viernes, 2 de enero de 2009

"Bienvenido al desierto de lo Real" (I) Por Slavoj Žižek






Un extraño suceso tuvo lugar en la escena política neoyorquina a fines de noviembre de 1999: Leonora Fulani, la activista negra de Harlem, le dio su respaldo al candidato presidencial Pa-trick Buchanan del Partido Reformista, declarando que trataría de llevarlo a Harlem y movilizar a los votantes en su favor. Mientras ambos socios admitían sus diferencias en varios temas claves, hicieron hincapié en “su mutuo populismo económico y particularmente en su antipatía hacia el libre comercio”. ¿Por qué este pacto entre Fulani, la izquierdista radical, militante de la política marxista leninista, y Buchanan, reaganiano de la guerra fría y figura mayor del popu-lismo del ala derecha? La sabiduría común de los liberales tiene una respuesta rápida para eso: los extremos –el “to-talitarismo” de izquierda y de derecha– coinciden en su rechazo de la democracia y, hoy en día especialmente, en su falta de mutua adaptación a las nuevas tendencias de la economía global. Además, ¿acaso no comparten una agenda antisemítica? Mientras que el sesgo anti-semítico de los afroamericanos radicales es bien conocido, ¿quién no recuerda la descripción provocadora que hizo Buchanan del congreso norteamericano como un “territorio ocupado israelí”? A pesar de estas perogrulladas liberales, uno debería concentrarse en averiguar qué es lo que une efectivamente a Fulani y Buchanan: ambos pretenden hablar en nombre de la proverbial “clase obrera en vías de desaparición”. ¿Es que acaso en la percepción ideológica de hoy, el trabajo en sí mismo (el trabajo manual como opuesto a la actividad “simbólica”) y no el sexo, ocupa el lugar de la indecencia obscena que debe apartarse de la mirada pública? La tradición que va desde El oro del Rin de Wagner y Metrópolis de Lang, la tradición en la cual el proceso productivo sucede bajo tierra, en cuevas oscuras, culmina hoy en millones de anóni-mos trabajadores sudando en fábricas del tercer mundo, desde los gulags chinos a las líneas de montaje de Indonesia o Brasil –en su invisibilidad, Occidente puede darse el lujo de balbucear acerca de la “clase obrera en vías de desaparición”. Pero lo que es crucial en esta tradición es la ecuación de trabajo con crimen, la idea de que el trabajo, el trabajo pesado, es en su origen una actividad criminal indecente que debe ser apartada de la mirada pública.
Hoy en día, los dos superpoderes, Estados Unidos y China, están cada vez más y más emparen-tados como capital y trabajo. Estados Unidos se está convirtiendo en un país de administración en planeamiento, banca, servicios, etc., mientras su “clase obrera en vías de desaparición” (a excepción de los migrantes chicanos y otros que trabajan sobre todo en la economía de servi-cios) reaparece en China, en donde la gran mayoría de los productos norteamericanos, desde juguetes hasta material electrónico, se manufacturan en condiciones ideales para la explota-ción capitalista: sin huelgas, libertad limitada de movimiento de la fuerza laboral, bajos sala-rios... Lejos de ser simplemente antagonistas, las relaciones entre China y los Estados Unidos
son al mismo tiempo profundamente simbióticas. La ironía de la historia es que China se mere-ce de manera absoluta el título de “Estado de la clase obrera”: es el Estado de la clase obrera del capital norteamericano.
El único lugar en las películas de Hollywood en el que se ve el proceso de producción en toda su intensidad es cuando el héroe penetra en el territorio secreto del capo criminal y localiza ahí el lugar del trabajo pesado (destilando y empacando las drogas, construyendo el cohete que destruirá Nueva York...). Cuando en una película de James Bond, el capo criminal, luego de capturar a Bond, lo lleva en un tour por su fábrica ilegal ¿no es lo más cercano que llega Holly-wood a una orgullosa presentación realista socialista de cómo es la producción en una fábrica? Y la función de la intervención de Bond es, por supuesto, hacer volar por los aires ese lugar de producción, permitiéndonos volver al semblante diario de nuestra existencia en un mundo con la “clase obrera en vías de desaparición”... La manera postmoderna estándar de rechazar la importancia del conflicto de clase no es prin-cipalmente llamar la atención acerca de la supuesta “clase obrera en vías de desaparición”, sino más bien enfatizar cómo el conflicto de clase no debería ser “esencializado” como el pun-to de referencia final hermenéutico a cuya “expresión” todos los demás conflictos pueden ser reducidos: hoy en día asistimos al florecimiento de nuevas y múltiples subjetividades políticas (de clase, étnicas, gay, ecológicas, feministas, religiosas...) y la alianza entre ellas es el producto de la abierta lucha contingente en hegemonía. Sin embargo, filósofos tan distintos como Alain Badiou y Fredric Jameson han señalado, a propósito de la actual celebración de la diversidad de estilos de vida, cómo este crecimiento de las diferencias reposa en un subyacente Uno, i.e. en la radical obliteración de la Diferencia, de la brecha antagonista. Lo mismo vale para la críti-ca postmoderna standard de la diferencia sexual como “oposición binaria” a ser deconstruida: “no sólo hay dos sexos, sino una multitud de sexos, de identidades sexuales...”. En todos estos casos, en el momento en que introducimos la “creciente multitud”, lo que estamos diciendo en efecto es exactamente lo opuesto, la subyacente Igualdad (Sameness) que lo invade todo, i.e. la noción de una brecha radical antagonista que afecta al cuerpo social entero es obliterada: la sociedad no antagonista es aquí el “contenedor” realmente global en el cual hay suficiente espacio para toda la multitud de comunidades culturales, estilos de vida, religiones, orienta-ciones sexuales...
Ya existe una razón FILOSOFICA muy precisa por la cual el antagonista debe ser una diada, i.e. porque la “multiplicación” de las diferencias reafirma al subyacente Uno. Como ya ha enfatiza-do Hegel, cada género tiene finalmente sólo dos especies, i.e. la diferencia específica es final-mente la diferencia entre el género mismo y su especie “en sí”. Es decir, en nuestro universo, la diferencia sexual no es simplemente la diferencia entre las dos especies del género humano, sino la diferencia entre un término (hombre) que aparece en representación del género en sí y el otro término (mujer) que aparece en representación de la Diferencia dentro del género en sí, debido a un específico, particular momento. De este modo, en un análisis dialéctico, incluso cuando tenemos la impresión de múltiples especies, tenemos que buscar a las especies excep-cionales que dan cuerpo de manera directa al género en sí: la verdadera Diferencia es la “im-posible” diferencia entre esta especie y todas las demás. Paradójicamente, Laclau se encuentra aquí más cerca de Hegel: inherente a su noción de hegemonía está la idea de que, entre los elementos particulares (significantes) hay uno que directamente “colorea” el significante vacío
de la universalidad imposible en sí misma, de manera que, dentro de esta constelación hegemónica, oponerse a este significante particular equivale a oponerse a la “sociedad” EN SÍ. Cuando la diada antagonista es reemplazada por la evidente “creciente multitud”, la brecha que se halla así obliterada es, en consecuencia, no solamente la brecha entre el contenido diferente DENTRO de la sociedad, sino la brecha antagonista entre lo Social y lo no Social, la brecha que afecta la verdadera noción Universal de lo Social. En este universo de la Igualdad (Sameness), la manera principal de la apariencia de la Diferen-cia política es generada por el sistema bipartidista, esa apariencia de la opción en la que bási-camente no hay ninguna. Los dos polos convergen en su política económica (véanse recientes celebraciones, de parte de Clinton y de Blair, de la “estricta política fiscal” como la opinión clave de la izquierda moderna: la estricta política fiscal sostiene el crecimiento económico, y el crecimiento nos permite cumplir con una política social más activa en nuestra lucha por una mejor seguridad social, educación, salud...). Su diferencia es por último reducida a los compor-tamientos culturales opuestos: su “apertura” multiculturalista, sexual, etc., versus los “valores familiares” tradicionales (de manera típica, esta es la opción derechista que se dirige y alcanza a movilizar lo que queda de la “clase obrera” central en nuestras sociedades occidentales, mientras que la “tolerancia” multiculturalista se ha convertido en el motivo recurrente de las nuevas “clases simbólicas” privilegiadas: no debe sorprender a nadie el hecho de que, en el ridículo espectáculo de Giuliani versus la exposición de arte Sensation, el capital corporativo estaba en el lado de Sensation). Esta opción política no puede sino recordarnos el problema que sentimos cuando queremos un edulcorante artificial en una cafetería norteamericana: la siempre presente alternativa del Nutra-Sweet Equal y el High & Low, de bolsitas azules y rojas, en donde casi cada uno tiene sus preferencias (evite las rojas, tienen sustancias cancerígenas, o viceversa...) y este apego ridículo a la opción de cada uno no hace sino acentuar el absoluto sin sentido de la alternativa. (¿Y acaso no sucede lo mismo para los talk-shows nocturnos, en donde la “libertad de opción” está entre Jay Leno y David Letterman? ¿O para las gaseosas: Coca o Pepsi?) Es un hecho bien conocido que el botón de “Cerrar la puerta” en muchos ascensores es un placebo sin utilidad, dispuesto en el lugar sólo para darle a los individuos la impresión de que participan de algún modo, contribuyendo a la rapidez de la jornada del ascensor –cuando apretamos ese botón, la puerta se cierra exactamente al mismo tiempo que cuando apretamos el botón que indica el piso sin “apurar” el proceso por el hecho de apretar también el botón de “cierre la puerta”. Este caso extremo de falsa participación es una apropiada metáfora de la participación de los individuos en nuestro proceso político “postmoderno”... Por supuesto, la respuesta postmoderna a esto sería que el antagonismo radical emerge sólo a medida que la sociedad es aun percibida como totalidad –¿no fue acaso Adorno quien dijera que contradic-ción es diferencia bajo el aspecto de identidad? De modo que la idea es que con la era post-moderna, el retroceso de la identidad de la sociedad involucra SIMULTANEAMENTE el retroce-so del antagonismo que parte en dos el cuerpo social –aquello que recibimos a cambio de esto es el Uno de la indiferencia como el medio neutral en el cual la multitud (de estilos de vida, etc.) coexiste. La respuesta de la teoría materialista a esto es demostrar cómo este verdadero Uno, este territorio en común en el que múltiples identidades florecen, reposa de hecho en determinadas exclusiones, y está sostenido por un invisible quiebre antagónico.
Y esto nos trae de vuelta a Buchanan: de manera significativa, la única fuerza política con mínimo peso de seriedad que SÍ evoca todavía una respuesta antagonista de Nosotros contra Ellos es la nueva derecha populista (Le Pen, Haider, Republicanos en Alemania, Buchanan en Estados Unidos). Sin embargo, es precisamente debido a esta razón que juega un papel estruc-tural clave en la legitimación de la nueva hegemonía multicultural tolerante liberal-democrática. Para empezar, tiene el común denominador negativo de todo el espectro de centro-izquierda: son los excluidos, los que a través de esta misma exclusión (su –por el mo-mento, al menos– inaceptabilidad como partido del gobierno) proveen la legitimidad negativa de la hegemonía liberal, la prueba de su comportamiento “democrático”. En este sentido, su existencia desplaza el VERDADERO centro de atención de la lucha política (que es por supuesto la urgencia de cualquier alternativa radical de izquierda) hacia la “solidaridad” de todo el blo-que “democrático” contra el peligro derechista. Ahí reside la última prueba de la hegemonía democrática liberal de la escena política ideológica, la hegemonía lograda con la emergencia de la “Tercera Vía” socialdemócrata: la “Tercera Vía” es precisamente la social democracia bajo la hegemonía del capitalismo liberal democrático (i.e. desprovisto de su mínimo chispazo subversivo), consiguiendo de este modo excluir la última referencia al anticapitalismo y a la lucha de clases. Segundo, es absolutamente crucial que los nuevos populistas de derecha sean la única fuerza política “seria” de hoy en día que se dirijan a la gente con la retórica anticapita-lista, cubierta no obstante de ropajes nacionalistas/racistas/religiosos (corporaciones multina-cionales que “traicionan” a la gente sencilla y trabajadora de nuestra nación). En el congreso del Front National hace un par de años, Le Pen subió al escenario a un argelino, un africano y un judío, los abrazó y le dijo al público reunido: “Ellos son tan franceses como yo –¡son los representantes del gran capital multinacional, ignorando su deber hacia Francia, quienes constituyen el verdadero peligro para nuestra identidad!” Hipócritas como son estas declaraciones, son no obstante la señal de cómo la derecha populista se dirige a ocupar el te-rreno dejado vacante por la izquierda. Aquí el nuevo centro liberal democrático juega un doble juego: coloca a la derecha populista como nuestro enemigo en común, mientras manipula eficazmente este cuco derechista para hegemonizar el terreno “democrático”, i.e. para definir el terreno e imponerse sobre su verdadero adversario, la izquierda radical. Así, confundidos como pueden estar, sucesos como el apoyo de Fulani a Buchanan no son otra cosa sino final-mente el desesperado intento de la izquierda radical de escapar de la hegemonía de la “iz-quierda postmoderna” de la Tercera Vía: en esta sobrecogedora, monstruosa coalición, la iz-quierda de la Tercera Vía recibe de vuelta su propio mensaje en forma invertida –verdadera. Dicho en corto, el sobrecogedor matrimonio de Fulani y Buchanan es un síntoma de la izquier-da de la Tercera Vía.
Desde esta perspectiva, incluso la defensa neoconservadora de los valores tradicionales se ve bajo una nueva luz: como la reacción contra la desaparición de la normatividad ética y legal, la cual es reemplazada gradualmente por regulaciones pragmáticas que coordinan los intereses particulares de distintos grupos. Esta tesis puede parecer paradójica: ¿no vivimos acaso en la era de los derechos humanos universales que se reafirman incluso en contra de la soberanía de un Estado? ¿No fue el bombardeo de la OTAN a Yugoslavia el primer caso de intervención exitosa (o al menos autorrepresentada como exitosa) con base en el interés normativo, sin referencia a ningún interés “patológico” de tipo político económico? Dicha nueva normativi-dad de los “derechos humanos” es, a pesar de su apariencia, su total opuesto. Aquí el punto no
es simplemente el viejo argumento marxista acerca de una brecha entre la apariencia ideológi-ca de la forma legal universal y los intereses particulares que efectivamente la sostienen; a este nivel, el contra-argumento (hecho, entre otros, por Lefort y Ranciere) de que la forma, precisamente, no es nunca una “mera” forma, sino que involucra una dinámica propia que deja sus huellas en la materialidad de la vida social, es absolutamente válido (la “libertad for-mal” burguesa pone en movimiento el proceso de demandas políticas y prácticas muy “mate-riales”, que va desde los sindicatos hasta el feminismo). El énfasis principal de Ranciere está en la ambigüedad de la noción marxista de “brecha” entre la democracia formal (los derechos del hombre, libertad política, etc.) y la realidad económica de explotación y dominación. Uno pue-de leer esta brecha entre la “apariencia” de la igualdad/libertad y la realidad social de las dife-rencias económicas, culturales, etc., sea bajo la manera “sintomática” estándar (la forma de los derechos universales, igualdad, libertad y democracia es sólo la forma necesaria pero iluso-ria de expresión de este contenido social concreto, el universo de explotación y dominación de clase), sea bajo el sentido mucho más subversivo de una tensión en la cual la “apariencia” de egaliberté, precisamente NO ES una “mera apariencia”, sino la evidencia de una efectividad propia que permite poner en movimiento el proceso de rearticulación de relaciones socio-económicas concretas mediante su progresiva “politización” (¿Por qué no deberían votar las mujeres también? ¿Por qué no deberían las condiciones en el ambiente de trabajo ser también materia de interés público?, etc.). Uno está tentado de poner en uso aquí el viejo término levistraussiano de “eficiencia simbólica”: la apariencia de egaliberté es una ficción simbólica que posee una eficiencia propia concreta –uno debería resistir la adecuada tentación cínica de reducirla a una mera ilusión que permita una actualidad distinta. Lo que tenemos ahora, por el contrario, es el cinismo postmoderno: el hecho de que, detrás de la forma universal (o forma legal), existe algún interés particular o el compromiso de su multitud de formas particulares es DIRECTAMENTE (FORMALMENTE incluso) TOMADO EN CUENTA –la norma legal que se impone a sí misma es “formalmente” percibida/postulada co-mo compromiso regulador entre la multitud de intereses (étnicos, sexuales, ecológicos, económicos...) “patológicos”. El argumento de la crítica ideológica del marxismo clásico es de este modo, de manera perversa, directamente incluido e instrumentalizado, y la ideología mantiene su validez a través de esta falsa auto-transparencia. Lo que se evapora en el universo post-político de hoy no es pues la “realidad” tapada por fantasmagorías ideológicas, sino APA-RIENCIA MISMA, la apariencia de cierta ajustada norma, su fuerza “performativa”: el “realis-mo” –tomar las cosas tal como “realmente son” – es la peor ideología.
El principal problema político de hoy en día es: ¿cómo rompemos este consenso cínico? La democracia formal en sí misma no debe ser fetichizada aquí –su límite está perfectamente delineado por la situación venezolana luego de la elección del General Chávez a la presidencia en 1996. Él ES “autoritario”, carismático, antiliberal, populista, PERO uno TIENE que tomar ese riesgo en la medida en que la democracia liberal tradicional no está en capacidad de articular algún tipo de demandas radicales populares. La democracia liberal tiende hacia las decisiones “racionales” dentro de los límites de lo (que es percibido como) posible; para gestos más ra-dicales, las estructuras carismático proto-“totalitarias” con lógica plebiscitaria, en las que uno “elige libremente las soluciones impuestas” son más eficaces. La paradoja a asumir es que en la democracia, los individuos tienden a permanecer pegados al nivel de “adorar los bienes” – a menudo SÍ se necesita un Líder para estar en capacidad de “hacer lo imposible”. El Líder autén-
tico es literalmente el Único que me permite efectivamente escogerme a mí mismo –la subor-dinación a él es el mayor acto de libertad.
Las coordenadas de la constelación de hoy se hallan bien representadas por dos recientes pelí-culas, The Straight Story de David Lynch y The Talented Mr. Ripley de Anthony Minghella. Des-de el principio de The Straight Story de David Lynch, las palabras que introducen los créditos, “Walt Disney presenta: una película de David Lynch”, proveen tal vez la mejor síntesis de la paradoja ética que marca el fin de siglo: el montaje de la transgresión con la norma. Walt Dis-ney, la marca de los valores familiares conservadores, lleva bajo su paraguas a David Lynch, el autor que representa la trangresión, iluminando el submundo obsceno del sexo pervertido y la violencia que florecen debajo de la respetable superficie de nuestras vidas. Hoy en día, cada vez más, el aparato cultural económico mismo, para reproducirse en las con-diciones de competitividad del mercado, no sólo precisa tolerar, sino directamente incitar efectos y productos de choque cada vez más fuertes. Baste recordar recientes tendencias en las artes visuales: ya pasaron los días en los que teníamos sencillas estatuas o cuadros enmar-cados –lo que tenemos ahora son exposiciones de marcos mismos sin pinturas, exposiciones de vacas muertas y sus excrementos, videos del interior del cuerpo humano (gastroscopías y colonoscopías), inclusión de olores en la exposición, etc. Nuevamente aquí , como en el domi-nio de la sexualidad, la perversión ya no es subversiva: los excesos chocantes son parte del sistema mismo, el sistema se alimenta de ellos para reproducirse a sí mismo. Así que si los primeros films de Lynch también habrían caído en esa trampa, ¿qué hay entonces con The Straight Story, basada en el caso verdadero de Alvin Straight, un viejo granjero lisiado que condujo a través de las praderas americanas en un tractor John Deere para ir a ver a su afligido hermano? ¿Implica esta lenta historia de persistencia, la renuncia a la trangresión, el regreso hacia la cándida inmediatez de la permanencia ética y directa de la fidelidad? El mismo título de la película de refiere sin duda a la obra previa de Lynch: esta es la honesta historia respecto de las “desviaciones” del submundo siniestro desde Eraserhead a Lost Highway. Sin embargo, ¿qué sucede si el “honesto”*1+ héroe del reciente film de Lynch es efectivamente más subver-sivo que los excéntricos personajes que poblaban sus películas anteriores? ¿Qué si en nuestro mundo postmoderno en el cual el compromiso ético radical es percibido como ridículamente fuera de tiempo, él es el verdadero marginal? Uno debería recordar aquí la vieja anotación de G.K. Chesterton en su A defense of Detective Stories, sobre que el relato de detectives “re-cuerda previamente en cierto modo que la civilización misma es el más sensacional de los co-mienzos y la más romántica de las rebeliones. Cuando el detective en un policial se queda solo y de algún modo tontamente valeroso entre los cuchillos y los puños de un hueco de rateros, sin duda sirve para recordarnos que es el agente de la justicia social aquel que representa la figura original y poética, mientras que los ladrones y salteadores son meros, plácidos y arcaicos conservadores, felices en la inmemorial respetabilidad de simios y lobos. [La novela policial] se basa en el hecho de que la moralidad es la más oscura y atrevida de las conspiraciones.”
¿Y qué sucedería si ESTE fuera el mensaje final de la película de Lynch –que la ética es “la más oscura y atrevida de las conspiraciones”, que el sujeto ético es aquel que efectivamente ame-naza el orden existente, a diferencia de la larga serie de excéntricos pervertidos lyncheanos (el Barón Harkonnen en Dune, Frank en Blue Velvet, Bobby Perú en Wild at Heart...) que final-mente lo sostienen? En este preciso sentido el contrapunto a The Straight Story es The Talen-
ted Mr. Ripley de Minghella, basada en la novela de Patricia Highsmith, del mismo nombre. The Talented Mr. Ripley cuenta la historia de Tom Ripley, un ambicioso neoyorquino en banca-rrota, que es ubicado por el rico magnate Herbert Greenleaf, quien piensa erróneamente que Tom ha estado en Princeton con su hijo Dickie. Dickie se encuentra vagando en Italia y Geenle-af le paga a Tom el viaje a Italia para que haga entrar en razón a su hijo y tome el lugar correc-to en los negocios de la familia. Sin embargo, una vez en Europa, Tom queda fascinado no sólo con Dickie mismo, sino con la brillante, canchera y socialmente aceptable vida adinerada en la que vive Dickie. Todo lo que se dice acerca de la homosexualidad de Tom está fuera de lugar: Dickie no es para Tom el objeto de deseo, sino su sujeto ideal deseable, el sujeto transferencial “que supone saber/cómo desear”. En pocas palabras, Dickie se convierte en el ego ideal de Tom, la figura de su identificación imaginaria: cuando repetidamente le mete una mirada de reojo a Dickie, no traiciona su deseo erótico para emprender un comercio erótico con él, para POSEER a Dickie, sino su deseo de SER como Dickie. De esta manera, para resolver ese proble-ma, Tom concibe un elaborado plan: durante un viaje en bote, asesina a Dickie y luego, duran-te un tiempo, asume su identidad. Haciéndose pasar por Dickie, organiza las cosas de manera que luego de la muerte “oficial” de Dickie, hereda su riqueza; una vez cumplido aquello, el falso Dickie desaparece, dejando tras de sí una nota suicida alabando a Tom, mientras éste reaparece evadiendo exitosamente a los suspicaces investigadores e incluso ganándose el agradecimiento de los padres de Dickie, para luego salir de Italia rumbo a Grecia. A pesar de que la novela fue escrita a mediados de los 50s, uno puede decir que Highsmith se adelanta a la reescritura terapéutica actual de la ética en “recomendaciones”, que uno no de-bería seguir demasiado a ciegas. Ripley se detiene sencillamente en el último escalón en esta reescritura. No matarás –a menos que no haya otra manera de encontrar la felicidad. O, como la misma Highsmith declara en una entrevista: “Podría ser calificado de psicótico, pero no lo llamaría demente porque sus actos son racionales. (...) Lo considero más bien una persona civilizada que mata porque tiene que hacerlo”. Ripley no se parece así en nada al “American Psycho”: sus actos criminales no son frenéticos passages a l’acte, estallidos de violencia en los que descarga la energía acumulada por las frustraciones de la vida cotidiana yuppie. Sus crímenes están calculados con un razonamiento pragmático sencillo: hace lo que es necesario para alcanzar su objetivo, la vida acomodada de los suburbios exclusivos de París. Lo que es realmente inquietante en él, por supuesto, es que de alguna manera parece perder el más elemental sentido ético: en la vida diaria, es en general amigable y considerado (aunque con un toque de frialdad), y cuando comete un asesinato, lo hace con el mismo remordimiento que uno siente cuando tiene que realizar una tarea desagradable pero necesaria. El es el psicótico final, la mejor ejemplificación de lo que Lacan tenía en mente cuando decía que la normalidad es la forma especial de la psicosis –de no estar atrapado traumáticamente en la telaraña simbólica, de mantener “libertad” respecto del orden simbólico.
Sin embargo, el misterio del Ripley de Highsmith trasciende el motivo ideológico norteameri-cano estándar de la capacidad del individuo de “reinventarse” a sí mismo, de borrar las huellas del pasado y asumir a fondo una nueva identidad, que trascienda el “yo proteano” postmo-derno. Ahí reside la falla final de la película respecto de la novela: la película “gatsbyíza” a Ri-pley en una nueva versión del héroe norteamericano que recrea su identidad de manera sombría. Aquello que aquí se pierde se encuentra mejor ejemplificado por la diferencia crucial entre la novela y la película: en esta última, Ripley posee los meneos de una consciencia, mien-
tras que en la novela, síntomas de una consciencia están sencillamente más allá de su enten-dimiento. Es por eso que la explicitación de los deseos homosexuales de Ripley en la película también yerra en el tema. Lo que Minghella implica es que, para los años 50, la Highsmith se vió empujada a ser más circuspecta para hacer al héroe más digerible respecto de un público masivo, mientras que hoy en día podemos decir las cosas de una manera más abierta. Sin em-bargo, la frialdad de Ripley no es el efecto de superficie de su postura gay, sino más bien lo opuesto. En una de las últimas novelas de Ripley, nos enteramos que le hace el amor una vez por semana a su esposa Heloise, como un ritual habitual –sin ninguna pasión de por medio, Tom es como Adán en el Paraíso previo a la caída, cuando, según San Agustín, él y Eva sí tuvie-ron sexo, pero realizado a la manera de un simple ritual instrumental, como quien siembra semillas en el campo. Una manera de leer a Ripley es decir que es angelical y que vive en un universo que precede a la Ley y sus transgresiones (el pecado). En una de las últimas novelas de Ripley, el héroe ve dos moscas en la mesa de la cocina y al mirarlas de cerca y ver que están copulando, las aplasta con asco. Este pequeño detalle es crucial –el Ripley de Minghella NUNCA hubiera hecho tal cosa: el Ripley de la Highsmith está de algún modo desconectado de las cosas relativas a la carne, disgustado de lo Real de la vida, de su ciclo de generación y corrupción. Marge, la enamorada de Dickie, da una adecuada caracte-rización de Ripley: “De acuerdo, tal vez no sea marica. Simplemente no es nada, lo cual es pe-or. No es lo suficientemente normal como para tener algún tipo de vida sexual”. Tanto como dicha frialdad caracteriza cierta postura lésbica, uno está tentado de alegar que, en vez de ser un homosexual reprimido, la paradoja de Ripley es que es un varón lésbico. La frialdad desen-tendida que subyace debajo de todas las posibles variables de identidad de algún modo des-aparece de la película. El verdadero enigma de Ripley es por qué persiste en esta gélida con-ducta, manteniendo una psicótica falta de compromiso con cualquier apego humano pasional, incluso luego de alcanzar su meta y recrearse a sí mismo como el respetable art-dealer que vive en un rico suburbio parisino. Quién sabe, la diferencia entre el héroe “recto” de Lynch y el Ripley “normal” de la Highsmith determinan las coordenadas extremas de la experiencia ética del capitalismo avanzado de hoy –con el raro giro de que Ripley es el “normal” siniestro y el hombre “recto” el raro siniestro, incluso pervertido. ¿Cómo vamos a salir entonces de este camino sin salida? Los dos héroes tienen en común la inclemente dedicación en alcanzar sus metas, de modo que una manera parece ser el abandonar este rasgo en común y rogar por una humanidad más “cálida” y com-pasiva lista para aceptar compromisos. Pero ¿acaso no es dicha “débil (es decir: sin principios) humanidad” el modo predominante de la subjetividad de hoy en día, al punto que ambas pelí-culas proveen sus dos extremos? A fines de los años 20, Stalin definió la figura del bolchevique como la unión entre la apasionada obstinación rusa y el recurseo norteamericano. Tal vez, siguiendo las mismas líneas uno pueda alegar que la salida está más bien en la imposible sínte-sis de ambos héroes, en la figura lyncheana del hombre “recto” que persigue su objetivo, junto al sabio recurseo de Tom Ripley. ****
En los últimos días de 1999, la gente de los alrededores del mundo (occidental) fue bombar-deada por las numerosas versiones del mismo mensaje que encarna perfectamente el estallido
fetichista “lo sé perfectamente bien, pero...” . Inquilinos de las grandes ciudades empezaron a recibir cartas de los administradores de los edificios, diciéndoles que no había de qué preocu-parse, que todo estaría bien, pero que de todos modos llenaran sus tinas de agua y prepararan una provisión de comida y velas; los bancos estaban diciéndoles a sus clientes que sus depósi-tos estaban a salvo, pero que a pesar de ello debían proveerse con algo de efectivo y tener a mano su estado cuenta; hasta el alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, quien repetidamente calmó a sus ciudadanos con el mensaje de que la ciudad estaba bien preparada, pasó no obs-tante la noche de año nuevo en el bunker de concreto al interior del World Trade Center, ase-gurado en contra de armas químicas y biológicas... ¿La causa de toda esta ansiedad? Una no entidad usualmente referida como el “Millenium Bug”. ¿Somos conscientes de cuán siniestra es nuestra obsesión con el Millenium Bug? ¿Y cuánto de esta obsesión es acerca de nuestra sociedad? El Bug no sólo fue generado por el hombre; uno puede incluso localizarlo de manera precisa: debido a la poca imaginación de los programadores originales, las estúpidas máquinas digitales no sabían cómo leer el “00” a la medianoche del 2000 (1900 o 2000). Esta sencilla limitación de la máquina fue la causa, aun-que la brecha entre la causa y sus efectos potenciales era inconmensurable. Las expectativas fueron desde la tontería hasta el terror, ya que incluso los expertos no sabían exactamente qué pasaría: tal vez el desbarajuste total de los servicios sociales, tal vez nada (que fue efecti-vamente el caso). ¿Estábamos enfrentándonos realmente aquí con la amenaza de un mal funcionamiento mecá-nico? Por supuesto, la red digital se materializa en circuitos y chips electrónicos, pero uno debe tener siempre en mente que este circuito es en alguna medida “supuestamente conocido”: se supone darle cabida a cierto conocimiento, y es este conocimiento –o, más bien, su ausencia– lo que fue la causa de todas las preocupaciones (la inhabilidad de las máquinas para leer el “00”). Con lo que nos confrontó el Millenium Bug fue con el hecho de que nuestra vida “real” misma está sostenida por un orden virtual de conocimiento objetivado, cuyo mal funciona-miento puede tener consecuencias catastróficas. Jacques Lacan lo llamó Conocimiento objeti-vizado –la sustancia simbólica de nuestro ser, el orden virtual que regula el espacio intersubje-tivo –el “gran Otro”. Una versión más popular y paranoica de la misma noción es Matrix, de la película de los hermanos Wachowsky que lleva el mismo nombre. Aquello que realmente se convirtió en una amenaza para nosotros bajo el nombre de Mille-nium Bug fue la suspensión de la Matrix. Aquí podemos ver en qué sentido The Matrix (la pelí-cula) estaba en lo cierto: la realidad que abandonamos está tan regulada por la super poderosa e invisible red digital que su colapso puede crear una “real” desintegración global. Razón por la cual es una peligrosa ilusión reclamar que el Bug pudo haber traído una liberación: si estuvié-ramos a punto de ser privados de la red digital artificial que interviene y sostiene nuestro acce-so a la realidad, no encontraríamos vida natural en su verdad inmediata, sino la insoportable tierra baldía –“¡Bienvenidos al desierto de lo real!”, como es irónicamente felicitado Neo, el héroe de Matrix, en el momento en que ve la realidad tal como es, sin la Matrix.
¿Qué es entonces el Millenium Bug? Tal vez el último ejemplo de lo Lacan llamó objet petit a, el “pequeño Otro”, la causa-objeto del deseo, una pequeña partícula de polvo que le da cuer-po a la ausencia del gran Otro, el orden simbólico. Y es aquí en donde aparece la ideología: el
Bug es el sublime objeto de la ideología. El término mismo es elocuente respecto de sus tres significados: un glitch/defecto; un insecto; un fanático. Este desvío del significado realiza la operación ideológica más elemental: una simple pérdida imperceptible o glitch, adquiere una existencia positiva, convirtiéndose en un “insecto” incómodo con el don de cierta actitud psíquica (fanatismo) –y el mal funcionamiento adquiere súbitamente una causa, un fanatismo que debe ser exterminado como un insecto... y ya estamos de lleno en la paranoia. Hacia fines de diciembre de 1999, el principal periódico esloveno de derecha puso como titular: “¿Es re-almente un peligro –o una cortina de humo?”, dando a entender que ciertos oscuros círculos financieros auspiciaban el pánico del Y2K y que sería usado para poner en marcha un gigantes-co fraude... ¿No es el Bug la mejor metáfora animal para una imagen antisemítica de los judíos: un insecto rabioso que introduce la degeneración y el caos en la vida social, la verdadera causa oculta de los antagonismos sociales? En un movimiento que repite simétricamente la paranoia derechista, Fidel Castro denunció también –luego de que se hizo obvio que no había tal Bug, que las cosas seguirían su curso de manera más o menos suave– el miedo del Bug como algo promovido por las grandes compañ-ías de computadoras, diseñado para hacer que la gente compre computadoras nuevas. ¡Y, efectivamente, una vez pasado el miedo y aclarado el hecho de que el Millenium Bug era una falsa alarma, se oyeron denuncias desde todos lados en el sentido de que debía haber una razón para tanta bulla por nada, algún interés (financiero) oculto que en primer lugar difundía el miedo –¡es imposible que todos los programadores cometieran un error tan grande! El cen-tro de la discusión giró entonces hacia el típico dilema post-paranoide: ¿hubo realmente un Bug cuyas catastróficas consecuencias fueron evitadas por medidas preventivas, o no hubo nada simplemente, de manera que las cosas hubieran marchado con tranquilidad sin haber tenido que gastar el billón de dólares al tomar esas medidas? Nuevamente se trata del objet petit a, el vacío que “es” la causa-objeto del deseo en su manera más pura: un cierto “nada de nada”, una entidad sobre la cual ni siquiera es seguro el hecho de que “realmente exista” o no, y que no obstante, como el ojo de una tormenta, causa una gigantesca conmoción alrededor suyo. En otras palabras, ¿no fue el Millenium Bug algo así como un MacGuffin del cual Hitch-cock mismo hubiera estado orgulloso? Tal vez de este modo, uno puede concluir con un modesto argumento marxista: desde que la red digital nos afecta a todos, desde que ES la red la que regula ya nuestra vida diaria hasta en sus rasgos más comunes como las reservas de agua, debe ser socializada de alguna manera. ¿Es esta una medida “totalitaria” amenazando con imponer un control sobre el ciberespacio? SÍ. NOTAS *1+ *Nota del traductor+ En referencia al “straight” del título: directo, derecho, honesto, recto y también coloquialmente, heterosexual
Título Original: Welcome to the Desert of the Real. Extraído de: lacanian ink 16, primavera de 2000, pp. 64-81. Copyright ©2000 lacanian ink. All Rights Reserved.
Traducción: Rodrigo Quijano. http://huesohumero.perucultural.org.pe/textos/5zizek.doc
¡Bienvenido al desierto de lo Real! (II) Por Slavoj Žižek | 14-sept-2001 La última fantasía paranoica norteamericana es la de un individuo que vive en un idílico pueblo californiano, un paraíso del consumo, y de pronto comienza a sospechar que el mundo en el que vive es una farsa, un espectáculo montado para convencerlo de que vive en la realidad, un show en el que todos a su alrededor son actores y extras. El ejemplo más reciente de esto es The Truman Show, de Peter Weir, en la que Jim Carrey encarna al empleado local que gra-dualmente descubre la verdad: que él es el héroe de un show televisivo transmitido las 24 horas, y que su pueblo es, en rigor, un gigantesco set de filmación por el que las cámaras lo siguen sin interrupción. Entre sus predecesores, vale la pena mencionar la novela Time Out of Joint (1959) de Philip K. Dick, en la que el héroe vive en un idílico pueblo californiano a fines de los 50, y gradualmente descubre que toda la ciudad es una farsa montada para mantenerlo satisfecho... .La experiencia subyacente de Time Out of Joint y de The Truman Show es que el paraíso del consumo capitalista es, en su hiperrealidad, de algún modo IRREAL, insustancial, privado de toda inercia material De modo que no sólo Hollywood pone en escena un semblante de la vida real despojada del peso y la inercia de la materialidad - en la sociedad consumista del capitalismo tardío, la "au-tentica vida social" adquiere de algún modo los rasgos de una imitación organizada, con nues-tros vecinos comportándose en la "vida real" como actores y extras en un escenario... De nue-vo, la última verdad de la des-espiritualización del universo del capitalista utilitario es la des-materialización de la propia "vida real", su inversión en una show espectral. Entre otros, Chris-topher Isherwood expreso esta irrealidad de la vida diaria americana, ejemplificándolo en el cuarto de motel: "¡Los moteles americanos son irreales! /... / ellos se diseñan deliberadamente para ser irreales. /... / Los europeos nos odian porque nos hemos retirado a vivir dentro de nuestros anuncios, como ermitaños que entran en sus cuevas para contemplar". La noción de "esfera" de Peter Sloterdijk está literalmente aquí comprendido, como una gigantesca esfera de metal que envuelve y aísla la ciudad entera. Hace unos años, una serie de películas de cien-cia-ficción como Zardoz o Logan's Run previeron la dificultad posmoderna de hoy extendiendo esta fantasía a la propia comunidad: el grupo aislado vive una vida aséptica en un área aparta-da, anhela la experiencia del mundo real de la decadencia material.
The Matrix (1999), el éxito de los hermanos Wachowski, llevó esta lógica a su clímax: la reali-dad material en la que vivimos es virtual, generada y coordinada por una mega-computadora a la que todos estamos conectados; cuando el héroe (interpretado por Keanu Reeves) despierta a la “realidad real”, lo que ve es un paisaje desolado, sembrado de ruinas humeantes: lo que quedó de Chicago después de una guerra mundial. Morpheus, el líder de la resistencia, lo reci-be con ironía: “Bienvenido al desierto de lo real”. ¿No fue algo de un orden similar lo que su-cedió en Nueva York el 11 de setiembre? Sus ciudadanos fueron introducidos al “desierto de lo real”; a nosotros, corrompidos por Hollywood, la imagen de las torres derrumbándose no pudo sino recordarnos las pasmosas escenas de las grandes producciones del cine catástrofe. Cuan-
do escuchamos hablar de lo inesperados que resultaron los atentados, deberíamos recordar la otra catástrofe crucial, a comienzos del siglo XX: la del “Titanic”. Aquello fue un shock porque, en la fantasía ideológica, el transatlántico era el símbolo de la civilización industrial del siglo XIX. ¿Se puede afirmar lo mismo de los atentados? No sólo los medios nos bombardeaban con el discurso de la amenaza terrorista; sino que esta amenaza estaba obvia y libidinalmente investida – basta con recordar películas como Escape de Nueva York y Día de la Independencia. Lo impensable que sucedió, era a su vez, objeto de fantasía: de alguna manera, Estados Unidos tuvo lo que tanto fantaseaba, y ésta fue la mayor sorpresa. Es precisamente ahora, cuando lidiamos con la crudeza de lo Real de la catástrofe, que debe-mos considerar las coordenadas ideológicas que determinan la percepción de estos atentados. Si hay algún simbolismo en el derrumbe de las torres, no es tanto la vieja noción de “centro del capitalismo financiero” sino, más bien, la noción de que las dos torres del WTC representaban el centro del capitalismo VIRTUAL, el capitalismo de la especulación financiera desconectada de la esfera de producción material. El demoledor impacto de los atentados sólo puede medir-se en relación a la frontera que separa el Primer Mundo digitalizado del Tercer Mundo, “el desierto de lo Real”. La conciencia de que vivimos en un universo aislado y artificial genera así la noción de que un agente ominoso nos amenaza permanentemente con la destrucción total. Es, en consecuencia, Osama Bin Laden, el sospechoso autor intelectual detrás de los atenta-dos, ¿no sería el equivalente en la “vida real” de Ernst Stavro Blofeld, el cerebro diabólico que planea formas de destrucción global en las películas de James Bond? Lo que uno debería re-cordar es que el único momento en las películas de Hollywood en que vemos el proceso de producción en toda su intensidad es cuando Bond penetra en la guarida secreta del cerebro diabólico y localiza en ella el centro de la producción criminal (el destilado y empaquetado de drogas, la construcción de un cohete o un rayo láser capaz de destruir Nueva York…). Siempre, tras capturar a Bond, el amo-criminal le ofrece un tour por sus fábricas ilegales. ¿Y no es eso lo más que Hollywood se acerca a una orgullosa exposición socialista de los métodos de produc-ción en una fábrica? Y la función de la intervención de Bond es, por supuesto, volar todo el lugar de la producción por los aires, permitiéndonos retornar a nuestra rutina en un mundo con “la clase obrera en desaparición”. ¿Y no es el derrumbe de las Torres Gemelas, esa misma violencia dirigida al amenazante Afuera volviendo hacía nosotros?
La esfera segura en la que viven los norteamericanos se encuentra amenazada desde Afuera por atacantes terroristas quienes cobarde y cruelmente se auto-sacrifican, hábilmente inteli-gentes y primitivamente bárbaros. Cada vez que encontremos un mal Externo en un estado tan puro, deberíamos reunir coraje para recordar la lección hegeliana: en este Afuera puro, debemos reconocer una versión destilada de nuestra esencia. Durante los últimos cinco siglos, la (relativa) paz y prosperidad del Occidente “civilizado” se ha conseguido a través de la sis-temática exportación de violencia y destrucción al Afuera “bárbaro” –desde la larga historia de la conquista del Oeste hasta las matanzas en el Congo–. Aunque suene cruel e indiferente, debemos también considerar, ahora más que nunca, que el efecto de estos atentados es más simbólico que real. Estados Unidos acaba de saborear lo que sucede a diario en el resto del mundo, de Sarajevo a Grozny, de Ruanda y el Congo a Sierra Leona. Si a eso se suman las habi-
tuales mafias y bandas neoyorquinas, uno se puede hacer una idea de cómo era Sarajevo hace una década. Es cuando miramos en la pantalla de la Televisión a las dos torres del WTC colapsarse, que llegamos a la posibilidad de experimentar la falsedad de los "reality shows de la TV": aun si los shows son "reales", las personas aún actúan en ellos - simplemente se actúan a sí mismos. La despedida standard en una novela ("los personajes en este texto son una ficción, todo pareci-do con personajes de la "vida real" es una pura coincidencia") también se sostiene para los participantes de los reality soaps: lo qué nosotros vemos son personajes de ficción, aun cuan-do ellos actúan como son en realidad... Por supuesto, el “retorno a lo Real” dispara tramas hasta ahora impensadas. A los comentaristas derechistas como George Hill les gusta proclamar inmediatamente el final de “las vacaciones que Estados Unidos se ha tomado del curso de la Historia”: - el impacto de la terrible realidad desmorona la torre de la tolerancia liberal y el enfoque de los Estudios Culturales en la textualidad. Ahora, Estados Unidos debe responder, debe enfrentar enemigos reales en el mundo real. ¿Pero a QUIÉN enfrentar? Cualquiera que sea la respuesta, nunca van a dar en el blanco CORRECTO (right), nunca a van a estar totalmen-te satisfechos. Un ataque norteamericano a Afganistán sería el colmo de lo ridículo: si la mayor potencia mundial destruye a uno de los países más pobres del planeta, en el cuál los campesi-nos sobreviven en áridas colinas ¿no estaríamos frente al epítome de la impotencia? Hay algo de verdad en la noción del “choque de civilizaciones” de la que se habla hoy. -Imaginemos el testimonio de sorpresa de un norteamericano promedio: “¿Cómo es posible que esta gente aprecie tan poco su propia vida?”. Ahora bien, ¿no es el reverso de esta sorpre-sa el triste hecho de que nosotros, en nuestros países del Primer Mundo, encontremos cada vez más difícil siquiera imaginar una causa pública o universal por la que estaríamos dispuestos a sacrificar nuestra vida? Cuándo, después de los atentados, un sereno ministro Taliban extranjero expresó que él podía "sentir el dolor" de los niños americanos, ¿no confirmaba el papel ideológico hegemónico, al ser esta frase el sello distintivo de Bill Clinton? Además, la noción de América como un asilo seguro, por supuesto, también es una fantasía: cuando un neoyorquino comentó cómo, des-pués de los atentados, uno ya no podría caminar de forma segura por las calles de la ciudad, la ironía era más bien que, antes de los atentados, eran muy conocidos los peligros que acecha-ban a todos en cualquier esquina de la ciudad – en este aspecto si a algo dieron lugar los aten-tados fue a un nuevo sentido de solidaridad, con las escenas de un puñado de jóvenes afro-americanos ayudando a un anciano judío a cruzar la calle, escenas inimaginables un par de días antes.
Ahora, en los días que siguieron inmediatamente al atentado, es como si nosotros moráramos en un tiempo único entre un evento traumático y su impacto simbólico, como en ese momen-to breve posterior a un corte profundo, cuando vemos la herida pero el dolor todavía no nos golpea plenamente. - Ya se puede vislumbrar como será simbolizado este evento, cuál será su eficiencia y cómo se lo evocará para justificar actos posteriores. Pero ni siquiera aquí, en los momentos de mayor tensión, el proceso nunca es automático sino contingente. Y ya aparecen los primeros malos presagios: el día posterior al atentado recibí el llamado de una revista para la que había escrito un artículo sobre Lenin; me avisaban que habían decidido postergar su
publicación por considerar inoportuno hablar de Lenin bajo estas circunstancias. ¿No señala esto la dirección de las ominosas rearticulaciones ideológicas que vendrán? No sabemos aún con exactitud cuáles serán las consecuencias en la economía, la ideología, la política, la guerra, que este evento tendrá, pero una cosa es segura: Estados Unidos ya no se puede considerar a sí mismo como una isla aislada que presencia los acontecimientos mundia-les a través de una pantalla de la televisión, esta ahora involucrado directamente. Así que la alternativa es: ¿los americanos decidirán fortificar aún más su "esfera", o se arriesgaran a salir de él? O los Estados Unidos persistirán en, incluso fortalecerán, la actitud de "¿Por qué debería suce-dernos esto a nosotros? ¡Cosas como estas no pasan AQUÍ! ", Actitud que, por supuesto, au-mentará la paranoia y, por lo tanto, el grado de agresión hacia el temible Afuera. O América finalmente se arriesgará a caminar a través de la pantalla fantasmatica que lo separa del Mun-do Externo, aceptando su llegada al mundo Real, haciendo un largo y atrasado movimiento de superar el "esto no debería suceder AQUÍ!" para acceder al "esto no debería suceder en NIN-GUNA PARTE!". Pero para eso deberían aceptar también que nunca se tomaron “vacaciones del Curso de la Historia”, sino que su paz se compró a base de catástrofes en otras partes. En esto reside la verdadera lección de los atentados: la única manera de asegurar que esto no suceda AQUÍ de nuevo es impedir que siga sucediendo EN CUALQUIER OTRA PARTE. Título Original: Welcome to the Desert of the Real!

No hay comentarios: