martes, 6 de octubre de 2009

"REFLEXIONES EN TORNO AL RACISMO" por Cornelius Castoriadis



Nos hallarnos aquí, es evidente, porque queremos combatir el racismo, la xenofobia, el chauvinismo y todo lo que se relaciona con ellos. Y esto en nombre de una posición primordial: reconocemos a todos los seres humanos un valor igual como seres humanos y afirmamos el deber de la colectividad de conceder las mismas posibilida-des efectivas en lo que se refiere al desarrollo de sus faculta-des. Lejos de poder estar cómodamente, fundada en una supuesta evidencia o necesidad trascendental de los "dere-chos del hombre---, esta afirmación engendra paradojas de primera magnitud, y en particular una antinomia que mu-chas veces he subrayado y que se puede definir abstractamente como la antinomia entre el universalismo que concierne a los seres humanos y el universalismo que con-cierne a las "culturas" (las instituciones imaginarias de la sociedad) de los seres humanos. Volveré sobre esto al final.
Pero en nuestra época este combate, corno todos los demás, ha sido desviado y trastocado de la manera más increíblemente cínica. Basta con dar un ejemplo: el Estado ruso se proclama antirracista y antichauvinista cuando que el antisemitismo, alentado a trasmano por los poderes, está en su apogeo en Rusia y decenas de naciones y etnias se mantienen siempre a la fuerza dentro de la gran prisión de los pueblos. Se habla siempre -y con razón- del extermi-nio de los indios de Norteamérica, pero jamás he visto a nadie hacerse la pregunta: ¿cómo es que una lengua que hace cinco siglos no era hablada más que de Moscú a Nijni-Novgorod, ha podido alcanzar las riberas del Pacífico, y sí ocurrió esto bajo los aplausos entusiastas de los tártaros, los buriatas, los samoyedos y otros tunguzes?
Esta es una primera razón por la que debemos ser particularmente rigurosos y exigentes en el plano de la refle-xión. La segunda, también muy importante, es que en ésta, al igual que en todas las cuestiones que descansan sobre una categoría social-histórica general -la Nación, el Po-der, el Estado, la Religión, la Familia, etc.-, el resbalón es casi inevitable. Es de tina facilidad desconcertante hallar contraejemplos para cualquier tesis que se pudiera enun-ciar; a la flaqueza de los autores en estos dominios es la falta del reflejo que prevalece en todas las demás disciplinas: ¿acaso lo que digo no es contradicho con un contraejemplo posible? Cada seis meses se leen grandiosas teorías hilvana-das sobre estos temas y todavía se sorprende uno cuando se admira: ¿acaso el autor nunca oyó hablar de Suiza o de China?, ¿de Bizancio o de las monarquías cristianas ibéricas?, ¿de Atenas o de Nueva Inglaterra?, ¿de los esquimales o de los ¡Kung!? Después de cuatro o de veinticinco siglos de autocrítica del pensamiento siguen floreciendo beatas generalizaciones a partir de una idea que se le ocurre al autor.
Para concluir estas observaciones preliminares: lo que tengo que decir será a menudo interrogativo y también casi siempre desagradable.
*
Una anécdota, tal vez divertida, me conduce a uno de los centros de la cuestión. Como lo vieron en el anuncio del Coloquio, mi nombre es Cornelius, que en francés antiguo y para mis amigos es Corneille. Fuí bautizado en la religión cristiana ortodoxa. Para ser bautizado era preciso que hubiese un santo epónimo y, en efecto, había agrios Kornélios: transliteración griega del latín Cornelius -de la gens Kornelia- que dio su nombre a centenas de millares de habitantes del Imperio-, que fue santificado mediante una historia que es contada en los Hechos (10.1 1) y que resumo. Este Cornelio, centurión de una cohorte itálica, vivía en Cerasea, daba generosas limosnas al pueblo y temía a Dios, a quien oraba sin cesar. Después de la visita de un angel, invitó a su casa a Simón, cuyo sobrenombre era Pedro. De camino, éste también tiene una visión, cuyo sentido es que ya no hay alimentos puros e impuros. Tras llegar a Cera-sea, cena en casa de Cornelio -cenar en casa de un goi eS, según la Ley, abominación- y mientras habla, el Espíritu Santo derrama sus dones sobre todos aquellos que escucha n sus palabras, lo cual sorprende fuertemente a los compañe-ros judíos de Pedro que asisten a la escena, puesto que el Espíritu Santo también había descendido sobre los no cir-cuncisos, quienes se pusieron a hablar en lenguas y a glori-ficar a Dios. Más tarde, al volver a Jerusalén, Pedro debe responder a los amargos reproches de sus otros compañeros circuncisos. Da explicaciones y éstos se calman y dicen que Dios ha concedido también a las "naciones" el arrepenti-miento a fin de que vivan.
Esta historia tiene, evidentemente, múltiples significa-ciones. Es la primera vez que se afirma en el Nuevo Testa-mento la igualdad de las "naciones" ante Dios y la no necesidad del paso por el judaísmo para volverse cristiano. Lo que me importa todavía más es la contraformulación de estas propuestas. Los compañeros de Pedro "se sorprenden fuertemente" ("exéstésan" dice el original griego de los Hechos ex-istamai, ek-sister, salir de uno mismo) de que el Espíritu Santo quiera derramar sus dones sobre todas las ---naciones---. ¿Por qué? ' Porque, evidentemente, el Espíritu Santo no podía tener que habérselas, hasta entonces, más que con judíos, y en particular con esta secta de judíos seguidores de Jesús de Nazareth. Pero también porque nos remite, por implicación negativa, a especificaciones de la cultura hebraica -aquí comienzo a ser desagradable- que para los otros, y esto es lo menos que puedo decir, no son evidentes. ¿No aceptar comer en casa de los goim, cuando se sabe el lugar que la comida en común tiene en la socialización y en la historia de la humanidad? Uno relee, entonces, atentamente el Antiguo Testamento, y en particular los libros relacionados con la conquista de la Tierra Prometida, y ve que el pueblo elegido no es simplemente una noción teológica, sino eminentemente práctica. Las expresiones literales del Antiguo Testamento son, por otra parte, si así se puede decir, muy bellas (desafortunadamente, yo no puedo leerlo sino en la versión griega de los Setenta, un poco ulterior a la conquista de Alejandro. Sé que hay problemas, pero no pienso que afecten lo que voy a decir). Se ve ahí que todos los pueblos que habitaban el "perímetro" de la Tierra Prometida fueron pasados por "el filo de la espada" (dia stomatos romphaias) y esto sin discriminación de sexo o de edad, que no se hizo ningún intento de "convertirlos", que sus templos son destruídos, sus bosques sagrados arrasados, y todo esto por orden directa de Yahvé. Como si esto no bastase, abundan las prohibiciones que conciernen a la adopción de sus costumbres (bdelygma, abominación, miasma, mancha) y a las relaciones sexuales con ellos (poerneia, prostitución es una palabra que aparece una y otra vez obsesivamente en los primeros libros del Antiguo Testamento). La simple honradez obliga a decir que el Antiguo Testamento es el primer documento racista escrito que se tiene en la historia. El racismo hebreo es el primero del cual tenemos trazas escritas, lo cual no significa, ciertamente, que sea el primero absolutamente. Todo haría más bien suponer lo contrario. Simplemente y felizmente, me atrevo a decirlo, el Pueblo Elegido es un pueblo como los otros.
Me parece necesario recordar esto aunque no sea sino porque la idea de que el racismo o simplemente el odio del otro es una invención específica de Occidente, es una de las burradas que gozan actualmente de una gran circulación.
Sin poder detenerme en los diversos aspectos de la evolución histórica y en su enorme complejidad, acotaría simplemente que:
a) Entre los pueblos de religión monoteísta, los hebreos siguen manteniendo esta ambigua superioridad: una vez conquistada Palestina (hace 3,000 años y nada sé de hoy en día) y "normalizados" de una manera u otra los habitantes anteriores, dejan el mundo tranquilo. Ellos son el Pueblo Elegido, su creencia es demasiado buena para los otros y no hacen esfuerzo alguno de conversión sistemática (pero tampoco rechazan la conversión).
b) Las otras dos religiones monoteístas, inspiradas en el Antiguo Testamento y "herederas" históricamente del judaísmo, desafortunadamente no son tan aristocráticas: su Dios es bueno para todos, si los otros no lo quieren serán obligados por la fuerza a tragarse esa creencia o, si no, serán exterminados. Desde este punto de vista, es inútil abundar en la historia del cristianismo, o, más bien, es imposible; por el contrario, sería no solamente útil sino urgente rehacerla, ya que, desde fines del siglo XIX y después de las grandes "críticas", todo parece olvidado y se han propagado versiones color de rosa sobre la difusión del cristianismo. Se olvida que, cuando los cristianos se apoderan del Imperio Romano con Constantino, son una minoría y se vuleven la mayoría a través de las persecusiones, el chantaje, la destrucción masiva de los templos, estatuas, sitios de culto y manuscritos antiguos --y finalmente mediante disposiones legales (Teodosio El Grande)que prohiben a los no cristianos residir en el Imperio. Este ardor de los verdaderos cristianos por defender al verdadero Dios con el hierro, el fuego y la sangre está constantemente presente en la hitoria del cristianismo tanto en Oriente como en Occidente (herejes, sajones, Cruzadas, judíos indios de América, objetos de la caridad de la Santa Inquisición, etc.) Asimismo, sería necesario reconstruir frente a la adulación reinante, la verdadera historia de la propagación apenas creíble del Islam. No fue ciertamente el encanto de las palabras del Profeta lo que islamizó (y arabizó la mayor parte del tiempo) a las poblaciones que habitan entre el Ebro y Sarawak y entre Zanzibar y Tachkent. La superioridad desde el
punto de vista de los conquistados, del Islam sobre el cristianismo consistía en que bajo el dominio de aquél era posible sobrevivir aceptando ser explotado y priva-do más o menos de sus derechos sin convertirse, mien-tras que en tierra cristiana la alodoxia, incluso cristiana, (cf. las guerras de religión en los siglos XVI--XVII), en general no era tolerable);
c) Contrariamente a lo que ha podido decirse (por uno de esos choques de rechazo que responden al "renaci-miento" del monoteísmo), no ha sido el politeísmo como tal el que asegura la igualdad respecto al otro. Es cierto que en Grecia, o en Roma, hay tolerancia casi perfecta de la religión o de la "raza" de los otros; pero ello concierne a Grecia y a Roma, no al politeísmo como tal. Por no tomar sino un ejemplo: el hinduismo no sólo es intrínseca y esencialmente "racista" (las cas-tas) sino que ha fomentado tantas masacres sangrientas en el curso de su historia como cualquier monoteísmo y sigue haciéndolo.
Esta idea, tan sencilla y verdadera: los otros son sim-plemente otros, es una creación histórica que se abre paso a contracorriente de las tendencias "espontáneas" de la insti-tución de la sociedad. La idea que me parece central es que el racismo comparte algo mucho más universal que lo que se desea admitir frecuentemente. El racismo o es un retoño o un avatar, particularmente agudo y exacerbado, estaría in-cluso tentado de decir: una especificación monstruosa, un rasgo empíricamente casi universal de las sociedades humanas. Se trata de la aparente incapacidad de constituirse uno mismo sin excluir al otro y de la aparente incapacidad de excluir al otro, sin desvalorizarlo y, finalmente, sin odiarlo.
Como siempre cuando se trata de la institución de la sociedad, el tema tiene necesariamente dos vertientes: la de lo imaginario social que instituye, la de las significaciones imaginarías e instituciones que ella crea y, por otro lado, la del psiquismo de los seres humanos individuales y de lo que éste impone como restricciones a la institución de la sociedad, a la vez que se ve limitado por ella.
No me extenderé sobre el caso de la institución de la sociedad, ya que en varias ocasiones he hablado de ese tema. La sociedad -toda sociedad- se instituye creando su propio mundo. Esto no significa sólo "representaciones", "valores", etc., sino que en el origen de todo ello hay un modo del representar, una categorización del mundo, una estética y una lógica, así corno también un modo del valorizar, y sin duda también un modo simple particular del ser afectado.
En esta creación del mundo encuentra siempre su lugar de una u otra manera la existencia de otros humanos y de otras sociedades. Hay que distinguir entre la Constitución de otros mitos, total o parcialmente (los Salvadores blancos para los Aztecas, los Etíopes para los Griegos homéricos), que pueden ser "superiores" o "inferiores", además de monstruosos; y la Constitución de los otros reales, de las sociedades efectivamente encontradas. He aquí un esquema muy rudimentario para pensar el segundo caso. En un primer tiempo mítico (o lo que es lo mismo, "lógicamente primero") no existen los otros. Después, éstos son encontrados (el tiempo mítico o lógicamente primero es el de la autoafirmación de la Institución). Para lo que aquí nos importa, se presentan trivialmente tres posibilidades: las instituciones de esos otros (y consecuentemente esos otros mismos!) pueden ser consideradas como superiores (a las "nuestra"), como inferiores o como "equivalentes". Observamos de inmediato que el primer caso implicaría simultáneamente una contradicción lógica y un suicidio real. La consideración de las instituciones "extranjeras" como superiores por la institución de una sociedad (no por tal o cual individuo) no tiene razón de ser: esta Institución tendría que ceder su lugar a la otra. Si la ley francesa instruye a los tribunales: en todos los casos, aplicarán ustedes la ley alemana, se suprime corno ley la francesa, Puede ser que la adopción de tal o cual Institución, en el sentido secundario del término, sea considerada como buena y efectivamen-
te lo sea; sin embargo, la adopción global y sin reserva esencial de las instituciones nucleares de otra sociedad acarrearía la disolución de la sociedad prestataria como tal.
El encuentro, por consiguiente, no deja más que dos posibilidades: los otros son inferiores, los otros son iguales a nosotros. La experiencia demuestra, como se dice, que la primera vía se sigue casi siempre y la segunda casi nunca .Hay una "razón" aparente para ello. Decir que los otros son "iguales a nosotros" no podría significar iguales en la indeferenciación: porque ello implicaría, por ejemplo, que es igual que yo coma puerco o que no lo coma, que corte las manos de los ladrones o no, etc., todo se volvería entonces indiferente y se dejaría de hacer. Esto habría tenido que significar que los otros son simplemente otros; es decir, que no solamente las lenguas, o los folclores, o los usos al co-mer sino también las instituciones tomadas globalmente, como un todo y también al detalle, son incomparables. Esto, que en un sentido pero, sólo en un sentido es la ver-dad, no puede aparecer "naturalmente" en la historia, y no debería ser difícil entender el porqué. Esta "incomparabili-dad" equivaldría, para los sujetos de la cultura considera-da, a tolerar en los otros lo que para ellos es abominación; y a pesar de las facilidades que se otorgan hoy en día a los defensores de los derechos del hombre, dicha incomparabi-lidad plantea cuestiones teóricamente insolubles en los ca-sos de conflictos entre culturas, como lo muestran los ejemplos ya citados y como trataré de mostrarlo al final de estas notas.
Los otros han sido casi siempre establecidos como infe-riores. Esto no es una fatalidad o una necesidad lógica sino simplemente la probabilidad extrema, la "proclividad natural de las instituciones humanas. El modo más sencillo del valor de, las instituciones para sus propios sujetos es evidentemente la afirmación -que no requiere ser explícita- de que ellas son las únicas "verdaderas" y que, en consecuencia, los dioses, creencias, costumbres, etc., de los otros son falsos; en este sentido, la inferioridad de los otros no es sino la otra cara de la afirmación de la verdad propia de las instituciones de la sociedad-Ego (en el sentido en que se habla de Ego en la descripción de los sistemas de
parentesco), verdad propia que se toma como excluyente de cualquier otra, que convierte a todo lo demás en error positivo, y que, en los casos más hermosos, es diabólicamente perniciosa (el caso de los monoteísmo y de los marxismos leninismos, es obvio pero no el único).
¿Por qué hablar de probabilidad extrema y de proclividad natural? Porque no puede haber fundamentación ver-dadera de la institución (fundamentación "racional" o "real"). Siendo su único fundamento la creencia en ella y más específicamente por el hecho de que pretende hacer coherentes y darles sentido al mundo y a la vida, la institución se encuentra en peligro mortal desde el momento en que se presenta la prueba de que existen otras formas de hacer la vida y el mundo que sean coherentes y tengan sentido. En este punto, nuestra pregunta se vincula con la de la religión en el sentido más general, que he comentado en otras ocasiones. .
Probabilidad extrema pero no necesidad o fatalidad: lo contrario, aunque muy improbable -como la democracia, es muy improbable en la historia- es, sin embargo, posi-ble. Su índice es la relativa y modesta, pero real transforma-ción a este respecto de algunas sociedades modernas y el combate que se ha dirigido contra la misoxenia (y que ciertamente está lejos de terminar, inclusive dentro de cada uno de nosotros).
Todo lo anterior se refiere a la exclusión de la otredad externa en general; sin embargo, la cuestión del racismo es mucho más específica: ¿Por qué lo que habría podido que-dar como simple afirmación de la "inferioridad" de los otros se torna discriminación, desprecio, confinamiento, para exacerbarse finalmente y convertirse en rabia, odio y locura asesina?
A pesar de todas las tentativas que se han hecho de diferentes lados, no pienso que podamos encontrar una "explicación" general de este hecho y que para la pregunta exista una respuesta que no sea histórica en sentido estricto. La exclusión del otro no ha tomado siempre y en todas
partes la forma del racismo y lejos ha estado de ello. El antisemitismo y su historia en los países cristianos son co-nocidos: ninguna "ley general" puede explicarlas localiza-ciones espaciales y temporales de las explosiones de esta, locura. Otro ejemplo, tal vez aún más elocuente: el imperio Otomano, una vez realizada la conquista, siguió siempre una política primero de asimilación y luego de explotación y de capitis- diminutio de los conquistados no asimilados (sin esta asimilación masiva no existiría hoy en día la nación turca). Posteriormente y de repente en dos ocasiones: 1895-1896, y 1915-1916, los Armenios (sometidos siempre, es ver-dad, a una represión mucho más cruel que las otras nacionalidades de] Imperio) fueron víctimas de dos masa-cres monstruosas, mientras que las otras etnias M imperio (y sobre todo los griegos, aún muy numerosos en Asia Me-nor en 1915-1916 y cuyo Estado estaba prácticamente en guerra con Turquía) no fueron perseguidas.
A partir del momento en que se produce la fijación racista, como se sabe, los "otros" no sólo son excluídos y tenidos como inferiores sino que como individuos y como colectividad se vuelven punto de apoyo de una segunda cristalización imaginaria que les confiere un conjunto de atributos y, detrás de estos atributos, de una esencia malvada y perversa que justifica de antemano todo lo que uno se proponga hacerles sufrir; sobre esta cristalización imaginaria, notablemente antijudía en Europa, la literatura es inmensa y nada tengo que agregar, salvo que me parece más superficial presentarla -bautizada, de ribete, con el nombre de "ideología"- como fabricada en todas sus piezas por clases o grupos políticos para lograr o asegurar su dominio. En Europa, un sentimiento antijudío difuso y "reptante" ha circulado sin duda todo el tiempo por lo menos desde el siglo XI y ha sido reanimado en ocasiones y revitalizado. en algunos momentos en que el cuerpo social experimentaba con una intensidad más fuerte que de costumbre la necesidad de encontrar un mal objeto "interno-externo" (él ,"enemigo interior" es tan cómodo), un chivo expiatorio
pretendidamente marcado ya por si mismo como tal. Como todo, estas revitalizaciones no obedecen a leyes ni a reglas; es imposible, por ejemplo, asociar las profundas crisis económicas padecidas durante 150 años por Inglaterra a una explosión cualquiera de antisemitismo, mientras que desde hace 15 años empiezan a producirse tales expresiones, pero ahora dirigidas contra los Negros.
Y aquí un paréntesis. La opinión común y los autores más prestigiados -pienso, por ejemplo, en Hannah Arendt- parecen considerar intolerable en el racismo el hecho de que se odie a alguien por aquello de lo que no es responsable, sea su "nacimiento" o su "raza". Esto ciertamente es, abominable pero las observaciones anteriores muestran que este punto de vista es erróneo, o insuficiente, y no capta la esencia ni la especificidad del racismo: tan es así, creo yo que ante el conjunto de los fenómenos cuya punta más aguda es el racismo, una combinación de vértigo y de horror de horrores hace vacilar a los espíritus mejor dotados. Considerar a alguien como culpable por pertenecer a una colectividad no "escogida" por él no es lo propio del racismo. Todo nacionalismo vigoroso, y en todo caso todo chauvinismo, considera siempre a los otros, (algunos otros y de cualquier manera los "enemigos hereditarios"), como culpables de ser lo que son, de pertenecer a una colectividad no escogida por ellos. Ilya Ehrembourg lo había formulado con la brutal claridad de la época staliniana: ---Los únicos alemanes buenos son los alemanes muertos" (nacer alemán es ya merecer la muerte). Lo mismo vale para las persecuciones religiosas o las guerras de origen religioso. Entre todos los conquistadores que masacraron a los infieles por la gloria del Dios del día, no veo uno solo que haya preguntado a los masacrados si hablan escogido "voluntariamente" su fe.
La lógica nos obliga, al llegar a este punto, a decir algo desagradable, La única especificidad verdadera del racismo (en relación con las diferentes variedades del odio de los otros) la única decisoria, como dicen los lógicos, es ésta: el verdadero racismo no permite a los otros abjurar (o se les persigue o se sospecha de ellos cuando ya han abjurado: los Marranos). Lo desagradable es que debemos convenir en
que encontraríamos menos abominable el racismo, si se conformara con tener conversiones forzadas (como el cristianismo, el Islam, etc.). Sin embargo, el racismo no desea la conversión de los otros, lo que desea es su muerte. En el origen de la expansión del Islam hay cientos de miles de árabes; en el origen del imperio turco hay algunos miles de otomanos. El resto es el resultado de conversiones de las poblaciones conquistadas (forzadas o inducidas, poco importa). Sin embargo, para el racismo, el otro es inconvertible. Se observa enseguida la cuasinecesidad del apuntalamiento del imaginario racista sobre características físicas (y por tanto irreversibles) constantes o pretendidamente tales. Un nacionalista francés o alemán "entendido", instrumentalmente racional (es decir, despojado precisamente del ribete imaginario del racismo) tendría que sentirse encantado si los alemanes o los franceses pidieran por cientos de miles su naturalización en el país de enfrente. Además, en ocasiones, se naturaliza a título póstumo a los muertos gloriosos del enemigo. Poco después de mi llegada a Francia -en 1946, creo-, un gran artículo en el diario Le Monde celebraba: "Bach, genio latino". (Menos refinados, los rusos desmantelaban las fábricas de su zona y, en lugar de inventar la ascendencia rusa de Kant, lo hicieron nacer y morir en Kaliningrado). Sin embargo, Hitler ningún deseo tenía de apropiarse de Marx, Einstein o Freud como genios germánicos, y los judíos mejor dotados fueron enviados a Auschwitz al igual que los otros.
Rechazo del otro en tanto que otro: ingrediente no necesario pero sí probable en grado extremo de la institución de la sociedad. "Natural" --en el sentido en que la heteronomía de la sociedad es "natural"-. Superar ese rechazo exige una creación a contracorriente y, en consecuencia, ello es improbable.
Podemos encontrar su contrapartida -y para nada digo la "causa"-- en el plano del psiquismo del ser humano como individuo. Seré breve. Un aspecto del odio del otro en tanto que otro es de inmediato comprensible; puede decirse que es simplemente el anverso del amor de sí mismo, de la estima de sí mismo. Poco importa la falacia que contenga; el silogismo del sujeto frente al otro siempre es el siguiente: si yo afirmo el valor de A, debo también afirmar el no-valor de no-A. La falacia consiste evidentemente en que el valor de A se presenta como excluyente de cualquier otro: A (lo que soy yo) vale. Y lo que vale es A. Lo que es, mejor de los casos, inclusión o pertenencia (A pertenece a la clase de objetos que tienen un valor) se convierte falazmente en una equivalencia o representatividad: A es el tipo mismo de lo que vale. La falacia aparece ciertamente en una luz diferente, no lo olvidemos, en las situaciones extremas, en el dolor, frente a la muerte. Pero no es éste nuestro tema.
Este seudo-razonamiento (universalmente extendido) daría lugar tan sólo a las diferentes formas de desvalorización o de rechazo a las cuales hicimos ya referencia. Sin embargo, otro aspecto del odio de sí mismo es más interesante y, creo yo, citado con menor frecuencia: el odio del otro como la otra cara de un odio inconscientede sí mismo. Retomemos la cuestión por el otro extremo: ¿la existencia del otro como tal puede ponerme en peligro a mí mismo? (Hablamos evidentemente del mundo inconsciente en el cual el hecho elemental "yo mismo" no existe, de una infinidad de maneras, fuera del otro y de los otros, y brilla por su ausencia como en las teorías "individualistas" contemporáneas). Sí lo puede hacer, con una condición: que en lo más profundo de la fortaleza egocentrada una voz repita, dulce pero incansablemente: nuestras murallas son de plástico, nuestra acrópolis de papel maché. ¿Y qué es lo que podría hacer audibles y creíbles estas palabras que se oponen a todos los mecanismos que han permitido al ser humano ser algo (campesino, cristiano, francés o poeta árabe, musulmán, qué sé yo? No ciertamente una "duda intelectual" casi inexistente y que en todo caso carece de fuerza propia en las capas profundas de que se habla aquí, sino un factor ubicado en la proximidad inmediata de los orígenes, lo que subsiste de la mónada psíquica y de su rechazo, repulsa y abominación del individuo en el cual ha tenido que transformarse y sigue fantomáticamente frecuentando. Lo que hace que la cara visible, "diurna" , construida, parlante del sujeto sea siempre objeto de una inversión doble y con-tradictoria: positiva en tanto que el sujeto es un sustituto de uno por la mónada psíquica y negativa en tanto que el sujeto es la huella visible y real de su estallido. De esta suerte, el odio de uno mismo, lejos de caracterizar típicamente a los judíos, como se ha dicho, es un componente de todo ser humano y, como todo el resto, objeto de una elaboración psíquica ininterrumpida. Pienso que este odio de sí mismo, habitual y evidentemente intolerable bajo su forma abierta, es el que alimenta las formas más acentuadas del odio del otro y se descarga en sus manifestaciones más crueles y más arcaicas.
Desde este punto de vista, puede decirse que las expresiones extremas del odio del otro -y el racismo, sociológicamente, es la expresión más extrema del odio del otro por la razón ya expresada de la inconvertibilidad- constituyen monstruosos desplazamientos psíquicos mediante los cuales el sujeto puede guardar el efecto cambiando de objeto. Es por ello que el sujeto no desea reencontrarse en el objeto (no desea que el judío se convierta o que conozca la filosofía alemana mejor que él) mientras que la primera forma de rechazo, la desvalorización del otro, se satisface general-mente con el "reconocimiento" por el otro de su derrota o de su conversión.
La superación de la primera forma psíquica del odio del otro parece no exigir, después de todo, mucho más de lo que ya está implicado en la vida en sociedad: la existencia de los carpinteros no pone en entredicho el valor de los plomeros y la existencia de los japoneses no debiera cuestionar el valor de los chinos.
La superación de la segunda forma implicaría sin du-da elaboraciones psíquicas y sociales mucho más profundas. Requiere, como por otra parte también la democracia en el sentido de la autonomía, una aceptación de nuestra mortalidad real y total, de nuestra segunda muerte que viene después de nuestra muerte, a la totalidad imaginaria, a la omnipotencia, a la inclusión del universo en nosotros.
Pero detenernos en este punto sería asumir la esquizofrenia eufórica de los boy-scouts intelectuales de las últimas décadas, que predican al mismo tiempo los derechos del hombre y la diferencia radical de las culturas que prohiben todo juicio de valor sobre otras culturas. ¿Cómo se puede entonces juzgar (y eventualmente oponerse) a la cultura nazi o stalinista, o los regímenes de Pinochet, de Menghistu o de Khomeiny? ¿No son esas culturas "estructuras" históricas diferentes, incomparables, e igualmente interesantes?
El discurso de los derechos del hombre se ha sustentado, por la vía de los hechos, en las hipótesis tácitas del liberalismo y del marxismo tradicionales: la compresora cilíndrica del "progreso" conduciría a todos los pueblos a la misma cultura (de hecho, la nuestra, enorme comodidad política de las seudofilosofías de la historia). Las cuestiones que yo planteaba anteriormente se resolverían entonces de manera automática -a lo más después de uno o dos accidentes desafortunados (las guerras mundiales, por ejemplo).
Sin embargo, lo que pasó fue lo contrario. Los "otros" asimilaron, bien o mal, la mayoría de las veces algunos instrumentos de la cultura occidental, una parte de lo que se relaciona con el conjuntista identitario que ha creado, pero de ninguna manera los significados imaginarios de la libertad, de la igualdad, de la ley, del cuestionamiento indefinido. La victoria planetaria del Occidente es la victoria de las metralletas, de los jeeps y de la televisión, no la de las garantías individuales, de la soberanía popular, de la responsabilidad del ciudadano.
De esta suerte, lo que antes era el simple problema "teórico", que ciertamente ha derramado océanos de sangre en la historia, y al que yo me refería antes: ¿Cómo podría aceptar una cultura que existan otras culturas con las que no puede compararse y para las cuales es alimento lo que para ella es basura?, se vuelve uno de los problemas políticos prácticos mayores de nuestra época, llevado al paroxismo por la aparente antinomia que desgarra nuestra propia cultura. Pretendemos al mismo tiempo que somos una cultura entre otras y que esta cultura es única en tanto que reconoce la otredad de las otras (lo que nunca antes se
había hecho y lo que las otras culturas no hacen con ella), y en tanto que ha planteado significados imaginarios sociales y reglas que se derivan de ellos, que tienen valor universal; para tomar el ejemplo más fácil, el de los derechos del hombre. ¿Y qué es lo que ustedes hacen frente a las culturas que explícitamente rechazan los "derechos del hombre" (el Irán de Khomeiny) para no hablar de aquellas culturas, la aplastante mayoría, que los pisotean todos los días en los hechos al mismo tiempo que suscriben declaraciones hipócritas y cínicas?
Termino con un ejemplo sencillo. Se ha hablado mucho hace algunos años (en la actualidad menos, no sé por qué) de la excisión e infibulación de las doncellas adolescentes, acciones que se practican como regla general en multitud de países musulmanes africanos (las poblaciones de referencia me parecen mucho más grandes de lo que se ha dicho). Todo ello ocurre en Africa, allá lejos, in der Turke? como dicen los burgueses filisteos en el Fausto. Usted se indigna, protesta, pero nada puede hacer. Posteriormente un buen día aquí, en París usted descubre que el empleado de su casa (obrero, colaborador, compañero de trabajo) a quien usted mucho estima se prepara para la ceremonia de la excisión-infibulación de su hija adolescente. Si usted no dice nada, está lesionando con ello los derechos del hombre (el derecho a la integridad física de esa adolescente); si usted trata de cambiar las ideas del padre de la adolescente, usted lo está aculturando, transgrediendo el principio de la incomparabilidad de las culturas.
El combate contra el racismo es siempre esencial. No debe de servir de pretexto para capitular ante la defensa de los valores que han sido creados "entre nosotros", que nosotros pensamos que son válidos para todos, que nada tie-nen que ver con la raza o el color de la piel y a los cuales deseamos razonablemente convertir a toda la humanidad.



Verano 1987.-



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