La procreación pasó de moda. El descenso abrupto de la natalidad es un fenómeno visible en las sociedades ricas, con raíces múltiples y complejas, desde el miedo a ser padres hasta la sensación de poder reemplazar hijos por mascotas.
El enorme poder que la infancia acumuló durante la segunda mitad del siglo veinte, tiene un único contrincante de peso: el viejo y querido animal doméstico. Perros, gatos y hasta iguanas (lo último en materia de mascotas cool), están desplazando a los niños de las casas, especialmente de las de buen nivel económico; verdadera trampa mortal para un reinado cruel que avanzó victorioso, sin obstáculos a la vista. Todas las dictaduras llegan a su fin, incluso la de nuestros hijos. Aunque reemplazar a los chicos por un loro simpático y entrador puede parecer demasiado, son muchos los que creen que el trueque resulta ventajoso. Entrado el nuevo milenio, los únicos privilegiados encontraron una dura piedra en el camino. “Si no puedes vencerlos, deja de procrearlos”, es la consigna de estos tiempos. Las personas empiezan a descubrir que, en compañía de esos animalitos agradecidos y dispuestos a hacer morisquetas, se sienten plenas. “Sólo les falta hablar”, esparcen a los cuatro vientos. Mejor así, en una de esas abren la boca, y el sueño del amor incondicional cae como calzón de bataclana. Son puras suposiciones, nunca sabremos lo que las mascotas piensan de nosotros. Los chicos te lo dicen no bien entran en la adolescencia. La famosa trilogía que aconsejaba plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, sufrió un duro golpe con la crisis de la industria literaria y el ocaso de la lectura. Nada más antiguo que dejar testimonio en papel. Gracias al esfuerzo de las organizaciones ecologistas, lo del árbol seguirá en pie unos años más, tampoco muchos. Pero tal cual lo conocemos, el mandato de la paternidad es una rareza en vías de extinción. Lo que es peor aún, va tomando formas bizarras que ni siquiera la ciencia-ficción pudo anticipar. Otra que el minotauro. Ya no sólo se mezclan las razas, también las especies animales andan entreveradas en dulce montón. ¿Manipulación genética? Ojalá se tratara de eso. Al menos tendríamos la esperanza de engendrar una especie mejor; híbrido aventajado en virtudes que nos salve de nosotros mismos. La cosa es simple: el miedo a convertirse en padres está haciendo estragos. Procrear pasó de moda. Razones para este descenso abrupto de popularidad sobran. Los esfuerzos a realizar son gigantescos y la paga, poca. ¿Recompensas espirituales? Querer a los hijos es una obligación, ser querido por ellos en el largo plazo (como veremos más adelante), una lotería con olor a tongo. Las naciones tampoco hacen mucho al respecto. El salario familiar es un chiste de dudoso gusto. Por cada hijo te dan el equivalente al pancho y la coca. Cuestan cien y te pagan diez. En cuanto al impuesto a las ganancias, las diferencias entre las parejas que deciden poblar el país y las que no son mínimas. Quienes se quedan solos mueren ricos. ¿Tristes? Conozco algunos que llevan su “cruz” bastante bien. La desesperación por traer hijos al mundo atrasa. En distintos lugares del planeta, los chicos ya no se gestan, se compran en veterinarias. Vienen vacunados, libres de pulgas y parásitos molestos. La silenciosa sustitución de una especie animal por otra todavía no es furor en el tercer mundo. Se ve que los pobres somos los últimos en perder las esperanzas. O en avivarnos. Alcanza su cénit en los Estados Unidos y Europa, donde las parejas jóvenes tienen cada vez menos descendencia y establecen vínculos maternales con bichos de pelaje diverso. En lugar de parir y entregar su preciosa vida a una criatura descontrolada, que apenas larga el biberón (antes también) se traviste en un pozo sin fondo de reproches, exigencia y gastos disparatados, prefieren adoptar una boa constrictora de las grandes, capaz de engullirlos al menor descuido. La muerte violenta a manos de un reptil poco dado al compromiso afectivo es preferible a quedar expuestos a una chorrera de aullidos imposibles de acallar, visitas grasientas a locales de comidas rápidas y la persecución, casi policial, de esa figurita que un cráneo del marketing decidió convertir en mito urbano. Sin mencionar la angustia infinita de sentir que todo eso pasa debido a que hicimos algo mal. El entrenamiento da sus frutos, la educación, no necesariamente. Con paciencia y saliva, un perro devuelve el hueso que le tirás. Basta insistir una y otra vez para llegar al territorio de la certeza. Muy por el contrario, los hijos son una verdadera caja de sorpresas. El hueso que le tiraste puede terminar clavado en medio de tu propio pecho. Dicen que las mascotas te enfrentan sólo una vez en toda su vida; momento crucial en el que se miden las fuerzas de cada uno. Pues bien, en cuanto crecen, los hijos son capaces de enfrentarte tantas veces como sea necesario o se les ocurra. ¿Por qué me hiciste esto?, te dicen con sangre en la mano. ¿De quién es la sangre? Tuya, obvio. Debe ser uno de los pocos casos en los que la víctima siente culpas. Porque la culpa siempre es de los padres, incluso si caen heridos. No sólo los hijos lo ven así, la sociedad moderna piensa igual. Tiempo atrás, la culpa era del chico que no sabía aprender. Hoy es toda del padre que no sabe enseñar. Tan edulcorada es la imagen que los infantes supieron conseguir en occidente, que los procesos de reemplazo de un animal por otro (perdón al animal que corresponda), se atribuyen pura y exclusivamente al egoísmo paterno; sibaritas del primer mundo que piensan demasiado en sí mismos y violan las leyes perfectas de la naturaleza, legándole su apellido (a veces también sus bienes) a un papagayo colorido y exótico, contrabandeado desde Sudamérica. Los niños están libres de culpa y cargo. Demonizar a los padres es un deporte universal. Si un par de alumnos desquiciados abre fuego en medio de un aula, ¿adivinen quién es el culpable? Bingo. Frente a cualquier conflicto, aburridos psicólogos y especialistas mediáticos apuntan los cañones al hogar. La familia de origen es el puchingball en el que todos descargan su bronca. Y su impotencia. Los chicos se drogan, hay que mirar la casa. Un adolescente mata a otro, hay que mirar la casa. El alcohol está haciendo estragos, hay que mirar la casa. Un púber le incendia el pelo a la profesora, hay que mirar la casa. ¿Y si el niño tiene el mejor promedio? Hay que felicitar al niño. Algún día, el avance de la genética barrerá con tantas generalidades. Son muchas las cosas que vienen de fábrica. Responsabilizar a los padres es, ante todo, un acto de brutal omnipotencia para con el chico. La psicología enseña que todo lo que ocurre desde los cero hasta los tres años, es determinante para el desarrollo de la personalidad. ¿Será tan así? Mientras la paternidad no recobre cierta sencillez original que la psicología le niega, más seres humanos esquivarán el bulto. Sigamos tirando de la soga. En cualquier momento, alguna de estas mascotas usurpadoras produce una mutación genética, y el sillón presidencial queda en poder de un hámster aventajado, con master en Harvard solventado por una pareja que le dedicó su vida; hasta es probable que el cobayo en cuestión resulte más agradecido que un hijo. Es curioso que el más inteligente de los mamíferos (por si hace falta aclararlo, el hombre), elija proyectarse al futuro en forma de mascota peluda. Semejante suicidio en masa dice algo. Las clases acomodadas están renunciando al derecho de perpetuarse. Justo ellos, los que tienen la sartén por el mango, deciden interrumpir la cadena evolutiva. Y si bien los disfrazan de comodidad, en el fondo están escapando del miedo. Porque si por un lado exhiben escaso compromiso con el arte de procrear, por otro encuentran sustitutos simpáticos a los que malcrían a gusto. Quizás, en el contexto de esta generación, sea una simple cuestión de memoria. Los jóvenes que transitan la veintena recuerdan el nivel de tortura al que sometieron a sus padres. Aunque los crean merecedores de esas maldades, no quieren arriesgarse a pasar por lo mismo. A papá mono con bananas verdes. Anulan el tema o lo postergan hasta los cuarenta largos, edad en la que (suponen), la existencia se convierte en algo tan aburrido y carente de sentido, que los gritos y demandas infantiles ayudan a pasar el rato. “Ya disfruté, ahora hago patria”. El problema es que la biología no sigue a la cultura. Lo que puede aparecer como una postergación en el tiempo se transforma en decisión definitiva e irreversible. Que vivamos hasta los cien años no significa que la madre naturaleza nos habilite a derrochar las primeras cuatro décadas.
El combo de responsabilidad excesiva y culpa infinita es una bomba de tiempo que atenta contra la fertilidad humana. Y lo que es peor, contra las ganas de ser padre. Para colmo de males, el endiosamiento de la infancia es una tendencia que crece.
Festejar al soberano:
¿Por qué será que los hijos de los amigos o parientes son siempre mejores? O si no son mejores, al menos parecen portarse mejor; hacen los deberes, evitan pelearse a trompadas en los pasillos del supermercado y se bañan cuando deben hacerlo. Muy simple, hasta bien entrada la adolescencia, los padres no dicen la verdad. Únicamente cuando la realidad supera a la ficción y el chico se convierte en un luchador de sumo en potencia, se rinden ante las inocultables evidencias y largan prenda. Mientras tanto, mueren con las botas puestas. En nuestros días, la paternidad es una enfermedad vergonzante de la que se habla mucho y dice poco. Al cargarse de culpas y sentir que hacen las cosas mal, los padres no sólo se alejan de sus hijos, también se separan de otros padres con quienes podrían intercambiar experiencias. Los cambios en la manera de festejar el cumpleaños infantil son un buen ejemplo de esta lógica autista, donde cada uno ocupa su lugar sin cruzarse ni compartir. De reunión familiar a representación teatral, con papeles asignados y libreto previamente definido.
Winnie o no Winnie, he ahí el dilema. ¿La solución? Por trescientos pesos más, el bueno de Pooh te baila la jota aragonesa. La modernidad es una máquina de escupir profesiones insólitas. Coach, esteticista y coronando el podio de las excentricidades, wedding planner. Es decir, alguien que se dedica a producir bodas (el Suar de los casorios). Asociado a festicholas, el concepto producción es relativamente nuevo. Antes los cumpleaños se preparaban, ahora se producen, cambio que dista de ser inocente. Tal cual lo conocemos, el productor es un sujeto, generalmente exaltado, habitante de ese universo que llamamos farándula. Entra a tallar cuando el objetivo es montar espectáculos. ¿Qué hace al comando de nuestra fiesta? La puesta en escena. De celebración compartida a oportunidad para exhibirse. El mapa evolutivo de los cumpleaños muestra un corrimiento progresivo hacia la exhibición descarada y el aislamiento. Mi primera negociación con un animador de fiestas infantiles fue áspera. ¿El tema en cuestión? La asistencia del personaje favorito del cumpleañero: Winnie de Pooh. Lo de la jota aragonesa me pareció grosero, especialmente porque respondía a la pregunta: ¿juega con los chicos? De todas formas, la guerra estaba perdida de entrada. El show modelo base parecía desnudo. Remontar el cumple sin la presencia estelar del osito mielero era como filmar King Kong prescindiendo del mono. Relajé la billetera y, a la hora señalada, el muñeco peludo hizo su entrada sudorosa y triunfal. ¿La factura? Te la debo. No son ciertas las versiones que me sindican como el responsable de haber apagado el aire acondicionado. A partir de los tres añitos (o de los dos), la animación es el alma de la fiesta. Celebración y entretenimiento libran una batalla campal en la que el segundo siempre gana. Meses antes del ágape, los padres reservan salón y persiguen a las figuritas de turno; divos de vida efímera cuya estrella, la más de las veces, agoniza no bien se acerca nuestra party. ¿No era que te había gustado tanto? Sí, pero eso fue hace quince días. O sea, cuatro cumpleaños atrás. La desesperación por conformar al soberano y expiar culpas tiene su correlato espacial. El mundo de los niños es perfecto. ¿Para qué contaminarlo con adultos? Los salones quedan subdivididos en compartimientos estancos que sólo se atraviesan si el animador de turno lo dispone; patovica de cotillón que admite un par de transgresiones consensuadas previamente: el soplido de las velitas y la interactividad forzada; juegos participativos que incluyen mayores. “¿La abuela?”, le pregunta el showman a cualquier señora grande que tenga “pinta de”. “Murió hace seis meses…”, atina a contestar la anciana en cuestión mientras, resignada, cubre el hueco que dejó la finadita. El show debe continuar. Arrinconados, observando sin molestar (no deja de ser una fiesta ajena), padres, abuelos, tíos y alguna que otra madre desubicada, desconocedora de las reglas de juego: entregar el infante a las cinco y pasar a buscarlo a las siete, justo cuando los dueños del local contratado cambian de humor. Porque, en estos casos, el cuidado del cliente no es prioridad. ¿Quién festeja dos veces en un mismo lugar? Queda latente la posibilidad de que el incauto recomiende el servicio. Sin embargo, los papás suelen mostrarse celosos con sus hallazgos. Hay que operarlos para sacarles el número del salón o las coordenadas del animador. La competencia entre los chicos es feroz. La comida es un capítulo aparte. Aunque la torta mejoró en calidad y cantidad, el resto del buffet es un rejunte de chatarra que ni Yiya Murano, la envenenadora de Montserrat, sería capaz de llevar a la mesa. Papas fritas vencidas, palitos ídem, panchos de procedencia dudosa y, secándose en el sector senior, sándwiches de miga despanzurrados. ¡Saque la mano de ahí que son para los mayores! ¿Bebidas? Jugo en polvo azucarado.
Travestida en obra de teatro, con los chicos jugando sobre el escenario, a merced de un desconocido disfrazado de ratón Mickey y los grandes ocultos en las sombras de las butacas, la fiesta infantil perdió su sentido primordial: celebrar la vida entre todos. Rodeado de viejos encanecidos, amigos de la familia y vecinos que pasaban a comer, el chico tenía una noción de su lugar en el mundo. A su manera, esa gente lo agasajaba y le daba la bienvenida. Hoy lo admira con cierto temor. En nuestros días, la clave es ver cómo se divierte junto a los compañeros del colegio. Claro que todo tiene un costo. Y los niños pagan uno muy alto.
Síndrome de Estocolmo:
Si sentir culpa las veinticuatro horas es feo, carecer de ella puede resultar demoledor. Mientras el rol paterno se hizo tan complejo que duele, el de los chicos se simplificó hasta la caricatura.
Coincidiendo con el mito que rodea a uno de sus héroes favoritos, Walt Disney, permanecen en animación suspendida buena parte de su infancia, dejando que la naturaleza haga lo suyo. La famosa “inocencia” es un salvoconducto que, más allá de lo que puede aportar la educación formal, los libera de preparase para la vida adulta. El golpe fuerte viene a eso de los trece o catorce, cuando los padres se apresuran a archivar los juguetes y descubren que, ese púber al que venían tratando como si fuera un dibujito animado debe enfrentar la vida. Y debe hacerlo rápido. Hasta ese entonces, lo privaron de ir al velorio de la abuela (¿para qué exponerlo a la visión de la muerte?), conocer detalles de las finanzas familiares y, aunque mire varias horas de televisión por día, nunca lo dejaron ver el noticiero completo. El cuidado extremo de la inocencia infantil, entendida a manera de tránsito por un mundo de ensueños, reemplazó al cuidado de la virginidad. Asumimos que el debut sexual se dará, en el mejor de los casos, poco después de los catorce. El tema es saber si las chicas siguen creyendo en los reyes magos. O que no descubran al abuelo escondido detrás del disfraz de Papá Noel comprado en Miami. En épocas pasadas, suponíamos que la adultez se ingería con cuenta gotas. Ya a los cinco o seis años, los padres diluían el vino en soda y se lo daban a los más chicos. Hoy creemos que la mayoría de edad es una aberración digna de ser ocultada el mayor tiempo posible. Los niños se desayunan de golpe con realidades que antes incorporaban de a poco. ¿El resultado? Tienen un nivel de enojo y tristeza en los ojos que desconcierta. Del cuentito de hadas al espanto de la calle cruda. Nunca sabremos si el mundo es tan feo como se lo ve a simple vista, o está empobrecido por las altas expectativas previas. Después de todo, un viaje sin escalas de Disneylandia a la villa 31, vuelve loco a cualquiera. Quienes tenemos algo más de cuarenta años, vivimos una bisagra intermedia. Nuestros padres trataron de aislarnos pero carecían de los recursos que existen ahora. Hoy, mantener a los chicos dentro de una burbuja es bien posible. La suma de colegio privado, internet, celular, pantalla de plasma y computadora de última generación hace que se desplacen felices por el limbo, sin necesidad de entrar en contacto con otras realidades. Al fin y al cabo, dejando de lado la cuestión sexual, muchos niños viven una realidad parecida a la de Elisabeth Fritzl, la joven austriaca que fue secuestrada por su propio padre en el sótano de su casa. Los crímenes aberrantes también reflejan una época. Los padres del nuevo milenio hacemos cualquier cosa con tal de mitigar la culpa, proteger a nuestros hijos de la realidad y lograr que nos quieran. ¿Nos querrán?
Ante todo, tengo que pedirles disculpas a los papás que están leyendo esto. Voy a introducir una pregunta demoledora: ¿nos quieren nuestros hijos? Es decir, tal cual está planteada la relación, ¿es posible que nos quieran? Y algo más inquietante aún: ¿se sienten queridos por nosotros?
Igual que Bernardita, la niña a la que se le apareció la Virgen de Lourdes, un día de febrero tuve una revelación que me dejó pasmado. No fue religiosa ni aconteció dentro de una gruta, pero su impacto me persigue hasta hoy. Como suele suceder, estaba discutiendo con mis hijos (niños, para más datos) en un restaurante parrilla. ¿Los motivos? El menú. Cuando la situación llegó a un punto de máxima tensión, hice uso de mis facultades extraordinarias y, por decreto presidencial, todos los presentes comimos pollo asado al limón. Sus caritas juraron revancha. Aunque las razones de semejante crueldad no vienen al caso, así planteado, el abuso de poder me dejó un sabor amargo. Las relaciones entre padres e hijos y los secuestros extorsivos se parecen demasiado. Hay similitudes tan evidentes que el análisis se impone. Unos y otros vivimos encerrados en un microclima de tensión, capaz de engendrar comportamientos parecidos al síndrome de Estocolmo. Nos guste admitirlo o no, si el aire está viciado, el amor (de un lado y del otro) queda bajo sospecha. Hasta la década del cincuenta, los roles estaban definidos. Los secuestradores, igual que los reyes magos, eran los padres. En nuestros días armamos un pastiche difícil de desentrañar. ¿Quién es quién? Es imposible dar una respuesta definitiva. La tiranía infantil es una competencia fuerte. A veces son ellos los que tienen la llave del candado que sujeta la cadena. Otras, nosotros. Gran parte de la literatura poética sobre las relaciones entre padres e hijos, se concentra en dos etapas específicas y muy reveladoras: el nacimiento de la criatura y la muerte de los padres. Es en esos extremos cuando se escribieron las páginas más bellas y conmovedoras sobre el asunto. Las canciones populares hacen hincapié en “el día que naciste” o al “querido viejo” que camina lento y está más cerca del arpa que de la guitarra. A los hijos se los venera cuando vienen al mundo, a los padres cuando lo dejan; opuestos que, sin embargo, tienen un punto en común: la debilidad. Nunca somos más débiles que al instante de nacer y morir. En esa simpleza original, lejos de los roles impuestos, nos seguimos encontrando. Conviene tomar nota. De lo contrario, nuestros nietos tendrán plumas y vendrán en jaulas.
lunes, 20 de octubre de 2008
"PATERNIDAD EN VIAS DE EXTINCIÓN" por Omar Bello
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ANTROPOLOGÍA,
HISTORIA,
MINORIDAD,
POLÍTICA
Publicado por DARÍO YANCÁN en 15:44
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