viernes, 30 de diciembre de 2011

“LA ORATORIA DEL YO” por Beatriz Sarlo.



Hace bastante tiempo, por lo menos después de la derrota por la resolución 125, fue evidente para quien quisiera reconocerlo que el kirchnerismo no era pura imposición caudillesca ni puro reparto de planes sociales, sino que estaba colocando las piezas de un armado cultural. La Presidenta llama a estas operaciones “relatos”. Dicho de manera más sencilla, fue la organización de una serie de argumentos.
Dispositivos en red
A fin de esquivar la palabra “relato” usada a troche y moche (desde Cristina Kirchner a Florencia Peña), algunos describimos, entonces, un conjunto de dispositivos, que no responden a una dirección central pero cooperan en red: simbología de los actos públicos, canciones, videos y films, programas de televisión, artistas populares devenidos kirchneristas y una expansiva plataforma de medios público-estatales, además de los innumerables blogs, las páginas en Facebook, las cuentas de Twitter y los comentaristas aficionados o rentados (hay versiones en todos los sentidos) que hacen militancia virtual en los foros de los diarios.
El peronismo fue un movimiento fértil en historias movilizadoras, narraciones morales y políticas para uso escolar y popular. La mejor de ellas, la más persuasiva, La Razón de mi Vida, ofreció a centenares de miles de argentinos un argumento que explicaba de qué lado estaba el saber y la estrategia (el general Perón); de qué lado estaban los afectos y la disposición al sacrificio (Eva Perón y el pueblo); y de qué modo uno y otros se necesitaban para fundirse en la totalidad que producía una transformación milagrosa. La lealtad y la incondicionalidad eran las virtudes cardinales.
Después vinieron muchas otras historias, mientras el líder estaba en el exilio y el pueblo luchaba para su regreso. Ese esquema sencillo fue, efectivamente, una matriz de relatos que articularon acciones arriesgadas de héroes conocidos o anónimos, desnudaron traiciones, dieron sentido a las cosas en un mundo popular que había quedado desarmado, a la expectativa, resignado nunca.
No me refiero ahora a relatos de esa tenacidad ni de ese coraje, relatos de quienes estaban fuera del Estado, proscriptos, tachados de la vida. Más bien, desplazo la palabra “relato”, que se ha convertido en un lugar común un poco hipnótico (¡ah, el relato!). Quiero pensar el discurso, que no es siempre un relato pero que también explica las cosas, porque, como el relato, tiene argumento y organiza el campo de los buenos y los malos, de los extorsionadores y los huelguistas con derecho, de los ahorristas y los que dan golpes de mercado, de los oligarcas y de quienes defienden la “mesa de los argentinos”, de los medios concentrados que no vacilaron en negociar con la dictadura y apropiarse de niños y de los medios estatales que no vacilan en ser medios oficialistas.
Con estas oposiciones se pueden construir argumentos según diversos géneros de discurso (el relato, la exposición, la diatriba, el mensaje sencillo y sentimental, la prolepsis o visión de futuro, etcétera.). La verdad de esas oposiciones depende de la historia y de la política. A riesgo de que se me acuse de silenciar esa verdad, pido permiso para referirme a otra cosa. Pero no olvido que hay extorsionadores, que hay corruptos en casi todas las veredas, que hay intereses concentrados en el capitalismo industrial y en el periodístico, que muchos negociaron con la dictadura. La aclaración sirve como reconocimiento de la eficacia del discurso kirchnerista, que no deja hablar en tanto primero no se rece esta oración, como si hiciera falta decir todo, todo el tiempo, como si cada uno no tuviera su historia y su expediente en manos de Icazuriaga o de algún otro servicio.
El discurso CFK
Cristina Kirchner cree en la capacidad performativa del discurso. Brevemente, su “teoría” es así. Las palabras son fuerzas materiales. Conocemos no porque tenemos lenguaje, sino que el lenguaje mismo crea las cosas, las hace surgir de la nada y las pone en el mundo. Por el solo hecho de decir algo, la acción se realiza. Lo que dice que se va a hacer, o lo que se alega que se hizo, se da por sucedido. El discurso no está sometido al control de la realidad. Hechos reales y proyectos, logros y propósitos se mezclan, como si pertenecieran al mismo registro. Cristina Kirchner hace real lo que pronuncia, no porque cumpla sus promesas invariablemente, sino porque sus promesas dejan de ser promesas en el momento mismo en que las enuncia: “yo digo” equivale a “yo hago”.
Cristina Kirchner tiene una fe ilimitada en la palabra. Por eso considera que cuanto menos se divida el discurso entre varios, mejor. Lo óptimo es que hable uno solo, ya que los poderes desencadenados por la palabra son tan, pero tan performativos, que es preferible que respondan a una voluntad no solamente unificada sino única.
El unicato de Cristina Kirchner podría explicarse por este curioso argumento: considerando que las palabras son fuerzas materiales que desencadenan inmediatamente hechos o, incluso, los reemplazan, lo mejor es que un solo comando centralice esa fuerza. La disensión o el debate no son simples modos oratorios. Enunciar el desacuerdo equivale a actuarlo. Los que están en desacuerdo no exponen simplemente sus diferencias sino que las realizan. El desacuerdo es siempre una amenaza.
Esta visión simple del discurso es notablemente eficaz. De todos modos, salvo en un mundo de locos, el discurso performativo debe ofrecer algunas pruebas materiales. No es posible macanear en continuado. El poder del discurso performativo depende de una mezcla equilibrada de hechos reales e invenciones. Por ejemplo: hay asignación universal a la infancia, pero no es universal, aunque se discurre como si ya fuera universal. El discurso performativo se aproxima a la realidad por exageración de una parcial realidad existente.
Yo monumental
El discurso de Cristina Kirchner se autoriza a sí mismo por una retórica especular y personalista. Vibra con una primera persona que repercute como un martillito: “yo siempre pensé”, “yo siempre digo”, “yo eso lo conozco”. Ese Yo monumental, que piensa y dice, da a entender que no hay otra autoridad intelectual o política que pueda comparársele ni, mucho menos, contradecirlo (para los contradictores, el sarcasmo). Lo que ese Yo siempre pensó vale porque siempre lo pensó ese Yo. Ahí se cierra el círculo.
No hay tradiciones políticas anteriores a las que hacer un reconocimiento, ni siquiera Perón que, últimamente, ha sido señalado como un gobernante que no se preocupó por incorporar el derecho de huelga a la Constitución del ’49. Perón, ese hombre a quien propios y ajenos le reconocen o reprochan el lugar otorgado a los sindicatos, ha pasado a ser un retardatario en términos del constitucionalismo social. Y, por si esto fuera poco, a Cristina Kirchner, una universitaria peronista, no se le movió un pelo cuando se refirió de manera imprecisa a la Constitución redactada por Sampay (un clásico de su movimiento).
A diferencia de Obama, gran orador según la bibliografía, en cuyos discursos resuenan los ecos de los grandes del pasado (desde Lincoln a Martin Luther King), el Yo cristinista es una criatura nacida del parto de una virgen. Salió entero de su cabeza. A diferencia de Hugo Chávez, otro gran orador en la tradición latinoamericana, que siembra las piedras blancas de sus antecesores cada vez que habla, Cristina solo siembra el clon de Cristina, la “arquitecta egipcia” (como últimamente se ha autodesignado), que construye incansablemente su propia pirámide.
Hay una excepción. Todos los lectores están pensando en Él. Pero Él es una ausencia. Y además, Él no fue un gran orador, no fue un orador citable; no compite. Esa ausencia tiene una dimensión exacta, que Cristina Kirchner maneja extraordinariamente: brisa del Sur, invisible aparecido en los actos solemnes o festivos del Estado. Alojado bien lejos, en ese cosmos intemporal donde están Dios y la Patria, como lo expresó la Presidenta en su juramente “Si así no lo hiciere que Dios, la Patria y Él me lo demanden”. Tal juramento no acerca a Kirchner a este mundo. La Presidenta, sola en su renovada majestad, se somete a su juicio, como se somete al del Supremo y al de la Patria: entidades abstractas. No ha jurado por Kirchner, sino que lo ha colocado en el lejano lugar del juez que pocas veces, en realidad nunca, interviene en los asuntos terrenales. Jurar por Kirchner, como jurar por los desaparecidos, es asumir el compromiso ante iguales que han muerto. Ponerlo en el lugar de los demandantes, allí donde en el juramento clásico están Dios y la Patria, es reconocer definitivamente que está fuera de juego. Viento patagónico o sombra, cuya fuerza depende de quienes sean los cultores.
600 discursos
De cosas como estas se trata cuando se habla del “discurso”. No es simple decidir, además, si Cristina Kirchner es una oradora sobresaliente, como lo indica una opinión casi unánime de partidarios y opositores. Me temo que voy a hacer algunos señalamientos que matizan esa unanimidad. La Presidenta ha pronunciado en cuatro años más de 600 (seiscientos, repito: tiemble Chávez) discursos, clasificables en tres grupos: discursos socioeconómicos, inauguraciones de obras o proyectos de obras y discursos culturales.
El primer grupo es el más coherente en términos de argumentación. A él pertenecen los discursos atiborrados de cifras y de fórmulas tipo “cadena de valor” o “industrializar la ruralidad” y, después de la última incursión en el G-20, “capitalismo anárquico”; en este grupo también están las advertencias más severas a la corporación sindical y alguna que otra reconvención a los industriales. Son la prueba más fuerte de quienes piensan que la Presidenta es una gran oradora. En efecto, es una solvente expositora de matriz desarrollista, industrialista, que confía en el crecimiento del mercado interno y de las exportaciones (por eso, con delicada coherencia, le dio a Moreno las dos áreas).
El segundo grupo se caracteriza por un discurso menos tecnocrático, aunque sigue la prédica desarrollista-industrialista y subraya el ideal del “bienestar de todas y todos”. Relumbran las cifras, a veces desordenadas y exageradas. Sube el fervor nacionalista. Se alternan anécdotas, motivadas por conversaciones previas con algún asistente o recuerdos emocionados de la Presidenta. Nunca faltan algunas declaraciones de principio (“soy fanática de…”, “me siento orgullosa de…”). Estos discursos tienen un público menos calificado, obreros de un parque industrial, alumnos de una escuela técnica, vecinos del Gran Buenos Aires, o todos juntos en teleconferencia.
El tercer grupo es francamente inferior en calidad. Los discursos de tema cultural o histórico-cultural muestran a Cristina Kirchner en el momento más débil de su performance. Ejemplo es su intervención en un foro-mercado de cine: “A mí que me fascina la imagen; en la cultura grecorromana, la imagen formaba parte de la cultura y vale más que mil palabras”. A pesar de confesarse “una cinéfila terrible, extrema”, deambula por el cine argentino sin mencionar a Leonardo Favio; por supuesto, de Pino Solanas, que filmó la saga peronista y a Perón mismo, ni una letra, pero allí hay simplemente inquina; tampoco Jorge Cedrón, el director de “Operación masacre”. Convengamos que alguien de tradición peronista, que se olvida de Leonardo Favio y menciona en cambio a Amadori y Zully Moreno (“¡divina!”), está floja en la materia. En el rubro cultura peronista de izquierda, la Presidenta tiene que revalidar el certificado de estudios. Sería prudente que no hable con tanta autoridad de lo que no sabe.
También hace una ensalada cuando, en Vuelta de Obligado, se pone en la obligación de explicar la historia europea de principios del siglo XIX y las guerras civiles argentinas. Y se aleja vertiginosamente de cualquier dato histórico al finalizar con este paralelo improbable: “Que la equidad, la igualdad y la libertad lleguen a todos los argentinos, como quería Rosas”.
Cuestión de autoridad
Nadie le pide que conozca cine nacional o historia. Sobre lo que no sabe, un orador razonable se asesora o sigue un guión, disciplina inaceptable para ella que experimenta la omnipotencia del saber como si siempre pasara por allí una cuestión de autoridad. El que pregunta pierde. Pero el que se equivoca pierde dos veces.
Todo esto sería completamente secundario si no fuera por dos razones. La primera es que no hay que exagerar virtudes. Si no se las exagerara, nadie perdería el tiempo en discutirlas. La segunda es que la gran oratoria de Cristina Kirchner se desarrolla a través de un formidable aparato de propaganda que comienza en la misma Presidenta.
Y se toca así una última cuestión. Como todo discurso, el de Cristina Kirchner está sostenido no solo por lo que dice sino por lo que calla. El poder se ejerce casi fundamentalmente en el área de aquello de lo que no se habla. La inflación, por ejemplo, que la Presidenta no menciona nunca. Los topes que se quiere poner a las negociaciones salariales, que evitan una fórmula de muy mala prensa: el salario convertido en variable de ajuste antiinflacionario. La destrucción del INDEC, realizada justo durante la presidencia de alguien que se declara “fanática de la ciencia y la tecnología”. Se reconoce, con justicia, la muy buena política científica del Conicet y se calla la execrable falsificación de datos públicos del INDEC.
El poder permite esos silencios. Hay otros: se habla de la disminución de la pobreza (con índices inseguros) y del aumento del consumo; se calla que la redistribución del ingreso no ha cambiado. Se habla de las industrias, se calla sobre la minería a cielo abierto, que no parece ser una cuestión de agenda. Se habla de producción, no se habla de energía ni de transportes, de los trenes que se prometieron para antes de ayer. Se habla de equidad, no se habla del sistema impositivo que distribuye hacia arriba.
Más que palabras, el poder es organización imperceptible, indiscutible e inapelable, del silencio.