1. Introducción
A lo largo de los últimos cincuenta años las ciudades occidentales han sido objeto de modificaciones que el moderno marco político del Estado nacional ya no puede abarcar.
Bien es cierto que la actual reducción de población rural en favor de la urbana es un fenómeno que arranca con la industrialización, es decir, un fenómeno típicamente moderno. Y que implica, tal como se indicó en el II Foro Urbano Mundial celebrado en el Fórum Universal de las Culturas de Barcelona , que si «hace cincuenta años dos terceras partes de la población mundial era rural, dentro de cincuenta, dos terceras partes –seis millones de nosotros– vaya a vivir en la ciudad» . Fenómeno definitivo, por lo demás, incluso en zonas de desarrollo no occidental (Venezuela, por ejemplo, es la población más urbanizada del Planeta).
Pero es igualmente cierto que dicho despliegue, entendido como el tránsito de la población desde el sector primario al secundario –y concentrado éste en los núcleos urbanos-, se desarrolló en un contexto principalmente nacional .
La problemática migratoria a la que se enfrentan los países occidentales no es ésta precisamente, sino otra bien distinta y de carácter internacional. Es así que los flujos migratorios intranacionales van dando paso progresivamente a estos otros de carácter transnacional, con la consiguiente avalancha de inmigración en Europa y EEUU y el llamado clash of civilizations.
Pero la internacionalización actual de las economías no sólo implica un mayor flujo migratorio. También conlleva un incremento a nivel mercantil e informativo. Incremento apoyado en la desaparición del bloque socialista, el fin de la guerra fría y el despliegue definitivo de grandes zonas de libre comercio, por una parte. Y en el desarrollo del ámbito de las telecomunicaciones y de la autopista de la información, por otra.
Ambos fenómenos estuvieron presentes en el Fórum. A nivel discursivo, en lo que a los diálogos allí desarrollados se refiere. Pero también a un nivel operativo, en relación a la propia función del Fórum como acontecimiento. A fin de cuentas, el Fórum se celebró en Sant Adrià del Besòs, integrado en un plan de rehabilitación de la zona que ilustra adecuadamente los fenómenos citados, así como las modificaciones urbanísticas del último tercio de siglo. Esto es: la reconversión industrial, el avance del sector servicios y la transformación urbanística desde el modelo desarrollista de la etapa industrial a la actual metrópolis posfordista y el diseño de planes urbanísticos dirigidos a atraer el capital privado.
Municipio de crecimiento lento y sostenido durante el siglo XIX, Sant Adrià del Besòs fue testigo del boom de población en la década de los años veinte, cuando su población se multiplicó por seis. Si en 1920 la población sumaba 1.073 habitantes, en 1930 ascendía ya a 6.515, la mayoría de ellos de origen levantino, andaluz, murciano y aragonés . Dicho crecimiento se debió a la proliferación de industrias, entre ellas las centrales térmicas Energia Elèctrica de Catalunya; la actual FECSA, en el margen izquierdo del río Besòs, y la Companyia de Fluid Elèctric, llamada La Catalana, en el margen derecho.
La crisis de los años setenta y ochenta desmanteló gran parte del tejido industrial de la zona, convirtiendo Sant Adrià en ciudad dormitorio y desplazando la población trabajadora a Barcelona ciudad. Los últimos proyectos urbanísticos allí desarrollados distan mucho del característico modelo industrial del entorno del río Besòs: el nuevo Parque Fluvial de la Ribera, el Museo de la Inmigración, el puerto deportivo, el Parque Nordest y el propio Fórum.
No es necesario añadir que el caso de Sant Adrià podría extrapolarse sin dificultad al del grueso de ciudades occidentales e industrializadas del siglo XX.
La reconversión industrial, la flexibilización del mercado de trabajo y el progresivo desmantelamiento del estado de bienestar heredero del new deal (las denominadas «políticas de saneamiento» de los años ochenta), junto a las privatizaciones y la irrupción del modelo de empresa multinacional redefinieron el papel del Estado como un organismo («no gubernamental», como señala irónicamente Daniel Innerarity) que progresivamente va perdiendo competencias y deviene principalmente burocrático, mínimo a todos los efectos .
En este contexto, la ciudad contemporánea no puede seguir mirándose en el espejo del Estado-nación, porque lo rebasa. La ciudad, entendida en lo sucesivo como escenario de los flujos económicos, migratorios y culturales de carácter transnacional, pasa a ser objeto privilegiado de los estudios políticos en el sentido etimológico del término «político». Un regreso al concepto de polis como escenario por excelencia de la vida en común.
Aunque salvando las distancias: la metrópolis contemporánea poco o nada tiene en común con la polis griega. Si acaso, el hecho de que, con la progresiva pérdida de competencias por parte de los Estados nacionales y la ausencia de instituciones –ya sean locales, nacionales o internacionales– con auténtico peso político que las sustituyan, la metrópolis deja de tener un marco de envergadura al que remitirse, pasando de este modo a ser el escenario principal de la práctica política y la consecución del bien común.
Y esto ocurre en dos sentidos.
Hacia el exterior, los Estados nacionales pierden las tradicionales competencias (como el control sobre los impuestos a las empresas que, siendo nacionales, operan internacionalmente) distribuyéndose en un espacio internacional en el que ya no pueden operar como organismos soberanos stricto sensu. Ello ocurre porque, tal como señala J. Borja, ni las empresas son ya «nacionales», ni lo son tampoco los centros comerciales, los complejos de I+D y las infraestructuras en general –son, cuando menos, “europeos”–. Lo cual implica el necesario aumento del peso político europeo y la reducción del nacional .
Hacia el interior, los Estados nacionales sufren un proceso de descentralización mediante la transferencia de competencias a ámbitos cada vez más locales, y que alcanza el cuasifederalismo en los casos de España o Bélgica. La figura del alcalde pasa entonces a revalorizarse en tanto que es él quien gestiona, en muchas ocasiones contra los intereses del Gobierno central, la oferta y la promoción urbana con las que competir por atraer las inversiones del capital privado. Y ello al tiempo que los mecanismos de regulación y de compensación institucional se debilitan. De lo que se sigue una asimetría no ya entre naciones o entre ciudades –que también– sino entre los propios barrios de una misma ciudad, que compiten entre si por alcanzar un mejor acceso al capital privado. Con el consiguiente desenganche entre el centro y la periferia y la aparición de bolsas localizadas de pobreza.
En este sentido, el tránsito a lo local sólo puede ser recorrido desde el tránsito a lo posnacional, i.e, desde el tránsito paralelo del moderno modelo de Estado-nación al más posmoderno modelo transnacional (ONU, FMI, UE). Es decir, desde el análisis de la evolución de uno y de otro modelo, de los conflictos que su actual convivencia genera (p.e., la posible incompatibilidad entre las Constituciones nacionales y la europea), de los límites con que este último pueda toparse (¿cuáles podrían ser los límites de la UE una vez admitido el ingreso de Turquía como Estado miembro de la Coalición?) y de las repercusiones que de ese desplazamiento se siguen a escala local.
2. La Cuestión del Estado: Génesis e ideología de lo nacional.
La apuesta por modelos transnacionales y la pujanza de la economía globalizada y liberal se suman a las voces críticas que pretenden levantar acta de defunción del Estado-nación como marco de gobierno válida en el contexto actual. Pero dichas voces no socavan únicamente la legitimidad del marco; también desvelan la falacia naturalista en la que incurren sus apologetas. Y ello porque el Estado nacional se revela como algo históricamente determinado y, en consecuencia, contingente. Y con ello, el modelo de ciudadanía que despliega a su amparo .
En 1908 el New English Dictionary distinguió por vez primera el concepto antiguo de «nación» del moderno, definiendo este último en su dimensión política . Y con ello se explicitaba el pistoletazo de salida del Estado-nación moderno. Si la noción premoderna de «Estado» había incluido la de un conjunto vago de naciones, en adelante dicha noción quedó relacionada de manera vinculante con la de «nación», en singular, caracterizada ésta de manera eminentemente política. Naturalizándose así la identidad entre «Estado», «nación» y «lengua».
En una línea semejante, no fue hasta 1884 que el Diccionario de la Real Academia Española pasó a definir la nación como el «estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno» . Hasta tal fecha, la palabra «nación» no venía a significar otra cosa que «la colección de los habitantes en alguna provincia, país o reino» , sin mayor matiz político.
Así pues, la forma de gobierno adquirió en la Modernidad su forma de Estado nacional, con lo que ello implica de centralismo y cohesión.
Por supuesto, los factores que motivaron tal desplazamiento semántico respondían al interés por hacer tabla rasa de la asimétrica herencia feudal, eliminando consecuentemente los privilegios de la nobleza para instaurar un nuevo tipo de privilegio: el del ciudadano –frente al antiguo súbdito–. Se superaba así el Estado patrimonial y absolutista que hasta el momento había gestionado la añeja sociedad feudal redefiniéndolo ahora en su forma nacional .
En este contexto, el nacionalismo operó como principio identificador de la unidad política y la nacional. En consecuencia, su génesis en los siglos XVIII-XIX sólo puede ser explicada como un fenómeno históricamente dado, i.e., como tecnológica y económicamente determinado.
Y viceversa: el propio nacionalismo sirvió de condición de posibilidad para el despliegue industrial de la Modernidad y de los flujos migratorios que, siempre dentro de un marco principalmente nacional, dicho despliegue generó. En este sentido, tratar de justificar el modelo de nación en base a criterios tales como el pasado histórico, la comunidad lingüística o la continuidad geográfica es incurrir en una petición de principio por cuanto dichos criterios son regulados al tiempo que se implantaba el propio modelo. Tal como señala E. J. Hobsbawn, previamente a su caracterización nacional, los Estados eran lingüística y étnicamente heterogéneos; fue el modelo nacional el que introdujo la coherencia y la continuidad histórica, lingüística y geográfica . No al revés.
La proliferación de naciones decimonónicas con estatus de Estado aconteció, pues, sobre la base de un nacionalismo con el que horadar el Antiguo Régimen para así permitir el desarrollo de un mercado protegido y regulado por los Gobiernos centrales . Fueron éstos quienes orquestaron la progresiva concentración de la producción en los núcleos urbanos y el consiguiente desplazamiento de la población agraria a las ciudades, comenzando por Inglaterra y Francia.
Ante tal situación, las divergencias con las teorías políticas más liberales no se hicieron esperar. Si dichas políticas –la teoría económica clásica en general y la de A. Smith en particular– se habían distinguido por defender el libre mercado entre empresas privadas frente al intervencionismo estatal, el nuevo paisaje político parecía refutar sus pretensiones . Pero el modelo de Estado nacional adquirió tal fuerza que hasta los liberales más reacios se vieron obligados a acepar que, de facto al menos, la idea de nación era irrebatible, y a trabajar en lo sucesivo a partir de un esquema de monopolio de la moneda, economía pública y legislación fiscal. El modelo nacional se adhería así al subconsciente político colectivo y pasaba a operar implícitamente en cualquier política económica que se pudiera llevar a cabo .
Aunque por supuesto, se podría argumentar, sensu contrario, que si el liberalismo burgués apoyó la implantación del Estado-nación entre 1830 y 1880 ello fue porque una postura reaccionaria al respecto hubiese conducido a un cul-de-sac económico. A fin de cuentas, el modelo de Estado nacional suponía el paso del localismo pre-ilustrado hacia la futura unificación global, que era lo que la postura liberal pretendía en último término. Y, de paso, servía de estrategia para la «asimilación de comunidades y pueblos más pequeños en otros mayores» . Así las cosas, los intereses de ambas posturas, contradictorios sobre el papel, no sólo no distarían tanto en la práctica, sino que, de hecho, la aparición del modelo centralista de Estado nacional encajaría perfectamente en los planes que la burguesía liberal quería desarrollar.
En este sentido, la forma de gobierno nacional no sería sino el tránsito desde el regionalismo feudal hacia el libre mercado transnacional, del que la ciudad serviría de pretendido centro sináptico de los flujos económicos, melting pot cultural y única unidad territorial.
3. El Estado de la cuestión: el paso a lo posnacional
Subrayemos a continuación la función políticamente dinamizadora del nacionalismo y observemos hacia dónde conduce. En Alemania, la obra de J. G. Herder sirvió para legitimar el proceso de configuración del Estado nacional al colocar la continuidad histórica de la nación como base del Estado soberano y del pueblo que emana de éste. No es de extrañar, pues, que los siglos XVIII y XIX fuesen testigos de la aparición del concepto de raza como forma de otorgar validez a la soberanía nacional. Esto es: alcanzar la cohesión nacional mediante una depuración del concepto de raza que suturase las diferencias internas de la nación en una suerte de sinécdoque social y cultural. Y que al tiempo ahondase en las diferencias exógenas para subrayar negativamente la propia identidad. Sirva de ejemplo el racismo colonial. La soberanía como oposición; es decir, C. Schmitt.
¿Adónde se dirigía el modelo de soberanía propuesto inicialmente por J. Bodin ? ¿Cuál fue su formulación más definitiva y acabada? A nuestro modo de ver, el proyecto de Estado-nación, entendido en su soberanía y cohesión interna, bien podría estar representado en el modelo político elaborado por Schmitt, quien define el Estado nacional en relación a la capacidad de éste para establecer relaciones diplomáticas de amistad y enemistad sobre una base interna cohesionada y homogénea. Esto es: el Estado como unidad política caracterizada (negativamente) por su oposición respecto a Estados análogos.
Sucintamente: para Schmitt es política toda oposición (cultural, económica, etc) que devenga en la ecuación amigo / enemigo. Allí donde emerge el horizonte de destrucción-de-lo-otro, allí emerge lo político. Schmitt no pretende apuntar con esta consideración a ningún tipo de normatividad, sino a la supuesta realidad óntica de lo político; no pretende prescribir, solamente describir. Así, es enemigo todo conjunto de hombres que se oponga combativamente a otro conjunto análogo. La política como juego de identidades (internas) y diferencias (externas), como afirmación de lo propio y negación de lo ajeno, como confrontación .
La obra de Schmitt se desarrolló como crítica de las ideas ilustradas y liberales, en un contexto de crisis del parlamentarismo que condujo a la caída de la República de Weimar. Tal como indica J. Franzé, «la libertad de la burguesía liberal quedó manifiesta (...) en su incapacidad política para encabezar luchas como la del laicismo, la de la libertad económica, la del sufragio universal o la de la unificación territorial del país» . El II Reich no aclaraba quién poseía la soberanía, si el pueblo o el monarca, y, por otra parte, concedía a este último competencias como la política exterior o la declaración del estado de excepción.
La parlamentarización posterior a la Gran Guerra tampoco conllevó una mejora de la situación para las fuerzas liberales. En ese contexto, el ataque schmittiano a la democracia parlamentaria liberal se realizó desde una defensa de un modelo de democracia no liberal, sino igualitaria, entendida ésta como cohesión del pueblo: dado que el pluralismo democrático conduce a una heterogeneidad irrepresentable, es necesario generar una base homogénea previa a partir de la cual se desarrolle el quehacer democrático .
En consecuencia, el pluralismo democrático queda socavado en beneficio de la precisión y claridad de la identidad estatal –puesto que lo prioritario es que exista una decisión sustantiva que se imponga a toda la sociedad–. Pero al margen de ello, la postura de Schmitt ilustra perfectamente la función del Estado como forma de gobierno que regula y dirige las vicisitudes políticas, económicas y culturales de la nación. Como forma de gobierno normalizadora, a fin de cuentas. Su pérdida de competencias y de presencia política no implicaría otra cosa que la definitiva desaparición de la política. De hecho, cuando tras la Gran Guerra la Sociedad de las Naciones, prevista en el Tratado de Versalles, limitó el ius belli de las naciones, Schmitt reaccionó definiendo la medida como un paso hacia un orden internacional apolítico que finiquitaría definitivamente las soberanías nacionales.
Hemos visto cómo se legitimó ideológicamente el Estado-nación a lo largo del siglo XIX: mediante la recreación de un imaginario común –lo que P. Berger y Th. Luckmann llamarían un «universo simbólico»– basado en la continuidad lingüística, geográfica e histórica. Ésa fue la herramienta reguladora, normalizadora, de las prácticas políticas y sociales que el Estado empleó. Y lo hizo con una presencia de alcance privado, sustituyendo así el papel que hasta el momento la Iglesia había jugado. El desplazamiento fue, pues, necesariamente cognitivo, conductual..
En consecuencia, su deslegitimación actual no puede implicar otra cosa que la caída en desuso de dichos mecanismos, i.e., desandar el camino ideológico que se recorrió durante la génesis del Estado nacional para abrir la vía posnacional. Así, el historicismo nacionalista devendría anacronismo. O, como complacientemente afirma F. Fukuyama, el saber histórico quedaría reducido a «cuidar eternamente los museos de la historia de la humanidad» . La historia como objeto de contemplación turística, como patrimonio para la gestión de las agencias de viaje .
Por supuesto, existe un respeto por lo histórico que poco o nada tiene que ver con la mirada –embelesada o irónica, pero pasiva a fin de cuentas– del turista. Un respeto que entronca con la reivindicación identitaria más allá de la mera conservación à la lettre del patrimonio histórico. Y ello porque no sólo no halla agotada la función políticamente dinamizadora del mismo, sino que de hecho la emplea para alcanzar tal objetivo.
Pero incluso las reivindicaciones historicistas de los llamados nacionalismos periféricos, en su aparente pretensión por delimitar el perímetro de su propia identidad política, económica y cultural mediante la remisión a un pasado diferenciado, incurren en el actual enjuiciamiento del modelo de Estado nacional. Y ello porque reivindican su identidad no para desarrollar un modelo de autogobierno proteccionista y soberano, sino para gestionar por su propia cuenta la integración en los actuales marcos políticos de carácter liberal y transnacional. Marcos que rebasan la simple yuxtaposición de soberanías nacionales (al estilo de lo que pudieron ser las primeras formulaciones de la UE) para introducir una lógica propia que escapa de manera creciente al control estatal.
De esta forma, la función del nacionalismo como mecanismo de autolegitimación por parte de los Estados nacionales queda en gran medida desactivada, y la soberanía que en principio se exige, difuminada. Si las naciones pierden sus competencias tradicionales, la progresiva imposición de modelos globales se revela inminente . A todos los niveles: institucionalmente, con coaliciones como la UE; jurídicamente, con tribunales internacionales como el de La Haya; económicamente, con organizaciones como el FMI, la OMC o el Banco Mundial; etc.
En este sentido, la categoría de «Estados villanos», acuñada por la ONU –lo que J. Rawls denomina out law-states–, ilustra perfectamente la pérdida de legitimidad del Estado-nación, en tanto que, tal como señala J. Habermas, «el reconocimiento de la soberanía del Estado depende (...) de si satisface los estándares de seguridad y Derechos Humanos de las Naciones Unidas» .
A ello deberíamos añadir que no nos hallamos únicamente ante un desplazamiento desde el modelo nacional al transnacional. Sino también ante una pérdida del peso político del ámbito institucional, progresivamente reducido a la función de garantizar el correcto funcionamiento de las grandes áreas de libre mercado (UE, NAFTA, Mercosur) , una vez liberalizado el sector público y menguada en consecuencia las competencias gubernamentales.
En los años ochenta los Gobiernos ingleses y americanos ya habían reducido las competencias del Estado mediante la privatización del sector público y la consiguiente desaparición del Welfare State. Tal como señala N. Rose, ante la crisis de los años setenta se desarrolló el argumento de que «los crecientes niveles de impuestos y de gasto público requeridos para sostener los servicios sociales de salud, bienestar, educación y otros, ponían en peligro la salud del capitalismo ya que requerían tasas penalizadoras de impuestos sobre el beneficio privado» . Las críticas al Gobierno social condujeron a una fragmentación de la sociedad civil que rebatía el moderno proyecto de cohesión social. El desenlace de dicho proceso fue la proliferación de lobbies sociales con exigencias radicalmente idiosincrásicas –i.e., no articuladas entre sí–, organizados en asociaciones o comunidades al margen del control estatal. Es en ese contexto de democracia compleja en el que las ciudades contemporáneas deben enfrentar problemáticas tales como el déficit de representatividad, el cruce de culturas o la exclusión social. En un contexto posnacional.
4. Los desafíos de la ciudad posnacional
«Para que las ciudades puedan ser un contrapoder del estado debe crearse una ONU de ciudades». La propuesta es de Jean-Pau Alduy, alcalde de Perpiñán. La lanzó en el diálogo «Derechos humanos, necesidades emergentes y nuevos compromisos» del Fórum. Y apunta al desfase del modelo de Estado nacional –del que la ONU es hasta cierto punto una prolongación– para poder resolver las problemáticas a las que se enfrentan las ciudades hoy. Los flujos económicos multinacionales, la industria cultural, la producción del just in time, los centros de innovación científica y todos los demás rasgos que caracterizan actualmente el rostro occidental de la economía global se materializan en las urbes . Y éstas ya no pueden ampararse en los modernos Estados nacionales. Es necesario diseñar políticas ad hoc que se adapten a las nuevas problemáticas.
Tal como indica R. Kroes, el proceso de mundialización halló sus límites en la guerra fría. Tanto EEUU como la Unión Soviética pretendían superar los románticos nacionalismos europeos. Pero no fue hasta la caída del Muro –a pesar de que la Comunidad Europea del Carbón y del Acero sea de la posguerra– que Europa comenzó a superar su estricta distribución nacional . El nuevo Tratado Constitucional europeo sólo es otro paso más –de siete leguas, eso sí– en ese proceso de “desoberanización”. Un proceso que bascula entre la interestatalidad y la supraestatalidad y que generará ámbitos de decisión propios, en los que los Estados miembros no tengan ya apenas nada que decir.
Esta nueva situación, lo que algunos han llamado «cosmopolítica», está en el punto de llegada de un proceso ya irreversiblemente posnacional. Y en ese contexto es en el que M. Dear, en el diálogo «Ciudad y ciudadanos del siglo XXI» habló de ciudades de frontera portátil, «dónde la frontera como tal, tanto a nivel de ciudad como de país, ha dejado de tener sentido». Dear se refirió a cinco tipos de ciudad posmoderna del siglo XXI: ciudad mundial (donde se encuentran los centros de control de la economía globalizada), ciberciudad (sociedad en red), ciudad dual (gran diferencia entre ricos y pobres), ciudad híbrida (hibridación de diferentes identidades y orígenes) y ciudad sostenible (conciencia global del cuidado al medioambiente y la ecología).
Y si algo tienen en común estos cinco modelos ello es que no caben ya en el moderno escenario nacional e industrializado de las luchas de clase por la distribución social de la plusvalía. Son posmodernos porque, entre otras cosas, no se apoyan en la energía como motor de lo que fuera la moderna Revolución Industrial, sino que pivotan en torno a las tecnologías de la información, en torno a la producción de conocimiento generado en base a criterios de tipo empresarial. Se trata de lo que, de los años ochenta a esta parte, se ha venido en llamar «reconstrucción capitalista»: una vez constatada la ventaja comparativa que ofrecen ciertas localizaciones a nivel de producción, la industria tiende a redistribuirse, desplazándose progresivamente a las zonas donde el coste sea menor. Ello ocurre por el aumento de la movilidad de los factores mercantiles o de conocimiento, como consecuencia de la reducción de las barreras nacionales y tecnológicas.
Se produce entonces, tal como muestra O. Nel·lo, un incremento espectacular de la presión sobre las políticas urbanas, que se ven obligadas a mejorar la oferta y la promoción urbana para resultar competitivas .
La oferta urbana no es otra cosa que las infraestructuras, los servicios, la fuerza de trabajo y la calidad de vida de una ciudad; la promoción urbana, la imagen externa que proyecta. Así, la distribución interna de las ciudades (su oferta) determina su proyección externa y su estatus en el panorama económico transnacional (su promoción). Y viceversa. Esto en Occidente implica, cada vez más, la necesidad de promover la riqueza de proyectos y de conocimientos para atraer el capital privado; favorecer la producción de ideas y proyectos. Y en Barcelona, por poner un ejemplo, el Fórum.
La aportación del Fórum como proyecto radica, como es sabido, en la creación de un espacio para el fomento de la paz, la diversidad y la sostenibilidad. Tres directrices que, por su absoluto sentido común, rozan la oquedad, en su sentido menos peyorativo. ¿Acaso no es el Fórum una plataforma para la creación de propuestas y la innovación sin un objetivo previamente establecido? Durante muchos meses, antes y durante el evento, en múltiples establecimientos condales se premiaba sarcásticamente a todo aquel que pudiese definir claramente en qué consistía el Fórum. Y quizá sea ésta, a fin de cuentas, la mejor respuesta para dicha pregunta. Si nadie conocía a ciencia cierta el leitmotiv del Fórum, es posible que ello fuese porque no había tal cosa. Porque el Fórum, al diferencia de los Juegos Olímpicos o las Exposiciones Universales, no tiene otro objetivo que servir de condición de posibilidad para la generación de objetivos de toda índole, por muy contradictorios que éstos sean .
El Fórum se muestra así como un caso especialmente representativo de la mejora de la oferta y la promoción de una ciudad. Y lo hace mediante la rehabilitación urbanística de la zona y la atracción del capital privado por la creación de potencial riqueza cognitiva. Estrategia que algunos han venido en calificar de «marca Barcelona» y que apuntaría a la contradicción performativa sobre la que descansa el Fórum. Aquello que se presenta como un lugar para el diálogo y la generación de discursos y prácticas por la paz, la diversidad y la sostenibilidad se revela finalmente como gancho de la promoción urbana con el que competir en el mercado liberal. Como espacio para el fomento de proyectos y conocimientos en una suerte de experimento de ingeniería social con el que lanzar la ciudad de Barcelona como atracción –turística y empresarial– dentro del panorama internacional.
Desde esta perspectiva particular, el desfase del modelo nacional del que venimos hablando se revela si cabe más agudo. Y ello por el desarrollo de unas políticas centradas en lo local, que persiguen el beneficio de la ciudad al margen de lo estatal y que promueven para ello la oferta y la promoción urbana con las que poder competir en el liberalizado mercado global.
Efectivamente, no podemos hablar de un modelo de jerarquía nacional desfasado y sustituido por otro transnacional (europeo), pero igualmente jerárquico. Como señala J. Borja, «el espacio europeo está formado hoy más por redes que por jerarquías, más por flujos que por competencias legales» . Redes distribuidas en zonas centrales –las pertenecientes al llamado Blue banana: de Londres al eje Milán-Barcelona, pasando por Bruselas– y otras relativamente periféricas o marginales.
Y distribuidas, a su vez, centro y periferia en el propio interior de estas zonas, es decir, zonas marginales dentro de las ciudades –independientemente de si éstas son “centrales” o “periféricas”–, distribuidas internamente de acuerdo con el tipo de actividad que generen y su capacidad para atraer el capital privado. Ése y no otro es el criterio de integración / exclusión que opera en las ciudades posnacionales. Y de él deben partir, en consecuencia, las políticas locales que se hayan de desarrollar para atajar la existencia de bolsas de pobreza y zonas de marginalidad social.
En un marco institucional que a nivel internacional se reduce progresivamente a garantizar el correcto funcionamiento del laissez faire liberal y con las fronteras nacionales y tecnológicas en proceso de desaparición, el proteccionismo ya no puede ser nacional, como en la Modernidad, sino local.
Ése es hoy uno de los desafíos principales de la política: cómo afrontar las problemáticas locales generadas por la economía global –principalmente, la injusticia social– a sabiendas de que de las decisiones tomadas depende el incremento o disminución de la atracción del capital privado, es decir, la bonanza o la crisis económica de la ciudad.
Pero sirve también como justificación para uno de los argumentos más cínicos de la postura liberal. Argumento que sirve para bloquear las políticas de redistribución y compensación en nombre de la supuesta prosperidad económica de la ciudad. Esto es, en nombre de la creación de conocimiento con el que atraer el capital privado, para evitar así que la ciudad quede así “económicamente descolgada”. Lo cual es presentado, a su vez, como la vía única para combatir la exclusión social.
Tal es el contrafáctico que enfrentan los intereses liberales a las voces que exigen justicia social: es necesario fomentar la mayor competitividad para generar la riqueza necesaria con la que atajar la exclusión social.
La circularidad del planteamiento no impide que sea presentado en su inevitabilidad. Pero lo cierto es que en Barcelona, aquí y ahora, se genera conocimiento y se genera riqueza, pero más de 2.500 personas siguen durmiendo a diario en la calle. Quizá sea necesario, pues, poner en duda la inevitabilidad de tal circularidad. Y eso hoy, en la sociedad de la información, significa hacer frente a la siempre insatisfecha exigencia del mercado por crear infraestructuras –sociales, culturales, tecnológicas– para la recuperación, almacenamiento, procesamiento y creación de conocimiento . Esto es, desarrollar políticas municipales que intervengan con firmeza sobre un contexto en el que las exigencias del mercado marcan los tempos de la ciudad, de manera que sus estragos –la hipertrofia urbanística y de población, la exclusión social, la proliferación de zonas de gentrificación y de enfrentamiento civil, etc– puedan ser paliados.
lunes, 28 de julio de 2008
"LA CIUDAD POSNACIONAL: DESAFÍOS URBANOS FRENTE A LA CRISIS DEL ESTADO NACIONAL " por Iñigo González
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Publicado por DARÍO YANCÁN en 1:36
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