Mientras el iusnaturalismo, Hobbes, Locke o Rousseau buscaban las razones para obedecer o para sublevarse, el escocés se contentaba con describir sin apasionamiento una hipótesis plausible que nos ayude a comprender el hecho de la autoridad política, basada en un criterio tan razonable como el de no más obediencia que la que sea útil.
Pensar la vida humana como posible al margen del Estado, y especialmente pensarla como vida social, sobre todo si en ella cabe un hombre libre, moral, justo, trabajador... implica de forma directa la relativización del Estado como instrumento de vida, de paz, de prosperidad y de moralidad. Ahora bien, desde estos supuestos se hace difícil pensar la necesidad del orden político. Esta necesidad resplandece en el esquema de Hobbes.
Locke parece necesitar las dos imágenes: una, la hobbesiana, para justificar la necesidad del pacto político; la otra, iusnaturalista y cristiana, para minimizar el poder del Estado. Y necesita dos "etapas", ambas sociales, pero bien diferenciadas: una pre-política o pre-dinero y otra política o propiamente mercantil.
El liberalismo establecía una jerarquía definitiva entre individuo, sociedad civil y Estado o sociedad política. Y al mismo tiempo que se debilitaba el status del Estado, y por tanto se restringía el deber de obediencia al mismo, se ennoblecía dicho deber al dotarlo de carácter moral. Una moralidad que procedía únicamente de su origen: un compromiso libremente asumido por individuos libres y propietarios de sí mismos.
La voz de Hume se alzó como alternativa abierta a esta teoría del consentimiento como fundamento del deber moral de obedecer al Gobierno, via que, curiosamente, era más coherente con la filosofía empirista, diseñada por el propio Locke. El reto que Hume se propuso fue el de trazar una hipótesis plausible, razonable, que explicara como unos hombres naturalmente egoístas, sin dejar de serlo, regulan este instinto y llegan a aceptar la ley.
La naturaleza humana no es originariamente social, piensa Hume en línea hobbesiana. Pero Hobbes, la considera siempre e inalterablemente antisocial y la contrapone a las relaciones sociales como algo externo y enfrentado a ella; Hobbes ve la obediencia como precio a pagar por bienes más esenciales que la libertad (como la seguridad, la paz, la vida, etc.). Hume, en cambio, aun reconociendo que esa tendencia natural a preferir la satisfacción del deseo inmediato al interés remoto es constante y supone siempre una resistencia a la vida social, pensará que no es un obstáculo insalvable en la medida en que dicha tendencia puede ser contrarrestada por otras, por hábitos "artificiales" que llegan a fijarse en su naturaleza, a devenir naturales.
El obstáculo a vencer por Hume era el prejuicio antropológico de una naturaleza humana primitiva pensada como abundante en ciegos instintos y violentas pasiones. Tal imagen llevaba a poner en el origen los factores (razón, sentimiento moral) capaces de controlar el deseo, vencer los instintos e imponer normas de acción. Hobbes proyectó sobre el origen las pasiones del hombre moderno, y así no era fácil explicar su sumisión a la ley sino absolutizando el poder de la misma. Locke dotó al hombre originario de una capacidad de reflexión y de distinción moral exquisitas, pudiendo así imaginarlo capaz de controlar el deseo y de optar por la ley.
El nivel de las pasiones humanas en una época le parece a Hume proporcionado a la potencia de los controles de las mismas. Es obvio que el crecimiento de las pasiones se da al ritmo de la posibilidad de acumular riquezas y gozar placeres, y por tanto al mismo ritmo de la complejidad social, o sea, de los medios (normas, leyes, coerciones...) de control de las mismas.
Dentro de su concepción del hombre, Hume había diseñado una teoría audaz sobre el deseo. Puesto que la razón es un fruto tardío de la génesis humana y, además, dado que esta razón es impotente para crear o anular las pasiones y débil para dirigir las mismas, Hume buscará la solución en la "autoregulación de las pasiones". El mismo interés que lleva a los individuos al enfrentamiento y la inseguridad debe ser el origen de las leyes de justícia y del Gobierno. Estas bases filosóficas permiten a Hume una respuesta coherente a la pregunta:Cómo un ser egoísta llega a amar el bien público ? O bien: cómo el hombre puede llegar a preferir el bien remoto al próximo, a anteponer el interés al placer. ?
Hume coincide frecuentemente con Locke en los objetivos políticos, es decir en su "programa liberal". Esta coincidencia unas veces es real, mientras otras solamente aparente. Un caso elocuente es el de la vida social "prepolítica". Locke la usaba para debilitar la necesidad absoluta del Gobierno y, así, justificar su carácter meramente subordinado. Hume también la acepta, pero con mero espíritu descriptivo, como parte de un modelo plausible de explicación genealógica del orden político.
Acepta la fase social pre-política, pero como para Hume el "estado de naturaleza" no es un canon, no la embellece ni la idealiza. El Estado no es absolutamente necesario para la vida, pero sí para una vida social compleja, una vida "humana", en la que se ha desarrollado la razón, las instituciones, la moral, el bienestar. En consecuencia, tras la aceptación de una fase prepolítica de la sociedad, con lo que conlleva de relativización del Estado, en Locke y Hume se esconden presupuestos muy distanciados. La misma "relativización" en Locke es metafísica y moral, con el fin de rebajar su valor y dignidad; en Hume es metodológica e histórica, con lo que el valor del Estado no se subordina, pues lo que realmente se relativiza son sus contenidos, su función, sus formas y sus límites.
Hume ha sentado la posibilidad de una sociedad sin Gobierno; no obstante, considera impensable una sociedad sin justicia. Las leyes naturales de la justicia rigen en la fase prepolítica de la sociedad, pues dichas tres leyes son las que describen las condiciones de la convivencia: propiedad individual, mercado y cumplimiento de los contratos. Estas leyes son previas a la instauración del Gobierno, rigen y son obligatorias antes de la aparición de toda autoridad. Antes de que pueda plantearse la obediencia al Gobierno ya existe la obediencia a las leyes de justicia.
De esta forma la obediencia no sólo quedaba fundamentada, sino sacralizada como deber moral. Parecería razonable que, partiendo de una sociedad donde rigen estas leyes de justicia así fundamentadas, al plantearse la aparición del Gobierno, buscara su fundamento en: a) un pacto de interés, cuya fuerza reside en b) obligación de cumplir las promesas. Tal perspectiva sería plenamente utilitarista y encajaría en el esquema genealógico de Hume, al que incluso completaría. Puesto que la obligación de cumplir las promesas era ya sentida como útil y moralmente buena, no sería difícil justificar la obediencia al Gobierno como una extensión de aquella obediencia. Gobierno y justicia quedarían así recíprocamente apoyados y fundamentados: el Gobierno sería un complemento o garantía de las leyes de justicia y éstas le prestarían su legitimidad al participar de su utilidad y su moralidad ya establecidas.
Tal cosa implicaría, en rigor, un fundamento distinto al del liberalismo, dado que estas leyes de justicias perderían su carácter abstracto y eterno, absoluto, para convertirse en conquistas históricas de los hombres. No obstante, vigentes éstas en un momento dado, serían una instancia plenamente legitimadora. En cambio, no le agradó a Hume esta salida, teóricamente fácil. No le agradaba por ser inconsistente y por ser ineficaz, ya que a su pesar cuestionaba la legitimidad de la mayoría de los Gobiernos.
En general el origen de los Gobiernos ha sido frecuentemente más oscuro y siniestro, teniendo casi siempre en su origen la violencia, la sangre, la astucia... Hume asume esta experiencia y, desde ella, trata de responder con moderado optimismo a la pregunta: entonces, dado su origen, están todos los Gobiernos condenados a la ilegitimidad ?
Momentos constituyentes en base a los derechos que el liberalismo atribuye al individuo han existido muy pocos; incluso éstos no son una fundamentación definitiva, dado que el poder político puede haberse alejado de las condiciones contractuales, o dado que las nuevas generaciones no firmaron el contrato.
En cualquier caso, el consentimiento tácito encubre en el fondo la sustitución del fundamento liberal del contrato por el utilitario: se consiente, se obedece la ley, en tanto que permite una vida razonablemente satisfactoria. O sea, al final, de forma solapada, se recurre a la utilidad.
Y es aquí donde Hume toma distancias. Si es así, por qué no reconocer la realidad y las verdaderas razones de nuestra sumisión? En el fondo -viene a decir Hume- nadie ignora que nunca ha pactado las condiciones políticas, y que incluso ante situaciones constituyentes excepcionales los acuerdos son de interés, de equilibrios posibles, de correlaciones de fuerzas, aunque se expresen en el lenguaje retórico de los derechos del individuo. Hume viene a decir: sea cual sea el origen, a menudo perdido en las grietas de la memoria de la historia, podemos aceptar su legitimidad si funcionan como si hubieran tenido un origen legítimo, en suma, si respetan y se subordinan a las leyes naturales de la justicia. Reconocer esto es hacer público que el fundamento de nuestra obediencia es la utilidad, no la promesa.
Con el fundamento liberal -dice Hume- todos los gobiernos del mundo son ilegítimos y la obediencia a los mismos es arbitraria y accidental, si no encubiertamente utilitaria. Por qué, pues, no reconocerlo así ?
Vemos que Hume podía derivar la obediencia al Gobierno directamente de la obligación de cumplir las promesas, y que a un tiempo sancionaría la moralidad del gobierno sin perder su raíz utilitaria, ya que la ley de las promesas, como las demás leyes de justicia, tiene un origen natural utilitario. En cambio no lo hace así, sino que opta por una vía en paralelo. El Gobierno, como las leyes de Justicia, como las diversas instituciones sociales, son respuestas del hombre en su lucha por la vida, para satisfacer sus necesidades y deseos; respuestas que recogen su experiencia, su imaginación.
Sin las leyes de justicia no hay sociedad; pero no eran antes que la vida social: esta se fue constituyendo con aquellas, y aquellas se fueron fijando apoyadas en las formas más primitivas de éstas. Sin Gobierno no hay orden político; pero no hay Gobierno, fuera del orden político. Igualmente aquí uno y otro se desarrollan lentamente en formas sucesivas, con estrecha interdeterminación.
Hay una gran coherencia en la reflexión de Hume. Su razonamiento implícito parece ser: si el deber moral fundamenta la obediencia política, entonces, a) O dicho fundamento se entiende como determinación de nuestra conciencia, y en tal caso de qué sirve el Gobierno ?, o b) ese fundamento es, como todo deber moral, frágil y a menudo estéril, y entonces, cómo considerarlo fundamento ? Hume es en esto muy clásico: cree que, obligando a obedecer por la fuerza, se educa el carácter y se acaba amando la obediencia. El Gobierno aparece ante la insuficiencia de la obligación moral: expresa su carencia. La política refleja la indigencia de la moral.
La teoría de la naturaleza humana y su método son distintos del liberalismo. Para el liberalismo el principio fundamental es el individuo libre que, como tal, puede comprometerse, pactar, optar... La libertad de sus compromisos fundan la moralidad del cumplimiento de las promesas y la propiedad de su persona funda su derecho de propiedad sobre el producto de su trabajo... Para Hume ese individuo es un ser natural que evoluciona, que se autodetermina, que siempre piensa y actúa en el seno de la determinación natural. Desde aquí el cumplimiento de las promesas, el respeto de la propiedad o la instauración y obediencia al gobierno son otros tantos mecanismos, de igual rango, de los que se dota por interés. Y en la medida en que satisfacen ese interés y se generaliza esta experiencia se convierten en normas universales que son vividas como buenas.
Dice Hume que, aunque no existieran en el mundo las promesas, el gobierno seguiría siendo necesario " en toda sociedad numerosa y civilizada"; aunque estuviera ausente el sentimiento moral, el deber de cumplir las leyes de justicia, existiría el hábito y la norma de obedecer al Gobierno. En el fondo implica que en los órdenes políticos cuyo origen no es el contrato -y, por tanto, no ha habido promesa-, no por eso la obligación de obediencia se relaja. Sigue teniendo el mismo fundamento: el interés. Y aunque, quien lo duda!, sea más hermoso creer que obedecemos libremente, no es desesperante el mensaje humeano de que obedecemos obligatoriamente, dado que la necesidad la pone nuestra utilidad.
lunes, 18 de agosto de 2008
"HUME: LA OBEDIENCIA UTIL" por J. M. Bermudo
Etiquetas:
ESTADIO ACTUAL,
FILOSOFÍA,
OTREDAD
Publicado por DARÍO YANCÁN en 4:25
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario