El objetivo de este artículo es enfrentar la teoría de la justicia de Rawls al actual problema de la migración masiva e ilegal. La intuición filosófica que me conduce por estos párrafos es que la migración, más que cualquier otro fenómeno global contemporáneo, pone en entredicho algunos de los supuestos y principios de la teoría de John Rawls.
Haré, entonces, una revisión de algunos conceptos fundamentales de su teoría de la justicia, y discutiré si la teoría puede o no ofrecer soluciones al problema de la migración o si, al menos, puede proporcionar una base teórica sólida para la reflexión en este campo. Es preciso enfatizar que no propongo hacer una crítica generalizada a la teoría de Rawls ni tampoco añadir un “apéndice” a la teoría a partir de la crítica desde el punto de vista de la migración.
Mi objetivo es únicamente el de señalar los puntos que considero incompatibles con el tema de la migración y esbozar la dirección que puede tomar la teoría si éstos se adecuaran a las exigencias de dicho tema. Aunque la idea de cuestionar los postulados de Rawls desde el punto de vista de un problema global contemporáneo –la migración– es resultado de muchos meses de lecturas y discusiones con distintas personas, ésta no se concretó hasta una tarde en que mantuve una charla con el filósofo alemán Thomas Pogge. Pogge le ha dedicado más de veinte años de su vida a reflexionar sobre los grandes temas de la justicia global.
Estudió en Harvard bajo la tutela de John Rawls. Éste fue, sin duda alguna, el padre intelectual del joven que llegó de Alemania a los Estados Unidos en 1983, después de haber estudiado Sociología en la Universidad de Hamburgo. Thomas Pogge ha reflexionado mucho sobre la teoría rawlsiana de la justicia, y sus defensas a las ideas de Rawls son tan ricas y variadas como sus críticas. Es sabido que Pogge sostuvo numerosas discusiones con Rawls, quien dirigió su tesis doctoral en Harvard: Rawls mismo cita y se refiere a discusiones con Pogge varias veces a lo largo de su libro The Law of Peoples.
Sin embargo –como confesó el propio Pogge cuando le pregunté por su maestro–, Rawls no prestaba demasiada atención a las numerosas críticas que recibió su teoría, y mucho menos a aquellas que provenían de la esfera de la justicia global. Si algo distingue a las ideas del filósofo alemán de aquellas que tuvo su mentor estadounidense, es la preocupación del primero por la dimensión internacional de la justicia.
I
Conocí a Thomas Winfried Menko Pogge en su departamento de Manhattan. Me abrió la puerta un hombre que jamás me hubiese figurado detrás de los párrafos mordaces que firma con el primero y último de sus nombres. Bajo de estatura, de esqueleto frágil y la piel de un color mortecino, lo primero que me dijo el filósofo fue: “¿Quieres jugo de manzana?”. Nos sentamos en su sala, yo con la clara intención de preguntarle sobre sus ideas en el ámbito de la justicia global; él –imagino– sin entender muy bien por qué lo visitaba una joven estudiante de la UNAM un martes cualquiera, ya bien entradas las vacaciones de verano. La discusión se extendió a lo largo de varias horas en las que la joven estudiante lanzaba preguntas, y el filósofo, hundido en su sillón de terciopelo verde, se rascaba la cabellera con ambas manos, como si con ellas amasara las ideas que de una en una se encadenaban sin esfuerzo y con extrema claridad. Cuando le pregunté a Pogge por la posibilidad de cuestionar la filosofía de Rawls desde el punto de vista de la justicia global y, particularmente, desde la perspectiva de la migración, me respondió algo que en ese momento me resultó oscuro. Mi preocupación era si acaso era válido exigirle a la teoría rawlsiana que diera cuenta de algo para lo cual no fue diseñada desde un principio –en otras palabras, no quería cometer una de las torpezas filosóficas más comunes. ¿Exigirle a la teoría una postura filosófica frente a la migración, compatible con su noción original de la justicia como equidad, no era como pedirle a la ética aristotélica una postura distinta frente a la esclavitud? O, en como decimos más coloquialmente, ¿no era como pedirle peras al olmo? Pogge hizo un silencio antes de responder. Quizás le pereció descabellada mi analogía. Se rascó la cabeza con ambas manos y me dijo que él se concebía a sí mismo como un filósofo que utilizaba distintos “sombreros teóricos”. Por un lado, dijo, en sus trabajos recientes era un pensador ya distanciado del contractualismo, cuya preocupación máxima estaba en la posibilidad de una teoría de la justicia global. Por otro, era un académico crítico que –por mor del argumento– aceptaba el marco conceptual del contractualismo rawlsiano y señalaba, dentro de sus propios límites, los errores de la teoría, así como sus posibles soluciones. La respuesta aparentemente elusiva de Pogge me dejó en claro que era completamente legítimo aceptar el marco del contractualismo rawlsiano y señalar desde ahí los límites y posibilidades de la teoría.
En términos generales, la crítica que hago aquí es que, si bien la teoría de la justicia ha sido una piedra angular en el pensamiento político desde la segunda mitad del siglo XX y hasta principios del XXI, ésta no cumple con algunas de las exigencias de la justicia global. La teoría de Rawls es una teoría de la justicia localista que soslaya o da por hecho algunas cuestiones fundamentales en el campo internacional. La crítica que formulo aquí se remonta a las propuestas de filósofos rawlsianos de sesgo liberal igualitario como Martha Nussbaum, Thomas Pogge o Charles Beitz. Sin embargo, también tomo distancia de éstos para formular una crítica quizá de carácter menos teórico, pero ciertamente más ceñida al fenómeno concreto de la migración.
II
La migración no es un fenómeno nuevo. Los grandes movimientos de grupos humanos han existido siempre. Pero la migración a la que me estaré refiriendo aquí, empezó al concluir la Segunda Guerra Mundial y se distingue de otros desplazamientos humanos por su velocidad y magnitud. Al menos en términos cuantitativos y de extensión geográfica, las migraciones económicas a partir de la segunda mitad del siglo XX hacia los países miembros de la OCDE de Europa occidental, Oceanía y Norteamérica, constituyen un fenómeno sin precedentes en la historia. La migración ilegal es ahora un fenómeno masivo: en Estados Unidos uno de cada tres inmigrantes es ilegal y se calcula que este número crece por al menos medio millón de personas al año (ver: Papademetriou, 2005). En el censo de 2005 se calcularon alrededor de 11.1 millones de inmigrantes residiendo ilegalmente en el territorio estadounidense y la proyección para el 2006 era de 12 millones (ver: Passel, 2006). Las cifras europeas no son menos considerables: el influjo anual de inmigrantes a España aumentó de 57,000 en 1998 a 640,000 en el 2004. Cada año, entran también alrededor de 500,000 inmigrantes ilegales al continente europeo. Prácticamente ya no existe un solo territorio que no importe o exporte trabajadores y mano de obra a través de las fronteras nacionales. Existen, por supuesto, muchas clases de migración. Aquí me interesa la reciente ola de migraciones económicas ilegales. Concibo al “migrante no autorizado” simplemente como aquel que vive y trabaja en un territorio sin ser ciudadano de éste ni gozar de los derechos propios de los ciudadanos.1 La migración que aquí me ocupa es, pues, la migración masiva e ilegal. Además, dado que no pretendo hacer un análisis general de la migración, sino sólo referirme a ella para reflexionar sobre la teoría de Rawls, me ceñiré sobre todo a los ejemplos concretos de la migración México – Estados Unidos. La migración es hoy en día un tema ineludible en la agenda mundial, y uno de los retos más urgentes para la política internacional del siglo XXI. Dada su magnitud e importancia, el problema de la migración no puede ser soslayado por la reflexión filosófica. La filosofía política, si no quiere ir a la zaga de los problemas urgentes que atañen hoy al mundo, tiene que comprometerse con el tema de la migración masiva e ilegal, y desarrollar las herramientas teóricas necesarias para responder a los retos y problemas que ésta plantea. Coincido con Martha Nussbaum cuando dice que las teorías de la justicia social deben ser abstractas, porque deben tener la suficiente generalidad para rebasar las contingencias de su época, pero que deben, a la vez, saber responder a los problemas del mundo y permanecer flexibles a cambios estructurales si así lo exigen los hechos reales (Nussbaum, 2006, p.1). La situación migratoria mundial exige de la filosofía que ésta vuelva la mirada hacia sus teorías de la justicia social y haga los ajustes y cambios necesarios para albergar el reciente y cada vez más perentorio problema de la migración. Entre las teorías de justicia social, la teoría de la justicia como equidad de Rawls sigue siendo hoy la más completa y consistente. Desde la publicación de A Theory of Justice (Rawls, 1971) la teoría de la justicia como equidad ocupó un lugar central en el debate filosófico de la segunda mitad del siglo XX y durante muchos años, como apunta Robert Nozick, “los filósofos políticos debieron trabajar dentro de la teoría de Rawls o explicar por qué no lo hacían” (Nozick, 1974, p.183). Pese a las críticas comunitaristas, republicanas, neoliberales y neoutilitaristas, entre otras, la teoría de la justicia continúa siendo hoy un marco teórico ineludible y una referencia obligada en la discusión filosófica. Sin embargo, la teoría rawlsiana de la justicia –tanto la local como la internacional–, no contempla el tema de la migración. La teoría de la justicia como equidad, en su primera formulación, fue concebida dentro de los límites del estado nación y no pretende ofrecer soluciones a los problemas propios de la justicia internacional. Al contrario, en A Theory of Justice Rawls se limita a formular una concepción de la justicia aplicable a la estructura básica de la sociedad, concebida ésta como un “sistema cerrado y aislado de otras sociedades” (Rawls, 2000, p.7). En la segunda formulación de su teoría –la extensión de la teoría de la justicia al ámbito internacional–, Rawls sí presta atención al problema de la justicia entre naciones, pero tampoco se ocupa del tema de la migración. La omisión de este tema, así como la omisión de los temas de la guerra injusta y las armas de destrucción masiva, es consecuencia de pretender una “utopía realista”, como admite el propio Rawls. Según el filósofo, en una “utopía realista” como la que él propone, la migración no representaría un problema porque, al establecer una sociedad liberal, se evitarían las causas de la misma: i.e. la persecución de minorías étnicas y religiosas, la represión política, y la pobreza extrema. Dicho en pocas palabras, para Rawls la migración es un problema relacionado con la política interna de los países, y como tal, queda excluida de la reflexión en el campo de la justicia internacional. Si bien podemos coincidir con Rawls en la opinión de que algunas de las causas de la migración se encuentran al interior de los países que la propician, no por ello podemos descartarla de una reflexión seria en el plano de la justicia internacional. En principio, sabemos bien que la migración obedece no sólo a los llamados factores de “repulsión” (“push factors”), sino también a los de “atracción” (“pull factors”), que señalan esencialmente que las decisiones de emigrar de los individuos, obedecen tanto a desventajosas condiciones al interior del país expulsor, como a los incentivos económicos y de otros tipos, presentes en el o los países receptores.2 Una de las contradicciones más flagrantes del actual proceso de la globalización económica consiste precisamente en que, por un lado, se integran los mercados financieros y los de bienes y mercancías pero, por otro, se restringe “artificialmente” la formación de un mercado laboral. Pero al actuar los factores push-pull surge la migración “ilegal” que por esta condición, somete a decenas de millones de trabajadores a explotación indebida y a toda clase de discriminación en menoscabo de sus derechos humanos y laborales. El caso de México y Estados Unidos es un claro ejemplo de las causas complejas y la naturaleza bilateral de la migración. Según el reporte “La gestión migratoria México–Estados Unidos. Un enfoque binacional” (Escobar, 2006), la migración debe entenderse en el contexto de las grandes tendencias de integración económica entre estos dos países. La migración masiva por parte de los mexicanos hacia Estados Unidos, argumentan los autores, está vinculada más directamente al crecimiento de empleos en este país, y menos a la falta de empleos en México. Según las cifras que se proporcionan en este documento, después de la crisis económica y financiera de México en 1995, entre 1996-2000 el país vio una mejora notable en la oferta de empleos. Esto hubiese tenido que redundar en la disminución de emigrantes mexicanos. Sin embargo, sucedió lo contrario.
La migración mexicana a los Estados Unidos fue en ascenso durante este periodo. La explicación, dicen los autores, está en el crecimiento sin precedentes de la oferta de empleo en los Estados Unidos: además de los numerosos trabajos en el sector agrícola –muchas veces desempeñados por los inmigrantes ilegales mexicanos–, durante ese mismo periodo se generaron 2.8 millones de empleos no agrícolas. Al menos en este caso particular, los pull factors parecen haber jugado un papel más decisivo que los push factors. La enorme diferencia de salarios y oferta laboral entre uno y otro lado de la frontera es fácilmente perceptible por el migrante potencial y esto detona el “pull factor”. De tal manera, la emigración de mexicanos a Estados Unidos, por ejemplo, no sólo es resultado de las carencias económicas y la baja calidad de vida de algunos sectores de la población en México. Factores como la oferta de empleo en los Estados Unidos, los salarios mucho más elevados por trabajos similares, o el anhelo de las personas de reunirse con sus familiares en el extranjero, juegan un papel igualmente importante en los desplazamientos hacia “el Norte”.
Conocemos los resultados de este desplazamiento: la economía mexicana depende en gran medida de nuestros migrantes pero, según muestran algunos análisis macroeconómicos, la economía de los Estados Unidos recibe un claro beneficio neto de la migración (Ver: Escobar, 2006, p.12). Así, el reconocimiento de la responsabilidad compartida de los dos países –en este caso México y los Estados Unidos– es un imperativo a la hora de reflexionar sobre la migración. Y este caso particular se puede extender: en un mundo crecientemente ligado por las relaciones económicas entre naciones y el flujo de personas entre fronteras, no hay manera de soslayar el hecho de que frente al problema de la migración tenemos una responsabilidad compartida. La migración, en tanto fenómeno global, es un problema grave que nos atañe a todos y, de un modo especial, a la reflexión filosófica. Ahora bien, en vista de que la teoría de la justicia de Rawls no contempla el problema de la migración, nos enfrentamos, analíticamente, a dos
posibilidades. La primera es descartar la teoría del todo. Pero, por supuesto, dada la relevancia de la teoría rawlsiana para la reflexión filosófica en materia de justicia social, ésta resulta la opción menos atractiva. La segunda opción es hacer los ajustes y cambios necesarios para que la teoría pueda albergar una postura frente a la migración acorde con la concepción de la justicia que sostiene Rawls. En las próximas páginas estaré elaborando esta segunda posibilidad. Como ya he dicho, no pretendo construir una “versión” de la teoría rawlsiana de acuerdo con los parámetros que exija el problema de la migración. Mi intención es simplemente señalar los lugares de la teoría en donde se requieren cambios que hagan posible la inserción de este problema a la reflexión filosófica.
III
Según el propio Rawls, toda teoría contractualista se compone de dos partes que pueden ser evaluadas independientemente una de la otra: la posición original y los principios de justicia que resultan de ésta (Rawls, 2000, p.14). Aquí estaré analizando, primero, dos presupuestos de la posición original planteados en la teoría. Estos dos son, a saber, la idea rawlsiana del estado nación, por un lado, y su concepción del individuo, por otro. Argumentaré que ambas nociones son incompatibles con la incorporación de una postura filosófica de la migración a la teoría rawlsiana. Después, retomaré la crítica que hace Thomas Pogge a los principios de la justicia internacional de Rawls –y, específicamente, al octavo principio–, para argumentar que, si bien los principios de la teoría rawlsiana no están pensados para resolver el problema de la migración, estos se podrían ajustar al problema y ofrecer posibles soluciones a él.
i) La sociedad como un sistema cerrado y la interdependencia de los países. Para la construcción de su teoría, Rawls parte de la suposición de que las naciones son sistemas cerrados, aislados y relativamente autosuficientes (ver: Rawls, 1993, p.12 y Rawls, 2000, p.7). En Political Liberalism, Rawls admite que la noción del estado como entidad cerrada es una abstracción que sólo se justifica por el hecho de que nos permite concentrarnos en el tema central sin preocuparnos por “detalles distractores” (ver: Rawls, 1993, p.12). Esto es, Rawls está perfectamente conciente de que esta
concepción es meramente hipotética y no corresponde a los hechos, pero la utiliza como un punto de partida teórico para no complicar más la –ya de por sí compleja– reflexión en la que se embarca. En el caso de su teoría doméstica esta suposición inicial es una que, aunque resulta debatible, se le puede conceder por mor del argumento. Sin embargo, el caso internacional exige un punto de partida distinto: en un mundo crecientemente ligado por el orden económico global, por las organizaciones y agencias internacionales, y por intereses que nos conciernen a todos –como la migración, el medio ambiente y las armas nucleares–, no se puede partir de una definición como la que adopta Rawls. Las naciones son mutuamente dependientes en muchos sentidos. No sólo dependen los países más pobres de las políticas económicas de los estados más ricos, así como de las políticas del FMI o el Banco Mundial: también los estados ricos dependen, entre otras cosas, de la mano de obra barata que la inmigración hace posible. Las complejas relaciones entre países, así como los organismos internacionales y corporaciones trasnacionales no son meras “distracciones” sino objeto prioritario de la justicia global. La noción del estado o la sociedad como una entidad cerrada y autosuficiente ignora los hechos y resulta insostenible en un mundo como el nuestro, en pleno proceso de globalización. Si existe hoy en día un hecho concreto insoslayable, que cuestiona el supuesto aislamiento de los países, éste es la migración. El fenómeno de la migración no sólo pone en evidencia la existente “porosidad” de las fronteras, sino que también es uno de los fenómenos que más contribuyen a la creciente interdependencia económica entre naciones. Sabemos, por ejemplo, que las economías de México y los Estados Unidos están estrechamente vinculadas gracias al intercambio comercial (cerca de 90% de nuestras exportaciones suceden con Estados Unidos), pero sobre todo gracias a la actividad de los inmigrantes mexicanos en aquel país. Las empresas estadounidenses dependen en gran medida de los millones de trabajadores mexicanos –un alto porcentaje de ellos indocumentados o “no autorizados”–, mientras éstos envían a México, aproximadamente, un total de 20 mil millones de dólares de remesas anuales (la segunda fuente de ingresos más importante del país, después del petróleo). La supuesta “mutua independencia” de los países, como bien dice Thomas Pogge, es una ficción que sólo sirve a los países desarrollados para eximirse de toda responsabilidad hacia los países más pobres.
Ciertamente, la suposición rawlsiana ignora de manera tajante el nuevo orden mundial y puede fungir como una justificación moral de las políticas exteriores de ciertos países “más desarrollados”. En este respecto, con un tono particularmente incisivo, Nussbaum asevera que de esta forma, Rawls “ratifica filosóficamente lo que las naciones poderosas en el mundo, y especialmente los Estados Unidos, hacen de cualquier manera: asumir que su sistema es fijo y final, y resistirse fieramente a cualquier demanda de cambio interno, tanto en materia de derechos humanos como en materia ambiental o de políticas económicas” (Nussbaum, 2000, p. 236). Tal vez sea la misma suposición de la mutua independencia de los países la que conduce a Rawls, más adelante, en The Law of Peoples, a aseverar que la migración es un problema que se localiza en el país de origen de los migrantes y que por ello no es propiamente un problema de justicia internacional. Como ya se ha dicho, Rawls piensa que las causas de la migración desaparecerían en una sociedad liberal o decente y que por ello una teoría de la justicia internacional simplemente no tiene por qué ocuparse del tema (ver: Rawls, 2002, pp.8-9). Coincido con la postura de Pogge, que es exactamente contraria a la de Rawls en este respecto. Según el filósofo alemán, “(…) el incumplimiento de los derechos humanos en los países en desarrollo no es un problema local, sino uno al que todos contribuimos enormemente a través de las políticas que implementamos y el orden internacional que imponemos” (Pogge, 2005, p.22). Del mismo modo no se puede negar los factores “pull-push” en la determinación de las corrientes de migración masiva e ilegal. Vivimos en un mundo interdependiente y, por ese motivo, la suposición inicial de Rawls es una que no es justificable desde el punto de vista filosófico. La base misma de su teoría lo conduce a conclusiones inaceptables: de alguna forma, un supuesto hipotético que debió servir para simplificar la teoría, termina por ofrecer un panorama desvirtuado y engañosamente simplista del mundo actual. Cualquier teoría de la justicia que pretenda hacer una reflexión valiosa sobre el estado actual del mundo, debe partir de presupuestos realistas y comprometerse con los problemas que tenemos delante. Ignorar el status quo en pos de simplificar la teoría, implica distanciarse demasiado de aquello sobre lo cual se pretende reflexionar.
Como bien asevera Nussbaum: “(…) no es conveniente concebir la estructura básica de los estados como algo fijo y cerrado a la influencia exterior. Incluso como herramienta teórica, nos aleja tanto del mundo real que los problemas clave de éste no pueden ser enfocados correctamente” (Nussbaum, 2000, p.235). Si la teoría de la justicia internacional de Rawls admite cambios de esta índole, una concepción distinta del estado nación sería uno de los más pertinentes. La teoría de Rawls, si ha de seguir brindando frutos a la discusión filosófica, tiene que empezar por concebir al estado nación como lo que es: una estructura abierta a las influencias externas, una entidad inserta en un mundo crecientemente interdependiente, una pieza más en el complejo rompecabezas global. Sólo concibiendo así al estado puede ofrecer la teoría rawlsiana un marco conceptual ad hoc y conmensurado a los problemas globales de la actualidad. Sólo así, puede empezar a reflexionar seriamente sobre el problema de la migración.
ii) La idea política de la persona A las teorías filosóficas que especulan sobre el ser humano subyace, necesariamente, una idea particular de la naturaleza humana. A veces, éstas hacen explícita dicha idea. Tal es el caso de algunas definiciones bien conocidas: “zoon politikon”, “homo ludens”, “animal laborans” o “homo faber”, por ejemplo. La definición específica del ser humano en una u otra teoría tiene que ver, por supuesto, con el tipo de teoría que se pretende elaborar y el punto de vista que ésta adopte –de nada le serviría al Descartes de las Meditaciones partir de una definición como la del “zoon politikon”, así como de nada le hubiera servido al Aristóteles de la Ética nicomaquea pensar en un “sujeto cartesiano” para desarrollar su concepción de la ética y la política–. En Political Liberalism Rawls construye una noción muy particular del ser humano. Dado que la teoría de la justicia parte de la definición de la sociedad como un “sistema equitativo de cooperación” (Rawls, 2000, p.4.), el filósofo adopta una concepción del ser humano acorde con esta definición. Ésta es, a saber, “la concepción política de la persona”. A modo de paréntesis cabe decir que la definición rawlsiana del ser humano es posterior en orden lógico a otras definiciones de la teoría. Esto es, su concepción de la persona se adecua a la definición previamente establecida de la sociedad y de la justicia y no viceversa.4 En palabras del propio Rawls, la persona es: “alguien que puede ser un ciudadano, es decir, un miembro normal, que participa enteramente en la sociedad y juega un papel en ésta durante toda una
vida” (Rawls, 1993, p.18). La acotación “durante toda una vida” es importante porque, como dice Rawls más abajo, la sociedad no sólo se concibe como un sistema cerrado sino también como un esquema de cooperación más o menos autosuficiente y completo. Así, una sociedad puede acoger a una persona durante toda una vida, desde su nacimiento hasta su muerte. Las personas, concebidas dentro de este esquema como libres e iguales, continúa Rawls, son capaces de tener un sentido de la justicia y una concepción del bien moral. Así, desde nuestra línea argumental, la concepción rawlsiana de la persona encierra graves limitaciones. Implica, en principio, que una persona es una persona, tan sólo en virtud de ser ciudadano y participar en la vida política y pública de su sociedad. Esta concepción excluye a priori a cualquiera que, por un motivo u otro, no sea considerado como un ciudadano por la sociedad en la que reside. Se sigue de esta definición que los inmigrantes ilegales no son, propiamente, “personas” –conclusión notablemente grave–. La noción rawlsiana de la persona justifica filosóficamente la ya existente discriminación que existe hacia la población migrante y, particularmente hacia la porción de los inmigrantes considerados como “ilegales”, que suelen ser los más pobres y los más explotados; y precisamente aquellos contra los que se comenten las mayores injusticias. En su artículo “Global Justice” (2005), el filósofo Thomas Nagel apunta que la concepción política de Rawls concibe a la justicia no como un valor pre institucional sino como una obligación que emerge entre los ciudadanos de una nación por el solo hecho de pertenecer a un mismo sistema político. Esto es, quizás, resultado del sesgo contractualista que concibe las relaciones humanas como resultado de un acuerdo social. Como se había dicho anteriormente, Rawls define primero a la sociedad y, con base en esa definición, construye una concepción política de la persona. Su noción de la persona es, pues, posterior a su idea de la sociedad. En esta concepción, la justicia, en tanto virtud política y no moral, surge como una obligación entre ciudadanos y no entre individuos. El problema evidente con la concepción política de Rawls es que la justicia sólo puede existir dentro de los límites nacionales –entre ciudadanos de una misma nación–. De esto se sigue que no tenemos ninguna obligación moral con aquellas personas que no portan el mismo pasaporte que nosotros. Los inmigrantes, en este esquema, no gozan del derecho a ser tratados como personas con quienes se comparten
obligaciones morales, pues no participan del mismo contrato social hipotético que lo demás. Sería pertinente preguntar, dentro de los marcos de la teoría rawlsiana, si acaso las personas, en tanto capaces de un sentido de la justicia y una concepción del bien –como estipula el propio Rawls–, no rechazarían las implicaciones de la concepción política de la persona. Esto es, si alguien es capaz de tener un sentido de la justicia y del bien, ¿no condenaría moralmente la conclusión a la que obliga la teoría, a saber, que no tenemos ninguna obligación moral hacia aquellos que no son nuestros conciudadanos? La definición de “persona” de la que parte Rawls para construir su teoría de la justicia es, a la luz de lo anteriormente argumentado, moralmente insostenible. En un mundo donde centenares de millones de personas no tienen el estatus de “ciudadanos”, una teoría de la justicia no puede respaldar con argumentos filosóficos el trato inequitativo que de por sí reciben los “migrantes no autorizados”. Al contrario, debe buscar las maneras de equilibrar las desigualdades entre la población inmigrante y los ciudadanos de una sociedad. Si la teoría de Rawls ha de proporcionar una base filosófica pertinente para reflexionar acerca del estatus de la población migrante en un país y los derechos que éstos deben gozar en un esquema justo, tiene que partir de una concepción distinta de la persona. La concepción política de la persona no puede enfrentarse realistamente al panorama actual de la globalización.
iii) El octavo principio de justicia internacional Existen diversas críticas a los principios de la teoría de Rawls. La mayor parte de ellas se dirigen hacia el hecho de que en su lista de ocho principios de justicia internacional (ver: Rawls, 2002, p.37), no existe ningún componente distributivo. Tal es, por ejemplo, la crítica de Thomas Pogge al octavo principio de justicia internacional.
Los principios de justicia de Rawls, en la formulación original de su teoría, sirven como criterio para evaluar, diseñar y reformar la estructura básica de la sociedad. El caso internacional es distinto. Tras un proceso de deliberación, los miembros de la posición original internacional acuerdan ocho "reglas de conducta", según Pogge, que deben regir las relaciones internacionales entre países. Algunas de las leyes que menciona Rawls son
el derecho a la autodeterminación, el principio de no intervención, y el derecho a la autodefensa.6 Como bien señala Pogge, las reglas de conducta internacional rawlsianas son completamente insensibles a criterios distributivos.
Es cierto que el octavo principio internacional de Rawls dice que: “Las gentes (peoples) tienen el deber de asistir otras gentes que viven en condiciones desfavorables que impiden un régimen político y social justo o decente”. Sin embargo, más adelante Rawls dice que la mejor manera en que se puede asistir a una sociedad no es necesariamente a través de un principio de justicia distributiva que regule las desigualdades sociales y económicas entre distintas sociedades. Principios de este tipo, dice Rawls, no tienen objetivos ni límites definidos. En cambio, continúa, la asistencia tiene el objetivo concreto de generar y preservar instituciones justas o decentes en una sociedad, y la asistencia cesa de ser necesaria cuando este objetivo se haya logrado, aun si persiste la pobreza. Pogge, en cambio, argumenta que la justicia distributiva internacional no tiene que ser vista tanto como una ayuda humanitaria a los países menos desarrollados, sino como un principio fundamental similar al principio de diferencia. Las reglas de conducta internacional, dice Pogge, no cumplen con un criterio distributivo claro. Por lo tanto, argumenta, dan cabida a un esquema libertarista que a su vez deja a los países menos aventajados a la merced del mayor poder de negociación de los más aventajados.
En el caso doméstico, Rawls reconoce las amenazas del libertarismo y postula que la interacción económica no debe regirse por la libre negociación, sino por el principio maximín, que minimiza las desigualdades y favorece a los menos aventajados. Sin embargo, en el caso internacional, el principio maximín es remplazado por el octavo principio antes mencionado. Como bien señala Pogge: “El deber de asistencia no protege a los países pobres de los injustos términos internacionales de la interacción económica que establece el creciente poder de negociación de los países ricos” (Pogge, 2004, p.113).
El orden económico internacional de la utopía realista de Rawls, dice Pogge, está determinado por la libre negociación y tenemos que reconocer que la libre negociación es uno de los motivos principales de la creciente desigualdad en el mundo. Por esta razón, insiste Pogge, se requiere un principio distributivo justo en el ámbito internacional, similar al principio de diferencia. Aunque no entraré en detalle, Pogge propone un
principio distributivo que involucra un complejo sistema de impuestos al uso de recursos naturales –el “Global Resource Tax”– (ver: Pogge, 2004). El dinero recaudado de este impuesto estaría destinado a aliviar la pobreza mundial a través de inversiones en educación, salud, generación de empleos, etcétera.
La propuesta distributiva de Pogge, si bien podría ser una posible solución a la carencia más grave de los principios internacionales de la teoría de Rawls, no sólo es difícil de implementar y administrar, sino que resulta insuficiente desde el punto de vista de la migración. Concediendo que un impuesto global al uso de recursos se pueda, en efecto, cobrar, y los problemas más urgentes de pobreza se pudieran resolver a través de éste, seguiríamos enfrentándonos al problema de la migración. Ciertamente, si el mundo viera una disminución significativa en la pobreza, podrían disminuir también los índices de migración. Sin embargo, como ya se ha dicho anteriormente, el fenómeno migratorio responde no sólo a push factors –uno de estos, la pobreza– sino también a los pull factors de los países que reciben inmigrantes. Así pues, siempre que hubiera una diferencia significativa entre países expulsores y países receptores, existiría la migración. Añadir un componente distributivo a la lista de principios de justicia internacional de Rawls resolvería, efectivamente, una de las carencias más notorias de la teoría. Sin embargo, con esto no se solucionaría el problema en el que aquí se ha estado insistiendo.
¿Qué modificación a los principios internacionales puede satisfacer las exigencias del problema de la migración? Esta pregunta no tiene respuesta fácil, pero merece al menos que se esboce aquí la dirección en que la debe ir una respuesta. Como ya se sabe, el octavo principio que menciona Rawls se refiere al deber de asistencia. Rawls especifica que este deber se restringe a la esfera política: i.e., ayudar a aquellas sociedades con un sistema político que impide el desarrollo de un esquema liberal democrático a alcanzar un sistema que sí lo permita. Ahora bien, ¿por qué no concebir este deber de asistencia de una forma distinta? ¿Por qué no, por ejemplo, reconocer que recibir a inmigantes –o al menos a un número de ellos cada año– constituye parte de un deber de asistencia que tienen los países más ricos con los más pobres?
El problema con este postulado es evidente: se basa en un argumento moral que se puede o no aceptar. El gobierno de algún país –y tal es el caso de todos los países que se han regido por la doctrina realista de las relaciones internacionales–, podría alegar que su única responsabilidad moral es con su población y no con los individuos de otras naciones. Sin
embargo, si retomamos algunas de las propuestas que se han hecho a lo largo de estos párrafos, quizá se pueda entender por qué esta postura resulta cada vez más insostenible. La situación actual exige un cambio de visión: los problemas que hoy en día nos preocupan son de naturaleza global. El mundo está cada vez más vinculado por el movimiento de personas a través de las fronteras, la economía, las organizaciones y empresas internacionales y trasnacionales, y los problemas del medio ambiente.
Las teorías de justicia tienen, entonces, que partir de este panorama si pretenden ofrecer reflexiones valiosas e incidir en la realidad. Considero valiosa la reflexión de Pogge –como de muchos filósofos “cosmopolitanistas” preocupados actualmente por el tema de la justcia–, porque, a diferencia de Rawls, concibe el problema de la justicia globalmente y no como uno, en esencia, local, y que simplemente puede “extenderse” al ámbito internacional. La diferencia entre estas dos concepciones de la justicia es enorme y trae consecuencias importantes. En la teoría de Rawls, temas como la estructura cerrada del estado nación o las responsabilidades determinadas por los principios internacionales de justicia, son expresión inequívoca de una concepción localista de la justicia. De la misma manera, su negativa a tratar el tema de la migración como un problema central de la agenda internacional de hoy, está directamente vinculada con esta concepción. Por el contrario, en una concepción global como la de Pogge, cobran una importancia central temas como el de la distribución de recursos y las responsabilidades internacionales compartidas por todos los países.
Si bien las ideas de Pogge no proporcionan herramientas explícitas para abordar una crítica a Rawls desde el punto de vista de la migración, sí sientan un precedente importante y una pauta más definida para esta discusión. Pensar los problemas actuales desde el punto de vista de la justicia global permite reflexionar sobre el tema de la migración con más elementos y con mayor claridad filosófica. No sería exagerado decir que la filosofía política necesita dar un paso definitivo, parecido al que dio la geometría euclidiana hacia la geometría tridimensional. La analogía no es gratuita: ese cambio en las matemáticas no fue tanto un descubrimiento de la nada sino un simple ampliar las miras. Lo mismo se puede decir del paso de la justicia local a la justicia global: la filosofía debe ampliar su horizonte para comprender la actualidad en sus nuevas y más complejas dimensiones.
Beitz, Charles (1979); Political Theory and International Relations, Princeton, Princeton University Press.
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