martes, 29 de julio de 2008

“El derecho internacional en la transición a un contexto postnacional” por Jürgen Habermas





Desde la primera guerra de Irak en 1990/91 se ha perfilado la colisión entre dos proyectos opuestos en lo que respecta a la conformación de un nuevo orden mundial. Los ánimos ya no se encienden en la disputa entre los idealistas kantianos y los realistas que secundan a Carl Schmitt. El punto de discusión se centra ahora en si es posible la justicia en cuanto tal en las relaciones entre naciones (1). Se cuestiona si el Derecho es el instrumento adecuado para realizar dicho objetivo –o si por el contrario lo más apropiado es el orden político unilateral de la mano de una potencia mundial. No se discuten los fines: El mantenimiento de la seguridad y estabilidad internacionales así como la consecución global de la democracia y los derechos humanos- éste es su incuestionable núcleo intercultural. Consecuentemente la controversia se produce acerca de las concepciones sobre cuáles sean los caminos que hay que recorrer para mejor poder realizar estos objetivos.



Nos preguntamos si el Derecho Internacional juega todavía un papel, cuando una potencia internacional de carácter intervencionista como los Estados Unidos deja a un lado las decisiones por ellos indeseadas de la comunidad internacional, que se llevan a efecto según los establecidos procedimientos jurídicos, y en su lugar opera una política del poder que se provee de sus propios argumentos morales. Pero habría siempre algo falso en el unilateralismo de un hegemon bien intencionado, aun cuando se presupusiera que con su compromiso se alcanzarían de manera más efectiva los objetivos compartidos por la ONU. O por el contrario ¿deberíamos mantenernos en el proyecto de una constitucionalización del Derecho Internacional que se encuentra ya en camino? (2).



Fue Kant quien primero diseñó este proyecto. Puso en cuestión el llamado derecho del Estado soberano para declarar la guerra –el ius ad bellum. Este derecho constituye el núcleo del Derecho Internacional clásico, que en su tiempo era un reflejo del sistema de Estados europeos conforme existía entre 1648 y 1918. Este sistema requiere la participación de las naciones; y en cuanto tal es constitutivo en su sentido literal de las relaciones internacionales. Los actores colectivos son presentados como los participantes de un juego estratégico:

son tan independientes que son capaces de tomar decisiones autónomas y obrar en consecuencia;

- siguen solo sus “intereses nacionales y

- compiten entre sí para extender su poder político, basándose en la amenaza de su poder militar.

Las reglas de este juego están definidas por el Derecho Internacional (3):

primeramente las calificaciones, obligadas para los participantes: Un Estado soberano debe controlar efectivamente las fronteras sociales y territoriales e igualmente debe poder mantener el derecho interno y el orden;

- posteriormente las condiciones de aceptación: La soberanía de un Estado se asiente en el reconocimiento internacional.

finalmente el propio Estado soberano: Un Estado soberano puede en todo tiempo declarar la guerra a cualquier otro Estado sin más justificación (ius ad bellum). Pero no puede inmiscuirse en los asuntos internos de otro Estado.



Un Estado soberano en el peor de los casos puede vulnerar los standars de inteligencia y eficiencia, pero no puede actuar contra el derecho y la moral; un gobierno no puede ni debe sancionar penalmente ni a los funcionarios ni a los comisionados, por acciones autorizadas por otra autoridad. Un Estado soberano reserva a sus propios tribunales la persecución jurídica de los crímenes de guerra (ius in bello).





Por todo ello el contenido moral del Derecho Internacional clásico es más bien precario. Se limita a la igualdad de los Estados soberanos que se asienta en el reconocimiento recíproco – sin atender a las grandes diferencias en cuanto al número de sus habitantes, a las características del territorio, y al real poder político o económico. El precio de esta igualdad jurídica es la libertad para el uso de la fuerza militar y la inseguridad derivada de una situación de anarquía entre los Estados. Para Kant este precio era demasiado alto, pues consideraba que la función pacificadora atribuida al equilibrio de las potencias era una “fantasía especulativa”.



En la época de Kant, las repúblicas estadounidenses y la surgida de la revolución francesa incorporaban una forma sustancial y totalmente distinta de la igualdad jurídica. La igualdad política consistía aquí en las relaciones simétricas entre los ciudadanos, no entre los Estados. Ello inspiró a Kant las siguientes consideraciones (4). En primer lugar presenta la situación anárquica que se da entre los Estados en analogía con aquel estado natural originario, que según la doctrina del Derecho natural debía haber existido entre los individuos no socializados (5). A continuación considera la idea de que aquel contrato, mediante el cual las personas fundaban una sociedad nacional de ciudadanos, permanecería incompleto, mientras no se encontrara una salida análoga para el estado natural internacional que hasta entonces había estado incontrolado (6). En analogía a la “constitución de los ciudadanos”, se ofrece la idea de una “constitución cosmopolita” de un Estado universal de los pueblos. De la concepción revolucionaria del sometimiento de los poderes de los Estados particulares a leyes obligatorias se deduce la consecuencia de la nueva configuración del Derecho Internacional, que se transforma de un derecho de los Estados en un derecho cosmopolita; esto es un derecho de los individuos, los cuales no solo son ciudadanos de sus Estados correspondientes, sino igualmente son miembros de una “común entidad cosmopolita, regida por una autoridad” (7).



Ciertamente, dos años después, Kant desarrolla la idea de la paz perpetua en la figura de una Federación de Estados Libres. Pero la alianza de los pueblos como una asociación voluntaria de los Estados soberanos es sólo un subrogado por exigencias pragmáticas de la norma racional de una propuesta cosmopolita que pretende la constitucionalización completa del Derecho Internacional en el marco de una República mundial fundada en los derechos de las personas y de los ciudadanos (8). Sus expectativas inmediatas las sitúa Kant ciertamente en la ampliación gradual de una Federación libre de repúblicas pacíficas, con relaciones comerciales, que se sientan obligadas mas moral que jurídicamente a someter sus conflictos ante un Tribunal Internacional.



Retengamos que la idea de una realidad cosmopolita se debía a la proyección de los derechos fundamentales y de la ciudadanía democrática desde el ámbito nacional al internacional. A la vez Kant como hijo de su tiempo padecía una cierta ceguera cromática en tres aspectos relevantes:

carecía de sensibilidad con respecto al nacimiento de una nueva conciencia histórica y a la acntuación de la percepción romántica de las diferencias culturales, y por tanto no podía prever la fuerza explosiva del nacionalismo;



participaba de la convicción de la superioridad de la civilización europea y de la raza blanca y no atendía a la naturaleza problemática de un Derecho Internacional que estaba cortado a la medida de un pequeño número de Estados privilegiados y de pueblos cristianos: sólo estas naciones se reconocían mutuamente como iguales en derechos, al tiempo que se repartían entre sí el resto del mundo con propósitos coloniales y misioneros;



Kant tampoco contemplaba el significado del asentamiento del Derecho Internacional europeo en una cultura cristiana con eficacia vinculante, que todavía se encontraba en condiciones de contener el uso de la fuerza militar en el marco de guerras limitadas.



Ciertamente estos puntos ciegos delatan una carencia, comprensible históricamente, en la exacta capacidad cognitiva de asumir perspectivas contrapuestas, que el mismo Kant reclama para un ulterior desarrollo cosmopolita del Derecho Internacional.

El primer paso para esta transformación sólo se dio tras el horror de la primera guerra mundial. Desde entonces se colocó en el orden del día político los intentos de limitar el derecho de los Estados soberanos para hacer la guerra según la propia discreción. La prohibición de la guerra de agresión se convierte en parte del Derecho Internacional a partir de 1928 con el Pacto Briand-Kellog. Pero ello sin la codificación del nuevo hecho, sin un Tribunal Internacional, al que corresponda la competencia correspondiente y sin una instancia supranacional, que tenga la voluntad y la capacidad de imponer sanciones efectivas a los Estados agresores. Por esta razón la Sociedad de Naciones fundada en 1919 no pudo disuadir a Japón de conquistar Manchuria, ni a Italia de anexionarse Abisinia, ni tampoco pudo evitar que Alemania devastara Europa, a la vez que socavaba el núcleo moral de su propia cultura. Los crímenes masivos del régimen nacional socialista en la segunda guerra mundial, que culminaron en la aniquilación de los judíos europeos y los crímenes de Estado de los regímenes totalitarios contra sus propios pueblos hicieron trizas finalmente aquella suposición –sacudida desde el Tratado de Versalles- de la inocencia por principio de los sujetos soberanos del Derecho Internacional. Los crímenes monstruosos han llevado ad absurdum la indiferencia moral y penal de la acción de los Estados. Los gobiernos y sus personas no debían gozar de impunidad por más tiempo como anticipo de los hechos condenables que posteriormente fueron incorporados en el Derecho Internacional; los tribunales militares de Nuremberg y Tokio condenaron a los representantes, funcionarios y colaboradores de los regímenes derrotados, a causa del delito de preparar una guerra de agresión y por crímenes contra la humanidad. Esto significaba el tiro de gracia para la idea de un Derecho Internacional como el Derecho de los Estados.



En comparación con el vergonzoso fiasco del desarrollo de la Sociedad de Naciones en el período de la entreguerra, la segunda mitad del Siglo XX se caracteriza por una irónica contraposición – el contraste entre las considerables innovaciones en el Derecho Internacional, por una parte, y por otra, el contexto de la guerra fría, que bloqueaba su práctica. Las innovaciones del Derecho Internacional de las que hablaré primero son a la vez más radicales y más realistas que el subrogado de Kant de una Federación Libre de Repúblicas Independientes:

En el nivel de los principios, la vinculación de la Carta de las Naciones Unidas con la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 significa una ruptura revolucionaria. Pues con ello la Comunidad Internacional se obliga a otorgar validez mundial a los principios constitucionales que hasta entonces sólo tenían vigencia en el interior de los Estados nacionales (9).



Las Naciones Unidas aplican el principio de la inclusión, a la vista de que entre tanto han sido admitidos 192 Estados miembros, en igual número liberales y autoritarios. Además se aceptan incluso Estados despóticos o al menos se los tolera. Naturalmente ello produce tensiones entre los principios proclamados por la Organización Mundial y los standars en Derechos Humanos que de hecho practican algunos Estados.



En el nivel de la Organización, estas tensiones se intensifican mediante el derecho del voto igualitario en la Asamblea General, y se acentúan mucho más debido a la composición del Consejo de Seguridad. El Estatuto de este órgano central premió la disposición a cooperar de las grandes potencias de (entonces), independientemente de sus Constituciones nacionales, con la concesión de un derecho de veto.



La Organización Mundial debe garantizar la paz y la seguridad internacional sobre la base de la prohibición de la amenaza y del uso de la fuerza militar. Sólo queda excluido el caso de un derecho, reescrito estrictamente, a la propia defensa. El principio de no intervención deja de tener validez con respecto a miembros que infringen la prohibición general del uso de la fuerza. La Carta prevé sanciones en el supuesto de transgresión de reglas, y en caso necesario el uso de la fuerza militar como función policial. Autoriza la constitución de tribunales que persigan la criminalidad de los gobiernos y los crímenes contra la humanidad.

La agenda de las Naciones Unidas está referida más allá del objetivo kantiano de asegurar la paz, a la promoción global e implantación de los Derechos Humanos. La Asamblea General entre tanto ha interpretado el hecho de la amenaza a la paz internacional extensivamente, contraponiéndole su política de Derechos Humanos.



En el contexto de los pactos internacionales de derechos civiles y políticos y de los económicos, sociales y culturales existe un sistema internacionalmente extendido de observación e información acerca de las violaciones de los Derechos Humanos. Se han creado mecanismos para las reclamaciones de los ciudadanos de los Estados contra sus gobiernos por conculcaciones del Derecho. Ello contiene un significado de principios, en cuanto que confirma el reconocimiento del individuo como sujeto inmediato del Derecho Internacional (10).



En todas estas perspectivas –la constitucionalización de la Comunidad de Estados, el carácter inclusivo de la Organización Mundial, la prohibición del uso de la fuerza y la correspondiente del principio de no intervención, la ampliación de la agenda a la política de los Derechos Humanos, la individual responsabilidad penal de los funcionarios y el reconocimiento de los individuos como sujetos del Derecho Internacional- el desarrollo efectuado por las Naciones Unidas del Derecho Internacional llega más allá de la propuesta de Kant de una Federación de Estados Libres, aunque en la misma dirección que había señalado Kant con la idea de una Constitución cosmopolita.



Debido a que una gran parte de los Estados Miembros provienen de un amplio proceso de descolonización, surgido a partir de 1945, nace una conciencia de pluralismo cultural y cosmovisional, que rompe el marco de Derecho Internacional Europeo y de Occidente y pone fin al monopolio interpretativo de Occidente en lo que se refiere a los principios del Derecho Internacional. Como consecuencia de las diferencias de raza, étnicas, religiosas, los miembros de la Asamblea General no podían eludir la asunción de perspectivas contrapuestas, en dimensiones que le estaban vedadas a Kant. No bastaba la ampliación del catálogo de los Derechos Humanos ni los Acuerdos para desterrar cualquier forma de discriminación racial. Se ha mostrado como imprescindible un diálogo intercultural acerca de cómo hay que entender los principios de la Organización Mundial y cómo deben ser institucionalizados (11).



Llegados aquí quisiera considerar por algunos momentos el argumento, que ha tenido importantes seguidores, de Carl Schmitt en contra de los desarrollos inspirados por Kant. Según esta concepción fracasaría todo intento de pacificar duraderamente a los Estados belicistas. En sentido jurídico, la justicia no podría darse entre las naciones, porque cualquier concepción de justicia siempre será sustancialmente discutible. Una fundamentación universal de las intervenciones armadas sólo puede ser un pretexto para ocultar los intereses particulares de un agresor. Éste busca ventajas por medio de una discriminación deshonesta. Establece una relación asimétrica entre partes iguales cuando le niega al contrario el status de un honroso enemigo, iustus hostis. Peor todavía, la moralización de la guerra, que había sido vista hasta el momento como diferente inflama el conflicto y “desenmascara” lo que oculta, una pretendida declaración de guerra civilizada y conforme al Derecho.



Schmitt ya había desarrollado estas reflexiones en contra de un concepto de guerra discriminatorio, por reacción al primer intento de descalificar las guerras de agresión así como la cuestión de la culpabilidad de los iniciadores de la guerra, planteada por el Tratado de Paz de Versalles (12). Después de la segunda guerra mundial, Schmitt llevó al extremo su argumento en un informe jurídico redactado para apoyar la defensa de Friedrich Flick ante el Tribunal de Nuremberg (13). Las “atrocidades” de la guerra total (14) no habían conmocionado su fe en la inocencia del sujeto-Estado, del Derecho Internacional.



Ciertamente el argumento no resulta convincente. Pues el rechazo de la “moralización” de la guerra pende del vacío puesto que una “constitucionalización” significa hacer derecho en las relaciones internacionales; y si se han establecido los procedimientos necesarios, el derecho positivo con sus cautelas protegerá a los acusados de condenas morales apresuradas (15). Si no obstante permaneciera Schmitt en su afirmación de que el pacifismo legal conduce a una desinhibición de la violencia, debería conceder tácitamente que todo intento de domesticación legal de la violencia bélica es un fracaso y que este fracaso liberaría energías destructoras. Schmitt niega la posibilidad de que cualquier concepción de justicia –por ejemplo el de democracia y Derechos Humanos- podría encontrar un acuerdo entre estados o naciones en confrontación. Esta posición no cognitivista carece de una fundamentación filosófica. Su escepticismo frente a la preeminencia de lo justo y lo bueno se apoya principalmente en su concepto, cargado de metafísica, de “lo político”.



Schmitt está convencido del irresoluble antagonismo entre naciones fácilmente provocables y dispuestas a utilizar la fuerza, que pretenden afirmar su identidad colectiva frente a los otros. Esta lectura del existencialismo político se apoya como siempre en el modelo de una balanza de poderes inestable entre actores colectivos, que sin limitaciones normativas prosiguen sus propios intereses. Con algunas modificaciones podría haberse aplicado al “equilibrio del terror” durante la confrontación de ambas potencias nucleares, Estados Unidos y la Unión Soviética. Hans Morgenthau y los neorrealistas participan del temor de una moralización de la vía salvaje de Hobbes (16). Pero hoy ya no sirve el modelo del equilibrio de fuerzas entre enemigos militares que deciden independientemente. Más allá de la simetría de la distribución del poder en un mundo unipolar, la situación actual no queda determinada por la imagen de la guerra clásica entre Estados. La seguridad internacional se ve hoy amenazada por parte de los Estados criminales o por el terrorismo internacional, ante todo por la destrucción de la autoridad estatal en la desgraciada mescolanza de luchas tribales, criminalidad internacional y guerras civiles (17). Hoy ha perdido sentido el temor de Carl Schmitt ante el moralismo desinhibitorio, consecuencia de los esfuerzos fallidos por descalificar la guerra, cuando la guerra ya no está monopolizada por los Estados soberanos. Ello queda patente como lo muestra el contexto y las consecuencias de la segunda guerra de Irak, conducida por los Estados Unidos.

Los peligros típicos de amenaza a la seguridad internacional y los crímenes políticos predominantes que exigen actuaciones y regulaciones supranacionales son expresión de un contexto postnacional. El cambio de contexto sabemos que proviene de la globalización del comercio, de las inversiones y de la producción, también de los medios de comunicación y de los mercados; de la cultura y de las comunicaciones, así como de los riesgos en los ámbitos de la salud, la criminalidad y del medio ambiente. Los Estados se implican con creciente intensidad en las redes de una sociedad mundial cada vez más interdependiente, cuya especificación funcional avanza sin impedimentos por encima de las fronteras territoriales (18).



Estos procesos sistemáticos pulverizan las condiciones de toda independencia nacional, que eran los presupuestos de la soberanía: Los Estados nacionales afrontan crecientemente problemas técnicos de gran dimensión que exigen la cooperación internacional a fin de lograr la coordinación y políticas concertadas regional e incluso globalmente;

se distribuyen el espacio internacional con global players de carácter no estatal (con corporaciones multinacionales y organizaciones no gubernamentales, con autoridades e instituciones internacionales muy especializadas, que en parte han encontrado su locación bajo el techo de la ONU (19), con Tribunales Internacionales como el de La Haya o con organizaciones transnacionales como la Organización Mundial del Comercio o el Banco Mundial);



se agregan en comunidades supranacionales (como la Unión Europea) o en alianzas regionales (como la OTAN) y en algunos casos se someten formalmente a la autoridad y a las instancias jurídicas superiores.



De esta forma, los Estados Nacionales pierdes sus tradicionales competencias (como el control sobre los recursos provenientes de los impuestos, a las empresas nacionales, que operan internacionalmente); ciertamente a la vez ganan márgenes para una nueva clase de influjo (20). Cuanto más rápidamente aprenden a insertar sus intereses en los nuevos canales de “gobernar más allá de los gobiernos” tanto mejor pueden sustituir las formas tradicionales de presión diplomática y de la amenaza militar con formas “blandas” de ejercer el poder. El mejor indicador de lo cambios formales en las relaciones internacionales son las fronteras fluidas entre política interior y exterior. Con la disolución de las delimitaciones clásicas entre el interior y el exterior también el concepto de Carl Schmitt de lo político pierde su inequívoca referencia a la autoafirmación nacional.



La innovaciones del Derecho Internacional de las Naciones Unidas hasta 1989-90 eran algo así como uno fleet in brief. Sólo pudieron ponerse en movimiento después de que con la disolución del mundo bipolar habían desaparecido las razones más importantes que bloqueaban el Consejo de Seguridad. Desde entonces se han utilizado los instrumentos que habían quedado oxidados:

El Consejo de Seguridad ha tomado decisiones y las ha llevado a cabo con respecto a una serie de actuaciones de cascos azules con el objetivo de mantener la paz (peace keeping), también algunas intervenciones armadas para forzar condiciones de paz (peace-enforcing) (Irak, Somalia, Ruanda, Haití y Bosnia) (21).



Dos de estas actuaciones han conducido a la creación de tribunales que entienden de crímenes de guerra (Ruanda y la antigua Yugoslavia); mientras que aún está abierto el futuro de la Corte Penal Internacional, constituida en Roma y establecida en La Haya.



La nueva categoría de “estados villanos” (John Rawls mas neutralmente habla de out law-states) es en todo caso una señal de que el reconocimiento de la soberanía del Estado depende crecientemente de si satisface los standars de seguridad y Derechos Humanos de las Naciones Unidas. A su pérdida de legitimidad contribuyen los informes habituales de organizaciones de vigilancia y ayuda que operan internacionalmente como Amnesty International (22).



Por otra parte frente a estos éxitos formales hay que contraponer una sobria réplica. La Organización Internacional dispone de escasos recursos financieros. En todas sus intervenciones requiere de la actitud cooperadora de los gobiernos de los Estados miembros, que como siempre son los únicos que controlan los recursos militares y que, por su parte, dependen de las opiniones públicas nacionales (23). La intervención en la confrontación de guerra civil en Somalia, fracasó por un compromiso ambiguo de los Estados Unidos. Peor que estas intervenciones frustradas son las intervenciones omitidas, p.e. en el Kurdistán iraquí, en Sudán, en Angola, Congo, Nigeria, Sri Lanka y durante mucho tiempo en Afghanistán.



La selectividad de los casos que afecta y trata el Consejo de Seguridad, revela la primacía desvergonzada que gozan todavía los intereses nacionales con menoscabo de las obligaciones globales de la Comunidad internacional. Estas obligaciones ignoradas sin miramientos pesan especialmente sobre los países occidentales, que hoy se ven confrontados con las consecuencias malignas de una descolonización fracasada, lo mismo que con las duraderas consecuencias de sus propias historias coloniales; además de con los efectos de una globalización económica que en el nivel político está insuficientemente institucionalizada (24). Finalmente el veto de las grandes potencias como en el caso del conflicto de Kosovo puede hoy paralizar el Consejo de Seguridad. Ciertamente esta intervención emprendida por una alianza de Estados indubitablemente democráticos con la justificación de impedir limpiezas étnicas y sin que fuera reconocible un interés particular se vió ulteriormente legitimada.



Es palmaria la debilidad de una ONU que está necesitada de reformas. Por otra parte el hecho de que el Gobierno de Bush niegue su reconocimiento a la Corte Penal Internacional del brazo de países como China, Irak, Yemen, Quatar y Libia denota bastante más que sólo errores, fallos y retrasos en el camino de más de 80 años en la constitucionalización del Derecho Internacional. Sobre todo cuando su motor primero fueron los Estados Unidos. La intervención en contra del Derecho Internacional en Irak, acompañado del intento del Gobierno de los Estados Unidos de minar el influjo y la reputación de las Naciones Unidas, es la confirmación de un cambio de principios en la política norteamericana acerca del Derecho Internacional. Todo ello nos reconduce a nuestra cuestión del comienzo: Las precarias eficiencia y capacidad de acción de las Naciones Unidas ¿son un motivo suficiente (a la vista de los actuales desafíos) para romper hoy con las premisas del proyecto kantiano?



Me voy a concentrar exclusivamente en el aspecto normativo de la cuestión y procederé, para abandonar otros argumentos, en el supuesto contrafáctico de que la política conducida unilateralmente con el fin de obtener la protección en un “mundo bipolar” bajo una Pax Americana coincidiera en sus metas con la política de las Naciones Unidas. Y ello de manera que estuviera orientada a la vez por el afianzamiento de la seguridad y la estabilidad internacionales, así como por la implantación mundial de la democracia y de los Derechos Humanos. Aún en el mejor de los escenarios, éste “hegemon bien intencionado” ya en su primer paso se encontraría con insuperables dificultades cognitivas: conocer aquellas iniciativas y aquellas operaciones, que corresponden a los intereses de la Comunidad de Estados. También el gobierno más perspicaz que decidiera por sí mismo sobre la autodefensa preventiva, sobre las intervenciones humanitarias y sobre la constitución de tribunales internacionales, nunca podría estar seguro de que supiera diferenciar suficientemente los propios intereses nacionales de los intereses generalizables, que podrían ser compartidos por otras naciones, cuando éstas efectúen sus evaluaciones de bienes y normas. Ésta no es una cuestión de buena voluntad, sino de la lógica del discurso práctico. Pues toda anticipación asumida por una de las partes sobre lo que por todas las otras partes sería racionalmente aceptable, sólo puede ser corroborada si esta propuesta presuntiva e imparcial se ve sometida a un procedimiento inclusivo de conformación de la opinión y de la voluntad; ello exige que todas las partes se vean consideradas en el intercambio de perspectivas y en la ponderación de todos los intereses. Este es el objetivo cognitivo de imparcialidad al que deben servir los procedimientos jurídicos, tanto en el nivel nacional como en el internacional.



El unilateralismo bien intencionado es siempre deficiente en la perspectiva de los procedimientos por encontrar decisiones legítimas. Esta carencia no puede ser compensada por las ventajas derivadas de una Constitución democrática en el interior de la potencia hegemónica. Cognitivamente los ciudadanos se encuentran frente al mismo problema que sus gobiernos. Los ciudadanos de una comunidad política tienen las mismas dificultades para acertar anticipatoriamente los resultados de la interpretación y la aplicación de valores y principios universales, como los ciudadanos de otra comunidad política a partir de su percepción local y de su contexto cultural. La circunstancia afortunada de que la actual superpotencia coincide con la democracia más antigua proporciona en todo caso algún motivo para la esperanza. La afinidad existente entre la orientación valorativa y sus tradiciones nacionales de la potencia mundial resultante y el proyecto de un Derecho cosmopolita podrían facilitar el retorno de un próximo gobierno norteamericano a su misión de origen.



El contexto postnacional se encuentra a la mitad del camino de la constitucionalización del Derecho Internacional. La experiencia cotidiana de las crecientes interdependencias en una sociedad mundial crecientemente compleja varía imperceptiblemente la autopercepción de los Estados nacionales y de sus ciudadanos. Los antiguos actores independientes con capacidad decisoria aprenden nuevos roles. Tanto si se trata de los participantes en las redes transnacionales como los que se adaptan a las exigencias funcionales de la cooperación, al igual que los miembros de las organizaciones internacionales obligados a expectativas y compromisos normativos. No debemos minusvalorar el influjo del discurso internacional que cambia la conciencia existente y que ha sido puesto en funcionamiento mediante la construcción de nuevas relaciones jurídicas. En el camino de tomar parte en las discusiones acerca de la interpretación y la aplicación del nuevo Derecho, en primer término son reconocidas las normas por los funcionarios y los ciudadanos; posteriormente son gradualmente internalizadas. De esta manera aprenden también los Estados nacionales a entenderse a sí mismos como miembros de una comunidad política de mayores dimensiones (25). Una superpotencia de dimensión continental es ciertamente el último de estos actores colectivos que puede percibir esta débil presión simbólica en dirección a un cambio de la propia imagen. Pero quizás en vez de ello lo aprenderá bajo la presión inamistosa de una crítica internacional, que transmite el argumento de Carl Schmitt sobre las relaciones asimétricas del mundo unipolar. Los ciudadanos de una comunidad internacional a corto o a largo plazo permanecerán sensibles a la disonancia cognitiva entre las pretensiones universalistas mayores de edad con las que se justifica públicamente una misión nacional y aquellas de naturaleza particularista que dejan al descubierto intereses determinantes.



NOTAS



1. Th. L. Pangle, P.J. Ahrensdorf, Justice among Nations, (UP Kansas), 1999.



2. J.A. Frowein, Konstitutionalisierung des Völkerrechts, en: BDGVR, Volkerrecht und Internationales Recht in einem sich globalisierenden internationalen System (C.F. Müller), Heidelberg, 2001, 427-447; además: H. Brunkhorst, Solidarität, Von der Bürgerfreundschaft zur globalen Rechts- genossenschaft, Frankfurt/Main 2002.



3. W. Graf Vitzhum, Völkerrecht, 2ª edic., Berlin 2001.



4. J. Habermas, Kants Idee des Ewigen Friedens, en : J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt/Main, 1996, 192-236.



5. Cfr. la conclusión de la Teoría del Derecho, I. Kant, Werke (Edición Weischedel) T. IV, 478.



6. Cfr. Kant, Werke, T. VI, 169.



7. Así igualmente en el posterior escrito Zum Ewigen Frieden (Werke T. VI, 203), en donde Kant refiere el derecho cosmopolita a las personas “que tienen que ser consideradas como ciudadanos de un Estado común de personas”.



8. Kant, Zum Ewigen Frieden, Werke, T. VI, 212s. “La limitación de los derechos del ciudadano del mundo a las condiciones de la hospitalidad común es la consecuencia de esta sustitución resignada de “la positiva idea de una República mundial” por el subrogado negativo de una Alianza par evitar la guerra. Lo mismo en: Thomas A. McCarthy, On Reconciling Cosmopolitan Unity and National Diversity en: P. de Greiff, C. Cronin (eds..) Global Justice and Transnational Politics (MIT Press), Cambridge, Mass. 2002, 235-274.



9. Acerca de la problemática de la internacionalización de los Derechos Humanos cfr. M. Brunkhorst, W.R. Köhler, M. Lutz-Bachmann (edit), Recht auf Menschenrechte, Frankfurt/Main 1999.



10. Kay Hailbronner, Der Staat und der Finzelne als Völkerrechtssubjekte, en: Vitzthum (2001), 161-167.



11. J. Habermas, Zum Legitimation durch Menschenrechte, en::ipse, Die postnationale Konstellation, Frankfurt/Main 1998, 170-192.



12. C. Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlin 1938.



13. C. Schmitt, Das internationalrechtliche Verbrechen des Angriffskrieges (edit. por H. Quaritsch), Berlin 1994.



14. cfr. ibid. p. 16.



15. K. Günter, Kampf gegen das Böse ? Kritische Justiz 27, 1994, 135-157.



16. M. Koskenniemi, Carl Schmitt, Hans Mogenthau and the Image of Law international Relations, en: M. Byers, The Role of Law International Politics, Oxford UP, 2000, 17-34; cfr. también Pangle, Ahrensdorf (1999) 218-238.



17. B. Zangl, K. Zürn, Frieden und Krieg, Frankfurt/Main 2003, 172-205.



18. En lo que sigue ver: U. Beck, Macht und Gegenmacht im globalen Zeitalter, Frankfurt/Main 2002.



19. Desde 1946 han sido fundadas 16 organizaciones, comenzando por la Organización Mundial de la Salud y la UNESCO hasta el Fondo Interncional para el desarrollo agrícola.



20. M. Zürn Politik in der postnationalen Konstellation en: Chr Landfried (G.), Politik in der entgrenzten Welt, Köln 2001, 181-204; ibid., Zu den Merkmalen postnationaler Politik en: M. Jachtenfuchs, M. Knodt (edit). Regieren in internationalen Institutionen, Opladen 2002, 215-234.



21. Ch. Greenwood, Gibt es ein Recht auf humanitäre Intervention? En: H. Brunkhorst, Einmischung erwünscht? Frankfurt/Main 1998, 15-36.



22. Frowein (2001), 429 ss. Zangl, Zürn (2003) 254 ss.



23. W. Biermann, Ist der Schutz der Menschenrechte durch Macht machbar, en: H. Brunkhorst (1998), 143-160.



24. Münkler, Die neuen Kriege, Hamburg 2002, 13 ss.









Traducción: José Antonio Gimbernat

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