Prólogo de Marshall Berman a All that is
Solids Melt into Air, Penguin Books, 1988,
que no fue incluido en la traducción castellana
editada por Siglo XXI.
En All that is Solids Melt into Air, defino el modernismo como el intento que realizan los hombres y mujeres modernos por convertirse a la vez en sujetos y objetos de la modernización, asumir el control del mundo moderno y hacer de él su hogar. Es una idea del modernismo más amplia e incluyente que la ofrecida por lo general en los textos académicos. Implica una manera amplia y abierta de comprender la cultura, muy diferente del enfoque conservador que fragmenta la actividad humana y coloca cada uno de estos fragmentos en una casilla separada, rotulándolos según el tiempo, el espacio, el lenguaje, el género y la disciplina académica correspondiente.
La perspectiva amplia y abierta es sólo una entre muchas posibles, pero tiene grandes ventajas. Nos permite ver todo tipo de actividades artísticas, intelectuales, religiosas y políticas como parte de un proceso dialéctico único, y desarrollar interrelaciones creativas entre ellas. Crea las condiciones para un diálogo entre el pasado, el presente y el futuro. Atraviesa el espacio físico y social: revela solidaridades entre los grandes artistas y la gente ordinaria, entre los residentes de lo que desmañadamente llamamos el Viejo, el Nuevo y el Tercer Mundo.
Une a las personas superando las fronteras de la etnia y la nacionalidad, el sexo, la clase y la raza. Amplía la visión que tenemos de nuestra propia experiencia. Nos muestra que nuestras vidas son más ricas de lo que imaginamos y comunica a nuestra cotidianidad una nueva resonancia y profundidad.
Ciertamente no es esta la única manera de interpretar la cultura moderna, como tampoco la cultura en general. No obstante, tiene sentido si deseamos que la cultura sea una fuente de alimento para la preservación de la vida y no un culto de la muerte.
Si consideramos el modernismo como la lucha por hacer de un mundo que cambia constantemente nuestro hogar, advertiremos que ninguna de las modalidades del modernismo puede ser definitiva, las construcciones y logros más creativos están condenados a convertirse en prisiones o en sepulcros blanqueados de los cuales nosotros o nuestros hijos nos veremos obligados a escapar, o a los que habremos de transformar para que la vida continúe. El personaje principal de Memorias del subsuelo de Dostoievski lo sugiere en el interminable diálogo que sostiene consigo mismo:
Ustedes, señores, ¿creen quizás que estoy loco? Permítanme defenderme.
Admito que el hombre es primordialmente un animal creativo, predestinado a luchar conscientemente por un ideal, y predestinado a la ingeniería, esto es, a construir eterna e incesantemente nuevos caminos, dondequiera que conduzcan (...) Al hombre le agrada crear caminos, esto está fuera de duda. Pero... ¿no será quizás... que instintivamente teme alcanzar su ideal y completar el edificio que construye? ¿Cómo saberlo? Quizás sólo le agrade contemplar el edificio a cierta distancia y no de cerca, quizás sólo le agrade construirlo y no desee habitaren él.
Cuando viajé al Brasil en agosto de 1987, en ocasión de una discusión en torno a este libro, experimenté dramáticamente el conflicto de los modernismos y de hecho participé en él. Mi primera escala fue Brasilia, la capital creada ex nihilo por un mandato del presidente Juscelino Kubilschek exactamente en el centro geográfico del país, a fines de la década de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Fue planeada y diseñada por Lucio Costa y Osear Niemeyer, discípulos izquierdistas de Le Corbusier. Desde el aire, Brasilia parecía una ciudad dinámica y excitante: en efecto, había sido construida a semejanza del jet desde el cual prácticamente todos los visitantes la observábamos por primera vez. A nivel de la tierra, sin embargo, donde la gente realmente vive y trabaja, [50] resultó ser una de las ciudades más lóbregas del mundo. No es este el lugar para hacer una descripción detallada del diseño de Brasilia; no obstante, la impresión general que produce —confirmada por todos los brasileros que conocí— es la de inmensos espacios vacíos en los que el individuo se siente perdido, tan solo como el hombre en la luna. Hay una ausencia deliberada de espacios públicos donde la gente pueda reunirse y conversar, o sencillamente mirarse unos a otros y pasar el rato. La gran tradición del urbanismo latinoamericano, donde la vida de la ciudad gira en torno a una plaza mayor, fue rechazada explícitamente.
El diseño de Brasilia se hallaba quizás en perfecta consonancia con la dictadura militar; una capital gobernada por generales que deseaban mantener la gente a distancia, aparte, subyugada. Sin embargo, como capital de una democracia es un escándalo. Si Brasilia ha de perseverar en la democracia, sostuve en discusiones públicas y en los medios de comunicación, precisa de un espacio público donde la gente pueda acudir de todas partes del país y reunirse con libertad, hablar unos con otros y dirigirse al gobierno —después de todo, siendo una democracia, se trata de su gobierno—, para discutir sus necesidades y deseos y expresar su voluntad.
Al poco tiempo, Niemeyer comenzó a responder. Después de algunos comentarios desobligantes acerca de mí, hizo una declaración de mayor interés: Brasilia era el símbolo de las aspiraciones y deseos de los brasileros; atacar su diseño era ofender al pueblo mismo. Uno de sus seguidores añadió que yo había revelado mi vacuidad interior al presumir de modernista mientras que atacaba una obra considerada como una de las encarnaciones supremas del modernismo.
Todo esto me hizo vacilar. Niemeyer tenía razón en una cosa: cuando Brasilia fue concebida y planeada, a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, realmente encarnaba las esperanzas del pueblo brasilero y, más específicamente, su deseo de modernización. El abismo existente entre estas esperanzas y su realización pareciera ilustrar el argumento del hombre del subsuelo: para el hombre moderno, puede ser una aventura creativa construir un palacio y una pesadilla verse obligado a vivir en él.
El problema se torna especialmente agudo para un modernismo que excluye el cambio o le es hostil; o mejor, un modernismo que busca un gran cambio único y nada más. Niemeyer y Costa, siguiendo a Le Corbusier, creían que el arquitecto moderno debía utilizar la tecnología para encarnar materialmente ciertas formas ideales y eternas. Si era posible hacerlo para una ciudad entera, tal ciudad sería perfecta y completa; sus límites podrían extenderse, pero nunca se desarrollaría desde su interior. Al igual que el Palacio de Cristal, tal como es concebido en Memorias del subsuelo, la Brasilia de Costa y Niemeyer dejó a sus ciudadanos, y a los de todo el país, “sin nada que hacer”.
En 1964, poco después de inaugurada la nueva capital, la dictadura militar puso fin a la democracia brasilera. Durante los años de la dictadura, a la que se opuso Niemeyer, la gente se encontraba más preocupada por los atroces crímenes que se cometían que por los defectos que pudiera tener el diseño de la ciudad. Sin embargo, una vez recobrada la libertad a finales de la década de los años setenta y comienzos de los ochenta, resultó inevitable que muchos llegaran a resentir una capital que parecía diseñada para mantenerlos en silencio.
Niemeyer hubiera debido saber que una obra modernista que privaba a la gente de algunas de las modernas prerrogativas fundamentales —hablar, reunirse, discutir, comunicar sus necesidades— habría de suscitar necesariamente antagonismos. Con ocasión de mis intervenciones en Río, en Sao Paulo, Recife, descubrí que servía de conducto para expresar una difundida indignación en contra de aquella ciudad donde, como me lo manifestaron tantos brasileros, no había lugar para ellos.
Y sin embargo, ¿qué culpa le cabe a Niemeyer? Si algún otro arquitecto hubiese ganado el concurso para el diseño de la ciudad, ¿no es probable que hubiese construido un escenario tan enajenante como el actual? ¿No es cierto que los aspectos más desvirtuados de Brasilia surgen de un consenso mundial acordado entre urbanistas y diseñadores?
Fue sólo en las décadas de los años sesenta y setenta, cuando la generación que construyó proto–Brasilias en todo el mundo —y no en menor escala en las propias ciudades y suburbios de mi país—, tuvo la oportunidad de habitar en ellas cuando descubrió cuántas carencias tenía el mundo construido por los modernistas. Luego, al igual que el hombre del Palacio de Cristal, los miembros de esta generación y sus hijos comenzaron a protestar y a abuchear, llegando finalmente a crear un modernismo alternativo que afirmara la presencia y dignidad de todas las personas que habían sido excluidas.
El sentimiento que tuve de las deficiencias de Brasilia me condujo de nuevo a uno de los temas centrales de mi libro, un tema que consideraba de tal relevancia que no lo formulé con la claridad con que hubiera debido hacerlo: la importancia de la comunicación y el diálogo.
Pareciera que no habría nada específicamente moderno en estas actividades; se remontan a los comienzos de la civilización e incluso contribuyen a definirla. Sócrates y los Profetas las ensalzaban como valores humanos primordiales hace más de dos mil años. Creo, sin embargo, que el diálogo y la comunicación han adquirido un peso específico y una particular urgencia en nuestra época, pues la subjetividad y la interioridad se han enriquecido y desarrollado con mayor intensidad y, a la vez, se tornan más solitarias y aisladas que nunca.
En un contexto semejante, el diálogo y la comunicación se convierten en una necesidad desesperada y en una fuente primaria de deleite. En un mundo en el cual los significados se desvanecen en el aire, estas experiencias constituyen una de las pocas fuentes de sentido con las que podemos contar. Una de las pocas cosas que pueden hacer de la vida moderna algo digno de ser vivido es la mayor oportunidad que nos ofrece —y en ocasiones incluso nos impone— de hablar unos con otros, de abrirnos a los demás y comprenderlos. Debemos aprovechar al máximo estas posibilidades; deberían moldear la manera que tenemos de organizar nuestras ciudades y nuestras vidas*.
* Este tema sugiere conexiones con pensadores tales como Georg Simmel, Martin
Buber y Jürgen Habermas.
Muchos de los lectores se preguntan por qué no escribí acerca de todo tipo de personas, lugares, ideas y movimientos que parecieran adecuarse al proyecto general que presento igual o mejor que los temas que elegí. ¿Por qué no Proust, o Freud, Berlín o Shangai, Mishima o Sembene, el expresionismo abstracto de Nueva York o la Plástica Popular de Praga? La respuesta más sencilla es que deseaba ver publicado All that is Solid Melts into Air en el transcurso de mi vida. Esto significaba que debía decidir, en un momento dado, detener el libro más bien que terminarlo. Por lo demás, nunca fue mi intención escribir una enciclopedia de la modernidad. Esperaba más bien desarrollar una serie de concepciones y paradigmas que pudieran permitir a la gente explorar su propia experiencia e historia con mayor detalle y profundidad.
Deseaba escribir un libro abierto que permaneciera abierto, un libro al que los lectores pudieran añadir sus propios capítulos. Algunos lectores pueden pensar que despaché de prisa la enorme acumulación de teorías contemporáneas acerca del postmodernismo.
Este discurso se originó en Francia a finales de la década de los años setenta, promovido en gran parte por los desencantados rebeldes de 1968 que se hallaban en la órbita del post–estructuralismo: Roland Barthes, Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean–François Lyotard, Jean Baudrillard y su legión de seguidores. En la década de los años ochenta, el postmodernismo se convirtió en la materia prima de todas las discusiones estéticas y literarias adelantadas en los Estados Unidos.
Puede decirse que los post–modernistas desarrollaron un paradigma
opuesto al que se presenta en este libro. He argumentado que la
vida, el arte y el pensamiento modernos tienen una capacidad perpetua de auto-crítica y de renovación. Los post-modernistas, por el contrario, sostienen que el horizonte de la modernidad está clausurado, sus energías agotadas —en síntesis, que el modernismo es passé. El pensamiento post–moderno desprecia todas las esperanzas colectivas de progreso social y moral, de libertad personal y bienestar público que nos fueron legadas por los modernistas de la Ilustración del siglo XVIII.
Tales esperanzas, afirman los post–modernistas, están en bancarrota. En el mejor de los casos, son vanas e inútiles fantasías; en el peor, maquinarias de dominación y de monstruoso sometimiento.
Presumen de haber denunciado las “grandes narrativas” de la cultura moderna, especialmente “la narrativa de la humanidad como heroína de la libertad”. La señal de la más sofisticada post–modernidad es “haber perdido incluso la nostalgia de la narrativa perdida”.
En su reciente libro. El discurso filosófico de la modernidad, Jürgen Habermas expone con incisivo detalle la debilidad del pensamiento post–moderno. El año próximo, me propongo escribir algo más desde esta perspectiva. Lo único que puedo hacer por ahora es reafirmar la visión general de la modernidad que presento en este libro. Los lectores se preguntarán quizás si el mundo de Goethe, Marx, Baudelaire, Dostoievski y otros, tal como lo he concebido, difiere radicalmente del nuestro. ¿Habremos superado realmente aquellos dilemas que surgen cuando “todo lo sólido se desvanece en el aire”, el sueño de una vida en la cual “el libre desarrollo de cada individuo es la condición para el libre desarrollo de todos”? No lo creo. Sin embargo, espero que con este libro los lectores dispongan ele mejores instrumentos para emitir sus propios juicios.
Hay un sentimiento moderno que lamento no haber explorado con mayor profundidad. Me refiero al difundido y a veces desesperado temor frente a la libertad que ofrece la época moderna a cada individuo, y el deseo de escapar a la libertad (como acertadamente lo expresó Erich Fromm en 1941), por todos los medios posibles. Dostoievski fue el primero en describir esta oscuridad típicamente moderna en la parábola del Gran Inquisidor ( Los hermanos Karamazov, 1881). “El hombre prefiere la paz”, dice el Inquisidor, “e incluso la muerte, a la libre elección en el conocimiento del bien y del mal. No hay nada más seductor para el hombre que su libertad de consciencia, pero nada le causa mayor sufrimiento”. Luego abandona el escenario de su novela, que ocurre en Sevilla en la época de la Contrarreforma, y se dirige a sus contemporáneos de fines del siglo XIX: “Ahora, por ejemplo, la gente está persuadida de ser más libre que antes, sin embargo, nos han traído su libertad y la han depositado con humildad a nuestros pies”.
La lúgubre sombra del Gran Inquisidor se extiende sobre la política del siglo XX. Un sinnúmero de movimientos demagógicos y de demagogos han obtenido el poder y la adoración de las masas por aliviar de la carga de la libertad a los pueblos que gobiernan. (El santo déspota que actualmente domina el Irán se asemeja incluso físicamente al Gran Inquisidor). Los regímenes fascistas de 1922–1945 pueden llegar a ser tan sólo el primer capítulo de la historia en desarrollo del autoritarismo radical. En efecto, varios de estos movimientos ensalzan la tecnología moderna, las comunicaciones y las técnicas de movilización de masas, y las utilizan para aplastar las libertades modernas. Algunos de ellos han obtenido un decidido apoyo de parte de los grandes modernistas: Ezra Pound, Heidegger, Céline. Las paradojas y peligros inherentes a todo esto son profundos y oscuros. Me hacen pensar que un modernista honesto debe contemplar durante largo tiempo y con mayor profundidad este abismo de lo que yo mismo lo he hecho hasta ahora.
A comienzos de 1981, experimenté esa sensación con gran intensidad. All that is Solid Melts into Air estaba en la imprenta y Ronald Reagan llegaba a la Casa Blanca. Una de las fuerzas más poderosas de la coalición que llevó a Reagan al poder fue el anhelo de eliminar toda huella de “humanismo secular” y convertir a los Estados Unidos en un Estado policivo y teocrático. La militancia en favor de tal tendencia, frenética (y pródigamente financiada), convenció a muchas personas, incluyendo a sus más apasionados opositores, de que era la ola del futuro.
Ahora, sin embargo, siete años más tarde, los fanáticos inquisidores de Reagan han sido decididamente rechazados en el Congreso, en las Cortes (inclusive en la “Corte de Reagan”), y en la corte de la opinión pública. Los norteamericanos pueden haberse engañado hasta el punto de votar por él, pero ciertamente no están dispuestos a poner sus libertades a los pies del Presidente.
No están dispuestos a abandonar el debido proceso judicial (aun cuando sea en nombre de la guerra contra el crimen); ni los derechos civiles (aun cuando teman a los negros y desconfíen de ellos); ni la libertad de expresión (aun cuando les desagrade la pornografía); ni el derecho a la privacidad y a la libertad de elección sexual (aun si censuran el aborto y tienen horror de los homosexuales). Incluso aquellos norteamericanos que se consideran profundamente religiosos han retrocedido ante una cruzada teocrática que los obligaría a vivir de rodillas. La resistencia ante la “agenda social” de Reagan, manifestada incluso por sus seguidores, evidencia la profundidad del compromiso de la gente ordinaria con la modernidad y con sus más profundos valores. Muestra también que la gente puede ser modernista sin haber escuchado jamás esa palabra en su vida.
En All that is Solid Melts into Air intenté abrir una perspectiva desde la cual todo tipo de movimiento cultural y político sea visto como parte de un proceso único: los hombres y mujeres modernos que afirman su dignidad en el presente, incluso en un presente desdichado y opresivo, y el derecho a controlar su futuro; que luchan por abrirse campo en el mundo moderno, por hallar un lugar donde se sientan a gusto. Desde este punto de vista, las luchas por la democracia adelantadas en todas partes del mundo contemporáneo son fundamentales para el sentido y poder del modernismo. Las masas de personas anónimas dispuestas a ofrendar su vida —desde Gdansk hasta Manila, desde Soweto hasta Seúl— están creando nuevas formas de expresión colectiva.
“Solidaridad” y “People Power” son avances tan asombrosos como La tierra baldía o Guernica. El libro está lejos de clausurar las “grandes narrativas” que presentan “a la humanidad como la heroína de la libertad”: nuevos personajes y actos aparecen a todo momento. El gran crítico Lionel Trilling acuñó una frase en 1968: “Modernismo en las calles”. Espero que los lectores de este libro recuerden que es en las calles, en nuestras calles, donde debe estar el modernismo. El camino abierto conduce a la plaza pública.
martes, 11 de septiembre de 2007
"El camino ancho y abierto" por Marshall Berman
Etiquetas:
MODERNIDAD
Publicado por DARÍO YANCÁN en 3:32
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