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En el mensaje final que nos dejó a mis hermanas y a mí, mi padre escribió: "Recuerden que son ciudadanos del mundo". Sin embargo, como líder del movimiento independentista del territorio que por entonces era la Costa Dorada, nunca consideró que hubiera conflicto entre las parcialidades locales y la moral universal: entre ser parte del lugar donde se está y de la comunidad humana que lo incluye. Criado por este padre y por una madre inglesa, tan estrechamente vinculada a nuestra familia de Inglaterra como profundamente arraigada en Ghana (donde vive hace más de medio siglo), siempre tuve noción de la multiplicidad y de la superposición de aspectos que caracterizan a la familia y a la tribu: nada podría haberme parecido más común y corriente.
Y no cabe duda de que nada es más común y corriente. Desde el punto de vista geológico, los seres humanos salimos de África en un abrir y cerrar de ojos, y hay muy pocos lugares que no hemos podido habitar. El impulso que nos lleva a migrar no es menos "natural" que el que nos lleva a establecernos. Por otra parte, quienes aprendieron la lengua y las costumbres de otros lugares no lo hicieron por mera curiosidad. Unos pocos buscaban alimento espiritual, pero la mayoría buscaba alimentos propiamente dichos. La absoluta ignorancia de las costumbres ajenas es en gran parte un privilegio de los poderosos. Hay tantos políglotas viajeros entre los más pobres como entre los más adinerados: tanto en los barrios marginales como en la Sorbona. Así, el cosmopolitismo no debería ser visto como un logro sofisticado, ya que comienza por la sencilla idea de que en la comunidad humana, de la misma manera que en las comunidades nacionales, necesitamos desarrollar el hábito de la coexistencia: la conversación en su sentido más antiguo, la convivencia, la asociación.
Y lo mismo ocurre con la conversación en el sentido moderno. La ciudad de Kumasi, donde crecí, es la capital de la región ghanesa de Ashanti. Cuando era niño, su calle comercial más importante se llamaba Kingsway. En la década de 1950, si alguien caminaba por esa calle en dirección a los depósitos del ferrocarril, pasaba primero por el bazar de Babú, donde se vendía comida importada. Atendía el local el epónimo señor Babú -un indio cortés y encantador- con la ayuda de su cada vez más numerosa familia. El señor Babú era socio activo del Rotary, y siempre era posible contar con él cuando se necesitaban contribuciones para los diversos proyectos caritativos con que se entretenía la clase media, pero la verdad es que recuerdo al señor Babú principalmente porque en su tienda siempre había una buena reserva de dulces y por su permanente sonrisa. No puedo recordar el resto del recorrido que hacíamos por la calle Kingsway porque no en todas las tiendas había caramelos que aseguraran mis recuerdos. Aun así, recuerdo que comprábamos arroz en lo de los Hermanos Iraníes, y que a menudo nos deteníamos a visitar familias sirias y libanesas, musulmanas y maronitas, e incluso a un druso muy filosófico -el señor Hanni- que vendía ropa importada, y que a medida que yo crecía siempre estaba dispuesto a conversar sobre los problemas que asolaban a su Líbano natal. También había otros "extraños" entre nosotros: en los barracones militares del centro de la ciudad era común encontrar muchos norteños entre los integrantes de la "tropa", tanto soldados rasos como suboficiales, que llevaban diversas marcas de escarificación étnica grabadas en el rostro. Y después estaban los europeos ocasionales: el arquitecto griego, el artista húngaro, el médico irlandés, el ingeniero escocés, algunos abogados y jueces ingleses, y un surtido caóticamente internacional de profesores universitarios, muchos de los cuales, a diferencia de los funcionarios coloniales, permanecieron una vez declarada la independencia. De niño, nunca se me ocurrió preguntarme por qué esas personas habían hecho un viaje tan largo para vivir y trabajar en mi ciudad natal; aun así, me alegraba de que lo hubieran hecho. Las conversaciones que se entablan más allá de las fronteras pueden ser tensas, y esa tensión aumenta a medida que el mundo empequeñece y hay más cosas en juego. Es por eso que vale la pena recordar que esas conversaciones también pueden ser placenteras. Lo que los académicos suelen denominar "otredad cultural" no debería dar lugar a la piedad ni a la consternación.
El cosmopolitismo es una aventura y un ideal. Sin embargo, no se puede respetar de cualquier manera la diversidad humana y esperar que todos se vuelvan cosmopolitas. Las obligaciones de quienes desean ejercer su legítima libertad de asociarse con la gente de su misma clase -de apartarse del resto del mundo, como lo hacen los amish en los Estados Unidos- son, ni más ni menos, las mismas obligaciones básicas que tenemos todos: hacer por los demás lo que exige la moral. No obstante, un mundo donde las comunidades se mantienen escindidas unas de otras ya no parece constituir una opción seria, si es que alguna vez lo fue. Y el camino de la segregación y el aislamiento siempre ha sido anómalo en nuestra especie perpetuamente viajera. El cosmopolitismo no es una tarea difícil: repudiarlo sí lo es.
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El 11 de septiembre ha dado lugar a innumerables debates acerca de la línea divisoria que se extiende entre "nosotros" y "ellos". Esta perspectiva suele dar por supuesta la imagen de un mundo donde los conflictos surgen, en última instancia, como consecuencia de conflictos entre diferentes valores: esto es lo que nosotros consideramos bueno; eso es lo que ellos consideran bueno. Es una imagen del mundo que tiene profundas raíces filosóficas: es reflexiva, está bien elaborada, es plausible. Y, creo yo, también es incorrecta.
Quisiera aclarar que este libro no es un libro que recomiende políticas, ni una contribución a los debates sobre el verdadero rostro de la globalización. Soy filósofo de oficio, y los filósofos rara vez escriben obras verdaderamente útiles. De todas maneras, espero persuadir al lector de que tras el hecho concreto de la globalización se ocultan cuestiones conceptuales muy interesantes. El conjunto de preguntas que me propongo abordar puede parecer bastante abstracto. ¿Cuán reales son los valores? ¿De qué hablamos cuando hablamos de diferencia? ¿Hay alguna forma de relativismo que sea correcta? ¿Cuándo chocan la moralidad y las costumbres? ¿Puede la cultura ser una "posesión"? ¿Qué debemos a los extraños en virtud de nuestra humanidad compartida? Sin embargo, la intervención de esas cuestiones en nuestra vida no es tan abstracta. Hacia el final del libro, espero haber logrado que al lector le resulte más difícil pensar que el mundo está dividido entre Occidente y el Resto; entre locales y modernos; entre una ética incruenta de ganancias económicas y una ética cruenta de identidades; entre "nosotros" y "ellos". La extranjeridad de los extranjeros, la extrañeza de los extraños: esas cosas son bien reales. El problema es que hemos sido exhortados, en gran medida por intelectuales bienintencionados, a otorgarles una importancia excesiva.
En este libro me propongo sugerir que es un error -al cual somos especialmente propensos los habitantes de esta era científica- resistirse al discurso de los valores "objetivos". En la ausencia de una ciencia natural de lo correcto y lo incorrecto, alguien cuyo modelo de conocimiento sea la física o la biología se inclinará por la conclusión de que los valores no son reales; o, de todos modos, no tan reales como los átomos y las nebulosas. Ante tal tentación, quisiera aferrarme, como mínimo, a un aspecto importante de la objetividad de los valores: que hay algunos valores que son -y deberían ser- universales, de la misma manera en que hay muchos valores que son -y deben ser- locales. No podemos aspirar a alcanzar un consenso definitivo en cuanto a la manera de ordenar estos valores según su importancia. Es por eso que retornaré constantemente al modelo de la conversación; en particular, al de la conversación entre personas que vienen de diferentes modos de vida. El mundo está cada vez más atestado: en el próximo medio siglo, nuestra especie, antes nómada, se aproximará a los diez mil millones. Según las circunstancias, las conversaciones que se entablan más allá de las fronteras pueden ser placenteras o meramente enojosas, pero su principal característica es que son inevitables.
miércoles, 21 de noviembre de 2007
"COSMOPOLITISMO. La ética en un mundo de extraños " por Kwame Anthony Appiah
Etiquetas:
MODERNIDAD
Publicado por DARÍO YANCÁN en 2:45
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