viernes, 29 de julio de 2011

"LOS DILEMAS DE LA DEMOCRACIA FUTURA" por Adam Przeworski




Obviamente, antes del establecimiento de las instituciones debe haber algunas ideas. Las instituciones políticas se crean siempre en un acto deliberado, cuyo último punto es la redacción de una Constitución. Por lo tanto, siempre son materializaciones de ideas. Sin embargo, a pesar de Hegel, las ideas son demasiado confusas para que la historia sea impulsada por una sola. Un peligro que debemos evitar es el de suponer que las acciones de los protagonistas históricos fueron la aplicación de proyectos ya hechos y lógicamente coherentes. Es verdad que al leer a Sieyès, a Madison o a Bolívar encontramos numerosas referencias a grandes pensadores como Locke, Montesquieu, Hume o Rousseau. Además, muchos eslóganes que vienen repitiéndose desde hace doscientos años remiten a esos pensadores. Pero ¿significa eso que los fundadores de las instituciones representativas intentaban implementar sistemas filosóficos? Podríamos pensar que la causalidad va en sentido contrario, que los protagonistas querían hacer algo por otras razones y utilizaron a los filósofos para justificar sus posiciones. Los textos filosóficos pueden ser, como dice Palmer sobre Kant, sólo “una revolución de la mente”, pero no de la práctica. Si los protagonistas parecen confusos en su pensamiento e inconstantes en su acción, ¿se debe eso a que no entendían lo que pensaban los filósofos? ¿Es porque no comprenden que, como afirma un eminente historiador francés de Rousseau (Derathé), “toda la argumentación del Contrato Social –esta es la parte del libro más difícil de entender– tiende a mostrar que el ciudadano conserva su libertad al someterse a la voluntad general”? ¿O es que lo que dice Rousseau no tiene sentido? Palmer señala que John Adams leyó el Contrato Social ya en 1765 y llegó a tener cuatro ejemplares en su biblioteca. Sin embargo, continúa Palmer, “sospecho que, al igual que otros, encontraba buena parte del libro ininteligible o fantástica, y otra parte, una expresión brillante de sus propias creencias”. Pero aun cuando las ideas precedan a las instituciones, no deberíamos leer la historia de las acciones a partir de la historia del pensamiento. Como quedará claro más adelante, los fundadores de las instituciones representativas con frecuencia andaban a tientas, buscando inspiración en experiencias remotas, inventando argumentos retorcidos, enmascarando ambiciones personales bajo la apariencia de ideas abstractas, a veces impulsados por la pura pasión. A menudo estaban en desacuerdo, de manera que las instituciones que establecían reflejaban resultados negociados. En muchos casos se mostraron sorprendidos ante sus propias creaciones y cambiaron de idea, casi siempre demasiado tarde para remediar sus errores. Para comprender la relación entre las ideas y las acciones, es útil preguntarnos qué es lo que podemos observar y lo que no. Observamos lo que algunos de los protagonistas dijeron y lo que hicieron, pero no podemos observar lo que querían ni lo que pensaban. Y con frecuencia decían diferentes cosas, o decían una cosa y hacían otra, o al menos gritaban lo que no hacían y susurraban lo que hacían. Consideremos las dos primeras frases de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en Francia en 1789: la primera grita que todos son iguales, la segunda susurra la necesidad de tratarlos como desiguales. Siempre que las palabras y las acciones divergen, podemos sospechar que hay intereses en juego. En realidad, el científico social escéptico cree que las acciones revelan las intenciones mejor que los pronunciamientos. Las palabras no son creíbles cuando están en conflicto con intereses. Piénsese en un político que dice que todos tenemos intereses comunes: sabemos que se refiere a los suyos, pero no necesariamente a los nuestros. Esta introducción sirve para identificar una dificultad central en los argumentos que se presentan más abajo. Yo sostengo dos tesis: (1) El ideal que, de modo más manifiesto, justificó la fundación de las instituciones representativas y su gradual evolución hacia la democracia era lógicamente incoherente y prácticamente irrealizable. (2) Las acciones de los fundadores pueden ser vistas como una racionalización de sus intereses; específicamente, las instituciones que crearon protegían sus privilegios. Pero no sabemos si han utilizado las palabras para racionalizar sus intereses. Morgan, siempre escéptico con respecto a los motivos, pensaba, por ejemplo, que “Quizás no sería excesivo decir que los representantes inventaron la soberanía del pueblo para poder afirmar la propia”. Sin embargo, realmente no creo que los que establecieron las instituciones representativas hayan conspirado de manera consciente para presentar sus propios intereses como motor de la expansión universal, por usar el lenguaje de Gramsci. De hecho, todo parece indicar que verdaderamente creían lo que decían. Más aún: incluso aquellos en contra de los cuales se dirigían esas instituciones compartían los ideales de sus fundadores y justificaban sus propias luchas en términos de esos ideales. Los dirigentes de la clase trabajadora justificaban el socialismo en términos de igualdad y autogobierno: Jean Jaurès pensaba que “el triunfo del socialismo no será una ruptura con la Revolución Francesa, sino la realización de la Revolución Francesa en condiciones económicas nuevas”, y Eduard Bernstein veía en el socialismo simplemente “la democracia llevada a su conclusión lógica”. La Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita en 1791 por Olympe de Gouges (alias Marie Gouze), sólo cambiaba el género de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 para aplicar los mismos principios a las mujeres. Líderes de distintos movimientos de independencia nacional han apelado a los valores de los colonizadores: la “Declaración de Independencia de la República Democrática de Vietnam”, escrita por Ho Chi Minh, empieza con citas de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y de la Declaración francesa de 1789. Y el sueño de Martin Luther King tenía “raíces profundas en el sueño americano”. “Ahora es el momento”, decía, “de hacer realidad las promesas de la democracia”.

Trampas del autogobierno. El enigma no es fácil de resolver. Sabemos que los fundadores de los gobiernos representativos hablaban de autogobierno, igualdad de todos y libertad para todos, pero establecieron instituciones que excluían a grandes segmentos de la población y protegían el statu quo contra la voluntad popular. Sabemos que temían a los excluidos y que querían que las instituciones que creaban protegieran la propiedad. Esto podría ser suficiente para concluir que actuaban en interés propio. Pero también sabemos que esos ideales –de nuevo, igualdad, libertad y autogobierno– han guiado la vida política de muchos pueblos por más de doscientos años. Tal vez la salida más plausible de este enigma la ofrece el concepto de “ideología hegemónica” de Gramsci: el desarrollo y la expansión del grupo particular son concebidos y presentados como fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías nacionales; en otras palabras, se coordina concretamente al grupo dominante con el interés general de los grupos subordinados, y se concibe la vida del Estado como un proceso continuo de formación y superación de equilibrios inestables (en el plano jurídico) entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados, equilibrios en los que los intereses del grupo dominante prevalecen, pero sólo hasta cierto punto, es decir, sin llegar a los intereses económicos estrechamente corporativos. Aunque nunca cita a Gramsci, y dudo que lo haya leído, así es como Morgan interpretaba los orígenes del autogobierno en Inglaterra y los Estados Unidos en un ensayo magistral irónicamente titulado “Inventing the people” (“Inventando al pueblo”). “El gobierno requiere hacer creer”, observa Morgan. “Hacer creer que el rey es divino, hacer creer que no se puede equivocar o hacer creer que la voz del pueblo es la voz de Dios. Hacer creer que el pueblo tiene voz o hacer creer que los representantes del pueblo son el pueblo.” Sin embargo, una ideología es plausible sólo si corresponde a algo en la experiencia real de la vida: “Para ser efectiva […] una ficción tiene que tener cierto parecido con la realidad”. La mayoría de las veces ajustamos las ficciones a la realidad. Pero a veces tenemos que ajustar la realidad a la ficción. Las ficciones pueden causar hechos reales: “Porque las ficciones son necesarias, porque no podemos vivir sin ellas, a veces nos esforzamos para impedir que se desplomen moviendo la realidad más cerca de la ficción, haciendo que nuestro mundo se parezca más estrechamente a lo que queremos que sea. […] La ficción toma el mando y reorganiza la realidad”. Y esto implica, para completar las citas, que “En la extraña combinación de ficción política y realidad, tanto los pocos que gobiernan como los muchos gobernados pueden verse limitados –podríamos decir incluso reconformados– por las ficciones de las que depende su autoridad”. Si nos han hecho creer que la democracia es la implementación de ese trío de ideales –autogobiernos basados en la igualdad y defensores de la libertad–, debe haber algunos hechos que apoyen esa creencia. Y si pensamos eso, tenemos que investigar cuáles son los hechos que hacen creíbles esos ideales, y también, cómo esos ideales inspiran los hechos.

Igualdad, participación, representación y libertad.

En el ideal original de autogobierno, elaborado por Rousseau (cuya influencia fue enorme) y por Kant (cuyo impacto fue mínimo), las personas son libres porque cuando el pueblo gobierna nadie obedece más que a sí mismo. Desde el primer momento este ideal enfrentó problemas lógicos, prácticos y políticos. Sólo es lógicamente coherente si todos están de acuerdo sobre el orden legal en el que todos quieren vivir. El principio de que el pueblo, en singular, se gobierna a sí mismo no se traduce fácilmente en un sistema institucional en el que las personas –en plural– se gobiernan a sí mismas. Por lo tanto, pasó a ser un tema de discusión el hecho de si era posible implementar este principio mediante instituciones representativas: en un momento determinado sólo gobiernan algunas personas. Cuando la realidad de las divisiones sociales, económicas y políticas se hizo evidente, la idea de que todo el pueblo pudiera ser representado simultáneamente por alguien se hizo insostenible. Entonces, ser gobernado por equipos de políticos seleccionados en elecciones periódicas se transformó en la segunda mejor posibilidad. El poder colectivo del pueblo de elegir gobernantes a través del procedimiento electoral resultó capaz de dar suficiente plausibilidad a la creencia de que el árbitro final del gobierno es la voluntad del pueblo. Como observaba Dunn, a nadie le gusta ser gobernado, pero si hemos de ser gobernados, por lo menos podemos mostrar periódicamente nuestro disgusto expulsando del gobierno a los tramposos. Puesto que en una sociedad grande no pueden gobernar todos, ni siquiera por períodos muy cortos, de modo que la mayoría de nosotros pasa toda la vida siendo gobernado por otros, y como las personas tienen valores, pasiones e intereses heterogéneos, la segunda mejor posibilidad –después de que cada uno obedezca solamente a sí mismo– es un sistema de toma de decisiones colectiva que refleje del mejor modo las preferencias individuales y haga lo más libre posible a la mayor cantidad de personas. Es la segunda mejor opción porque está limitada por el hecho de que, habiendo preferencias heterogéneas, algunos tendrán que vivir parte del tiempo bajo leyes que no son de su agrado. Por su parte, un sistema de toma de decisiones colectiva que refleje del mejor modo las preferencias individuales y haga lo más libre posible a la mayor cantidad de personas tiene que satisfacer cuatro condiciones: cada uno de los participantes debe poder ejercer la misma influencia en la toma de decisiones colectiva, cada uno de los participantes debe tener alguna influencia efectiva en las decisiones colectivas, las decisiones colectivas deben ser implementadas por los elegidos para implementarlas y, finalmente, el orden legal debe permitir la cooperación segura sin interferencias indebidas. Para identificar los límites de la democracia, hay que investigar si es posible satisfacer estas condiciones, en forma individual y en conjunto, a través de algún sistema de instituciones. Veamos a grandes rasgos los argumentos centrales.





Dichos vs. hechos. Aun cuando los fundadores de las instituciones representativas hablaban el lenguaje de la igualdad, en realidad lo que querían decir era otra cosa, se referían más bien al anonimato, a la negación política de las diferencias sociales. A pesar de todos los discursos grandilocuentes sobre ser todos iguales, la igualdad en que pensaban era una igualdad política formal, imaginaban procedimientos que dieran a todos iguales oportunidades de influir en los resultados colectivos y también en la igualdad ante la ley. No era igualdad social ni económica. Pero la desigualdad económica, en efecto, mina la igualdad política. Y al mismo tiempo la igualdad política es una amenaza para la propiedad. Esa tensión es congénita en la democracia, está tan viva hoy como en el pasado. El misterio, entonces, es por qué la democracia no genera más igualdad económica. Según algunas opiniones, por diversas razones los pobres no se interesan por la igualdad. En otras explicaciones, o bien las instituciones representativas están dominadas por los ricos, cuya influencia política desproporcionada impide adoptar políticas igualitarias, o bien las características supermayoritarias de esas instituciones favorecen el statu quo más allá de quién las domine. Pero es posible que existan barreras exclusivamente económicas o incluso tecnológicas para alcanzar la igualdad. Igualar los activos productivos resulta difícil en las sociedades modernas, donde la tierra ya no es la fuente de ingreso más importante. E incluso si se igualara la capacidad de obtener ingresos, en las economías de mercado la de-sigualdad resurgiría. Es muy probable que la igualdad sencillamente no sea un equilibrio económico factible. No podemos esperar que la democracia haga lo que quizás ningún sistema de instituciones políticas podría hacer. Por supuesto que esto no implica que no sea posible reducir las desigualdades en muchas democracias en las que son flagrantes e intolerables. Además, puesto que las desigualdades económicas pérfidamente vuelven a infiltrarse en la política, la igualdad política sólo es factible en la medida en que el acceso del dinero a la política esté limitado por regulaciones o por la organización política de los segmentos más pobres de la población. La desconfianza de muchos hacia la voluntad cruda del pueblo condujo a restricciones en relación con sus derechos políticos y a controles institucionales contra la voluntad del pueblo. Lo que queda por ver es si es posible hacer que la participación política sea más efectiva en cualquier sistema de instituciones representativas en el que el autogobierno se ejerza a través de elecciones. Aun cuando los competidores electorales presenten propuestas políticas claras, los votantes sólo pueden elegir lo que alguien ha propuesto. En consecuencia, no eligen entre todas las posibilidades concebibles. Y como la competencia electoral inexorablemente empuja a los partidos políticos a ofrecer plataformas similares, las opciones que se presentan en las elecciones son escasas. Además, si bien los votantes tienen varias opciones, nadie puede, en forma individual, hacer que una alternativa en particular sea la elegida. Y, por otro lado, aunque los individuos no llegan a elegir cuándo votan y tampoco sus votos individuales tienen un efecto causal sobre el resultado, las decisiones colectivas que surgen de ese proceso reflejan distribuciones de las preferencias individuales. Por lo tanto, es un misterio que tantas personas desaprueben que las decisiones colectivas se tomen de esa manera. Parecería que valoran la elección activa más que los resultados de la elección colectiva. Es posible que esa reacción derive simplemente de una comprensión incorrecta del mecanismo electoral, pero no por eso es menos intensa en tanto privación. La nostalgia de la participación efectiva continúa atormentando a las democracias modernas. De todos modos, no hay ninguna forma de toma de decisiones colectiva, salvo la unanimidad, capaz de dar eficacia causal a la participación individual. El autogobierno colectivo se alcanza no cuando cada votante tiene influencia causal en el resultado final, sino cuando la elección colectiva es resultado de la suma de voluntades individuales. Nuestras instituciones son representativas.

Educando al soberano. Los ciudadanos no gobiernan; son gobernados por otros, quizás otros que cambian en forma regular, pero siempre otros. Para indagar si podemos gobernarnos a nosotros mismos colectivamente cuando somos gobernados por otros, debemos considerar dos relaciones: por un lado, entre las diferentes partes del gobierno y, por otro, entre los ciudadanos y los gobiernos. La estructura del gobierno es lógicamente anterior a su conexión con los ciudadanos, porque lo que estos pueden exigir o esperar de los gobiernos depende de lo que esos gobiernos pueden o no hacer, y lo que pueden hacer depende de la forma en la que están organizados. Los gobiernos divididos en poderes a veces no pueden responder a la voluntad de la mayoría expresada en elecciones, en especial si se refiere a un mandato de cambio. Hay ordenamientos institucionales supermayoritarios, o incluso directamente antimayoritarios, que de manera ostensible protegen a las “minorías”. En nuestros días es políticamente correcto utilizar este término para designar a grupos que, por diversas razones, son menos privilegiados –en realidad, empleamos esa etiqueta incluso para una mayoría, las mujeres–, pero olvidamos que esos ordenamientos fueron creados para proteger en primer lugar a una minoría, a la que continúan protegiendo, la de los propietarios. Y, sin embargo, aun en el caso de que los gobiernos puedan hacer todo lo que se les autoriza a hacer en las elecciones, algunos costos de representación son inevitables. Los gobernados deben dar a los gobiernos cierto margen para su acción. Además, las elecciones son periódicas y tienden a amontonar los asuntos. El autogobierno no se implementa en una serie de referendos sino en elecciones periódicas con mandatos amplios y a menudo vagos. Por lo tanto, con frecuencia, minorías intensas se alzan en protestas contra el gobierno. Pero como no es posible comparar la intensidad de distintas personas, lo único que podemos hacer es contar cuántas son. Por último, el silogismo según el cual el pueblo es libre cuando se gobierna a sí mismo resulta ser problemático. El concepto de libertad ha sido y sigue siendo objeto de elaboradas construcciones filosóficas. Para los protagonistas, quería decir que el gobierno debía permitir a los ciudadanos cooperar manteniendo el orden, aunque sin violar arbitraria o innecesariamente la libertad individual. Sin embargo, lograr un equilibrio entre el orden y la no interferencia ha resultado difícil, en particular frente a determinadas amenazas. Lo que hay es más bien una serie de equilibrios inestables que ningún diseño institucional podrá resolver de una vez por todas. Por lo tanto, la democracia tiene límites en relación con la extensión de la igualdad económica, la participación efectiva, la agentividad perfecta y la libertad. No obstante, creo que no hay ningún sistema político que pueda funcionar mejor, ni que sea capaz de generar y mantener en las sociedades modernas el grado de igualdad económica que muchos miembros de esas sociedades desearían ver. No hay sistema político capaz de hacer individualmente efectiva la participación política de cada uno, ni de hacer de los gobiernos los perfectos agentes de los ciudadanos. Y si bien en la democracia el orden y la no interferencia no se combinan fácilmente, no hay ningún otro sistema político que se aproxime siquiera a hacerlo. La política, en cualquier forma o estilo, tiene límites en la conformación y transformación de las sociedades. Esto es simplemente un hecho de la vida. Considero importante conocer esos límites para no criticar a la democracia por ser incapaz de lograr lo que ningún otro ordenamiento político puede lograr. Pero esto no es un llamado a la complacencia. Reconocer límites sirve para dirigir los esfuerzos hacia ellos y, también, para mostrar las direcciones de reformas factibles. Estoy lejos de la certeza de haberlos identificado correctamente y me doy cuenta de que muchas reformas no se hacen porque amenazan intereses; sin embargo, creo que conocer tanto los límites como las posibilidades es una guía útil para la acción política. Porque, por último, la democracia no es sino un marco dentro del cual un grupo de personas más o menos iguales, más o menos eficientes y más o menos libres puede luchar en forma pacífica por mejorar el mundo de acuerdo con sus diferentes visiones, valores e intereses.

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