domingo, 4 de mayo de 2008

"ENTREVISTA A CLAUDE LÉVI-STRAUSS" por Octavi Marti



"El esfuerzo humano por los descubrimientos está abocado al fracaso"


Claude Lévi-Strauss (Bruselas, 1908) no sólo es la principal figura en el mundo de la etnología a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, sino también un extraordinario escritor y un filósofo de primera magnitud, padre de la escuela estructuralista. Hoy, Lévi-Strauss tiene 97 años. Privilegio de la edad, puede decir y hacer respetar su angustia ante las concentraciones humanas. Se presta de buen grado a la entrevista, un ejercicio en el que se muestra brillante y preciso, apenas un poco impaciente ante la necesidad de tener que precisar por enésima vez lo que, de ser lectores atentos de su obra, ya debiéramos haber comprendido hace mucho tiempo.


"Lo que llamamos nuestra civilización es el fruto de aportaciones que vienen de otras latitudes"

PREGUNTA. Cuando usted estudiaba, el eurocentrismo impregnaba todos los discursos. Hoy el multiculturalismo y el constante elogio del mestizaje cultural son dominantes. ¿Qué impresión le produce esta evolución a alguien que se ha interesado por probar la unidad del género humano a partir del análisis de sociedades como la de los bororos o los caduceos?

RESPUESTA. Lo que llamamos pensamiento europeo, nuestra civilización, es el fruto de aportaciones que vienen de otras latitudes, que son el resultado del contacto entre los distintos pueblos y culturas del continente pero también de nuestros viajes. Europa siempre ha sido un continente mestizo, por emplear el mismo término. La gran diferencia que hemos visto en el siglo XX es la aceleración de la comunicación. Viajamos más deprisa, lo que antes necesitaba semanas o meses de barco ahora se recorre en unas pocas horas, pero también es cierto que antes salías de un puerto comercial de una vieja ciudad muy activa para llegar a otro de un mundo en construcción, mientras que ahora despegas de un aeropuerto y aterrizas en otro casi idéntico. El mestizaje, la fusión, necesita tiempo, madurar, pero la extraordinaria aceleración del siglo XX no deja tiempo para asimilar las influencias del otro.

P. ¿El famoso mestizaje se hace siempre en detrimento del más débil o, por decirlo de otra manera, es una ideología que encubre otra forma de colonialismo?

R. Es usted quien lo dice, pero no voy a desmentirle.

P. Usted ha estudiado algunas de esas civilizaciones llamadas "salvajes". Lo ha hecho sin querer interferir en su desarrollo. ¿Qué piensa de iniciativas que transforman en "patrimonio cultural de la humanidad" una medina insalubre para satisfacer el ansia de exotismo de los occidentales?

R. No tengo respuesta ante ello. Su pregunta pone el dedo en una contradicción fundamental. No todo lo que se inscribe en el largo inventario del "patrimonio de la humanidad" se hace por razones puras. La preocupación por los ingresos derivados del flujo turístico juega un gran papel en el comportamiento de los Estados.

P. La perspectiva de dar cursos de filosofía, cada año el mismo programa, le incitó hace 70 años a irse a São Paulo para dar clases de unas materias de las que no tenía experiencia como la sociología y la etnología. ¿Qué clases daba?

R. Fui allí a partir de una sugerencia de Paul Nizan. La etnología aún no tenía caladero propio y pescaba en aguas consideradas afines, como era la filosofía. En sociología había leído los trabajos de la escuela de sociología urbana de Chicago que tenían como idea fundamental el tratar la ciudad como un objeto complejo cuyo crecimiento respondía a leyes reconocibles, lo que yo llamo invariables. De São Paulo se decía entonces que era una ciudad peligrosa porque podían darte cita en una esquina que no existía cuando tú llegabas, pero que ya estaba edificada cuando acudía la persona que te había citado. Era la posibilidad de ver crecer una ciudad ante mis ojos, de asistir en cuestión de pocos años, meses y semanas a ese proceso que en Europa había llevado años. En 1935 había una compañía inglesa de ferrocarril que estaba tendiendo una línea nueva en el Estado de Paraná y creaba una ciudad nueva cada 25 o 30 kilómetros. La primera tenía entonces unos 2.000 habitantes y hace poco me invitaron a su cincuentenario y tiene un millón. La segunda ciudad tenía unos pocos centenares de habitantes, la tercera tres decenas y la que entonces era la última del trazado, un solo habitante, un francés que buscaba la aventura. Hice un esbozo de cómo era previsible que fueran a crecer.

P. ¿Y con los alumnos?

R. Les propuse que hicieran monografías sobre su calle, sobre su barrio, que estudiasen todas esas transformaciones...

P. Su primer viaje hacia el interior, su encuentro con los bororos, es el fruto de una expedición en tiempo de vacaciones.

R. Sí. Para un etnólogo con mejor formación que la mía toparse con los bororos era toparse con el paraíso. Se trataba de una sociedad cuya cultura material estaba intacta, en la que seguía existiendo un arte de la pluma extraordinario, tal y como puede verse en la actual exposición del Grand Palais, de París, una sociedad con una organización social compleja y rica, bien distinta de la que descubrí en los nambikwara.

P. ¿En qué momento está usted en situación de sacar conclusiones de esas expediciones?

R. Lo que de verdad era o podía ser la etnología lo aprendí más tarde, a principios de la década de los cuarenta, en la Biblioteca Pública de Nueva York, después de haber escapado de la Francia de Petain. Ahí, leyendo, completé mi formación de etnólogo. Entremedio ya había conocido a Marcel Mauss y le había hablado de la organización exogámica entre los bororos. Sabe, Mauss, tras una rápida estimación, le había dicho a otro investigador que regresaba de pasar 18 meses en África que, con ese tiempo de experiencia de terreno, tenía material suficiente para 30 años de trabajo de investigación. Sin la guerra y la ocupación alemana mi destino hubiera podido ser otro. En realidad, tras el armisticio, yo quería volver a Brasil pero no me dieron visado.

P. En una entrevista concedida hace un par de años a Marcel Hénaff, usted medio bromeaba diciendo que había descubierto el estructuralismo antes de aprender a leer.

R. Sí, pero no pretendo pavonearme de mi precocidad sino tan sólo dejar constancia de que ya de muy pequeño mi espíritu funcionaba de cierta manera. Es mi madre la que contaba que me había dado cuenta yendo al boulanger (panadero) y al boucher (carnicero) que las primeras letras debían significar bou puesto que eran las mismas para las dos palabras. Más seriamente, el secreto del estructuralismo creo haberlo intuido mientras estaba en el frente, en la línea Maginot, como oficial de enlace que esperaba servir de intérprete a las tropas británicas. Allí, mientras esperábamos una batalla que no comenzaba, pude observar con detalle cómo, detrás del aparente azar de la belleza ondeante de un campo lleno de flores, estaba una organización estricta de cada una de ellas. Luego, en Nueva York, el encuentro con Roman Jakobson fue definitivo.

P. Jakobson era ya un lingüista mundialmente reconocido...

R. ¡Jakobson era un tipo genial! Me impresionó en un doble aspecto: por su extraordinaria capacidad intelectual, hablaba varias decenas de idiomas, y por su formidable resistencia física. Era capaz de pasarse horas y horas discutiendo y razonando, con una claridad extrema. Y esa claridad no la empañaba el hecho de beber alcohol, que podía ingerir en cantidades importantes.

P. La diferencia entre fonología y fonética, las consideraciones sobre la doble articulación...

R. El encuentro con Jakobson me reveló que era estructuralista sin saberlo. Lo que hasta entonces era una intuición confusa y desorganizada, coaguló, se transformó en doctrina. Cuando se estudia una sociedad se comienza por inventariar las diferencias porque los puntos comunes, al menos en un primer momento, pueden ser superficiales, quedarse en la epidermis del fenómeno. Luego, a un nivel más profundo, aparecen lo que yo llamo invariables...

P. ... el tabú del incesto...

R. Sí, pero lo interesante es que esa obligación exogámica, de buscar pareja fuera del círculo familiar más estrecho, puede tener muchas formas distintas. En el Egipto antiguo se aceptaba el matrimonio entre primos; en otras civilizaciones, en caso de muerte de la esposa es obligado casarse con la hermana; en otras, la regla establece otros grados de parentesco. La invariable, la regla, está en la obligación constante de tener que buscar pareja en otra familia y así constituir sociedad. Si las culturas difieren es porque, dentro de la regla, caben muchas variables. En la naturaleza existen leyes que pueden ser universales y constantes, y si encontramos en la cultura reglas que puedan tener ese mismo carácter universal que las leyes, entonces podemos comprender mejor el paso de la naturaleza a la cultura. Ése es el interés de la prohibición del incesto.

P. Alguna vez ha responsabilizado a la revuelta de mayo de 1968 de la pérdida de prestigio universitario del estructuralismo.

R. No es exacto. Entonces yo era director de un laboratorio de antropología social y algunos profesores y estudiantes consideraron que tenían que sumarse al movimiento de protesta. Yo me limité a irme a mi casa. Pasado el vendaval, me llamaron para que volviese. Les dije que no tenía gasolina y se las arreglaron para suministrármela. Me pareció una caricatura de revolución pero el entusiasmo y respeto que existía por el estructuralismo salió tocado de Mayo del 68.

P. Hubo muchas acusaciones contra esa corriente...

R. Hubo mala fe e incomprensión. El problema de las ciencias humanas, lo que hace que no sean verdaderas ciencias, es la pretensión de que existe un nivel de observación que es mejor que los demás cuando en las ciencias que llamamos "duras" la física experimental no excluye la física teórica y la teórica no elimina la biología como ésta no anula la química: son niveles distintos entre los que uno puede escoger para desarrollar una investigación. En las ciencias humanas no faltan quienes te digan que el único nivel adecuado es el suyo y que todo otro enfoque es erróneo.

P. Al estructuralismo...

R. ... se le reprochó ser antihumanista y eso es parcialmente cierto. Nos han atacado desde dos ángulos, uno epistemológico y el otro moral. Sobre el primero se nos criticaba el no adoptar el punto de vista del filósofo que se libra de una introspección sobre la propia persona, es decir, no adoptar el punto de vista del sujeto, pero esa opción a mí me parece legítima porque se tiene derecho a escoger la distancia que más conviene a cada problema o investigación. A simple vista, por ejemplo, una gota de agua es sólo eso, pero el microscopio puede descubrirnos los organismos que habitan en ella. Nosotros hemos escogido un nivel de ampliación que borra la noción de sujeto, que la disuelve, y estudiamos los mecanismos que funcionan en el interior del pensamiento. Respecto al reproche o crítica desde una perspectiva moral es imposible para un etnólogo no tomar en consideración la destrucción sistemática y monstruosa que los occidentales hemos hecho de las culturas distintas de la nuestra desde, como mínimo, 1492. No es posible separar o aislar esa condena de la destrucción de la sociedad humana de la destrucción de la que hoy son víctimas especies animales y vegetales, y todo eso en nombre de un humanismo que situó al hombre como rey y señor del mundo. La definición que el humanismo clásico hace del hombre es muy estrecha, lo presenta como un ser pensante en vez de tratarlo como un ser viviente y el resultado es que la frontera donde se acaba la humanidad está demasiado cerca del propio hombre, que así ha sido objeto de mil ataques por parte de sus congéneres.

P. En varias oportunidades se ha declarado más y más afín al escepticismo.

R. El escepticismo llega con la edad. El espectáculo que ofrece la ciencia contemporánea invita a ello. Durante el siglo XX esa ciencia ha progresado mucho más que en todos los siglos anteriores, una aceleración enorme en la producción de conocimientos y, al mismo tiempo, ese progreso vertiginoso nos abre abismos cada vez más insondables, cada descubrimiento nos plantea 10 enigmas, de manera que el esfuerzo humano está abocado al fracaso. Pero está bien que sea así.

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