miércoles, 6 de febrero de 2008

“La democracia es el poder de CUALQUIERA. Entrevista con Jacques Rancière" por Agencia de Noticias Alternativas de ANMCLA.



Con tan sólo 25 años, Jacques Rancière interviene en el célebre seminario dirigido por Louis Althusser, Para leer El Capital, que se convierte luego en el libro del mismo nombre. La ola de Mayo del 68 le lleva luego lejos de su primer maestro, pero no le deja finalmente varado en ninguna playa de conformismo o arrepentimiento como a tantos otros. Por el contrario, su obra tiene hoy gran relevancia pública porque devuelve al concepto de democracia su potencia de escándalo: Ranciére rompe la alternativa dominante entre el poder de las oligarquías políticas y económicas o el de los ancestros y las etnias, definiendo la democracia como el poder de cualquiera. Esta entrevista fue realizada en Sevilla, donde Rancière fue invitado por la revista Archipiélago y por UNIA arteypensamiento al encuentro sobre “Nueva derecha: ideas y medios para la contrarrevolución”(1).



¿Qué relevancia considera que han tenido en su obra y en su pensamiento su relación y su posterior ruptura con Louis Althusser?



Mi relación con Althusser tiene que ver con la circunstancia de que yo era alumno de la École Normale Supérieure, en la que él era profesor. En aquel tiempo yo era al mismo tiempo un joven filósofo, un joven militante comunista, de ahí que fuera reclutado para ese seminario sobre El Capital. Por otra parte, yo había hecho con anterioridad un trabajo sobre el joven Marx. En aquella época, por supuesto, estaba muy atraído por el pensamiento de Althusser. Después de aquello, llegó mayo de 1968, que puso de manifiesto que toda la lógica althusseriana, la oposición que establecía entre ciencia e ideología, la dirección de la clase obrera y de su Partido: todo aquello se reveló en efecto en mayo de 1968 como un discurso de orden, y en particular, después de mayo de 1968, cuando no se sabía cuál sería la secuencia de los acontecimientos (con la creación de la universidad de París VIII, en la que participé), el althusserismo se había convertido claramente en una filosofía del orden: había que hacer caso a la ciencia; había que callarse y esperar a que la ciencia determinara las condiciones objetivas de la transformación del Partido, de la revolución, etc. La ruptura con Althusser no fue una ruptura personal, nunca llegué a mantener una relación personal estrecha con él, y además fue compartida por un conjunto de personas que habían sido alumnos suyos, que quisieron conocer su pensamiento y percibieron la total oposición del mismo a todo lo nuevo y potente del movimiento de mayo de 1968. Después escribí un libro contra Althusser [La lección de Althusser, 1974], no porque tuviera que ajustar cuentas con él, sino porque en aquel momento se asistía a un intento de hacer como si no hubiera pasado nada. Después de aquello –hace más de treinta años que escribí aquel libro–, todo el resto de mi trabajo ha sido completamente independiente tanto del pensamiento de Althusser como de aquella ruptura con Althusser.


Después de la ruptura con Althusser, usted da comienzo a una búsqueda de los momentos en los que ha habido «política», una búsqueda que le lleva, por un lado, a Grecia, y al periodo de la creación del movimiento obrero, del proletariado. ¿Por qué estos momentos permiten pensar lo político?


Se trata de dos cuestiones diferentes. La cosa no sucedió exactamente de esa manera. He comenzado trabajando durante mucho tiempo sobre la historia obrera –después del althusserismo, después de mayo de 1968, después del desplome de las esperanzas que suscitara mayo de 1968–, para tratar de comprender lo que había ocurrido en realidad, cuáles habían sido los verdaderos motores del movimiento de la emancipación obrera. En efecto, esto me condujo a un distanciamiento considerable respecto a la tradición marxista y a sus problemas de transformación del modo de producción, que acarrearía una transformación de la conciencia obrera, y de esta suerte a un distanciamiento aún mayor respecto a los temas de la toma de conciencia objetiva y de la necesidad económica. En aquel trabajo estaba particularmente interesado en todo aquello que en la emancipación obrera se presentaba ante todo como una voluntad de cambiar la vida. En mayo de 1968, por así decirlo, contraponíamos a duras penas las consignas estudiantiles, del tipo «cambiar la vida», a la historia de las reivindicaciones de la clase obrera. Trabajando sobre el nacimiento de la emancipación obrera, me di cuenta de que, en el fondo, para ellos lo esencial era cambiar la vida, es decir, que lo esencial no era la afirmación de un pensamiento, de una cultura obrera propios, sino en el fondo la voluntad de ser partícipes de un mundo común, dotado en cierto modo del mismo lenguaje, de la misma mirada, del mismo pensamiento que los demás. Más tarde esto me condujo a reformular la política con arreglo a lo que he denominado el «reparto de lo sensible», es decir, de la idea de que la política no consiste ante todo en las constituciones, las leyes, los modos de gobierno, sino que la política es ante todo la constitución de una especie de mundo común que es además un mundo de la capacidad común. En este sentido, pensé la emancipación obrera como un movimiento político, pero un movimiento político entendido ante todo como la voluntad de transformar los datos elementales que hacen posible un mundo político común. Grecia llegó más tarde, de una manera más indirecta, por así decirlo. No buscaba los orígenes de la política: emprendí aquel trabajo porque en la década de 1980 podemos decir que la doxa dominante marxista había dejado paso a una nueva doxa que decía precisamente: «es hora de volver a la política», y ello en el contexto de un descenso de los movimientos sociales, del reflujo en cierto modo general de los movimientos de emancipación. Ese «retorno a la política» pasaba por Hannah Arendt, Leo Strauss, y por la consigna de una vuelta a los clásicos griegos, a la concepción clásica del bien común, a una política basada en la posesión común del lenguaje, y cosas por el estilo. En este periodo trabajé sobre Grecia para mostrar cómo la división estaba ya constituida en aquel momento inicial: no he llevado a cabo una investigación arqueológica para demostrar cómo la política comenzó en Grecia, sino más bien una investigación que podríamos llamar polémica para contraponer otra Grecia a la Grecia preconizada bajo los auspicios de Platón, Aristóteles, Leo Strauss, Hannah Arendt, y que al fin y al cabo conducía esencialmente a una aprobación del consenso dominante, diciendo: «Hay que restaurar la política; la política es una cuestión seria, una cuestión de partidos, de gobierno». Precisamente en aquel periodo se contraponía airadamente la política a lo social, la política como mundo de la acción colectiva libre y lo social como mundo de la necesidad económica miserable: en ese contexto volví, por así decirlo, al estudio de textos como los de Aristóteles. En ellos, en sus definiciones aparentemente más sencillas, como la definición del ser humano como un animal político, porque está dotado de lenguaje, encontramos ya una división, puesto que el problema consiste en saber quién hable, cuáles son las voces percibidas como lenguaje, como argumentación, como logos, y, por el contrario, cuáles son las voces que son percibidas como un mero vociferar.


Otro concepto importante en su obra, que se presenta como lo opuesto a la política, es el concepto de «policía», o de la «lógica de policía». ¿Cómo se inscribe o se encarna este concepto a la luz de la historia de la filosofía política?


Con este concepto he intentado pensar a partir del hecho de que no podemos fundar política alguna en una especie de disposición a la misma. Mi idea es que lo que llamamos política es siempre, en realidad, el producto de una suplementación, de una división. Hay dos maneras de pensar la estructuración de las colectividades humanas: o bien se la piensa como una totalidad compuesta de partes, con funciones y lugares que corresponden a esas funciones, con modos de ser y competencias que corresponden asimismo a esas funciones, y esto es lo que denomino la división policial [policière], que en cierto modo es la división que establece la República de Platón. No obstante, en un plano más general diría que se trata de la división normal de un gobierno: se entiende un gobierno como el gobierno de una población, que divide esa población en grupos sociales, grupos e interés, y se presenta como árbitro entre los grupos, dice lo que cada uno puede y debe hacer, etc. A mi modo de ver, la política comienza precisamente cuando se sale de ese modo funcional: de ahí que afirme que el pueblo, el demos, no es la población, pero tampoco los pobres. El demos son la gens de rien, los que no cuentan, es decir, no necesariamente los excluidos, los miserables, sino cualquiera. Mi idea es que la política comienza cuando nacen sujetos políticos que ya no definen ninguna particularidad social, sino que definen, por el contrario, el poder de cualquiera, en tanto que suplemento y oposición respecto a toda forma de particularidad social. Así, pues, si se quiere, el concepto de policía [police] lo forjé en referencia a las sociedades tradicionales, con su división de funciones, con su gran modelo, en definitiva, de la división entre los que piensan y los que trabajan, o bien entre los hombres de la acción los de la necesidad, de la vida productiva y reproductiva, etc. No podría determinar así, sin más, una encarnación en la historia del pensamiento del concepto de policía, pero pienso que está absolutamente presente por doquier.


En consonancia con otros pensadores, como Deleuze y Foucault, también encontramos en su obra una multiplicidad de intereses: política, literatura, cine... ¿Qué vínculos decisivos encuentra usted entre estos diferentes ámbitos?


Diría que la «diversidad» de mis intereses no lo es tanto, porque en el fondo el centro de mis intereses lo constituye siempre lo mismo: la manera en que se define, para individuos o grupos, su capacidad y su posibilidad en el seno del universo perceptivo. En este sentido, el concepto de la policía es el concepto de la manera en que un orden, también perceptivo, se impone por encima de todo: cuanto puede hacerse o no hacerse está, en cierto modo, preformado de antemano por las posibilidades de ver el mundo, por los modos de descripción, por las modalidades con arreglo a las cuales lo que es puede ser visto, dicho, pensado. He querido condensar esto con el concepto de reparto de lo sensible, que ha sido el centro de mi reflexión sobre la política, del mismo modo que mi reflexión política y en particular todo mi trabajo sobre la emancipación obrera ha sido un trabajo sobre la dimensión propiamente intelectual y estética de esa emancipación. En parte, muchas de las cosas que he escrito han sido una reacción contra los temas sociológicos, como los de Bourdieu. Bourdieu decía: la estética es el pensamiento de la distinción, que quiere negar la diferenciación de los gustos sociales, y por ende el medio de reproducción del capital cultural, disimulando esa reproducción tras la pretensión del juicio estético libre, desinteresado, etc. Hay una especie de burla de Kant en las primeras páginas del libro de Bourdieu, La distinción sobre ese tema: la burla sobre el profesor que no comprende lo que son los gustos sociales, donde encontramos una suerte de escenificación de la relación entre el pobre profesor de estética, por un lado, y la realidad de los gustos populares –en La distinción encontramos muchas imágenes de este tipo, con gentes del pueblo que comen platos de la cocina popular, etc. Para Bourdieu la estética es una especie de engaño, que quiere imponer una imagen de la belleza de los interesados por el gusto, y provocar la vergüenza de las valerosas gentes del pueblo por culpa de sus gustos vulgares y antiestéticos. Todo mi trabajo sobre la emancipación obrera mostraba precisamente que no se trataba de una cuestión de vergüenza, sino que, en efecto, había una voluntad de construirse otro cuerpo, otra mirada, otro gusto distintos de aquellos que fueron impuestos, que fueron destinados, en cierto modo, a la clase obrera habida cuenta de su condición. El gran tema de Bourdieu y de su escuela crítica es el ethos: se trata de seguir el propio ethos. Por el contrario, he intentado mostrar precisamente que para aquellos obreros emancipados el problema consistía en salir de la necesidad de obedecer a un ethos obrero, de ahí que se concediera una importancia a la dimensión propiamente estética, al aprendizaje del lenguaje, a la escritura de la poesía, etc. En el centro de la emancipación encontramos la voluntad de tener una mirada desinteresada, una mirada que se despegue de una especie de corporeidad obrera encarnada.


¿Desinteresada en un sentido kantiano?


Exactamente. Si se quiere, descubrí que había precisamente una especie de correspondencia o de parentesco fortísimos entre los temas kantianos –allí donde Kant dice: para apreciar estéticamente un palacio no hace falta saber si ha sido construido con el sudor del pueblo, ni si ha sido construido para el disfrute de ricos ociosos, sino que lo que importa es la forma– y aquellos que aparecen en textos sobre los que he trabajado, como los de un obrero ebanista, que describen algo que presenta enormes semejanzas. En ellos este obrero, que tiene la ocasión de trabajar en la reparación del parqué de edificios que, por así decirlo, son los del dominio, se dedica a ejercer una mirada estética sobre los mismos: mira por la ventana, admira la disposición de las fachadas; contempla los jardines, las perspectivas, etc. Lo que me impresionó fue esa especie de concordancia entre los temas kantianos y schillerianos de la igualdad estética, y esta afirmación estética atribuible a la emancipación obrera. Paralelamente, he abordado también las llamadas «cuestiones del arte» desde la misma perspectiva, esto es, a partir del vínculo histórico complejo entre la elaboración del concepto de estética y el contexto revolucionario. Si se quiere, la estética nació como el pensamiento de una cierta igualdad, como revocación de las viejas jerarquías –el sistema clásico de lo bello, que establece una serie de jerarquías de los temas bellos, los grandes géneros, etc. La estética introduce, por el contrario, una especie de igualdad para un espectador cualquiera, y define de tal suerte una forma de experiencia aparte –como escriben Kant y Schiller– aparte, justamente, de las jerarquías sociales. Lo que no significa que esté realmente aparte, ni que de tal suerte se acceda verdaderamente al reino de la igualdad, sino que, en el fondo, la estética ha sido la construcción, en torno a las producciones del arte y de los modos de visibilidad del arte, de una cierta visibilidad de la igualdad, que por añadidura engendró una serie de proyectos que, desde finales del siglo XVIII, conciben un arte como dimensión que excede al conjunto de obras de arte, que produce nuevas formas de la vida sensible, y que conoció una eclosión en la época de la Revolución soviética, pero que ha atravesado sin embargo el pensamiento del arte desde la época de la Revolución francesa y del idealismo alemán. En este sentido, sigo encontrando un fuerte vínculo entre dominios que se han considerado completamente separados: la teoría de la política, por un lado, y la teoría del arte, por el otro. Razón por la cual no elijo ni la teoría de la política ni la teoría del arte.


Su último libro, recién traducido en lengua española, se llama El odio de la democracia. ¿En qué consiste a su modo de ver este nuevo odio de la democracia?


Este nuevo odio de la democracia presenta dos aspectos. En primer lugar, encontramos el aspecto que podríamos denominar «oficial», es decir, hay una denuncia por parte de los gobiernos, de sus expertos, del mundo oficial, contra las democracias «ingobernables», y en particular, en Francia, donde encontramos una serie de males para los gobiernos: huelgas que obligan a los gobiernos a retirar proyectos de reforma del mercado laboral o de la protección social; las elecciones de 2002, en las que el candidato socialista no pasó a la segunda vuelta; el voto negativo de los franceses en el referéndum de 2005 sobre el TCE, etc. Todo lo cual ha dado pie a un gran lamento contra el «pueblo», ya se entienda que éste lo constituyen los movimientos sociales o bien el electorado ordinario. Éste es el aspecto oficial. El segundo aspecto, que resulta más destacable, más espectacular, lo constituye el hecho de que buena parte de la intelligentsia de izquierdas, formada en el pensamiento marxista, entre Marx, Lacan, Foucault, Debord, etc., ha empezado a sostener cada vez más un discurso manifiestamente reaccionario. De esta suerte, hemos asistido a una especie de inversión del discurso marxista, en especial en lo que atañe a la cuestión de la relación entre democracia y capitalismo. ¿Qué ha sucedido? Puede decirse que los antiguos análisis marxistas de la relación entre democracia y capitalismo, los análisis de la «sociedad de consumo», la alienación consumista de la década de 1960, etc., han sido puestos del revés por estas personas, que han comenzado a ver en ello, no un problema con el capitalismo, sino con la democracia. Se han preguntado entonces: ¿qué es la democracia? A lo que responden que es el reino de los individuos aislados, consumidores, que quieren cada vez más igualdad. ¿Y qué es la igualdad? A lo que responden que es la relación entre quienes venden un producto y aquellos que lo compran, es la igualdad monetaria y mercantil. A su juicio, la dominación mundial de la lógica del mercado es la dominación de los individuos democráticos. Asistimos, pues, a un reciclaje de viejos temas de la izquierda: la crítica de la mercancía se ha tornado en el tema de la crítica del individuo democrático consumidor. De haber al fin y al cabo una dominación mundial del capital, la causa ha de atribuirse al individuo egoísta de la democracia. Asimismo, y en particular en Francia, ha habido un gran debate sobre la «escuela republicana» desde 1980, un gran «movimiento» que decía que era preciso que la escuela cumpla su vocación republicana, impartiendo a todos un saber universal, concediendo a todos la igualdad de oportunidades mediante la participación común en lo universal. Como corolario de esta doctrina «republicana», que queda particularmente ilustrada en el libro de Jean-Claude Milner, De l’école, que jugó un papel considerable tras su publicación en 1985, y que se centra sobre la relación pedagógica: mayo de 1968 expresó una crítica de la autoridad; más tarde, un sociólogo como Pierre Bourdieu criticó la reproducción escolar a través de la relación pedagógica. Ante lo cual estos republicanos replicaron que era preciso preservar ante todo la relación pedagógica: hay, por supuesto, una desigualdad entre maestro y alumno, pero se trata de la desigualdad entre aquel que sabe y aquel no sabe, y se trata precisamente de preservar esa desigualdad porque será la que permitirá que el alumno acceda al saber, tornarse igual que el maestro y dar forma a una sociedad basada en la igualdad. Con el paso de los años, este tema se transforma: ya no se trata de hacer que los hijos de los pobres accedan a la igualdad republicana, sino que, por el contrario, el hijo de los pobres pasaba a convertirse en el individuo egoísta, consumidor, individualista, democrático, mientras que el papel de la escuela pasaba a ser el de formar a ese niño democrático, igualitario, individualista y consumidor, en los valores de la civilización, como la autoridad, la tradición, la institución. De esta suerte, hemos podido comprobar progresivamente cómo aquella teorización, en un principio igualitaria, acerca de la escuela se tornaba, inversamente, en una teorización de la desigualdad, de la virtud de la desigualdad, asociada a una concepto que ha recibido mucha atención: el concepto de transcendencia. Se supone que la escuela transmite valores transcendentes, como el valor de la autoridad, y al fin y al cabo la religión. A partir de entonces asistimos a un curioso discurso en boca de una élite autoproclamada, que predica la conservación de los valores, de la cultura, la tradición, la transmisión humanas, frente a una especie de mundo de jóvenes consumidores, de adolescentes inmaduros, cuyo deseo era la negación misma de todo vínculo social, de la civilización humana, razón por la cual, cuando tuvieron lugar las revueltas de los jóvenes pertenecientes a las poblaciones pobres de las banlieues, algunos, como Alain Finkielkraut, que es el «gran pensador» de esta corriente, hicieron declaraciones precipitadas, en las que se preguntaban: «¿qué quieren estos jóvenes? Naturalmente, bienes de lujo, productos de marca, consumir. Nuestra sociedad tiene una responsabilidad, es preciso contener ese flujo de barbarie que va a destruir nuestra civilización». Hay un buen número de «pensadores» que no paran de recitar esa descripción de, por un lado, un mundo adulto, y un mundo de jóvenes bárbaros consumidores y analfabetos, que conducen, por supuesto, a una catástrofe generalizada. El punto culminante de este odio de la democracia llega con el libro de Jean-Claude Milner, Les penchants criminels de l'Europe démocratique [Las tendencias criminales de la Europa democrática], que explica que fue la democracia la que exterminó a los judíos. ¿Por qué? Porque la democracia es el reino de la falta de límites en la sociedad y, en el fondo, los demócratas por excelencia son la pareja homosexual que quieren tener hijos mediante inseminación artificial y acabar así con la división sexual, con la transmisión humana. Para Milner, la única línea de defensa contra esa catástrofe democrática la constituye el pueblo judío, porque éste representa en grado sumo la filiación, la transmisión, de ahí que, si los judíos de Europa fueron exterminados, fue para permitir la expansión de la democracia. Se trata de una fenómeno extraordinariamente poderoso: han conseguido reducir la democracia a los temas del individuo consumidor; han desviado estos temas de la crítica histórica del marxismo hacia la temática del individuo consumidor, retomando con ello un viejo tema del pensamiento contrarrevolucionario del siglo XIX: la revolución como individualismo y pérdida de los vínculos sociales, etc. Éste es el contexto de un pensamiento que, en Francia, ha conocido una difusión extraordinaria y que cuenta con dos núcleos principales en torno a la revista Les Temps modernes, la vieja revista fundada por Sartre, pero que en la actualidad diría que es la revista de todos aquellos que se reconocen en esta especie de pensamiento de la civilización contra la barbarie, y que ven en el Estado de Israel al representante de la civilización contra la barbarie democrática e islámica, y que determinan un pensamiento al fin y al cabo muy próximo al de algunas corrientes de la extrema derecha estadounidense, que colocan en el horizonte una tercera guerra mundial, entre el bando de la civilización y el de la barbarie, y ante la cual es preciso elegir el propio bando.


Tal y como usted ha observado, la pertenencia a la extrema izquierda posterior a mayo de 1968 de la gran mayoría de promotores de este nuevo odio de la democracia es hoy por hoy una comprobación banal. Ahora bien, ¿tiene alguna relevancia específica desde el punto de vista de la explicación de esta orientación intelectual y política, o no pasa de lo anecdótico?


No estamos ante un caso, por así decirlo, de «traición». Lo interesante es que esta «crítica», que al fin y al cabo presenta aspectos mucho más reaccionarios que el ideario de los partidos de extrema derecha en Europa, ha sido elaborada por personas que, justamente, se han formado ante todo en el marxismo, del que han conservado una cierta idea de la «radicalidad» económica. Se trata en el fondo de una identificación del mal con la mercancía. En cierta medida, esa identificación que presentaba su antiguo marxismo ha permanecido como tal, con la diferencia de que el mal de la mercancía ya no es atribuida al sistema capitalista, sino al individuo democrático. Asimismo, todas estas personas pasaron por Lacan, de cuya doctrina han conservado una cierta interpretación del orden simbólico y de la idea de que, sustrayéndose al orden simbólico todo se desploma, provocando la disolución de un orden humano. Por otra parte, psicoanalistas como Pierre Legendre, que no obstante no puede ser encuadrado en esta corriente, llevaba años explicando la catástrofe simbólica y que, cuando cayeron las Torres Gemelas en Nueva York, explicó que en cierto modo se trataba de la revancha contra Occidente por parte de fuerzas que éste había querido reprimir, rechazar: el parentesco, la religión, la tradición, etc. A grandes rasgos, la tesis era que todo se debía a la omnipresencia de una condición, una enfermedad homosexual. Estas personas han recuperado toda una tradición «republicana», sirviéndose a modo de pretexto de una interpretación capciosa de Hannah Arendt para decir al fin y al cabo que se ha perdido la grandeza de la política, porque está corrompida por la intromisión de los movimientos sociales, los asuntos domésticos o las cuestiones privadas, frente a la cual se trata de restaurar la dignidad de la vida pública, la continuidad de la cultura humana, la tradición, etc. Utilizan, en definitiva, todos los temas de una cultura que pretendía ser contestataria para transformarlos en elementos de la nueva extrema derecha. Si nos atenemos a la temática del individuo consumidor, podríamos considerar cómo circulaba ese tema en las décadas de 1960 y 1970, en autores como Baudrillard, y cómo lo que entonces eran temáticas críticas de la mercancía fueron recuperados en términos positivos en la década de 1980 por sociólogos como Gilles Lipovetsky, que decían que aquello no tenía nada malo, que el consumo estaba muy bien, que al fin y al cabo la democracia no era nada distinto, y que el hombre consumidor era lo mismo que el hombre democrático, tan contento de votar libremente como de elegir libremente sus productos en el supermercado. Se produjo una restauración de la democracia entendida como restauración del consumidor, que tuvo su versión crítica, encaminada a confirmar que la democracia no era más que consumo. En el caso del psicoanálisis, que hace treinta o cuarenta años era utilizado como herramienta de lucha contra el modelo estadounidense, el núcleo político del lacanismo militante consistía en afirmar que la práctica del psicoanálisis se había vendido a Estados Unidos, a una especie de regulación o normatividad humana y, por consiguiente, el lacanismo era subversivo porque se oponía esa normalización del psicoanálisis. Este mismo análisis se aplica ahora a la democracia occidental y, a fin de cuentas, resulta que el hombre normal pervertido es el hombre democrático. Todas esas temáticas son dadas la vuelta de la misma manera. Hay que tener en cuenta que la gran cultura de izquierda occidental fue formada en buena medida también por el pensamiento contrarrevolucionario, que a principios del siglo XIX afirmaba que la sociedad debía organizarse mediante cuerpos e instituciones de autoridad que la regularizaran, que la revolución era el individualismo que había destruido esa regulación, y que había que resistirse a la disolución de los vínculos sociales, reconstruir la sociedad, etc. Todos estos temas críticos fueron retomados por el socialismo de manos del pensamiento contrarrevolucionario. Pienso que Marx no habría podido identificar del mismo modo el reino de la mercancía detrás de los derechos humanos si no hubiera contado con la existencia previa de todas esas temáticas contrarrevolucionarios que afirmaban que los derechos humanos no eran sino el individualismo democrático, etc.


¿En qué medida todos estos rasgos que ha señalado como característicos del nuevo odio de la democracia responden a una descripción objetiva de la realidad social europea?¿Proporciona alguna clave de explicación de la dificultad o la eventual debilidad del compromiso militante en la actualidad?


Creo que en la descripción del mundo que hace esta nueva reacción encontramos elementos que definen en efecto la expansión capitalista a todos los aspectos de la vida, que queda registrada, sólo que se ve acompañada de una interpretación completamente subvertida y disfrazada. Éste es un primer aspecto. Como segundo aspecto, a mi modo de ver no puede vincularse en modo alguno el debilitamiento militante con esta especie de triunfo del egoísmo consumista. Creo que el debilitamiento de la militancia está vinculado ante todo al fracaso del sistema soviético, y en cierto modo a la derrota de las explicaciones marxistas del mundo, a la derrota de la idea de la necesidad económica, que ha pasado a manos de los partidarios del mercado libre que la interpretan a su manera. Y al mismo tiempo comprobamos una especie de agotamiento de toda un serie de discursos. Pero no pienso en absoluto que el «joven consumidor» sea necesariamente y por ello mismo alguien reacio al compromiso militante. A este respecto, si me remito a mi generación, me ha impresionado el número de personas que quieren irse a África, a Asia, a cuidar de enfermos, a ayudar a la gente, y toda una serie de redes militantes –creadas en Francia, por ejemplo, en torno a los sans-papiers, contra las expulsiones de personas migrantes y de sus hijos, que se organizan alrededor de las escuelas en las que estudian sus hijos, y que han conocido un desarrollo muy potente, hasta el punto que el gobierno ha tenido que dar marcha atrás en parte de su política de expulsiones. No pienso en absoluto que haya un déficit de energía definido en tales términos, sino que nos encontramos ante formas de implicación militante que cobran formas enormemente variadas, en la vida asociativa, en formas de asistencia jurídica, sanitaria, en redes de defensa frente a tal o cual problema. No es el egoísmo consumista lo que agota a los grupos militantes, sino que me inclino a pensar que ello se debe a la ausencia de una reforma del pensamiento político, por un lado, y de la ausencia de toda visión creíble de un porvernir diferente.


Considerando algunas luchas recientes en Francia: la revuelta de las banlieues en noviembre de 2005, la contestación del CPE (Contrato de primer empleo) durante la primavera de 2006, las redes de apoyo contra las expulsiones de familias sin papeles durante la segunda mitad de 2006, la lucha de los intermitentes del espectáculo sobre todo desde 2003, ¿constituyen ésta a su modo de ver ejemplos contemporáneos de lo que usted ha denominado la «política de los sin parte»?


Pienso que todos esos movimientos describen algo parecido a un desplazamiento de los lugares y de los envites de la política en dirección a puntos o contradicciones centrales del sistema, que no son los mismos que ocupaban el centro de la política o de los movimientos sociales tradicionales. Tenemos dos extremos: por un lado, los intermitentes del espectáculo, que constituyen algo así como una categoría profesional híbrida, han puesto en tela de juicio un sistema de trabajo y de protección social. Se trata de personas que pertenecen al mundo del arte y que tienen un estatus de parados, algo que está ligado al hecho de que el espectáculo es por definición un modo de trabajo intermitente. Su trabajo constituye un punto singular que alude sin embargo a una transformación general del mercado de trabajo, que tiene que ver con la redistribución misma del trabajo y del no trabajo en el seno de la sociedad, esto es, con la descomposición de lo que fuera la clase trabajadora. Por otro lado, tenemos a los sans-papiers: lo que se pone en tela de juicio en este caso es la frontera. Vivimos en un mundo en el que las riquezas apenas conocen fronteras, en el que la mercancía y el dinero pueden circular con plena libertad, mientras se nos habla de la creación de grandes federaciones, como una Europa sin fronteras, para permitir esa expansión. Sin embargo, al mismo tiempo esa Europa sin fronteras sirve para la expulsión de las personas procedentes de los países pobres en busca de una vida mejor en todos los sentidos de la palabra. Nos encontramos aquí con una contradicción entre la libre circulación de mercancías y de flujos monetarios, y la falsa libertad de las personas, que no es sino la libertad de aquellos que pertenecen al mundo de la riqueza. De esta suerte, vemos que también en este caso un punto marginal, con una población que se sitúa en la frontera, que no está en su propio mundo, que no está integrada, lo que da pie precisamente a un combate por la definición, por ejemplo, de qué es ser francés. O de qué significa la pertenencia a un Estado-nación, o de cómo es posible que los Estados-nación que declaran su disolución en un gran conjunto reconstruyan nuevas fronteras, que al fin y al cabo son las fronteras que dividen la riqueza de la pobreza. Esto da lugar a combates como los que tuvieron lugar en las banlieues francesas, la revuelta de las banlieues, que son las revueltas de la población que está allí, que es francesa, y que en realidad no lo es, pues no está verdaderamente integrada ni es visible en el mundo oficial francés, en el que no está representada, sometida a una condición de guetización, lo que plantea una serie de problema: se trata de «sin parte», pero con una gran dificultad para ser a la vez «sin parte» en general. Los conflictos de los que hablamos son conflictos que se articulan en torno a un lugar, que en cierto sentido forman parte de la reconfiguración de la sociedad y del sistema, y al mismo tiempo encontramos en ellos una localización de la lucha en cierto modo forzada, en particular en el caso de los jóvenes de las banlieues: resulta sorprendente que su combate haya sido ante todo un combate por la defensa de su lugar. Un combate entre ellos y la policía, un combate para saber quién iba a ser el amo en su municipio, ellos o la policía. Creo que podemos decir que estamos ante combates de la gente que representan la categoría de los «sin parte», pero que al mismo tiempo no han logrado definir una «política de los sin parte», esto es, la universalización de un conflicto: en este caso, hacer que la situación de los jóvenes de la banlieue, la de los intermitentes del espectáculo o la de los jóvenes que ingresan en el mercado de trabajo, etc., definan algo así como un único problema.


Veamos con mayor profundidad el caso de las luchas contra el CPE [Contrat de Prémière Embauche] de la primavera de 2006. Este combate ha sido particularmente interesante, porque ha sido un movimiento que tiene que ver con la articulación entre dos poblaciones: la población estudiante y la población que trabaja. Un combate que no se ha emprendido sobre una base que podíamos denominar individual y defensiva, puesto que ha sido emprendido por sindicatos y grupos estudiantiles con motivo de un proyecto de ley que modificaba las condiciones de la contratación y el despido, algo que no atañe directamente a los estudiantes de enseñanzas medias, que todavía no han entrado plenamente en el mercado de trabajo –de ahí el interés de este movimiento, con respecto a los conflictos estudiantiles tradicionales, que estallan con motivo de proyectos de reforma de la universidad. En este caso estamos ante una huelga estudiantil con motivo de una reforma del mercado de trabajo. A este respecto, creo que ha habido una dimensión bastante importante, a saber: este movimiento se ha quedado encerrado precisamente en torno a la cuestión de saber por dónde podía desembocar la ampliación de la escena que se estaba produciendo. Durante todo el periodo del movimiento, y sobre todo con la ocupación de las universidades, ha habido una especie de recuerdo de mayo de 1968, una voluntad de recrear una dinámica del mismo tipo que la dinámica de 1968. No ha habido, por supuesto, la huelga general que tuvo lugar en 1968, pero se ha planteado ante todo el problema siguiente: cuando un movimiento reivindicativo quiere algo más que la satisfacción de sus reivindicaciones, cuando hace responsable al sistema social mismo, ¿qué puede querer hoy en día? Y a este respecto vuelvo a lo que decía antes: no hay un déficit de energías militantes, sino un déficit de visibilidad o de inteligibilidad de la posibilidad de un mundo distinto de aquél en el que vivimos.


Traducción del francés: Raúl Sánchez


1. 1. Los contenidos del encuentro se pueden consultar aquí: http://www.unia.es/artpen/etica/etica02/frame.html


© Amador Fernández-Savater, Raúl Sánchez, 2007. Este artículo se publica bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento-NoComercial SinObraDerivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente el texto por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando la fuente y sin fines comerciales.

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