1. Precedentes y pogroms
La conmovedora historia de Adolfo Hitler y de sus seis primeros
seguidores, junto con los cuales fundó el partido, y de cómo
esos primeros seis hombres se convirtieron en un millón, y luego
en seis millones, y luego en trece, y luego en cuarenta, y luego
en todo el pueblo alemán..., esa historia forma parte del repertorio
inevitable de los oradores nacionalsocialistas. Mussolini tiene
otra historia parecida. Pero al igual que el Duce es más impresionante
y magnífico que su pálida imitación, el «Führer»,
también los comienzos del partido de aquél fueron más suntuosos.
El 23 de marzo de 1919 hubo en la Escuela de Comercio de
Milán 145 asistentes al primer congreso de los fascistas italianos.
Pero también aquí el crecimiento fue formidable: de los 145
escasos, a tantos miles, luego a millones y finalmente, si hemos
de creer a los oradores y estadísticos oficiales, a toda la nación
italiana.
En efecto, sorprende que un puñado de hombres se convirtiera
en movimiento de masas que arrolló naciones enteras. No fueron
sólo los partidarios de los dictadores sino también muchos de
sus enemigos quienes creyeron contemplar un prodigio. Muchas
de las personas que escribían acerca del fascismo habían oído
hablar alguna vez de sociología o de la doctrina marxista de las
clases. Así pues, empezaron a buscar la clase, o mejor dicho, el
estrato humano que daba a luz aquellos prodigios. Infortunadamente,
la teoría de las clases sociales no es tan sencilla como
parece a primera vista. Cualquiera es capaz de sentarse al piano
y aporrear las teclas, pero eso todavía no le convierte a uno en
músico. Análogamente, los juegos malabares con las clases sociales
todavía no son análisis sociológicos, y menos aún marxistas.
Casi siempre, los sociólogos aficionados dieron en averiguar
que aquella misteriosa clase que ayudó a Hitler y a Mussolini en
la consecución de sus triunfos era la pequeña burguesía. El verdulero
Juan Pérez adquiría así una estatura diabólica: con una
mano sujeta al proletariado, y con la otra al capital; personifica a
la nación y domina el siglo veinte. Ahora bien, Juan Pérez en
persona podrá ser un verdadero héroe, podrá haber merecido
todas las condecoraciones en las trincheras, o podrá ser campeón
de boxeo de su barrio. Pero aquí no se trata de Juan Pérez como
persona, sino de Pérez como verdulero, como pequeño burgués.
Que la pequeña burguesía como clase haya sido capaz de conquistar
Alemania, Italia, Polonia, Austria y media docena de
países más, y que el mundo entero esté en peligro de volverse
«pequeño burgués», no deja de ser algo extraño.
Hubo en la historia europea una época en que la pequeña
burguesía como clase, es decir, los maestros artesanos y los pequeños
comerciantes agrupados en sus gremios, dominaron
efectivamente y de manera decisiva la economía y la producción.
Ocurrió durante los últimos siglos de la Edad Media, Entonces
no había proletariado ni capitalismo en el sentido moderno.
Fue la época dorada de la artesanía. Pero ni siquiera en
aquella época, cuando los artesanos tenían en la mano todos los
triunfos económicos e ideológicos, pudieron dominar ni una sola
de las grandes naciones europeas. Si bien es cierto que, en Ale-
mania, los gremios se hicieron con el poder en algunas ciudades,
a nivel nacional sufrieron lamentables derrotas a manos de la
aristocracia agraria; y cuando las ciudades tuvieron realmente
poderío político y militar, como las hanseáticas, sus amos no
eran los artesanos, sino las familias patricias de grandes comerciantes.
A partir del 1500, la pequeña burguesía ha ido perdiendo
importancia social a cada generación. Hace años, la artesanía
aún tenía un camino de oro, y el trabajo manual producía sin
máquinas todos los valores. Sin embargo, el pequeño burgués
era demasiado débil para hacerse con el poder. Y hoy día, en la
época de la producción en cadena, del aeroplano y de la electricidad,
¿quién nos hará creer que el pequeño burgués se ha vuelto
invencible, sólo porque viste una camisa de tal o cual color y
acude a la llamada de Hitler o de Mussolini? Lo mismo podrían
decirnos que una vela, si se acierta a encenderla bien, puede dar
más luz que el faro eléctrico más poderoso.
Algunos críticos de nuestra época no ven el origen del fascismo
en el pequeño burgués, sino en la juventud, o en ambas
fuerzas a la vez. La teoría de la juventud es aún más extraña que
la del pequeño burgués. Desde que el mundo existe, ha existido
el antagonismo entre jóvenes y viejos, y así seguirá ocurriendo
probablemente mientras la Tierra esté poblada por nuestra especie.
Pero la juventud, como tal, nunca ha sido un partido político,
porque todas las diferencias que existen entre los hombres
se reproducen en los jóvenes. ¿Habremos de creer que los hijos
de los directores de Bancos se pusieron un día de acuerdo con
los hijos de obreros metalúrgicos para destruir juntos todos los
privilegios de los directores de Bancos y todas las organizaciones
de los obreros metalúrgicos, a fin de fundar sobre las ruinas
de lo pasado la radiante «Liga Juvenil» de los fascistas?
Esta disputa teórica acerca del fascismo es algo más que un
se dedica a especular sobre sociología. De hecho, es una cuestión
grave y dolorosa, de enorme trascendencia práctica y política
para el proletariado. Para vencer a un enemigo hay que conocerle
bien. Las explicaciones más corrientes del fascismo,
fantásticas y contrarias a toda lógica, han persuadido a demócratas
y socialistas de que su enemigo capital de hoy es una fuerza
irracional, contra la que no se puede luchar con los recursos de
la razón. Parece como si el fascismo hubiera surgido como un
fenómeno natural, como un terremoto, una fuerza elemental que
brota del corazón humano y no admite oposición. Muchas veces
los mismos fascistas apoyan esas tendencias, sobre todo en
Alemania, cuando afirman que ha concluido el reinado de la
razón y de la lógica mecánica para ceder el paso al sentimiento,
a los instintos elementales de la nación. Los socialistas y demócratas,
aunque a veces se creen capaces de vencer a enemigos
políticos del tipo corriente, en cambio no confían en poder detener
el embate de una «nueva religión». Angustiados, buscan
medios para frenar la ofensiva fascista; agudizan el ingenio para
atraerse al pequeño burgués, o por lo menos buscar la conciliación
con el que al parecer ha pasado a ser el árbitro de las naciones.
Se intenta reorganizar el propio partido y movimiento para
ponerlo al nivel de la juventud. Pero a veces no se fía mucho en
las propias fuerzas para oponerse al nuevo cataclismo político.
En cambio, los enemigos aprovechan astutamente este ambiente
de pánico producido, como el que ocurrió en el campo democrático
y socialista de Alemania después de los acontecimientos de
1933. De esta manera, y según hacen creer, basta que cualquier
político reaccionario más o menos insolvente se ponga una camisa
de color, adiestre una cuadrilla de jovenzuelos y hable de
«derechos de la juventud» y de «renovación nacional, para derribar
las constituciones liberales de más solera y provocar la desbandada
de todas las organizaciones obreras, por sólidas que
sean.
Hoy más que nunca es necesario que la clase obrera no se deje
confundir ni desmoralizar. Al aventar las nieblas artificiales
diseminadas por el fascismo en todos los países, descubriremos
a un antiguo y buen conocido nuestro, que no es maravilloso ni
misterioso, y no trae ninguna nueva religión ni ninguna nueva
Edad de Oro. No proviene de la juventud, ni de la pequeña burguesía,
aunque muchas veces sabe arreglárselas para engañar a
ambas: es el capitalista contrarrevolucionario, el enemigo natural
de la clase obrera consciente. El fascismo no es más que una
forma moderna de la contrarrevolución burguesa capitalista,
disfrazada de movimiento popular. En realidad, no es muy correcto
aplicar el mismo término de «fascismo» a movimientos
tan distintos entre sí como son el partido de Mussolini en Italia y
el partido de Hitler en Alemania. Baste recordar que la cuestión
judía y racial, esa pieza fundamental de la ideología nazi, no le
merece atención alguna al fascismo italiano. Pero el lenguaje
cotidiano de la política llama hoy fascismo a todos los movimientos
capitalistas y contrarrevolucionarios que se presentan de
una forma demagógica y se apoyan en una organización militar
propia, activa y entrenada para la guerra civil.
Desde que se inició el modo de producción moderno, domina en
todos los países civilizados el capitalismo burgués. Sin embargo,
se comprende fácilmente que la clase capitalista nunca ha podido
imponer su voluntad a las masas mediante la propia fuerza
física directa. Sería cómico imaginar a los fabricantes y banqueros
cogiendo personalmente las armas y sometiendo al resto de
la población con el fusil y el sable. La antigua nobleza feudal
todavía pudo dominar mediante su propia fuerza física; en efecto,
la caballería con sus pesadas armaduras era militarmente superior
a todos los demás estratos populares. En un estado que
estuviese regido por los obreros o los campesinos, la clase domi-
nante ejercería también la fuerza física real.Los capitalistas, en
cambio, han de gobernar indirectamente. Al igual que no labran
ni forjan personalmente sus mercancías, ni se colocan detrás de
los mostradores de las tiendas para vender sus productos al
cliente, tampoco pueden ser ellos mismos su propio ejército, su
policía y su electorado. Necesitan ayudantes y servidores para
producir, para vender y para gobernar. Los capitalistas no dominan
el Estado sino por cuanto existen importantes sectores del
pueblo que se consideran solidarios con su sistema y están dispuestos
a trabajar para el capitalista, así como a votar y disparar
a su favor, convencidos de que su propio interés exige el mantenimiento
del orden económico capitalista.
Los ayudantes y servidores que consciente o inconscientemente
están al servicio del capitalismo europeo moderno son tan
numerosos como heterogéneos. Ante todo, en la mayoría de los
países europeos el sistema capitalista ha llegado a algún tipo de
entendimiento con los representantes del antiguo orden feudal
precapitalista. Claro está que al principio la burguesía tuvo que
imponer sus aspiraciones de poder frente a los feudales en forma
revolucionaria. Para ello, la burguesía se atribuyó la representación
de la nación contra la minoría feudal privilegiada; pero tan
pronto corno se alcanzó la victoria, los capitalistas buscaron
rápidamente el entendimiento con los elementos feudales, a fin
de combatir con su ayuda las reivindicaciones democráticas o
socialistas, incluso, de las masas populares pobres. De la tradición
feudal se tomaron las ideologías de la autoridad, la disciplina,
las virtudes y los modos de ser militares, que tan importantes
son para la comprensión del fascismo.
El estamento intelectual también pasó del antiguo período feudal
a la nueva época burguesa, adaptándose a esta forma social
al igual que había hecho en la sociedad aristocrática. Pero como
el intelectual no participa directamente en el proceso de la pro-
ducción, no produce por sí mismo plusvalía, sino que vive indirectamente
de la plusvalia, también en el Estado capitalista su
posición es en cierto sentido irregular. Por lo común, está sinceramente
convencido de que no representa los intereses materiales
de los capitalistas, sino el interés general de la nación;
pero como, «desgraciadamente, la propiedad privada es necesaria
» a la prosperidad de la nación, el intelectual europeo corriente
se ve obligado a ponerse en contra del socialismo y a favor
del capitalismo, por más que le duela. Como considera que su
profesión es defender los intereses «comunes» y las ideas «comunes
», el estamento intelectual tiende a cubrir las amargas
realidades de la lucha de clases con la mermelada dulzona del
altruismo nacional.
En la base de la pirámide social capitalista se sitúan por último
los campesinos y artesanos —cuyo número difiere bastante
según cuáles sean las condiciones específicas del desarrollo en
los diversos países— y, finalmente, el inmenso ejército de los
obreros. Todos ellos son más o menos sensibles a las promesas
capitalistas, y esto no se aplica únicamente a los campesinos y
artesanos. En Alemania, incluso antes de que surgiera Hitler,
una parte considerable de los obreros votaba a favor de los partidos
burgueses; en Inglaterra existe todavía hoy un respetable
número de obreros fabriles que son conservadores. El mecanismo
político de un país capitalista en los siglos xix y xx siempre
ha sido un asunto muy complicado. En el mantenimiento del
equilibrio capitalista interviene siempre gran cantidad de fuerzas
distintas y aparentemente contrapuestas.
Los grandes movimientos burgueses de masas de la historia
europea contemporánea pertenecen a dos tipos distintos: el liberal
y el antiliberal. El fascismo ha proporcionado los ejemplos
más recientes de movimimientos masivos burgueses y antiliberales.
El liberalismo burgués del siglo xix estaba basado en la
libre competencia, y exigía paz y libertad. La libertad significaba,
en política interior, la no intervención estatal y sobre todo
la mayor autonomía económica posible; era cosa convenida que
el Estado había de reducirse a una función de «vigilante». Paz y
librecambio eran, en política exterior, los complementos de este
sistema que prometía a la Humanidad una Edad de Oro, tan
pronto como se extendiese a todo el mundo el libre juego de las
fuerzas económicas. El evangelio liberal de la paz, la libertad y
el librecambio entusiasmó a las masas populares, a las clases
medias y en muchos casos incluso a los obreros. En Inglaterra,
el liberalismo pudo gobernar casi ininterrumpidamente desde la
reforma electoral del año 1832 hasta 1866; y desde entonces
hasta la guerra mundial, por turno y en competencia con el renovado
partido conservador. En Alemania, el liberalismo imperó
en la mayoría del país desde 1848 hasta 1878 aproximadamente,
y en una minoría hasta la guerra mundial. Cierto es que allí el
liberalismo nunca pudo desarrollarse como en Inglaterra, sin
inconvenientes. Jamás pudo gobernar por sí mismo, sino que
hubo de contentarse con las migajas del poder político que le
arrojaba la monarquía feudal. La era liberal de Francia duró desde
1830 hasta 1848, bajo el «rey burgués» Luis Felipe. Luego, y
hasta 1870, hubo el período dictatorial de Napoleón III, que a su
vez fue relevado por la República liberal, aunque ésta tuvo que
luchar contra el embate de los movimientos antiliberales hasta el
comienzo de la guerra mundial. El reino de Italia estaba constituido
como Estado liberal desde sus comienzos, pero bajo esta
apariencia se ocultaban toda clase de fuerzas heterogéneas y
nada liberales. En Rusia, y hasta la guerra mundial, la burguesía
también se decía partidaria del liberalismo; claro que bajo el
régimen de los zares su poder político era mucho menor que el
de sus congéneres en Alemania.
No obstante, en todas las grandes naciones europeas que aca-
bamos de citar existen tendencias opuestas al liberalismo, que
aun siendo partidarias del sistema económico capitalista, no
quieren saber nada con los principios liberales. Niegan el papel
de «vigilante» del Estado y exigen en cambio una amplia intervención
del poder público en la vida económica. Al librecambio
liberal le oponen el arancel protector; al pacifismo liberal, el
imperialismo expansionista. No quieren la reconciliación entre
los países, sino que colocan la nación por encima de todo. Rechazan
el igualitarismo democrático y afirman en cambio las
diferencias tradicionales entre los seres humanos. Quieren ser
autóctonos y mantener firmemente el principio de autoridad.
Ya hace tiempo que se ha comprendido que el fundamento
económico de este paso del liberalismo a un nuevo conservadurismo
autoritario es una transformación interna del mismo proceso
burgués de producción. El capitalismo ha pasado del período
de la libre competencia a una nueva época de gigantescas
concentraciones de empresas, con voluntad de monopolio. Este
nuevo capitalismo monopolista defiende su área económica nacional
mediante aranceles de protección; por otra parte, intenta
ganar campo para la explotación mediante la conquista por la
fuerza de otros países. No le sirve la ideología pacífica y cómoda
del período liberal; necesita autoridad, centralización y fuerza.
Es precisamente el grupo de los capitalistas más grandes y
poderosos, los dueños de las gigantescas empresas monopolistas
y de los correspondientes institutos financieros, el que primero
se aparta del campo liberal para volverse hacia los nuevos métodos
imperialistas. La mayor parte de los capitalistas medianos y
pequeños sigue fiel durante más tiempo a la tradición liberal.
Para hacerse con el poder en el Estado, los capitalistas antiliberales
han de ganar aliados entre los demás estratos populares.
Los caudillos más hábiles del nuevo imperialismo incluso consiguen
ser más demagógicos que los liberales y los demócratas
burgueses. A veces llegan incluso a luchar contra «los mezquinos
intereses monetarios» del liberalismo, bajo la bandera del
apoyo nacional a los pobres. El moderno fascismo indudablemente
forma parte de esta serie, y ha llegado a desarrollar un
auténtico virtuosismo en el tipo de propaganda nacionalista que
va unido a esta clase de política.
En Inglaterra, el partido conservador reorganizado por Benjamín
Disraeli en base al imperialismo dio el voto a los obreros
de las ciudades, en 1867, para apartarles del liberalismo. Después
de esto, y gracias a los votos de los trabajadores, el partido
conservador lograba por primera vez en 1874 la mayoría en la
Cámara de los Comunes. Bajo Disraeli, y más adelante bajo
Chamberlain, eran conservadores en Inglaterra casi todos los
aristócratas, los grandes financieros de la City, los dueños de la
industria pesada, la mayoría de los intelectuales y una proporción
decisiva del proletariado industrial. Todos estos elementos
estaban unidos bajo la consigna de la grandeza nacional. En
cambio, amplios sectores del capitalismo mediano y pequeño, de
la pequeña burguesía e incluso del campesinado siguieron durante
mucho tiempo fieles a los ideales del liberalismo. En Francia,
los grandes Bancos y la industria pesada financiaron la política
de la llamada «derecha nacional» después de 1871. Se proclamaba
la idea de la revancha, de la guerra victoriosa de venganza
contra Alemania para recuperar el honor nacional perdido
en Sedán. Se intentó reavivar todas las tradiciones militares y
monárquicas. Se insultaba a la República tildándola de cobarde
y antipatriótica, y se anunciaba la dictadura de un salvador nacional.
Hacia los años ochenta, la persona que parecía indicada
para desempeñar este papel era el general Boulanger, quien,
como demostraban los resultados de las elecciones, durante corto
tiempo tuvo efectivamente a su favor a la mayoría del pueblo
francés. A principios de siglo, la República francesa se vio nue-
vamente bajo la grave amenaza de un golpe de Estado militardemagógico.
El movimiento de la derecha francesa se apoyaba
en las capas dominantes de la sociedad, en parte de la pequeña
burguesía y en grupos desorientados de trabajadores, mientras
que combatían duramente a favor de la República democrática
los obreros socialistas junto a grandes masas de la pequeña burguesía.
En Alemania, los liberales del viejo estilo pierden la mayoría
en el Reichstag desde 1878. La industria pesada se hace partidaria
del arancel protector y desarrolla junto con la aristocracia
feudal los programas para el ejército, la marina y la expansión
colonial. La disciplina militar y el espíritu prusiano entusiasman
a los intelectuales. La democracia es considerada como una institución
despreciable y antialemana. El oficial de la reserva pasa
a ser el ideal burgués de vida. En las regiones protestantes de
Alemania, a partir de 1878 las masas rurales siguen al partido
conservador; también se desvía hacia la derecha una proporción
importante de la pequeña burguesía. La industria pesada y sus
secuaces intelectuales desvirtúan el antiguo y venerable partido
liberalnacionalista, hasta que no le queda del liberalismo más
que el nombre. La bandera liberal queda en manos de la fatigada
vieja guardia de los liberaldemócratas. En las elecciones al
Reichstag del año 1887, la unión bajo Bismarck de los conservadores
y los liberalnacionalistas representantes de la industria
pesada alcanzó la mayoría. Bajo Guillermo II, si bien creció
rápidamente la fuerza de los socialistas, los liberaldemócratas
perdieron tanta, que los conservadores, unidos a los liberalnacionalistas
y a los centristas católicos, mantuvieron una cómoda
mayoría en el Reichstag. Vemos, pues, que durante el último
tercio del siglo xix y comienzos del xx, tanto en Alemania como
en Inglaterra y Francia, el liberalismo tradicional perdía terreno
al ser desplazado por nuevas fuerzas imperialistas y nacionalis-
tas. En Alemania los imperialistas también se aliaron con el
ejército, la Iglesia y la intelectualidad; pero antes de 1914 no
surgió ningún movimiento de masas importante y homogéneo,
sino que las distintas componentes de esta tendencia permanecieron
separadas. La explicación es sencilla: el gobierno del
Kaiser era tan fuerte, que no dependía de votaciones populares
ni de mayorías parlamentarias. Bastaba que el imperialismo nacional
dominara el gobierno del Reich para conseguir cuanto
quisiera; podía dispensarse incluso de hacer propaganda electoral
entre el pueblo, etc. En la Alemania de la época monárquica,
las clases dominantes no tenían que echar mano de los recursos
de la democracia en la misma medida que las clases dominantes
de Inglaterra y Francia hacia aquella época. Cuando el predicador
de 1ª Corte, Stoecker, quiso fundar en las ciudades un movimiento
de masas demagógico, antiliberal y antisocialista, su
intento fue frustrado por el mismo gobierno del Reich, porque
ante cualquier movimiento de este tipo las jerarquías dominantes
de Alemania se habrían visto obligadas a hacer ciertas concesiones
a la «codicia de las masas», y esto era precisamente lo que
no interesaba. El Kaiser y el gran capital se sentían más seguros
bajo la protección de la guardia de Potsdam que bajo el patrocinio
de los mítines de masas organizados por Stoecker.
El juego y la oposición entre fuerzas burguesas liberales y antiliberales,
que influyeron considerablemente en la evolución de
Inglaterra, Francia y Alemania entre 1871 y 1914, parecen faltar
en el período correspondiente de la historia italiana. Pero esto es
solo una apariencia; también aquí existieron aquellas tendencias.
También en Italia, los liberales de vieja escuela fueron desplazados
por el imperialismo del gran capital, que durante el decenio
anterior a la guerra mundial desencadenó el conflicto de
Trípoli y la política ofensiva balcánica. El nacionalismo exacerbado
dirigió sus ataques contra Austria, exigiendo la liberación
de los hermanos italianos de las «irredentas» Trento y Trieste, y
procuró reducir por todos los medios la ventaja alcanzada por
las grandes y ricas potencias del Norte. Pero en Italia, la política
de partidos oficial estaba completamente atascada en la ciénaga
de la corrupción semifeudal que arraigaba en las regiones atrasadas
del centro y sur de la península. Las fuerzas sociales verdaderamente
activas no encontraban sino imperfectamente su
expresión en el Parlamento italiano. Análogamente, en la época
anterior a la guerra mundial, la gran burguesía rusa se pasaba al
imperialismo y se exaltaba ante la toma de Constantinopla y
demás proyectos rapaces de los ministros zaristas. Al mismo
tiempo, los agentes policíacos del zar procuraban contrarrestar la
revolución creando un movimiento masivo de fidelidad a la monarquía.
La hez del infraproletariado fue sobornada con aguardiente
y rublos, para oponer a los prohibidos sindicatos socialistas
unas organizaciones «auténticamente rusas», dirigidas por la
policía. Sea como fuere, se logró formar un movimiento de masas
bastante considerable, cuyas «ligas de auténticos rusos» o
«centurias negras» se cubrieron de gloria organizando pogroms.
También en Austria-Hungría, bajo la constitución de 1867,
dominó al principio el liberalismo en las dos partes del imperio,
si bien es cierto que los sedicentes liberales de Hungría eran de
una especie bastante extraña: se reclutaban entre la aristocracia
terrateniente y la oligarquía financiera, y sojuzgaban a las masas
populares mediante el empleo de la más bárbara violencia. Por
esta razón, el liberalismo húngaro no tuvo que realizar la transición
hacia los métodos imperialistas. La brutalidad tradicional
era del todo suficiente. El bárbaro sistema estatal húngaro se
revestía con la capa de un salvaje y desaforado nacionalismo
magiar.
El liberalismo de tipo normal imperó en Austria durante el
primer decenio después de 1867, más o menos como los libera-
les del Reich alemán hacia la misma época. A finales de los años
70, el dominio del liberalismo había sido quebrado una vez más.
Hasta su último instante, el feudalismo de los Habsburgos ciertamente
se entendió muy bien con el gran capital industrial y
financiero. Las empresas que proporcionaban cañones y planchas
de blindaje a la monarquía danubiana, y suscribían los títulos
de su Deuda pública, eran incondicionalmente adictas al emperador,
y tenían mano suficiente en la Corte, aunque entrasen
en ella de tapadilla. En cambio, se reprimía sistemáticamente en
Austria la influencia de la burguesía media y liberal de habla
alemana. Lueger fundó el partido de masas de los cristianosociales,
fieles al emperador y a la Iglesia católica: era un agitador
de masas de primer orden, y consiguió alcanzar la mayoría en
Viena; se hizo elegir alcalde de la capital y finalmente jefe de la
mayoría parlamentaria, con la que debía contar el gobierno imperial
en todas las circunstancias. Lueger era el caudillo de la
gente modesta; el gran capital no tenía relación directa con su
partido. Pues bien: en el período ulterior de su vida, Lueger fue
uno de los principales pilares de la monarquía de los Habsburgo,
cuya existencia, a su vez, hacía posibles los negocios del gran
capital. Era una comedia en la que cada cual representaba su
papel: en esencia, el partido demagógico de Lueger, el emperador,
sus ministros aristócratas y los grandes banqueros vieneses
perseguían un objetivo común.
Los intelectuales austríacos de origen alemán, y en particular
los jóvenes de la generación anterior a la guerra mundial, estaban
muy poco satisfechos de su posición social. Su mirada
nostálgica se volvía, pasando por encima de los mojones fronterizos,
al Reich alemán, donde la dinastía de los Hohenzollern
permitía a la juventud estudiantil la participación en el poder; en
Austria, por el contrario, el Gobierno favorecía en todos los puntos
a los eslavos y postergaba a los alemanes. Por otra parte, la
intelectualidad cristiana sufría la numerosa y activa competencia
judía. La juventud alemana de Austria se habría puesto de buena
gana al servicio de un imperialismo nacional de amplias miras,
pero nadie la necesitaba. El gobierno austríaco no era ni mucho
menos de tendencia proalemana, como tampoco la alta oligarquía
financiera. Así es que ciertos sectores de la juventud alemana
en Austria se sentían perjudicados y tenidos en menos; por eso
fue tan extremado su nacionalismo germánico y su odio contra
todo lo que no fuese alemán. Este curioso fenómeno de un sector
de jóvenes universitarios alemanes que se sentían, antes de
1914, pertenecientes a un pueblo vencido y sojuzgado, no habría
podido darse entre los miembros de las Ligas estudiantiles y de
oficiales de la reserva en el Reich de Guillermo II, pero en cambio
existió entre los estudiantes pangermanos y nacionalistas de
Austria. Su romanticismo nacionalista y su fanático odio
xenófobo se contagiaron a ciertos jóvenes obreros y pequeño
burgueses. Tal era el ambiente del cual procedía Adolfo Hitler
cuando llegó al Reich alemán; pero como las cosas habían cambiado
mucho en Alemania desde 1918, no se vio en la necesidad
de cambiar su bagaje ideológico.
El nacionalismo demagógico encuentra fácilmente un objeto
que le permita comprobar a diario su superioridad, y sobre el
cual desahogar sus instintos vengativos. El «pobre blanco» de
los Estados americanos sureños odiaba a los negros, pero al propio
tiempo los necesitaba, porque los linchamientos eran una
válvula de salida a sus pasiones. Lo mismo les ocurría a los turcos
de la época de Abdul Hamid, cuando maltrataban a los armenios.
La juventud alemana de Bohemia se hallaba en la misma
postura agresiva frente a los checos, y los jóvenes patriotas
checos pagaban a los nacionalistas alemanes ojo por ojo y diente
por diente. Sin embargo, el blanco más útil y cómodo de esta
clase de instintos han sido siempre los judíos. En los movi-
mientos antiliberales y nacionalistas de Europa antes de 1914, la
cuestión judía desempeñó un papel extraordinario. Los infraproletarios
rusos se dejaban azuzar contra los judíos con la
misma facilidad que los elementos intelectuales y pequeñoburgueses
de Europa central.
La Liga de los auténticos rusos vivía esencialmente de perseguir
a los judíos. Lueger edificó su partido cristiano-social a
base de propaganda antisemita como tema principal. Cuando el
predicador Stoecker quiso desencadenar en Berlín un movimiento
de masas monárquico y cristiano, su primer recurso fue
también atacar a los judíos. Hasta el nacionalismo francés de fin
de siglo era fuertemente antisemita; casualmente contribuyó a
ello la circunstancia de hallarse por aquel tiempo Francia dividida
en dos partidos, que discutían con gran acaloramiento la
culpabilidad o la inocencia del oficial judío Dreyfus. Da mucho
que pensar eI que, incluso antes de la guerra mundial, los movimientos
de masas antiliberales y nacionalistas de las tres o cuatro
naciones principales de Europa estuviesen asociados con eI
antisemitismo. Por cierto que, en Austria, los nacionalistas alemanes
y los cristianosociales se disputaban la primacía en el
odio antijudío. En cambio, antes de 1914 no hubo en Hungría un
movimiento antisemita considerable: los judíos ricos de Budapest
eran amigos de la oligarquía reinante. En Italia, donde es
muy reducido el número de judíos, las familias hebraicas figuraban
precisamente entre las fuerzas más activas del moderno imperialismo.
Allí, como tampoco en Inglaterra, no hubo antisemitismo
político. Por lo que respecta al problema de la organización
del Estado, los movimientos reaccionarios de masas en Rusia,
Austria-Hungría y Alemania eran partidarios incondicionales
de la monarquía autoritaria existente, y de todos los
valores ideales que se suponía encarnaba la misma. En Francia,
la derecha era antidemocrática y sólo toleraba la República, a lo
sumo, como mal menor; los grupos más exaltados del movimiento
patriótico esperaban el golpe de Estado, y después la
dictadura militar o la restauración de la monarquía. En Italia, la
cuestión constitucional no tuvo actualidad antes de 1914. En Inglaterra,
la mayoría de las masas populares obreras, así como las
clases medias, eran incondicionalmente partidarias del orden
parlamentario; por consiguiente, cualquier grupo político que
hubiera alimentado ideas dictatoriales se habría liquidado a sí
mismo políticamente. El partido conservador, por tanto, procuraba
imponerse dentro del marco parlamentario constitucional.
Hombres como Disraeli y Chamberlain se enorgullecían de gobernar
por mayoría electoral.
Como hemos visto, la ideología que hoy llamamos fascista ya
estaba ampliamente representada en la Europa anterior a la guerra
mundial. Pero, a excepción de un solo país, era desconocida
la específica táctica de tropas de choque que es característica del
fascismo actual. La única excepción fue la constituida por las
centurias negras de la Rusia zarista, y su actividad en los pogroms.
En realidad, la táctica de las tropas de choque fascistas es
un fenómeno social sumamente curioso, que parece contrario a
todas las reglas de la lógica política. La violencia ejercida por
las clases dominantes sobre las sometidas ciertamente es tan
antigua como la historia misma de las civilizaciones humanas.
La clase capitalista europea, en particular, nunca ha vacilado en
aplicar la máxima dureza y derramamientos masivos de sangre
cuando ha visto amenazado su poder por el socialismo o incluso
nada más que por una democracia de corte popular. En 1848 y
1871, la clase capitalista francesa aplastó a los obreros de París
mediante sangrientas carnicerías. Bismarck encadenó a la clase
obrera alemana desde 1878 hasta 1890 con su legislación represiva
antisocialista. Sin embargo, parece lógico que la clase dominante
ejerza el poder estatal a través del correspondiente apa-
rato creado, a fin de cuentas, con tal propósito: la autoridad, la
policía y la magistratura han de luchar contra la subversión y,
cuando eso no baste, deberá intervenir el ejército. En algunos
casos particulares de emergencia, la clase dominante podrá reforzar
su poder estatal mediante voluntarios o mercenarios, pero
no deja de ser el poder estatal oficial quien lucha directamente
contra la revolución empleando los medios de que dispone, los
cañones y los decretos. Mientras los oprimidos se sienten débiles,
oponen poca o ninguna resistencia a la clase dominante y a
su poder estatal. Si se sienten fuertes, recurren a las armas, y
entonces se produce la guerra civil. El levantamiento popular
interrumpe el funcionamiento normal del aparato estatal; ambas
partes empuñan las armas y luchan hasta el desenlace final. Conocemos
este proceso, seguido por la revolución inglesa del siglo
XVII, la francesa del xviii y la rusa del xx.
Las tropas de choque del tipo fascista no parecen cuadrar con
ninguna de las posibilidades de la lucha política normal. Su existencia
es una prueba de la falta de concordia nacional, pero no
equivale a la guerra civil declarada. Los enemigos del Gobierno,
ciertamente, están incomodando a las clases dominantes, pero
no poseen fuerza suficiente para plantear la cuestión del poder
en un levantamiento declarado. Para la lucha contra esa oposición,
el Gobierno y las clases dominantes no movilizan el oder
regular y normal, sino unas huestes voluntarias reclutadas entre
la masa popular, que atacan, maltratan o asesinan a todas las
personas no gratas, destruyen o saquean sus pertenencias, levantan
una oleada de violencia y terror, todo ello a fin de ahogar
cualquier oposición. Las acciones de estas tropas de choque de
tipo fascista contravienen a las leyes vigentes en el país. De
acuerdo con el Derecho, los hombres de las fuerzas de choque
deberían ser llevados ante los tribunales y metidos en prisión.
Pero esto nunca ocurre en la realidad. Cuando se les juzga, es
para cubrir apariencias: o no se les impone ninguna pena, o son
indultados en seguida. Sea como fuere, la sociedad dominante
demuestra de mil maneras su simpatía y gratitud a los héroes de
las escuadras de choque.
¿Qué condiciones hacen posible tal actividad política en forma
de fuerzas de choque? En la historia europea contemporánea, el
primer ejemplo evidente e importante de ese fenómeno que hoy
conocemos tan bien lo proporcionaron los pogroms de las «centurias
negras» rusas, en octubre de 1905. La primera condición
previa es la total conmoción del poder estatal regular. Corrientemente,
la clase dominante hace todo lo posible para reforzar la
autoridad de los organismos del gobierno. En la opinión general,
el Estado es la personificación de la cosa pública, del interés
común. La magistratura es la expresión de la «imparcialidad» de
la justicia. El respeto al Estado y a sus autoridades, la fe en la
fuerza de la Ley, es una de las armas más poderosas en manos
de la clase dominante. Los estamentos dominantes sólo acuden a
otros medios cuando ya no pueden tener seguridad de imponerse
únicamente por medio de la ley y de la policía, en vista de que la
crisis revolucionaria ha conmocionado totalmente el país.
El Gobierno y las autoridades propiamente dichas evitan el
choque directo con los revolucionarios, demócratas, socialistas o
judíos. Pero llega el día en que se despierta la «cólera del pueblo
», en que se alza el hombre honesto del pueblo, el que todavía
respeta a Dios, la Patria y el Rey, para aplastar a los condenados
rebeldes y restablecer eI poder de la autoridad legítima.
Bien es verdad que si esa cólera popular fuese auténtica, no
habría podido producirse siquiera la crisis. Por este motivo, es
necesario fabricar la cólera de las masas patrióticas. En octubre
de 1905, frente a la poderosa corriente revolucionaria, el Gobierno
ruso comprendió que no era posible limitarse a reunir su
policía y sus cosacos y darles orden de cargar contra los socialis-
tas y judíos. Lo que hizo fue crear con ayuda de la policía un
movimiento popular de tipo patriótico, antiliberal y antisemita, y
estas fuerzas de choque fueron azuzadas contra los judíos y revolucionarios.
Se establecía así una especie de división del trabajo:
el gobierno zarista no asumía responsabilidad directa ni
oficial por las atrocidades que cometieran los héroes de los pogroms.
Podía desautorizarlas frente al extranjero y la opinión
pública, por más que muchos gobernadores y jefes de policía
apoyaran a las «centurias negras» con cínica franqueza. De otro
lado estaban los numerosos conservadores y partidarios del zar,
que no querían saber nada con los métodos del pogrom. Hubo
funcionarios y hasta ministros que declararon su firme reprobación
de los mismos.
No es en absoluto necesario que toda la clase dominante esté
de acuerdo, en un momento dado, con las tropas de choque y sus
métodos. Normalmente habrá divergencias de opinión. La tendencia
liberal de la burguesía, así como ciertos conservadores
estrictamente autoritarios, reprobarán las escuadras de choque y
los métodos del fascismo. Pero la clase obrera comete una de
sus peores equivocaciones cuando se deja engañar por tales divergencias.
Cualesquiera que puedan ser los puntos de vista
acerca de la táctica, las tropas de choque fascistas no dejan de
ser carne de la carne del capitalismo dominante. No es cierto
que en tales circunstancias haya tres poderes en el Estado, el
capitalismo dominante, el fascismo y la socialdemocracia; nunca
hay más que dos, capitalistas y fascistas de un lado, demócratas
y socialistas del otro. El despropósito de la teoría del origen “pequeño-
burgués” del fascismo es peligroso, porque tiende a ocultar
esa sencilla verdad a los ojos de la clase obrera, cuando presenta
los hechos así: en primer lugar, el capitalismo dominante,
luego la oposición fascista pequeño-burguesa, y en tercer lugar
la oposición proletaria socialista. Si se admite esta división en
tres campos, cabe imaginar toda clase de ardides y componendas:
alianza de socialistas y fascistas contra el capitalismo dominante,
o coalición de los socialistas con los capitalistas liberales
y sinceramente conservadores contra el fascismo, o cualquier
otra limonada de colores. Las ilusiones de esta especie han acarreado
las mayores calamidades al proletariado de Alemania,
Italia y otros países.
En 1909, Trotski escribía acerca de la movilización de los
pogroms en octubre de 1905:
Para aquella cruzada, el Gobierno ruso reclutó fuerzas un
poco en todas partes, en todas las madrigueras, tabernas y antros
de vicio. Allí se veía a buhoneros y vagabundos, a taberneros
y borrachos, a lacayos y soplones, a ladrones y descuideros,
a pequeños artesanos y porteros de burdel, a mujiks hambrientos
que vegetaban sumidos en su oscuridad mental, recién venidos
del pueblo tal vez, y con la cabeza aturdida por el estrépito
de las máquinas.
Los primeros intentos de movilizar estas masas amorfas fueron
realizados por la policía a principios de la guerra rusojaponesa,
cuando hicieron falta demostraciones callejeras para
apoyar la política belicista del Gobierno. Trotski continua:
Desde esta época, la organización planificada de la escoria
social habría experimentado un enorme desarrollo, y aunque la
masa de los participantes en los pogroms, si es que se puede
hablar de masa en este caso, no dejaba de ser más o menos
eventual, el núcleo de la tropa siempre estaba disciplinado y
organizado sobre modelo militar. Este núcleo era el que recibía
de arriba la consigna y el santo y seña para transmitirlos hacia
abajo, y era también el que determinaba el momento y el al-
cance de la acción sangrienta a ejecutar.
Aquí referiremos únicamente aquellos rasgos de los pogroms
rusos y de las centurias negras que sean relevantes en relación
con la historia natural del fascismo. Para preparar la acción, se
funda en la localidad correspondiente un diario de la «centuria
negra». Poco después hacen acto de presencia algunos especialistas
venidos de otras ciudades. Entonces empiezan a correr los
rumores precisos: que si los judíos planean una matanza de cristianos
ortodoxos; que si los socialistas han profanado una imagen
santa; que si los estudiantes han destrozado un retrato del
zar. Luego se confeccionan listas de proscripción, con detalle de
las personas y viviendas que habrán de ser saqueadas y destruidas
en primer lugar. El día fijado, las «centurias negras» se
reúnen en las iglesias para un oficio religioso. Luego se agita
una marea de banderas nacionales, mientras una banda toca ininterrumpidamente
marchas patrióticas. Poco a poco empiezan a
romper las primeras ventanas y a maltratar a los transeúntes.
Luego se oyen algunos tiros, que se pretende han sido disparados
por los socialistas o judíos contra los «pacíficos» manifestantes
nacionalistas; se alza un clamor de venganza, y comienza
entonces el pillaje, las palizas y el asesinato a discreción.
La policía está allí, pero en actitud pasiva, porque no puede
ayudar a las víctimas del pogrom nacionalista. Pero basta que
los judíos o los obreros socialistas intenten una resistencia organizada,
para que intervenga la policía y si hace falta incluso el
ejército. La legítima defensa proletaria es aplastada y el pogrom
continúa. En otoño de 1905, las «centurias negras» asesinaron a
unas 4.000 personas en cien ciudades rusas, sin contar todos los
demás crímenes. Por lo que se refiere a su importancia numérica,
este movimiento de los «rusos auténticos» puede compararse
con las recientes hazañas de los camisas negras y pardas. En
una época de máxima tensión revolucionaria, cuando millones
de obreros estaban en huelga, se insurreccionaban los campesinos
en vastas comarcas y los soldados y marinos empezaban a
amotinarse, a pesar de todo era posible reunir cientos de miles
de individuos de las clases populares más míseras de Rusia para
formar las tropas de choque de la contrarrevolución. El odio a
los judíos, un nacionalismo obtuso y fanático, el soborno y el
alcohol contribuían a unir esas masas de pequeños burgueses,
infraproletarios y algún que otro auténtico obrero. También los
delincuentes profesionales, atraídos por la oportunidad de robar
y matar impunemente, se incorporaban por cuadrillas a las fuerzas
de choque. Por otra parte, para todos los individuos que se
hallan depauperados y desmoralizados es muy tentador incorporarse
a las escuadras de choque, pues como miembros de esas
fuerzas fascistas toleradas por las autoridades se ven redimidos
de su insignificancia y convertidos en seres poderosos, dueños
de la vida de sus semejantes. Sobre esto observa Trotski, con
fina penetración psicológica:
El descamisado se ha convertido en amo. El que hace una
hora era todavía un esclavo tembloroso, acosado por la policía
y el hambre, se siente ahora déspota omnipotente: todo le está
permitido, todo es suyo. Es dueño de honras y haciendas, de
vidas y muertes. Si le da la gana, arrojará por la ventana de un
tercer piso a una vieja junto con un piano de cola, estrellará
una silla en la cabeza de una criatura, violará a una niña ante
los ojos de la multitud. Ningún martirio de los que sea capaz de
inventar un cerebro enloquecido por la rabia y el aguardiente le
está prohibido; todo es suyo, ¡Dios guarde al zar!
Una vez hubo vencido la contrarrevolución en Rusia, los progroms
ya no fueron necesarios, y los poderes dirigentes volvieron
al orden y a la legalidad. Pero el ejemplo ruso demuestra que
cuando un Gobierno o sistema dominante ha tenido que recurrir
al terror de las tropas de choque para sostenerse, a pesar de todo
tiene sus días contados. Ningún pueblo puede olvidar la destrucción
sistemática de todos los conceptos tradicionales de ley, orden
y justicia que acarrean los pogroms. La nueva crecida de la
revolución lleva consigo la ruina inexorable y la venganza. Desde
el sangriento otoño de 1905, Nicolás II no fue ya el zar de
todas las Rusias por la gracia de Dios, sino sólo el infame jefe
de las «centurias negras». Las hazañas de sus pogroms no pudieron
salvar al zar.
A excepción de Rusia, en ninguna otra gran potencia europea,
hacia 1914, estaba tan adelantada la corrupción de la autoridad
estatal. Por tanto, los movimientos nacionalistas y antiliberales
aún no habían pensado en organizar tropas terroristas de
choque. No obstante, las consecuencias de la guerra mundial y
la crisis social general que reinaban en Europa desde 1919 aseguraron
a los métodos del pogrom una vigencia renovada.
domingo, 1 de mayo de 2011
"El fascismo como movimiento de masas". Extracto del libro de Arthur Rosemberg.
Etiquetas:
ECONOMIA,
FILOSOFÍA POLÍTICA,
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TEORÍA
Publicado por DARÍO YANCÁN en 5:37
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