miércoles, 30 de julio de 2008

"LA IGUALDAD POLÍTICA" por Robert A. Dahl




Prólogo

Como ya he subrayado en mi trabajo anterior, la existencia de la
igualdad política es una premisa fundamental de la democracia. Aunque
creo que no se ha entendido bien su significado y su relación con la
democracia y con la distribución de los recursos que un ciudadano
puede utilizar para influir en las decisiones públicas. Además, al igual
que el ideal democrático, y de hecho como la mayoría de los ideales,
ciertos aspectos básicos de la naturaleza humana y de la sociedad
humana nos impiden conseguir por completo la igualdad política entre
los ciudadanos de un país democrático. Sin embargo, desde finales del
siglo XVIII, la democracia y la igualdad política han avanzado
considerablemente en todo el mundo, siendo uno de los cambios más
profundos de la historia de la humanidad.
¿Cómo podemos entender este cambio extraordinario? Aquí
sostengo que para explicarlo debemos comprobar ciertas cualidades
humanas básicas que motivan a los seres humanos a la acción, en este
caso, acciones que apoyan el movimiento hacia la igualdad política.
Sin embargo, estos impulsos básicos actúan en un mundo que es
cada vez más diferente de aquél de siglos anteriores, incluyendo el
último. ¿Qué tan hospitalario puede ser el mundo del siglo XXI para la
igualdad política?

Si centramos nuestra atención en los Estados Unidos, la respuesta
no es muy clara.
En los capítulos finales ofrezco dos escenarios
radicalmente diferentes: uno pesimista, otro esperanzador; y me parece
que ambos son sumamente posibles. En el primero, fuerzas
internacionales y domésticas poderosas nos empujan hacia un nivel
irreversible de desigualdad política que perjudica a las instituciones
democráticas actuales tanto como para hacer que los ideales de
democracia e igualdad política resulten casi irrelevantes. En el otro
escenario, más esperanzador, un impulso humano muy básico y
poderoso, el deseo de bienestar o de felicidad, promueve un cambio
cultural. Una conciencia cada vez mayor de que la cultura dominante
del consumismo competitivo no conduce a una mayor felicidad, da lugar
a una cultura ciudadana que impulsa con fuerza el movimiento hacia
una mayor igualdad política entre los ciudadanos estadounidenses.
Cuál de estos futuros escenarios prevalecerá, depende de las
siguientes generaciones de ciudadanos estadounidenses.


I. Introducción

A lo largo de la historia documentada, la afirmación de que los seres
humanos adultos merecen ser tratados como iguales políticos
comúnmente había sido vista por muchos como un evidente disparate,
y por los gobernantes, como un derecho peligroso y subversivo que
debían suprimir.
Desde el siglo XVIII, la expansión de las ideas y las creencias
democráticas han convertido ese derecho subversivo en un lugar
común, tanto que los gobernantes autoritarios que en la práctica
rechazan por completo este derecho pueden integrarlo de forma pública
en sus declaraciones ideológicas.
Sin embargo, incluso en países democráticos, como puede concluir
cualquier ciudadano que observe con detenimiento las realidades
políticas, la distancia entre el ideal de la igualdad política y su logro en
la realidad es enorme. En algunos países democráticos, incluyendo los
Estados Unidos, esta distancia puede ir en aumento e incluso puede
estar en peligro de llegar a ser irrelevante.
¿El objetivo de la igualdad política está tan lejos del alcance de los
límites humanos que debiéramos buscar fines e ideales que sean más
fáciles de alcanzar? ¿O hay cambios dentro del limitado alcance
humano que podrían reducir en gran medida la distancia entre el ideal y
nuestra realidad actual?
Responder estas preguntas en detalle nos llevaría más allá de los
límites de este breve libro. Comenzaré por asumir que el ideal de la
democracia presupone que la igualdad política es conveniente. Por
consiguiente, si creemos en la democracia como un objetivo o ideal,
entonces de manera implícita debemos considerar la igualdad política
como objetivo o ideal. En varios de mis trabajos anteriores he mostrado
por qué estas suposiciones me parecen muy razonables y nos
proporcionan objetivos que, al estar dentro del alcance humano, se
pueden considerar viables y realistas.1
En el capítulo 2, al recapitular
mis razones para apoyar estas opiniones, retomaré libremente dichos
trabajos.
En los siguientes capítulos quiero proporcionar algunas reflexiones
sobre la relevancia de la igualdad política como objetivo viable y
alcanzable. El progreso histórico de los sistemas “democráticos” y la
expansión de la ciudadanía al incluir más y más adultos proporcionan
un conjunto importante de pruebas. Para ayudarnos a entender las
causas subyacentes de este progreso extraordinario hacia la igualdad
política sin precedentes históricos, en el capítulo 4 enfatizo en la
importancia de algunos impulsos humanos generalizados, incluso
universales.
Sin embargo, si estas cualidades y capacidades humanas básicas
nos proporcionan razones para defender la igualdad política como un
objetivo viable (incluso si no es alcanzable por completo), también
debemos considerar, como lo haré en el capítulo 5, algunos aspectos
fundamentales de los seres humanos y de las sociedades humanas que
imponen barreras continuas a la igualdad política.
Si después centramos nuestra atención en el futuro de la igualdad
política en los Estados Unidos, podemos prever fácilmente la posibilidad
realista de que al levantar barreras aumentará enormemente la
desigualdad política entre los ciudadanos estadounidenses. En el
capítulo 6, exploraré esta posibilidad.
En el último capítulo describiré un futuro alternativo y más
prometedor en el cual algunos impulsos humanos básicos podrían
producir un cambio cultural que conduciría a una reducción sustancial
de las desigualdades políticas que ahora prevalecen entre los
ciudadanos estadounidenses.
Está más allá de mis capacidades el predecir cuál de estos, si no es
que otros, posibles escenarios prevalecerá en realidad. Pero confío en
que el resultado puede estar fuertemente influenciado por los esfuerzos
individuales y colectivos, y por las acciones que nosotros, y nuestros
sucesores, elijamos emprender.


1 Véanse en particular, Democracy and Its Critics, New Haven, Yale University Press,
1989, pp. 30-33, 83-134 [trad. esp.: La democracia y sus críticos, Barcelona, Paidós,
2002]; On Democracy, New Haven, Yale University Press, 1998, caps. 4-7, pp. 35-80;
y How Democratic Is the American Constitution?, New Haven, Yale University Press,
2001, pp. 130-139 [trad. esp.: ¿Es democrática la Constitución de los Estados
Unidos?, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003].



II. ¿La igualdad política es un objetivo razonable?
(fragmento)

Si suponemos dos cosas, ambas difíciles de rechazar en un discurso
público abierto y razonable, el caso de la igualdad política y la
democracia se vuelve extraordinariamente poderoso. La primera es el
juicio moral por el que todos los seres humanos tienen el mismo valor
intrínseco, que ninguna persona es intrínsecamente superior a otra, y
que se le debe dar igual consideración al bien o a los intereses de cada
persona.2 Llamaré a esto la suposición de la igualdad intrínseca.
Incluso si aceptamos este juicio moral, surge de inmediato una
pregunta sumamente problemática: ¿quién o qué grupo está mejor
calificado para decidir cuál es el bien o cuáles son los intereses de una
persona en realidad? Desde luego, la respuesta variará dependiendo de
la situación, de los tipos de decisiones y de las personas involucradas.
Pero si centramos nuestra atención en el gobierno de un Estado,
entonces me parece que la suposición más segura y prudente sería
algo así: entre adultos ninguna persona está sin duda mejor calificada
que otra para gobernar como para que se le deba encomendar el
gobierno del Estado con autoridad absoluta y definitiva.
Aunque de manera razonable podríamos agregar mejoras y
perfeccionar este juicio prudencial, es difícil ver cómo se podría
sostener cualquier propuesta sustancialmente diferente al menos por
tres razones. Para empezar, la famosa y tan citada proposición de
Acton parece expresar una verdad fundamental sobre los seres
humanos: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe
absolutamente. Sin importar cuáles sean las intenciones de los
gobernantes desde el principio de su gobierno, es probable que
cualquier compromiso que puedan tener de servir al “bien público” se
transforme con el tiempo, de modo que identifiquen ese “bien público”
con el mantenimiento de sus propios poderes y privilegios. En segundo
lugar, así como el libre debate y la controversia son, como John Stuart
Mill sostuvo de manera brillante, esenciales para la búsqueda de la
verdad (o, si se prefiere, de juicios razonablemente justificables), es
más probable que un gobierno que no recibe obstáculos o
cuestionamientos de los ciudadanos, quienes son libres de debatir y
oponerse a las políticas de sus líderes, cometa errores garrafales, a
veces desastrosos, como ha quedado más que demostrado por los
regímenes autoritarios modernos.3 Por último, se deben considerar los
casos históricos más decisivos en los cuales se les negó la igual
ciudadanía a un número importante de personas: ¿hoy alguien
realmente cree que cuando las clases obreras, las mujeres y las
minorías raciales y étnicas fueron excluidas de la participación política,
aquellos que tenían el privilegio de gobernarlos consideraron y
protegieron sus intereses de forma adecuada?
No quiero decir que las personas que produjeron una mayor igualdad
política tenían en mente las razones que he dado. Simplemente digo
que los juicios morales y prudenciales ofrecen un fuerte apoyo a la
igualdad política como objetivo o ideal conveniente y razonable.

Igualdad política y democracia

Si concluimos que la igualdad política es conveniente al gobernar un
Estado (aunque no necesariamente en todas las asociaciones
humanas), ¿cómo es posible alcanzarla? No es necesario decir que el
único sistema político para gobernar un Estado que deriva su
legitimidad y sus instituciones políticas de la igualdad política es una
democracia. ¿Qué instituciones políticas son necesarias para que un
sistema político califique como una democracia? ¿Y por qué esas
instituciones?


El ideal contra la realidad

Creo que no podemos responder estas preguntas de manera
satisfactoria sin el concepto de un ideal de democracia. Por las mismas
razones que Aristóteles encontró útil describir sus tres constituciones
ideales para clasificar sistemas reales, la descripción de una
democracia ideal proporciona un modelo con el que es posible
comparar diversos sistemas reales. A menos que tengamos una
concepción del ideal con la cual comparar la realidad, nuestro
razonamiento será circular o puramente arbitrario: por ejemplo,
los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Noruega son todas democracias; por lo
tanto, las instituciones políticas que todas tienen en común deben ser las
instituciones básicas necesarias para la democracia; por lo tanto, ya que estos
países poseen estas instituciones, deben ser democracias.
Es necesario recordar que la descripción de un sistema “ideal” puede
servir para dos propósitos diferentes aunque totalmente compatibles.
Uno es ayudar en la teoría empírica o científica. El otro, ayudarnos a
realizar juicios morales al proporcionar un fin u objetivo ideal. Ambos se
confunden con frecuencia, aunque un “ideal” en el primer sentido no
implica necesariamente un “ideal” en el otro.
En la teoría empírica, la función de un sistema ideal consiste en
describir las características o la operación de ese sistema bajo un
conjunto de condiciones perfectas (ideales). Galileo infirió la velocidad
con la cual un objeto caería en el vacío -por ejemplo, bajo condiciones
ideales- al medir la velocidad de una canica rodando en un plano
inclinado. Obviamente no midió y no pudo haber medido su velocidad al
caer en el vacío. Sin embargo, su ley de la caída de los cuerpos
continúa siendo válida hoy en día. En física es frecuente formular
hipótesis sobre la conducta de un objeto o fuerza bajo condiciones
ideales que no se pueden alcanzar a la perfección en experimentos
reales, pero que se pueden aproximar de manera satisfactoria. De
manera similar, cuando el sociólogo alemán Max Weber describió los
“tres tipos puros de autoridad legítima”, comentó que
la utilidad de esta división sólo puede mostrarla el movimiento sistemático que con
ella se busca […]. Ninguno de los tres tipos ideales […] acostumbra a darse puro
en la realidad histórica, no debe impedir aquí, como en parte alguna, la fijación
conceptual en la forma más pura posible de su construcción.4
Un ideal en el segundo sentido se entiende como un objetivo
conveniente, uno que probablemente no se alcanza a la perfección en
la práctica, pero es un nivel al que debemos aspirar, y con el cual
podemos medir el bien o el valor de lo que se ha logrado, de lo que
existe en realidad.
Una definición y descripción de democracia puede tener la intención
de servir sólo al primer propósito; o podría servir también al segundo.
Como ayuda para la teoría empírica, la concepción de la democracia
puede no provenir de un defensor sino de un crítico para quien incluso
el ideal es insatisfactorio, o simplemente irrelevante, para la experiencia
humana debido a la enorme distancia entre el objetivo y cualquier
posibilidad de una aproximación satisfactoria.
La democracia ideal
Aunque una democracia ideal se puede describir de muchas formas
distintas, un punto de partida útil es el origen etimológico del término:
demos + kratia, gobierno del “pueblo”. Para dejar abierta la pregunta
acerca de a qué “pueblo” se le ha proporcionado igualdad política total,
en lugar de “el pueblo” utilizaré mejor el término más neutral “demos”.
Creo que una democracia ideal requeriría como mínimo estas
características:
• Participación efectiva. Antes de que una política sea adoptada por
una asociación, todos los miembros del demos deben tener
oportunidades iguales y efectivas para hacer saber a los otros
miembros sus puntos de vista sobre lo que debería ser la política.
• Igualdad en la votación. Cuando llegue el momento en el cual
finalmente se tomará la decisión, cada miembro debe tener una
oportunidad igual y efectiva de votar, y todos los votos deben ser
contados por igual.
• Adquisición de conocimiento iluminativo. Dentro de un período de
tiempo razonable, cada miembro tendrá oportunidades iguales y
efectivas de aprender sobre políticas alternativas relevantes y sus
consecuencias probables.
• Control final de la agenda. El demos tendrá la oportunidad exclusiva
de decidir cómo (y si) sus miembros eligieron qué asuntos formarán
parte de la agenda. Así, el proceso democrático que requieren las
tres características anteriores nunca se cerrará. Las políticas de la
asociación siempre estarían abiertas al cambio por el demos, si sus
miembros eligieran hacerlo.
• Inclusión. Cada miembro del demos tendrá derecho a participar en
las formas ya descritas: participación efectiva, igualdad en la
votación, búsqueda de un conocimiento iluminativo de los asuntos y
el ejercicio del control final sobre la agenda.
• Derechos fundamentales. Cada una de las características necesarias
de una democracia ideal prescribe un derecho que es en sí una parte
necesaria del orden de una democracia ideal: el derecho a participar,
el derecho a que el voto de uno se cuente igual que el de los demás,
el derecho a buscar el conocimiento necesario para entender el
asunto en la agenda, y el derecho a participar en relaciones de
igualdad con los conciudadanos al ejercer el control final sobre la
agenda. La democracia consiste, entonces, no sólo en procesos
políticos. También es, necesariamente, un sistema de derechos
fundamentales.


Sistemas democráticos reales

Algunos filósofos políticos desde Aristóteles hasta Rousseau y aun
después, han insistido por lo general en que es probable que ningún
sistema político real cumpla del todo los requisitos del ideal. Aunque las
instituciones políticas de las democracias reales pueden ser necesarias
para que un sistema político alcance un nivel de democracia
relativamente alto, pueden no ser, de hecho es casi seguro que no
serán, suficientes para alcanzar la democracia perfecta o ideal. Sin
embargo, las instituciones dan un gran paso hacia el ideal, como me
imagino que lo hicieron en Atenas cuando los ciudadanos, líderes, y
filósofos políticos llamaron democracia a su sistema -a saber, no una
democracia real sino ideal-, o cuando Tocqueville en los Estados
Unidos, como muchos otros en América y otros lugares, lo llamaron
democracia sin dudarlo.
Si una unidad es pequeña en número y en área, las instituciones
políticas de la democracia asambleísta se podrían ver sin inconveniente
como instituciones que cumplen los requisitos de un “gobierno del
pueblo”. Los ciudadanos serían libres de enterarse todo lo que pudieran
sobre las propuestas que se les van a presentar. Podrían discutir
políticas y propuestas con sus conciudadanos, pedir información a los
miembros que consideran están mejor informados y consultar fuentes
escritas, entre otras. Podrían reunirse en un lugar conveniente: el monte
Pnix en Atenas, el Foro en Roma, el Palacio Ducal en Venecia, el
ayuntamiento en un pueblo de Nueva Inglaterra. Ahí, bajo la guía de un
moderador neutral, dentro de límites de tiempo razonables podrían
discutir, debatir, enmendar, proponer. Finalmente, podrían emitir sus
votos, contándolos todos por igual, imponiéndose los votos de la
mayoría.
Es fácil ver, entonces, por qué muchas veces se piensa que la
democracia asambleísta se halla más cercana al ideal que un sistema
representativo, y por qué sus más fervientes defensores algunas veces
insisten, como Rousseau en el Contrato social, en que el término
democracia representativa es contradictorio. Sin embargo, opiniones
como éstas no han logrado ganar muchos partidarios.



2 Aquí y en otras partes he recurrido a Stanley I. Benn, “Egalitarianism and the Equal Consideration of Interests”, en J. R. Penncok y J. W. Chapman, Equality (Nomos IX), Nueva York, Atherton Press, 1967, pp. 61-78.

3 En The Wisdom of Crowds, Nueva York, Doubleday, 2004, James Surowiecki
comienza su explicación refiriéndose al distinguido científico Francis Galton.
“La educación le importaba a Galton porque creía que sólo pocas personas poseían las
características necesarias para mantener sociedades sanas. Había dedicado la mayor
parte de su carrera a medir estas características, de hecho, para probar que la gran
mayoría de las personas no las poseía [...].
Mientras recorrió la [Exposición Internacional (International Exhibition) de 1884] [...] Galton se encontró con una competencia de cálculo de peso. Un buey había sido seleccionado y colocado en exhibición, y los miembros de la multitud congregada hacían fila para apostar cuál era el peso del buey [...]. Ochocientas personas probaron suerte. Era una multitud variada.”
Cuando terminó el concurso, Galton había realizado una serie de pruebas
estadísticas de los cálculos y descubrió que el cálculo aproximado principal de todos
los concursantes era de 1.197 libras. El peso real era 1.198. Galton escribió después:
“El resultado parece más meritorio por la veracidad de un juicio democrático de lo que se podía esperar” (pp. XII y XIII). En las páginas siguientes Surowiecki proporciona información en abundancia para apoyar su creencia de que, si se dan las
oportunidades apropiadas, los grupos pueden llegar a decisiones sensatas.

4 Max Weber, The Theory of Social and Economic Organization, trad. de A. M.
Henderson y Talcott Parsons, Nueva York, Oxford University Press, 1947, pp. 328 y
329 [trad. esp.: Economía y sociedad, trad. de José Medina Echavarría, México,
Fondo de Cultura Económica, 1944].

“EUROPA” por JÜRGEN HABERMAS y JACQUES DERRIDA





Hay dos datos que no deberíamos olvidar: el día en que los periódicos informaron a sus sorprendidos
lectores de la reafirmación de la lealtad hacia Bush, a la que el presidente del gobierno español invitó a los gobiernos europeos partidarios de la guerra, a espaldas de los demás socios de la UE. Y el 15 de febrero de 2003, cuando las masas de manifestantes respondieron a este golpe de efecto en Londres, Roma, Madrid, Barcelona, Berlín y París. Al analizarlas retrospectivamente, la simultaneidad de estas impresionantes manifestaciones -las mayores desde finales de la II Guerra Mundial- podría entrar en los libros de Historia como signo del nacimiento de una nueva opinión pública europea. Durante los densos meses anteriores al inicio de la guerra de Irak, un reparto del trabajo moralmente obsceno agitó las emociones. La gran operación logística de la imparable concentración de tropas, por un lado, y la actividad frenética de las organizaciones de ayuda humanitaria, por otro, se coordinaron con la precisión de un engranaje.
El espectáculo transcurrió imperturbable ante los ojos de la población que resultaría ser la víctima, despojada de toda iniciativa propia. No cabe duda de que el poder de las emociones hizo que todos los ciudadanos europeos se movilizaran juntos. Pero al mismo tiempo la guerra hizo que los europeos adquirieran conciencia del fracaso de su política exterior común, previsible desde hacía mucho tiempo. Al igual que en el resto del mundo, al romper tan alegremente con el Derecho Internacional, también en Europa se desató la discusión sobre el futuro del orden mundial. Pero los argumentos que nos dividen nos han afectado aún más profundamente.
A raíz de esta discusión, las conocidas líneas de fractura han quedado aún más marcadas. Las opiniones controvertidas sobre el papel de la superpotencia, el futuro orden mundial, la relevancia del Derecho Internacional y de la ONU han hecho que las diferencias latentes se manifiesten abiertamente. Ha aumentado aún más el abismo entre los países continentales y anglosajones, por un lado, y los países de la “Vieja Europa” y los candidatos de Europa central y del
Este a la adhesión, por el otro. En Gran Bretaña, la relación especial con EE UU no es ningún tabú, pero sigue ocupando el primer lugar en el orden de preferencia de Downing Street. Y los países de Europa central y del Este pretenden entrar en la UE, pero no están dispuestos a que les restrinjan enseguida su soberanía recuperada hace muy poco tiempo. La crisis de Irak sólo sirvió de catalizador. También en la Convención Constitucional de Bruselas queda manifiesta la diferencia de opiniones entre los países que desean realmente una profundización de la UE y aquellos que tienen un interés comprensible en congelar el proceso actual de gobierno intergubernamental y permitir, en todo caso, un cambio cosmético. Pero resulta que no se puede seguir disimulando por más tiempo dichas diferencias.
La futura Constitución nos traerá un ministro europeo de Asuntos Exteriores. Pero, ¿para qué sirve un nuevo cargo si los gobiernos no son capaces de acordar una política común? Incluso un Fischer ocupando un cargo con nueva denominación seguiría estando tan despojado de poder como Solana. Por ahora parece que sólo los países miembros del núcleo europeo están dispuestos a otorgar a la UE determinadas cualidades de Estado. ¿Qué hacer si son sólo estos países los que llegan a un acuerdo sobre la definición de sus “intereses propios”? Si queremos que Europa no se divida, ahora estos países deberán hacer uso del mecanismo de la “cooperación reforzada” acordado en Niza para poder dar un primer paso con una política exterior, de seguridad y de defensa en una “Europa de diferentes velocidades”. Ello tendrá un efecto de arrastre del que los demás países miembros -por ahora los pertenecientes a la eurozona- no van a poder librarse. En el marco de la futura Constitución Europea, no podrá ni deberá existir ningún tipo de separatismo.
Avanzar no significa excluir. Los países vanguardistas del núcleo europeo no deben afianzarse como la Pequeña Europa. Como en tantas otras ocasiones, deberán ser la locomotora.
Precisamente los países miembros de la UE que cooperan entre ellos de forma más estrecha tienen mucho interés en mantener la puerta abierta. Cuanto más rápidamente los países del núcleo europeo adquieran capacidad para una actuación exterior y demuestren que en una sociedad mundial compleja no cuentan sólo las divisiones, sino el suave poder de las agendas de negociación, las relaciones y las ventajas económicas, antes entrarán los países invitados por estas puertas.
En este mundo no compensa una concentración de la política en esa alternativa entre guerra y paz, tan estúpida como costosa. En el ámbito internacional y en el marco de la ONU, Europa debe poner su peso en la balanza para equilibrar el unilateralismo hegemónico de Estados Unidos.
Debería hacer valer su influencia en el diseño de una futura política interior mundial en las cumbres económicas mundiales y en instituciones como la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. La continuidad de la política de ampliación de la UE tropieza actualmente con las limitaciones de la dirección administrativa.
Hasta ahora habían sido los imperativos funcionales de la creación de una zona económica y monetaria común los que impulsaban las reformas. La política creativa que exige a los países miembros no sólo la eliminación de barreras a la competencia, sino también una voluntad común, depende de las motivaciones y la forma de pensar de los propios ciudadanos. Los acuerdos mayoritarios sobre decisiones de política exterior con consecuencias graves sólo podrán contar con aceptación cuando las minorías derrotadas se muestren solidarias. Pero esto exige la existencia previa del sentimiento de unión política. En cierto modo, la población tendrá que “ampliar” sus identidades nacionales y darles una dimensión europea. La solidaridad del ciudadano del Estado nacional limitado a la solidaridad con la propia nación, un concepto que hoy en día resulta ya bastante abstracto, deberá extenderse en el futuro a los ciudadanos europeos de otras naciones.
Esto plantea la cuestión de la “identidad europea”. La conciencia misma de un destino político común y una perspectiva convincente de un futuro común podrá hacer desistir a las minorías derrotadas de obstruir la voluntad mayoritaria. Por regla general, los ciudadanos de un país tienen que considerar a los ciudadanos de otro como “uno de los nuestros”. Este deseo plantea la pregunta que esgrimen tantos escépticos: ¿existen experiencias, tradiciones y logros históricos que motiven una conciencia del ciudadano europeo del destino político sufrido en común y que debe ser diseñado en común? Una “visión” de una Europa futura que sea atractiva e incluso contagiosa no caerá del cielo. Hoy en día sólo puede nacer de la inquietante sensación de desorientación.
Pero podrá resultar de la necesidad creada por una situación en la que los europeos nos vemos dependiendo de nosotros mismos. Y esa debe articularse en la cacofonía salvaje de una opinión pública polifónica. Si hasta ahora este tema no ha llegado a ser incluido siquiera en el programa político, ha sido un fracaso de los intelectuales.
Los riesgos ocultos Resulta fácil llegar a un acuerdo sobre cuestiones no vinculantes. Todos tenemos una idea de una Europa pacífica, cooperadora, abierta a otras culturas y capaz de dialogar. Saludamos una Europa que durante la segunda mitad del siglo XX dio con soluciones ejemplares para dos problemas.
Ya hoy en día Europa se ofrece como un sistema de “gobierno más allá del Estado nacional” que podría servir de modelo en una constelación posnacional. También los sistemas europeos de previsión social se consideraron durante mucho tiempo ejemplares. En el ámbito del Estado nacional, resulta que ahora se encuentran a la defensiva. Pero ni siquiera una futura política de doma del capitalismo en espacios sin fronteras debe volver a niveles inferiores previos a los valores alcanzados en materia de justicia social. Si Europa fue capaz de resolver dos problemas de esta magnitud, ¿por qué no iba a saber enfrentarse también al reto permanente de avanzar en la creación de un orden cosmopolita basado en el Derecho Internacional y defendiéndolo
frente a planes alternativos?
Por supuesto, un discurso promovido en toda la esfera europea tendría que dar con unas voluntades ya existentes que en cierto modo estén ya esperando un proceso estimulante de autonomía creciente. Pero hay dos hechos que parecen contradecir esta atrevida suposición. ¿Acaso los logros históricos más importantes de Europa no han perdido su fuerza de creación de una identidad precisamente por el éxito mundial alcanzado? ¿Y cuál es el factor que debe mantener unida a una región que se caracteriza como ninguna otra por la rivalidad permanente entre naciones con un alto grado de autognosis? Dado que el cristianismo y el capitalismo, las ciencias naturales y la tecnología, el Derecho romano y el código napoleónico, el estilo de vida urbano burgués, la democracia y los derechos humanos, la secularización del Estado y de la sociedad se extendieron a otros continentes, estos logros no representan ya ningún valor propio. El espíritu occidental basado en la tradición judeocristiana tiene, seguramente, rasgos característicos. Pero las naciones europeas comparten estos esquemas mentales caracterizados por el individualismo, el racionalismo y el activismo con los de Estados Unidos, Canadá y Australia. “Occidente” entendido como contorno espiritual abarca más que sólo Europa.
Además, Europa se compone de Estados nacionales que se delimitan polémicamente unos a otros. La identidad nacional expresada en lenguas nacionales, literaturas nacionales e historia nacional sirvió durante mucho tiempo como carga explosiva. Es cierto que hubo respuestas a la fuerza de destrucción de este nacionalismo en forma de modelos de opinión que son los que, desde el punto de vista del no-europeo, proporcionan a la Europa actual un carácter propio en virtud de su incomparable y amplia diversidad cultural. Esa cultura, despedazada más que otras culturas desde hace muchos siglos a causa de conflictos entre ciudad y campo, entre poderes eclesiásticos y seculares, la competencia entre fe y conocimiento, la lucha entre poderes políticos y clases antagónicas, tuvo que aprender dolorosamente de qué manera se puede establecer una comunicación en la diversidad, institucionalizar diferencias y estabilizar tensiones. También el reconocimiento de las diferencias -el reconocimiento mutuo del otro dentro de su carácter diferente- puede convertirse en característica de una identidad común.
Los ejemplos más recientes de ello son la pacificación de diferencias de clases por el Estado social y la autolimitación de la soberanía nacional en el marco de la UE. En palabras de Eric Hobsbawm, durante el tercer cuarto del siglo XX la Europa de este lado del telón de acero vivió su “edad de oro”. Desde entonces se pueden distinguir rasgos de una mentalidad política común de manera que los demás frecuentemente reconocen en nosotros antes al europeo que al alemán o al francés, y no sólo en Hong Kong, sino incluso en Tel Aviv. Es cierto: en las sociedades europeas la secularización ha avanzado bastante más que en otras. Aquí los ciudadanos ven las extralimitaciones entre política y religión más bien con desconfianza. Los europeos tienen una confianza relativamente grande en las prestaciones organizativas y la capacidad de dirigir del Estado, mientras que se muestran más escépticos de cara a la capacidad de rendimiento del mercado. Poseen un sentido marcado de la “dialéctica de la ilustración”, pero no tienen esperanzas optimistas inquebrantables respecto a los progresos tecnológicos. Tienen preferencias en cuanto a las garantías de seguridad del Estado del bienestar y normas en materia de solidaridad.
El límite de tolerancia en relación con el uso de la violencia frente a otras personas es comparativamente bajo. El deseo de alcanzar un orden internacional multilateral sobre una base jurídica regulada se une a la esperanza de alcanzar una política interior mundial eficaz en el marco de una ONU reformada.
A partir de 1989/1990 dejó de existir esta constelación que permitía desarrollar dicha mentalidad a los europeos occidentales favorecidos por la sombra de la Guerra Fría. Sin embargo, el 15 de febrero demostró que esa mentalidad en sí sobrevivió al contexto que la originó. Esto explica por qué la “Vieja Europa” se siente provocada por la superpotencia aliada a causa de su atrevida política hegemónica, pero también por qué son tantos los europeos que rechazan la invasión unilateral, preventiva y tan confusa como insuficientemente justificada a pesar de que saludan la caída de Sadam como liberación. Entonces ¿qué estabilidad tiene esta mentalidad? ¿Tiene sus raíces en experiencias y tradiciones históricas más profundas? Hoy sabemos que muchas de las tradiciones políticas, que pretenden tener autoridad por haber surgido aparentemente de forma natural, son sólo tradiciones “inventadas”. Frente a ellas, una identidad europea nacida bajo la luz de su carácter público, sería algo que se construye desde el principio.
Porque si se tratara sólo de una construcción arbitraria, se la tacharía de ser una cosa cualquiera.
La voluntad político-ética que se expresa en la hermenéutica de los procesos de autognosis no es algo arbitrario. La diferenciación entre el legado que recibimos y el que queremos rechazar, exige tanto cautela como la decisión sobre la lectura del modo en que lo hacemos nuestro.
Las experiencias históricas sólo son candidatas para una interiorización consciente sin la cual no alcanzarán la calidad de fuerza formadora de la identidad. Y para finalizar, algunas palabras clave referentes a dichos “candidatos”, bajo cuya luz la mentalidad europea de posguerra podría alcanzar un perfil más nítido.

Raíces históricas
La relación entre Estado e Iglesia ha tenido una evolución diferente en la Europa moderna a uno y otro lado de los Pirineos, al norte y al sur de los Alpes, al oeste y al este del Rin. La neutralidad ideológica del poder del Estado presenta formas jurídicas diferentes en cada uno de los países europeos. Pero en todas partes la religión ocupa dentro de la sociedad civil una posición apolítica similar. Aunque puede ser que se lamente esa privatización social de la fe bajo otros aspectos, ésta tiene una consecuencia deseable para la cultura política. En nuestras latitudes resulta difícil imaginarse a un presidente que comience sus labores diarias inherentes al cargo con una oración pública y que relacione sus decisiones políticas de graves consecuencias con una misión divina. En Europa, la emancipación de la sociedad burguesa de la tutela de un régimen absolutista no fue unida a la toma de posesión y la transformación democrática del Estado administrativo moderno. Pero la influencia de las ideas de la revolución francesa en toda Europa explica, entre otras cosas, por qué aquí se le atribuye a la política en sus dos formas de manifestación -como garantía de la libertad y también como poder organizativo- un valor positivo.
En cambio, la imposición del capitalismo estuvo unida a fuertes diferencias de clase. Esta memoria impide una valoración igualmente imparcial del mercado. La valoración diferente de la política y del mercado posiblemente reafirma a los europeos en su confianza en el poder civilizador de la organización de un Estado del que esperan también la corrección del “fracaso del mercado”.
El sistema de partidos nacido de la revolución francesa ha sido copiado muchas veces. Pero sólo en Europa sirve también a una concurrencia de ideologías que somete las consecuencias socio- patológicas de la modernización capitalista a una valoración política continuada. Esto fomenta la sensibilidad de los ciudadanos respecto a las paradojas del progreso. En la controversia de las interpretaciones conservadoras, liberales y socialistas se trata de la valoración de dos aspectos: ¿prevalecen las pérdidas que se producen al desintegrarse estilos de vida protectores tradicionales sobre los beneficios de un progreso quimérico? ¿O prevalecen los beneficios que prometen los procesos de destrucción creativa de hoy para mañana sobre el dolor de los perdedores de la modernización? En Europa, los efectos duraderos de las diferencias de clases fueron vividos por los afectados como un destino que sólo podía ser remediado mediante una actuación colectiva. De esta manera, en el contexto de los movimientos obreros y las tradiciones cristiano-sociales, se impuso una ética de la lucha por “más justicia social” solidaria y dirigida a una previsión uniforme, frente a una ética individualista que acepta desigualdades sociales marcadas.
La Europa de hoy está marcada por las experiencias de los regímenes totalitarios del siglo XX y por el holocausto, la persecución y exterminio de los judíos europeos en el que el régimen nacionalsocialista involucró también a las sociedades de los países conquistados. El análisis autocrítico de este pasado hizo recordar las bases morales de la política. La mayor sensibilidad respecto a las transgresiones de la integridad personal y física tiene su reflejo, entre otras cosas, en
que el Consejo de Europa y la UE hayan establecido como requisito para la adhesión la renuncia a la pena de muerte. Un pasado belicista involucró antaño a todas las naciones europeas en conflictos sangrientos. Tras la II Guerra Mundial, las experiencias de la movilización militar y espiritual de unos contra otros les hicieron sacar la consecuencia de desarrollar sistemas supranacionales de cooperación. La historia del éxito de la Unión Europea ha reafirmado en los europeos la convicción de que la domesticación del ejercicio del poder por el Estado exige también en el ámbito global una limitación mutua de los márgenes soberanos de actuación.
Cada una de las grandes naciones europeas ha vivido una época dorada de desarrollo de poder imperial y, lo que es importante en el contexto nuestro, también tuvieron que digerir la experiencia de la pérdida de un imperio. Esta experiencia de decadencia se une en muchos casos a la pérdida de imperios coloniales. Con la distancia creciente entre poder imperial e historia colonial, las potencias europeas tienen ahora la oportunidad de lograr también una distancia reflexiva de sí mismas. Así pudieron aprender a entenderse a sí mismas en el papel discutible de los vencedores desde la perspectiva de los derrotados, al hacérseles responsables como vencedoras de la violencia de una modernización impuesta y causante de desarraigo. Puede que esto fuera lo que ha fomentado el abandono del eurocentrismo y dado un nuevo impulso a la esperanza kantiana de una política interior mundial.

martes, 29 de julio de 2008

“El derecho internacional en la transición a un contexto postnacional” por Jürgen Habermas





Desde la primera guerra de Irak en 1990/91 se ha perfilado la colisión entre dos proyectos opuestos en lo que respecta a la conformación de un nuevo orden mundial. Los ánimos ya no se encienden en la disputa entre los idealistas kantianos y los realistas que secundan a Carl Schmitt. El punto de discusión se centra ahora en si es posible la justicia en cuanto tal en las relaciones entre naciones (1). Se cuestiona si el Derecho es el instrumento adecuado para realizar dicho objetivo –o si por el contrario lo más apropiado es el orden político unilateral de la mano de una potencia mundial. No se discuten los fines: El mantenimiento de la seguridad y estabilidad internacionales así como la consecución global de la democracia y los derechos humanos- éste es su incuestionable núcleo intercultural. Consecuentemente la controversia se produce acerca de las concepciones sobre cuáles sean los caminos que hay que recorrer para mejor poder realizar estos objetivos.



Nos preguntamos si el Derecho Internacional juega todavía un papel, cuando una potencia internacional de carácter intervencionista como los Estados Unidos deja a un lado las decisiones por ellos indeseadas de la comunidad internacional, que se llevan a efecto según los establecidos procedimientos jurídicos, y en su lugar opera una política del poder que se provee de sus propios argumentos morales. Pero habría siempre algo falso en el unilateralismo de un hegemon bien intencionado, aun cuando se presupusiera que con su compromiso se alcanzarían de manera más efectiva los objetivos compartidos por la ONU. O por el contrario ¿deberíamos mantenernos en el proyecto de una constitucionalización del Derecho Internacional que se encuentra ya en camino? (2).



Fue Kant quien primero diseñó este proyecto. Puso en cuestión el llamado derecho del Estado soberano para declarar la guerra –el ius ad bellum. Este derecho constituye el núcleo del Derecho Internacional clásico, que en su tiempo era un reflejo del sistema de Estados europeos conforme existía entre 1648 y 1918. Este sistema requiere la participación de las naciones; y en cuanto tal es constitutivo en su sentido literal de las relaciones internacionales. Los actores colectivos son presentados como los participantes de un juego estratégico:

son tan independientes que son capaces de tomar decisiones autónomas y obrar en consecuencia;

- siguen solo sus “intereses nacionales y

- compiten entre sí para extender su poder político, basándose en la amenaza de su poder militar.

Las reglas de este juego están definidas por el Derecho Internacional (3):

primeramente las calificaciones, obligadas para los participantes: Un Estado soberano debe controlar efectivamente las fronteras sociales y territoriales e igualmente debe poder mantener el derecho interno y el orden;

- posteriormente las condiciones de aceptación: La soberanía de un Estado se asiente en el reconocimiento internacional.

finalmente el propio Estado soberano: Un Estado soberano puede en todo tiempo declarar la guerra a cualquier otro Estado sin más justificación (ius ad bellum). Pero no puede inmiscuirse en los asuntos internos de otro Estado.



Un Estado soberano en el peor de los casos puede vulnerar los standars de inteligencia y eficiencia, pero no puede actuar contra el derecho y la moral; un gobierno no puede ni debe sancionar penalmente ni a los funcionarios ni a los comisionados, por acciones autorizadas por otra autoridad. Un Estado soberano reserva a sus propios tribunales la persecución jurídica de los crímenes de guerra (ius in bello).





Por todo ello el contenido moral del Derecho Internacional clásico es más bien precario. Se limita a la igualdad de los Estados soberanos que se asienta en el reconocimiento recíproco – sin atender a las grandes diferencias en cuanto al número de sus habitantes, a las características del territorio, y al real poder político o económico. El precio de esta igualdad jurídica es la libertad para el uso de la fuerza militar y la inseguridad derivada de una situación de anarquía entre los Estados. Para Kant este precio era demasiado alto, pues consideraba que la función pacificadora atribuida al equilibrio de las potencias era una “fantasía especulativa”.



En la época de Kant, las repúblicas estadounidenses y la surgida de la revolución francesa incorporaban una forma sustancial y totalmente distinta de la igualdad jurídica. La igualdad política consistía aquí en las relaciones simétricas entre los ciudadanos, no entre los Estados. Ello inspiró a Kant las siguientes consideraciones (4). En primer lugar presenta la situación anárquica que se da entre los Estados en analogía con aquel estado natural originario, que según la doctrina del Derecho natural debía haber existido entre los individuos no socializados (5). A continuación considera la idea de que aquel contrato, mediante el cual las personas fundaban una sociedad nacional de ciudadanos, permanecería incompleto, mientras no se encontrara una salida análoga para el estado natural internacional que hasta entonces había estado incontrolado (6). En analogía a la “constitución de los ciudadanos”, se ofrece la idea de una “constitución cosmopolita” de un Estado universal de los pueblos. De la concepción revolucionaria del sometimiento de los poderes de los Estados particulares a leyes obligatorias se deduce la consecuencia de la nueva configuración del Derecho Internacional, que se transforma de un derecho de los Estados en un derecho cosmopolita; esto es un derecho de los individuos, los cuales no solo son ciudadanos de sus Estados correspondientes, sino igualmente son miembros de una “común entidad cosmopolita, regida por una autoridad” (7).



Ciertamente, dos años después, Kant desarrolla la idea de la paz perpetua en la figura de una Federación de Estados Libres. Pero la alianza de los pueblos como una asociación voluntaria de los Estados soberanos es sólo un subrogado por exigencias pragmáticas de la norma racional de una propuesta cosmopolita que pretende la constitucionalización completa del Derecho Internacional en el marco de una República mundial fundada en los derechos de las personas y de los ciudadanos (8). Sus expectativas inmediatas las sitúa Kant ciertamente en la ampliación gradual de una Federación libre de repúblicas pacíficas, con relaciones comerciales, que se sientan obligadas mas moral que jurídicamente a someter sus conflictos ante un Tribunal Internacional.



Retengamos que la idea de una realidad cosmopolita se debía a la proyección de los derechos fundamentales y de la ciudadanía democrática desde el ámbito nacional al internacional. A la vez Kant como hijo de su tiempo padecía una cierta ceguera cromática en tres aspectos relevantes:

carecía de sensibilidad con respecto al nacimiento de una nueva conciencia histórica y a la acntuación de la percepción romántica de las diferencias culturales, y por tanto no podía prever la fuerza explosiva del nacionalismo;



participaba de la convicción de la superioridad de la civilización europea y de la raza blanca y no atendía a la naturaleza problemática de un Derecho Internacional que estaba cortado a la medida de un pequeño número de Estados privilegiados y de pueblos cristianos: sólo estas naciones se reconocían mutuamente como iguales en derechos, al tiempo que se repartían entre sí el resto del mundo con propósitos coloniales y misioneros;



Kant tampoco contemplaba el significado del asentamiento del Derecho Internacional europeo en una cultura cristiana con eficacia vinculante, que todavía se encontraba en condiciones de contener el uso de la fuerza militar en el marco de guerras limitadas.



Ciertamente estos puntos ciegos delatan una carencia, comprensible históricamente, en la exacta capacidad cognitiva de asumir perspectivas contrapuestas, que el mismo Kant reclama para un ulterior desarrollo cosmopolita del Derecho Internacional.

El primer paso para esta transformación sólo se dio tras el horror de la primera guerra mundial. Desde entonces se colocó en el orden del día político los intentos de limitar el derecho de los Estados soberanos para hacer la guerra según la propia discreción. La prohibición de la guerra de agresión se convierte en parte del Derecho Internacional a partir de 1928 con el Pacto Briand-Kellog. Pero ello sin la codificación del nuevo hecho, sin un Tribunal Internacional, al que corresponda la competencia correspondiente y sin una instancia supranacional, que tenga la voluntad y la capacidad de imponer sanciones efectivas a los Estados agresores. Por esta razón la Sociedad de Naciones fundada en 1919 no pudo disuadir a Japón de conquistar Manchuria, ni a Italia de anexionarse Abisinia, ni tampoco pudo evitar que Alemania devastara Europa, a la vez que socavaba el núcleo moral de su propia cultura. Los crímenes masivos del régimen nacional socialista en la segunda guerra mundial, que culminaron en la aniquilación de los judíos europeos y los crímenes de Estado de los regímenes totalitarios contra sus propios pueblos hicieron trizas finalmente aquella suposición –sacudida desde el Tratado de Versalles- de la inocencia por principio de los sujetos soberanos del Derecho Internacional. Los crímenes monstruosos han llevado ad absurdum la indiferencia moral y penal de la acción de los Estados. Los gobiernos y sus personas no debían gozar de impunidad por más tiempo como anticipo de los hechos condenables que posteriormente fueron incorporados en el Derecho Internacional; los tribunales militares de Nuremberg y Tokio condenaron a los representantes, funcionarios y colaboradores de los regímenes derrotados, a causa del delito de preparar una guerra de agresión y por crímenes contra la humanidad. Esto significaba el tiro de gracia para la idea de un Derecho Internacional como el Derecho de los Estados.



En comparación con el vergonzoso fiasco del desarrollo de la Sociedad de Naciones en el período de la entreguerra, la segunda mitad del Siglo XX se caracteriza por una irónica contraposición – el contraste entre las considerables innovaciones en el Derecho Internacional, por una parte, y por otra, el contexto de la guerra fría, que bloqueaba su práctica. Las innovaciones del Derecho Internacional de las que hablaré primero son a la vez más radicales y más realistas que el subrogado de Kant de una Federación Libre de Repúblicas Independientes:

En el nivel de los principios, la vinculación de la Carta de las Naciones Unidas con la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 significa una ruptura revolucionaria. Pues con ello la Comunidad Internacional se obliga a otorgar validez mundial a los principios constitucionales que hasta entonces sólo tenían vigencia en el interior de los Estados nacionales (9).



Las Naciones Unidas aplican el principio de la inclusión, a la vista de que entre tanto han sido admitidos 192 Estados miembros, en igual número liberales y autoritarios. Además se aceptan incluso Estados despóticos o al menos se los tolera. Naturalmente ello produce tensiones entre los principios proclamados por la Organización Mundial y los standars en Derechos Humanos que de hecho practican algunos Estados.



En el nivel de la Organización, estas tensiones se intensifican mediante el derecho del voto igualitario en la Asamblea General, y se acentúan mucho más debido a la composición del Consejo de Seguridad. El Estatuto de este órgano central premió la disposición a cooperar de las grandes potencias de (entonces), independientemente de sus Constituciones nacionales, con la concesión de un derecho de veto.



La Organización Mundial debe garantizar la paz y la seguridad internacional sobre la base de la prohibición de la amenaza y del uso de la fuerza militar. Sólo queda excluido el caso de un derecho, reescrito estrictamente, a la propia defensa. El principio de no intervención deja de tener validez con respecto a miembros que infringen la prohibición general del uso de la fuerza. La Carta prevé sanciones en el supuesto de transgresión de reglas, y en caso necesario el uso de la fuerza militar como función policial. Autoriza la constitución de tribunales que persigan la criminalidad de los gobiernos y los crímenes contra la humanidad.

La agenda de las Naciones Unidas está referida más allá del objetivo kantiano de asegurar la paz, a la promoción global e implantación de los Derechos Humanos. La Asamblea General entre tanto ha interpretado el hecho de la amenaza a la paz internacional extensivamente, contraponiéndole su política de Derechos Humanos.



En el contexto de los pactos internacionales de derechos civiles y políticos y de los económicos, sociales y culturales existe un sistema internacionalmente extendido de observación e información acerca de las violaciones de los Derechos Humanos. Se han creado mecanismos para las reclamaciones de los ciudadanos de los Estados contra sus gobiernos por conculcaciones del Derecho. Ello contiene un significado de principios, en cuanto que confirma el reconocimiento del individuo como sujeto inmediato del Derecho Internacional (10).



En todas estas perspectivas –la constitucionalización de la Comunidad de Estados, el carácter inclusivo de la Organización Mundial, la prohibición del uso de la fuerza y la correspondiente del principio de no intervención, la ampliación de la agenda a la política de los Derechos Humanos, la individual responsabilidad penal de los funcionarios y el reconocimiento de los individuos como sujetos del Derecho Internacional- el desarrollo efectuado por las Naciones Unidas del Derecho Internacional llega más allá de la propuesta de Kant de una Federación de Estados Libres, aunque en la misma dirección que había señalado Kant con la idea de una Constitución cosmopolita.



Debido a que una gran parte de los Estados Miembros provienen de un amplio proceso de descolonización, surgido a partir de 1945, nace una conciencia de pluralismo cultural y cosmovisional, que rompe el marco de Derecho Internacional Europeo y de Occidente y pone fin al monopolio interpretativo de Occidente en lo que se refiere a los principios del Derecho Internacional. Como consecuencia de las diferencias de raza, étnicas, religiosas, los miembros de la Asamblea General no podían eludir la asunción de perspectivas contrapuestas, en dimensiones que le estaban vedadas a Kant. No bastaba la ampliación del catálogo de los Derechos Humanos ni los Acuerdos para desterrar cualquier forma de discriminación racial. Se ha mostrado como imprescindible un diálogo intercultural acerca de cómo hay que entender los principios de la Organización Mundial y cómo deben ser institucionalizados (11).



Llegados aquí quisiera considerar por algunos momentos el argumento, que ha tenido importantes seguidores, de Carl Schmitt en contra de los desarrollos inspirados por Kant. Según esta concepción fracasaría todo intento de pacificar duraderamente a los Estados belicistas. En sentido jurídico, la justicia no podría darse entre las naciones, porque cualquier concepción de justicia siempre será sustancialmente discutible. Una fundamentación universal de las intervenciones armadas sólo puede ser un pretexto para ocultar los intereses particulares de un agresor. Éste busca ventajas por medio de una discriminación deshonesta. Establece una relación asimétrica entre partes iguales cuando le niega al contrario el status de un honroso enemigo, iustus hostis. Peor todavía, la moralización de la guerra, que había sido vista hasta el momento como diferente inflama el conflicto y “desenmascara” lo que oculta, una pretendida declaración de guerra civilizada y conforme al Derecho.



Schmitt ya había desarrollado estas reflexiones en contra de un concepto de guerra discriminatorio, por reacción al primer intento de descalificar las guerras de agresión así como la cuestión de la culpabilidad de los iniciadores de la guerra, planteada por el Tratado de Paz de Versalles (12). Después de la segunda guerra mundial, Schmitt llevó al extremo su argumento en un informe jurídico redactado para apoyar la defensa de Friedrich Flick ante el Tribunal de Nuremberg (13). Las “atrocidades” de la guerra total (14) no habían conmocionado su fe en la inocencia del sujeto-Estado, del Derecho Internacional.



Ciertamente el argumento no resulta convincente. Pues el rechazo de la “moralización” de la guerra pende del vacío puesto que una “constitucionalización” significa hacer derecho en las relaciones internacionales; y si se han establecido los procedimientos necesarios, el derecho positivo con sus cautelas protegerá a los acusados de condenas morales apresuradas (15). Si no obstante permaneciera Schmitt en su afirmación de que el pacifismo legal conduce a una desinhibición de la violencia, debería conceder tácitamente que todo intento de domesticación legal de la violencia bélica es un fracaso y que este fracaso liberaría energías destructoras. Schmitt niega la posibilidad de que cualquier concepción de justicia –por ejemplo el de democracia y Derechos Humanos- podría encontrar un acuerdo entre estados o naciones en confrontación. Esta posición no cognitivista carece de una fundamentación filosófica. Su escepticismo frente a la preeminencia de lo justo y lo bueno se apoya principalmente en su concepto, cargado de metafísica, de “lo político”.



Schmitt está convencido del irresoluble antagonismo entre naciones fácilmente provocables y dispuestas a utilizar la fuerza, que pretenden afirmar su identidad colectiva frente a los otros. Esta lectura del existencialismo político se apoya como siempre en el modelo de una balanza de poderes inestable entre actores colectivos, que sin limitaciones normativas prosiguen sus propios intereses. Con algunas modificaciones podría haberse aplicado al “equilibrio del terror” durante la confrontación de ambas potencias nucleares, Estados Unidos y la Unión Soviética. Hans Morgenthau y los neorrealistas participan del temor de una moralización de la vía salvaje de Hobbes (16). Pero hoy ya no sirve el modelo del equilibrio de fuerzas entre enemigos militares que deciden independientemente. Más allá de la simetría de la distribución del poder en un mundo unipolar, la situación actual no queda determinada por la imagen de la guerra clásica entre Estados. La seguridad internacional se ve hoy amenazada por parte de los Estados criminales o por el terrorismo internacional, ante todo por la destrucción de la autoridad estatal en la desgraciada mescolanza de luchas tribales, criminalidad internacional y guerras civiles (17). Hoy ha perdido sentido el temor de Carl Schmitt ante el moralismo desinhibitorio, consecuencia de los esfuerzos fallidos por descalificar la guerra, cuando la guerra ya no está monopolizada por los Estados soberanos. Ello queda patente como lo muestra el contexto y las consecuencias de la segunda guerra de Irak, conducida por los Estados Unidos.

Los peligros típicos de amenaza a la seguridad internacional y los crímenes políticos predominantes que exigen actuaciones y regulaciones supranacionales son expresión de un contexto postnacional. El cambio de contexto sabemos que proviene de la globalización del comercio, de las inversiones y de la producción, también de los medios de comunicación y de los mercados; de la cultura y de las comunicaciones, así como de los riesgos en los ámbitos de la salud, la criminalidad y del medio ambiente. Los Estados se implican con creciente intensidad en las redes de una sociedad mundial cada vez más interdependiente, cuya especificación funcional avanza sin impedimentos por encima de las fronteras territoriales (18).



Estos procesos sistemáticos pulverizan las condiciones de toda independencia nacional, que eran los presupuestos de la soberanía: Los Estados nacionales afrontan crecientemente problemas técnicos de gran dimensión que exigen la cooperación internacional a fin de lograr la coordinación y políticas concertadas regional e incluso globalmente;

se distribuyen el espacio internacional con global players de carácter no estatal (con corporaciones multinacionales y organizaciones no gubernamentales, con autoridades e instituciones internacionales muy especializadas, que en parte han encontrado su locación bajo el techo de la ONU (19), con Tribunales Internacionales como el de La Haya o con organizaciones transnacionales como la Organización Mundial del Comercio o el Banco Mundial);



se agregan en comunidades supranacionales (como la Unión Europea) o en alianzas regionales (como la OTAN) y en algunos casos se someten formalmente a la autoridad y a las instancias jurídicas superiores.



De esta forma, los Estados Nacionales pierdes sus tradicionales competencias (como el control sobre los recursos provenientes de los impuestos, a las empresas nacionales, que operan internacionalmente); ciertamente a la vez ganan márgenes para una nueva clase de influjo (20). Cuanto más rápidamente aprenden a insertar sus intereses en los nuevos canales de “gobernar más allá de los gobiernos” tanto mejor pueden sustituir las formas tradicionales de presión diplomática y de la amenaza militar con formas “blandas” de ejercer el poder. El mejor indicador de lo cambios formales en las relaciones internacionales son las fronteras fluidas entre política interior y exterior. Con la disolución de las delimitaciones clásicas entre el interior y el exterior también el concepto de Carl Schmitt de lo político pierde su inequívoca referencia a la autoafirmación nacional.



La innovaciones del Derecho Internacional de las Naciones Unidas hasta 1989-90 eran algo así como uno fleet in brief. Sólo pudieron ponerse en movimiento después de que con la disolución del mundo bipolar habían desaparecido las razones más importantes que bloqueaban el Consejo de Seguridad. Desde entonces se han utilizado los instrumentos que habían quedado oxidados:

El Consejo de Seguridad ha tomado decisiones y las ha llevado a cabo con respecto a una serie de actuaciones de cascos azules con el objetivo de mantener la paz (peace keeping), también algunas intervenciones armadas para forzar condiciones de paz (peace-enforcing) (Irak, Somalia, Ruanda, Haití y Bosnia) (21).



Dos de estas actuaciones han conducido a la creación de tribunales que entienden de crímenes de guerra (Ruanda y la antigua Yugoslavia); mientras que aún está abierto el futuro de la Corte Penal Internacional, constituida en Roma y establecida en La Haya.



La nueva categoría de “estados villanos” (John Rawls mas neutralmente habla de out law-states) es en todo caso una señal de que el reconocimiento de la soberanía del Estado depende crecientemente de si satisface los standars de seguridad y Derechos Humanos de las Naciones Unidas. A su pérdida de legitimidad contribuyen los informes habituales de organizaciones de vigilancia y ayuda que operan internacionalmente como Amnesty International (22).



Por otra parte frente a estos éxitos formales hay que contraponer una sobria réplica. La Organización Internacional dispone de escasos recursos financieros. En todas sus intervenciones requiere de la actitud cooperadora de los gobiernos de los Estados miembros, que como siempre son los únicos que controlan los recursos militares y que, por su parte, dependen de las opiniones públicas nacionales (23). La intervención en la confrontación de guerra civil en Somalia, fracasó por un compromiso ambiguo de los Estados Unidos. Peor que estas intervenciones frustradas son las intervenciones omitidas, p.e. en el Kurdistán iraquí, en Sudán, en Angola, Congo, Nigeria, Sri Lanka y durante mucho tiempo en Afghanistán.



La selectividad de los casos que afecta y trata el Consejo de Seguridad, revela la primacía desvergonzada que gozan todavía los intereses nacionales con menoscabo de las obligaciones globales de la Comunidad internacional. Estas obligaciones ignoradas sin miramientos pesan especialmente sobre los países occidentales, que hoy se ven confrontados con las consecuencias malignas de una descolonización fracasada, lo mismo que con las duraderas consecuencias de sus propias historias coloniales; además de con los efectos de una globalización económica que en el nivel político está insuficientemente institucionalizada (24). Finalmente el veto de las grandes potencias como en el caso del conflicto de Kosovo puede hoy paralizar el Consejo de Seguridad. Ciertamente esta intervención emprendida por una alianza de Estados indubitablemente democráticos con la justificación de impedir limpiezas étnicas y sin que fuera reconocible un interés particular se vió ulteriormente legitimada.



Es palmaria la debilidad de una ONU que está necesitada de reformas. Por otra parte el hecho de que el Gobierno de Bush niegue su reconocimiento a la Corte Penal Internacional del brazo de países como China, Irak, Yemen, Quatar y Libia denota bastante más que sólo errores, fallos y retrasos en el camino de más de 80 años en la constitucionalización del Derecho Internacional. Sobre todo cuando su motor primero fueron los Estados Unidos. La intervención en contra del Derecho Internacional en Irak, acompañado del intento del Gobierno de los Estados Unidos de minar el influjo y la reputación de las Naciones Unidas, es la confirmación de un cambio de principios en la política norteamericana acerca del Derecho Internacional. Todo ello nos reconduce a nuestra cuestión del comienzo: Las precarias eficiencia y capacidad de acción de las Naciones Unidas ¿son un motivo suficiente (a la vista de los actuales desafíos) para romper hoy con las premisas del proyecto kantiano?



Me voy a concentrar exclusivamente en el aspecto normativo de la cuestión y procederé, para abandonar otros argumentos, en el supuesto contrafáctico de que la política conducida unilateralmente con el fin de obtener la protección en un “mundo bipolar” bajo una Pax Americana coincidiera en sus metas con la política de las Naciones Unidas. Y ello de manera que estuviera orientada a la vez por el afianzamiento de la seguridad y la estabilidad internacionales, así como por la implantación mundial de la democracia y de los Derechos Humanos. Aún en el mejor de los escenarios, éste “hegemon bien intencionado” ya en su primer paso se encontraría con insuperables dificultades cognitivas: conocer aquellas iniciativas y aquellas operaciones, que corresponden a los intereses de la Comunidad de Estados. También el gobierno más perspicaz que decidiera por sí mismo sobre la autodefensa preventiva, sobre las intervenciones humanitarias y sobre la constitución de tribunales internacionales, nunca podría estar seguro de que supiera diferenciar suficientemente los propios intereses nacionales de los intereses generalizables, que podrían ser compartidos por otras naciones, cuando éstas efectúen sus evaluaciones de bienes y normas. Ésta no es una cuestión de buena voluntad, sino de la lógica del discurso práctico. Pues toda anticipación asumida por una de las partes sobre lo que por todas las otras partes sería racionalmente aceptable, sólo puede ser corroborada si esta propuesta presuntiva e imparcial se ve sometida a un procedimiento inclusivo de conformación de la opinión y de la voluntad; ello exige que todas las partes se vean consideradas en el intercambio de perspectivas y en la ponderación de todos los intereses. Este es el objetivo cognitivo de imparcialidad al que deben servir los procedimientos jurídicos, tanto en el nivel nacional como en el internacional.



El unilateralismo bien intencionado es siempre deficiente en la perspectiva de los procedimientos por encontrar decisiones legítimas. Esta carencia no puede ser compensada por las ventajas derivadas de una Constitución democrática en el interior de la potencia hegemónica. Cognitivamente los ciudadanos se encuentran frente al mismo problema que sus gobiernos. Los ciudadanos de una comunidad política tienen las mismas dificultades para acertar anticipatoriamente los resultados de la interpretación y la aplicación de valores y principios universales, como los ciudadanos de otra comunidad política a partir de su percepción local y de su contexto cultural. La circunstancia afortunada de que la actual superpotencia coincide con la democracia más antigua proporciona en todo caso algún motivo para la esperanza. La afinidad existente entre la orientación valorativa y sus tradiciones nacionales de la potencia mundial resultante y el proyecto de un Derecho cosmopolita podrían facilitar el retorno de un próximo gobierno norteamericano a su misión de origen.



El contexto postnacional se encuentra a la mitad del camino de la constitucionalización del Derecho Internacional. La experiencia cotidiana de las crecientes interdependencias en una sociedad mundial crecientemente compleja varía imperceptiblemente la autopercepción de los Estados nacionales y de sus ciudadanos. Los antiguos actores independientes con capacidad decisoria aprenden nuevos roles. Tanto si se trata de los participantes en las redes transnacionales como los que se adaptan a las exigencias funcionales de la cooperación, al igual que los miembros de las organizaciones internacionales obligados a expectativas y compromisos normativos. No debemos minusvalorar el influjo del discurso internacional que cambia la conciencia existente y que ha sido puesto en funcionamiento mediante la construcción de nuevas relaciones jurídicas. En el camino de tomar parte en las discusiones acerca de la interpretación y la aplicación del nuevo Derecho, en primer término son reconocidas las normas por los funcionarios y los ciudadanos; posteriormente son gradualmente internalizadas. De esta manera aprenden también los Estados nacionales a entenderse a sí mismos como miembros de una comunidad política de mayores dimensiones (25). Una superpotencia de dimensión continental es ciertamente el último de estos actores colectivos que puede percibir esta débil presión simbólica en dirección a un cambio de la propia imagen. Pero quizás en vez de ello lo aprenderá bajo la presión inamistosa de una crítica internacional, que transmite el argumento de Carl Schmitt sobre las relaciones asimétricas del mundo unipolar. Los ciudadanos de una comunidad internacional a corto o a largo plazo permanecerán sensibles a la disonancia cognitiva entre las pretensiones universalistas mayores de edad con las que se justifica públicamente una misión nacional y aquellas de naturaleza particularista que dejan al descubierto intereses determinantes.



NOTAS



1. Th. L. Pangle, P.J. Ahrensdorf, Justice among Nations, (UP Kansas), 1999.



2. J.A. Frowein, Konstitutionalisierung des Völkerrechts, en: BDGVR, Volkerrecht und Internationales Recht in einem sich globalisierenden internationalen System (C.F. Müller), Heidelberg, 2001, 427-447; además: H. Brunkhorst, Solidarität, Von der Bürgerfreundschaft zur globalen Rechts- genossenschaft, Frankfurt/Main 2002.



3. W. Graf Vitzhum, Völkerrecht, 2ª edic., Berlin 2001.



4. J. Habermas, Kants Idee des Ewigen Friedens, en : J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt/Main, 1996, 192-236.



5. Cfr. la conclusión de la Teoría del Derecho, I. Kant, Werke (Edición Weischedel) T. IV, 478.



6. Cfr. Kant, Werke, T. VI, 169.



7. Así igualmente en el posterior escrito Zum Ewigen Frieden (Werke T. VI, 203), en donde Kant refiere el derecho cosmopolita a las personas “que tienen que ser consideradas como ciudadanos de un Estado común de personas”.



8. Kant, Zum Ewigen Frieden, Werke, T. VI, 212s. “La limitación de los derechos del ciudadano del mundo a las condiciones de la hospitalidad común es la consecuencia de esta sustitución resignada de “la positiva idea de una República mundial” por el subrogado negativo de una Alianza par evitar la guerra. Lo mismo en: Thomas A. McCarthy, On Reconciling Cosmopolitan Unity and National Diversity en: P. de Greiff, C. Cronin (eds..) Global Justice and Transnational Politics (MIT Press), Cambridge, Mass. 2002, 235-274.



9. Acerca de la problemática de la internacionalización de los Derechos Humanos cfr. M. Brunkhorst, W.R. Köhler, M. Lutz-Bachmann (edit), Recht auf Menschenrechte, Frankfurt/Main 1999.



10. Kay Hailbronner, Der Staat und der Finzelne als Völkerrechtssubjekte, en: Vitzthum (2001), 161-167.



11. J. Habermas, Zum Legitimation durch Menschenrechte, en::ipse, Die postnationale Konstellation, Frankfurt/Main 1998, 170-192.



12. C. Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlin 1938.



13. C. Schmitt, Das internationalrechtliche Verbrechen des Angriffskrieges (edit. por H. Quaritsch), Berlin 1994.



14. cfr. ibid. p. 16.



15. K. Günter, Kampf gegen das Böse ? Kritische Justiz 27, 1994, 135-157.



16. M. Koskenniemi, Carl Schmitt, Hans Mogenthau and the Image of Law international Relations, en: M. Byers, The Role of Law International Politics, Oxford UP, 2000, 17-34; cfr. también Pangle, Ahrensdorf (1999) 218-238.



17. B. Zangl, K. Zürn, Frieden und Krieg, Frankfurt/Main 2003, 172-205.



18. En lo que sigue ver: U. Beck, Macht und Gegenmacht im globalen Zeitalter, Frankfurt/Main 2002.



19. Desde 1946 han sido fundadas 16 organizaciones, comenzando por la Organización Mundial de la Salud y la UNESCO hasta el Fondo Interncional para el desarrollo agrícola.



20. M. Zürn Politik in der postnationalen Konstellation en: Chr Landfried (G.), Politik in der entgrenzten Welt, Köln 2001, 181-204; ibid., Zu den Merkmalen postnationaler Politik en: M. Jachtenfuchs, M. Knodt (edit). Regieren in internationalen Institutionen, Opladen 2002, 215-234.



21. Ch. Greenwood, Gibt es ein Recht auf humanitäre Intervention? En: H. Brunkhorst, Einmischung erwünscht? Frankfurt/Main 1998, 15-36.



22. Frowein (2001), 429 ss. Zangl, Zürn (2003) 254 ss.



23. W. Biermann, Ist der Schutz der Menschenrechte durch Macht machbar, en: H. Brunkhorst (1998), 143-160.



24. Münkler, Die neuen Kriege, Hamburg 2002, 13 ss.









Traducción: José Antonio Gimbernat

lunes, 28 de julio de 2008

"LA CIUDAD POSNACIONAL: DESAFÍOS URBANOS FRENTE A LA CRISIS DEL ESTADO NACIONAL " por Iñigo González






1. Introducción

A lo largo de los últimos cincuenta años las ciudades occidentales han sido objeto de modificaciones que el moderno marco político del Estado nacional ya no puede abarcar.
Bien es cierto que la actual reducción de población rural en favor de la urbana es un fenómeno que arranca con la industrialización, es decir, un fenómeno típicamente moderno. Y que implica, tal como se indicó en el II Foro Urbano Mundial celebrado en el Fórum Universal de las Culturas de Barcelona , que si «hace cincuenta años dos terceras partes de la población mundial era rural, dentro de cincuenta, dos terceras partes –seis millones de nosotros– vaya a vivir en la ciudad» . Fenómeno definitivo, por lo demás, incluso en zonas de desarrollo no occidental (Venezuela, por ejemplo, es la población más urbanizada del Planeta).
Pero es igualmente cierto que dicho despliegue, entendido como el tránsito de la población desde el sector primario al secundario –y concentrado éste en los núcleos urbanos-, se desarrolló en un contexto principalmente nacional .
La problemática migratoria a la que se enfrentan los países occidentales no es ésta precisamente, sino otra bien distinta y de carácter internacional. Es así que los flujos migratorios intranacionales van dando paso progresivamente a estos otros de carácter transnacional, con la consiguiente avalancha de inmigración en Europa y EEUU y el llamado clash of civilizations.
Pero la internacionalización actual de las economías no sólo implica un mayor flujo migratorio. También conlleva un incremento a nivel mercantil e informativo. Incremento apoyado en la desaparición del bloque socialista, el fin de la guerra fría y el despliegue definitivo de grandes zonas de libre comercio, por una parte. Y en el desarrollo del ámbito de las telecomunicaciones y de la autopista de la información, por otra.
Ambos fenómenos estuvieron presentes en el Fórum. A nivel discursivo, en lo que a los diálogos allí desarrollados se refiere. Pero también a un nivel operativo, en relación a la propia función del Fórum como acontecimiento. A fin de cuentas, el Fórum se celebró en Sant Adrià del Besòs, integrado en un plan de rehabilitación de la zona que ilustra adecuadamente los fenómenos citados, así como las modificaciones urbanísticas del último tercio de siglo. Esto es: la reconversión industrial, el avance del sector servicios y la transformación urbanística desde el modelo desarrollista de la etapa industrial a la actual metrópolis posfordista y el diseño de planes urbanísticos dirigidos a atraer el capital privado.
Municipio de crecimiento lento y sostenido durante el siglo XIX, Sant Adrià del Besòs fue testigo del boom de población en la década de los años veinte, cuando su población se multiplicó por seis. Si en 1920 la población sumaba 1.073 habitantes, en 1930 ascendía ya a 6.515, la mayoría de ellos de origen levantino, andaluz, murciano y aragonés . Dicho crecimiento se debió a la proliferación de industrias, entre ellas las centrales térmicas Energia Elèctrica de Catalunya; la actual FECSA, en el margen izquierdo del río Besòs, y la Companyia de Fluid Elèctric, llamada La Catalana, en el margen derecho.
La crisis de los años setenta y ochenta desmanteló gran parte del tejido industrial de la zona, convirtiendo Sant Adrià en ciudad dormitorio y desplazando la población trabajadora a Barcelona ciudad. Los últimos proyectos urbanísticos allí desarrollados distan mucho del característico modelo industrial del entorno del río Besòs: el nuevo Parque Fluvial de la Ribera, el Museo de la Inmigración, el puerto deportivo, el Parque Nordest y el propio Fórum.
No es necesario añadir que el caso de Sant Adrià podría extrapolarse sin dificultad al del grueso de ciudades occidentales e industrializadas del siglo XX.
La reconversión industrial, la flexibilización del mercado de trabajo y el progresivo desmantelamiento del estado de bienestar heredero del new deal (las denominadas «políticas de saneamiento» de los años ochenta), junto a las privatizaciones y la irrupción del modelo de empresa multinacional redefinieron el papel del Estado como un organismo («no gubernamental», como señala irónicamente Daniel Innerarity) que progresivamente va perdiendo competencias y deviene principalmente burocrático, mínimo a todos los efectos .
En este contexto, la ciudad contemporánea no puede seguir mirándose en el espejo del Estado-nación, porque lo rebasa. La ciudad, entendida en lo sucesivo como escenario de los flujos económicos, migratorios y culturales de carácter transnacional, pasa a ser objeto privilegiado de los estudios políticos en el sentido etimológico del término «político». Un regreso al concepto de polis como escenario por excelencia de la vida en común.
Aunque salvando las distancias: la metrópolis contemporánea poco o nada tiene en común con la polis griega. Si acaso, el hecho de que, con la progresiva pérdida de competencias por parte de los Estados nacionales y la ausencia de instituciones –ya sean locales, nacionales o internacionales– con auténtico peso político que las sustituyan, la metrópolis deja de tener un marco de envergadura al que remitirse, pasando de este modo a ser el escenario principal de la práctica política y la consecución del bien común.
Y esto ocurre en dos sentidos.
Hacia el exterior, los Estados nacionales pierden las tradicionales competencias (como el control sobre los impuestos a las empresas que, siendo nacionales, operan internacionalmente) distribuyéndose en un espacio internacional en el que ya no pueden operar como organismos soberanos stricto sensu. Ello ocurre porque, tal como señala J. Borja, ni las empresas son ya «nacionales», ni lo son tampoco los centros comerciales, los complejos de I+D y las infraestructuras en general –son, cuando menos, “europeos”–. Lo cual implica el necesario aumento del peso político europeo y la reducción del nacional .
Hacia el interior, los Estados nacionales sufren un proceso de descentralización mediante la transferencia de competencias a ámbitos cada vez más locales, y que alcanza el cuasifederalismo en los casos de España o Bélgica. La figura del alcalde pasa entonces a revalorizarse en tanto que es él quien gestiona, en muchas ocasiones contra los intereses del Gobierno central, la oferta y la promoción urbana con las que competir por atraer las inversiones del capital privado. Y ello al tiempo que los mecanismos de regulación y de compensación institucional se debilitan. De lo que se sigue una asimetría no ya entre naciones o entre ciudades –que también– sino entre los propios barrios de una misma ciudad, que compiten entre si por alcanzar un mejor acceso al capital privado. Con el consiguiente desenganche entre el centro y la periferia y la aparición de bolsas localizadas de pobreza.
En este sentido, el tránsito a lo local sólo puede ser recorrido desde el tránsito a lo posnacional, i.e, desde el tránsito paralelo del moderno modelo de Estado-nación al más posmoderno modelo transnacional (ONU, FMI, UE). Es decir, desde el análisis de la evolución de uno y de otro modelo, de los conflictos que su actual convivencia genera (p.e., la posible incompatibilidad entre las Constituciones nacionales y la europea), de los límites con que este último pueda toparse (¿cuáles podrían ser los límites de la UE una vez admitido el ingreso de Turquía como Estado miembro de la Coalición?) y de las repercusiones que de ese desplazamiento se siguen a escala local.


2. La Cuestión del Estado: Génesis e ideología de lo nacional.

La apuesta por modelos transnacionales y la pujanza de la economía globalizada y liberal se suman a las voces críticas que pretenden levantar acta de defunción del Estado-nación como marco de gobierno válida en el contexto actual. Pero dichas voces no socavan únicamente la legitimidad del marco; también desvelan la falacia naturalista en la que incurren sus apologetas. Y ello porque el Estado nacional se revela como algo históricamente determinado y, en consecuencia, contingente. Y con ello, el modelo de ciudadanía que despliega a su amparo .
En 1908 el New English Dictionary distinguió por vez primera el concepto antiguo de «nación» del moderno, definiendo este último en su dimensión política . Y con ello se explicitaba el pistoletazo de salida del Estado-nación moderno. Si la noción premoderna de «Estado» había incluido la de un conjunto vago de naciones, en adelante dicha noción quedó relacionada de manera vinculante con la de «nación», en singular, caracterizada ésta de manera eminentemente política. Naturalizándose así la identidad entre «Estado», «nación» y «lengua».
En una línea semejante, no fue hasta 1884 que el Diccionario de la Real Academia Española pasó a definir la nación como el «estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno» . Hasta tal fecha, la palabra «nación» no venía a significar otra cosa que «la colección de los habitantes en alguna provincia, país o reino» , sin mayor matiz político.
Así pues, la forma de gobierno adquirió en la Modernidad su forma de Estado nacional, con lo que ello implica de centralismo y cohesión.
Por supuesto, los factores que motivaron tal desplazamiento semántico respondían al interés por hacer tabla rasa de la asimétrica herencia feudal, eliminando consecuentemente los privilegios de la nobleza para instaurar un nuevo tipo de privilegio: el del ciudadano –frente al antiguo súbdito–. Se superaba así el Estado patrimonial y absolutista que hasta el momento había gestionado la añeja sociedad feudal redefiniéndolo ahora en su forma nacional .
En este contexto, el nacionalismo operó como principio identificador de la unidad política y la nacional. En consecuencia, su génesis en los siglos XVIII-XIX sólo puede ser explicada como un fenómeno históricamente dado, i.e., como tecnológica y económicamente determinado.
Y viceversa: el propio nacionalismo sirvió de condición de posibilidad para el despliegue industrial de la Modernidad y de los flujos migratorios que, siempre dentro de un marco principalmente nacional, dicho despliegue generó. En este sentido, tratar de justificar el modelo de nación en base a criterios tales como el pasado histórico, la comunidad lingüística o la continuidad geográfica es incurrir en una petición de principio por cuanto dichos criterios son regulados al tiempo que se implantaba el propio modelo. Tal como señala E. J. Hobsbawn, previamente a su caracterización nacional, los Estados eran lingüística y étnicamente heterogéneos; fue el modelo nacional el que introdujo la coherencia y la continuidad histórica, lingüística y geográfica . No al revés.
La proliferación de naciones decimonónicas con estatus de Estado aconteció, pues, sobre la base de un nacionalismo con el que horadar el Antiguo Régimen para así permitir el desarrollo de un mercado protegido y regulado por los Gobiernos centrales . Fueron éstos quienes orquestaron la progresiva concentración de la producción en los núcleos urbanos y el consiguiente desplazamiento de la población agraria a las ciudades, comenzando por Inglaterra y Francia.
Ante tal situación, las divergencias con las teorías políticas más liberales no se hicieron esperar. Si dichas políticas –la teoría económica clásica en general y la de A. Smith en particular– se habían distinguido por defender el libre mercado entre empresas privadas frente al intervencionismo estatal, el nuevo paisaje político parecía refutar sus pretensiones . Pero el modelo de Estado nacional adquirió tal fuerza que hasta los liberales más reacios se vieron obligados a acepar que, de facto al menos, la idea de nación era irrebatible, y a trabajar en lo sucesivo a partir de un esquema de monopolio de la moneda, economía pública y legislación fiscal. El modelo nacional se adhería así al subconsciente político colectivo y pasaba a operar implícitamente en cualquier política económica que se pudiera llevar a cabo .
Aunque por supuesto, se podría argumentar, sensu contrario, que si el liberalismo burgués apoyó la implantación del Estado-nación entre 1830 y 1880 ello fue porque una postura reaccionaria al respecto hubiese conducido a un cul-de-sac económico. A fin de cuentas, el modelo de Estado nacional suponía el paso del localismo pre-ilustrado hacia la futura unificación global, que era lo que la postura liberal pretendía en último término. Y, de paso, servía de estrategia para la «asimilación de comunidades y pueblos más pequeños en otros mayores» . Así las cosas, los intereses de ambas posturas, contradictorios sobre el papel, no sólo no distarían tanto en la práctica, sino que, de hecho, la aparición del modelo centralista de Estado nacional encajaría perfectamente en los planes que la burguesía liberal quería desarrollar.
En este sentido, la forma de gobierno nacional no sería sino el tránsito desde el regionalismo feudal hacia el libre mercado transnacional, del que la ciudad serviría de pretendido centro sináptico de los flujos económicos, melting pot cultural y única unidad territorial.


3. El Estado de la cuestión: el paso a lo posnacional

Subrayemos a continuación la función políticamente dinamizadora del nacionalismo y observemos hacia dónde conduce. En Alemania, la obra de J. G. Herder sirvió para legitimar el proceso de configuración del Estado nacional al colocar la continuidad histórica de la nación como base del Estado soberano y del pueblo que emana de éste. No es de extrañar, pues, que los siglos XVIII y XIX fuesen testigos de la aparición del concepto de raza como forma de otorgar validez a la soberanía nacional. Esto es: alcanzar la cohesión nacional mediante una depuración del concepto de raza que suturase las diferencias internas de la nación en una suerte de sinécdoque social y cultural. Y que al tiempo ahondase en las diferencias exógenas para subrayar negativamente la propia identidad. Sirva de ejemplo el racismo colonial. La soberanía como oposición; es decir, C. Schmitt.
¿Adónde se dirigía el modelo de soberanía propuesto inicialmente por J. Bodin ? ¿Cuál fue su formulación más definitiva y acabada? A nuestro modo de ver, el proyecto de Estado-nación, entendido en su soberanía y cohesión interna, bien podría estar representado en el modelo político elaborado por Schmitt, quien define el Estado nacional en relación a la capacidad de éste para establecer relaciones diplomáticas de amistad y enemistad sobre una base interna cohesionada y homogénea. Esto es: el Estado como unidad política caracterizada (negativamente) por su oposición respecto a Estados análogos.
Sucintamente: para Schmitt es política toda oposición (cultural, económica, etc) que devenga en la ecuación amigo / enemigo. Allí donde emerge el horizonte de destrucción-de-lo-otro, allí emerge lo político. Schmitt no pretende apuntar con esta consideración a ningún tipo de normatividad, sino a la supuesta realidad óntica de lo político; no pretende prescribir, solamente describir. Así, es enemigo todo conjunto de hombres que se oponga combativamente a otro conjunto análogo. La política como juego de identidades (internas) y diferencias (externas), como afirmación de lo propio y negación de lo ajeno, como confrontación .
La obra de Schmitt se desarrolló como crítica de las ideas ilustradas y liberales, en un contexto de crisis del parlamentarismo que condujo a la caída de la República de Weimar. Tal como indica J. Franzé, «la libertad de la burguesía liberal quedó manifiesta (...) en su incapacidad política para encabezar luchas como la del laicismo, la de la libertad económica, la del sufragio universal o la de la unificación territorial del país» . El II Reich no aclaraba quién poseía la soberanía, si el pueblo o el monarca, y, por otra parte, concedía a este último competencias como la política exterior o la declaración del estado de excepción.
La parlamentarización posterior a la Gran Guerra tampoco conllevó una mejora de la situación para las fuerzas liberales. En ese contexto, el ataque schmittiano a la democracia parlamentaria liberal se realizó desde una defensa de un modelo de democracia no liberal, sino igualitaria, entendida ésta como cohesión del pueblo: dado que el pluralismo democrático conduce a una heterogeneidad irrepresentable, es necesario generar una base homogénea previa a partir de la cual se desarrolle el quehacer democrático .
En consecuencia, el pluralismo democrático queda socavado en beneficio de la precisión y claridad de la identidad estatal –puesto que lo prioritario es que exista una decisión sustantiva que se imponga a toda la sociedad–. Pero al margen de ello, la postura de Schmitt ilustra perfectamente la función del Estado como forma de gobierno que regula y dirige las vicisitudes políticas, económicas y culturales de la nación. Como forma de gobierno normalizadora, a fin de cuentas. Su pérdida de competencias y de presencia política no implicaría otra cosa que la definitiva desaparición de la política. De hecho, cuando tras la Gran Guerra la Sociedad de las Naciones, prevista en el Tratado de Versalles, limitó el ius belli de las naciones, Schmitt reaccionó definiendo la medida como un paso hacia un orden internacional apolítico que finiquitaría definitivamente las soberanías nacionales.
Hemos visto cómo se legitimó ideológicamente el Estado-nación a lo largo del siglo XIX: mediante la recreación de un imaginario común –lo que P. Berger y Th. Luckmann llamarían un «universo simbólico»– basado en la continuidad lingüística, geográfica e histórica. Ésa fue la herramienta reguladora, normalizadora, de las prácticas políticas y sociales que el Estado empleó. Y lo hizo con una presencia de alcance privado, sustituyendo así el papel que hasta el momento la Iglesia había jugado. El desplazamiento fue, pues, necesariamente cognitivo, conductual..
En consecuencia, su deslegitimación actual no puede implicar otra cosa que la caída en desuso de dichos mecanismos, i.e., desandar el camino ideológico que se recorrió durante la génesis del Estado nacional para abrir la vía posnacional. Así, el historicismo nacionalista devendría anacronismo. O, como complacientemente afirma F. Fukuyama, el saber histórico quedaría reducido a «cuidar eternamente los museos de la historia de la humanidad» . La historia como objeto de contemplación turística, como patrimonio para la gestión de las agencias de viaje .
Por supuesto, existe un respeto por lo histórico que poco o nada tiene que ver con la mirada –embelesada o irónica, pero pasiva a fin de cuentas– del turista. Un respeto que entronca con la reivindicación identitaria más allá de la mera conservación à la lettre del patrimonio histórico. Y ello porque no sólo no halla agotada la función políticamente dinamizadora del mismo, sino que de hecho la emplea para alcanzar tal objetivo.
Pero incluso las reivindicaciones historicistas de los llamados nacionalismos periféricos, en su aparente pretensión por delimitar el perímetro de su propia identidad política, económica y cultural mediante la remisión a un pasado diferenciado, incurren en el actual enjuiciamiento del modelo de Estado nacional. Y ello porque reivindican su identidad no para desarrollar un modelo de autogobierno proteccionista y soberano, sino para gestionar por su propia cuenta la integración en los actuales marcos políticos de carácter liberal y transnacional. Marcos que rebasan la simple yuxtaposición de soberanías nacionales (al estilo de lo que pudieron ser las primeras formulaciones de la UE) para introducir una lógica propia que escapa de manera creciente al control estatal.
De esta forma, la función del nacionalismo como mecanismo de autolegitimación por parte de los Estados nacionales queda en gran medida desactivada, y la soberanía que en principio se exige, difuminada. Si las naciones pierden sus competencias tradicionales, la progresiva imposición de modelos globales se revela inminente . A todos los niveles: institucionalmente, con coaliciones como la UE; jurídicamente, con tribunales internacionales como el de La Haya; económicamente, con organizaciones como el FMI, la OMC o el Banco Mundial; etc.
En este sentido, la categoría de «Estados villanos», acuñada por la ONU –lo que J. Rawls denomina out law-states–, ilustra perfectamente la pérdida de legitimidad del Estado-nación, en tanto que, tal como señala J. Habermas, «el reconocimiento de la soberanía del Estado depende (...) de si satisface los estándares de seguridad y Derechos Humanos de las Naciones Unidas» .
A ello deberíamos añadir que no nos hallamos únicamente ante un desplazamiento desde el modelo nacional al transnacional. Sino también ante una pérdida del peso político del ámbito institucional, progresivamente reducido a la función de garantizar el correcto funcionamiento de las grandes áreas de libre mercado (UE, NAFTA, Mercosur) , una vez liberalizado el sector público y menguada en consecuencia las competencias gubernamentales.
En los años ochenta los Gobiernos ingleses y americanos ya habían reducido las competencias del Estado mediante la privatización del sector público y la consiguiente desaparición del Welfare State. Tal como señala N. Rose, ante la crisis de los años setenta se desarrolló el argumento de que «los crecientes niveles de impuestos y de gasto público requeridos para sostener los servicios sociales de salud, bienestar, educación y otros, ponían en peligro la salud del capitalismo ya que requerían tasas penalizadoras de impuestos sobre el beneficio privado» . Las críticas al Gobierno social condujeron a una fragmentación de la sociedad civil que rebatía el moderno proyecto de cohesión social. El desenlace de dicho proceso fue la proliferación de lobbies sociales con exigencias radicalmente idiosincrásicas –i.e., no articuladas entre sí–, organizados en asociaciones o comunidades al margen del control estatal. Es en ese contexto de democracia compleja en el que las ciudades contemporáneas deben enfrentar problemáticas tales como el déficit de representatividad, el cruce de culturas o la exclusión social. En un contexto posnacional.


4. Los desafíos de la ciudad posnacional

«Para que las ciudades puedan ser un contrapoder del estado debe crearse una ONU de ciudades». La propuesta es de Jean-Pau Alduy, alcalde de Perpiñán. La lanzó en el diálogo «Derechos humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos» del Fórum. Y apunta al desfase del modelo de Estado nacional –del que la ONU es hasta cierto punto una prolongación– para poder resolver las problemáticas a las que se enfrentan las ciudades hoy. Los flujos económicos multinacionales, la industria cultural, la producción del just in time, los centros de innovación científica y todos los demás rasgos que caracterizan actualmente el rostro occidental de la economía global se materializan en las urbes . Y éstas ya no pueden ampararse en los modernos Estados nacionales. Es necesario diseñar políticas ad hoc que se adapten a las nuevas problemáticas.
Tal como indica R. Kroes, el proceso de mundialización halló sus límites en la guerra fría. Tanto EEUU como la Unión Soviética pretendían superar los románticos nacionalismos europeos. Pero no fue hasta la caída del Muro –a pesar de que la Comunidad Europea del Carbón y del Acero sea de la posguerra– que Europa comenzó a superar su estricta distribución nacional . El nuevo Tratado Constitucional europeo sólo es otro paso más –de siete leguas, eso sí– en ese proceso de “desoberanización”. Un proceso que bascula entre la interestatalidad y la supraestatalidad y que generará ámbitos de decisión propios, en los que los Estados miembros no tengan ya apenas nada que decir.
Esta nueva situación, lo que algunos han llamado «cosmopolítica», está en el punto de llegada de un proceso ya irreversiblemente posnacional. Y en ese contexto es en el que M. Dear, en el diálogo «Ciudad y ciudadanos del siglo XXI» habló de ciudades de frontera portátil, «dónde la frontera como tal, tanto a nivel de ciudad como de país, ha dejado de tener sentido». Dear se refirió a cinco tipos de ciudad posmoderna del siglo XXI: ciudad mundial (donde se encuentran los centros de control de la economía globalizada), ciberciudad (sociedad en red), ciudad dual (gran diferencia entre ricos y pobres), ciudad híbrida (hibridación de diferentes identidades y orígenes) y ciudad sostenible (conciencia global del cuidado al medioambiente y la ecología).
Y si algo tienen en común estos cinco modelos ello es que no caben ya en el moderno escenario nacional e industrializado de las luchas de clase por la distribución social de la plusvalía. Son posmodernos porque, entre otras cosas, no se apoyan en la energía como motor de lo que fuera la moderna Revolución Industrial, sino que pivotan en torno a las tecnologías de la información, en torno a la producción de conocimiento generado en base a criterios de tipo empresarial. Se trata de lo que, de los años ochenta a esta parte, se ha venido en llamar «reconstrucción capitalista»: una vez constatada la ventaja comparativa que ofrecen ciertas localizaciones a nivel de producción, la industria tiende a redistribuirse, desplazándose progresivamente a las zonas donde el coste sea menor. Ello ocurre por el aumento de la movilidad de los factores mercantiles o de conocimiento, como consecuencia de la reducción de las barreras nacionales y tecnológicas.
Se produce entonces, tal como muestra O. Nel·lo, un incremento espectacular de la presión sobre las políticas urbanas, que se ven obligadas a mejorar la oferta y la promoción urbana para resultar competitivas .
La oferta urbana no es otra cosa que las infraestructuras, los servicios, la fuerza de trabajo y la calidad de vida de una ciudad; la promoción urbana, la imagen externa que proyecta. Así, la distribución interna de las ciudades (su oferta) determina su proyección externa y su estatus en el panorama económico transnacional (su promoción). Y viceversa. Esto en Occidente implica, cada vez más, la necesidad de promover la riqueza de proyectos y de conocimientos para atraer el capital privado; favorecer la producción de ideas y proyectos. Y en Barcelona, por poner un ejemplo, el Fórum.
La aportación del Fórum como proyecto radica, como es sabido, en la creación de un espacio para el fomento de la paz, la diversidad y la sostenibilidad. Tres directrices que, por su absoluto sentido común, rozan la oquedad, en su sentido menos peyorativo. ¿Acaso no es el Fórum una plataforma para la creación de propuestas y la innovación sin un objetivo previamente establecido? Durante muchos meses, antes y durante el evento, en múltiples establecimientos condales se premiaba sarcásticamente a todo aquel que pudiese definir claramente en qué consistía el Fórum. Y quizá sea ésta, a fin de cuentas, la mejor respuesta para dicha pregunta. Si nadie conocía a ciencia cierta el leitmotiv del Fórum, es posible que ello fuese porque no había tal cosa. Porque el Fórum, al diferencia de los Juegos Olímpicos o las Exposiciones Universales, no tiene otro objetivo que servir de condición de posibilidad para la generación de objetivos de toda índole, por muy contradictorios que éstos sean .
El Fórum se muestra así como un caso especialmente representativo de la mejora de la oferta y la promoción de una ciudad. Y lo hace mediante la rehabilitación urbanística de la zona y la atracción del capital privado por la creación de potencial riqueza cognitiva. Estrategia que algunos han venido en calificar de «marca Barcelona» y que apuntaría a la contradicción performativa sobre la que descansa el Fórum. Aquello que se presenta como un lugar para el diálogo y la generación de discursos y prácticas por la paz, la diversidad y la sostenibilidad se revela finalmente como gancho de la promoción urbana con el que competir en el mercado liberal. Como espacio para el fomento de proyectos y conocimientos en una suerte de experimento de ingeniería social con el que lanzar la ciudad de Barcelona como atracción –turística y empresarial– dentro del panorama internacional.
Desde esta perspectiva particular, el desfase del modelo nacional del que venimos hablando se revela si cabe más agudo. Y ello por el desarrollo de unas políticas centradas en lo local, que persiguen el beneficio de la ciudad al margen de lo estatal y que promueven para ello la oferta y la promoción urbana con las que poder competir en el liberalizado mercado global.
Efectivamente, no podemos hablar de un modelo de jerarquía nacional desfasado y sustituido por otro transnacional (europeo), pero igualmente jerárquico. Como señala J. Borja, «el espacio europeo está formado hoy más por redes que por jerarquías, más por flujos que por competencias legales» . Redes distribuidas en zonas centrales –las pertenecientes al llamado Blue banana: de Londres al eje Milán-Barcelona, pasando por Bruselas– y otras relativamente periféricas o marginales.
Y distribuidas, a su vez, centro y periferia en el propio interior de estas zonas, es decir, zonas marginales dentro de las ciudades –independientemente de si éstas son “centrales” o “periféricas”–, distribuidas internamente de acuerdo con el tipo de actividad que generen y su capacidad para atraer el capital privado. Ése y no otro es el criterio de integración / exclusión que opera en las ciudades posnacionales. Y de él deben partir, en consecuencia, las políticas locales que se hayan de desarrollar para atajar la existencia de bolsas de pobreza y zonas de marginalidad social.
En un marco institucional que a nivel internacional se reduce progresivamente a garantizar el correcto funcionamiento del laissez faire liberal y con las fronteras nacionales y tecnológicas en proceso de desaparición, el proteccionismo ya no puede ser nacional, como en la Modernidad, sino local.
Ése es hoy uno de los desafíos principales de la política: cómo afrontar las problemáticas locales generadas por la economía global –principalmente, la injusticia social– a sabiendas de que de las decisiones tomadas depende el incremento o disminución de la atracción del capital privado, es decir, la bonanza o la crisis económica de la ciudad.
Pero sirve también como justificación para uno de los argumentos más cínicos de la postura liberal. Argumento que sirve para bloquear las políticas de redistribución y compensación en nombre de la supuesta prosperidad económica de la ciudad. Esto es, en nombre de la creación de conocimiento con el que atraer el capital privado, para evitar así que la ciudad quede así “económicamente descolgada”. Lo cual es presentado, a su vez, como la vía única para combatir la exclusión social.
Tal es el contrafáctico que enfrentan los intereses liberales a las voces que exigen justicia social: es necesario fomentar la mayor competitividad para generar la riqueza necesaria con la que atajar la exclusión social.
La circularidad del planteamiento no impide que sea presentado en su inevitabilidad. Pero lo cierto es que en Barcelona, aquí y ahora, se genera conocimiento y se genera riqueza, pero más de 2.500 personas siguen durmiendo a diario en la calle. Quizá sea necesario, pues, poner en duda la inevitabilidad de tal circularidad. Y eso hoy, en la sociedad de la información, significa hacer frente a la siempre insatisfecha exigencia del mercado por crear infraestructuras –sociales, culturales, tecnológicas– para la recuperación, almacenamiento, procesamiento y creación de conocimiento . Esto es, desarrollar políticas municipales que intervengan con firmeza sobre un contexto en el que las exigencias del mercado marcan los tempos de la ciudad, de manera que sus estragos –la hipertrofia urbanística y de población, la exclusión social, la proliferación de zonas de gentrificación y de enfrentamiento civil, etc– puedan ser paliados.