La dependencia de las drogas encubre, pero también delata, una dependencia afectiva de la primera infancia que no quedó superada. Es una dependencia que por variadas razones no se pudo elaborar con la madre, primero, con el padre o con ambos, después. Los padres son fuentes de amor, pero también agentes de sostén, educación y socialización. Las pautas y valores que transmiten así como los modelos que brindan deben servir al hijo para adaptarse creativamente a la sociedad. Si ellos no cumplen adecuadamente con esas funciones esenciales, porque no pueden, no quieren o no saben, la dependencia infantil inelaborada tiende a exagerarse o a repetirse en forma indefinida como modalidad de expresión, pero, además, como reclamo, desafío y venganza por lo que les faltó.
Rechazan la autoridad de los padres y demás educadores tanto como las normas sugeridas por ellos, tendiendo a subordinarlas a los caprichos de su narcisismo personal, como lo ilustran tantos niños problemáticos con diferentes trastornos de conducta. Cuando cruzan el umbral de la adolescencia, esos niños tendrán una especial proclividad a sumarse a “bandas” de jóvenes transgresores, que invitan a olvidar la singularidad, consumir abusivamente cerveza y marihuana como rito iniciático, a cambio de un lugar de pertenencia en una masa anónima. Desde ese lugar de transgresión, de desafío, de soledad grupal, buscarán diferentes caminos químicos para estrechar su conciencia, hundirse en un momentáneo baño de omnipotencia y expresar su inconformismo de un modo exhibicionista y, muchas veces, violento.
Importaré del pensamiento médico un concepto que puede ser operativo a la hora de pensar la etiología y la prevención de las drogodependencias; me refiero al de factor de riesgo. Este nos releva de hablar de causas. Cuando preguntamos a los cardiólogos sobre las causas de determinadas patologías, como por ejemplo del infarto, preferirán hablar de factores de riesgo y mencionarán la edad, el tabaco, la alimentación, el sedentarismo y el nivel de estrés, entre otros. Del mismo modo, cuando pensemos en las posibilidades que tiene un niño de padecer enfermedades adictivas, puede resultar de gran utilidad tener en cuenta los factores de riesgo que lo acechan.
¿Cuales son las principales perturbaciones o disfunciones familiares que pueden ser consideradas facilitadoras y, por ende, factores de riesgo de adicciones en los hijos? Mencionemos las principales y más comunes.
1. Hogares incontinentes por no poner límites adecuados: abandono, sobreprotección, autoritarismo o intrusividad parental, desavenencias y desacreditaciones permanentes en la pareja, dobles mensajes, padres extremistas, demasiado permisivos o muy intolerantes.
2. Alianza cómplice de uno de los padres con el hijo a expensas de la exclusión y descalificación del otro miembro, a menudo con inversión de los roles. Esta inversión adopta diversas formas que van desde dar al hijo el lugar de padre o madre mientras se trata al cónyuge como un niño, hasta pretender negar la distancia intergeneracional comportándose los padres como adolescentes que compiten o se alían con el hijo como si fuera un par.
3. Pasaje intempestivo de una actitud sobreprotectora a una expulsiva, según cumpla o no con las expectativas ideales.
4. Gran distancia física, afectiva y comunicativa acompañada, por lo general, de negación de los problemas y las dificultades reales del hijo.
5. Padres que frente a los hijos tienden a conceder siempre o a frustrarlos sistemáticamente, sin alternar con un criterio realista las gratificaciones que procuran y las frustraciones que imponen.
6. Comunicación de cosas insignificantes o inapropiadas con ocultamiento de otras esenciales: abortos, adopción, secretos familiares, etcétera.
7. Situaciones de duelo (mudanzas, separaciones, muertes, etcétera) ante las cuales no se promueve su elaboración; se intentan “tapar” de diversas maneras, por ejemplo, con regalos, viajes, etcétera
8. Malos modelos de los padres: adicciones o dependencias patológicas, actitudes o acciones deshonestas, perversas o delictivas.
9. Hijos únicos sobreprotegidos y aislados de sus pares o hermanos menores con mucha diferencia de edad.
10. El modelo consumista como modalidad que encubre las faltas y pérdidas afectivas en lugar de un procesamiento que permita su elaboración.
11. Exitismo imperativo, por el cual los hijos pueden ser empujados por la familia a actuar según expectativas de triunfo, dinero y prestigio social sin reparar en sus deseos y talentos personales o en la capacitación necesaria. Se los educa, con intención o sin ella, en función de una equiparación entre ser y tener –éxito o poder–, de manera que el hijo puede presentir que perderá toda valoración familiar si no se es exitoso social o económicamente.
12. Prolongar innecesariamente una dependencia de los padres cuando estos deberían dar un paso al costado y promover la partida del hogar.
Límites que favorecen o dificultan el crecimiento. Los padres que malcrían a sus hijos deberían prever que generan seres inmaduros, incapaces de defenderse. Aunque crezcan físicamente, quedarán como niños, incapacitados para usar su musculatura o su pensamiento para adaptarse a la realidad y valerse por sí mismos. Permanecerán como seres dependientes y temerosos, necesitados de un objeto todopoderoso –como imaginan a sus padres en la infancia– que venga a protegerlos, porque ellos no han aprendido a hacerlo por su cuenta.
Los padres deben ser advertidos a tiempo sobre los peligros de malcriar a sus hijos. De estos peligros, el mayor quizá sea que los hijos no crezcan afectivamente y permanezcan aferrados a las polleras maternas, incapacitados de utilizar sus piernas para tomar distancia de sus padres, su fuerza para trabajar o sus ideas para elaborar un proyecto transformador del mundo en el sentido que le reclaman sus deseos. Los niños malcriados, dependientes e incapaces de valerse por sí mismos son los más predispuestos a encaminarse hacia las adicciones. Es usual ver personas adictas ya grandes, mayores de veinticinco o treinta años, que aún viven con sus padres y que, si trabajan, no se sienten con obligación de aportar ni un peso a los fondos de la familia.
Imagino que algunos padres pueden necesitar más precisiones sobre límites constructivos, que favorecen el crecimiento, y de los que lo detienen o dificultan. ¿Cuáles son los límites benéficos y cuáles los dañinos?, ¿cuáles son sus fronteras?, se preguntarán.
Sus indicaciones son muy personales y variables según las situaciones, pero resumiré algunos criterios que pueden servir como orientadores y disparadores de una reflexión creativa respecto de ellos.
De un modo genérico, puede decirse que los límites constructivos son los que protegen, ordenan, sirven a la organización y disciplina, promueven el crecimiento afectivo de los hijos e incrementan su seguridad, su autoestima y el sentimiento de gratitud por las cosas buenas que se le ofrecen. Importa que los padres los pongan con firmeza y congruencia, pero además con flexibilidad y compromiso afectivo. Así, por ejemplo, podrán considerarse límites benéficos los que protegen al hijo de una situación de riesgo evidente. Para transmitirlos con eficiencia, será necesario explicar con paciencia y fundamentos los motivos de una negativa, utilizando imágenes y palabras que los pequeños puedan entender. En ciertas oportunidades, con todo, no se puede esperar a que comprendan. Oponerse a que los hijos adquieran un arma puede ser un modo de expresarles amor, aunque tal actitud sea condenada por ellos en el momento.
Los padres deben poner los límites apropiados a sus hijos de acuerdo con un criterio de realidad que los proteja y, una vez que los han puesto, sostenerlos con firmeza; esa es una forma de contribuir a elevar su capacidad de adaptación e integración al orden cultural. Repasemos algunos parámetros más específicos.
1. Es fundamental educar desalentando el consumo de sustancias psicoactivas tanto como transmitir desaprobación hacia quienes las consumen. Tal desaprobación debe ser extensiva a los que se pliegan al culto que exalta los objetos, prácticas o músicas apologéticas del consumo de drogas.
2. Es conveniente fundamentar las normas que fijan los límites acordados por la pareja de padres, anticipando las sanciones que se aplicarán por las transgresiones, el tiempo que durarán y su finalidad. Y deberán respetarse por los padres antes que nadie. En las sanciones, y en su cumplimiento, es tan esencial ser firme como razonable.
3. Sancionar las transgresiones, la desautorización de los padres y las actitudes deshonestas, procurando que las medidas sean justas, proporcionadas y oportunas.
4. No permitir que se inviertan los horarios ni que se segreguen de la dinámica familiar en los momentos de reunión y comunicación, en especial durante las principales comidas.
5. Los límites deben ser aplicados con coherencia y continuidad en los más diversos ámbitos: en la dimensión espacial, temporal, vincular, moral, etcétera.
En cambio, los límites contraproducentes son los que desencadenan sentimientos de intensa rebelión, desaliento o culpa, interfiriendo el desarrollo emocional de los hijos por ser inapropiados en contenido, forma u oportunidad. En términos muy generales, puede considerarse que la puesta de límites despertará efectos indeseados en situaciones como las siguientes:
1. Cuando son injustos o desproporcionados.
2. Cuando responden a una comodidad de los padres más que a lo que es sano para los hijos.
3. Cuando son inconstantes y/o contradictorios, variando más con los estados anímicos de los progenitores que con lo que requieren las situaciones concretas.
4. Cuando son siempre frustrantes, sin tener en cuenta que es necesario administrar con equilibrio las gratificaciones que se permiten y las frustraciones que se imponen.
5. Cuando son fruto de padres que no se ponen límites a ellos mismos.
Abordajes terapéuticos. ¿Qué hacemos los psicoanalistas cuando nos encontramos hoy en nuestros consultorios con casos de drogadicción, cosa que es cada vez más frecuente? Mi impresión es que se oscila entre dos actitudes extremas.
Una es la que adoptan quienes toman en tratamiento al designado como paciente, aunque el individuo sea traído por su familia y no vivencie como enfermedad su práctica adictiva, y, con ciertas variantes, hacen lo posible por analizarlo como si se tratara de un neurótico corriente. Confían en que el trabajo analítico será suficiente para hacer desaparecer diversas manifestaciones sintomáticas entre las que ubican el comportamiento adictivo. Los analistas que adoptan esta actitud suelen tener muchos más fracasos que éxitos y estos quedan limitados a los pocos casos en los que hay conciencia de enfermedad, egodistonía y demanda genuina de tratamiento por parte del adicto.
Otros, más cautelosos, lo derivan, pues consideran que, salvo contadas excepciones, no cumplen con las condiciones mínimas de analizabilidad, partiendo de la ausencia de una demanda auténtica de tratamiento.
Una tercera alternativa, la mejor desde mi punto de vista, es impulsar un tratamiento conjunto, individual y con un equipo especializado, que operen en estrecha comunicación, donde se trabaje de modo complementario en la dimensión transferencial puesta en juego con el terapeuta tanto como en la que se despliega en los grupos de pares, en las relaciones familiares, con allegados, etcétera, que se aprovechan para ir tejiendo una red continente, de cuidado y de estímulo para su proceso terapéutico.
Lo más común es que, cuando la familia impone un tratamiento específico, la presión y el estímulo, que de hecho se ejercen desde diversos ángulos, ayudan notablemente a alcanzar la abstinencia y a mantenerla, permiten la rápida detección de recaídas con posibilidades de trabajar sobre ellas, contribuyen al desarrollo progresivo de conciencia de enfermedad y a una notoria dinamización del espacio psicoterapéutico individual. Pero cuando toda la respuesta terapéutica se reduce a una terapia individual, lo habitual es que la adicción siga creciendo en las sombras, alimentando ocultamientos y resistencias de diversos tipos que desvitalizan la aplicación del método terapéutico, desembocando al fin en una frustración mutua. En semejantes circunstancias, es bastante común que lo silenciado de la adicción lleve al abandono de la terapia mucho antes que esta haga desaparecer a aquella. Esta es una de las razones por las que tantos analistas son renuentes a tomar en tratamiento a adictos; tienen razones para desconfiar de que podrán soportar las frustraciones y esperas que un psicoanálisis supone sin recurrir a la gratificación inmediata que promete el uso de drogas.
Cuando pensamos en ciertos contrastes diferenciales entre las manifestaciones del cuadro de la drogadicción y el de los síntomas neuróticos –si bien no se excluyen pues son niveles diferentes que pueden coexistir–, es necesario tener presente que estos se perciben y sufren en el ámbito individual apareciendo allá donde la represión fracasa. En los cuadros de drogadicción, en cambio, hay que reconocer antes que nada que, además de una patología individual, expresan también y al mismo tiempo una disfuncionalidad familiar y sociocultural. En el plano individual, lo que se percibe es la tendencia a un descontrol progresivo y a actuar, como si hubiera en ciertas áreas del psiquismo, más que un retorno de lo reprimido, un efecto de desborde por un cierto déficit representacional para procesar las situaciones de tensión psíquica. En este caso la actuación aparece en el lugar de las palabras –o de los síntomas– como manifestación de lo no procesado, y la familia es la primera en padecer sus efectos perturbadores. A su vez, casi siempre es fácil apreciar cómo la drogadicción en los jóvenes emerge como expresión y denuncia de un trastrocamiento familiar que reclama un cambio sustancial, como actuación desesperada que convoca a una intervención rectificadora. En ese sentido, creo que la adicción puede considerarse, más que un síntoma individual, un equivalente del mismo en el grupo familiar. Algo nos comunica sobre él, sobre su disfuncionalidad, y descifrarlo debe ser una parte esencial de nuestra tarea terapéutica.
El problema para un abordaje exclusivamente psicoanalítico individual en estos casos es que, a diferencia de los síntomas neuróticos, salvo las excepciones antes comentadas, los adictos carecen de egodistonía. No registran su necesidad compulsiva de consumo como una restricción yoica de la que quieren liberarse, sino que tienden a minimizar o a negar su dependencia tanto como los efectos perniciosos de las drogas sobre su salud y sobre sus vínculos. Se aferran a ellas como una tabla salvadora, como algo que los ayuda a escapar del sufrimiento, no importa por cuanto tiempo ni a qué costo.
Algo que quisiera destacar, y a lo que muchos fracasos de terapias individuales o institucionales pueden haber contribuido, es que hay todo un mito sobre la escasa o nula recuperación de los adictos. No es un buen reflejo de la realidad que yo percibo, al menos no refleja lo que pasa con jóvenes que cuentan con moderada motivación, con una cierta red social en donde reinsertarse y con un buen respaldo familiar.
Desde mi punto de vista, el futuro de los adictos en tratamiento depende, en gran medida, de cómo se posicionen ellos frente al consumo de drogas –aunque en los adolescentes más jóvenes no es esperable ninguna conciencia de enfermedad y su tratamiento dependerá de la firmeza de sus padres para que se interrumpa el uso tóxico–, pero también de cómo se posicione su familia, de la adecuada evaluación e indicación terapéutica, y de idoneidad del equipo tratante. Esto supone que hay que hacer una fina evaluación, caso por caso, del adicto, de su grupo familiar, de su medio social y, por supuesto, del equipo tratante elegido para llevar adelante el tratamiento, para estimar un pronóstico. Una evaluación óptima debería ofrecer una visión de las dimensiones operativa, psicodiagnóstica, psiquiátrica y familiar de quien usa drogas, acompañada de una indicación terapéutica específica fundamentada en ella y apropiada a cada caso. Esta podrá ser la derivación a una comunidad terapéutica, a una clínica psiquiátrica para una internación breve a los fines de una desintoxicación, a un tratamiento ambulatorio institucional, sea en la modalidad de centro de día o por consultorios externos o bien a una psicoterapia individual y familiar, con acompañamiento operativo.
Es bueno aclarar también que no todas las instituciones dedicadas a la rehabilitación son semejantes, puede haber mucha diferencia entre una y otra. Hay instituciones profesionalizadas cuyos abordajes se centran en lo grupal y lo familiar, excluyendo la psicoterapia individual. También están las que trabajan casi exclusivamente a nivel de lo normativo, como tantos grupos de autoayuda. Ellos conciben que lo esencial de un tratamiento apunta a una reeducación emocional y conductual que lleve al abandono del uso de drogas o de bebidas alcohólicas, sin interesarse en las sobredeterminaciones que lo subyacen. En cambio, otras –en cuyo grupo me incluyo–, conciben el trabajo institucional sobre lo normativo y sobre el logro de la abstinencia como una etapa esencial, pero aspiran sobre todo a promover la toma de conciencia y la elaboración psíquica de los conflictos que precipitaron e incentivan el comportamiento adictivo. Para ello se hace necesario trabajar de manera convergente, simultáneamente en la dimensión familiar, grupal e individual, así como con los grupos de allegados que no usen drogas. Una vez conseguidas ciertas metas a nivel individual, familiar y de rehabilitación social, la institución debería tener la capacidad de correrse de lugar, quedando, cada vez más, como respaldo implícito de la psicoterapia individual y de las realizaciones sociales que han de continuarla.
viernes, 29 de julio de 2011
"LAS DROGAS Y LA DEPENDENCIA" por Hugo Mayer
Publicado por DARÍO YANCÁN en 8:38
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