viernes, 21 de septiembre de 2007

"DERECHO DE FUGA". Introducción del libro por Sandro Mezzadra.


We gotta get out of this place
If it’s the last thing we ever do
We gotta get out of this place
Girl, there’s a better life for me and you
Somewhere baby, somehow I know it

The Animals, We gotta get out of this place (1965)



1. LA FUGA, COMO CATEGORÍA POLÍTICA, ha sido vista siempre con desconfianza. Cercada entre el oportunismo, el miedo y la cobardía aparece peligrosamente cercana a la traición,
renegada tanto por la narrativa patriótica como por la socialista.
Al fugitivo, «despreocupado por el mañana», como los
piratas de la Isla del Tesoro de Stevenson, le repugna el sacrificioy la abnegación, la voluntad de medirse con la aspereza
del presente para construir un futuro colectivo, del
mismo modo le es extraño el consecuente sentido del deber
y de la responsabilidad. ¿Por qué entonces titular con la
fuga, y más enfáticamente con el derecho de fuga, este libro?
Se podría recordar por cierto, y no es poca cosa en estos
tiempos de guerra permanente (enduring war), que al campo
semántico de la fuga pertenece un concepto como el de deserción,
que el cine (empezando por Senderos de Gloria de
Stanley Kubrick) y la misma historiografía (Apología del
miedo se titulaba la introducción redactada por Enzo
Forcella, en el mítico año 1968, a una famosa compilación de
los fallos de tribunales militares italianos contra desertores
y «derrotistas» durante la primera guerra mundial) nos han
enseñado a reconocerle nobleza. No por casualidad, en los
Estados Unidos de los años sesenta, un extraordinario
movimiento de masas organizaba la deserción a la guerra de
Vietnam vinculándose con otro concepto político con el cual
aquel campo semántico mantiene relaciones conspicuas: el
de desobediencia civil. También, un par de décadas después,
desde la República Democrática Alemana, un masivo
movimiento de fuga, de exit para decirlo con Albert O.
Hirschman (1970 y 1993), inauguró los sucesos que condujeron
al fin del socialismo real.
Pero la fuga en la cultura de Occidente, es también viaje,
descubrimiento, sed de conocer y rechazo de aquello que
Majakovskji llamaba «la banalidad de lo cotidiano»: desde la
experiencia arquetípica de Odiseo a los jóvenes jesuitas italianos
que entre el siglo XVI y XVII fueron atraídos por el
«deseo de las Indias» (Roscioni 2001), desde las muchas generaciones que persiguieron on the road un sueño de libertad,
hasta las aventureras vicisitudes cinematográficas de Thelma
y Louise, la figura del fugitivo se ha cargado de significados
totalmente distintos a los que se concentran alrededor de la
figura del cobarde. Y finalmente: ¿cómo no recordar que en el
origen mismo de Occidente hay un potente mito de fuga,
aquel éxodo bíblico que ha representado por siglos una metáfora
de los procesos de liberación y revolución (Walzer 1985),
además de haber alimentado el sacro experimento (Bonazzi
1970) de la construcción de un nuevo mundo en América que
debía dejar atrás la corrupción de la vieja Europa?

2. Algo de todo eso existe seguramente —y en particular una
lectura determinada de la categoría de éxodo, madurada
dentro del pensamiento crítico italiano de los últimos años1
—detrás del derecho de fuga, algo a lo que están dedicadas
las páginas siguientes. Al mismo tiempo, sin embargo, la
fuga está entendida aquí en un sentido menos pretencioso y
más general: sobre la base de una experiencia histórica específica,
las migraciones de los campesinos alemanes de las
provincias prusianas orientales a finales del siglo XIX, y de la
interpretación que de ellas hizo el joven Max Weber (a su
reconstrucción está dedicado el primer capítulo). La categoría
de fuga pretende ante todo remarcar la dimensión subjetiva
de los procesos migratorios. Es decir, aquella dimensión que
haciendo resaltar su naturaleza específica de movimiento
social, impide su reducción, aún hoy común e implícita en
metáforas como «aluvión» o «catarata» migratoria, a procesos
de tipo «natural», automáticamente determinados por
causas «objetivas» de naturaleza económica o demográfica.
En el gesto con el que el migrante se sustrae a las coacciones
ejercidas por la estructura económica, social, política de su
país de origen, es difícil entrever —al contrario de lo que
otros han intentado hacer pensando sobre la categoría de
éxodo— el paradigma concluyente de una modalidad nueva
de acción política: a lo sumo se podrá reconocer un indicio,
del que se intentará sondear sus significados desde el interior
de la sociedad de asentamiento del migrante. Al mismo
tiempo, la defección anónima de los migrantes, como se
intenta mostrar en el segundo capítulo, se coloca en línea de
continuidad con los comportamientos de sustracción al despotismo,
al sistema de plantación y al sistema de fabrica, que
constituyen el lado subjetivo de la movilidad del trabajo a lo
largo de todo el arco de la historia del modo de producción
capitalista (Moulier Boutang, 1998).
Vinculada a los migrantes, la categoría de derecho de
fuga viene así a cumplir sustancialmente dos funciones. Por
un lado, en contra de la reducción, hoy en boga, del migrante
a «típico exponente» de una «cultura», de una «etnia», de
una «comunidad», el derecho de fuga tiende a poner en evidencia
la individualidad, la irreductible singularidad de las
mujeres y de los hombres que son protagonistas de las
migraciones: lejos de poder ser asumidas como presupuestos
naturales de la identidad de los migrantes, «culturas» y
«comunidad» se desvelan, así, como específicas construcciones
sociales y políticas, sobre cuyos procesos de producción
y reproducción es necesario interrogarse. Por otro lado, esta
insistencia en la singularidad concreta de los migrantes permite
iluminar los aspectos ejemplares de su condición y de
su experiencia: definida en el punto de intersección entre
una potente tensión subjetiva de libertad y la acción de
barreras y confines a las que corresponden técnicas de poder
específicas, la figura del migrante concentra en sí, en otros
términos, un conjunto de contradicciones que atañen estructuralmente a la libertad de movimiento celebrada como uno
de los pilares de la «civilización» occidental moderna.
Se deduce, por lo tanto, que el análisis desarrollado en este
libro está sostenido en una intencionalidad política precisa.
El énfasis que ponemos en la subjetividad de los migrantes,
en los elementos de «riqueza» de los que son portadores, se
propone afrontar la imagen del migrante como sujeto débil,
marcado por el castigo del hambre y de la miseria y necesitado
más que nada de cuidados y de asistencia, imagen que
se ha difundido ampliamente, particularmente en Italia, en
los últimos años. Que quede claro: en torno a esta imagen han
crecido, dentro del voluntariado laico y católico, experiencias
muy nobles de solidaridad con los migrantes, experiencias
que han desarrollado con frecuencia un papel esencial a la
hora de ofrecer puntos de referencia dentro de un tejido
social desertificado por la crisis de otras «agencias de socialización» —empezando por las del Estado del bienestar. En el
campo teórico, sin embargo, es necesario tener en cuenta que
aquella imagen se presta a reproducir lógicas «paternalistas»,
a reiterar un orden discursivo y un conjunto de prácticas que
relegan a los migrantes a una posición subalterna, negándoles
toda oportunidad (chance) de subjetivación. Así como, en
un plano distinto pero igualmente contiguo, el énfasis sobre
el «derecho a la diferencia» que caracteriza el sentido
común «multiculturalista», compartido por gran parte de
la izquierda política y social, termina con frecuencia por
producir —gracias a una representación forzada de los
migrantes (en la que la «cultura» es valorada con frecuencia
como elemento de «folclore»)— una eliminación sustancial
de la pluralidad de posiciones y de problemas que definen la
figura del migrante en la sociedad contemporánea.
Dicho esto conviene también advertir que resaltar la subjetividad
de los migrantes, al igual que, obviamente, no equivale
a borrar las causas «objetivas» del origen de la migración,
tampoco significa olvidar el modo en que su condición
está profundamente caracterizada por circunstancias de privación
material y simbólica, por procesos de dominación y
explotación, además de por dinámicas específicas de exclusión
y de estigmatización (Dal Lago, 1999). El punto de vista
desde el que se ha escrito este libro, aunque no sea extraño a
algunas influencias que provienen de los «estudios culturales
» y de los «estudios postcoloniales» anglosajones, toma distancia
prudencial de una actitud con cierta frecuencia asumida
acríticamente dentro de aquellas líneas de investigación; esto
es, de aquella actitud teórica que considera al migrante como
figura paradigmática del desarraigo y de los caracteres
«híbridos» del sujeto postmoderno, desvinculado de raíces
de todo tipo y libre de cruzar de forma nómada los confines
entre las culturas y las identidades. Incluso cuando se ponga
en evidencia, como ocurre en el tercer capítulo, la acción efectiva, en el campo de experiencia definido por las migraciones
contemporáneas, de procesos de «hibridación» y de «desplazamiento
» culturales, no se olvida en que modo estos procesos
tienen con frecuencia un impacto literalmente catastrófico
sobre las mujeres y los hombres que los viven.
3. Los que se han definido como caracteres «ejemplares» de la
condición y de la experiencia de los migrantes aparecen de
forma especial en nuestro tiempo, el tiempo de la globalización.
Es oportuno advertir que, en el modo en que la globalización
es aquí considerada, actúa una sustancial desconfianza hacia
las imágenes excesivamente simples y lineales, como las que
frecuentemente son inducidas por referencias reiteradas a
fórmulas como «neoliberalismo» y «pensamiento único»
(Mezzadra y Petrillo, comp., 2000). No se trata de negar, evidentemente,que estas fórmulas contengan fuertes núcleos
de verdad, sino de señalar que bajo un perfil analítico parece
mucho más productivo el intento de remarcar cómo los
procesos de globalización, que implican simultáneamente
economía y cultura, política y sociedad, relaciones internacionales
y formas de guerra, dibujan un cuadro profundamente
inestable y contradictorio. Considerados en conjunto,
estos procesos pueden reconducirse a la imagen común de
exceder los confines (Galli, 2001), de un desplazamiento (displacement) que no se limita a poner en discusión las configuraciones consolidadas a nivel geopolítico y geoeconómico,
sino que tiende a desordenar el propio plano de la «identidad» y de la acción cotidiana.
Al mismo tiempo, el enfoque seguido aquí se distingue
de otra posición muy difundida en la literatura sobre la
globalización: la que tiende a negar consistencia y hasta
«realidad» a la globalización, remarcando las persistentes
limitaciones de la «apertura» de las principales economías
nacionales desarrolladas, o si se quiere la tendencia a la
consolidación de los grandes bloques regionales, más que a
la constitución del mercado global, o también el énfasis en
las múltiples resistencias y obstrucciones que se oponen a
los procesos de globalización. Una vez más: esta posición, en
sus distintas articulaciones, toma elementos reales de las
dinámicas en acción. Sin embargo, lejos de desmentir el
alcance de la tendencia a la unificación del planeta dentro de
una misma lógica, muestra más bien los modos contradictorios
y poco lineales de sus efectos. Globalización, en otros
términos, no significa de ninguna manera «globalidad»
(Altvater y Mahnkopf, 1996): la división de la tierra en áreas
de interés, esto es, de explotación y de intensidad variable; la
co-presencia de «apertura» y de «cierre» económico; los desniveles
evidentes en la distribución del beneficio y en el acceso
a los recursos, inscriben de forma contradictoria un proceso
general que tendencialmente hace a todos partícipes de la
producción de la riqueza y de la pobreza mundiales y que,
por primera vez en la historia, hace de la «humanidad» no un
simple ideal o una idea reguladora, sino «la condición misma
de existencia de los individuos humanos» (Balibar, 1997).
Figura emblemática de esta contradicción es el confín,
explorado en su complejidad en el tercer capítulo de este trabajo.
El hecho de que, mientras son arrasadas muchas barreras
a la libre comercialización de los productos y de los capitales,
nuevos y cambiantes fronteras surgen para poner freno
a la libre circulación del trabajo es un aspecto relevante de la
globalización contemporánea, sobre el que se ha llamado la
atención frecuentemente. Aquí, sobre el camino trazado por
el análisis realizado en el segundo capítulo, se quiere poner
en evidencia la intensidad de las batallas que se desarrollan
actualmente en torno a los confines. Y el término batallas
está entendido en un sentido para nada metafórico: baste
pensar, para limitarnos al ejemplo más próximo a nosotros,
en los miles de hombres y mujeres que pierden la vida cada
año en el intento de ingresar en el «espacio Schengen». La
tesis de fondo, esbozada en las páginas que siguen, es que la
intensidad de estas batallas está determinada por la violencia
con la que la instancia de libertad, objetivamente cosmopolita,
que se vive dentro de las migraciones, choca con ese
imperativo de control sobre los movimientos del trabajo que
—siempre central para el modo de producción capitalista—
se encuentra hoy desafiado, a escala global, por los múltiples
elementos de imprevisibilidad y turbulencia que marcan los
movimientos migratorios. Es sobre este terreno inestable,
por otro lado, que la apología «neoliberal» del mercado —y
también del carácter «fluido» y flexible de las relaciones
sociales que él mismo promociona— se encuentre y conviva,
sin particulares dificultades, con la retórica de las «pequeñas
patrias» y con la defensa, frecuentemente xenófoba y racista,
de la presunta pureza de las culturas, desde la «padana»
hasta la «occidental» (Anche Burgio, 2001).
Consideradas desde esta perspectiva, las migraciones
permiten —es el tema sobre el que se explaya especialmente
el cuarto capítulo— traer a la luz otra globalización o, mejor
dicho, una genealogía inconfesada de los procesos contemporáneos
de globalización. Se ha sostenido recientemente,
de forma muy convincente, que estos últimos caracterizan
una fase histórica en la que el dominio del capital se ha
difundido a escala planetaria, obligado a ello por la necesidad
de perseguir las luchas proletarias y antiimperialistas
del siglo XX a su propios ritmo (Hardt y Negri, 2000): el
internacionalismo comunista, las revueltas anticoloniales, la
insurrección global de 1968 constituyen en este sentido pasajes
fundamentales de la «historia secreta» de la globalización,
dibujando al mismo tiempo una perspectiva de unificación
del planeta de signo radicalmente distinto en relación
a esa hegemonía del capital que ha marcado los dos últimas
décadas. De la misma forma, aunque sea sobre un plano
muy distinto, los nuevos movimientos migratorios representan
un formidable laboratorio de lo que podemos llamar la
«globalización desde abajo», retomando una formula utilizada
para definir la acción del movimiento global que se ha ido
formando y reforzando desde Seattle hasta Génova. El hecho
de que las «jornadas de Génova» hayan sido abiertas, el 19
de julio de 2001, por una gran manifestación por los derechos
de los migrantes, constituye la mejor señal del rumbo
que ese movimiento debe seguir para ponerse a la altura de
los desafíos planteados por la globalización capitalista
(Mezzadra y Raimondi, 2001).

4. Pensar las migraciones tomando como punto de partida
los elementos de subjetividad que las recorren permite aplicar
—fuera del espacio nacional en el que se desarrollaron
sus vicisitudes institucionales en la edad moderna— las
sugerencias que se desprenden de los debates más recientes
en relación a la categoría de ciudadanía, de los que el tercer
capítulo ofrece una sintética reseña. La categoría de ciudadanía
se asume aquí sobre la base de la clásica lección marshalliana,
en una perspectiva que evidencia sus caracteres
dinámicos, que está atenta a leer su movimiento histórico y
teórico. Sin menospreciar los efectos de disciplinamiento y
de producción de subjetividad sujetada —como especialmente
ha subrayado la literatura sobre esta temática que de
distinta manera hace referencia a la obra de Foucault— que
se refieren estructuralmente a la ciudadanía, se quiere valorizar
aquí el impacto decisivo que, sobre las transformaciones
de esta última, imprimen movimientos políticos y sociales
que, en una síntesis extrema, pueden ser definidos como
movimientos de subjetivación autónoma. La ciudadanía se
presenta bajo esta perspectiva como aquel espacio al mismo
tiempo «objetivo» (es decir, institucional y soberano) y «subjetivo
» (es decir, de movimiento, de acción) en el que la política
encuentra, en cada caso bajo circunstancias históricamente
determinadas, su inestable representación.
Se entiende entonces en qué sentido se puede hablar de
los migrantes como ciudadanos aún más allá y —en el caso
de los migrantes sin permiso regular de residencia— contra
el derecho de ciudadanía. La atención se dirige aquí a las
demandas específicas de ciudadanía que llevan adelante,
además de a la modalidad de acción por la cual intentan
satisfacerlas. La proliferación de espacios «diaspóricos», la
descomposición de la pertenencia que se verifica dentro de
las actuales migraciones «transnacionales», la multiplicación
de figuras «híbridas» que no se dejan reconducir linealmente
a la dicotomía nacionales/extranjeros (por sólo recordar
algunas cuestiones centrales de una literatura internacional
en rápido crecimiento) son, por otro lado, elementos que terminan
por tener relevantes repercusiones sobre la misma
configuración «objetiva» de la ciudadanía, actuando por
ejemplo como multiplicadores de la tendencia al desmoronamiento
de sus límites nacionales. Al mismo tiempo, no
hay que olvidar la manera en que los movimientos migratorios
se ubican hoy en las sociedades occidentales: en un escenario
caracterizado por la crisis de un modelo determinado
de ciudadanía, que por medio del papel determinante, constitucional, del trabajo había encontrado su propia expresión
en el Estado social y en los canales de integración activados
por él (Mezzadra y Ricciardi,1997). Se abre, así, el espacio en
el cual el trabajo migrante se carga una vez más de valencias
ejemplares, permitiendo focalizar procesos de desestructuración
del «mercado de trabajo» y de expoliación de derechos
que están muy lejos de afectar sólo a los migrantes. Las
mismas dinámicas que, justamente alrededor de la definición
del estatus de los migrantes, sancionan —también en el
campo jurídico— la ruptura de la universalidad de la ciudadanía
—favoreciendo la irrupción de lógicas administrativas
en el terreno de influencia constitucional— están, por otro
lado, cargadas de implicaciones que grandes franjas de las
poblaciones «autóctonas» comienzan a experimentar en
Europa (Balibar, 2001).
Sin embargo el análisis no puede limitarse a poner en evidencia
los aspectos «negativos», aunque muy evidentes y
dramáticos, de los procesos citados. Sobre un plano seguramente
muy abstracto, por ejemplo, el derecho de fuga reivindicado
por los migrantes se ubica en línea de continuidad
con otros movimientos de «secesión», que a partir de los
años sesenta fueron desplegándose en las metrópolis occidentales
y que han contribuido a determinar la crisis del
régimen de acumulación que se suele definir con el término
«fordista» (Mezzadra, 2001). Para limitarnos sólo a dos ejemplos:
el éxodo masivo de jóvenes proletarios de la «cadena
perpetua de la fábrica» que caracterizó la onda larga del
rechazo al trabajo realizado por el obrero masa y la fuga de
miles de mujeres del modelo de familia, asumido como presupuesto
de las propias políticas del Welfare, que propagó la
acción del movimiento feminista de modo subterráneo. De
forma más general: es necesario remarcar de que modo la
problemática relación con la pertenencia que afecta la identidad
de los migrantes encuentra analogías precisas en aquel
conjunto de actitudes de sustracción, interdicción y, otra vez,
de secesión individual, que pueden vislumbrarse en la erosión
de los canales tradicionales de participación y en la crisis
que hace tiempo ha golpeado las instituciones y las lógicas
de la representación. No se trata necesariamente de actitudes
«impolíticas», si es que tiene algún fundamento la tesis
de que ellas han marcado potente y positivamente la forma
propia asumida por el movimiento que se expresó en
Génova en las jornadas de julio de este año (Dal Lago y
Mezzadra, 2001).
5. Se entiende bien, entonces, como la línea de razonamiento
sobre las migraciones seguida aquí conduce directamente a
plantear una serie de cuestiones que tienen una profunda
relación con las formas de la política contemporánea.
Justamente mientras el evidente retorno sobre la escena de la
exclusión, que encuentra su representación simbólica más llamativa
en la figura del migrante sin permiso de residencia,
parece sancionar el cierre de todo un ciclo histórico de
expansión de la ciudadanía, se consuma la crisis (o la constante
erosión) de la propia «antropología política» implícita
en el discurso moderno de la ciudadanía: es decir, de aquella
imagen específica del individuo como ciudadano que el
pensamiento político había construido en un largo arco
histórico (Costa, 1999 y Santoro, 1999). Los confines que
habían delimitado esa imagen —confines de clase, de
género, de «raza»— no dejaron por cierto de ser operativos:
basta con pensar, para no abandonar el tema de este
trabajo y para tomar sólo un ejemplo, la violencia con la
que las relaciones de explotación de género se reproducen,
y con frecuencia de forma exacerbada, en las actuales
migraciones transnacionales (Davis, 2000). Sin embargo,
después de que los movimientos «antisistémicos» los
hayan sometido a una crítica radical a partir de los años
sesenta, ya no pueden ser asumidos como «obvios»; de
hecho, los propios desarrollos «objetivos» del modo de
producción capitalista los ponen continuamente en tensión
(Boltanski y Chiapello 1999), a pesar de determinar al
mismo tiempo las condiciones para que sean reafirmados
con inaudita brutalidad. De esta «dialéctica de los confines
», como ya se ha dicho, los migrantes son figuras ejemplares,
en la medida de que, por una parte, muestran
materialmente la posibilidad de superarlos, mientras que,
por otra, sus cuerpos exhiben las heridas y las lesiones
ocasionadas por la reafirmación cotidiana, de múltiples
maneras, del dominio de los propios confines.
Se deduce que la perspectiva teórico-política en la que se
inscribe este libro es distinta de la «política de la identidad»,
que justamente en referencia a las migraciones encuentra
uno de sus ámbitos de aplicación privilegiados, especialmente
en las distintas teorías del «multiculturalismo». La
topografía social implícita en el paradigma, frecuentemente
definido como postmoderno,2 de la política de la identidad
termina de hecho por posicionarse como la otra cara de una
imagen despolitizada de la sociedad: es decir, en ella cada una
de las identidades particulares («étnicas», sexuales, etc. ) negocian el reconocimiento de su propio estatus dentro de una
estructura cuyos presupuestos no solo no se ponen en discusión,
sino que ni siquiera son revisados como tales (Zizek,
2000). Debajo de la multiforme feria de las diferencias representada de esta manera, se reproduce, constantemente forcluida
para utilizar un término lacaniano en el centro de
muchos «estudios postcoloniales» (Spivak 1999), la marxiana
«objetividad espectral» de la mercancía y del dinero, el verdadero
trascendental de la sociedad capitalista.
Por otro lado, a los comunitarismos alimentados por la
política de la identidad no se podrá siquiera oponer el círculo
virtuoso del universalismo invocado por muchos liberales.
La presunta neutralidad de la ley, celebrada en las exposiciones
de estos últimos (Zizek 2000), deberá ser suspendida
para volver a traer a primer plano los elementos de escisión
que constitutivamente atañen a lo político. Lo político
mismo viene a ser productivamente reabierto en la medida
en que un conjunto de movimientos de «subjetivación» descompone
la tensión existente entre un cuerpo social estructurado,
en el que cada parte tiene su lugar propio, y los «sin
parte» (Rancière 1995), que no son simplemente los excluidos,
sino el síntoma, el indicio, de la violencia originaria que
sostiene a la sociedad y a la política. Es en este sentido que,
según la tesis presentada aquí, un pensamiento crítico de la
política, aunque hostil a las retóricas guerreras de los «derechos
humanos» y distante de toda reposición «simple» del
universalismo, no puede más que colocarse dentro del marco
de una reflexión sobre lo universal. Este último, del que es
necesario valorizar la ambigüedad que lo constituye (Balibar
1997), no se presenta sin embargo —para decirlo esquemáticamente—
como un set preconstituido de contenidos, sino

2 De todas formas, parece difícil asociar esta imagen de la postmodernidad
con J.-F. Lyotard, el autor que introdujo la categoría en el debate
internacional. Para una valoración de la multiplicidad de aspectos contenidos
en las reflexiones de Lyotard, véanse los ensayos recogidos en
Sossi et alli. (1999).
más bien como una forma vacía, como un place-holder en los
términos sugeridos por Dipesh Chakrabathy (2000) en un
trabajo que ha inspirado muchas de las sugerencias desarrolladas
en el cuarto capítulo.
Se trata en este sentido, por así decir, de invertir el gesto clásico
de la crítica de las ideologías, dispuesto a reencontrar
detrás de la forma abstracta y vacía del universal el contenido
particular (de clase) que hace de ella una figura del dominio,
y de descubrir en esa misma forma abstracta los signos
de una lucha persistente por «ocupación»; además de asumir,
dentro de una lectura conscientemente selectiva y partidaria
de la herencia de la modernidad, la proposición del égaliberté,
de una igualdad que no puede jamás desligarse de la
libertad, como motor de un movimiento que liga el concepto
de universal a la noción de insurrección, recuperando de
esta última el significado literal de levantarse contra algo
que no se puede tolerar (Balibar, 1997). El universal pasa así
a coincidir con la revuelta colectiva contra el dominio en
nombre de la igualdad y de la libertad, sin que por esto sus
resultados están predeterminados. Y los movimientos de
subjetivación en los que esta revuelta se manifiesta, lo decimos
de forma concluyente para evitar un equívoco que
podría surgir de la referencia a los migrantes como a los «sin
parte» por excelencia de nuestro tiempo, son algo distinto
del movimiento de una subjetividad plenamente constituida;
esto es, adquieren su verdadero significado político de
los efectos totales que producen dentro de la sociedad considerada
en su conjunto, de los ulteriores procesos de subjetivación
que activan y con los que saben ponerse en relación.
Por lo tanto, está muy lejos del espíritu de este libro, para
decirlo claramente, la individuación en los migrantes de un
nuevo y mítico sujeto revolucionario; al mismo tiempo que
le es bien próxima la convicción de que cada movimiento de
crítica al capitalismo global no puede más que contarlos
entre sus protagonistas fundamentales.

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