viernes, 29 de julio de 2011

"EL RETORNO DE LA RETÓRICA" por Marc Angenot



La historia de la retórica y de su enseñanza, desde la Época Clásica hasta mediados del siglo XX, es la de una interminable decadencia, una extensa supervivencia escolar esclerosada en medio de una desconsideración general. A principios del siglo XIX, el obispo escocés Richard Whately publica “Elements of Rhetoric” (1828), el gran manual sobre este arte que fuera reeditado más de veinte veces en Inglaterra. Al comienzo del libro, el autor confiesa que ha dudado mucho en emplear la palabra retórica en el título, palabra “capaz de sugerir a muchos la asociación con la idea de declamación vacua o de artificio deshonesto”.

Ni el romanticismo (en nombre de la sinceridad) ni el espíritu científico (en nombre de la positividad) han consentido en dar lugar a la retórica, que sólo sobrevivía de manera anodina como una enseñanza caduca, herencia de la educación liberal de los griegos y los romanos, enseñanza que, por otra parte, se volvió clerical: los espíritus modernos y laicos, ligados al razonamiento científico, se habían alejado decididamente de esas técnicas “oratorias” imprecisas, falaces y pertenecientes al campo de la locuacidad. En 1902, la misma palabra “retórica” dejó de designar en Francia (no así en Bélgica) una de las etapas de la escuela secundaria.

Sin embargo, hay algo que justificaría este descrédito, “buenas razones” que nosotros, analistas de los discursos e historiadores de las ideas, debemos aceptar. En la actualidad, “retórica”, en el discurso habitual, es una palabra peyorativa, siempre cercana a una locuacidad vana, a la propaganda, la demagogia y la manipulación. Los periódicos utilizan siempre “retórica” de manera peyorativa. Esto se constata cada día en la prensa escrita en inglés. Leo en el New York Times: “El discurso del presidente Bush fue pródigo en retórica pero pobre en sustancia” (Booth, 2004: ix). “Rhetoric”, para la prensa, no quiere decir otra cosa que bla bla bla, declamación, engaño, mentira. Se afirma “esto es retórica” y está todo dicho. Del mismo modo, decir “dialéctica sutil” no es precisamente un elogio. Y muchas otras palabras relacionadas, todas provenientes de Aristóteles, han cobrado también un sentido negativo. Pathos, desborde emocional falto de sinceridad. Topos, lugar común, banalidad y cosa sin importancia.

El descrédito moderno parecería total si no existiera la evidencia de que, no obstante, la reflexión sobre la argumentación pública y sobre el discurso persuasivo no desaparece por completo, y que los grandes libros que hablan de ello en el siglo XIX no son asunto de retóricos y autores de manuales, sino de hombres políticos como Jeremy Bentham, cuya obra “Handbook of Fallacies”, de 1824, es penetrante, muy divertida y siempre interesante. Podemos mencionar también la obra de un filósofo como John Stuart Mill, cuyo “System of Logic”, de 1843, es muy pertinente (en particular el apartado sobre los sofismas). Se dice que la filosofía moderna se ha alejado de la retórica. Esto también sería cierto si la retórica no fuera concebida como la esencia misma de la filosofía por Nietzsche, quien comienza su curso de retórica en Basilea con la banal constatación de que “en los tiempos modernos este arte es objeto de un desprecio general” y no obstante la coloca en el centro de su reflexión filosófica. Su “Darstellung der antiken Rhetorik”, que se anticipa a nuestra época, formula en una proposición clave la fecunda transposición de la reflexión sobre el lenguaje: “No existe la naturalidad no retórica del lenguaje” (Nietzsche, 1971). De cualquier modo, tras este prolongado desmerecimiento (que como hemos visto presenta excepciones), después de un eclipse de casi dos siglos, la retórica retornó con fuerza renovada en la filosofía, las ciencias sociales y las ciencias del lenguaje a mediados del siglo XX. Mientras tanto, el estudio del razonamiento se había vuelto entre los filósofos una actividad estrictamente formal y casi algebraica. En cuanto a las ciencias sociales e históricas, atravesaban “el archivo” y la materialidad del discurso sin verlo. Estas disciplinas sólo identificaban cosas desencarnadas, a las que llamaban, según el caso, “ideas”, “pensamientos” y, para el pueblo y las masas, “mentalidades”, “representaciones”, “actitudes” (ustedes conocen los conceptos irremediablemente imprecisos de los historiadores del pasado), sin ver ni descifrar palabras, frases, encadenamientos de ideas, ni maneras de sostener una proposición y de comunicar, o más bien pasando a través de ellos como si, en efecto, fueran transparentes y unívocos y no presentaran problemas.

Chaïm Perelman. En 1958, con dos obras pioneras, “Tratado de la argumentación. Nueva retórica”, de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, y “Los usos de la argumentación”, de Stephen Toulmin, y un poco más tarde con el tratado de Charles Hamblin sobre las falacias (“Fallacies”, 1970), que se proponía sustituir la vieja taxonomía de los sofismas por una teoría moderna de los errores de razonamiento y que ejercerá gran influencia en el mundo anglosajón, la retórica recobró fuerzas. El papel de Perelman fue decisivo en ese cambio de situación.

Sería complejo comparar las perspectivas y las concepciones de Perelman con las de Stephen Toulmin, puesto que sus recorridos intelectuales son diferentes. Sin embargo, ambos tenían un punto de partida común, que era una gran insatisfacción frente a la lógica formal: querían liberar la lógica, sacarla de la “pura” lógica, acercarla a la argumentación corriente: querían hacer de la lógica ligada a la retórica una ciencia práctica cercana a la realidad social. Así, Perelman rompe con el positivismo lógico que le habían enseñado en su juventud y se inclina hacia otra forma de racionalidad que le parece más merecedora de la atención filosófica, la del discurso corriente, la del jurista, el político, el ensayista, etc., que él llamaba, según señala Michel Meyer, “el campo de lo razonable”, en oposición al campo de lo racional (Meyer, 2004: 10).

Con este renacimiento a mediados de siglo, la retórica, junto con las ciencias del lenguaje y de la comunicación que se encuentran en plena expansión, deja de ser lo que había sido tradicionalmente, un aprendizaje del arte de debatir y de discurrir con elocuencia, para convertirse en lo que es hoy: el estudio del discurso en la sociedad desde el ángulo de la argumentación.

En ese contexto, la importancia de la obra de Perelman no ha dejado de aumentar. Es mucho más citado, estudiado y discutido hoy que en los tiempos en que yo era su alumno. Testimonio de esto son los libros de Michel Meyer, Alain Lempereur, Bosco (1983), Koren y Amossy (2002), Maneli (1994), Vannier ( 2001) y las numerosas y constantes referencias a su pensamiento en inglés y alemán. Todo lo que se hace en retórica en el mundo francófono desde hace medio siglo parte de Perelman y saca provecho tanto de sus avances como de la crítica de algunos de sus procedimientos.

En el campo francés, los encomiables trabajos de Georges Vignaux (1976 y 1988), Ruth Amossy (2000) y Christian Plantin (1990, 1993 y 1996), diferentes en sus modalidades y problemáticas, pero portadores de sugerentes reflexiones, despiertan el más vivo interés. Tal vez sean todavía poco conocidos por el público académico, en la medida en que la retórica de la argumentación viene a sacudir las barreras disciplinarias que, especialmente en Francia, tienen una notable capacidad de resistencia pasiva.

Por otro lado, es evidente que, al menos por su cantidad, los trabajos publicados en francés están muy lejos de la enorme bibliografía que se ha publicado desde hace cuarenta años en alemán y en inglés norteamericano.

Con toda objetividad, sin adulación, debemos decir aquí lo que ustedes no ignoran, pero que su modestia les impide proclamar, a saber, una fuerte evidencia de geopolítica intelectual: en el ámbito francófono, Bruselas se encuentra en el centro del renacimiento del pensamiento y de la investigación sobre la retórica. Como dije antes, todo parte de Perelman. La obra poderosa, original y fundamental de Michel Meyer, y los libros de Alain Lempereur, Emmanuelle Danblon y otros autores dan testimonio de ello. La israelita Ruth Amossy es originaria de Bruselas, como yo mismo: dejo para los aficionados a las hipótesis el trabajo de explicar ese “no sé qué” que impregna retóricamente la atmósfera de esa ciudad.

El retorno triunfal de la retórica. Cabe detenerse un instante para conjeturar las causas de ese “retorno a la retórica”. Es evidente que este resurgimiento se relaciona con el hecho de que el pensamiento moderno se ha dejado erosionar, y finalmente ha rechazado las ideas de fundación absoluta del conocimiento, del saber como correspondencia unívoca entre los discursos y las cosas, de verdad irrefutable y adquirida en forma irreversible (científica, positiva), de razón trascendental, todas aquellas concepciones que habían contribuido al declive de la retórica. La concepción central de la racionalidad se desplaza de la ciencia (paradigma del siglo XIX) a la vida pública y a la cultura cognitiva y discursiva del mundo corriente. Al mismo tiempo, los Grandes Relatos de la historia y las certidumbres historicistas han sufrido una pérdida de credibilidad irreversible, al igual que los dogmas y los grandes principios de otros tiempos: todo es (de nuevo) argumentable. “La retórica renace cuando los sistemas ideológicos se derrumban”, señala Michel Meyer (1986: 7). “La voluntad de someter los asuntos humanos a una escatología científica ha fracasado”, queda para los posmodernos la tarea de búsqueda negociada de coexistencia y de consenso (Buffon, 2002: 73). Los discursos y la discusión son los fundamentos siempre inestables de la Ciudad, y esto explica la fuerza del retorno de la retórica. Dado que por todas partes las certezas absolutas se han desvanecido con las Grandes Esperanzas históricas, la cuestión de lo probable ha vuelto a instalarse en el centro de los debates contemporáneos sobre el riesgo y el manejo de lo incierto. Así, la nueva retórica es contemporánea del Segundo Desencanto, el de las religiones seculares o políticas; se aleja de lo unívoco, de lo apodíctico, de las verdades definitivas, científicas o dogmáticas.

La nueva retórica representa una tercera vía filosófica entre el relativismo absoluto –en boga en algunos campus– y el racionalismo dogmático y el logicismo. Ni siquiera hay en Perelman o en Meyer el esbozo de una filosofía consensual de la verdad o una moral democrática postkantiana de la discusión, y algunos –como yo mismo– reticentes en lo que respecta a Habermas, están de acuerdo. Para Manuel Carrilho, la retórica ha vuelto al ámbito de la filosofía para instalarse allí y poner fin a la crisis del sujeto y de la razón que ha atormentado al siglo XX, crisis que se empeñó en tratar de establecer como fundamentos del proceder filosófico la necesidad y la universalidad, o bien en arruinar ese fundamento al “caer” (como decían los manuales de filosofía) en un escepticismo sin fondo.

Contraproposiciones. Me limitaré a esbozar algunas proposiciones que creo fundamentales para poder abordar los debates de ideas en la vida pública.

En el tratado de retórica que he intitulado “Dialogues de sourds” (2008) me he opuesto –en la problemática, los conceptos y los métodos– a lo que se ha escrito desde siempre en materia de discurso argumentativo. Considero, a título de observador del discurso social e historiador de las ideas, y examinando con atención en la vida y en la historia moderna el intercambio caótico de “buenas razones”, convicciones y opiniones, debates y disputas, que las categorías y el marco general de lo que durante siglos se llamó “retórica” son bastante inadecuados. También considero que para analizar el discurso social es conveniente, en la mayoría de los casos, hacer lo contrario de lo que suele hacerse, e introducir nociones y procedimientos que los manuales ignoran.

Mi libro elabora, en contra de la tradición, una retórica de los malentendidos alrededor de la hipótesis –que profundizo– de las rupturas cognitivas y argumentativas identificables en la doxa (como decía Aristóteles), en los discursos de la esfera pública.

Los manuales definen clásicamente la retórica como “el arte de persuadir”, y esta definición se acepta porque nadie se ha detenido a analizarla. “Dialogues de sourds” parte –creo que con acierto– del asombro que produce esta definición en general aceptada, aunque sea a todas luces insostenible.

Haré algunas objeciones elementales: es cierto que los seres humanos argumentan todo el tiempo y en toda circunstancia, pero resulta claro que se persuaden muy poco (o casi nunca) entre sí. Esa es la impresión constante que causan desde el debate político hasta la disputa doméstica, y de esta a la polémica filosófica, y supongo que ustedes coincidirán conmigo. Esta constatación instala una cuestión a dirimir dentro de la ciencia secular de la retórica: no puede construirse una ciencia partiendo de una eficacia ideal –la persuasión– que sólo se presenta de manera excepcional.

Una vez formulada esta objeción, surgen varias preguntas: ¿por qué, a pesar de lograr persuadirse mutuamente en tan pocas ocasiones, los seres humanos no se desaniman y persisten en argumentar? ¿A qué se deben estos fracasos reiterados? ¿Qué es aquello que no funciona en el razonamiento organizado en discurso, en el intercambio de “buenas razones”? ¿Qué debemos aprender de una práctica que todo el tiempo fracasa y que, sin embargo, se repite sin cesar?

Cuando los sujetos hablantes están comprometidos en una situación de comunicación, tratan de alcanzar su objetivo, que es comunicar. Pero cuando la gente, más específicamente, se pone a argumentar –lo cual es una de las principales subcategorías de la comunicación–, la transmisión del “mensaje” rara vez se realiza bien: en seguida se piensa que la parte contraria no coincide en las conclusiones y permanece extrañamente inaccesible a las pruebas que se le presentan, y también que razona equivocadamente o no respeta ciertas reglas fundamentales que hacen posible el debate.

Por lo tanto, existe la impresión –y esta es la gran cuestión que abordo en mi libro– de que cuando la persuasión fracasa, cuando el debate se convierte en un diálogo de sordos, no puede hablarse sólo del contenido de los argumentos, sino de la manera de exponerlos, la manera de proceder y seguir las reglas de la “lógica”.

Mi objeto no es el simple desacuerdo. No me detengo en los casos en que los interlocutores, a pesar de todo, persisten en su desacuerdo sobre una proposición determinada, sino en aquellos en los que no puede aceptarse una manera adversa de sostener una tesis, no puede seguirse el hilo del razonamiento. Los argumentos del interlocutor no son desdeñados porque se los juzgue “débiles” o “interesados” (lo que supondría que se los comprende), sino que se los descarta por encontrarlos engañosos e inválidos, es decir, “ilógicos”, “absurdos”, “irracionales”, “locos” (considerando que en general la validez argumentativa está refrendada por la “lógica” y la “razón”).

Ahora bien, bajo el peso de la situación jurídica, la retórica de la argumentación persiste en considerar como su norma el debate entre personas que comparten una misma racionalidad y –si uno es racionalmente optimista y, sobre todo, paciente– cuyas divergencias más ásperas no surgen de una “sordera” cognitiva, sino del “malentendido”.

En suma, si la retórica quiere observar el mundo social y dar razón de él, en vez de ser esa “ciencia” idealizada, irénica, contrafáctica y, sobre todo, vanamente normativa de debates bien regulados y elocuencia eficaz, debe abandonar el estudio de los desacuerdos nacidos del incesante intercambio de “buenas razones” para abocarse al análisis de los malentendidos de la comunicación argumentada y al estudio de las divergencias y contradicciones de las estrategias argumentativas y de las rupturas cognitivas.

Divergencia de lógicas. En el centro de mi reflexión sobre los intercambios de “razones”, las tomas de posición, los debates y las polémicas en la vida pública, sobre las dificultades de la comunicación argumentativa, la diversidad de maneras de encararla, y los fracasos de la persuasión, sobre sus tipos y causas, y sobre el sentimiento, manifestado con frecuencia, de que el adversario delira, desarrollo una hipótesis radical: la de la existencia, en toda sociedad, de cortes de lógicas argumentativas.





Si la incomprensión argumentativa se relacionara simplemente con el malentendido –mal entendido–, bastaría con destaparse los oídos, ser paciente y benévolo, y prestar atención. ¿Pero no es verdad que en ciertos casos, que Jean-François Lyotard llama “diferendos”, los seres humanos no comprenden sus razonamientos recíprocos porque no emplean (o casi no emplean) el mismo código o el mismo repertorio de medios argumentativos? Esos términos (“repertorio” y “código”) suponen que, para hacerse comprender por medio de argumentos (y para comprender a un interlocutor), hay que disponer, entre las competencias que se movilizan, de reglas comunes de lo argumentable, de lo conocible, de lo debatible y de lo persuasible. Y que surge un problema si esas reglas no están reguladas por una razón universal, trascendental y ahistórica, si esas reglas no son las mismas en todas partes y no se imponen a todos.

Las normas argumentativas que se encuentran en los tratados y los manuales están (y siempre han estado) sometidas a discusión; son válidas para unos pero no para otros, lo cual no impide a los seres humanos discutir sin estar siempre en todo de acuerdo con ellas, pero vuelve vana la voluntad de fijar normativamente o sólo revela una especie de angustia pedagógica frente a la confusión irreductible de la dialéctica.

Ningún argumento dialéctico, ni siquiera los que Chaïm Perelman clasificaba como “cuasi lógicos”, es lógicamente riguroso, ni necesario en sus conclusiones, ni aplicable en cualquier circunstancia. Nos conformamos con discutir y debatir la articulación de lo probable con lo probable, no porque nos guste permanecer en la duda sino porque pensamos que los razonamientos imperfectos y la duda parcial valen más que la ignorancia total.

Mi proposición fundamental es invertir el procedimiento heurístico habitual de los estudios retóricos, estudios sobre las creencias y las opiniones públicas. Sugiero no tomar como punto de partida, para contradecirlos después durante los análisis, los paradigmas de la racionalidad unificada, del debate bien regulado, de los litigios que pueden ser racionalmente superados. Propongo como tarea primordial de la retórica el estudio de las divergencias en las maneras de razonar y de los cortes argumentativos en toda su diversidad. No se trata de una cuestión especulativa, sino de un problema empírico que reclama una gran cantidad de estudios de campo y evaluaciones concretas de las desviaciones y los grados de malentendido. En la retórica, a mi entender, es necesario objetivar e interpretar las heterogeneidades “mentalitarias” y los diálogos de sordos constatados, y caracterizar y clasificar las lógicas divergentes que sostienen las así llamadas ideologías.

Fin de las retóricas intemporales. Estos cortes argumentativos y cognitivos deben observarse y comprenderse antes de pretender dar la última palabra. Frente a una determinada polémica (actual o pasada), el retórico no puede aspirar a ser una especie de dios descendido de los cielos para zanjar la cuestión, al estilo de: tú te equivocabas; en cambio, tu adversario razonaba en forma correcta y tenía razón.

Los cortes a los que me refiero son aún más patentes cuando abordamos una argumentación con la distancia que da el tiempo, aunque esta distancia sea corta. Los tratados intemporales de retórica ya no tienen vigencia. El objeto de investigación que me impuse a lo largo de los años –y no soy el único– es el estudio de los discursos que se cruzan en un momento dado de la sociedad, de los discursos como hechos históricos, variables por la naturaleza de las cosas. Evidentemente, la retórica es una parte esencial de esto.

De hecho, nada es más específico de ciertos estados de una sociedad y de los grupos sociales en conflicto que lo argumentable que allí predomina. Es en particular revelador para el estudio de las sociedades, de sus contradicciones y de su evolución, la investigación sobre las formas de lo decible y de lo susceptible de ser persuasivo, los géneros y los topoi que allí se legitiman, circulan, compiten, emergen, se marginan y desaparecen. El retórico y el analista del discurso deben convertirse, en este aspecto, en historiadores y sociólogos, desde luego con sus objetos y procedimientos particulares, pero cercanos a los del historiador de las ideas y a los del sociólogo de la opinión, de las creencias, a los del crítico de las ideologías políticas y los del politólogo. Lo que se dice y se escribe nunca es aleatorio ni “inocente”. Una disputa doméstica tiene sus reglas y sus roles, su tópica, su retórica, su pragmática, y esas reglas, con seguridad, no son las mismas que las de un mandamiento episcopal, un editorial de prensa financiera o el programa de un candidato a diputado. Estas reglas no derivan del código lingüístico. No son intemporales. Forman un objeto particular, autónomo, esencial para el estudio del hombre en sociedad. Este objeto es la manera en que las sociedades se conocen hablando y escribiendo, la manera en la que, en una coyuntura determinada, el hombre en sociedad se narra y se argumenta.

Aún está pendiente elaborar una historia retórica; ella se abocaría a estudiar la variación histórica y cultural, la historicidad de los tipos de argumentación, de los medios de prueba, de los métodos de persuasión. Esta historia ni siquiera ha sido esbozada, pero se encuentra en germen aquí y allá.

Cito en este punto un pequeño libro sobre la variación histórica de lo razonable y de aquello que el autor, discípulo y amigo de Michel Foucault, llama “programas de verdad”: hablo del ensayo de Paul Veyne “¿Creyeron los griegos en sus mitos?” (1983). Extraigo de él un ejemplo sumario. Cicerón, por cierto, no creía, como la plebe romana, que Júpiter se hubiera transformado en cisne para seducir a Leda, pero no es verdad que su falta de creencia en ese hecho sea exactamente idéntica a la nuestra. Cicerón es un evhemerista: racionaliza en parte a los dioses, considerándolos héroes divinizados. Sin embargo, esta distancia respecto de las creencias populares queda encerrada en un “programa de verdad” imposible de comparar con aquellos que se proponen en nuestro tiempo. Se podría hablar de límite de “conciencia posible” de parte de Cicerón (tomado como ejemplo de doxa culta romana y no como individuo singular): que los dioses son héroes divinizados es argumentable, incluso, y sobre todo, si no es la opinión del vulgo; que los dioses y los mitos son puras ficciones, en cambio, está más allá de lo históricamente determinado como concebible.

La cuestión de la creencia no es arqueológica y no es necesario remontarse en el tiempo. En cuanto el historiador de lo contemporáneo se pregunta (en la línea de Paul Veyne) si Jean Jaurès, Karl Kausky o Émile Vandervelde antes de 1914 han “creído en su mito”, el mito que ellos mismos sostuvieron con argumentos a lo largo de cientos de páginas (es decir, la socialización de los medios de producción, remedio para todos los males de la sociedad, que es producto de la revolución proletaria inminente y concluye en una feliz Democracia del Trabajo), nos encontramos frente a una serie de dificultades que hay que mencionar. En todo caso, es imposible dar una respuesta unívoca y simple.

El gran historiador estadounidense Carl L. Becker ha desarrollado hace tiempo el concepto de “climas de opiniones” sucesivos, que deben situarse en la historia de las ideas y entre los cuales la incomprensión es radical (Becker, 2004). Él analiza un pasaje de Tomás de Aquino sobre el derecho natural y desarrolla el significado de la monarquía en Dante. Una evidencia se impone: el lector moderno no está en desacuerdo con ellos, no piensa de manera diferente sobre esos temas, suponiendo que piense algo; lo que sucede, según Becker, es que este lector moderno se encuentra ante una manera de razonar radicalmente diferente, una manera que él sólo puede percibir, de principio a fin, como aberrante: “Lo que me llama la atención –escribe Becker– es que no se considera a Dante o a Santo Tomás como gente poco inteligente. No podemos atribuir el hecho de que sus argumentaciones son ininteligibles para nosotros a una probable falta de inteligencia de su parte. Que una argumentación nos invite o no a apoyarla no depende entonces tanto de la lógica que la sostiene, sino del clima de opiniones en el que está inmersa” (2004: 5).

Que las razones persuasivas del pasado ya no nos parezcan racionales no permite descartarlas, puesto que no es razonable pensar que el presente sea el juez inapelable del pasado. Y es interesante ver que, en el pasado, ciertas ideas y tesis fueron producto de un esfuerzo sostenido de racionalidad y demostración, mientras que esos mismos razonamientos se volvieron para nosotros más aberrantes que poco convincentes.

¿Relativismo? ¡En absoluto! Al hacer esto, ¿estoy cuestionando, como lo haría cualquier relativista, la racionalidad humana, indisociable de la dignidad del hombre? De ningún modo. Quiero considerar a los hombres iguales en espíritu, y a la razón humana como su bien común y el único vínculo que puede unirlos. Admito que el hecho de considerar al cuerpo político como dotado de razón es también un valor democrático o, en todo caso, una ficción razonable. Admito que la razón “comunicacional” merece ser defendida en tanto única alternativa conocida a la violencia en las relaciones sociales y al autismo “identitario” (Popper, cit. en Adorno y otros, 1976: 292). Todo esto no disminuye la pertinencia de la constatación que desarrollo: existen diversas maneras de administrar el potencial de la razón y de orientar los razonamientos, y la capacidad práctica de razonar en voz alta y de argumentar sólo tiene una relación lejana con la idea de la razón como instrumento del verdadero conocimiento.

Todos los trabajos –a menudo normativos y en cierto modo “idealizados”– que, desde Toulmin y Perelman, se ocupan de la razón retórica y de la lógica informal, muestran que invocar una razón trascendente o postular la lógica como un ideal y un absoluto (del que la “razón corriente” no sería más que un mero avatar degradado) carece de interés y conduce a pistas falsas. Al menos sé lo que esta razón corriente no es. No es una “sorite”, una cadena de proposiciones deducidas con rigor y recíprocamente verificadas; no tiene la forma de un manual de geometría, con axiomas, teoremas y correlatos; no está orientada hacia un “juicio” que zanje considerandos desprovistos de las “pasiones” y del hartazgo de las partes enfrentadas y de un público delimitado, aprobatorio o reticente, y que debe demostrar que los argumentos que propone son universalmente válidos para un auditorio universal, que pueden y deben provocar la adhesión de cualquier hombre esclarecido por la razón del derecho.

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