1. Panes y pasteles
Suele narrarse una ilustrativa anécdota a propósito de los orígenes de la Revolución Francesa. Se dice que algunos asesores de Luis XVI le informaron del creciente descontento del pueblo y de la conveniencia de sosegarlo. Se dice que Luis XVI se preocupó, pero no mucho. De modo que los asesores decidieron también poner al tanto de la explosiva situación a María Antonieta, esposa de Luis XVI y –se decía, también-desmedidamente influyente en las decisiones de su marido, hombre algo distraído o taciturno, acaso triste. Se dice que se allegaron hasta ella y le informaron sin más, crudamente, que el pueblo se encontraba al borde de la insurgencia. Se dice que María Antonieta inquirió sobre las causas de semejante estado de disgusto con el poder real, es decir, básicamente con ella.
- ¿Qué quiere el pueblo? –se dice que preguntó.
- Pan- se dice que le dijeron.
Se dice que entonces ella incurrió en una rabieta histórica, en una ofensa que habría de desatar tumultos sin retorno, definitivos.
- ¿No tienen pan? Que coman pasteles.
Sería simple creer que éste es el detonante de la Revolución que hicieron los franceses en 1789, pero es sin duda un símbolo del excesivo desdén del poder real, de su soberbia, de su confianza en sí mismo, en su inalterabilidad, en su imperturbable devenir histórico. No era para menos. Los reyes a quienes la Revolución vino a incomodar -hasta el extremo de cortar sus cabezas- creían gobernar por derecho divino. Creían que el rey era el representante de Dios en la tierra, que gobernaba en su nombre y que ese poder, en consecuencia, era intocable. ¿Cómo habría de tocar los hombres un poder que había venido de Dios sin insultar a, precisamente, Dios? Así las cosas, el gran despertar del humanismo moderno radica en esta blasfemia. En la blasfemia de gritarles a los reyes:
Ustedes no tienen origen divino. No gobiernan por delegación de Dios. Los gobiernos deben ser ejercidos por los hombres y elegidos por los hombres.
¿Cómo se llegó a este despertar? La situación concreta de miseria social fue determinante, pero si sobre una situación de miseria no se monta una conciencia social, intelectual, un sistema de ideas o, digamos así, una ideología blasfema, negadora del orden instituido, nada habrá de pasar, por más extremo que el hambre sea. La respuesta de María Antonieta (el sarcasmo hiriente, desaforadamente ofensivo de recomendarles pasteles a los pobres ya que carecían de pan) no habría producido nada si no hubiera caído en medio de la siguiente situación coyuntural:
a) Los reyes no gobiernan por derecho divino.
b) La razón humana puede cambiar y mejorar la historia.
c) Todo cambio implica la superación de las desigualdades entre los hombres.
La conciencia social que leyó como intolerable la frase de María Antonieta había sido laboriosamente construida por los intelectuales de la Ilustración. Por los Enciclopedistas. Por hombres como D’Alambert, Rousseau, Voltaire.
Breve nota sobre Voltaire: Voltaire está en las ideas y en la pólvora de la Revolución. El imponente Leopold Mozart, el padre de Wolfgang, lo odiaba por saberlo un enemigo del poder real, ese poder ante el que Leopold exhibía a su hijo como un fenómeno circense que producía jugosas ganancias. De Voltaire había dicho: “El sin Dios Voltaire”. Gran definición. Voltaire, padre del humanismo, era, en efecto, un hombre sin Dios. No creía en ese Dios que convalidaba el poder de los reyes. No creía en el Dios de Leibniz, quien había abusivamente dicho que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, ya que Dios, allá, en los orígenes, puesto a crear mundos, había creado, generosamente, el mejor, que era éste, el nuestro. Si existe, en cambio, algo que define a un filósofo que impulsa una revolución, un despertar ideológico, es decir que no, que éste no es el mejor de los mundos posibles, que hay otros mejores. Voltaire lo había hecho de un modo brillante y popular en una breve novela que tituló Cándido o el optimismo. De este modo, ante las desdichas de la realidad, Cándido osaba preguntar:
¡Ah! ¿Dónde estás tú, el mejor de los mundos posibles?
La pregunta es blasfema, ya que implica decir que éste no es el mejor de los mundos posibles: si lo fuera, no preguntaríamos dónde está, estaríamos en él, tal como nos lo dicen los ideólogos del poder. (Que siempre dirán, de una y mil maneras, distintas, eso). Por no ignorar esto, Voltaire introduce un personaje que se ha hecho inmortal. Es un filósofo a quine llama doctor Pangloss. Colorido personaje destinado a justificar todas las calamidades y a pedir unánime resignación ante ellas. Un optimista irredimible. Pero un optimista entregado a optimizar lo establecido. Un enemigo de todo despertar. Un opiómano.
Justificando desdichas injustificables, dice Pangloss:
Todo eso era indispensable; de las desventuras particulares nace el bien general; de modo que cuanto más abundan las desdichas particulares más se difunde el bien.
No obstante, Cándido, sumido en incontables infortunios, dice:
Si éste es el mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros? (Esta frase tan actual de Voltaire no la inventé ni la modifiqué. Se ubica sencillamente en la p. 63 de Cándido y otros cuentos, Alianza).
Por fin, Cándido y Pangloss se encuentran con un derviche. Cándido dice:
Pero mi reverendo padre, el mal está enseñoreado de la tierra.
El derviche responde:
¿Qué importa que haya bien o mal? Cuando su Alteza envía un buque a Egipto, ¿le importa saber si los ratones que hay en el buque están bien o mal?
¿Qué hacer pues? -pregunta Pangloss.
Y el derviche entrega la respuesta que niega, por esencia, todo despertar ideológico, toda rebeldía. Dice:
- Callar.
2. Entre el silencio y la rebeldía
El hombre es negación, es nihilización del ser, de lo fáctico, de lo que es y se presenta como verdadero, justo y bueno por el solo hecho de ser. Todo despertar es negación. Negamos nuestro estado anterior. Ya no dormimos. Ni dormimos ni nos atonta la soñolencia. Dormir es aceptar. Aceptar es someterse. Todo despertar es negación del estado de sometimiento. Acaso estén latiendo en estas frases algunas ideas tempranas de Sartre. De acuerdo.
¿Qué le hubiera dicho Sartre al derviche volteriano?
- No pienso callarme -le habría dicho-.
Callar es aceptar.
Aceptar es rendirse antes las cosas como son.
Es negar lo propio del hombre, que es decir no.
La propuesta del derviche ha tenido ecos suntuosos en la filosofía. Wittgenstein, que es lo otro de Sartre, ha escrito en su célebre y celebrado Tractatus lógico-philosophicus: “El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural -o sea, algo que nada tiene que ver con la filosofía-, y, entonces, cuantas veces alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no había dado significado a ciertos signos. Este método le resultaría insatisfactorio -no tendría el sentimiento de que le enseñábamos filosofía-, pero sería el único estrictamente correcto” (Alianza, p. 183). Y aquí Wittgenstein, concluyendo el Tractatus, dice la frase más conformista de la filosofía. Dice lo que decía el derviche cuando aconsejaba callar acerca de las calamidades del mundo.
De lo que no se puede hablar hay que callar- dice.
Si el método correcto de la filosofía es “no decir más que lo que se puede decir” y si lo que se puede decir son “proposiciones de ciencia natural”, estamos condenados al silencio. Ocurre que el hambre, el dolor, la injusticia, la muerte, la violencia, el sometimiento, no son “proposiciones de la ciencia natural”, sino realidades del mundo en que los hombres, complejamente, están. Sobre ellas dice su palabra el hombre de la rebelión. Cuya condición de posibilidad es negar el silencio, no dormir el sueño de los tontos y los sometidos. Despertar.
Porque es cierto que es imposible demostrar que está mal que unos hombres opriman a otros. Que está mal que unos tengan todo y otros poco o nada. Que está mal que los hombres sufran o pasen hambre. La lógica nada tiene que ver con proposiciones que se dirimen en el campo de la ética y aun de la metafísica. (Si yo digo que Dios no ha otorgado poderes a los reyes estoy en plena metafísica, ya que estoy refutando otra proposición metafísica, la contraria: que los reyes gobiernan por derecho divino). Pero aquí es donde el hombre de la rebelión advierte que la lógica no le sirve para despertar. Porque todo despertar ideológico es un acto de la imaginación. Tengo que imaginar algo distinto a esto para decidir que esto es intolerable. De aquí que los revolucionarios del Mayo francés sintieran que existía una sola forma de ser realistas. Pedir lo imposible. Es decir, lo indemostrable.
3. El despertar es un fantasma temible
El despertar de Mayo del 68 fue pródigo en consignas, se desbordó en graffitis. Todos –o, al menos, los más inteligentes, lúcidos- explicitaban una filosofía de la negación, una filosofía de la conciencia.
Por ejemplo:
No puede haber revolución más que donde hay conciencia.
La obediencia empieza por la conciencia y la conciencia por la desobediencia.
El segundo graffiti –sugiero- dice lo siguiente: hay que someter a la conciencia para imponer la sumisión. Ahí donde la conciencia es adormecida se torna imposible el despertar ideológico. Pero la condición de posibilidad de la conciencia es la desobediencia. La conciencia es conciencia cuando dice que no. Cuando desobedece al derviche y a Wittgenstein: cuando no calla. No callar es desobedecer. Cuando uno desobedece el mensaje omnipresente y ensordecedor del poder, accede a la conciencia. Y aquí nos volvemos sobre el primer graffiti: no puede haber más revolución más que donde hay conciencia. Así, la conciencia –como la facultad de des-obedecer, de negar lo establecido- es siempre el fundamento del acto revolucionario, que aquí, cautelosamente, entenderemos como la visualización de otro estado de cosas, como la posibilidad de un futuro que niega un presente que se ha vuelto intolerable. (Todos sabemos, a esta altura de los tiempos, que las revoluciones suelen implantar nuevas situaciones intolerables, nuevos estados de opresión e injusticia. No importa. Lo que importa es afirmar la posibilidad constante del despertar ideológico. También es despertar oponerse a un régimen que fue un despertar y se ha traicionado como tal. Acaso le sea esencial a la historia despertar y oscurecerse para ir en busca de un nuevo despertar.)
El despertar es siempre amenazante para el poder, para lo establecido. Si despertar es desobedecer, todo régimen de obediencia –y los regímenes se instauran para ser obedecidos- buscará impedir la conquista de la vigilia. Para el poder, el despertar es un fantasma, ya que es, siempre, el fantasma de las viejas rebeliones, que vienen desde el fondo de la historia y testimonian por la dignidad del Hombre. Si –como propone Hannah Arendt- el conflicto central de la historia humana es el de la lucha de la libertad contra la tiranía, la libertad es siempre la vigilia, la lucidez, la conciencia, el despertar, la asunción, hoy, de una lucha de siglos contra el embrutecimiento, contra el silencio, contra la siesta triste y sofocante de los sometidos al poder. Así, para los reyes de ayer y de hoy, el despertar es un fantasma temible porque hace suyas todas las luchas, todas las rebeliones, porque viene para reactualizarlas.
La noción de fantasma es clásica en la literatura política porque con ella inicia Marx el Manifiesto del Partido Comunista, que publica en Londres en febrero de 1848. Resulta notable ver cómo Marx describe el temor de la vieja sociedad ante un despertar que la atemoriza, que recorre Europa y parece incontenible. Escribe: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”. Aquí aparece una relación de hierro: la contradicción entre la policía y los despertares. Al defender lo establecido, el orden imperante, la policía está contra todo despertar. Más aún: se puede ver que, en un régimen que surgió como despertar y se ha anulado en su busca de la libertad, el abandono de los sueños fundacionales se relaciona con la consolidación de un poder policial. En Los justos, dolorosamente, Camus escribe: “Se comienza por querer la justicia y se acaba organizando una policía” (Obras, tomo II, Alianza, p. 144). Un texto de Sartre muy significativamente se titula: El fantasma de Stalin. O sea, si el comunismo es el fantasma de la vieja Europa, Stalin es el fantasma perenne del comunismo, su posibilidad latente, su fracaso. Así, Stalin como concepto (Stalin como poder policial, como dogmatismo ideológico) es el fantasma temible de todo despertar. Porque la lucha por la libertad ha conducido, con dolorosa frecuencia, a instaurar otro rostro de la tiranía. Sin embargo, hay algo que late en esta proposición y debemos rechazar: la resignación. Aunque la libertad, una y mil veces, haya concluido por reinstalar la tiranía, su lucha jamás debe ser abandonada.
4. Hitler: el despertar de la tiranía
La palabra despertar fue intensamente utilizada por el nazismo. No es casual: el nazismo se presenta como una revolución y como una reparación, la del orgullo alemán. Hitler trabaja sobre resentimientos y frustraciones de los alemanes. ¿Cuál será el despertar? El del pueblo y el de la nación alemana. Un pueblo que despierta lo hace para constituir una nación. Una nación despierta que ha accedido a la vigilia de manos de un líder que la representa. De este modo, el pueblo y el líder, juntos, surgen para abrir el horizonte de la patria.
En resumen, el nacionalsocialismo –en manos de Hitler y su ministro de Propaganda, Goebbels- puede entenderse así:
El despertar como reparación: vengar las humillaciones de la Primera Guerra Mundial expresadas en el Tratado de Versailles.
El despertar como raza: sólo los arios serán los sujetos de la nueva vigilia.
El despertar como odio: el judío es el enemigo de la patria, despertar es aborrecerlo, despertar es expulsarlo. Son los culpables de la derrota de la nación, son quienes la han explotado, son parásitos. Un parásito vive de la savia sana del pueblo, lo debilita y, al debilitarlo, impide su despertar.
El despertar como guerra y conquista: una vez que la nación y el pueblo han despertado en busca de mil años de unidad y poder, deben imponer sus valores (los valores de su despertar) al resto del mundo. Deben someterlo para asegurarse que su despertar no ha sido en vano, que la patria no volverá a ser humillada como en el pasado Aquí se abre el espacio de la conquista. La conquista como sometimiento. La conquista lleva a la guerra y la guerra implica el desarrollo de la industria de armamentos. Así, el gran capitalismo alemán también “despierta”, pues por medio de Hitler, por medio del despertar nacional socialista, realiza sus mejores negocios: es despertar coincide con los intereses de la Krupp y, a la vez, los requiere. El despertar, entendido como guerra y como conquista, reclama el sofocamiento de otros pueblos, cuyos despertares (o, por decirlo así, sus ideologías, costumbres, hábitos) se diferencia del despertar nazi, siendo, por lo tanto, execrables y pasibles de extrema dominación. El nazismo despierta para esclavizar a los otros.
El despertar como exterminio: en el extremo más aberrante del despertar de la tiranía está, siempre, la exterminación de lo distinto. Digámoslo así: al final de la tiranía siempre está la muerte Dacha y Auschwitz son el símbolo de la meta final de los tiranos: matar a los otros. El judío –convertido por los nazis no sólo en lo otro, sino en la negación de la patria y en la culpa de todas sus dolencias del pasado- será el habitante de los territorios de la muerte.
5. Stalin y la muerte de los sueños
El despertar del comunismo soviético se postula para la igualdad de los hombres, para suprimir todas las injusticias, para pasar del estado de necesidad al estado de libertad, para abolir toda forma de explotación. ¿Por qué el despertar de octubre culmina en la pesadilla staliniana?
El peligro de toda revolución es instituir otro rostro de la injusticia, es degenerar en su contrario. Es cierta que ésta es la dialéctica de la vida: lo que nace, nace para negarse , para devenir su contrario, morir y recuperarse en una nueva forma, acaso superior. Esto es muy hegeliano y el marxismo lo es. Sin embargo, la síntesis final con que soñaba Marx no implicaba la pesadilla stalinista. Pero la contenía. Hay un espléndido libro de Maurice Merleau-Ponty que se llama Humanismo y terror. Está escrito cuando las certezas de las atrocidades stalinistas eran tempranas y apenas comenzaba a pensar sobre ellas. Merleau-Ponty escribe: “La tarea esencial del marxismo será pues buscar una violencia que se supere en el sentido del porvenir humano”. O sea, hay una violencia que se justifica y es la que puede superarse a sí misma y llevar a los hombres a su humanización, a construir una sociedad más justa. Desde Robespierre y Saint-Just hasta, digamos, Ernesto Guevara, todo revolucionario ha incurrido en una justificación de la violencia si esta violencia se pone al servicio de la libertad de los hombres. Pero la violencia del marxismo le añade algo a la violencia jacobina: el proletariado. “Marx –escribe Merlau-Ponty- cree haberla encontrado en la violencia proletaria, es decir, en el poder de esta clase de hombres que (...) son capaces de reconocerse los unos a los otros más allá de todas sus particularidades y crear una humanidad. La astucia, la mentira, la sangre derramada, la dictadura, se justifican si hacen posible el poder del proletariado, y en esa medida solamente”. Stalin es el símbolo de este fracaso. La dictadura no hace posible el poder del proletariado –es decir, de la mayoría desposeída-, sino el poder de los dictadores. La dialéctica entre dictadura y libertad nunca fue superada por la teoría política marxista y su irresolución es parte de las desdichas del siglo XX.
La dictadura no es el camino a la libertad. La tiranía no se supera con tiranía. La dictadura surge para consolidarse a sí misma. Cierra los caminos, no los abre. La ideología se torna dogma. La organización de masas se torna burocracia. El liderazgo se torna jefatura, se transforma en culto a la personalidad. Asistimos, así, al impecable y trágico pasaje del despertar a la pesadilla. Se es lo que se quería ser. ¿Qué fue lo que posibilitó este pasaje? Interpretando textos políticos de Marx (y también de Engels), Merleau-Ponty, escribía que la astucia, la mentira, la sangre derramada y la dictadura se justificaban si contribuían a la liberación del proletariado. Pero no: no se justifican nunca. Hay aquí una reformulación de la dialéctica de medios y fines impuesta por las lecciones históricas del siglo XX. Un medio malo nunca conduce a un fin bueno. No es posible esclavizar a los hombres para liberarlos después.
Un texto de Friederich Engels, publicado en 1874, se ha convertido en un clásico teórico del autoritarismo. Engels discute con los socialistas antiautoritarios, quienes piden que –una vez triunfante la revolución social que todos anhelan- sea abolido el Estado.
Escribe Engels: “Los antiautoritarios exigen que el Estado político autoritario sea abolido de un plumazo, aun antes de haber sido destruidas las condiciones sociales que lo hicieron nacer. Exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad”. Y formula una pregunta decisiva: “¿No han visto nunca una revolución estos señores?”.
Cabe, aquí, preguntar qué es una revolución (lo que venimos llamando un despertar ideológico) y Engels tiene una respuesta: “Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el medio por el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por el terror que sus armas inspiran a los reaccionarios”. De aquí el formidable título del formidable libro de Merleau-Ponty, Humanismo y terror. El despertar se realiza para liberar a los hombres, para establecer entre ellos relaciones más humanas, para humanizar la historia. Pero el despertar –al utilizar al terror como medio- conduce al terror como fin.
6. El despertar del capitalismo de mercado y la historia como frustración
Montándose sobre el fracaso de los llamados socialismos reales (fracaso debido a una mala resolución de la dialéctica entre medios y fines), el neoliberalismo despierta jubilosamente a partir de la célebre y paradigmática caída del Muro de Berlín. Sin embargo, a esta altura de los tiempos, el panorama es desolador. El mercado no es para todos. Ha despertado para pocos. Es una ideología restrictiva. Un sueño de la exclusión y el desamparo. La libertad es sólo la libertad del capital financiero. Un capital que planea por sobre las naciones –cuya desaparición, que implica la desaparición del Estado-nación, del Estado de Bienestar y de las identidades nacionales- festeja como un signo de progreso.
El tema que la historia nos plantea en este momento es el del fracaso. Todo despertar parece haber surgido para instaurar una forma del fracaso. De este modo, el fracaso pareciera ser el ser de la historia. La Revolución Francesa llevó al terror jacobino y a Napoleón. La Revolución Rusa llevó a Stalin y al Gulag. La sociedad de mercado lleva a la extrema pobreza, a la exclusión y la marginalidad de la mayoría de la población mundial.
Seré, aquí, si se me permite, un poco anecdótico y autorreferencial. Casi al comienzo del último año de la dictadura argentina (cuya pesadilla se había cobrado treinta mil vidas) publiqué una nota en la revista Superhumor (que no era una revista de humor, o no sólo eso, sino un mensuario político que enfrentaba al declinante pero siempre temible terror militar) y esa nota hablaba de un tema insoslayable en esos días, el del escepticismo. Muchos pensaban que el terror retrocedía, que acaso se fuera, pero que inexorablemente –de una forma u otra- habría de volver. Porque el ser de la historia era el fracaso. Un par de años después recogí esa nota en un libro y al libro le puse su título: El mito del eterno fracaso. Recordemos los tiempos: comenzaba nuestra democracia, había que luchar contra los profetas del fracaso. Empezaba el “despertar democrático” en la Argentina.
Cito: “Estos largos años de desdichas argentinas han engendrado a un personaje casi previsible: el escéptico. Al modo de los sofistas presocráticos, también él se considera un maestro de la sabiduría, y no es infrecuente que lo proclame. Se las sabe todas –dice- y ya nada ni nadie conseguirá su adhesión, y menos aún su entusiasmo.
Ante un auditorio absorto y seducido –ya que nada seduce tanto como el fracaso, pues nos libera de culpas, responsabilidades y esfuerzos-, expone una concepción cíclica de la historia en la que cada fracaso es consecuencia de uno anterior y prefigura el que vendrá”. Cito este texto porque es, precisamente, de mayo de 1983, cuando el despertar de la democracia comenzaba a dibujarse en el horizonte.
Hoy, ese escéptico de 1983, dirá:
El terror volvió. Yo lo dije. Dije que habría de volver de una forma u otra. Volvió de otra, pero volvió. A no es el terror de la espada militar. Pero es el terror del hambre, de la exclusión, de la desocupación, de la inseguridad, de la violencia delictiva. ¿O no es este terror el terror de hoy?
El escéptico insistirá:
El ser de la historia es el fracaso. Así como el terror militar expresó el fracaso de las luchas sociales y revolucionarias de la década del setenta, el terror de hoy expresa el fracaso de la democracia.
Vuelvo al lejano texto de 1983. Se encrespaba hacia el final. Era duro con los escépticos y los profetas del fracaso porque apostaba a la esperanza (una esperanza que esa alborada de la democracia argentina tornaba posible y necesaria) y decía: “Aquí, si queremos, para fracasados servimos todos. Los jóvenes, los viejos, los que se quedaron y los que se fueron. Los jóvenes porque son jóvenes, porque se criaron bajo el Proceso, despolitizados, desmovilizados, contando con el rock como módica expresión de identidad. Los viejos porque son viejos y entonces, claro, ya nada pueden. Los que se quedaron porque el miedo los paralizó. Los que se fueron porque perdieron el país. Todos, es cierto, fracasamos. Pero, sin duda, hubo muchos que fracasaron más: los que murieron. Será por ellos, entonces, y también por nosotros, que habrá que seguir. Que habrá que creer. Que habrá que edificar, por ejemplo, una sociedad donde todas y cada una de esas muertes sean imposibles” (El mito del eterno fracaso, Legasa, p.112).
La pregunta es: ¿la hemos creado? ¿Hemos creado una sociedad que respeta la vida, una sociedad cuya estructura se organiza para impedir la frustración y la muerte? Llevamos dieciséis años de democracia. Si la respuesta es negativa, la cuestión es grave. Porque todo despertar ideológico nace para morir alguna vez, pero no necesariamente para transformarse en su contracara, en su pesadilla. Sino para que otro despertar lo reemplace. Si nuestros días presentes transcurren en la modalidad de la tristeza, es porque sentimos que ese reemplazo –que no es imposible, ya que no hay leyes ni condenas en la historia-, hoy, todavía, se ve lejos.
Nota al pie:
Acaso luego de los sucesos populares de diciembre del 2001 y del verano del 2002 muchos vean cercano ese despertar o crean que ya se ha producido. Es posible. Las cosas que viven ocurriendo en nuestro país se parecen mucho a un “despertar”. Del modo que sea, hay que seguir trabajando fuertemente porque “despertar”, en la historia como en la vida, es despertar todos los días. Volveremos sorbe estos temas en las Conclusiones.
jueves, 8 de mayo de 2008
"Despertares ideológicos" por José Pablo Feinmann
Publicado por DARÍO YANCÁN en 1:43
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