de afuera, por el otro a secas. De allí ese teatro de muerte al cual se avienen tan a menudo los racismos, los biologismos, los organicismos, los eugenismos, y a veces las filosofías de la vida. Antes de cerrar este paréntesis, subrayemos además esto, que no puede complacer a nadie: quienquiera que, a izquierda o derecha, y “como todo el mundo”, propicie el control de la inmigración, excluya al clandestino y pretenda reglamentar al otro, suscribe de hecho y de derecho, quiéralo o no, con más o menos elegancia o distinción, el axioma organicista de Le Pen, axioma que no es otro que el de un frente nacional (el frente es una piel, una “membrana” selectiva: no dejar pasar más que lo homogeneizable, lo asimilable o a lo sumo lo heterogéneo supuestamente “favorable”: el inmigrante apropiable, el inmigrante que actúa con propiedad. No hay que taparse la cara ante esta ineluctable complicidad: está arraigada en lo político en tanto se liga y mientras se ligue al Estado nacional. Y allí donde debe reconocerse, como todo el mundo, que no puede hacerse otra cosa que proteger lo que uno cree su cuerpo propio, cuando se quiere regular la inmigración y el asilo (como se dice unánimemente a izquierda y derecha), que al menos no se den grandes aires ni impartan lecciones de política, con toda buena conciencia, invocando los grandes principios. Así como a Le Pen siempre le costará muchísimo justificar o ajustar el filtro de su “membrana”, hay entre todos esos conceptos y lógicas que se dicen opuestos una permeabilidad más difícil de controlar de lo que se cree o se dice a menudo: hay hoy un neoproteccionismo de izquierda y un neoproteccionismo de derecha, tanto en economía como en materia de flujos demográficos, un librecambismo de derecha y un librecambismo de izquierda, un neonacionalismo de derecha y un neonacionalismo de izquierda. Todas estas lógicas “neo” atraviesan también, sin control posible, la membrana protectora de sus conceptos y suscriben una alianza oscura en el discurso o los actos políticos y electorales. Reconocer esa permeabilidad, esa combinatoria y esas complicidades no es pronunciar un discurso apolítico ni concluir en que se ha llegado al fin del clivaje entre la derecha y la izquierda o al “fin de las ideologías”. Al contrario, es apelar a la tarea de una formalización y una tematización valerosa de esa terrible combinatoria, elemento previo indispensable no sólo para otra política, otro discurso sobre lo político, sino para otra delimitación del socius, en especial en su relación con la ciudadanía y el Estado-nacionalidad en general, y más ampliamente con la identidad o la subjetividad. ¿Cómo hablar de todo esto en una entrevista y entre paréntesis? Y pese a ello, como saben, estos problemas son hoy cualquier cosa menos abstractos y especulativos.) . Pues bien, en Francia-otra vez vuelvo a ello-, la alternancia de las mayorías se juega en el 1% o 2% para las presidenciales, en el 10% o 15% para el resto. La cuestión era, pues, como decíamos, saber cómo atraer, motivar, seducir (a la vez inquietar y tranquilizar) a una fracción de xenófobos en potencia que votan al Frente nacional.
Esto remite a otras preguntas ¿Por qué puede el Frente Nacional explotar ese temor o exacerbar esa impaciencia? ¿Por qué, en lugar de hacer lo que hay que hacer (pedagogía y política socioeconómica, etcétera) para desarmar ese sentimiento, se intenta o bien apropiarse de las tesis del Frente Nacional, o bien explotar la división que éste introduce en la derecha llamada republicana? Todo esto mientras el flujo inmigratorio se mantuvo muy estable: al parecer, no varía desde hace décadas, si no es que disminuyó. Entonces, ¿sorpresa o no? El análisis siempre tiende a disociar la sorpresa. Cabía esperarlo, se dice posteriormente cuando se descubre el elemento que escapaba al análisis, cuando se analiza de otra manera (por ejemplo, el aumento de la desocupación, la permeabilidad creciente de las fronteras europeas, el retorno, por doquier, de las religiones y las reivindicaciones identitarias -religiosas, lingüísticas, culturales- entre los mismos inmigrantes: todo esto hace que el mismo índice de inmigración parezca más amenazante para la identificación de sí del cuerpo social receptor). Pero un acontecimiento que sigue siendo acontecimiento es una llegada, un arribo: sorprende y se resiste a posteriori al análisis. Cuando nace un niño, primera figura de un recién llegado absoluto, se pueden analizar las causalidades, las premisas genealógicas, genéticas o simbólicas y todos los preparativos de bodas que se quiera. De suponer que este análisis pueda agotarse alguna vez, jamás se reducirá el acaso, ese lugar del tener lugar; habrá pese a todo alguien que hable, alguien irreemplazable, una iniciativa absoluta, otro origen del mundo. Aun cuando deba disolverse en el análisis o volver a las cenizas, es una carbonilla de absoluto. La inmigración de la que estuvo hecha la historia de Francia, de su cultura, de sus religiones y sus lenguas, fue en primer lugar la historia de esos hijos, hijos de inmigrantes o no, que fueron otros tantos recién llegados absolutos. La tarea de un filósofo, de cualquiera, por lo tanto, y por ejemplo del ciudadano, es llevar el análisis lo más lejos posible para intentar hacer inteligible el acontecimiento hasta el momento en que toca al recién llegado. Lo que es absolutamente nuevo no es esto más que aquello, sino el hecho de que eso sucede una sola vez, es lo que indica una fecha (un momento y un lugar únicos), y es siempre un nacimiento o una muerte que fecha una fecha. Aun si la caída del muro de Berlín se podía prever, sucedió un día, hubo además muertes (antes y durante el derrumbe), y eso es lo que hace de ella un acontecimiento imborrable. Lo que se resiste al análisis es el nacimiento y la muerte: siempre el origen y el fin del mundo...

-¿Aquello que resiste al análisis del acontecimiento es lo que podríamos denominar lo indeconstructible? ¿Existe lo Indeconstructible? ¿En qué consiste?

-Lo indeconstructible, si lo hay, sería la justicia. El derecho es deconstructible, afortunadamente: es indefinidamente perfectible. Me tienta entender la justicia hoy en día como el mejor nombre para aquello que no se deja deconstruir, es decir aquello que da su movimiento a la deconstrucción, que la justifica Es la experiencia afirmativa de la venida del (lo) otro como otro: más vale que algo suceda que lo contrario (experiencia del acontecimiento que no se deja simplemente traducir en una ontología que algo sea, que el ente sea antes que nada). La apertura del futuro vale más, ése es el axioma de la deconstrucción, aquello a partir de lo cual ésta siempre se puso en movimiento y lo que la liga, como el futuro mismo, a la alteridad, a la dignidad sin precio de la alteridad, es decir a la justicia. Es también la democracia como democracia venidera. Es posible imaginar la objeción. Alguien les diría, por ejemplo: “A veces vale más que esto o aquello no suceda. La justicia ordena impedir que ciertos acontecimientos sucedan (ciertos ‘recién llegados’ lleguen). El acontecimiento no es bueno en sí, el futuro no es incondicionalmente preferible”. Es cierto, pero siempre podrá mostrarse que aquello a lo que uno se opone, cuando prefiere condicionalmente que esto o aquello no se produzca, es algo de lo que piensa, con razón o sin ella, que obstruye el horizonte o que simplemente forma el horizonte (palabra que quiere decir el límite) para la venida de cualquier otro, para el futuro mismo. Hay allí una estructura mesiánica (si no un mesianismo; en mi librito sobre Marx distingo también lo mesiánico como dimensión universal de la experiencia, de todos los mesianismos determinados) que anuda indisociablemente entre sí la promesa del recién llegado, lo imprevisible del futuro y la justicia. No puedo reconstruir aquí esa demostración y reconozco que la palabra justicia puede parecer equívoca. No es el derecho, excede y funda los Derechos del Hombre, no es tampoco la justicia distributiva, ni siquiera es, en el sentido tradicional del término, el respeto del otro como sujeto humano, es la experiencia del otro como otro, el hecho de que yo deje al otro ser otro, lo que supone un don sin restitución, reapropiación ni jurisdicción. Cruzaré aquí, desplazándolas un poco, como intenté hacerlo en otra parte, las herencias de varias tradiciones: la de Lévinas cuando define simplemente la relación con el otro como justicia (“la relación con el prójimo, es decir la justicia) y la que insiste a través de un pensamiento paradójico cuya formulación en principio plotiniana se encuentra en Heidegger y luego en Lacan: dar no sólo lo que se tiene sino lo que no se tiene. Este exceso desborda el presente, la propiedad, la restitución y sin duda también el derecho, la moral y la política, siendo así que debía aspirarlas o inspirarlas.

-¿No se debate, al mismo tiempo, la filosofía con la idea de que algo, lo peor eventualmente, puede retornar?

-Sí, se debate, precisamente, con ese retorno de lo peor, de más de una forma En primer lugar todo lo que pudo anunciar una filosofía de las Luces o heredar de ella (no sólo el racionalismo, que no se le asocia necesariamente, sino un racionalismo progresista, teleológico, humanista, crítico) combate, en efecto, un “retorno de lo peor” que la enseñanza y la conciencia del pasado siempre deberían poder evitar. Aunque ese combate de las Luces asuma a menudo la forma de una conjuración o una denegación, no se puede sino tomar parte en él y reafirmar esa filosofía de la emancipación. Por mi lado, creo en su futuro y nunca me sentí de acuerdo con las declaraciones sobre el fin de los grandes discursos emancipatorios o revolucionarios. Lo cierto es que su afirmación misma atestigua la posibilidad de aquello a lo cual se opone: el retorno de lo peor, una compulsión de repetición ineducable en la pulsión de muerte y el mal radical, una historia sin progreso, una historia sin historia, etcétera. Y las Luces de nuestro tiempo no pueden reducirse a las del siglo XVIII. A continuación, otra manera, aún más radical para la filosofía, de “debatirse” con el retorno de lo peor, consiste en desconocer (negar, exorcizar, conjurar, otros tantos modos a analizar) aquello de lo que puede estar hecha esta recurrencia del mal: una ley de lo espectral que se resiste igualmente a una ontología (el fantasma o aparecido no está ni presente ni ausente, no es ni no es y tampoco se deja dialectizar) y a una filosofía del sujeto, del objeto o de la conciencia (del ente presente) que también está destinada, como la ontología o como la filosofía misma, a “ahuyentar” al espectro. Así, pues, también a no escuchar ciertas lecciones del psicoanálisis sobre el fantasma pero asimismo sobre la repetición de lo peor que amenaza todo progreso histórico; a lo cual agregaría con demasiada ligereza que, por una parte, esto no amenaza más que a cierto concepto del progreso y que no habría progreso en general sin esta misma amenaza; y, por la otra, que hay también lo que dominó el discurso psicoanalítico hasta aquí, comenzando por el de Freud, cierto desconocimiento de la estructura y la lógica espectrales, un desconocimiento poderoso, sutil, inestable pero compartido con la ciencia y la filosofía. Sí, un fantasma puede volver como lo peor, pero sin esta vuelta posible y si se recusa su irreductible originalidad, nos privamos de memoria, herencia, justicia, todo lo que vale más allá de la vida y por lo cual se aprecia la dignidad de ésta. Es lo que trato de sugerir en otra parte y me cuesta esquematizar aquí. Pero supongo que al nombrar el “retorno de lo peor” estaban ustedes pensando, más cerca de nosotros, en lo que pasó antes de la guerra en Europa

-Sí.

-No sólo en Europa, no lo olvidemos. Dentro de este conjunto, cada país tiene su historia original y su economía de la memoria Mi sentimiento más inmediato es que lo que sucedió en Francia mucho antes de y durante la Segunda Guerra Mundial, y más aún, diría yo, durante la guerra de Argelia, superpuso, y por lo tanto sobredeterminó, unos estratos de olvido. Esta capitalización del silencio es particularmente compacta, resistente y peligrosa. De manera lenta, discontinua, contradictoria, este pacto del secreto cede a un movimiento de liberación de la memoria (sobre todo de la memoria pública, si puede decirse así, de su legitimación oficial, que nunca avanza al ritmo del saber histórico ni de la memoria privada, si la hay, y pura). Pero si este develamiento es contradictorio, tanto en sus efectos como en su motivación, es justamente a causa del fantasma. Al mismo tiempo que se recuerda lo peor (por respeto hacia la memoria, la verdad, las víctimas, etcétera), lo peor amenaza con retornar. Un fantasma llama al otro. Y a menudo se apela a uno porque se ve el anuncio del resurgimiento, la cuasi resurrección del otro. Se recuerda qué urgente es conmemorar la redada del Velódromo de Invierno o declarar cierta responsabilidad del Estado francés en lo “peor” de lo sucedido bajo la Ocupación en el momento en que (y porque) algunos signos anuncian ese retorno, en un contexto totalmente diferente, a veces con el mismo rostro, a veces con otros rasgos, del nacionalismo, el racismo, la xenofobia, el antisemitismo. Las dos memorias se sacan a flote, se exasperan y se conjuran una a la otra, se hacen necesariamente, una y otra vez, la guerra. Siempre al borde de todas las contaminaciones posibles. Cuando los fantasmas aborrecidos, por decirlo así, están de vuelta, recordamos los fantasmas de sus víctimas, para salvar su memoria pero también, indisociablemente, para el combate de hoy, y en primer lugar para la promesa que lo incita, para el porvenir sin el cual no tendría el menor sentido: para el porvenir, es decir, más allá de toda vida presente, más allá de todo ser vivo capaz de decir “ahora, yo”. La cuestión -o la demanda- del fantasma es también la del futuro y la de la justicia. Ese doble retorno alienta una tendencia irreprimible a la confusión. Se confunden lo análogo y lo idéntico: “Es exactamente la misma cosa que se repite, exactamente la misma cosa”. No, una cierta iterabilidad (diferencia en la repetición) hace que lo que vuelve sea no obstante un acontecimiento completamente distinto. El retorno de un fantasma es cada vez otro retorno en otra escena, en nuevas condiciones a las cuales siempre hay que prestar la mayor atención si no se quiere decir o hacer cualquier cosa.
Ayer, una periodista alemana me llamó por teléfono (a propósito de ese “llamado” de intelectuales europeos “a la vigilancia” que creí debía firmar con otros, sobre el cual y alrededor del cual habría tanto que decir, pero no tenemos tiempo para hacerlo seriamente). Al comprobar que, por razones evidentes, ese gesto fue saludado y juzgado oportuno, en particular en la situación actual de Alemania, por numerosos intelectuales de ese país, la periodista se preguntaba si se recuperaba en él la tradición de un “yo acuso”. ¿Dónde está hoy Zola?, preguntaba. Traté de explicarle por qué, pese a mi inmenso respeto por Zola, no estoy seguro de que sea ése el único o el mejor modelo para algún “yo acuso” de hoy. Todo cambió, el espacio público, los trayectos de la información y la decisión, la relación del poder con el secreto, las figuras del intelectual, el escritor, el periodista, etcétera. Lo que está perimido no es el “yo acuso”, sino la forma y el espacio de su inscripción. Desde luego, hay que acordarse del caso Dreyfus, pero es preciso saber que nunca puede repetirse exactamente igual. Puede haber peores, eso jamás debe excluirse, pero no el caso Dreyfus como tal. En suma, para pensar (pero, ¿qué quiere decir “pensar” entonces?) lo que ustedes han denominado el “retorno de lo peor”, habría que abordar, más allá de la ontología, de una filosofía de la vida o la muerte, más allá de una lógica del sujeto consciente, las relaciones entre la política, la historia y el reaparecido...

-Ya habló usted de ello en Del espíritu. Heidegger y la pregunta.

-Desde la primera frase, en efecto, ese libro estaba orientado ante todo hacia una lógica desconcertante del espíritu como espectro, la “cosa” es tratada de otra forma pero, así lo espero, con cierta consecuencia, en el libro que he publicado sobre Marx No es espiritualista, como tampoco el libro sobre Heidegger era antiespiritualista, pero es cierto que la necesidad de una estrategia paradójica me impulsa, en apariencia al menos, a desconfiar de un determinado espíritu en Heidegger y a hablar a favor del espíritu, de cierto espíritu, uno de los espíritus o espectros, en Marx

-Usted aludió a Marx, en los años setenta, en un curso de la Escuela Normal Superior.

-Hice más que aludir a él, permítame subrayarlo, y en más de un seminario. Más allá de las referencias, este librito trata de explicar esa situación, ese relativo silencio, esas relaciones difíciles pero, creo yo, íntimas entre la deconstrucción y cierto “espíritu” del marxismo.

-¿Qué es lo que, hoy en día, le lleva a hablar de Marx?

--Me va a costar trabajo decirlo en unas pocas palabras improvisadas. Este pequeño texto sobre Marx fue, en un primer momento, una conferencia pronunciada en abril en Estados Unidos, con motivo de la apertura de un coloquio titulado “Whither marxism?” (“¿A dónde va el marxismo?”, pero asimismo, juego de palabras, ¿está decayendo -wither- el marxismo?) En él, esbozo, ciertamente, un trabajo sobre el texto de Marx, sobre todo aquello que puede regir en él la problemática del espectro (es decir, asimismo, del valor de intercambio, del fetichismo, de la ideología y de otras muchas cosas). Pero, con un gesto en primer lugar político, he tratado de marcar, tal y como considero que se debe hacer hoy en día, un punto de referencia a un consenso dogmático sobre la muerte de Marx, el fin de la critica del capitalismo, el triunfo final de mercado y de lo que ligaría para siempre a la democracia con una lógica del liberalismo económico, etc. Intento mostrar dónde y cómo dicho consenso se vuelve dominante y, a veces, obsceno en su euforia a la vez inquieta y gesticulante, triunfante y maníaca (utilizo adrede el lenguaje de Freud cuando habla de una determinada fase en el trabajo de duelo: este ensayo sobre los espectros es también un ensayo sobre el duelo y la política). ¿No consideran que es urgente sublevarse contra un nuevo dogma antimarxista? A ese nuevo “coloso de pies de arcilla” lo encuentro no sólo regresivo y precrítico en la mayoría de sus manifestaciones, sino también ciego a sus contradicciones, sordo a los crujidos de la ruina, de la estructura ruinosa y arruinada de su propia “racionalidad”. Resulta tanto más urgente combatir ese dogmatismo y esa política cuanto que la misma urgencia parece venir a destiempo (otro tema del ensayo es el destiempo en política, y la anacronía, la intempestividad, etc. Esto concuerda con lo que decíamos antes acerca del mesianismo y del acontecimiento, de la justicia y de la revolución).
La responsabilidad de sublevarse concierne a todo el mundo pero, en primer lugar, a aquellos que, sin haber sido nunca antimarxistas o anticomunistas, se han resistido siempre, no obstante, a cierta ortodoxia marxista, durante esos tiempos (fue mucho tiempo para los intelectuales de mi generación) en que fue, al menos en un determinado círculo, hegemónica Más allá de ese tomar partido, pero también para sostenerlo, entablo asimismo un debate con el texto de Marx, orientado por la cuestión del espectro (en red con las de la repetición, el duelo, la herencia, el acontecimiento y lo mesiánico, todo lo que supera las oposiciones ontológicas entre la ausencia y la presencia, lo visible y lo invisible, lo vivo y lo muerto y por lo tanto, sobre todo, la prótesis como “miembro fantasma”, la técnica, el simulacro teletecnológico, la imagen de síntesis, el espacio virtual, etcétera; reencontramos los temas abordados hace un rato, la artefactualidad y la virtuactualidad). Ustedes recuerdan la primera frase del Manifiesto del Partido Comunista: “Un espectro recorre Europa, el espectro del comunismo”. Yo investigo, merodeo un poco junto a todos los espectros que literalmente obsesionan a Marx. Hay en ello una persecución de Marx. Los persigue por doquier, los ahuyenta pero ellos también lo acosan: en El 18 brumario, en. El capital pero sobre todo en La ideología alemana, que despliega, como saben, una crítica interminable, puesto que fascinada, cautivada, encadenada, de la obsesión stirneriana, alucinación ya crítica y de la cual a Marx le cuesta muchísimo deshacerse.
Trato de descifrar esa lógica de lo espectral en la obra de Marx. Propongo hacerlo, si puede decirse así, frente a lo que pasa hoy en el mundo, en un nuevo espacio público transformado tanto por lo que se denomina con ligereza el “retorno de lo religioso” como por las teletecnologías. ¿Qué es el trabajo del duelo con respecto al marxismo? ¿Qué procura conjurar? La palabra y el concepto tan ambiguos de conjuración (al menos en tres lenguas, francés, inglés y alemán) cumplen en ese intento un papel tan importante como los de herencia. Heredar no es en esencia recibir algo, un elemento dado que entonces se puede tener. Es una afirmación activa, responde a una conminación pero supone también la iniciativa, la firma o la refrendación de una selección crítica. Cuando se hereda, se clasifica, se criba, se valora, se reactiva. También creo, pero no puedo mostrarlo aquí, que todo emplazamiento de herencia alberga una contradicción y un secreto (es como el hilo rojo de ese libro que vincula el genio de Marx con el de Shakespeare -que a aquél le gustaba tanto y a quien cita con tanta frecuencia, en particular en el caso de Timón de Atenas y Much Ado About Nothing- y con el padre de Hamlet, que podría ser el personaje capital de este ensayo).
Hipótesis: siempre hay más de un espíritu. Cuando se habla del espíritu, se evocan en el acto los espíritus, los espectros, y cualquiera que hereda escoge un espíritu antes que otro. Se selecciona, se filtra, se criba entre los fantasmas o entre las conminaciones de cada espíritu. Sólo hay herencia allí donde los emplazamientos son múltiples y contradictorios, bastante secretos para desafiar la interpretación, para exigir el riesgo sin límites de la interpretación activa. Es allí donde hay una decisión y una responsabilidad que deben asumirse. Cuando no hay double-bind, no hay responsabilidad. Es preciso que la herencia guarde una reserva indecidible...
Si heredar es reafirmar una conminación, no sólo un haber sino un emplazamiento a descifrar, no somos más que lo que Heredamos. Nuestro ser es herencia, la lengua que hablamos es herencia. Hölderlin dice poco más o menos que el lenguaje nos fue dado para que diéramos testimonio de aquello cuya herencia somos. No la herencia que tenemos o recibimos, sino la que somos, de parte a parte. Lo que somos, lo heredamos. Y heredamos el lenguaje que nos sirve para atestiguar el hecho de que somos lo que heredamos. Círculo paradójico en el cual hay que luchar y resolver a través de decisiones que heredan e inventan a la vez, necesariamente sin norma asegurada, sin programa, sus propias normas. Decir que la herencia no es un bien que se recibe, recordar que somos de parte a parte herederos, no tiene por lo tanto nada de tradicionalista o pasatista. Somos, entre otras cosas, herederos de Marx y el marxismo. Trato de explicar por qué hay en ello un acontecimiento que nada ni nadie puede borrar, ni siquiera, y sobre todo, la monstruosidad totalitaria (los totalitarismos -hubo más de uno-, todos los cuales participaron del marxismo y no pueden interpretarse únicamente como perversiones o malversaciones de la herencia). Y hasta la gente que no leyó a Marx, o que ignora incluso su nombre, aun los anticomunistas o los antimarxistas, son herederos de Marx. Además, no se puede heredar a Marx sin heredar a Shakespeare, la Biblia y bastantes otras cosas.

-Para seguir con esto, ¿no le sorprendería que hubiese cierto retorno, bajo otra forma y con aplicaciones diferentes, del comunismo, que retornaría así, aunque se le llamase de otro modo? Y lo que podría hacerle volver, ¿es la necesidad que hay en la sociedad de traer de nuevo alguna esperanza?

-Es lo que denominábamos la justicia hace un momento. No creo en el retorno del comunismo bajo la forma dominante del Partido (la forma partido está sin duda en vías de desaparición, de manera más general, en la vida política, una supervivencia que, desde luego, puede ser dura de pelar) ni en el retorno de todo lo que nos decepcionó de cierto marxismo y cierto comunismo. Espero que eso no vuelva; es poco menos que seguro, y en todo caso hay que estar alerta. Pero que la misma insurrección, en nombre de la justicia, vuelva a dar lugar a críticas de inspiración marxista, de espíritu marxista, eso no dejará de regresar. Hay signos de ello. Es como una nueva Internacional, sin partido, sin organización, sin asociación; ésta se busca, sufre, piensa que la cosa no funciona, no acepta el nuevo “orden mundial” que se nos quiere imponer, considera siniestro el discurso que inspira ese nuevo orden mundial. Lo que esta inquietud insurreccional encontrará en la inspiración marxista son fuerzas para las que faltan nombres: aunque esto se parezca a veces a los elementos de una crítica, intento explicar en qué sentido no es ni debería ser únicamente una crítica, un método, una teoría, una filosofía o una ontología. Asumiría una forma completamente diferente y tal vez exigiría leer a Marx de muy otra manera; pero no se trata de lectura en el sentido filológico o académico del término, no se trata de rehabilitar un canon marxista. Cierta moda, a la que ataco en ese ensayo, bien podría estar neutralizando suavemente a Marx de otra manera: ahora que el marxismo está muerto y sus aparatos desarmados, se diría, vamos a poder leer El capital y a Marx tranquila, teóricamente, vamos a poder devolverle una legitimidad merecida de gran filósofo cuyos escritos (en su “inteligibilidad interna”, como dice Michel Henry) pertenecen a la gran tradición ontológica. No, intento explicar por qué no deberíamos contentarnos con esa relectura tranquilizadora.

-Usted siempre ha reivindicado una responsabilidad ético-política de la experiencia de la deconstrucción. ¿Cuál es la diferencia entre este enunciado y la antigua fórmula del compromiso del Intelectual?

-No me siento ni tentado ni autorizado a desacreditar lo que denominan la “antigua fórmula” de los compromisos del intelectual en el pasado. En Francia sobre todo, Voltaire, Hugo, Zola, Sartre, siguen siendo, a mi modo de ver, ejemplos admirables. Un ejemplo inspira, a menudo permanece inaccesible, pero en modo alguno hay que imitarlo en una situación, lo decíamos hace un momento, estructuralmente diferente. Una vez tomada esa precaución, me parece, dicho de forma muy global, que esos valientes compromisos suponían, precisamente, contrincantes identificables y una especie de cara a cara: por una parte, un campo socio-político dado, por la otra, un intelectual que tenía su discurso, su retórica, su obra literaria, su filosofía, etc. Y que “intervenía”, como suele decirse, se comprometía con un campo para tomar partido en él o para tomar posición. En el momento de hacerlo, se cuestiona y no intenta transformar, como tales, ni la estructura del espacio público (prensa, medios de comunicación, modos de representación, etc.) ni la naturaleza de su lenguaje, la axiomática filosófica o teórica de su propia intervención. Dicho de otro modo, compromete, pone al servicio de una causa política, del derecho y a menudo más allá de la legitimidad, de una causa justa, su cultura y su autoridad de escritor (los grandes ejemplos franceses que acabo de citar son, ante todo, populares debido a su obra literaria, más que filosófica). No estoy diciendo que Hugo o Sartre no se hayan cuestionado o no hayan transformado por sí mismos esa forma ya dada del compromiso, lo único que digo es que, para ellos, no era un tema constante ni una preocupación primordial. No pensaban, tal y como sugiere Benjamin, que primero conviene analizar y transformar el aparato y no sólo confiarle contenidos, por revolucionarios que sean. El aparato en cuestión no son solamente unos poderes técnicos o políticos, unos procedimientos de apropiación editorial o mediática, la estructura de un espacio público (por consiguiente, presuntos destinatarios a los que dirigirse o a los que nos dicen hay que dirigirse), es también una lógica, una retórica, una experiencia de la lengua, toda la sedimentación que presupone. Plantearse estas preguntas, e incluso preguntas acerca de cuestiones que nos imponen o nos enseñan corno siendo las cuestiones “buenas”, preguntarse incluso por la forma-pregunta de la crítica, no sólo preguntarse sino pensar la prueba que acarrea una cuestión, es quizás una responsabilidad previa, como si fuera su condición, a la de aquello que se denomina el compromiso. No basta por sí misma, pero jamás ha impedido o retrasado el compromiso, sino todo lo contrario.

-Si está de acuerdo, nos gustaría preguntarle algo más personal. Hay algo que retorna en una parte del mundo, sobre todo en Argelia con ese lado religioso. Se trata de cierto discurso sobre Argelia que los políticos, incluso los Intelectuales, mantienen, y que consiste en decir que, finalmente, la identidad de Argelia nunca ha existido, por oposición a Marruecos, a Túnez, y que el que este país esté asolado hoy en día se explica por el hecho de que carece de identidad, de que le falta algo. Más allá del terreno de lo afectivo, ¿cómo ve lo que allí está pasando?

--Pregunta personal, dicen. No me atrevería a comparar mi sufrimiento o mi angustia personal con la de tantos argelinos allá o en Francia. No sé de qué modo podría yo tener derecho a decir que Argelia sigue siendo mi país. Pero, si me permiten recordarlo, nunca abandoné Argelia durante los diecinueve primeros años de mi vida, luego he vuelto con regularidad y algo de mí no se marchó jamás de allí. Es verdad que la unidad de Argelia parece estar amenazada hoy en día. Lo que allí ocurre no está lejos de parecerse a una guerra civil. Sólo de forma muy lenta toma la información en Francia la medida de lo que sucede en Argelia desde hace años: la preparación de la toma del poder, los asesinatos, los maquis y, como respuesta, la represión, las torturas, los campos de concentración. Igual que en todas las tragedias, el crimen no está de un solo lado, ni siquiera de ambos lados: el FIS y el estado no podrían afrontarse y, a la vez, hostigarse uno al otro según el ciclo clásico (terrorismo/represión; penetración social y popular de un movimiento que ha tornado clandestino un Estado demasiado poderoso y, a la vez, impotente, imposibilidad de proseguir una democratización esbozada, etc.), no habría un cara a cara infernal con tantas víctimas inocentes sin un tercer término elemental y anónimo, quiero decir: sin la situación económica y demográfica del país, el paro y la estrategia elegida para el desarrollo desde hace tanto tiempo. Eso favorece un duelo al que quizás he hecho mal en conferir una simetría (algunos amigos argelinos ponen en tela de juicio dicha simetrización; en la violencia de la respuesta estatal y en la suspensión del proceso electoral ven la única réplica posible a una estrategia de toma del poder largamente preparada que atentaba contra la democracia misma; se les puede entender pero habrá que terminar inventando un modo de consulta o de intercambio que acalle las armas y reemprenda el interrumpido proceso). Ahora bien, si se considera ese tercer miembro sin nombre, por así decirlo, la responsabilidad no sólo es más antigua sino que, además, no puede ser argelo-argelina sin más. Conviene recordar lo que decíamos antes a propósito de la emblemática deuda externa Pesa mucho sobre ese país. No se trata de recordarlo para entablar nuevos procesos sino para marcar nuestra responsabilidad. Al tiempo que se respeta lo que incumbe, en primer lugar, a los propios ciudadanos argelinos, todos nosotros estamos concernidos aquí y tenemos que dar cuenta de ello, sobre todo nosotros los franceses, por razones demasiado evidentes. No podemos permanecer indiferentes, sobre todo ante la suerte y los esfuerzos de todos los argelinos que tratan de no ceder a los fanatismos ni a ninguna clase de intimidación. Como saben, arriesgan sus vidas (las víctimas de los recientes asesinatos son a menudo intelectuales, periodistas y escritores, lo cual no debe hacernos olvidar muchas otras víctimas desconocidas; con ese espíritu algunos de nosotros nos hemos agrupado, bajo la iniciativa de Pierre Bourdieu, en un comité internacional de ayuda a los intelec­tuales argelinos -CISIA-; algunos de los miembros fundadores ya han recibido amenazas de muerte, todo hay que decirlo). Decían ustedes que, para algunos, la identidad de Argelia no sólo es problemática o está amenazada, sino que jamás habría existido de forma orgánica, natural o política Hay varias formas de entenderlo. Una consiste en invocar los desgarramientos y las particiones de esa Argelia arábigo-bereber, las divergencias entre las lenguas, las etnias, los poderes religiosos y militares y, a veces, en concluir que, en el fondo, la colonización es la que ha formado, como en muchos otros casos, la unidad de un Estado-nación que después, una vez adquirida formalmente la independencia, se debate en unas estructuras en parte heredadas de la colonización. Sin poder entablar aquí un largo análisis histórico, diré que es cierto y falso. Es verdad que Argelia no existía en cuanto tal, con sus fronteras actuales y en su forma de Estado-nación, antes de la colonización. Pero eso no implica que haya que poner en tela de juicio la unidad que se ha realizado en, contra y a lo largo de la colonización. Todos los Estados-naciones poseen esa historia laboriosa, contradictoria, complicada de descolonización-recolonización. Todos tienen un origen violento; y como éstos consisten en fundar su derecho, no lo fundan en ningún derecho previo, pese a lo que pretendan o (se) enseñen luego al respecto. No se puede poner en duda una unidad so pretexto que es el hecho de una unificación. La unificación o la fundación logradas nunca logran más que hacer olvidar que allí no había ni unidad natura ni fundamento previo. La unidad del Estado italiano, que también es muy reciente, atraviesa asimismo, en estos momentos, algunas turbulencias. Pero ¿justifica eso, tal y como algunos tienen sin duda la tentación de hacer, y con fines que no son sólo de historiador, que se ponga en cuestión la unidad debido a que ha sido fundada hace poco y sigue siendo, como todos los Estados-naciones, un artefacto? No hay unidad natural ninguna, sólo procesos de unificación relativamente estables, a veces sólidamente estabilizados durante largo tiempo; pero todas las estabilidades estáticas/estatales, todas las estadísticas que conocemos son estabilizaciones. Israel sería otro ejemplo de Estado recientemente fundado y, como todos los Estados, fundado en la violencia, una violencia que sólo podrá tratar de justificarse después y sólo si una estabilización nacional e internacional termina por revestirla de un olvido siempre precario. No hemos llegado ahí. Nuestro tiempo es sísmico al respecto para todos los Estados-naciones y, por consiguiente, más propicio que otro para esta reflexión. Es también una reflexión acerca de lo que liga (o no) a la idea democrática con la ciudadanía y con la nacionalidad.
Ciertamente, la unidad de Argelia está amenazada de dislocación pero las fuerzas que allí se desgarran no oponen, como a menudo se dice, a Occidente y a Oriente, o, como dos bloques homogéneos, a la democracia y al Islam, sino también diversos modelos de democracia, de representatividad o de ciudadanía -y, sobre todo, diversas interpretaciones del Islam. Una de nuestras responsabilidades, asimismo, es estar atentos a esa multiplicidad y exigir constantemente que no se confunda todo.

lunes, 19 de octubre de 2009

"LA EXISTENCIA EXILIADA" por Jean-Luc Nancy



Con este título quiero indicar dos cosas muy sencillas. La primera es un tópos de nuestra tradición occidental, un tópos que consiste en afirmar que la existencia es un exilio. La segunda es una pregunta: ¿tenemos que reapropiarnos hoy de este lugar común de nuestra tradición, hoy, en un mundo asolado en todos los sentidos por toda clase de exilios?; y, en caso afirmativo, ¿de qué modo o en qué sentido?
Que la existencia es un exilio constituye un lugar común de Occidente, y ello hasta tal punto que podría resumir por sí solo una buena parte de nuestra tradición greco-judeo-cristiana (en esto, menos romana y menos árabe sin duda). Desearía intentar ver con ustedes el modo en que se han construido un significado importante del exilio, así como los problemas que plantea.
Digamos para empezar que, si ese tópos de la existencia como exilio retorna hoy con una fuerza llena de inquietud e interrogación (algo que se n pone de manifiesto, por ejemplo, con la celebración de este coloquio) tras haber sido durante mucho tiempo el tópos de una existencia humana en tanto que pasaje -el exilio como pasaje que preludia y prepara un regreso-, es porque nuestra experiencia, en el extremo de nuestra tradición, parece ser en muchos aspectos la experiencia de un exilio definitivo y sin retorno.
El hombre moderno es el hombre cuya humanitas ya no es identificable, es ese hombre cuya figura se borra o se ha borrado, como decía Foucault, se confunde con su borradura, que no es más que la consecución de la ausencia de respuesta a la pregunta "¿Qué es el hombre?" (aunque esa ausencia de respuesta es, como saben, la respuesta de Kant a la pregunta). Se borra así el hombre que ya no puede responder a su propia pregunta -o a la pregunta de lo propio-, el hombre que es en suma exiliado fuera de sí mismo, fuera de su humanidad. La radicalización Filosófica de esta experiencia se encuentra en un enunciado mayor o matricial del pensamiento de Heidegger, a saber, que lo existente humano, el Dasein, es el siendo cuya esencia consiste en la existencia. En la existencia comprendida de tal modo, en la existencia moderna o en este sentido moderno de la existencia, lo que cuenta o lo que más pesa - para decirlo sencilla y burdamente- ya no es el segundo momento de la palabra, ya no es la "estancia" o la "instancia" de la "existencia", ya no es la posición del ser en acto y ya no es la entelequia en el sentido aristotélico, es decir, la realización del ser en su forma Final, sino que lo que cuenta es el primer momento, es decir, el ser e momento de la salida y del fuera, ese momento que Heidegger subraya escribiendo "ek-sistence" y que, para acabar, ya no es un momento, sino la cosa entera. La existencia ya sólo es ese ex.
Parece, pues, como si hubiera una especie de exilio constitutivo de la existencia moderna, y que el concepto constitutivo de esta existencia fuera él mismo el concepto de un exilio fundamental: un "estar fuera de", un "haber salido de", y ello no sólo en el sentido de un ser arrancado de su suelo, ex solum, según la falsa etimología latina que Massimo Cacciari evocaba, sino según lo que parece ser la verdadera etimología de "exilio": ex y la raíz de un conjunto de palabras que significan "ir"; como en ambulare, exulare sería la acción del exuz el que sale, el que parte, no hacia un lugar determinado, sino el que parte absolutamente.
La cuestión del exilio es pues la cuestión de esa partida, de ese movimiento como movimiento siempre empezado y que quizá no debe terminar nunca. Sin embargo, si lo que se deja no es el suelo, ¿qué es lo que se deja?, ¿de dónde parte ese movimiento? Según el significado dominante, exilio es un movimiento de salida de lo propio: fuera del lugar propio (y en este sentido es también, en el fondo, el suelo, cierta idea del suelo), fuera del ser propio, fuera de la propiedad en todos los sentidos y, por lo tanto, fuera del lugar propio como lugar natal, lugar nacional, lugar familiar, lugar de la presencia de lo propio en general.
Nos encontramos así ante una paradoja. Por un lado, nuestra tradición nos representa esta salida fuera de lo propio como una desgracia y, aún más, como la desgracia por excelencia, como aquello en lo que pueden resumiese todas las desgracias; por otro, nos representa este exilio como una posibilidad positiva, la más positiva incluso, del ser o la existencia: caída o partida, alejamiento o alienación, la desgracia es indispensable para la realización del ser. Parece además que la historia contemporánea nos presenta simultáneamente una increíble proliferación de exilios, desplazamientos, deportaciones, que son la desgracia misma y que han llegado hasta constituir lo absoluto de la desgracia, el exterminio -el exilio consumado como exterminio, la expropiación absoluta-; y, por otra parte, la apariencia de una proliferación de posibilidades nuevas en las emigraciones, los movimientos y las mezclas, en los cuales se dibujaría la posibilidad de inventar un espacio mundial inédito. Y es así cómo interpretamos, simultánea y contradictoriamente, la "mundialización" que se desarrolla ante nosotros como implosión y como explosión, como multiplicación de las exclusiones y las desapropiaciones, y como apertura de posibilidades, de retroceso de los horizontes limitados.
¿Cómo pensar lo que ofrece el aspecto de una dialéctica del exilio? En realidad, si intentamos unir estas dos interpretaciones, estas dos evaluaciones, construimos lo que hay que llamar una dialéctica del exilio. Es decir, una dialéctica en la acepción hegeliana corriente del término (quiero decir, según la vulgata hegeliana e, incluso, el hegelianismo vulgar). El exilio es un pasaje por lo negativo o el acto mismo de la negatividad, comprendida ésta como el motor, el recurso a una mediación que garantiza que la expropiación termine reconvirtiéndose en una reapropiación.
Esta dialéctica del exilio del "yo", de lo propio en general, en la exterioridad, en la alteridad y la alteración, es, en el fondo, la gran figura cristiana del exilio. Un himno cristiano (el Salve Regina) llama a los hombres exsules filii Evae, en tanto que hijos de Eva, son exiliados in hac lacrimorum valle, y ruegan a la Virgen que les muestre el Salvador post hoc exsilium. Ésta es la recuperación o la sustitución de cierto modelo judío del exilio (no el modelo cabalista, sino el modelo que comporta el regreso y la restauración final). Moralmente, elexilio es pues la prueba comprendida entre la faltay la redención.
Sin duda aquí, como en otras partes, el cristianismo ha helenizado al judaísmo. En el modelo griego, el exilio (si es que hay de verdad uno: quizá sólo hay un elemento, un rasgo de su concepto moderno) es siempre el regreso, es el periplo de Ulises.
Si recusamos ese modelo dialéctico es porque en él el exilio sólo es transitorio; lo cual quiere decir que su negatividad sólo consiste en suprimiese a sí misma (ésa es la negatividad hegeliana, en la medida al menos en que la vulgata comprende dicha supresión de sí como restauración, consecución, reapropiación total y final de un Espíritu del mundo. El exilio -transitorio-- no es tenido en cuenta ni tomado en serio por sí mismo.
Y pienso, en efecto, que lo que más amenaza toda a reflexión sobre el exilio es la tentación de dialectizar en este sentido. Por el contrario, sabemos ya que ante todo hay que plantear una negatividad no dialectizable del exilio. Una negatividad pura y simple, la dureza y la desgracia del exilio que no conduce a nada, no se reconvierte en nada. La deportación sin retorno.
Creo que habría que vincular esta negatividad no reconstruible al modelo romano (del que Ovidio ha quedado como figura). En su primera forma romana, el exilio es un medio de escapar a la pena de muerte (lo que significa la imposibilidad de regreso); aunque, en la forma adoptada bajo la República tardía y bajo el Imperio, es la pena que consiste en colocar a un miembro de la comunidad romana fuera de esa comunidad (hay una forma menor, la relegación a un lugar del Imperio, que es revocable, y una forma mayor, la deportación fuera del Imperio, sin regreso posible). Deportatio-este término del Derecho romano ha dado la palabra que nos hace rememorar la Shoah -habría que decir, todas las Shoahs- en la medida en que la exterminación es mayor aún que el asesinato, yaque lleva a cabo un proceso de arrancamiento, destierro, expropiación absoluta.
Y sabemos que no se trata en absoluto de dialectizar la deportación. Más allá del exilio de los hijos de Eva y la deportación desapropiadora, ¿qué podemos pensar?
Quizá nos es dado pensar -don difícil, oscuro, como todo lo que es posible pensar- algo de un exilio que sea él mismo lo propio, sin dialectización en el sentido en que se ha mencionado. En efecto, la existencia como exilio, pero no como movimiento fuera de algo propio, a lo que se regresaría o bien, al contrario, a lo que sería imposible regresar: un exilio que sería la constitución misma de la existencia, y por lo tanto, recíprocamente, la existencia que sería la consistencia del exilio.
Así pues es el ex, ese mismo ex del exilio y la existencia, lo que sería o lo que haría lo propio, la propiedad de lo propio. No una existencia exiliada (y, por lo tanto, tampoco un exilio existencias), sino una propiedad en tanto que ex. Es esta extraña propiedad —esta propiedad de extrañamiento, habría que decir- lo que constituye el fondo del primer pensamiento de Heidegger y, más allá, lo que inquieta y moviliza lo esencial del pensamiento contemporáneo. Se trata entonces de pensar el exilio, no como algo que sobreviene a lo propio, ni en relación con lo propio -como un alejamiento con vistas a un regreso o sobre el fondo de un regreso imposible-, sino como la dimensión misma de lo propio. De ahí que no se trate de estar "en exilio en el interior de sí mismo", sino ser sí mismo un exilio: el yo como exilio, como apertura y salida, salida que no sale del interior de un yo, sino yo que es la salida misma. Y si el "a sí" adopta la forma de un "retorno" en sí, se trata de una forma porque "Yo" sólo tiene lugar "después" de la salida, después del ex, si es que puede decirse así. Sin embargo, no hay "después": el ex es contemporáneo de todo "yo" en tanto tal.
Esta perspectiva no viene a ser una especie de elogio generalizado del errar, la desapropiación, que a veces se practica hoy de forma harto burda.
Indica una tarea más difícil: pensar precisamente lo propio como ese exilio; pero pensar exactamente ese exilio como propio. Porque lo propio es necesario -no necesariamente una propiedad, ni una nación, ni una familia, etc. (quizá no dejen de ser formas alienadas de lo propio:¿ alienaciones del exilio, por decirlo de algún modo)- es necesario que la relación consigo mismo tenga lugar, que tenga su lugar, y ese lugar debe pensarse como exilio. Jean Améry, en su libro sobre los campos de concentración, consagra un capítulo a la cuestión. "¿En qué medida tenemos necesidad de una Heimat [patria]?". Esta cuestión, que jamás se había planteado antes de la deportación, es algo que la deportación obliga a plantear. No significa que sea necesaria una "natural", originaria, identitaria; significa que existe lo propio y que la desapropiación es violencia. Si lo propio es exilio, su dimensión de propiedad podría denominarse quizá "asilo". El campo de concentración es lo contrario del asilo. El campo es el exilio como desapropiación. Sin embargo, el asilo es el exilio como propio: el asilo de la hospitalidad, por ejemplo, del que hablaba Cacciari. El asilo es el lugar de quien no puede ser matrapado (es el sentido del griego ásylos- aquel que no puede convertirse en presa, en botín).
Pensar el exilio como asilo -y no como campo de deportación-, es justamente pensar el exilio como constituyendo por sí mismo la propiedad de lo propio: en su exilio, está al abrigo, no puede ser expropiado de su exilio. Ese lugar de asilo en el mexilio es triple: lugar del cuerpo, lugar del lenguaje, lugar del "estar con".
El cuerpo es por excelencia uno de los nombres del exilio tradicional: lugar de paso para un regreso al alma o el espíritu. No obstante, el cuerpo también puede pensarse, no como cuerpo caído, ni como "cuerpo propio" (al modo de Merleau-Ponty), sino más bien como exterioridad en la cual la "interioridad" se ve, ante todo y de modo esencial, expuesta: planteada fuera, planteada como fuera. No soy mi cuerpo -si no, no nombraría "el cuerpo"- y tampoco paso por el cuerpo para ir a otra parte, sino que el cuerpo es el exilio y el asilo en el que algo así como un "yo" viene a quedar ex- puesto, es decir, a ser.
También el lenguaje ha sido pensado como exilio del sentido, de un sentido puro, no expresado y no expresable. Aunque si el sentid tiene que ser pensado, no como consecución de un significado, sino como la posibilidad de que haya significados, y de que haya infinitos significados, si el sentido es lo inagotable del significado y, por lo tanto, simultáneamente lo inagotable del intercambio de los significados, entonces el sentido es él mismo ese "exilio" y ese "asilo" que es el lenguaje. El sentido es la lengua o las lenguas mismas, en tanto que transporte indefinido de significado, ese reimpulso y esa redemanda indefinidos de significado que constituyen la lengua finísima, y con ella Babel.
Y así, como en la unión del cuerpo y el lenguaje, el "estar con" -el Mitsein o el Mitdasein de Heidegger-, designaría esa relación con los otros que no es ni la interioridad y la propiedad de algo "común" (comunidad, comunión), ni la exterioridad de la multitud o de la masa, y del osario, sino el "junto a", (con, apud hoc), la proximidad que es alejamiento porque está "en lo más cerca de" y, por consiguiente, en un aparte o un apartamiento, el mismo del tacto. "Estar con" o tocar los otros, no confundirse; tocar, pues, a través de una distancia. Ni todos "juntos", ni todos dispersados, sino los unos "con" los otros, encontrando a la vez en ese "con" el exilio y el asilo de su "ser en común".
No cabe duda de que no puedo seguir denominando mucho tiempo a esto ni "exilio" ni "asilo". El exilio como asilo exige otro nombre para ser pensado. No sé cuál es ese nombre. Quizá no haya ningún nombre para eso, pero quizá sea lo que precede y lo que sigue a todo nombre, toda lengua, al igual que todo cuerpo, y todo "estar con". Lo mismo ocurre siempre con lo que debe pensarse: no es pensable, y por eso hay que pensarlo, es decir, darle a la vez asilo y exilio en nuestro pensamiento, como suele decirse.